Al principio se escucha un testimonio en off que dice “Colón trajo la esclavitud y la viruela”. Se podría agregar que también aportó la presencia de uno de los tantos salvajes disfrazados de conquistador. Eduardo Galeano dice al respecto en su ensayo El descubrimiento que todavía no fue: España y América: “Hacía cuatro años que Cristóbal Colón había pisado por primera vez las playas de América, cuando su hermano Bartolomé inauguró el quemadero de Haití. Seis indios condenados por sacrilegio, ardieron en la pira. Los indios habían cometido sacrilegio porque habían enterrado unas estampitas de Jesucristo y la Virgen. Pero ellos las habían enterrado para que estos nuevos dioses hicieran más fecunda la siembra del maíz, y no tenían la menor idea de culpa por tan mortal agravio.” Se trata de uno de los tantos episodios silenciados por la historia oficial y el comienzo inevitable de una empresa de progresiva destrucción que azotó al continente. Haití, no obstante, fue el primer país en abolir la esclavitud, pero eso no lo liberó de una nueva conquista por parte de países poderosos para transformarlo en el más pobre. Pero una cosa son las palabras y otra muy diferente es verlo. Allí es donde aparece la labor del documentalista. Kombit significa trabajo solidario, algo así como “hacer algo juntos”. Es la expresión que se utiliza para describir la forma en que los trabajadores de las cosechas de arroz se organizaron para resistir a las políticas buitres del estado cuando se decidió permitir el ingreso de EE.UU al mercado y alterar la producción campesina de manera desleal y hasta criminal. Es un proceso que Garisto no sigue de manera convencional ni intrusivamente. Por el contrario, les cede la voz a los protagonistas y en todo caso serán las imágenes las que den cuenta de la desigualdad reinante. Hay por lo menos tres niveles de enunciación en la película (de corta duración pero de justa aparición). El primero es verbal y lo componen los relatos y la mirada a cámara de una historiadora, un trabajador que se ha convertido en el principal impulsor de la comunidad campesina, y otros especialistas. Es importante señalar que nunca el documental se extravía en el terreno fácil del informe televisivo ya que evita cualquier intervención de música funcional propensa a la victimización. Las mismas aserciones se defienden por sí mismas y son elocuentes a la hora de argumentar. No hay margen de duda sobre quiénes son las víctimas aquí: gente inocente, olvidada por dictadores de turno que propician el trabajo esclavo para llenar las arcas de países como EE.UU con el mismo verso neoliberal de siempre (ya se podría memorizar como las rimas de primaria: empresas que se instalan con la promesa de generar empleos que finalmente no otorgan y multiplican la pobreza). Los otros registros se apoyan en las imágenes. Algunas de ellas enfatizan el trabajo cotidiano, el sacrificio de las familias para obtener sumas irrisorias. En esos parajes aislados del mundo el tiempo transcurre con una lógica totalmente ajena al ensordecedor ruido de las sociedades capitalistas modernas y la mirada de la cámara respeta la inevitable lentitud de rituales donde, más allá del esfuerzo, se ve la dedicación. Toda la labor es manual y con maquinaria precaria, y el resultado es un producto orgánico, diferente al arroz industrializado que se importa de EE.UU a un costo imposible de competir. Esta desigualdad es inteligentemente mostrada por el director porque no la subraya con discursos de barricada sino con momentos visuales donde autos importados desfilan entre los trabajadores a pie que llegan a la ciudad con la esperanza de vender algo de lo que cosecharon (muchos de ellos evitan la humillación de los costos irrisorios que les ofrecen y guardan las bolsas en un galpón). La contracara de esto la representan los innumerables sacos con la bandera estadounidense como parte de un mercado voraz y destructivo ante un estado ausente y corrupto. También el contraste se advierte en chicos con uniformes de colegios (toda la educación privada en Haití es privada) quienes parecen acceder a un privilegio y sin embargo, las imágenes de los establecimientos es de una precariedad alarmante. Garisto nunca asume el punto de vista intimidante o adopta el rostro que simula preocupación momentánea para destacarse como misionero (tan frecuente en el género cuando aborda temáticas similares). De manera tal que Kombit no viene a ofrecer exotismo. Lo suyo no es la ficción vendible del vudú y de la violencia for export , sino la valoración de la dignidad humana en un contexto de injusticia social, el apoyar la oreja a quienes no son escuchados y a ofrecer la cámara hacia zonas silenciadas, cuando no ignoradas, de manera constante. Pero también a despojar a Haití de la representación convencional foránea de la industria que explota la superstición. Denise Dominique, la historiadora que aparece en varios tramos, habla de la importancia de la naturaleza para los campesinos, quienes trabajan como hace doscientos años, atentos al clima y a los contratiempos. Es un conocimiento que se conserva como tesoro porque también forma parte de la identidad de la comunidad asediada por la apertura comercial a EE.UU en desmedro de los trabajadores. Y la cámara se entrega a mirar y a explorar esa geografía edénica (la misma que deslumbró a tipos como Colón, más allá de la obsesión por el oro) con un cuidado estético que instala otro nivel de enunciación posible. Es como si intentara captar un espíritu primigenio que aún persiste a pesar del daño provocado sobre esta tierra (es estremecedor el relato que habla de los índices de cólera a causa de la contaminación de los ríos con excrementos de soldados intervencionistas luego del devastador terremoto de 2010, una excusa para intervenir el país militarmente con la máscara del apoyo humanitario de la ONU). La sencillez de Kombit es su principal rasgo; la ausencia de la espectacularidad, su carta de honestidad para evitar cualquier atisbo de pornomiseria: se muestra lo que pasa, nadie llora ante cámara (y motivos no faltan). Mientras transcurren los créditos finales, se muestran los rostros una vez más, la mejor forma de reforzar la identidad en la pantalla y de ponernos como espectadores a la par. Solo si miramos al otro podremos comprender y no morir en la indiferencia. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
Sálvese quien pueda La película de Lukas Valenta Rinner tiene una primera media hora impredecible. La amenaza del fin parece desvelar a un grupo de burgueses quienes toman lecciones de supervivencia en un centro turístico ubicado en el Delta del Tigre. Es un miedo social el que los une puesto que la ciudad amaneció con saqueos. Uno de ellos, Hernán, empleado en una oficina, vive a contrapelo de cualquier signo de celeridad urbana y permanece distante a festejos, ruidos y emociones. El carácter impasible de su rostro se corresponde con la mirada minimalista y austera del director. Cuando se une al grupo de “sobrevivientes”, los movimientos y los silencios de los personajes, como las instrucciones que reciben, recrean un universo absurdo donde el humor también se genera con los encuadres utilizados. Si la idea de clan, de logia secreta, ha sido bastante transitada en la literatura y en el cine de nuestro país, en Parabellum será un recurso para dar cuenta de una lectura social donde se salvan los que pueden pagar, movilizados por el miedo al estallido y seducidos por la posibilidad de manejar armas. Para complementar las directivas de tipo militar que aprenden y reforzar la parodia, se alternan fundidos en rojo con frases sacadas de un supuesto texto denominado Libro de los desastres. Nuevamente asistimos a una sólida puesta en escena que recurre a lugares estéticamente seguros sin embargo, a medida que avanzan los minutos y a partir de un acontecimiento imprevisto, la película se resiente, no sólo en el tono sino en el ritmo narrativo que proponía. Es como si un imperativo categórico la obligara a correrse de un marco genérico para ceder lugar a la prolijidad formal y volverse “seria”. Entonces, el maníaco impulso por observar meticulosamente atenta contra el nihilismo simpático de la primera media hora. La última secuencia, a esta altura un forzado cierre, confirma que el horizonte de llegada es incierto, no sólo para los relegados personajes sino para la película misma.
“They tried to make me go to rehab but I said ‘no, no, no’” (Rehab, Amy Winehouse) “Baby, there’s something wrong with me That I can’t see” (Aimee Mann) Cuando uno va al médico la pregunta es inevitable: “¿Sus padres tuvieron alguna enfermedad?”. Que el colesterol, que la hipertensión, que la diabetes…Y en el peor de los casos, la inminente medicación. De todos modos, a juzgar por el comienzo de Cuando despierta la bestia, la herencia genética puede presentarse más pesada que una simple rutina de prevención. Marie, la joven protagonista, acude al consultorio a raíz de unas ronchas velludas en su cuerpo. Poco después nos enteraremos de que ese malestar proviene de su madre, una mujer en silla de ruedas, apartada y resguardada por su marido ante el posible ataque de la comunidad. El motivo: licantropía, nada menos. Lejos de constituirse como una película de terror donde lo sobrenatural irrumpe descaradamente, Arnby se toma su tiempo para introducirnos en el desolado paisaje, con esa mezcla de melancolía e incertidumbre que tienen algunos países nórdicos. Las oníricas imágenes que abren la película arman una secuencia informativa con indicios visuales propios de una puesta en escena cuidada y un ritmo moderado. Como se sabe, en la tranquilidad de ciertas geografías desoladas, la procesión va por dentro y ese parece ser el principal rasgo de los personajes, más adeptos a expresarse con las miradas que con las palabras. Marie trabaja en una planta de fileteados, es mujer y carga con ese malestar físico que despertará la autodefensa misógina y bárbara de la comunidad. Se lo hacen saber sus compañeros con bromas pesadas y ataques discriminatorios. Sin embargo, cuando la sádica y misógina escuela danesa de un Lars Von Trier asoma (Arnby fue asistente de departamento de arte del realizador), la historia se corre hacia el mundo interior de la protagonista y a la manera en que enfrenta valientemente su inevitable condición ante ese universo masculino tan asfixiante como anodino. No es un dato menor. A medida que lo fantástico cobre vida en lo cotidiano y los clisés genéricos sean convocados, las decisiones de Marie pondrán al filme en un agregado cuya subversión pasa por negarse a lo socialmente constituido. De este modo, cuando la racionalidad del médico y del padre dictamine que hay que medicarse para combatir al “mal” interior (y de esta forma neutralizar la amenaza hacia el tejido comunitario), la joven se niega, y no solo eso, acepta vivir en esa condición. Hay un momento maravilloso en el que decide ir a bailar y le dice al único hombre que le devuelve una mirada natural en el trabajo: “Me estoy convirtiendo en un monstruo. Quiero tener mucho sexo antes de que esto suceda.”. La frase elude la solemnidad e instala un saber femenino activo que irá sumando indicios a los largo del filme. Además de su impronta activista, Cuando despierta la bestia es una buena película de terror, más allá de un abusivo uso del ralentí musicalizado, que se suma a una vertiente capaz de cruzar los hechos de carácter sobrenatural con un tono nostálgico y enfatizando la mirada sobre los procesos interiores de los protagonistas ante el inevitable destino que les toca vivir. “No hay salida”, le dirá la hija a su padre. Al igual que en Déjame entrar (2008), Te sigue (2014) y The Babadook (2014), siguiendo un poco la tradición de El bebé de Rosemary (1968), la resignación es el paso necesario para aprender a convivir con el miedo o los cambios anatómicos. La nueva naturaleza corporal se afianza como un hecho irreversible y lo que queda es aguantar y conservar el instinto de preservación (algo de esto también hay en la genial Trouble Every Day -2001- de Claire Denis). El terrorífico grito de Mia Farrow y la posterior nana de su bebé en el clásico de Polanski es la piedra fundacional de las decisiones de las protagonistas de estos filmes, a quienes no les queda otra que aceptar lo que les toca hasta naturalizarlo. Así Marie jamás adoptará una actitud pasiva, sacará a relucir su “patología” para escandalizar a una comunidad enfrascada en sus falsos valores parroquiales de conservación (el lugar donde el ojo de Arnby advierte la verdadera enfermedad). Paseará con sus uñas sangrientas por un velorio, comerá vidrio frente a su padre para que la acepte tal como es y actuará en consecuencia contra los sistemáticos ataques a su ser. Hay un aspecto interesante en la mirada que se construye en relación a la concepción clásica del género. Carlos Losilla en su didáctico estudio Cine de terror habla de las películas de la Universal en la década del 30 cuyo foco estaba puesto en la idea del “monstruo” como la imagen de la diferencia con respecto a las normas establecidas. “Así, del inconsciente individual de Freud al inconsciente colectivo de Jung, el terror hacia lo desconocido alcanza su máxima expresión cuando las pulsiones individuales del espectador y sus miedos como ser social, perteneciente a un grupo biológico e históricamente determinado, encuentran una codificación estética común que permite a la vez experimentarlo y exorcizarlo”. En otras palabras, hay que exterminar al mal para preservar a la comunidad. Y el espectador está del lado del colectivo destinado para ello (léase Van Helsing y los suyos en el caso de Drácula). Ahora bien, en Cuando despierta la bestia se invierte el patrón clásico ya que el mal, en todo caso, reside en un cuerpo social signado por el fanatismo de sus creencias, la intolerancia y el miedo a aquello que se presenta como distinto. Y entonces, bajo ese marco, queremos que “la bestia” triunfe, porque además, y pese a todo, necesita amor (y habrá solo una persona capaz de entenderla, una especie de príncipe azul en medio de la tormentosa situación). De manera tal que lo mejor de la película es lo que no se dice, la representación, en todo caso, del síntoma y su consecuente puesta en escena cuidada, psicológica, atmosférica, donde la palidez del día siempre es una amenaza de chaparrones y no se necesitan la oscuridad ni los gritos del terror de cotillón donde la cámara oficia de teléfono celular y hay que bajarse alguna pastilla para el mareo. La iluminación en Cuando despierta la bestia es un velo que atraviesa los planos y tiñe de melancólica resignación el tono general para que tomemos conciencia de que hay que convivir con el miedo, aceptar nuestra condición y hasta apostar al amor en un mundo enfermo. La poderosa imagen final es una puesta hacia el abismo donde el fascinante espíritu de lo indeterminado triunfa. Siempre es preferible experimentarlo al lado de alguien, aunque sea en un barco a la deriva. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
El cine documental, ese arte del presente Hay diferentes caminos de enunciación y de argumentación en El legado estratégico de Juan Perón y no todos funcionan necesariamente bien. En esta nueva cruzada, el legendario director Fernando Pino Solanas propone una interpretación y actualización del famoso encuentro que tuvo con el general en su exilio junto a Octavio Getino y Gerardo Vallejo, y que sirvió como base para dos películas. También hace explícito el objetivo: rescatar el valioso material para que las nuevas generaciones puedan oír. Si bien hay una intencionalidad ética en el propósito, las vías que elige resultan un poco anquilosadas, más cercanas al museo en ciertos tramos, y encastradas en un tono didáctico que linda con lo básico. Esto es resultado de dos presupuestos: a los jóvenes de hoy se les debe hablar sencillo y fácil porque no leen historia; y Perón, al igual que los grandes enigmas nacionales, sigue siendo una figura clave para descubrir y para explicar el presente. El primer nivel de enunciación obedece al uso de la voz en off musicalizada que acompaña las imágenes del director recorriendo los lugares por donde residió el líder justicialista. La semblanza trazada no escatima elogios y reconstruye una rápida biografía con sesgo nostálgico que no puede disimular la dosis de lamento en la descripción por un tiempo que pasó. Por momentos se habilita una dimensión fantasmal y es la propia voz de Perón la que llena el vacío de los objetos y los lugares a medida que Solanas los transita. El efecto no siempre garantiza buenos resultados. Menos, cuando se escoge la forzada recreación del rodaje de las películas en un acto autorreferencial no muy elegante. Otro registro, probablemente el más jugoso, parte de los archivos inestimables del realizador. Audios, imágenes sin editar, fragmentos de películas constituyen una preciada fuente que permite acercarse al pensamiento de Perón, a la manera en que reconstruye la histórica formación del partido y hasta su visión sobre el medio ambiente que, en aquellos años, se adelantaba a planteos hoy de moda. Son los pasajes en los que el documental levanta porque es la voz misma del líder político y su testimonio lo que confiere peso argumentativo a lo que vemos y oímos sin necesidad de intermediarios exégetas. Esto contrasta con el tono didáctico que se imprime en las escenas en las que se ve a Solanas enseñándoles a unos jóvenes estudiantes Historia con sospechosa sencillez y simplificación. No hay diálogos, no hay discusión. Da la sensación de una voluntad mesiánica que instala el lugar de enunciación de un sabio incomprendido. Y si bien tiene todo el derecho por haber sido testigo directo y privilegiado del famoso encuentro, incurre en argumentos apresurados. Por ejemplo, no vacila en destacar que la democracia a partir de los noventa es una impostura y coloca a los diversos gobiernos en el mismo nivel como malentendidos del peronismo. Tal generalización parece remitir a su incierto presente político y le resta seriedad al proyecto en su conjunto. Solanas ha asumido hace varios lustros su condición de cruzado en la política y lo ha expresado en el cine. Sus documentales hablan de una mirada que no se resigna, que interroga, que escenifica el desastre de las políticas neoliberales, pero a veces comete el error de caer en la ingenuidad de que todo es únicamente producto de seres diabólicos que operan más allá de la conciencia ciudadana y descuida la responsabilidad civil y las contradicciones en las que incurre un pueblo para que las historias se repitan. Atribuir el fracaso del tercer mandato peronista y la siniestra presencia de López Rega a que “el viejo estaba cansado”, pese a reconocer que el partido se había dividido y burocratizado, es por lo menos discutible. Otro eje es la manera en que el mismo Solanas funciona como especie de alter ego de Perón. Ya se ha hablado del parecido de su voz en reiteradas oportunidades. Aquí pone el cuerpo para invocar el del ausente interlocutor y muchas veces reproduce la mímica de sus palabras mientras da a conocer las grabaciones a los estudiantes. Ocupa el lugar del sabio que transmite su conocimiento y lectura de la historia a los jóvenes como alguna vez el general le dio consejos a ellos. Es decir, intenta reproducir los movimientos de un fantasma vigente, imitando mediuminicamente su locución y su pose. En medio de la proyección de la película en una sala, se interpone sobre la pantalla y cuenta una anécdota, como si su silueta se confundiera con la de Perón. En esa búsqueda, y a juzgar por el tono nostálgico del documental, Solanas también parece cansado y abre las puertas a las nuevas generaciones.
La crítica de cine tiene sus mañas. Todos las tenemos. Una de ellas consiste en utilizar términos indistintamente sin saber bien qué significan. Se podrían citar varios, pero el de “academicismo” o “qualité” son recurrentes y parecen enmarcarse en el aura de la cuestionable mirada que la generación de la Nouvelle Vague dirigió contra las supuestas películas de calidad y su pretendido realismo psicológico. Hoy podemos revisar con cierta pretensión de justicia algunos artículos de batalla para corroborar que parte de las películas y los directores incluidos en una cierta tendencia del cine francés de entonces merecerían, por lo menos, una revisión y tal vez, una reivindicación. De modo tal que hay conceptos que con ligereza están instalados pero a la hora de definirlos habría que esforzarse más. Sin embargo, no puede evitarse la paradoja: palabras como academicismo y qualité son difíciles de precisar pero sumamente fáciles de designar o atribuir a determinados filmes. Alguien podría decir que Carol de Todd Haynes y Brooklyn de John Crowley son académicas, de calidad. Pero una diferencia sustancial las separa: la primera tiene algo para mostrar y decir que la segunda no. Además, una fue obviada por otra idea de Academia (la de Hollywood) para los premios principales y la otra no. No es que Haynes, en su ahora variante de esmoquin, aparezca como revulsivo ante las conciencias bien pensantes del Norte pero seguramente elude varios lugares seguros, comunes y digeribles de los cuales sí se hace cargo Brooklyn, y con creces. La edulcorada estética que propone Crowley asume una noción de belleza vacua, de absurda moderación y destila mecanismos constantes de reparación que evitan el escándalo. Desde sus primeras imágenes se harán presentes todos los signos característicos para que sintamos que la pantalla es el lugar en el que queremos estar cómodos y seguros: ambientación rigurosa, vestidos y peinados adecuados, música a la altura y una puesta en escena cuyo sesgo es la estabilidad sostenida con moderados movimientos de cámara. La invitación es inofensiva; lo perjudicial es la grosera forma en que se erige detrás de esa delicada epidermis un discurso etnocentrista, aquel que destaca a EE.UU. como la tierra prometida. El móvil principal para sostener lo anterior es la joven heroína dramática que, agobiada por la rutina de la Irlanda de los cincuenta, tiene la posibilidad de viajar a Nueva York. Las imágenes ralentizadas envueltas en orquestaciones para mostrar la despedida desde el barco que parte son apenas el inicio de la búsqueda de lindura vacua que predominará a lo largo del filme. Otros significantes tales como la ropa comenzarán a marcar el territorio ideológico de conversión cultural. Instalada en su incómodo camarote, Eilis llevará un tapado verde para connotar su apego a la tierra que deja. Inmediatamente, otra joven blonda, más osada y decidida, compartirá el lugar con ella. Su vestido es rojo y cuando llegan a Estados Unidos su consejo es “piensa como una americana”. Inmediatamente vemos como la tímida protagonista atraviesa una puerta azul mientras se cuela una angelical iluminación, como si entrara al paraíso. Más allá de la conciencia de un inmigrante irlandés de la década del cincuenta, no deja de ser burdo el ideologema: bienvenidos a la tierra prometida. En ese plano se filtra, como el destello de luz, la moral de la película. Y en este período de aprendizaje (un eufemismo de colonización de identidad), lejos de proponer un “saber femenino” o una percepción socialmente significativa de la mujer en torno a como ve y comprende el mundo, se privilegia una serie de consejos tendientes a promover un imaginario con todos los signos propios de la cultura americana en desmedro de los propios. El nuevo mundo al que accede Eilis pidiendo permiso tiene sus consejeros estratégicamente puestos por Crowley en momentos específicos. Cuando consiga trabajo en una tienda, la encargada le dirá “trata al cliente como si fuera un amigo”. Más adelante, un cura bonachón le conseguirá estudiar en Brooklyn (es obvio que en este tipo de películas, la iglesia no se toca). El personaje será la excusa para introducir otra de las frases solemnes y etnocentristas. Hay una cena de caridad para ancianos irlandeses y entonces la protagonista le pregunta por qué no regresan a Irlanda y la respuesta no se hace esperar: “si no hay oportunidades para una joven como tú allí, cómo la tendrían ellos”. Un vocero más del sueño americano. A esta altura, Eilis es un muñeco encerrado en el universo de Cenicienta a punto de hallar a su príncipe azul, disfrazado con las ropas de la cultura dominante. Ha abandonado su traje verde pálido. En un baile, sus compañeras residentes en un hogar de estrictas reglas de convivencia, le pintan los labios para que no se vea como alguien “que acaba de venir de ordeñar vacas” y cuando se va, el saco ya es rojo. Entonces, como todo está regido por la falta de riesgo estético como narrativo, aparece el enamorado, un italiano simpático de numerosa familia, en la que se destaca un hermano gordito (se roba la película) que habla como mafioso (así de paso se afirman los estereotipos). Los duros eslabones de causa-efecto se construyen de manera previsible y la nueva pareja ya vive a la americana y lo irlandés, a esta altura es una reminiscencia acotada al verde de una bikini en la playa. Y si los vestidos dicen mucho en la película, a su forzado regreso en un pasaje de la historia a Irlanda, el luto de los presentes contrasta con un amarillo vivaz de la protagonista. Es Eilis ahora quien da consejos glamorosos mientras los “pobres irlandeses” le dicen que ahora ellos están atrasados. Y como los diálogos son tan elocuentes como la ropa, ella remata con una frase, a esta altura del metraje, obscena: “Por supuesto que se ven tranquilos y civilizados. Y encantadores.” Todo en Brooklyn, hasta la posible transgresión, está controlado. Lo único que despabila a los personajes es el dinero. Por ello hay que volver a la tierra prometida con una escena espejo de la primera que da pavor por la chatura discursiva. Curiosamente, varios interpretaron esta historia como un drama sobre la pertenencia a un lugar. Es parte del juego laberíntico de las apariencias. Basta con desmontar los cimientos ideológicos que sostienen a la película de Crowley para destacarla apenas como un folleto propagandístico solapado de la “tierra prometida”. Una lástima si se considera la potencia y la ambigüedad de la novela de Colm Tóibín que sirvió como base y una decepción si estuvo Nick Hornby en la pobre adaptación. Pero los tiempos cambian. Y si bien nada garantiza que el tiempo pasado fue mejor, hay una tendencia que parece irrefutable y que ya la había anticipado Serge Daney: “Creo que las cosas se invirtieron: un público que perdió toda inocencia se hace el inteligente ante el espectáculo publicitario de un cine infantil y corrupto.” Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
Religión, compromiso y militancia Si uno se guiara sólo por la búsqueda de valores cinematográficos a la hora de establecer algún juicio sobre Antonio Puigjané, El Piru – Un franciscano a contrapelo, no encontraría necesariamente la respuesta en el documental de Fabio M. Zurita. No es una afirmación peyorativa, puesto que su interés reside, en todo caso, en manifestar una ética en torno a las acciones del personaje retratado y en contribuir a la memoria de aquellos que mantuvieron ideales y los acompañaron con acciones sin vacilar. Y con buenas acciones, aclaremos. En este sentido, el lugar de enunciación que se escoge es el de la semblanza afectiva y razones no le faltan al director para hacerlo. A través de testimonios diversos, se reconstruye con material de archivo el itinerario de “El Piru” desde sus orígenes humildes hasta el presente (enero de 2015 en el Santuario de Nueva Pompeya). Hay una línea argumentativa donde las voces de quienes lo conocieron dan fe de su labor como fraile de la orden capuchina al lado de los más humildes y en momentos críticos de la historia del país. Se destaca, además, su incondicional apoyo a las Madres de Plaza de Mayo y el punto de partida para describir esa relación es una conmovedora anécdota contada por una de ellas. Este original fraile, con estilo confrontativo, franco y aventurero, se animó a enfrentar a figuras eclesiásticas de poder, cómplices algunos de ellos de estructuras militares o gobiernos provinciales propios de un feudo (se destaca el episodio con los Menem en La Rioja donde el empresario Amado le dice “los dos no cabemos en el mismo lugar” y un tal Carlos le promete falsamente interceder por él ante su expulsión) y supo utilizar el evangelio no como instrumento de opresión sino como enseñanza humanista. Por eso, como resalta uno de los entrevistados, “la iglesia lo dejó solo”. Ahora bien, el punto de quiebre si se quiere se produce en el momento en que Puigjané se involucra partidariamente con el movimiento “Todos por la patria”. No es un hecho que atañe solamente a la biografía que el documental traza sino a su propia vida, porque como suele suceder en estos casos, las contradicciones afloran. Y es aquí donde inteligentemente Zurita se permite tomar una sana distancia e instala un subtexto de preguntas en torno a las tensiones que aparecen entre el accionar franciscano hacia la no violencia y la contraria respuesta de la lucha armada en el contexto de la democracia, más precisamente retomando el caso de La Tablada. Hay un testimonio de Pérez Esquivel al respecto que pone el acento en ello y donde se deja ver que el propio Antonio tal vez no pudiera resolver tal contradicción. Es una jugada que excede el registro de la alabanza y pone en un plano más concreto la figura evocada sin resignar el cariño inicial. A partir de ese momento, las dudas sobre esas formas de intervención política se instalan en algunas respuestas de los testigos y amigos (hay una mujer que dice haberlo acompañado en todas sus labores humanitarias pero no partidarias). Quien no tiene dudas es el propio Puigjané, que nunca vaciló en apoyar a sus compañeros caídos y que sufrió una condena sin ser partícipe directo del hecho en cuestión. De modo tal que en esta tensión entre la mirada personal afectiva y la discusión implícita sobre hechos recientes del pasado se encuentran los eslabones más jugosos de la película.
La verdad por mitades 1-Tarantino cineasta Es la octava película de Quentin Tarantino y puede que muchos aún no se dieron cuenta de que es un gran cineasta. Cuando digo cineasta me refiero a su enorme capacidad por manipular las herramientas del lenguaje y el tiempo, por integrar todas las referencias históricas y genéricas para construir una mirada propia. Uno puede jactarse de lo que ha visto y de tener muchísimas ideas; el tema es qué hacer con todo eso. Los 8 más odiados es un festival cinematográfico antes que nada y confirma otra vez que su director está por encima de fans, analistas, críticos y comentaristas, porque su patria (como la de los grandes) es el cine. Sin embargo, varias voces se preocupan por medir los índices de violencia en pantalla cuando, a decir verdad, es la película con menos escenas explícitas en este sentido. Hay una razón: en este último tramo de su carrera, Tarantino se ha vuelto más político y escéptico con respecto al mundo y a su propio país. La diferencia con otros es que no resigna la pasión por el cine ni se consagra al registro más banal ni directo, en una época donde el consumo de la violencia se multiplica en infinidad de pantallas y de formas solapadas. Para tal complejidad, responde con un film, aparentemente sencillo (y que muchos clausurarán en el sistema de referencias) pero que crece a pasos agigantados a medida que nos interna en sus paisajes desolados y asfixiantes, en un cruce genérico que va desde el spaghetti hasta el policial de enigma, paseando por la claustrofobia del terror, para concluir en la tragedia, anticipada desde el comienzo por la magistral música de Morricone y la imagen del Cristo de madera, apagado en la nieve, en una tierra que aparece bella como desolada. ¿Una tragedia? 2-Un poco de Edipo, Freud y Foucault Sófocles escribió Edipo rey, una de las grandes tragedias de la historia, y fue probablemente una especie de Tarantino en su época. La estructura de la obra teatral quiebra la linealidad narrativa de manera tal que son los fragmentos dispuestos en diversos lapsos temporales y espaciales los que permitirán la reconstrucción posterior, uno de los recursos predilectos del cineasta norteamericano. Como todo texto clásico, despertó diversas interpretaciones a lo largo del tiempo. Dos de ellas son las más conocidas y pertenecen a dos pensadores claves del Siglo XX. La primera dio origen a la famosa teoría psicoanalítica sostenida por Freud, el famoso “complejo de Edipo”, y fue el eslabón inicial para que se difundiera una de las formas más perniciosas de lectura del arte cuyo fundamento es psicoanalizar todo y trasladar categorías textuales al inconsciente del creador; la segunda, que devino en una alternativa saludable para conferir siempre un valor relativo a las cosas, pertenece a Foucault, quien descartó el tema del incesto como excluyente y se centró en las relaciones entre verdad y poder, amparado en ciertos signos religiosos y culturales de la sociedad griega de entonces (cuya sexualidad era mucho más abierta). Haciendo una extrapolación necesaria para el caso, se podría decir que existen los críticos freudianos que, con la mejor intención, interpelan las películas de Tarantino y destacan palabras tales como “ego, ombliguismo, vanidad cool, machismo, misoginia”, expresiones todas cuya sentencia implícita parece decirnos que lo que vemos en pantalla es un correlato de la personalidad del director. Se trata de un problema generalizado en el que reiteradas veces incurrimos y puede provenir de primeras impresiones o visiones apresuradas. Modestia aparte, prefiero hoy ponerme del lado de Foucault. Los 8 más odiados es un gran film y no se agota en una sola pasada. Hay, por lo menos, tres o cuatro formas de verlo según focalicemos nuestros ojos. La criticada, por varios, pantalla ancha de 70mm habla de una amplitud para que busquemos esos signos y al mismo tiempo quedemos atrapados en el ambiente como testigos directos. Por ejemplo, podríamos ver la película exclusivamente centrados en la mirada de la prisionera, Daisy Domergue. Y esto es posible porque uno de los ejes de la historia tiene que ver (al igual que con Edipo rey) con el rompecabezas que se nos propone, donde cada personaje tiene un saber, una parte de la verdad, antes de llegar a Red Rock. ¿Qué sabe cada uno del otro? ¿Qué sabemos como espectadores que ellos no saben? Las respuestas vendrán dosificadas en un entramado que se ofrece por mitades, por partes, y para eso siempre es necesaria la presencia de un testigo. Es lo que ocurre desde la aparición de Warren en la diligencia de John Rutt y en la sucesiva incorporación de personajes que se suman al drama. De esta manera, las mitades se van uniendo hasta el estallido final. Se trata de un sutil juego que aparece disimulado, nunca subrayado, porque pese al predominio de los diálogos, las imágenes, el ritmo, los gestos y las miradas harán el resto. Entonces, la verdad en Los 8 odiados se ofrece por tramos (como en Edipo rey), donde saber significa poder, aunque sea transitorio. En este sentido, los roles se desplazan, se complementan, se separan. Warren y Domergue cruzarán miradas extrañamente cómplices frente a Ruth en la diligencia (uno es negro y la otra mujer, dos estratos maltratados entonces y ahora en EE.UU.), y sin embargo, se separarán drásticamente apenas unos minutos después, para no caer en tesis sociológicas facilistas con motes de seriedad. Allí donde el discurso ideológico se asoma demasiado, aparecen las inyecciones de cine. Lo cierto es que hasta la charla más trivial funciona como una excusa para que los interlocutores se pongan a prueba, para indagar qué sabe uno del otro, o qué esconde. En el establo, Warren y el mexicano conversarán sobre la manera de fumar de Minnie. En realidad, finalizado el intercambio, sabremos que era una estrategia para acceder a otra parte de la verdad. Uno de los capítulos se titula “Domergue tiene un secreto” y aparece por primera vez la voz de un narrador asumiendo la del director de una puesta en escena. Un nuevo intérprete de la realidad se anuncia y expresa sólo lo que vemos pero desde otra perspectiva. Tenemos entonces otra parte del todo que enriquece el tablero de posibilidades y que parodia la idea de omnisciencia en tanto y en cuanto sólo repite lo que vemos. Una de las objeciones incomprensibles que se le han hecho al film es su supuesta disparidad en la duración de las partes. Se trata de otra observación apresurada si se tiene en cuenta que todo el tramo inicial va juntando las partes que se irán encastrando y anticipando el tablero donde todas las piezas se junten. El espacio dramático se modifica pero no las intenciones de intensificar la cadena de versiones y el camino a la inevitable fatalidad. 3-Justicia a la americana La venganza y la violencia siguen siendo dos temas fundamentales para Tarantino. Desde Bastardos sin gloria se podría conjeturar que ha estado más asociada a pensarlas en función de cómo es consumida por los espectadores, de manera tal que algunas secuencias son trabajas desde ese punto de vista, enfatizando la posición de la butaca. Puede ser el mismo Hitler en la sala en los momentos previos a la revancha planificada por Shoshana, o el disfrute de Calvin Candie en las peleas de esclavos en Django sin cadenas cómodamente sentado en el sillón (que podría ser el de cualquiera de nosotros frente a la pantalla de televisión). En Los 8 más odiados el recurso se intensifica y se problematiza. En el minuto trece asistimos al primero de los diálogos más jugosos dentro de la diligencia. Rutt manifiesta su intención de entregar a la mujer esposada para que la ahorquen y así cobrar la recompensa. Warren le pregunta si no tiene sentimientos encontrados al respecto y parece inquietarse ante la rotunda negativa del interlocutor. Más adelante, comenzamos a conocer por otro personaje detalles de Warren: el mismo que introducía el tema de la piedad no vaciló en quemar a 37 hombres. Lo revela el sheriff Mannix ante el asombro de Rutt. Luego, cuando el espacio claustrofóbico de la diligencia se traslada al negocio de Minnie, Warren redoblará la apuesta y tendrá su momento de venganza y goce cuando le cuente al general Smithers la forma en que mató a su hijo. Toda la secuencia es un prodigio en cuanto al manejo del tiempo y de los ángulos de cámara. La violencia se incrementa, el tiempo se dilata, y no sólo es suficiente con escuchar, también hay que ver, por ello el flashback inserto con fragmentos de la tortura. En el momento culminante del relato, el rostro de Warren está encendido de lujuria, mientras que el cuerpo de Smithers es el del espectador, apabullado, instigado al límite de lo soportable. La cámara se cierra lentamente hacia el primer plano para indagar en su parálisis momentánea. Luego vuelve sobre Warren, quien lo (nos) desafía a ver cuánto va aguantar esa verdad, que su hijo haya sido ultrajado y torturado en la nieve. Lo que sigue es esperable. Tarantino no tiene careta para llevar la violencia hasta lugares límites (lejos, muy lejos del humo vendido en estos lares con cierta idea de relatos salvajes), mal que les pese a algunas conciencias bien pensantes que se escandalizan con su cine. Hubo una época donde los géneros, aquellos que el mismo Tarantino recicla, gozaban de libertad y se disfrutaban sus excesos como bocanadas de aire fresco y renovable. Ahora, parece ser que la moral de ciertos críticos se torna más férrea ante el legítimo espiral de violencia tarantinesca (¿otro problema para Freud?). Siguiendo la lógica, en el juego establecido entre conocimiento, verdad y poder, la cuestión de la violencia se cruza con el de la Ley. Tim Roth es Oswaldo Mobray, el colgador (muy similar a Landa de Bastardos sin gloria). Cada personaje es una parte del todo que representa el pueblo a donde se dirigen, Red Rock. En medio de una reunión discurre sobre la diferencia entre justicia civilizada y justicia fronteriza, y alega que la diferencia entre las dos está en él, el verdugo. Se trata de un momento verbal único, en el que se dirige a Domergue: “Cuando te cuelgo no siento satisfacción con tu muerte. Es mi trabajo. Un hombre sin emociones. Y esa carencia es la esencia misma de la justicia. Porque la justicia impartida con emociones siempre está en peligro de no ser justicia”. No es ni más ni menos que la banalidad del mal (aquello que tan bien expresara en su momento Berlanga en El verdugo en la imagen misma de Pepe Isbert) en un sistema que avala la pena de muerte y que monta un espectáculo alrededor. La misma idea de “justicia civilizada” (que simbólicamente tiene resonancia en el presente) resurge en el cruce con el policial una vez que Warren, al estilo de Sherlock Holmes, deduce la emboscada preparada por “los cuatro pasajeros” (un clan parecido al de Kill Bill) y arma una especie de juicio. Continuando con el juego de la verdad por mitades, dice y sabe que han conspirado con Domergue pero le falta saber algo. Su argumentación detectivesca, cercana a la perfección, no le impide correrse del terreno civilizado y empezar a liquidar a los sospechosos. Justo en el instante en el que empatizamos con su teoría (y con él mismo como justiciero, pese a todo), las balas que caen al piso abren otro plano y la horizontalidad de la pantalla se quiebra para que surja otro poseedor de conocimiento que ejercerá su poder por unos minutos, Jody, hermano de Domergue. Tarantino recupera esta contradicción y utiliza la última escena de la película como espejo del discurso de Oswaldo, cuando el sheriff y Warren no sólo ejecutan a Domergue, luego de un festín sangriento al estilo de Perros de la calle, sino que disfrutan al máximo de ver el castigo. Nuevamente, la posición de la cámara instala el mecanismo de recepción del espectador: los dos personajes permanecen tirados en una cama como nosotros podríamos verlo desde un sillón o desde la misma butaca de la sala. Mannix dilata la derrota de Domergue, la deja hablar y disfruta con la venganza. Es más, lo invita a Warren a que se ponga cómodo para lo que vendrá (invitación que se desplaza hacia nuestra mirada). El vaticinio de Oswaldo se cumple pero desde la perversa lógica del show y con un grado de violencia desmedida. Quienes participan del acto, ya han barrido con todo, y uno de ellos era el representante de la “justicia civilizada” saca a relucir su siniestro goce. Disparar no es suficiente. Antes de ahorcarla, le dice: “Aguarda Daisy, quiero mirar”, y en medio de un juicio simulado, la ejecutan. Ya lo había dicho otro de los maleantes, John Gage, “las apariencias engañan”. Lo que no es engañoso es la omisión de la Academia que ignoró completamente esta película, lo cual evidencia una decisión política y una apuesta por la corrección que no se banca que le refrieguen la idiosincrasia por la cara. Mientras tanto, han descubierto un nuevo niño mimado: González Iñárritu. Es lo que hay, es lo que queda: un cineasta relegado por un publicista.
Mujer del celuloide Hay historias y personajes que se venden solos por el carácter fascinante que conllevan. Luego, será la pericia del documentalista quien haga honor a ello. María Renee Falconetti, la protagonista de La pasión de Juana de Arco de Dreyer, y su tan misteriosa como intensa vida es el objeto de Llamas de nitrato, modesto acercamiento que propone el director Mirko Stopar -ya había un antecedente de peso en Boulevard del crepúsculo (Boulevards du crépuscule: Sur Falconetti, Le Vigan et quelques autres en Argentine, 1992) donde Edgardo Cozarinsky dio cuenta de la historia acerca del periplo que siguió la actriz francesa-. Ante el desafío por suplir la escasez de documentos, Llamas de nitrato recurre a variadas formas de enunciación, algunas de las cuales son efectivas y funcionan. Por ejemplo, la adopción de estilos de locución propios de los noticiarios cinematográficos de la época, la idea de respetar la materialidad del celuloide como dispositivo de representación y portador de una dimensión espectral, además de utilizar archivos fotográficos inéditos. Otras maneras, en cambio, surgen un poco afectadas y reiterativas. El uso de la voz en off en tanto testimonio ofrece valiosos aportes, pero atenta contra el documental la urgencia por mantener un tono didáctico que también pretende sostenerse con dramatizaciones, tal vez, innecesarias. Sin embargo, no debe soslayarse la virtud de Stopar en cuanto a mantener la atención del espectador. En ese ritmo que la película imprime se advierten con claridad los aspectos más oscuros y extraordinarios de la vida de Falconetti: sus inicios en el teatro, la tortuosa experiencia con Dreyer, los vaivenes amorosos y los viajes de los cuales apenas quedan registros difusos, incluida su estadía en la Argentina. Llamas de nitrato, entre otras cosas, también puede verse como un trabajo sobre los efectos del celuloide, lo que pone en evidencia el amor y el gesto cinéfilo de su autor. NdR: Esta crítica es una extensión de la ya publicada durante el Festival de Mar del Plata.
TRABAJO, DIVINO TESORO “Entra; así tendrás la certeza —que dará paz a tu espíritu— de obtener todos los días pan para tu boca y para la boca de tus pequeñuelos. ¡Tus pequeñuelos, tus hijos, los hijos de tu carne y de tu alma y de la carne y del alma de la compañera que hace contigo el camino! Yo daré para ellos pan y leche; no temas; mientras tú estés en mi seno, y no desgarres las prescripciones que tú sabes, jamás faltará a tus pequeñuelos, ¡los pobres!, ni pan, ni leche, para sus ávidas bocas. Entra; acuérdate de ellos; entra. Además, cumplirás con tu deber. Tu deber. ¿Entiendes? El trabajo no deshonra, sino que ennoblece. La Vida es un Deber. El hombre ha nacido para trabajar. Entra; urge trabajar. La vida moderna es complicada como una madeja con la que estuvo jugando un gato joven. Entra; siempre hay trabajo aquí.” (Roberto Mariani, Balada de la oficina) I- Y en el principio está el título. No el original, perfectamente descriptivo, sino el escogido por los traductores del marketing, quienes destrozan y anulan la tesis anunciada: la “Ley” del mercado, ese monstruo invisible que aliena, automatiza o te convierte en polvo. En cambio, los sabiondos de turno escogen “El precio de un hombre”, un remedio genérico que vale por un western o por un thriller cualquiera, es decir, buscan la indiferencia de modo tal que una película política, de fuerte corte realista, dura y despojada de manipulaciones, se transforme en una más de las tantas ficciones industriales que abogan por la teoría del conflicto central (como sostenía Raúl Ruiz en Poética del cine). Y si bien hay un personaje definido, Thierry Thaugourdeau (estupendamente interpretado por Vincent Lindon), en busca de un empleo, jamás ese itinerario es lineal. En todo caso es una búsqueda que permite detenerse en diversas paradas y decisiones cruciales, lejos de las convenciones narrativas que ocupan el noventa por ciento de las historias vistas los jueves en pantalla. II- La primera escena del film es determinante por sus consecuencias estéticas e ideológicas. Se trata del diálogo que sostiene Thierry con un empleado de estas agencias que otorgan empleo. A medida que transcurre la conversación, sabemos dónde está el humano y dónde el autómata, al mismo tiempo que se devela la trama kafkiana de la burocracia laboral basada en mil excusas para mantener el negocio y no otorgar la posibilidad de un trabajo. Esto incluye el escamoteo de información y la utilización de métodos perversos: obligar al interesado a capacitarse inútilmente, haciéndole perder el tiempo y prolongar la desesperación. El monstruo comienza a definirse, a mostrar su rostro. Mientras tanto, la cámara no perderá de vista al ser humano. Maneja la lógica del plano/contraplano pero concede apenas unos segundos al autómata, sin frontalidad, con leves movimientos horizontales, como si de una cuasi alternancia se tratara. El gesto moral se hace presente, estamos del lado de Thierry. La pantalla ancha amplifica la lejanía con el gélido contrincante que repite automáticamente palabras de conveniencia que le han sido asignadas, así como en otros momentos aumentará la soledad del personaje en un horizonte rutinario y vacío de perspectivas. Esta será la primera de las unidades constitutivas de la película centradas en el motor de la discusión. La negociación es la consecuencia, el legado que el monstruo del mercado bajo el imperio de su ley habilita, ya sea para consensuar como para caer en su misma lógica. Dos escenas confirman dicho funcionamiento. En una de ellas, Thierry se enfrenta al dilema de hacer juicio o no con sus compañeros a la empresa que los despidió. Cada uno da sus argumentos y la charla se torna ardua, siempre al límite. La cámara en mano y los encuadres acompañan la tensión a la vez que confirman la puesta en escena alejada de los desbordes emocionales y las manipulaciones sensibleras. El protagonista alega, resignado, que no quiere seguir adelante, que lo hace por salud mental y que es suficiente. El recurso de Brizé es efectivo: nos ponemos del lado de Thierry por la empatía que el acercamiento de la cámara establece aunque el discurso que resulta del duelo dialéctico arroja otra cruda sentencia implícita: las leyes del mercado son tan potentes que disgregan cualquier acuerdo colectivo, incluso el de las víctimas. La crisis económica que afecta a la familia de Thierry, nos lleva a la otra escena, cuando se ven obligados a vender su caravana estática. El desarrollo de ese momento es de un manejo dramático exquisito a pesar de la tensión creciente y vuelve a mostrar de qué forma los pares adoptan roles impuestos por el mercado. Thierry y su mujer se enmascaran como vendedores y hacen lo que pueden, a la vez que los otros (de su misma condición económica, suponemos) regatean el precio a más no poder. Toda la incomodidad es reforzada por el espacio reducido y los encuadres de los cuerpos apenas metidos en los ambientes. La sensación es que ambas parejas entran en un estado de confrontación verbal que los desnaturaliza. Solo la decisión final del protagonista recupera la dignidad humana, es el grito callado que clausura la insoportable situación. III- Hay un documental de Mark Cousins que propone un viaje por la historia del cine. En uno de los capítulos, que aborda el resurgimiento del cine norteamericano de los setenta, se habla de Taxi Driver (1976) de Martin Scorsese. El guionista Paul Schrader habla de una de las claves expresivas de la película y tira la frase “no soltar nunca al personaje”. Este procedimiento no solo garantizaría la empatía con el público sino que haría gigante la presencia del protagonista en la pantalla. En concordancia con lo anterior, y salvando las distancias del caso, Brizé hace enorme justicia a la humanidad que Vincent Lindon transmite y jamás lo suelta. Tenemos todo el tiempo del mundo para recorrer desde una necesaria y prudencial distancia su rostro, parte de su cuerpo, interpretar sus gestos, dudar de si alguna vez estallará o no. En cada una de las experiencias de entrevista laboral a las que se enfrenta, jamás lo perderemos de vista. En la segunda de ellas, se incrementa el carácter siniestro ya que no vemos al interlocutor. Se sostiene a través de Skype y escuchamos la voz mecanizada mientras la cámara enfoca las reacciones de Thierry, rendido ante los argumentos macabros y manipuladores de ese otro, impersonalizado. En otra situación de entrevista, es sometido al análisis de sus competidores. La perfidia del momento en el que Thierry escucha las observaciones filosas de los otros solo es compensada una vez más por la cámara, que no lo suelta. A medida que los autómatas esgrimen sus argumentos ésta oscila con leves movimientos que amagan fijar el encuadre en sus rostros pero inmediatamente recupera el plano del protagonista. Cada entrevista está guiada por las fuerzas de una aparente dialéctica donde la confrontación es una ilusión y los perdedores ya están establecidos de antemano. Aún la que mantiene junto con su mujer para conservar los estudios de su hijo discapacitado. Es un ámbito escolar pero las razones del director son las mismas que las de cualquier empresario inescrupuloso, y entonces la única certeza es el fantasma permanente de la exclusión. No obstante, Brizé guarda una carta para la secuencia final. Las leyes del mercado son tan perversas que lo colocan a uno en un estado de confusión, a tal punto que se puede estar del otro lado. Es lo que le pasa al personaje cuando consigue trabajo y debe controlar las cámaras de una tienda. Será un verdugo momentáneo colaborando con la lógica de descubrir gente para despedir, a modo de “cumplir con las misiones que el mercado” nos pone en el camino. Vagará por los pasillos interminables cuyos fondos están desenfocados para que el cuerpo no pierda sustancia nunca. Momento de incertidumbre que solo será salvado por una decisión clave. IV- La Loi Du Marche (me niego a esta altura a repetir la insidia de su traducción) es una película que escenifica el dolor ante la pérdida del trabajo pero jamás se regodea en ello ni cae en el pantano de la manipulación. Es dura y cada corte en el montaje tiene el efecto de un cuchillo que interrumpe la respiración. Sin embargo, pese a todo, además de construir una tesis sobre los efectos despiadados del capitalismo, no resigna ciertos lapsos de felicidad. Algunas miradas objetan que es demasiado peso para el personaje el haber perdido el empleo y encima cargar con la crianza de un hijo discapacitado. Es un error de apreciación que traslada la mirada del crítico hacia la del personaje, quien nunca demuestra signo alguno de pesar por ello. Al contrario, la humanidad de la cámara de Brizé nos muestra un modo de convivencia de una familia unida ante la adversidad (sin hacer de ello un culto) en dos o tres pincelazos, en una cena compartida, en un baile ensayado o en la misma compañía que los padres ofrecen para que su hijo siga estudiando. Por ende, el carácter realista de la película se sostiene también en el equilibrio necesario que implica colocar en la balanza el afecto sin desmesuras ante la adversidad. Un poco como la vida misma. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
Otras historias de la revolución Es un lugar común en este tipo de semblanzas que no exista margen de dudas sobre el personaje evocado. Si se tiene en cuenta que el objeto de estudio se vincula directamente con la Revolución Cubana, menor es la esperanza por hallar alguna vena crítica del proceso, sobre todo cuando se institucionalizó como forma absoluta y viciada de gobierno. No obstante, es importante destacar que, más allá de ello, el director de El camino de Santiago y sus colaboradores llevan a cabo una reconstrucción que hace justicia a la labor realizada por Santiago Alvarez y trabajan formalmente respetando los procedimientos del legendario documentalista. De este modo, el montaje de archivos y la recopilación de testimonios cumplen con el objetivo primordial de la propuesta: que las nuevas generaciones conozcan los particulares noticieros que acompañaron la transformación política en el país. En dicho sentido, hay archivos que representan un hallazgo (un joven Silvio Rodríguez subido a un tejado con su guitarra; un cine como lugar de confrontación donde los disidentes políticos aplauden al león de la MGM) y declaraciones que hacen justicia a la hora de relevar una forma de pensamiento por su calidad y calidez. “Si no hubiera imperialismo, yo no hacía cine”. Alvarez entiende el cine como un modo de expresar vitalidad política y se hace cargo del panfleto, a diferencia de los otros, los “comemierdas”. Por eso es designado para formar parte del ICAIC y elogiado por Stalin, entre otros. Desde este marco concebirá sus noticieros tan particulares por romper con esquemas convencionales televisivos, ya sea eludiendo la voz en off y cediendo el terreno a las imágenes para establecer una dinámica dialéctica potente. Todo se muestra muy bien en la película y es su principal virtud pese a que nunca se cuestiona en lo más mínimo dicha funcionalidad política. Otro aspecto interesante del pensamiento de Alvarez es que no hacía teoría. Más bien, sus discursos son breves sentencias lanzadas como flechas con destino certero. Entre los más llamativos están la necesidad de transformar la realidad en poesía, cuyo principal alcance se ve en sus noticieros, que rompen las fronteras entre el documental y el reportaje y forman parte de una búsqueda artística sin perder de vista la dialéctica de lo real. El otro concierne a la condición de creación. El realizador cubano habla de dos estados: uno es el de gracia y viene con el artista; el otro proviene de la necesidad y obedece a una variable histórica, y para ello hay que formarse. Esto lo emparienta con los vanguardistas rusos y especialmente con Dziga Vertov en la concepción creadora de la edición. El tramo final de El camino de Santiago se resiente cuando la evocación cede espacio a otro nivel enunciativo que se gesta a partir de un experimento llevado a cabo por jóvenes en la actualidad para recuperar la modalidad de trabajo del cineasta cubano. El resultado de este agregado resulta un tanto forzado y no aporta demasiado ya a la cuestión.