LA SUMA DE TODAS LAS COSAS En uno de los tantos pasajes cautivantes que alberga Poética del cine, la extraordinaria colección de ensayos de Raúl Ruiz, leemos: “Durante años mi sueño fue filmar acontecimientos que pasaran de una dimensión a otra, que pudieran ser descompuestos en imágenes, cada una situada en una dimensión diferente, con el único fin de poder adicionarlas, multiplicarlas o dividirlas, de reconstituirlas a voluntad”. Los sueños no necesariamente se hacen realidad pero al ver Misterios de Lisboa, nos encontramos nuevamente en esa fantástica dimensión que sólo el cine nos da, la que permite internarnos en su condición onírica. Sólo que Ruiz nunca nos hace perder el rumbo, caer en el desquicio, sino más bien, crearnos la ilusión de un universo orgánico, coherente, dentro de una estructura laberíntica formalmente perfecta. No son muchos los artistas que pueden lograrlo. Borges escribía cuentos cuya lógica era implacable (nunca concibió una novela, tal vez una novela con esas características hubiera sido imposible); Ruiz ofrece una película de cuatro horas y media de duración y se gana el derecho a la ambición porque el resultado es una obra maestra. Contar su argumento sería un sacrilegio que desmerecería las virtudes del film. La visión de este cineasta chileno radicado en Francia excede al séptimo arte dado que sus películas expresan la idea de que la pantalla es un tesoro donde todas las artes se suman y Misterios de Lisboa no es la excepción. Basada en una novela decimonónica del escritor lusitano Camilo Castelo Branco, potencia un mecanismo de adaptación que no se agota en la ilustración de la fuente sino en poner en funcionamiento una serie de recursos constructivos al servicio de un viaje narrativo que rompe con el modelo hegemónico industrial basado en un conflicto central excluyente. La única exigencia, además de invitar a mirar con placer cada plano de factura pictórica, será, en todo caso, la de un espectador activo, capaz de unir los hilos de este maravilloso devenir fílmico. A partir del interrogante sobre la paternidad del niño protagonista Joao, que vive en un convento bajo el cuidado del padre Dinis, Ruiz abre la historia a una multiplicidad de relatos que fluyen musicalmente y se reproducen en diversas voces narrativas en situaciones disímiles en una obra donde se dan la sumatoria de todas las artes y una idea de narración laberíntica que privilegia la simultaneidad por sobre la linealidad de acontecimientos. En esa sumatoria, las artes se complementan. De este modo, la pintura y el teatro son los pasos previos a la imagen fílmica como queda demostrado en el comienzo de varias secuencias, y la literatura es un ente capaz de ser desmontado en la pantalla. De ahí que Ruiz utilice un personaje para que oficie como narrador omnisciente en un diálogo con los novelones decimonónicos a los que lude Misterios de Lisboa. En este sentido, Ruiz ensaya una apertura que incluye todo aquello que desecha el cine masivo que se arroga el derecho de orientarse a un espectador perezoso: escenas mixtas, escenas compuestas de sucesos en serie y la valoración del azar como sesgo positivo en la medida que permite instaurar otra lógica. A su vez, el cine es un maravilloso instrumento de especulación y de reflexión pero jamás resignado a la lógica del realismo como espejo. Pese a incorporar como representación un contexto histórico de fines del Siglo XVIII y principios del XIX, la cámara se posiciona en varios pasajes desde la perspectiva del reverso, provocando un extrañamiento en la mirada a través de planos invertidos, difusos, misteriosamente bellos. Y si la multiplicidad de ángulos y de perspectivas alimenta el juicio a priori de temerle al caos, los movimientos reposados y musicales de la cámara y la ausencia de un montaje histérico confirman que todo está encastrado de manera magistral por este notable cineasta para el que nunca existirá una única forma de mirar.
TELEVISION DISFRAZADA DE PANTALLA GRANDE Uno de los visibles problemas del documental en la Argentina de las últimas décadas es la cantidad de miradas uniformes y lineales en los mecanismos que eligen para desarrollar una temática, independientemente de la naturaleza de la misma. Da la sensación de que uno podría tranquilamente escoger fragmentos de diversas películas, empalmarlas y armaría una galería de escenas reiteradas sin ningún sobresalto. El otro inconveniente suele ser qué tipo de espectador se piensa. Hay un afán didáctico y, lo que es peor, un desinterés por problematizar cuestiones argumentativas de peso y de recursos en el trabajo con los archivos, materiales y documentos que eviten la caída en un pensamiento lineal y sin matices, más allá de los justos reclamos que se pregonan. En este sentido, la sala de cine parece quedar grande y son las señales televisivas financiadas por alicientes particulares los destinatarios más plausibles. Palestinos go home (título extraído de una intolerante pancarta en repudio a la presencia de Arafat en su primera intervención en la ONU) no empieza de la mejor manera. En sus minutos iniciales apura su objetivo y expone su método con un registro enunciativo que mucho le debe al estilo de “programa especial” con preguntas en off y al tono didáctico de clase universitaria. Maia Gattás Vargas y Tilda Rabbi son las dos mujeres que llevarán a cabo un periplo por lugares de Latinoamérica, especialmente por Chile donde la comunidad es más grande, a fin de recoger testimonios de vida. Todos son atendibles, no obstante, el efecto de acumulación y la arbitrariedad en el montaje perjudican cualquier atisbo de fuerza en la película. El problema se hace visible, es cierto, pero nunca se discute sino que se da por sentada una versión con color de verdad absoluta. Dentro de las voces que se escuchan, uno como espectador puede diferenciar el grado de confiabilidad de los relatos (cuestión que a los directores no les preocupa demarcar). De este modo, las apreciaciones más estimulantes provienen de los jóvenes, capaces de analizar la situación desde un punto de vista más enriquecedor. Por ejemplo, se incluye la exposición de chicos que han viajado y filmado imágenes. Una de ellas nos muestra a una anciana con una llave de tamaño considerable que ha pertenecido a su casa y que conserva desde que expulsaron a su familia en 1948. Son momentos de valor e impacto, pero son muy pocos. Además, se oponen a la manipulación que ofrecen otras miradas y a la inclusión de un oportunista y estigmatizador como Luis D’Elía, un grano en el culo para cualquier gobierno democrático. Hay otro pasaje donde se muestra la hilacha torpe desde el punto de vista discursivo. Un especialista consultado analiza las diferencias arquitectónicas entre palestinos e israelíes de forma tal que se note quiénes son los buenos y quiénes los malos. El tipo puede estar convencido de lo que dice y para quiénes está hablando, pero resulta tan burdo el análisis despectivo que a esta altura ya no hay posibilidad de sobrevivir a este tipo de planteos. Una de las pocas apariciones que invitan a pensar es la de una periodista chilena de familia palestina que escribió un artículo criticando la idea de muchos medios chilenos cuando le piden “no importar el conflicto”. Lamentablemente es muy corta su intervención pero la idea invita a pensar. El conflicto político e histórico del que parte la película es muy delicado y requiere de mucha información para tomar posición. Por ende, uno se siente impedido de hacerlo responsablemente, más allá de lo que sabe. También es bueno que un problema se haga visible y en este sentido debe resaltarse la actitud militante de Tilda Rabbi para llevar a cabo el recorrido en busca de sus pares a partir de la bestial afirmación que tuvo que escuchar en migraciones en nuestro país de que “los palestinos no existen”. Ahora bien, el problema es la forma y la exposición uniforme de los directores que no lograron hacer justicia a ese reclamo con un punto de vista personal que no dependa exclusivamente de quienes hablan.
Si hay algún lugar seguro en Nessuno si salva da solo es el exquisito gusto musical de Castellito a la hora de incluir canciones. En una secuencia se escucha Tower of Song de Leonard Cohen, una perfecta combinación de máscaras para hablar de la escritura, el pesimismo existencial y la vejez, interpretada con la hermosa calma que precede a una tormenta: “Pues mis amigos se han ido/y mi cabello está gris./Me duele en los lugares donde solía jugar/y estoy loco por el amor/pero me voy a ir/Solo pago mi alquiler a diario/en la torre de la canción.” Y en consonancia con la letra, el paso del tiempo y el amor gastado le juegan una mala pasada a la eléctrica pareja protagónica, a tal punto que el núcleo de la película será una discusión durante una cena en la que intentarán negociar las vacaciones con sus hijos. Desde ese lugar saltarán fugazmente los fragmentos de un pasado donde la pasión y el sufrimiento se convertirán en moneda corriente, no sin ciertas dosis necesarias de humor “a la italiana” en las que el sexo y la comida se asocian a través de rituales patológicos (un guiño, tal vez, al gran Marco Ferreri con quien el director trabajó en La carne en 1991 y a una tradición que hizo gala de ello). Gaetano y Delia se conocen y se relacionan compulsivamente. Cada uno vive sus frustraciones. Ella pelea con sus trastornos alimenticios mientras él experimenta su condición de escritor frustrado. La fórmula es gastada y navega sobre un mar de tantos exponentes vistos en la historia del cine que es difícil naufragar en buen puerto. Apenas ciertos destellos de humor y sensibilidad alcanzan a disimular la afectación de planos que rozan lo publicitario o la pretensión de diálogos poco soportables de cuna burguesa. La energía es retomada de a ratos en esa fisicidad que adquieren los encontronazos de la pareja cuya química funciona en este marco dialéctico donde las palabras parecen balas (vienen de trabajar juntos en varios proyectos anteriores). El presente en el restaurant es de rostros espectrales y reproches constantes. Las lágrimas se confunden con las risas histéricas, gestos que se corresponden con el tono de la historia, sostenido a base de sobresaltos emocionales y experiencias compulsivas. No hay nada que reprochar en términos de energía. Castellito la vuelca en las actuaciones de Scamarcio y Trinca, en esta montaña rusa de sentimientos encontrados y de inseguridades donde lo único certero es la vieja idea medieval del amor como lucha. El problema son los subrayados verbales e icónicos (por ejemplo, un ring de boxeo) que le restan poder alusivo a un filme donde todo está dicho. La mirada es bastante lineal y el plan narrativo muy esquemático. Mientras ellos hablan, se insultan, bajan la voz para volver a discutir luego, una amenaza ramplona se cierne sobre una mesa vecina. Una pareja mayor (Ángela Molina y Roberto Vecchioni) disfruta de su conversación pero no puede disimular su interés por los cruces dialécticos de Gaetano y Delia. Castellito trabajará meticulosamente esta cuestión, como si de un escritor estratega se tratara (por ahí aflora el fantasma del libro base que se adapta), para caer en un fortuito encuentro final con sospechosa actitud consejera senil que no escatima en frases hechas de raigambre literaria (una de ellas, de claro eco borgeano, más precisamente de Las ruinas circulares, cuando el personaje de Molina conjetura “¿Y si todos fuéramos soñados por alguien?”). La previsible metáfora ahoga cualquier atisbo de sorpresa y un simpático desenlace intenta remediar lo insalvable: el trazo grueso de la moral esperanzadora. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
Marionetas sin control Agresti nunca fue un tipo mesurado. Sus mejores películas, incluso, hicieron de la desmesura un modo de conciencia en un contexto especial para el cine argentino posterior a la democracia, donde hacía falta un sacudón importante en la renovación de formas a la hora de dar cuenta de la dictadura. Tras su paso por Hollywood regresa con este film plagado de gritos, donde el arte de la declamación parece ser el principio rector a la hora de vomitar resentimientos y sentencias de trasnochado. Tal actitud, lejos de la transformación que alguna vez propuso su cine, pareciera revivir los fantasmas de títulos como Darse cuenta (Alejandro Doria, 1984). En este sentido, Mecánica popular abre la puerta al rancio panorama de aquella época donde cada palabra implicaba la búsqueda de una frase célebre. Se sabe: las buenas intenciones mal acompañadas no tienen destino asegurado. La cuestión es que Agresti “trae Hollywood a la Argentina” y se encarga de mostrarlo en la secuencia que abre la película, donde el editor Mario Zavadikner (Awada, quien sobreactúa hasta con la mirada) ingresa a una oficina que nada tiene de color local. Su pose, sus primeros movimientos y el ámbito en el que circula son propios del imaginario yanqui. A punto de suicidarse, una joven interrumpe y le exige ser atendida. Ha escrito un libro y se lo han rechazado. Si el conflicto es una punta interesante para desarrollar una pieza de cámara con ribetes policiales, la película pierde el rumbo enseguida cuando desdobla temporalmente la acción como una excusa para sacar a relucir una caterva de rencillas generacionales, resentimientos contra críticos, basureada a los jóvenes, y otras tantas sentencias oportunistas que conectan con los peores exponentes del cine que alguna vez el director enfrentó con propuestas intensas y radicales. El resultado, a pesar de mantener una atmósfera de encierro captada con dinámicos movimientos de cámara, termina cediendo el trono a la catarata verbal. Ni siquiera la presencia de Patricio Contreras, como tercero en cuestión que pone en crisis la disputa corporal y dialéctica binaria (gracias una vez más Cassavetes), logra apaciguar el aire de importancia insoportable que despliega el alter ego del director, un señor que nos viene a enseñar que no se puede ser contradictorio, que les hace decir a los personajes “no se puede duchar una vez en París y otra en el pueblo” o “al final somos todos iguales”, que demuele el esnobismo de la crítica y a continuación desplaza la cámara hacia el Guernica de Picasso para cerrar la historia. Es una verdadera pena que la sensibilidad de un director como Agresti haya devenido en algo tan poco popular y mecánico: una acumulación de todos los defectos de su filmografía.
La región más transparente Es en un texto de Héctor Tizón -un gran escritor subvalorado- llamado Tierras de frontera donde encontramos la siguiente referencia: “Por extraño que parezca, el hombre ha puesto el pie y construido su vivienda en este tenebroso paso (…) Sin embargo, aquí viven y aquí mueren, sin moles ni cuidados, sin saber de nadie y sin que nadie sepa de ellos”. La cita incluida pertenece a un coronel inglés y fue pronunciada hace más de ciento cincuenta años para dar cuenta de la quebrada de Humahuaca. Como se aprecia, se trata de la visión foránea incapaz de comprender un modo de vida diferente a la mirada colonizadora. Estamos en el Siglo XXI y documentales como Arreo demuestran que poco ha cambiado desde entonces en ciertas zonas olvidadas de Argentina y asediadas por economías desarrollistas centralizadas en las grandes urbes. Pecado de omisión. El plano general de apertura de la película es digno de un western. Las cabras van inundando el espacio y tapando progresivamente los claros de un cielo despejado a medida que son arreadas por los hombres. Son “los gauchos de esta tierra”. La belleza de las primeras escenas y de los sonidos potenciados de los animales no disimula el sacrificio, y la repetición como recurso es una manera de hacer sentir el trabajo del campesino, de inscribir su trajín cotidiano. Entre ellos, el protagonista, Eliseo Parada, y su familia. Más allá de los testimonios, el trabajo visual de Néstor Moreno captura momentos del día donde agradecemos los atardeceres y los pasos de las nubes que tanto amamos de John Ford. La geografía imponente como desoladora se planta frente a la cámara para recordarnos la nobleza del género y regalar poesía. No obstante, a diferencia del western, mitología fundacional e imaginario idealizado de un poderoso país en ciernes, Arreo expresa un drama inexorable: el peso de la vida rural y el éxodo a la ciudad ante la falta de recursos y de ayuda de un Estado que hace la vista gorda hacia estas inhóspitas regiones de producción, más preocupado por construir caminos de tránsito turístico que por facilitar la actividad de los puesteros. Es un mérito indiscutible exponer el conflicto, hacer palpable desde las imágenes y las palabras de los lugareños una identidad alejada de las urbes de poder. También recordar el desarrollo desparejo de las ciudades respecto de estos escenarios. Y en este rostro olvidado, la misma noción de familia entra en crisis. Hay una historia particular del mismo Parada en el hecho de ver partir a sus hijos ante la falta de oportunidades y comprobar que hay cuestiones generacionales cuya brecha se abre hacia el abismo. Uno de los hijos declara “nunca pensé en volver”. Está en la ciudad, tiene trabajo y novia. De todos modos, más allá de las decisiones personales, existe un itinerario perverso que conlleva al aislamiento y a la pobreza, y que Moreno hábilmente y con paciencia enuncia, sin necesidad de subrayar: atrás ha quedado la idea de que la naturaleza física era el motor para el desarrollo de una nación donde las ciudades tomaban los recursos regionales. El interior de la choza en la que viven Parada y su mujer es la expresión de una identidad familiar que no se negocia y del amor por la tierra, pero al mismo tiempo un eslabón de la soledad en que están sumidos los habitantes del lugar como consecuencias de magros sueños de neoliberalismo impostado. Las constantes imágenes de desplazamiento, además de materializar el cansancio y el sacrifico de los trabajadores, parecen instalar una idea de tiempo suspendido donde las dificultades estancan un modo de vida que tiende a la extinción si nadie se ocupa de ellos. Al menos, para empezar, está la labor del documentalista.
La pequeñez como engaño Tal vez, el principal problema que encierre Los exiliados románticos de Jonás Trueba sean los esforzados discursos que invita a construir en torno a una cáscara con buenos momentos. No faltarán diatribas sobre la felicidad, el culto a la ligereza y unas cuantas celebraciones acostumbradas a consagrar el canon festivalero de chicos viajeros alegres y con mañas que más le deben a su procedencia burguesa que a un supuesto espíritu aventurero. Pocas veces el argumento de una película tuvo tanta conexión con la forma en que elige el director para plasmarlo. “Amigos que inician un viaje sin motivos aparentes y con espíritu aventurero” para “vivir sus días con una intensidad especial y quizás, encontrar el amor”. Búsqueda de intensidad y espíritu de aventura no son necesariamente garantía de éxito para una película. Uno agradece el trazado de ciertas situaciones y perfiles que aportan frescura y libertad a las imágenes, pero la sensación final es que se trata de un film cosido, desparejo, descentrado en el peor sentido. Y si bien existe una necesidad de expresar la interioridad, se hace a los ponchazos. En el peor de los casos, con la ya clásica representación de la abulia amorosa tan cara a cierto cine indie porteño (como se ve es un rasgo universal; Trueba parece un Acuña españolizado, o viceversa), con el uso de la música como excusa para cubrir los enormes baches narrativos y los frecuentes problemas de ritmo. En el mejor de los casos, podremos rescatar un par de momentos que redimen: un diálogo que nunca termina de armarse en un café de París y un baño en el río con todos los personajes desnudos, secuencia bucólica moderna que trasunta una sana espontaneidad. El título, reforzado con frases al comienzo, es el contrapunto de todo esto. La solemnidad de las referencias nada tiene que ver con el contenido posterior (en otras palabras, demasiado título para tan poco). Ya es hora de decirlo: basta de citar a Rohmer y a Godard para justificar que con tres personas y un auto se hace una película. Una cantidad importante de veces la modestia celebrada encubre la falta de ideas y la filiación a través de la cita, cuando no da vida, mata.
El lugar al que alude el título de la ópera prima de Virginia Croatto es una gran casa blanca en La Habana, Cuba. Un hogar que albergó durante años a niños, hijos de militantes de Montoneros, quienes los dejaron allí para preservarlos de su lucha en el país. Su carácter testimonial forma parte de un fenómeno mayor que comienza a darse a partir de las diversas producciones de Hijos, relatos que depositaron su fe en el arte audiovisual, entre otros, para dar cuenta del pasado e intentar restituir la memoria de una familia disgregada, partida, por el terrorismo de Estado. En este sentido, La guardería pone en escena las historias personales de aquellos niños (hoy hombres y mujeres) a través de un dispositivo que alterna el recuerdo con otros materiales pertenecientes al orden de la esfera privada (dibujos, audios, fotos) y la pública (archivos de la época). El epígrafe inicial, compuesto por fragmentos de poemas de Osvaldo Lamborghini, instala la veta de lo autobiográfico como marca discursiva, poco antes de que las narraciones se vayan armando frente a cámara por los propios protagonistas, y los primeros gestos confirmen los matices que los diferencian al hablar de la experiencia colectiva compartida obligadamente durante su infancia. En ese intento, las estrategias no difieren demasiado pero sí establecen de vez en cuando una rica analogía como la que se escucha al comienzo cuando una de las mujeres cita el cuento de Cortázar, La autopista del sur. El momento es excelente y la protagonista puede explicar su experiencia y las emociones vividas a partir de la puesta en abismo del relato. Paradójicamente, el escritor que huyó del peronismo es invocado para poner el rostro a una vivencia: el embotellamiento y el horizonte incierto de la ficción se hacen carne propia en la realidad. Esta búsqueda de metáforas genealógicas para armar un modo de vida se repetirá en dosis a través del documental y surgirá como la ineludible necesidad de los testigos directos para construir significados alternativos cuando las palabras no son suficientes. Y si bien está latente siempre la posibilidad de interpelar o de revisar el pasado (“Vencer a la dictadura, como lo veíamos en esos tiempos”), los hijos hablan y se ponen en el lugar de los padres para entender la decisión, como los adultos que estuvieron allí también aportan testimonio (“nunca pensamos que la represión tomaría esas dimensiones”). De manera tal que el mosaico de versiones irá cobrando entidad paulatinamente a partir de una dialéctica que no colisiona ideas necesariamente, pero que ofrece argumentos al espectador para que pueda sacar sus conclusiones. Croatto no subraya ni dirige interpretaciones, como tampoco engaña: está claro que lo personal, lo privado, serán los puntos de referencia de identidades cuyos recuerdos se activan, difusamente, entre la memoria y su inevitable enemigo, el olvido. Cuando las imágenes se acaban para otorgar sentido y las palabras no asoman, serán los olores, los sabores, los sonidos, aquellos que irrumpan como signos. ¿Qué es lo real, qué es lo construido por la memoria afectiva? He ahí una de las cuestiones que tematiza la película. Si hay un registro enunciativo privilegiado es el afectivo. A ello contribuyen las cartas leídas y los audios hechos por padres e hijos en ese entonces, algunas de ellas con un fuerte impacto emocional (más allá de una innecesaria música omnipresente), forjadas en el dilema de tener que dejar obligadamente a los niños en la guardería, un lugar que se transformaría en espacio de pertenencia. La honestidad de quien dirige es no evadir esa decisión, por ende, no hay que indagar demasiado aquí en un mecanismo discursivo que ponga en crisis el proyecto elegido por los padres. Esto supone una diferencia con otros films similares donde el reclamo es evidente y las preguntas individuales se ponen por encima de lo colectivo (El edificio de los chilenos de Macarena Aguilo, de 2010, Sibila de Teresa Arredondo, de 2012, por citar dos casos). Si hay una zona en La guardería que se torna segura (al menos en apariencia) es la comprensión hacia una generación que luchó con sus ideales y en todo caso el esfuerzo se intensifica a la hora de lidiar con la ambivalente sensación que se legó de la experiencia de la infancia, un lugar fantasmagórico entre el desarraigo y el placer de un mundo inventado para evitar el sufrimiento (nótese al respecto la historia de “la tía Porota”). “Era lo más parecido a una familia” se escucha decir a modo de consuelo. De todos modos, no hay que confundir esta palabra. No se trata de un consuelo proveniente de un estado melancólico autoindulgente. La operatoria testimonial de la película se suma a un mecanismo (a esta altura genérico) más profundo y que tiende a restituir justamente una idea de comunidad, de generación, frente a un Estado que, apoyándose en los valores supuestos de la preservación familiar, persiguió, asesinó sistemáticamente y se apropió ilegalmente de los hijos de las víctimas. Por ello la posibilidad de un único discurso, pero con voces diferentes, si bien evita la confrontación dialéctica, es un intento conmovedor por recuperar una experiencia que se transforme en vida frente al dolor de la pérdida (de allí la secuencia en que, a modo de backstage, vemos a todos juntos con sus hijos), una terapia compartida para otorgar sentido, donde la propia directora se suma detrás de cámara y en dos o tres momentos cruza el límite cuando los demás le hablan como a un par. La carga traumática como producto de la violencia del pasado se exorciza, con distintas reacciones (los gestos en el habla de cada uno serán relevantes en este aspecto) y entonces queda claro que el ya mítico lugar de la guardería implica algo más que su significado topográfico; es principalmente donde se guarda la memoria grupal y se restituyen la experiencia colectiva y los lazos de filiación. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
El baile de Tao Cuando Lejos de ella se proyectó en el último Festival Internacional de Mar del Plata, previamente un joven chino ofreció una breve presentación que fue desopilante. Intentaba con mucho esfuerzo contarnos cómo China se había abierto a Occidente y que la película de Jia Zhang-ke era una buena oportunidad para conocerlos. En realidad, es bizarro y genial que se elija al cronista que a lo largo de su obra ha mirado críticamente la apertura al capitalismo y nos ha hablado de las consecuencias de ello. Sin embargo, más allá de la pintoresca anécdota, hay un gran film. En este caso sorprende el cambio de registro, más íntimo, a veces bordeando el melodrama, pero sumamente estimulante. Dividida en tres episodios (1999, 2014 y 2025), la trama gira en torno a un triángulo amoroso que sirve como disparador para continuar mostrando las sustanciales transformaciones del país a nivel económico. El comienzo, en este sentido, es sintomático. Un grupo de jóvenes bailan al ritmo de Go West, de los Pet Shop Boys. Es un magnífico plano de apertura que funciona como síntesis e inaugura la libertad en la que nos sumirá juguetonamente el gran Jia. El primer episodio es el mejor. La cámara sigue la dialéctica verbal y corporal de dos amigos (aunque diferentes por su condición social) enamorados de la misma mujer y nos brinda los mejores momentos cinematográficos. Es siempre incierto el camino en cuanto al registro: Jia Zhang-ke pasa del documental a la ficción como si cruzara la vereda, apenas imperceptible. La sutil mirada del director en este tramo repara en ciertos signos de lo privado para que leamos el contexto aludido. A medida que avanza el relato, puede que el subrayado de ciertos cambios sociales y culturales no tenga la frescura del comienzo y los otros dos episodios pierdan la frescura del primero, pero la escena final nos regala uno de esos acontecimientos maravillosos por los que uno ama el cine. Con redenciones de esta clase, Jia Zhang-Ke continúa siendo de los directores contemporáneos más estimulantes e inteligentes en la actualidad.
Ni chicha ni limonada Recuerdos secretos es una película importante, bien filmada, efectiva, dentro de los códigos genéricos del thriller y con estupendas actuaciones. Bien podría haber sido un cuento de Borges. No obstante, a diferencia del escritor argentino, Egoyan no escatima en ofrecer arquetipos conocidos por todos en estos temas de venganza judía contra nazis y nutre a su puesta en escena de los convencionales mecanismos narrativos. El enorme Christopher Plummer interpreta a un personaje con demencia senil cuya esposa ha fallecido recientemente y es quien inicia una complicada búsqueda para dar con el nazi que mató a su familia en Auschwitz. El que orienta el periplo desde el geriátrico es Martin Landau, un amigo al que le tocó en suerte la misma desgracia. Todo el trayecto transcurre como un tour de forcé de Plummer donde su precario estado de salud lo pone en situaciones tensas. La labor del veterano actor es maravillosa. El cuerpo dominado por los temblores y agobiado por los repentinos bloqueos en la memoria mantiene el suspenso con solvencia. La fluidez narrativa y los reposados movimientos de cámara están al servicio de un estilo clásico que no desdeña academicismo y lugares seguros. No obstante, lo peor pasa por el trillado punto de vista a la hora de construir los modelos de víctimas y victimarios. Hay, en este sentido, una serie de elementos puestos en juego que propician la caída al vacío de signos maniqueos. De manera tal que lo mejor de Recuerdos secretos asoma a través de algunos ganchos narrativos disparatados que trasuntan cierto sesgo de libertad y logran mantener en vilo la atención del espectador. Se da en aquellos pasajes donde la ficción alcanza un grado de autonomía tal que permite pensarse como un sistema cuyas reglas exceden el marco histórico. Pero Egoyan, más preocupado en la balanza por la prolijidad que por el desquicio, elige subrayarnos todo el tiempo dónde estamos, como si a esta altura, ya no lo supiéramos. Y eso lo transforma al film en desparejo. Así se presenta Recuerdos secretos: seductora y elemental al mismo tiempo, pero lejos, muy lejos de otras referencias históricas del mismo director a conflictos con consecuencias morales (Ararat) o de incursiones en identidades y cuerpos secretos que afectan el entorno social (Exótica, El dulce porvenir).
Claroscuros El brasileño Gabriel Mascaro había demostrado su capacidad de observación en los documentales Um lugar ao sol y Doméstica, y la virtud de no interferir con argumentos sociológicos fáciles. Eran los mismos personajes quienes manifestaban, en todo caso, su conciencia (o no) de clase. En Vientos de agosto se sumerge en el terreno fronterizo con la ficción y construye una película ambientada en un pueblo brasileño de Pernambuco que parece paralizado en el tiempo. Shirley y Jeison transcurren sus días en una rutina laboral que no está exenta de placer. Los cocos que recolectan pueden ser un buen colchón para hacer el amor y la pesca de moluscos una oportunidad para tomar sol y broncearse con gaseosa. Pese a las condiciones de vida, la luminosidad del lugar atravesado por el azul del mar y del cielo (captados sensiblemente en ángulos variados por la cámara) aparenta una cierta calma edénica. No obstante, llegan los vientos, la marea sube y entonces vienen las rupturas. Un sonidista (el propio Mascaro) altera ese orden con sus intervenciones para registrar los ecos de la naturaleza. Es el momento en que el film entra en el terreno de la indefinición, concentrándose en segmentos de tiempo y espacio. La otra ruptura es argumental: el descubrimiento de una calavera y luego de un cadáver, hace que nos replanteemos la mirada inicial y nos hagamos algunas preguntas inquietantes. Los planos se tornan oscuros, ciertas dosis de humor negro son insertas conjuntamente con el misterio que invade al joven Jeison en torno al cuerpo hallado. En una lectura más detenida, quizás, se pueda establecer un nexo entre este pequeño universo retratado y las cuestiones cruciales que son el centro de las reflexiones en Brasil, como en varios países de Latinoamérica: la identidad, la memoria y los desencuentros entre la tradición y el progreso. Pese a la pérdida del tono narrativo, Vientos de agosto se sostiene visualmente con solidez poética.