PAISAJES, CUERPOS Y ROSTROS Hay una corriente de películas italianas actuales que en los últimos años trabajan una idea: cómo repercute la llegada de algún ente a las economías regionales, ancladas en zonas alejadas de las grandes urbes y consagradas al turismo o a la elaboración de productos. En este marco se inscribe Las maravillas, que tiene como protagonista colectivo a una familia dedicada obsesivamente a la apicultura. Dos o tres pincelazos al inicio le sirven a la directora para plasmar un modo de vida comunitario bajo la lógica machista de un padre que se niega a salir de ese orden y seis mujeres que, a pesar de someterse a su voluntad, también toman decisiones. A medida que la película avance, el punto de vista se recortará sobre la adolescente Gelsomina, quien oficia como la coordinadora de las actividades diarias e irá descubriendo otras formas de amor con la llegada de un niño alemán que deberán cuidar como parte de un programa social. La mirada de Rohrwacher se acerca a esos cuerpos fatigados, presionados por la labor diaria, sin descuidar nunca sus rostros, sobre todo el de las niñas, que se agigantan en pantalla. Un uso adecuado de la luz en los momentos justos permite disfrutar del entorno natural como de los interiores precarios, metiendo en la piel del espectador el clima del lugar. No es un dato anecdótico puesto que la película es también un pasaje temporal, ese viaje de la infancia a la adolescencia. La vuelta argumental se produce con la llegada de la tv y una propuesta que moviliza a los lugareños. Afortunadamente, en una sabia decisión, la trama nunca permite que esa irrupción se cruce inapropiadamente con la de la familia y que, en todo caso, sea una excusa para desarrollar los cambios que padecerá Gelsomina. Cuando parece que se cae en los lugares comunes, la sensibilidad de la directora salva la situación. En el medio de todo el circo mediático, lo que prevalece es la necesidad de explorar un mundo privado, ese que todo niño ve en contrapicado y que se desvanece lenta e inexorablemente con el paso del tiempo.
No hay novelas imposibles de ser adaptadas, en todo caso están las que convocan a cineastas como si fueran un llamado de la selva. Hay textos literarios que, completado su circuito con los lectores (aunque nunca agotado), reclaman a gritos ser representados. No hablamos de ilustraciones pacatas que parecen pintura fresca sino de películas que se apropian de un tono, de un sentido posible, de una forma de respiración y que ejercen el camino de la experimentación, la osada tarea de trasladar la poesía de las hojas de un libro a la pantalla. El limonero real, la gran novela de Juan José Saer, esperaba por Gustavo Fontán, un director que a lo largo de su obra fílmica se interrogó -al igual que el escritor santafesino- acerca del acto de narrar y de crear. La obra literaria encierra en sus páginas una dimensión potencial cinematográfica única; se trata de una notable puesta en escena que invita a mirar. Como el cine, ubica los elementos en el espacio, determina los planos, suspende el tiempo y trabaja en pos de un efecto alucinatorio en la medida que sedimenta a través de las palabras/imágenes. Y el punto de partida podría ser una de las tantas descripciones que Saer nos regala. Si tuviera que escoger una que funcionara como puente posible para pensar las relaciones entre ambos autores, elegiría esta: “Isla y agua están, a su vez, dentro de otro anillo, el del verano, que asimismo está dentro del gran anillo del tiempo.”. El tiempo, he aquí el gran protagonista. El tiempo asoma en capas en la película de Fontán. Está el cronológico: un día en la vida de Wenceslao y los suyos, una serie de actos cotidianos teñidos de silencios, pausas, dolores y deseos contenidos, desde la mañana en que se levanta, cruza al otro lado del río y se suma a los festejos habituales, mientras su mujer elige procesar el luto por la pérdida del hijo, estancada en el rancho. Pero hay un tiempo cosmológico en el que la naturaleza tiene vida propia y sigue su inexorable curso, un agente independiente que la cámara hace sentir y que rodea a los personajes como una cáscara. Se trata de una presencia que está por encima de los elementos particulares y cuyo aliento sentimos a partir de un trabajo extraordinario de enrarecimiento espectral que envuelve las situaciones, los recorridos y los tiempos muertos de los personajes agobiados por el calor. Para ello, una pared de ruidos naturales es el envoltorio perfecto para una película que solo puede entenderse bajo los parámetros de la audiovisión y que hace del sonido, materia. El aviso está en esa secuencia de planos al comienzo, donde la belleza del ecosistema se ve afectada por la oscuridad que propone la ambientación sonora, en sintonía con la doble pérdida del protagonista. Si el duelo aparece desdramatizado y la procesión va por dentro, el mejor monólogo interior lo constituyen las imágenes, lo más sagrado del cine. De modo tal, que el tercer rostro del tiempo, el psicológico, lejos está de manifestarse si no es por los carriles expresivos de la poesía que crean las misteriosas escenas del filme (una comida compartida en la que se distorsionan las voces, una zambullida en el río que deriva en una especie de inframundo o la belleza terrorífica de una luna llena mientras se cruza el río de noche, entre otros grandes momentos). Pero si el cine, como decía Daney, es arte del presente, El limonero real es un intento por mantener una ilusión, la de capturar el tiempo real, cotidiano. Si se cruza el río se muestra el acto como tal; si se camina un trecho, se camina un trecho; un juego de niños es lo que tiene que ser. Todo es extraño pero nítido a la vez, creíble. Lo mismo sucede con los diálogos secos y cortos de los personajes. La cámara, nunca intrusiva, observa, espía y va detrás de Wenceslao en sus travesías a pie, como si fuera la mochila que carga con su duelo. En definitiva, hay un efecto de verosimilitud reforzada en medio del insondable marco natural. Y esto se logra en la medida en que no hay solo un conjunto de aspectos técnicos destacables, sino porque cada aspecto técnico es impecable y tiene vida propia. Pese a todo lo anterior, esa inevitable manía que nos acosa a quienes mantenemos la esperanza de contagiar la pasión que nos producen ciertas películas, el cine de Fontán no está para explicarse porque lo que propone es un tipo de experiencia que se pierde si se ahoga con palabras. La sala oscura espera y no hay mejor forma de justicia que ingresar. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
EL TALENTO Y LO HUMANO Los pibes, la nueva película de Jorge Leandro Colás (el director de la notable Parador Retiro) tiene la enorme virtud de hacer parecer simple lo complejo. Su método de observación, nunca intrusivo, transmite naturalidad, inteligencia y sensibilidad, además de buen cine. Con la mirada puesta en lo institucional (en este caso el funcionamiento de los captadores de talentos dentro del club Boca Juniors) hay una serie de decisiones que ponen por encima a este film de otros cuya pose y prefabricación están a la orden del día. La más importante se relaciona con la ética de la cámara. Si bien la cantidad de horas de material daba para múltiples organizaciones del relato, Colás elige una descripción de los pibes y de los caza talentos que nunca cae en el morbo televisivo de la lógica del reality. La competencia está, por supuesto; también existen ciertos mecanismos lógicos de exclusión cuando se eligen chicos y una desmedida ansiedad de los padres por salvarse económicamente. Lo más fácil y manipulable hubiera sido construir un punto de vista sensacionalista sobre eso. Sin embargo, Los pibes destaca noblemente la funcionalidad social que tiene el deporte para los sectores más carenciados y la escuela de vida que surge de las palabras de los ex jugadores. Colás muestra lo que los noticieros evaden. En un hermoso momento del film, conocemos un centro deportivo en una villa conducido por un joven cura. Los personajes van en busca de talentos pero nunca pierden de vista el vínculo humano. A diferencia de tanto documental donde se agrede a las personas con la excusa de una puesta en escena fronteriza con la ficción, acá se respeta a los pibes, se les da entidad, voz, de la misma manera que se los deja actuar (si quieren) o mirar a cámara. Por otro lado, están los mayores. Ellos también se lucen y hasta consiguen performances que nada le deben a las mejores comedias. En los apenas setenta minutos de Los pibes hay tiempo para todo, gracias a la sutileza del montaje que permite seguir un hilo narrativo y a la vez disfrutar de un trabajo fotográfico excelente.
EMOCIONES JUSTAS Y al principio fue la palabra. Es sabido que la condición prolífica de Allen como realizador está ligada directamente al valor que le otorga al hecho de contar historias. Cuando se dice que como cineasta es un gran escritor, no debe entenderse en un sentido despectivo. Cada uno de sus films es una puesta en funcionamiento de la máquina narrativa donde se reescriben y se reciclan ideas. Esta no es la excepción. En el comienzo de Café Society, una voz en off (la del director) nos introduce en el lujoso mundo de una fiesta hollywoodense de los años 30 en la que un productor engreído (Steve Carrell) comparte sus tragos con los invitados al mismo tiempo que lanza veinte nombres de estrellas por minuto. La cámara recorre ese mundo de egos empalagosos y comienza a delinear la mirada hedonista hacia un pasado visto a través de ojos curiosos y deslumbrados. El fetichismo queda a salvo gracias a la notable fotografía de Storaro, capaz de iluminar los ambientes de manera tal que se destaque el artificio del glamoroso rincón californiano. Sin embargo, hay otro ambiente. Se trata de la familia del joven protagonista, que vive en una casa donde las penumbras se hacen presentes en medio de un clima alocado en el que el dinero se obtiene por medios gangsteriles. Entonces Bobby (Jesse Eisenberg) cruza al otro lado para pedirle trabajo a su poderoso tío. En toda esta secuencia la narración fluye y su aliento jamás pierde de vista al auditorio. Allen pone en marcha el motor y las historias se materializan casi imperceptiblemente, además de todas las que quedan sin contar. El fuerte es el timing, ese don que poseen los comediantes y el recorrido no es traumático (pese a la pila de cadáveres que desfilan) porque el drama es otro: el amor entre parejas. Si hay un mandamiento que nunca se cumple en las películas del realizador neoyorkino es “no desearás a la mujer de tu prójimo”. Bobby se enamora de la mujer equivocada, una estupenda Kristen Stewart cuya fotogenia es un honor para los que aman el cine. Como suele ocurrir, los personajes toman decisiones desacertadas, buscan al otro más problemático y suelen sufrir el martirio por no elegir bien. Allen ha desarrollado esta idea desde siempre. Se podría decir que es la gran desgracia desplegada en sus historias; cuando las parejas no apagan el velador y empiezan a hacer preguntas salta la fecha de vencimiento. Pueden ser muy dotados intelectualmente pero torpes con sus emociones. En este caso, la diferencia es que la pareja protagónica no alardea con conocimientos literarios y filosóficos, lo que le otorga una agradable ligereza al film. El alter ego que compone Eisenberg está en el punto exacto y su porte físico es muy similar al Allen de la primera época, el de los shows televisivos. Y Vonnie recuerda a las conflictuadas heroínas que no se resignan a estancarse en un matrimonio estable. Suelen ser más inteligentes que los hombres y Café Society conserva esa visión, aún con la víctima de todo esto, la otra Verónica (la mujer de Bobby que tan bien encarna Blake Lively) que en su ingenuidad no deja de mostrarse auténtica. El marco genérico es la gran cáscara para esconder detrás del glamour el fracaso amoroso. El final tiene el encanto de esas historias que se cuentan con nostalgia por un paraíso perdido e irrecuperable. Es similar a la mirada que proyecta Allen sobre ese mundo de fantasía que ya fue, una vuelta más al pasado donde ver los ampulosos decorados se transformaba en algo asombroso. Son los ojos del niño de Días de radio (1987) que va por primera vez al cine; es la inocencia de Owen Wilson en Medianoche en París (2011). No obstante, nunca está desprovista de un sesgo de ironía hacia un mundo materialista y de fama efímera que se diluye ante las dificultades emocionales. En el medio, hay parejas que se arman y se desarman con la facilidad de un juego de cartas. Y ese es el tono justo de la película: una mezcla de añoranza con recelo hacia una época que lo dio todo y se hundió como un Titanic. La película se disfruta como un buen whisky hasta el momento en que el trago se acaba. Porque como dice Bobby: “la vida es una comedia escrita por un sádico”.
EL DISCRETO ENCANTO DE LA POSE Suele ocurrir que una escena nos arroje de lleno al universo de una película o nos expulse al purgatorio de la indiferencia. Son posibilidades, como tantas otras. Y no deja de ser una experiencia subjetiva. Al comienzo de El apóstata, el joven protagonista, Gonzalo, ingresa a una iglesia con el fin de manifestar la voluntad de desistir de la fe católica y que lo borren de los registros. El modo en que lo hace, la mirada impostada de curiosidad, da cuenta de un grado de afectación importante para un film que reclama aires de importancia permanentemente detrás de su aparente sencillez. Dos o tres minutos después, el burgués insatisfecho que compone Alvaro Ogalla, está durmiendo nuevamente en pose. Ya es demasiado para tan poco tiempo. Lo anterior atenta contra una película amable acerca de un joven que parece despertar del hipócrita marco familiar y de las garras de una institución que pondrá obstáculos a sus deseos de renuncia (“Es un monstruo grande y pisa fuerte…”). Ahora bien, la amabilidad del film no se arraiga necesariamente en el espectador. La voluntad por consagrarse a una cierta tendencia de espíritu independiente deshumaniza al personaje al punto que camina en círculos dentro de su microcosmos afectado. Hay dos o tres líneas que la película trabaja desde lo argumental. Una es el entramado burocrático que implica hacer efectiva la renuncia. En ese devenir, Veiroj juega con el imaginario silente y le da algunos toques de Keaton al protagonista, cuyo rostro coquetea con el gran Buster. La música refuerza el efecto y algunas secuencias funcionan bien en este sentido. La otra es la relación que mantiene con otras personas. El tratamiento es desparejo y fácil de dispersarse, sin embargo, lo salva el vínculo con un niño vecino. Es allí donde la naturalidad enriquece la perspectiva de un film que transcurre (como pronuncia Gonzalo) de la euforia a la melancolía. Existe un costado cinéfilo con algunos homenajes subrayados (una secuencia onírica a lo Buñuel) y un trabajo con colores azules y marrones, destacando la diferencia de ambientes y sentimientos. El mismo protagonista va vestido siempre de la misma manera. Es como un Jeckyll y Hyde que no necesita la noche para sacar a relucir su tormenta interior. Por momentos parece un ángel expulsado por la iglesia y por otros, regala una especie de voyeurismo inquietante. Veiroj mantiene bien el equilibrio entre ambas facetas y por suerte se redime al final con una linda escena que, tal vez, nos devuelva al paraíso.
EXPLORAR LOS CUERPOS El plano inicial muestra a dos jóvenes que se acercan a cámara. Sus siluetas nítidas contrastan con el fondo desenfocado. No es casual: son los cuerpos los que interesan y el exterior, bien gracias. Un grupo de amigos pasan el tiempo en una quinta. Hablan de cualquier cosa, lo que venga, lo que tienen ganas de contar, generalmente enmarcado dentro de los rituales y los códigos masculinos. Las conversaciones son banales y otorgan una ligereza que refuerza la verosimilitud de aquello que se escucha y lo cotidiano se ensancha exageradamente. Algunas palabras molestan y otros movimientos son verdaderos toques de comedia. Parece un reality, pero no. Lo que rompe la lógica misógina e instaura la diferencia es la cámara. Taekwondo es una película de registro y como tal instituye una mirada. Es una mirada que explora pero además acaricia, recorre, se aleja, se acerca, espía o es un tipo más, metido en los ambientes de ese universo cerrado, de transpiración y de letargo. El encuadre instaura hedonismo. Los chicos del comienzo son Germán y Fernando y entre ellos hay algo. Un gesto provoca una pausa y entonces se activa el deseo y la tensión sexual, esa forma de vincularse que tan bien ha trabajado Berger en sus films anteriores. Pero ahora multiplica la apuesta e inunda la pantalla de presencias, como si de un cuadro renacentista se tratara, para elogiar la carne. La cuestión aquí no es el horizonte de llegada (una bella escena final) sino el mientras tanto, ese lapso que se estira entre miradas y acercamientos. Los cuerpos imponen una presencia desmesurada. En tiempos donde la radical virtualidad coloca la figura de un ordenador en el lugar de Dios y los sujetos de varios films aparecen como hologramas de mercado, Berger y Farina parecen devolverles complexión a los personajes. No es un gesto menor. Tampoco lo es el enrarecimiento que provocan sus imágenes. Y la espera no es sólo de quienes están involucrados en el juego. También es del espectador, el que atado por los lazos de una narrativa convencional tal vez aguarde ese momento donde se consuma la relación. Sin embargo, siempre hay un espacio abierto para que la búsqueda gobierne la escena. Para ello, no es necesario el sexo explícito ni que los protagonistas pierdan sus rasgos de masculinidad. En este sentido, se eluden lugares comunes y recetas militantes; en todo caso, la estereotipada visión de la “jaula de las locas” nunca asoma porque las leyes del deseo son universales mientras haya cuerpos. Y una cámara con sentido cinematográfico para recorrerlos.
EL CAPITAL MUEVE MONTAÑAS Jean-Paul Rappeneau ha vuelto (“el que se va sin que lo echen…”). Y su regreso, tras doce años, es con una comedia coral protagonizada con actores de primera, los cuales se disfrutan más que la película misma, un exponente “de calidad”, de aquellos que los críticos franceses de los sesenta hubieran destruido en menos de cinco minutos. La trama gira en torno a Jerome (Mathieu Amalric), un inversionista que viene de Shanghái a Inglaterra con su bonita novia asiática para una reunión de negocios, previo paso por París, lo que implica una obligada visita a la madre. La primera reunión rompe el equilibrio emotivo, pero distante, apenas surgen los asuntos financieros. Se sabe: en esta clase de familias es el tema que desvela. La mansión de la infancia va a venderse para ser demolida, hecho que provoca la reacción de Jerome, quien termina peleando con su hermano de manera grotesca al grito de “niños, basta” de la madre. La infantil contienda de dos adultos consentidos es el punto de arranque para las diferentes peleas venideras. Cuando comienza a averiguar en qué estado está la situación, Jerome se topa con la familia de su padre ya fallecido, quien ha tenido una doble vida y una hija con la que Jerome se verá enredado (otra “joven y bonita”, Marine Vacth, la chica de la película de Ozon) luego de una lucha intereses. El ritmo del film es similar al de una sinfonía. Puede incluir tiempos muertos, de tensa calma como frenéticos movimientos. Pero a diferencia de un músico virtuoso, hay momentos donde el tono se apaga y entonces, sin perder el equilibrio nunca, la carencia de emociones domina la escena. Sólo resta agradecer esos planos generales de zonas alejadas de la capital, idílicos paisajes que colorean la historia y los rostros fotogénicos de las mujeres, incluida la enorme presencia cinematográfica de Nicole Garcia. El oficio de un artesano como Rappeneau se palpa en el modo en que narra su historia. A medida que la trama avanza, la casa se transforma en un espacio más, un pilar insomne que determina los actos vanidosos de estos burgueses dispuestos a litigar los bienes materiales. Y si bien hay algunos temas a priori profundos como la vuelta al hogar y la ambición material, es sólo un amague para inyectar dosis de un cine amable, apacible, poco audaz, a veces apolillado, tan placentero e inofensivo como tomarse un té con masas un domingo a la tarde.
LA HUMANIDAD La inocencia es un documental de observación. Se suele ser injusto con este tipo de propuestas y un argumento que aparece con descuidada rapidez alega con frecuencia la ausencia de un punto de vista. Nada más lejos si se tiene en cuenta que siempre el ejercicio de montaje implica una selección que ya sienta posición con respecto a lo que se quiere que veamos. La película de Eduardo de la Serna muestra un seguimiento a dos niñas de seis años durante el transcurso de su primer año en el colegio. Una de ellas se llama Morena y va a una escuela de Bs.As.; la otra, Gabi, vive en Jachal, San Juan, y recorre en camioneta con cinco o seis compañeros un largo trecho para llegar a su escuela rural. Indudablemente, hay un subtexto que atraviesa todo el film y que tiende a que pensemos el contraste de dos realidades geográficas distantes y de posibilidades económicas disímiles, mostrada fundamentalmente a partir de los espacios, que hablan por sí mismos, y de los rituales que se recogen en cada experiencia. El director opera con inteligencia cuando opta por no subrayar dicho contraste con signos obvios en las nenas protagonistas y en los padres, que apenas aparecen, porque esta es una película de niños. Eso ya implica un punto de vista más que suficiente, dado que la tesis no se come todo el potencial que los chicos tienen (desde su inocencia pero también desde su pequeña y cariñosa “monstruosidad”) y entonces el material registrado favorece un acercamiento que disimula su lógica intrusión y hace honor a la gracia y fotogenia de “esos locos bajitos” como diría Serrat. Como inmediata consecuencia, se vislumbra la atención que pone De la Serna en los aspectos humanos de las criaturas que observa, un rasgo que puede apreciarse también en films anteriores (El ambulante, Reconstruyendo a Cyrano) y podría decirse que es un imperativo estético cuyos fundamentos no son el embellecimiento gratuito ni la pose calculada. Por el contrario, siempre se respira un aire artesanal en estos documentales donde se destaca la creatividad de los personajes. En este caso, la misma inocencia que refiere el título es la conciencia ingenua ante realidades difíciles (familiares y económicas) fusionada con las ocurrencias verbales y vitales de niños que imitan, reproducen discursos pero al mismo tiempo se muestran como motores en potencia para generar situaciones de toda índole, siempre en ese oxímoron de candidez y maldad que manifiestan actos y palabras. En este sentido, el notable trabajo de montaje recorta personajes e historias, algunas de ellas desopilantes. La cámara puesta en términos generales a la altura de los chicos es una compinche que se mueve frenéticamente al lado de ellos y una compañera más capaz de mirar con extrañamiento a las docentes a cargo. Tal es el grado de acercamiento que, en oportunidades, el sonido ambiente obstruye los diálogos. Lo que a priori puede pensarse como un desperfecto es en realidad la voluntad manifiesta por conservar la naturalidad de la situación para resguardarla de gestos artificiales. Y si la presencia de la cámara es siempre un condicionante para quien está en frente, la habilidad del director estará en su capacidad para disimularlo y captar esos momentos únicos en pantalla. La inocencia los tiene cuando muestra los rostros de los chicos mirando una película, o se detiene en los pequeños relatos centrados en un gordito cuyo sentimiento trágico de la vida no tiene nada que envidiarle a Unamuno, o en los juegos, tanto en el patio de un recreo como en los misteriosos paisajes abiertos de Jachal, entre otros diseminados en medio del movimiento y el bullicio. Los marcadores temporales establecen la continuidad a medida que los meses transcurren. El cine, que todo lo puede con respecto al tiempo, comprime un año en poco menos de una hora y media y, sin embargo, parece que hubiera transcurrido una vida. Las últimas imágenes de las niñas dicen algo importante: la humanidad en pantalla ante todo.
Existe una figura en cierta red social cuyo fundamento consiste en enviar un “toque” a algún contacto, una especie de llamada para conseguir una respuesta inmediata. Tal vez sea una imagen posible para graficar el documental de Alejandra Rojo, dedicado al enorme director Raúl Ruiz, cuyo fin parece ser sacudirnos de la comodidad racional e invitarnos al fascinante laberinto que sus películas proponen. La escasa duración no es un impedimento, por el contrario, un acierto que deja en evidencia dos ideas claras como documentalista. La primera es que la mejor forma de dar cuenta de la monstruosa filmografía del realizador es ir al meollo, a pocos procedimientos fundamentales para sentir sus imágenes y seguir sus ideas; la segunda destierra la posibilidad de cualquier método expositivo / didáctico consagrado a priorizar lo biográfico como signo excluyente. Esto último, que podría malentenderse en aras de reflotar un espíritu elitista, se convierte en la principal virtud de un documental al que le place jugar con la digresión y la fragmentación para hacer honor a la sustancia fílmica de una obra inabarcable y compleja. Al no haber un centro más que la percepción momentánea de los pasajes elegidos, las imágenes se complementan con justos testimonios de personas cercanas al entorno del director (amigos incondicionales en esta loca idea de sostener un arte singular) y declaraciones alternadas del propio Ruiz. Y si bien se rescatan fechas claves para la historia personal que marcaron decisiones políticas y estéticas, son las principales obsesiones las que dominan el espacio de interés. Allí están entonces las marcas de la infancia, las historias navales del padre, las conjugaciones del arte con la ciencia y las posibles combinaciones que destierran la narración anclada únicamente en un conflicto central (A propósito, un desvío personal: si hay una película que une los dos linajes familiares de manera elocuente es Combate de amor en sueño, del año 2000, donde un prólogo incluye matrices de historias de viajes con fórmulas científicas; aquí se unen la profesión materna, docente en matemáticas, y la influencia del padre con sus relatos de capitán de barco). Pese a la inevitable melancolía que trasunta toda evocación, el tono neutro de una voz en off conducente y analítica ayuda para acompañar las imágenes a través de breves intervenciones. Lo bueno del seguimiento es la discontinuidad. Si hay algo certero en el documental es la necesidad de eludir una estructura férrea para convertir en mármol al sujeto físico. A cambio, son sus ideas las que se materializan y un trabajo importante de montaje cuyo desafío es la síntesis, la condensación de partes que tienden a un único destino: la poesía. Conmueve (re)ver el doble travelling de El tiempo recobrado (2000) mientras escuchamos acerca de la no linealidad del tiempo y el privilegio del cine como arte que escenifica esa cuestión, pero principalmente la sensibilidad de Ruiz para ir un paso más adelante que cualquier otro a la hora de mostrarlo. También gratifica recordar de qué manera cualquier superficie especular conduce a una dimensión espectral, una de las principales condiciones para una película, siempre “condenada a ser un fantasma” de la memoria. Dice Ruiz en uno de los pasajes del filme: “No puedo dejar de hacer películas”; según la lógica del documental de Rojo, somos “tocados” y ahora está en nosotros seguir el itinerario. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
AMEBAS Se podría pensar en ciertas películas como amebas, esos organismos sin paredes celulares cuya forma nunca es absoluta. Se podría pensar, también, en un sentido positivo y negativo la cuestión. En el primer grupo, se encontrarían aquellos films abiertos a la espontaneidad, imprevisibles, imperfectos pero con un nervio que se hace sentir y los hace carne en la retina; en el otro, La ilusión de Noemí calificaría como ejemplo de dispersión, de historias y personajes mal desarrollados, entre otros problemas. Un inconveniente es el tono. No sólo narrativo (con falta de timing) sino en las voces inexpresivas de los actores que, cuando no exageran con subrayados sus intervenciones, son de una parquedad inentendible. Además, la saturación del sonido a cada momento empantana cualquier atisbo de verosimilitud, un rasgo que brilla por su ausencia. Al respecto, hay un pésimo balance entre imagen y sonido. Cada ruido es un estruendo. Se alcanza a advertir una historia que pretende imbricarse en dos planos, el de unos niños amigos y sus padres, y el marco es Berisso. Los chicos afrontan la realidad que les toca vivir a base de fantasías mientras los grandes se dirimen entre sus creencias y sus posibilidades laborales. Debe decirse que hay que hacer un gran esfuerzo para tener empatía con ellos dada la falta de matices que reina en el guión como en la distante y fría mirada de una cámara más preocupada por colocarse en posiciones arbitrarias. La confusión en la pintura de ambiente es tal que somos capaces de ver locaciones con signos de la década del ochenta e inmediatamente asistimos a conversaciones con celulares de última generación. La geografía barrial aborda siempre los mismos lugares, los ángulos y movimientos de cámara pretenden ser variados pero al carecer de funcionalidad dramática, derivan en un pintoresco gesto que conduce a poco y nada. La alternancia de planos y los cortes no pueden disimular su carácter caprichoso. Una discusión, en su momento de máxima tensión (sentencia que a esta altura suena a exageración), es cortada de manera poco sutil. Tan poco sutil como una inserción de contenido político y un amague hacia el desarrollo de una trama laboral que es sólo eso, un amague más de los tantos que presenta esta película amorfa.