UN ROMPECABEZAS FELLINESCO Digamos que hay un género que incluye una larga lista de documentales destinados a contarnos las dificultades surgidas durante la filmación de grandes películas. La galería de motivos va desde los caprichos megalómanos de los cineastas hasta la mezquindad de los productores que, cuando no inciden en la parte creativa, suelen romper las guindas con los presupuestos. En ese terreno de disputas se han narrado historias maravillosamente crueles que han dejado un legado para la posteridad. Tal vez en esta línea pueda acreditarse valor a la propuesta de Giuseppe Pedersoli. Aunque, pensándolo bien, señores y señores, están Federico Fellini y La dolce vita, y entonces, nada se pierde con echar una mirada. La base de todo esto es un libro que se llamó La veritá sulla Dolce Vita y su autor fue Peppino Amato, el productor de la odisea en cuestión, cuyo derrotero le llevó a dos infartos; el último no pudo contarlo. El punto más vulnerable de esta simpática película es ese estilo de dramatizaciones donde aparecen pelucas y maquillajes inverosímiles. En efecto, si bien Luigi Petrucci se carga bien a la figura mítica de Amato (clave para que la película de Fellini pudiera terminarse y estrenarse, pese a todos los obstáculos financieros y eclesiásticos), el abuso del recurso inclina la balanza para el ridículo. No obstante, no puede obviarse el interés que despierta la trama, un campo de tensiones entre director, productores, curas y políticos. Y si bien la locura de Fellini sería impensable para esta época de tibios, es justo decir que tipos como Amato hacen falta. Pedersoli combina registros fílmicos, documentos, cartas y ficcionaliza diálogos y situaciones a fin de armar ese rompecabezas que prácticamente le costó la vida al productor, un intermediario entre los sueños y los intereses económicos. El precio fue alto, pero el protagonista confiesa que ha vivido, que ha dejado algo para la posteridad. Hay que decir que ciertas situaciones que dan cuenta de los inconvenientes parecen sacadas de una comedia a la italiana y es ahí donde, como buen tano, Pedersoli nos gana por la vía afectiva.
DESQUICIADO, INCÓMODO Y AUDAZ Si la alteración es un estado que hemos naturalizado en el presente, nada mejor que los cronistas como de Radu Jude. Luego de un comienzo con un video porno casero se produce un corte, tan abrupto como pasar de la libertad del sexo al cuadro de una ciudad, Bucarest, en plena pandemia. Los juguetes sexuales han devenido en barbijos. Y la misma protagonista del video (que ha sido subido a Internet) es una profesora que se encuentra atormentada por la situación. Ahora bien, lejos de conducir esto en un drama convencional, el director rumano hace algo maravilloso y anárquico: utiliza esta excusa para un trazado en tres partes que dan forma a un recorrido desquiciado, incómodo y audaz. En la primera parte la mujer camina. Camina más que Monica Vitti con Antonioni. La cámara la sigue de lejos, pero hace lo que quiere. Irreverente, la abandona y se concentra en signos de una ciudad cuyos contrastes son evidentes. Es como si la mirada de la lente nos hablara de los efectos de este mundo gobernado por la desigualdad y la paranoia, Rumania como un lugar devastado, la tierra baldía de la Unión Europea. Y cuando lo desea, vuelve sobre nuestra protagonista para seguir sus pasos en las ruidosas calles, una sinfonía desafinada de bocinas y voces. La segunda parte es un compendio de frases y un montaje de imágenes donde, desde un lugar sardónico, se intenta dar cuenta de una imposibilidad: entender la identidad de un país y el derrotero de la historia. El único modo de enfrentarse a tal irracionalidad es el humor, la fábula. Es el puente que conduce a la última parte, un juicio donde luces y colores recuerdan a los barroquismos de Fellini, especie de farsa kafkiana con finales diferentes. ¿Otro exponente del cine del futuro?
DE AMOR Y DOLOR Hay películas cuya duración se corresponde con el tiempo de una experiencia. Puede ser la de un sueño, una pesadilla, unos veinte azotes, un encuentro amoroso frustrado o exitoso, o incluso el de una visita a un museo. Céline Sciamma regala un pequeño diamante que dura lo que una caricia o un abrazo sin (sobre) excitación. Su declaración de intenciones está al comienzo, con imágenes que escriben y un plano secuencia que enlaza a tres mujeres y a tres generaciones a través de habitaciones que se transitan, pero que recorta fundamentalmente a la pequeña protagonista, uno de los triunfos fotogénicos en esta breve historia. Apenas unos trazos bastan para instalar la atmósfera de tristeza ante la pérdida de una abuela y el traslado de un matrimonio a una casa en medio del bosque. Pero en los detalles se juega la estética de Sciamma para dar cuenta de cómo las fugaces muestras de amor pueden lidiar con el dolor. Con solo ver cómo Nelly come sus snacks o rodea con los brazos a su madre mientras maneja, obtenemos un cuadro afectivo (no efectista ni reparador) y también realista, porque no transcurrirá demasiado tiempo para que Marion (la madre) necesite estar sola para hacer el duelo. Entonces, la pequeña Nelly y su padre se encargarán de la casa. Una exploración de la chiquita al bosque provocará el encuentro con otra niña (el otro hallazgo fotogénico) y no hace falta adelantar nada más sobre la trama. A partir de allí, entramos en el terreno de las sustituciones, de las duplicidades, de superficies especulares, del deseo cuya materialización (real o imaginaria) es otra manera de negociar con el sentimiento de pérdida. Y si lo fantástico surge como posibilidad, inserto en lo cotidiano, no hay irrupciones violentas ni invitaciones para elucubraciones netamente intelectuales, más bien un pedido de entrega para armar y desarmar cierta idea de maternidad desde un lugar de emociones contenidas, donde todos los tiempos son el tiempo, el presente absoluto, donde cada experiencia se vive como si fuera la última en el teatro de la vida y de los vínculos familiares. Pero también es una película sobre la infancia, etapa que Sciamma evoca con la felicidad de quien revive los misterios de aquellos seres que nos visitan durante las noches, los momentos de soledad donde asoman los juegos y los ritos mientras los adultos cargan con sus cosas, y esa posibilidad de habilitar mundos que muchos creen producto de la fantasía pero que siempre dicen algo. Porque detrás de esos espejos, hay voces, anhelos, demandas y mucha sabiduría.
UN MUNDO ES UNA HERIDA ABSURDA La primera media hora de la sexta película de Ana Katz muestra lo mejor de su cine: un diálogo con gente afectada bajo la lluvia por el llanto de una perra, un joven que debe resignar su trabajo porque no puede dejar al animalito solo y una labor en medio de La Pampa como salida libre a tanto agobio de la ciudad. En todo este segmento, el humor en sordina, el extrañamiento y el absurdo gobiernan la escena de una película brillantemente fotografiada en blanco y negro. Hasta un plano se atreve a ponernos en la perspectiva de la perra. Esta secuencia de viñetas fluye a un ritmo perfectamente manejado y se encuentra entre lo más rico de su filmografía. No obstante, una desgracia habilita otra dimensión en la historia, ya focalizada en el protagonista, Sebastián, un joven treintañero bastante similar a tantos que deambulan por la geografía de cierta tendencia vernácula en pantalla y sobre todo porteña. A partir de este momento, el relato se volverá deshilachado, con algunos pasajes interesantes, pero un tanto fuera de foco, como si hubiera una acumulación de fragmentos tendientes a resumir parte de una vida en pocos minutos. Acaso, el advenimiento de un mundo que se hace cada vez más problemático le impregne una cuota de tristeza a la película, un mundo sin trabajo, sin estabilidad emocional, donde todo parece transcurrir a la velocidad de un rayo. En este sentido, el montaje mismo trabaja a favor de suprimir los largos tiempos muertos que constituyen el destino de Sebastián para enterarnos de que la vida vuela mientras la transitamos como podemos. De todos modos, existe siempre una veta en Katz que (por fortuna) no abandona: el humor. En medio de la crisis descripta, todavía hay secuencias notables como la posibilidad de utilizar unos cascos para respirar, lo que hace que lo cotidiano ingrese en el terreno de lo fantástico, uno de los mejores recursos que ha utilizado la directora. Y es esta dualidad el eje que vertebra la propuesta, puesto que uno (de raigambre absurda, lúdica) da lugar al otro (de naturaleza reflexiva frente a la incertidumbre ante un futuro que se manifiesta opaco). De allí que El perro que no calla sea una expresión irónica que funde en una misma identidad a dos silencios prolongados, el del animal y el del joven treintañero, protagonista melancólico y extrañado ante un mundo donde es difícil encajar.
DIFERENCIAS DE CLASE Los dos mundos que confluyen en la película, el de una empleada doméstica llamada Yarisa y la familia para la que trabaja, son irreconciliables. A diferencia de otras películas que dibujan la fantasía de las bondades de clase, aquí, para que se confirme la tesis naturalista de que no existe salida con este asunto, solo hay que esperar. Y también prestar atención a cómo las cosas se intentan tapar con plata o de qué modo la generosidad se disfraza en sentencias como “come algo Yarisa, en esta casa hay muchas sobras”. Mientras tanto, un vínculo parece erigirse más allá de todo y su principal fundamento es el afecto como un sustituto. Dos mujeres lo han construido a partir de carencias: la niñera no ha logrado resolver los conflictos con su hija biológica y Sara, la adolescente en el presente de esta historia, no encuentra en sus padres ni su hermano una razón para ser feliz, y menos un abrazo. No obstante, el destino juega sus cartas y la revelación de que en un mundo desigual una relación así es ficticia, será inevitable. Estamos en República Dominicana, pero ningún paisaje oficiará como postal para apaciguar el conflicto, a veces subrayado en demasía, a veces, disperso en algunos planos un tanto efectistas y sostenidos por efectos innecesarios. Un camino entre los dos mundos, el de los rituales ancestrales y de los burgueses, es el escenario donde confluyen los misterios, incluidos un grupo de chivos en una noche lluviosa. Con escenas de alta intensidad emocional y algunos reproches incluidos, en la película de Silvina Schnicer y Ulises Porra asoma un punto de vista en el abordaje de la cuestión, sobre todo en dos momentos claves donde las mujeres piden que las miren y se pongan en el lugar del otro. No obstante, la fuerza visual de Carajita es un estímulo suficiente más allá de lo discursivo.
LOS RECOVECOS DE LA MEMORIA (Y LA DESMEMORIA) Existe algo así como las intervenciones de Nicolás Prividera. Es un género discursivo que incluye su participación en diversos sitios, sus opiniones y discusiones sobre cine argentino/política/representación y, por supuesto, sus películas. Es difícil discernir cada esfera en tanto y en cuanto forman parte de un pensamiento que avanza, interpela, propone y polemiza. Adiós a la memoria es una gran película que abarca varias aristas y completa una especie de trilogía ensayística con M (2007) y Tierra de los padres (2011), aunque cada una de ellas tiene su propia fuerza. La diferencia, tal vez, es que en esta oportunidad hay una suma de capas y se resuelve a través del excelente montaje algo muy difícil: un justo equilibrio entre las partes. El punto de partida es la memoria (“ese arte del olvido” decía el autor de un estudio sobre la autobiografía), planteada en dos escenarios principalmente. Por un lado, el olvido del padre, quien padece Alzheimer; por el otro, el olvido colectivo de un país que aún no resuelve su complicidad con la existencia de dictaduras y embates neoliberales feroces. A lo largo de la película, el vaivén entre lo privado y lo público es el resorte sobre el que se apoya una voz en off que aguijonea, pregunta y postula un diálogo con los espectadores. El fantasma de Gramsci (más insomne que nunca) atraviesa gran parte de los argumentos a los cuales se suman Benjamin, Deleuze, Freud, entre otros. Sin embargo, más allá del mosaico de citas que se pone en escena, también la cuestión afectiva es muy fuerte si se considera que es el hijo quien ahora filma al padre. No obstante, a diferencia de una cantidad considerable de relatos en primera persona que son recurrentes en el regodeo sentimental o repiten fórmulas de ciertos horizontes de referencias, Prividera opta por un acercamiento interrogativo hacia el cuerpo del padre y a su propia historia. Nada es conclusivo, todo se transforma, como la película misma que vemos, armada con diversos registros, archivos y texturas. Hay un uso de la pantalla para dar cuenta de los recuerdos velados, como si las imágenes pudieran llenar los vacíos de la memoria. Pero al mismo tiempo, son también esas imágenes observadas a la distancia un campo de exploración que no descansa, y un puente para que la experiencia individual conduzca también a un examen generacional. Esos conductos son uno de los puntos más estimulantes del documental, porque no se trata solo de indagar en el misterio de lo real sino en interrogar qué pasó con un país que eligió mirar a un costado mientras otros eran secuestrados y torturados. Y la interpelación también alcanza al llamado Nuevo Cine Argentino. Se escucha por allí “¿por qué no hay política en todas estas películas caseras?”, una pregunta cuyo alcance excede al contexto particular en que se formula y que podría extrapolarse a tantos films con los que el mismo Prividera ha discutido en su labor como crítico y polemista. Y si el lenguaje se torna un laberinto, la película también recorre varios pasadizos y estantes de libros, citas, referencias, buscando acaso un centro que no necesariamente aparece entre una cantidad de signos perdidos: el Conde de Montecristo, la biblioteca, los libros, las alucinantes anotaciones del padre en los cuadernos. En definitiva, la acumulación, pero también la vinculación con los actos en la vida. Uno de los aspectos más delicados y honestos es la manera en que el hijo intenta comprender el olvido del padre y sus reacciones ante la desaparición de su esposa. ¿Hizo lo que pudo, fue algo deliberado, fue miedo? ¿Es el Alzheimer la crónica de una muerte anunciada, el triunfo del olvido? A medida que transcurren las imágenes, la incertidumbre es lo que reina. Hay una honestidad brutal en este planteo que elige desplazar fuera campo las emociones personales y en ese momento clave en el que el padre, médico, hipocondríaco, ateo y existencialista, deteriorado por la enfermedad, no reconoce la foto de su mujer Marta. ¿Pero acaso ya no la había querido reconocer antes? Borges aparece citado por Prividera en dos ocasiones al menos. En una es “el viejo que le dio la mano a Videla”; en la otra, el autor de genialidades como El jardín de senderos que se bifurcan. La alusión, más allá de si uno está de acuerdo o no, no significa un gesto de clausura y es, en todo caso, una invitación más a pensar en los límites siempre difusos entre la vida y la obra de un intelectual, un debate cuyas resonancias en el presente no pasan inadvertidas. Es uno de los ejes candentes que se suma a las posiciones de cualunquismo, criticadas abiertamente por el sujeto de enunciación: “odio a los indiferentes” se escucha, la voz de Gramsci a través de la mediúmnica voz en off. La secuencia final, con el triunfo final de la derecha en el país, parece funcionar como consecuencia de un largo proceso de pocas victorias y muchas derrotas. El bacilo de Camus en La peste vivito y coleando. Memoria histórica. Memoria afectiva. Memoria fílmica. Memoria mnemónica. Todas confluyen en la idea de fragilidad, de la vulnerabilidad en las que el tiempo les provoca, a menos que existan quienes estén dispuestos a no olvidar. Adiós a la memoria es una película que nunca acaba de decir lo que está diciendo, una interpelación incesante, como las mismas intervenciones de Prividera.
Si hay una situación recurrente al comienzo de varias películas de Ken Loach es la entrevista laboral. Se trata de la primera huella de un sistema perverso de exclusión y de fina selección, un cruce dialéctico y gestual que conforma ese teatro de máscaras, donde uno juega a rebajarse, a perder su dignidad, y el otro (marioneta de empresas cuyos rostros jerárquicos son invisibles) a ser frío o un campeón de eufemismos. Porque el lenguaje es evidencia y en sus signos se manifiestan las más solapadas estrategias de dominación. Y Lazos de familia (2019) no es la excepción. La primera intervención del protagonista se escucha sobre un fundido en negro mientras transcurren los créditos de inicio. Su voz gastada y con un acento irremediablemente cockney da cuenta de las deplorables experiencias laborales anteriores y de las ganas de salir adelante con un proyecto de mayor independencia. Lo que no puede saber (aunque el Goliat del otro lado del escritorio ya se muestre intimidante) es que está en la boca de un monstruo: una empresa de repartos que contrata choferes, pero que pone condiciones de explotación y donde no hay tiempo siquiera para frenar a mear (literalmente los trabajadores llevan una botella de plástico con ellos). La “gran propuesta laboral”, esa que los cráneos de la economía siempre quieren naturalizar como un beneficio, consiste en trabajar catorce horas por día y Ricky, a pesar de todo, ve (fabula en medio de la desesperación) una posibilidad para crecer y para hallar una estabilidad en el seno de su familia. Pero todo tiene su costo y las decisiones pondrán en jaque esos lazos que parecen tan férreos con su mujer, su hijo adolescente y la pequeña (y encantadora) pelirroja, su hija menor. En primer lugar, para alquilar una furgoneta deben vender el único medio de transporte para que su esposa vaya a trabajar (ella cuida a gente grande de amanecer a atardecer). En segundo lugar, lo más fuerte que tiene la familia (unión y amor) se ve alterado por una dinámica imposible de manejar: mientras el padre y la madre están ausentes durante el día y se duermen mirando televisión, sus hijos se crían solos. No es que haya victimización al respecto, pero las cosas se tornan inmanejables. Y se sufre. Y sufrimos con ellos. Porque Loach, más allá de las críticas de moda a la hora de voltear directores con largas trayectorias y compromiso ético, para sobredimensionar registros fríos y con personajes monolíticos, nos muestra gente que padece, se ríe, ama y se autodestruye, cuando no es destruida por mecanismos propios de una economía salvajemente neoliberal que el director viene denunciando desde la década del ochenta. Es interesante en la película la alternancia de escenas entre marido y mujer en sus respectivos entornos de explotación laboral. Da la sensación de que el montaje acompaña el lema siniestro de la empresa, divide y reinarás. Así como en el interior de la misma se insta a que los propios compañeros se peleen para buscar la mejor ruta posible para repartir, en la familia Loach nos lleva de un lado al otro por los entornos de sus integrantes, divididos hasta que puedan reinar nuevamente como grupo. Porque en el medio hay peleas y fuertes. Hay una racionalidad en Abbie quien permanentemente intenta controlar los impulsos masculinos en el hogar. Sin embargo, como toda procesión va por dentro, también habrá un momento para que ella explote ante tanta injusticia. La meritocracia y el control proponen una anulación absoluta de la identidad y del tiempo de modo tal que la alienación es el siguiente paso inevitable, la pérdida total de rumbo. Y si bien a veces se bordea el subrayado de ideas, la impecable dirección de Loach a la hora de filmar los cuerpos de sus protagonistas nos pone en contacto con una fisicidad que siempre es equilibrada con lo más atesorable, la raíz del afecto que une más allá del dolor. No hay final feliz, pero aún hay de dónde agarrarse frente a la opresión.
Todo es gris en Una educación parisina, la película de Jean Paul Civeyrac. Cuando el péndulo se inclina para el blanco, respiramos cine, nos conmovemos con los personajes viendo un plano de Marlen Khutsiev, participamos de alguna fiesta y disfrutamos de los rostros juveniles anclados en París. Pero si el péndulo se corre al color negro, la ciudad se vuelve tediosa, los protagonistas sacan a relucir su arrogancia y son capaces de consultarle a Pascal antes de coger. Así están dadas las cosas, en una cornisa entre las telarañas museísticas de la Nueva Ola y ver qué se puede hacer con el cine más allá de la reflexión. No obstante, un epígrafe de Novalis y un primerísimo primer plano de “Cumbres borrascosas” (la primera cubierta de tantas que transitarán a lo largo de la historia) ya advierten el romanticismo de este mundo en blanco y negro (bellísimo por cierto). Etienne se traslada desde Lyon a la capital francesa para estudiar porque “la cinematografía está en París”. Allí intentará dar sus primeros pasos como director, aunque quedará enganchado en su propia película, una vida donde se alternan hermosas mujeres, amigos, y la imposibilidad de conciliar eso con su novia Lucie, que estudia en otro lugar. Civeyrac no descuida uno de los tópicos favoritos de la tradición a la que pretende honrar y la cuestión del amor problemático es uno de los ejes visibles. No obstante, también retoma (a modo de homenaje) las discusiones acerca de taxonomías y posiciones con respecto a las diversas formas de hacer y leer el cine. No faltarán referencias a Rivette, Truffaut, Rohmer y otros cahieristas en torno a debates en cuanto a la ética de las imágenes y otros asuntos pasados de moda. Porque si hay algo interesante en la película es cómo se escenifica el dilema de las nuevas generaciones con respecto a los fantasmas de la teoría del autor. En una escena clave durante una clase de cine italiano salen a relucir argumentos de todos los costados. Están quienes defienden los géneros, están aquellos que se aferran a la idea de que todo pasado siempre fue mejor, los que reniegan del estatuto de las imágenes como si fueran la reencarnación de Serge Daney o los que simplemente viven la experiencia desde un lugar menos contracturado. Un personaje, Mathias, demuele las ideas del resto para escudarse en una pared de soberbia que prontamente mostrará las grietas y las consecuencias emocionales. Etienne ve en él un espejo de su propia arrogancia porque él ha comprado el discurso de que hay que ser una esponja absorbente de conocimiento y dormir en los laureles de la pose (un poco como la película misma, incapaz de inyectar vida allí donde solo hay una enumeración de citas). Algunos intercambios verbales en tertulias hacen recordar al mundo de la crítica cinematográfica, con sus exclusiones, sus variadas formas de desvirtuar, de formar cortes de acompañamiento, incluso, con la tozudez de quienes pretenden reducir cualquier fenómeno estético a una idea personal de política, de modo tal que todo aquello que no entra en sus propias categorías mentales no se discute, se anula, se vapulea desde los lugares más miserables de la chicana. En ese sentido, Civeryac parece tocar una tecla que por estos pagos suena muy seguido. “¿Cómo se sabe si algo vale la pena?” pregunta en un café Etienne a su interlocutor. Posteriormente, avanzada la película, lo vemos sentado entre dos mesas. De un lado, dos jóvenes hablan sobre los poetas malditos; del otro, una mamá le regala una canción de cuna a su bebé. Etienne está en el medio, mira a ambos lados y esboza una sonrisa por primera vez. ¿Encontró una respuesta a la pregunta? ¿Hay que separar el cine de la vida, encapsularlo en la vitrina de un museo enciclopédico, consagrarlo a la amargura infinita? ¿O el cine también es una forma de felicidad posible? Los personajes de Una educación parisina, pese a su condición de burgueses angustiados, tienen sus argumentos. Pero el punto de vista que construye la cámara deja un sabor agrio.
LOS CAMINOS DE LA MEMORIA “Después del almuerzo yo hubiera querido quedarme en mi cuarto leyendo, pero papá y mamá vinieron casi en seguida a decirme que esa tarde tenía que llevarlo de paseo”. Pensemos por un momento en ese comienzo. Pertenece a uno de los grandes cuentos de Julio Cortázar. Se llama Después del almuerzo y está incluido en Final del juego de 1956. Toda la narración omite la naturaleza y la identidad de ese pronombre “lo” y la fuerza del relato radica en esa indefinición. Pensemos ahora en términos de adaptación: ¿cómo podríamos trasladar a la pantalla la fuerza discursiva de ese entramado textual? ¿De qué maneras representaríamos la horrible sensación de algo que acecha y que no conviene hacer visible para que no se pierda ese efecto? ¿A través de qué procedimientos cinematográficos? (tal vez con un fuera de campo, tal vez). Bueno son preguntas que sin duda le surgen a un cineasta a la hora de adaptar un texto literario, y si vamos a hablar de Cortázar y el cine, es inevitable referirse al menos a ciertos problemas que aparecen cuando se plantean las problemáticas relaciones entre la literatura y el cine. Algo de lo anterior se manifiesta en la película Cortázar & Antín: cartas iluminadas de Cinthia Rajshmir, consagrada fundamentalmente al intercambio epistolar entre el escritor y Manuel Antín, director que se animó antes que nadie al desafío de llevar a la pantalla cuatro cuentos en tres adaptaciones (La cifra impar, Circe e Intimidad de los parques). La amistad entre ambos es un asunto conocido por lo que el documental abría la expectativa de hallar material jugoso o inédito. La primera impresión es que hubiera dado para más. El resultado parece un tibio acercamiento, no desprovisto de interés, pero concebido desde un lugar analítico más bien neutro, sobre todo cuando se tocan lateralmente aristas ideológicas. Dos ejemplos son elocuentes al respecto e involucran a Ponchi Morpurgo, escenógrafa y mujer de Antín, una de las voces familiares que se escuchan. En un momento, cuando narra los motivos del exilio de Cortázar no se atreve a mencionar la palabra peronismo. Más adelante, acusa de infantilismo al escritor cuando adhiere a la revolución cubana, hecho que resintió el intercambio epistolar con los Antín. Lejos de preguntar, de hallar un espacio de disidencia en el documental (independientemente de las opiniones personales), hubiera sido enriquecedor profundizar en ese aspecto, que no es menor. Este, tal vez, sea uno de los espacios en blanco de una película que genera la impresión de que hubiera dado para más. Pero lo que le preocupa a la realizadora es más bien un registro expositivo, de neta complicidad con el director argentino que, por otra parte, es quien tiene los materiales más destacables, entre ellos, las fonocartas donde se escucha la voz joven de un Cortázar en ciernes, con esa intensidad surrealista al hablar, atravesado por las dificultades de tener que escribir los guiones de sus propias historias. Es importante reparar en ello porque aquí radica el núcleo productivo que planteara en el primer párrafo de esta reseña y, además, permite ver el campo de tensiones entre la literatura y el cine. Cuando Cortázar describe el rostro de Graciela Borges en Circe, habla como cineasta; más adelante, cuando critica la adaptación que hace Antín en Intimidad de los parques, se pronuncia como escritor. Uno se pone del lado del cineasta en esta última observación inevitablemente. Y más allá de que las películas, vistas hoy, parezcan más bien ancladas en una etapa del cine argentino en la cual una dirección firme era emular ciertos climas de la Nouvelle Vague, no puede dejar de reconocerse el mérito de Antín por pensar los modos posibles de adaptación de un tipo de literatura que trabaja con las elipsis como medio crucial para develar la dimensión de lo fantástico en lo cotidiano. Hay resoluciones del director que son notables y no deberían perderse de vista. En una de las frases de Circe se lee: “Mario juntaba pedazos de episodios”. Siempre me pareció una frase interesante para pensar la idea de montaje y sobre todo para la versión cinematográfica de Antín, quien establece un lazo formal con el cuento a partir de la fragmentación. Nosotros, los espectadores, somos como Mario, es decir, juntamos pedazos. Este tipo de relaciones no están profundizadas en el documental, pero sí surgen tangencialmente cuando la directora alterna fragmentos de las películas con las voces de los protagonistas involucrados. En todo caso, parece una película hecha por una amiga de Antín. No está mal que así sea. Eso también da lugar a momentos afectivos e íntimos. Dos ejemplos bastan para confirmarlo. Una es la anécdota cuando escritor y director ven La cifra impar en una función privada y Cortázar le suelta: “Pibe, entendí mi cuento”; la otra, es la voz de Antín leyendo la última carta del cronopio enmarcada en un cuadro. Al final, cuando la cosa se pone linda, la película termina.
MAESTRO DE LA AMBIGÜEDAD A juzgar por el ruido (innecesario) que generó la última película de Roman Polanski, J’accuse (reflotando un viejo proyecto que el realizador polaco tenía), dentro de la maraña de argumentos tirados al viento, las únicas certezas, más allá de la película, son los gestos de cancelación y las tentaciones. Sobre lo primero no gasto una palabra. Sí en cambio me resulta interesante lo segundo, confirmado en varias reseñas que he leído, un movimiento bifurcado que propone asociar, por un lado, vida y obra, reduciendo lo que se ve en pantalla a cuestiones biográficas del director, o, por otro, cediendo al encanto de la cita de autoridad académica con conceptos provenientes de las ciencias sociales. Ambas son tentaciones irresistibles, sin embargo, parecen desechar que una ficción cinematográfica abre abismos insondables que pueden leerse más allá de su autor. En las películas de Polanski, el abordaje de ciertos temas está acompañado de un punto de vista que, si no se enriquece por su ambigüedad, al menos ofrece siempre más de una explicación. Y esta no es la excepción. El affair Dreyfus ha sido llevado al cine en varias oportunidades y es uno de los episodios vergonzosos de Francia, un caso de falsa acusación sostenida por móviles antisemitas. Allí están las fuentes bibliográficas para investigar los hechos. Lo que hace Polanski es tomar distancia del discurso histórico y enmarcar el asunto en un relato con marcas genéricas (thriller de espías) para enfatizar aspectos más ligados a nuestra naturaleza dual. La primera secuencia es magistral y da cuenta de la condición de espectáculo que disfraza cualquier acto político que se jacte de verdadero. Inicialmente irrumpe el escenario vacío y en cuestión de segundos, Dreyfus es despojado de su cargo y acusado de traidor ante una multitud. Polanski guarda distancia y coloca la cámara desde la perspectiva del pueblo, allí empieza todo, desde una mirada que se mezcla con la masa de gente enardecida, lo cual enriquece el punto de vista. En un momento determinado se escuchan las palabras “Judío, traidor, escoria”. A quienes les encanta ejercer el espionaje crítico y se escudan en los escándalos del director para refugiarse en conexiones biográficas rudimentarias o anular los méritos estéticos de la película, tal vez se les escape una clave: toda la filmografía de Polanski ha reescrito esas tres palabras a través de un juego de humillaciones, de relevos de poder, donde nunca nada es definitivo, y donde víctimas y victimarios pueden intercambiar los roles de la noche a la mañana. Ni siquiera El pianista (la máxima tentación para acudir a la lectura autobiográfica) se planta en una mirada uniforme con respecto al protagonista. El bien y el mal son conceptos totalmente permeables y metafísicos, sobre todo el mal. Es interesante reparar en lo anterior, la fantasía de un atormentado donde el arte cinematográfico es el dominio a través del cual exorcizar los horrores de la humillación, pero siempre con un gesto de elegante insidia, de perversidad solapada, de rica ambigüedad. En este sentido, el personaje de Picquart es más jugoso que el propio Dreyfus. Y hasta más humano. Allí donde todo el mundo esperaría una reivindicación del principal damnificado, Polanski focaliza el punto de vista en el comandante interpretado por Jean Dujardin, un verdugo aparente que forma parte de la máquina injusta de la Corte Marcial, pero conforme avance la historia tendrá motivos suficientes para develar una trama secreta cuyo móvil es la injusticia. Lo interesante es que sus acciones no están marcadas porque se arrepienta de ser antisemita (allí se ve un flashback en el que se lo aclara al propio Dreyfus cuando este le reclama una baja nota en la Escuela de Guerra). Lejos de ser el héroe que se inmole y pase a la gloria, es un tipo que busca la verdad y evita la injusticia aún si afecta a quienes no le simpatizan (una actitud similar al protagonista de La mula, de Clint Eastwood, quien dudará en decir nigger por corrección política, pero que en un segundo es capaz de ayudar a un negro varado en medio de la ruta con su auto). A fin de cuentas, la conducta y el derrotero de Picquart es mucho más interesante que la del propio Dreyfus, quien, más allá de la verdad, reclama que le devuelvan su cargo militar (en una pose arrogante maravillosamente encarnada por Louis Garrel). Punto aparte lo constituye la inclusión de Emmanuel Seigner en el rol de la amante de Picquart, con su mirada luciferina, pero asumiendo un papel activo en este teatro de máscaras, capaz de enfrentar a la extorsión propulsada por su ex marido. El ritmo es moroso, pero no perjudicial. La película se degusta como un buen vino, con la paciencia necesaria para que progresivamente esas aristas oscuras se cuelen en la luz de planos que demuestran oficio (y al que reniegue de esta palabra que Dios o el Diablo lo ayude, ya que estamos con el bien y el mal). Confirmando la tendencia a la circularidad, un rasgo predilecto del polaco, los dos encuentros significativos entre los personajes principales son pequeñas obras maestras (la forma en que se presentan y la información que aportan en uno y otro momento recuerdan a La muerte y la doncella), del mismo modo que la pictórica reconstrucción de ambientes engalana (siempre con un dejo de perversidad) la realidad trasplantada a la pantalla. De modo tal que la visión de Polanski es la de un cronista con una profunda visión humana. Y lo hace de un modo que muchos criticaron como académico, lo cual es una pavada. El estilo es más bien clásico, donde todo se vuelve nítido gracias a la transparencia, la puesta en escena invisible propia de un cineasta que no tiene nada que demostrar. J’accuse, más allá de su trasfondo histórico, habla de la inocencia traicionada en un mundo en el que la conducta humana está regida por los prejuicios. Pero es también un estudio sobre la casualidad (siempre está esa constante en la que un personaje aparece y cambia la vida de otro). En este sentido, posee elementos de la filosofía budista: las casualidades, la no permanencia, la rueda que gira, “todo es vanidad”. Todos los males de la vida son el resultado de las pequeñas pero trascendentes coincidencias que conforman nuestro destino.