LOS SIMULADORES Una de las tramas posibles de Corpus Christi de Jan Komasa es la simulación. Como tema, excede a lo religioso. Hace unos cuantos años Lawrence Kasdan planteaba algo similar en Mumford (1997). Aunque menos solemne, la historia de un tipo que se hacía pasar por psicólogo en un pueblo, básicamente metía el dedo en la llaga de modo similar: ¿hasta dónde los discursos y los dogmas tienen fuerza de convicción? ¿No depende todo en definitiva de esa categoría abstracta llamada fe? Pero si en Kasdan había atisbos de comedia, en Komasa todo es serio, terrible y cruel, como suele esperarse de gran parte del cine europeo contemporáneo, ese que invita a pensar y a sufrir. El protagonista es un joven llamado Daniel que vive en un reformatorio dirigido por un sacerdote. La vida allí se muestra desde el inicio con una doble moral, que será un rasgo recurrente en todos los rincones de la sociedad polaca. Una escena violenta es continuada con el ritual litúrgico, como si nada hubiera pasado. La iluminación que rezuma claridad parece una ironía perfecta ante la oscuridad de las situaciones. Cuando el joven es trasladado al norte con una posibilidad laboral, empieza un calvario donde aprovecha la posibilidad de hacerse pasar por cura (en la era de Google, todo se aprende). Ese proceso de simulación le permite a Komasa dar cuenta de los aspectos más sórdidos de la comunidad, desde el policía que habla de “escoria” para referirse a los ex convictos hasta los fervientes católicos que sacan a relucir las miserias apenas se los enfrenta con la verdad. Pero si la bajada de línea es lo más flojo de la película, el contraste es el misterio que se abre en el rostro de Daniel. Su mirada, sus ojos celestes y sus gestos faciales son un territorio fascinante que la cámara capta muy bien, a tal punto que participamos de las mismas dudas que el resto de los personajes en torno a la naturaleza humana o bestial del personaje, de su condición divina o diabólica. Esto es visible en varios momentos donde el pasaje del cielo al infierno es cuestión de segundos (acaso sea también ello una parábola de nosotros mismos y de la dualidad que nos gobierna). Komasa no ofrece concesiones a la hora de insertar la violencia en sus cuadros luminosos. Al parecer, esta idea de hacerse pasar por sacerdote es algo frecuente en Polonia y la película toma de referencia una base comprobable. Pero, más allá de eso, el sueño de un preso por ser sacerdote parece ser una posibilidad de no ser rechazado en un mundo que le da vuelta la cara. Por ello, una vez que Daniel se pone la sotana no hay posibilidad de juzgarlo. Primero porque genera una atracción en la comunidad, una especie de empatía que le permite introducir ciertas dosis de juventud y de frescura (el vicario al que sustituye es alcohólico). No obstante, se produce un quiebre en el vínculo cuando él quiere enterrar a un victimario al lado de las víctimas de un accidente que conmocionó a la población. Mientras que Daniel halla un camino de redención para materializar el dogma cristiano más allá de los egoísmos personales, el resto de la comunidad se rebela y saca a relucir la barbarie. La resolución es terriblemente demoledora. La luz se sigue filtrando por las ventanas, pero el barro de la humanidad está cada vez más espeso.
Alguna vez se me ha ocurrido relevar todas aquellas películas que llevan un nombre en el título. Es una manía de esas que se me cruzan en las noches de insomnio cuando juego a ser Funes, el memorioso, aquel singular personaje de Borges. En varias oportunidades comencé. Entonces comprobé que en los últimos diez años ha habido una cantidad importantísima de historias con protagonistas mujeres y que en la mayoría de ellas el nombre es una excusa para inscribir cuerpos, explorar identidades, construir itinerarios y eludir cualquier camino épico (que sí tiene, en términos generales, la larga tradición de nombres masculinos). También comprobé que, más allá de los matices, no estamos lejos de que esto ya se haya transformado en “una cierta tendencia” (con permiso de Truffaut). Tampoco sé en qué se convertirá. Por lo pronto, y dentro de un esquema recurrente, cada película es un mundo. Y el que César Sodero ofrece en Emilia aporta su grano de arena sin demasiadas pretensiones y con justeza. El título con el nombre propio de una protagonista supone que la cámara nunca la va a soltar (otro recurso que se ha convertido en un lugar común), sin embargo, este comienzo aporta un valor diferente. A una considerable distancia vemos una esquina de noche, luego micros que llegan y una chica que baja. En la vereda del frente, la cámara la espera como si fuera un integrante más de ese pueblo patagónico. Ella cruza después de intercambiar las últimas palabras con un pasajero y se reencuentra con su madre. Poco tiempo transcurrirá, luego de ese inicio en el que hubo tiempo para indagar en el plano, para que nos percatemos de que Emilia vuelve a sus pagos, que se ha peleado con su pareja Ana y que iniciará un recorrido que no tiene ni principio ni fin. Porque si hay una sensación que invade es la del presente absoluto en todo aquello que tiene de incertidumbre, sobre todo cuando las emociones aparecen mezcladas (con permiso de los Rolling Stones). Entonces Emilia camina y fuma. Transita el pueblo, ese pueblo donde todos hacen preguntas y tienen, como ella, secretos. Se pelea con la madre, se encama con el marido de su amiga (reviviendo una relación anterior), llama a Ana para aumentar su soledad y poco pasa más allá de que la procesión va por dentro. Y el deseo también, porque en el colegio donde decidió dar clases se calienta con una alumna. Por supuesto, la cámara hará marca personal mientras el tiempo parece paralizado. Lo que necesita Emilia, más allá del sexo, son abrazos, pero los otros no se dan por aludidos. La joven estudiante es, tal vez, la esperanza para olvidar al otro amor. Y en ese viaje existencial hay un registro verbal lacónico, pero muy efectivo para dar cuenta de una situación emocional (¿generacional?). Ante una pregunta, Emilia responde “No sé, vivo”. Y se vive como se puede cuando se ha perdido el amor, es verdad. Un acierto de Sodero es no bucear en el drama acartonado ni juzgar o condenar las elecciones de su personaje en términos morales. Más bien acompañarlo de cerca para establecer qué tan incomunicados están los mundos de Emilia y del resto. Su madre conocerá un tipo y hará la suya (ya no romperá las pelotas), su amiga nunca se hará cargo de su condición de cornuda y el profesor con el que curte esporádicamente no entenderá que ella está para otra cosa. Una escena es elocuente al respecto. Emilia y Cristian (el marido de su amiga) cogen en un auto. No es un encuentro placentero. Cuando terminan, él habla del pueblo y ella expresa insatisfacción en la cara. Entre esas palabras y ese silencio se abre un abismo de incomunicación. Son dos tiempos diferentes que atraviesan toda la película. El último eslabón de la cadena lo vemos en la relación con la alumna. Lo que para otras historias podría derivar en un escándalo pacato, acá se torna natural y se elude inteligentemente cualquier ética que no sea la del deseo, aunque ello implique aumentar la desazón. Nada parece remediar la tristeza de la falta, calmar la incertidumbre del otro. Cada vez que Emilia dice “¿Ana, estás?” asoman la incógnita y algún que otro fragmento de un discurso amoroso: “La ausencia amorosa va solamente en un sentido y no puede suponerse sino a partir de quien se queda -y no de quien parte-: yo, siempre presente, no se constituye más que ante tú, siempre ausente”.
¿Cómo pensar la sexualidad y el deseo en un complejo habitacional en un barrio popular de Corrientes? Afortunadamente hay una directora con un poder de observación que intenta responder a ello y escapa a los formulismos de las típicas historias de amor adolescente o angustias urbanas. Las mil y una (tal el nombre de los Monoblocks) es un espacio laberíntico por el que transitan jóvenes por sus pasillos, por sus recovecos. Entre ellos Iris, una chica amante del básquet, que vive con sus dos hermanos y su madre. Hay un padre, pero solo se escucha. No se lo ve. El interior de la casa bien podría ser extraído de algún texto de Manuel Puig. Los tres hermanos son unidos, se protegen frecuentemente en abrazos de contención, una barrera que arman para cuidarse y para compartir sus aventuras y sus búsquedas sexuales. Alejandro y Darío, de personalidades diferentes, transitan sus experiencias homoeróticas en el barrio. Iris está en eso, en la etapa de descubrirlas, sobre todo cuando aparece Renata, una chica que se mueve como pez en el agua y con la que iniciará un vínculo. Casi con un registro netamente documental y con varios planos secuencia, Navas da forma a una estructura coral donde lo importante no es un conflicto central sino las historias que atraviesan a los personajes, los rituales, los encuentros y el sabor del sexo clandestino que, cuando no es festivo, se ve envuelto en la violencia inevitable (ya sea por parte de la policía como de los vecinos). La cámara sigue a Iris y Renata en sus caminatas, escucha sus conversaciones y se detiene fundamentalmente en los gestos. Hay que decir que la actuación de Sofía Cabrera (jugadora en la vida real) es extraordinaria, un verdadero hallazgo. La manera en que sus manos hablan, la forma en que su rostro dice, le otorga a cada intervención un rasgo diferencial, una fotogenia absoluta. Y en esa captación de un ámbito desde el mismo riñón, la mirada se nota involucrada y lejos de observar con la curiosidad de quienes no parecen entender qué significa vivir en esos espacios. Al mismo tiempo, cada segmento del todo cobra autonomía. Allí están los bailes de Darío, las intervenciones de la madre, los encuentros entre amigas travestis, los cuadernos de Rodrigo, las fiestas sexuales en medio de la noche (sea en la Traumática o en los rincones cuyo telón de fondo es una pared que reza “Jesús te salva”) o el modo en que Iris y Renata se (re)encuentran en un colectivo y que fluye como si de una canción se tratara. Iris “el ángel del barrio” y Renata “la chica de la que todos dicen tiene HIV” serán el pilar en este mundo de vuelos nocturnos, de tensiones sexuales, pero también sociales, donde se juega al básquet en una canchita al mismo tiempo que se escuchan tiros por ahí. Lejos de mostrar esto con el tremendismo televisivo, Navas se concentra en las chicas, en cómo Iris encuentra en Renata un misterio y una especie de Virgilio para que la guíe por el Infierno y el Purgatorio. El Paraíso no se encuentra en los Monoblocks. Y también en cómo Renata busca ese rincón para tener sexo con Iris. Mientras esto sucede, la calle alberga ruidos, colores, la inquietud de la noche, la incertidumbre de las miradas y la desprotección. Frente a ello la mejor alternativa para una cineasta comprometida es ofrecer refugio con imágenes justas y necesarias para abrir nuevas puertas en la representación de la pobreza y de la sexualidad. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
El propósito estético de la película de Matías Ganz puede encontrarse en la primera secuencia. Imágenes ralentizadas y musicalizadas donde vemos a un perro jugar por un parque. La situación idílica se diluye progresivamente para dar paso a una pelea entre canes por un objeto. Inmediatamente, descendemos al primerísimo primer plano de un sorete en el pasto. Y para remate, la señora que ha recogido los excrementos pasea con su animalito, mientras retrocede al ver a una joven sacando restos para comer de un contenedor. Se trata del primer indicio de descenso a los infiernos de una pareja de burgueses abúlicos, miedosos y rutinarios, que dialogan por las noches con protectores bucales y ocupan su tiempo existiendo, solo eso. Si no fuera porque el tono general del filme está signado por brochazos sutiles de humor y por un laconismo que tanto le debe a la tradición de las ficciones uruguayas de las últimas décadas, podría haber sido una historia más donde prevalecen el esquematismo y una angustia empaquetada. Y si bien, por momentos, se cae en la desgracia de que sobran encuadres cuando faltan ideas dramáticas, o se confunden los tiempos muertos con escenas sin vida, el equilibrio retoma su cauce a partir de un distanciamiento que posibilita el ingreso del absurdo. El matrimonio en cuestión es el de Mario y Silvia. Él es veterinario y un ejercicio de mala praxis le provoca la muerte a una perra. Entonces, Mario saca a relucir un aspecto de su condición criminal, deshacerse lo antes posible del cadáver. Para ello, convence a una de las dueñas para cremarlo rápidamente. En la casa, Silvia pasa el tiempo leyendo y se muestra obsesionada con Guadalupe, la mucama, porque cree que le roba. Las dos obsesiones irán in crescendo y los meterá en complicaciones progresivamente. A Mario lo acusan de maltratar a los animales en frente del negocio y Silvia continúa alimentando su paranoia. Para colmo, un día encuentran su casa revuelta a causa de un robo, hecho que los lleva a parar temporalmente en lo de su hija y de su yerno, donde también trabaja Guadalupe. Los mejores pasajes de la película hay que buscarlos en su filiación genérica con la comedia negra. Vista desde esa óptica, acaso se suspendan los juicios críticos en torno al modo en que se construyen las tensiones sociales y a cierto maniqueísmo. La demora como resorte expresivo para dar cuenta de las decisiones y de los vínculos entre los personajes apunta a poner ese mundo desangelado de pátina azulada patas arriba. No se trata del desprecio característico de gran parte del cine contemporáneo cuya mirada se erige desde el altar, sino de explorar actitudes patéticas desde una lógica criminal cuyas columnas se construyen en una sociedad donde predomina un abismo entre clases. Mientras tanto, mientras los humanos se comportan instintivamente, los animales nos interpelan. Allí está Axel, el perro de la hija, el testigo de las barbaridades que cometen Mario y Silvia, quienes se protegen y se encubren en sus locuras. Para él también habrá un plan. Si la película no cae en un barranco es por la habilidad de su director a la hora de introducir aristas para que no nos tomemos en serio semejante disparate. Se supone que deja traslucir quiénes son las víctimas de todo esto, sin embargo, no condena a sus protagonistas, no hace falta. Eso corre por cuenta nuestra. Lo que busca la película es esa sonrisa que aparece sin que sepamos bien por qué, tal vez para desafiarnos a indagar nuestros propios instintos. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
LA RABIA Planta permanente de Ezequiel Radusky es una película hecha con la rabia que generó la actualidad política en nuestro país en los últimos cuatro años. Esa indignación se transforma en discurso antes que en cine y ese sea tal vez el principal inconveniente porque las ideas están por encima de cualquier otra cosa. Lamentablemente, la necesidad por gritar diatribas va en desmedro de las dos protagonistas, Lila y Marcela, empleadas que suman a su trabajo de limpieza en la dependencia, otro de carácter informal, precarizado, un comedor con el que satisfacen las demandas de los compañeros. Hay un registro por momentos que roza el documental, una interesante propuesta que se acerca al escenario en cuestión a través de diversos ángulos. Se trata de una manera de seguimiento que da cuenta de la estructura laberíntica del lugar, lleno de recovecos, y que las dos conocen a la perfección. En ese seguimiento se encuentra lo mejor de la película y en una trama que avanza fluidamente gracias a un montaje preciso. Claro está, no tardará en verse un progresivo proceso de reestructuración que atentará contra los principales valores de la clase trabajadora, provocando la disolución, la dispersión, el egoísmo e insertando la perversa lógica del mercado en sus frágiles vidas. Todo cineasta se encuentra atravesado por su tiempo, sin embargo, muchas veces se produce un desequilibrio entre dos fuerzas que bien podrían remitir al mito del carro alado platónico. En este caso, la cosa sería entre el cine y la actualidad. Cuando el conductor se inclina hacia la última opción, sea por urgencia o por necesidad, la autonomía y la creatividad corren el riesgo de ahogarse en el discurso mediático, y caer en las mismas contradicciones que se critican intencionalmente. Pero la rabia, incluso, le juega en contra a la hora de construir los perfiles de las protagonistas o de dar cuenta del mundo laboral ante el embate neoliberal. ¿De qué modo puede entenderse si no el derrotero de Lila y Marcela ofendiéndose entre sí, contando plata o discutiendo porcentajes? Al final, no queda absolutamente nada, ni siquiera un ápice de dignidad en un tablero de roles más que de personajes con apariencia humana. En todo caso, nos queda esa última aparición de en pantalla de Rosario Bléfari. Una pena.
PERRONE, EN MOVIMIENTO Y EXPLORANDO No es la primera vez que Raúl Perrone alude a Pier Paolo Pasolini, pero lo que hace tan singular a Corsario es la posibilidad de construir una biografía icónica. Por supuesto no se trata de una sucesión de hechos cronológicos ni mucho menos, sino de la captación de dos o tres aspectos que representan la genial naturaleza del gran director italiano. El primero de ellos es la combinación del cine con la poesía. Ambos lenguajes recorren toda la película en diversas circunstancias, ya sea en un prólogo cuyo marco es un casting donde los candidatos leen versos, son observados en sus movimientos para un film potencial o en esa voz que recita en ciertas ocasiones estratégicamente incluidas. Segundo, porque allí están los raggazzi di vita comidos por la cámara a medida que caminan por la calle, dialogan y son seducidos. Tercero, porque se da cuenta también del trágico final pero en una secuencia maravillosa donde el reflejo de unos chicos en skate atraviesa el cuerpo tendido del Pasolini actor. Nuevamente Perrone sorprende y actualiza signos del universo del cineasta con las marcas del presente, no solo de la patria, Ituzaingó, sino con los chicos cuya identidad sexual se abre de un modo impensado en los setenta pero que hubiese sido celebrado por Pier Paolo. A todo ello, y tal como viene ocurriendo en esta etapa de su carrera, hay que añadir el carácter experimental de las imágenes, que oscilan entre fragmentos con el foco al límite y otros cuya nitidez naturalista contrasta fuertemente. El uso de una cámara estenopeica confirma la movilidad incesante y la exploración de Perrone, más inquieto que nunca.
ANTE EL DOLOR DE LOS DEMÁS Hay un hecho, una historia trágica y una figura. La bailarina y coreógrafa Isadora Duncan tuvo un accidente en 1913 en París y sus dos hijos murieron ahogados en el Sena. Cuando no hay salvación posible en la vida, el último refugio es el arte, acaso el único eslabón posible para atemperar semejante dolor. Lejos de presentarse como un biopic, Damien Manivel divide la película en tres partes con tres mujeres diferentes para actualizar la obra Mother, producto de la desgracia de Isadora. La mínima e indispensable información aparece al principio para contextualizar rápidamente el caso y descartar cualquier tipo de registro vinculado a la crónica. El hecho en cuestión y el cuerpo de Duncan estarán fuera de campo, solo aludido en tanto y en cuanto las protagonistas continúen y hagan propia su historia desde la más absoluta intimidad. El primer cuadro involucra a una joven que lee pasajes de una biografía. Lo interesante es de qué modo se plasma una experiencia de lectura y un proceso de búsqueda que incluye no solo la investigación de una vida, sino la posibilidad de reiterar rituales en el presente. Manivel, al igual que en sus films anteriores, construye encuadres como si fueran viñetas por donde los personajes transitan, más preocupado por destacar lo sensorial que por ceñirse a parámetros narrativos claros. A veces, el exceso de frialdad empantana demasiado el ritmo. Este vicio se advierte en el segundo cuadro donde una coreógrafa y una bailarina con síndrome de Down preparan la obra en cuestión. Más allá de algún pasaje de libertad cinematográfica, del abandono de ese encorsetado estético agobiante, en este tramo el desarrollo se resiente. No obstante, en el tercer episodio, la película levanta un vuelo alto. Una cámara viaja sobre las reacciones de los espectadores y se detiene en el rostro con lágrimas de una mujer mayor (la coreógrafa estadounidense Elsa Wolliaston, protagonista del corto de Manivel La dame au chien). La obra acaba de finalizar. El director filma el lento trayecto de regreso a su casa magistralmente, con una luz que recuerda a los trabajos de Pedro Costa. En el interior, un ritual de dolor, una continuidad de mujeres que encuentran en el arte la forma de apaciguar la tragedia personal. Es un momento mayor que, si bien marca el epílogo del itinerario, tiene una fuerza que descompensa al resto. Lejos, este último tramo es lo mejor de una película cuya distancia es más bien respeto y búsqueda estética donde las palabras quedan resguardadas y son sustituidas por imágenes posibles ante el carácter inexplicable de la muerte repentina.
MAGNETISMO NATURAL Una primera lectura, más bien desprevenida y poco justa, podría relegar la película de Eduardo Gómez, La conquista de las ruinas, a un conjunto bastante frecuente y bien definido de títulos que pertenecen más a un trabajo de semiosis estética que al mundo del cine. Se sabe: hay una tendencia a sobreactuar en pantalla con estudios culturales que gana adeptos en ámbitos académicos. Pero, afortunadamente, este no es el caso. Detrás del gesto discursivo se abre una dimensión poética que le debe más al corazón que a la razón. Un epígrafe de T.S. Eliot no debe asustar ni temer a la solemnidad, porque el plano general que abre la película ya nos sumerge en una imagen al mejor estilo Herzog cuando nos susurra que somos hormigas perdidas en la naturaleza. Más allá de la ligazón referencial de lo que vemos (o creemos ver), lo que prima es la hipnosis hasta que enganchamos que se trata de un hombre perdido entre las piedras calizas en Orcoma, Cochabamba. La fuerza de esa imagen ya es un motivo para quedarse. Una nube de polvo inundará la pantalla a medida que el sonido nos envuelva por completo. Ver y oír crean entonces una sana perplejidad. Se trata de trabajadores y uno de ellos dice que la muerte está a un paso. El lo dice y lo sentimos. Y de este juego de voces que refieren una problemática acompañada de un registro exploratorio/poético se nutre la propuesta de Gómez, con dos aciertos destacables. El primero es la elección del blanco y negro, una forma de igualar los diferentes planteos argumentativos más allá del ida y vuelta por Bolivia y Argentina. El otro, no irrumpir desde una posición enunciativa omnipresente, un vicio que, en los tiempos del regodeo del Yo, es recurrente en los documentales. De modo tal que el dilema de los obreros en Bolivia puede dar paso a la forma en que las corporaciones se apropiaron de las tierras indígenas para construir barrios privados o montar negocios, con las consecuencias morales y ambientales que han provocado, o al testimonio de un paleontólogo que advierte el peligro de los avances indiscriminados ante la naturaleza, sobre todo porque afecta a la memoria de los pueblos. Es decir, hay una tesis en la película, pero nunca una única voluntad. Son las palabras, pero también las cosas. Y las cosas forman parte del mundo del cine. Para ello existe un director que logra trascender el plano verbal y trabaja su mirada con cautela, con un diletantismo que ejerce fascinación y le devuelve a la naturaleza lo que los medios y los abusos humanos le sacan. Y en esa labor estilizada los espacios pueden ser disímiles (las mencionadas canteras, edificios del centro porteño, una villa, cementerios indígenas en el Delta del Tigre, la localidad fosilífera de La Buitrera en la Provincia de Río Negro), pero la desigualdad y la injusticia son lo mismo. No obstante, no es otra película de denuncia; tampoco de esteticismo vacuo. Es una película justa, con el equilibrio necesario para abordar cuestiones sociales concretas y problemas existenciales sin caer en la solemnidad, que merece verse en una sala.
Qué lindo es ser futbolero. Qué aburrido, ser un intelectual que no entiende el fútbol. Por eso, siempre me han gustado poco y nada los pensadores que hablan de fútbol o los hombres de fútbol que hablan como pensadores. Sin embargo, como todo en la vida, los peores son los –istas, aquellos que destilan fundamentalismo con lenguaje florido o se apropian de figuras interesantes a su modo para desplegar puestas en escena mediáticas o mantener el circo en las redes cloacales. Porque un abordaje posible para Buscando a Panzeri, la película recientemente estrenada de Sebastián Kohan Esquenazi, invita a separar la paja del trigo: una cosa es el documental, otra Dante Panzeri y otra muy distinta los panzeristas, algunos de ellos con la panza bien llena de disparates debido a cómo panzerean por allí, más allá de Panzeri mismo. “¿Usted conoce al periodista Dante Panzeri?” es una de las preguntas que inaugura una veta bastante recurrente en la actualidad, a saber, la del documental/policial. Un hombre y un enigma. En el medio, la figura del realizador como investigador, que se enuncia como “el tipo que habla y que no tiene equipo”. La imagen de la falsa modestia (por suerte) da paso a otra más interesante, la del hombre perdido en la burocracia de archivos en mal estado, registros confusos y negativas para ofrecer testimonio acerca de Panzeri. Por momentos, asistimos a una comedia kafkiana. Lejos de la trascendencia, enseguida se encuentra el tono y la simpatía de quien oficia como un Virgilio para los espectadores. Pasarán unos cuantos minutos para que se enderece la búsqueda y las piezas aparezcan. En ese armado estimulante la película encuentra su mejor forma, fluye en medio de una liviana apariencia, pero deja mucha tela para cortar. Detrás del enigma Panzeri, Kohan muestra paredes llena de papeles pegados, llama a una cantidad impresionante de números telefónicos y recoge testimonios. A esta altura, ya no necesita afirmar que es “hincha de tantos equipos como ciudades habitó” para ganarse al público. El montaje es mejor herramienta de seducción. Se sabe, hay toda una mitología en torno al libro “Dinámica de lo impensado”, citado frecuentemente, incluso por quienes jamás lo leyeron pero lo acomodan en el baúl de la conveniencia. Lo curioso es que no se toman la molestia siquiera de aclarar (sí lo hace el documental) que detrás de su elaboración hay una crítica sesuda que incluye, además, estudios que hoy llaman culturales. Se nos hace saber también que el periodismo de Panzeri era incómodo y que luchaba contra los poderes establecidos y las opiniones hegemónicas. Curiosamente, varios de los que hoy levantan la voz y el dedo en los medios, evocan su figura desde los lugares más cómodos y mejores pagos (por suerte no están en el documental, en una sabia decisión). Y más allá de concordar con las ideas que sostenía, nada puede soslayar el hecho de que era un animal periodístico, voraz, polemista excepcional, que fueron corriendo progresivamente como se corre a quienes ponen patas arriba ciertas verdades aclamadas. Porque Panzeri podía criticar formas de ver y de jugar el fútbol, pero su discurso excedía el campo de juego y se metía con las estructuras siniestras que comenzaban a hacer prevalecer el negocio sucio por sobre otras cosas. De este modo, instituciones, dirigentes y medios estaban bajo la lupa en cada una de sus intervenciones. Dentro de las apropiaciones caníbales que se hacen de “Dinámica de lo impensado” y de su autor, se suele omitir esto último para contrarrestar ligeramente una determinada concepción del fútbol adjudicada a la escuela de Estudiantes de la Plata. Es el tipo de lectura que inclusive manejan algunas voces que se presentan en la película y que la misma película (consciente o inconscientemente) pone en su lugar. Uno de los aciertos extraordinarios del realizador es incluir la anécdota con Bilardo. “El tipo que hace trampa, el que arruinó el fútbol argentino” y otra sarta de pavadas que se oyen por ahí, es quien se niega a opinar de alguien que ya no está. Su silencio es ético mientras tipos como Diego Bonadeo, un campeón de la moral, habla de Panzeri derrochando autoridad. Dos hechos ponen las cosas en su lugar (esto no está en el documental, esto lo digo yo). Cuando comenzó la polémica a principios de los años setenta en torno al fenómeno de Estudiantes, Bilardo va a escuchar a Panzeri porque quiere saber qué opina. De todo lo que dice toma algo que usaría toda su vida y lo llevaría hasta las últimas consecuencias: “Yo aprendí de Panzeri algo, hay que grabar todo lo que los periodistas dicen”. Bilardo aprende, otros repiten como loros. Entre ellos Diego Bonadeo, el mismo que interviene en La fiesta de todos, la película oficial del Mundial 78 dirigida por Sergio Renán, de cuyo nombre nadie quiere acordarse, sobre todo los que intervinieron. Que curiosa es la vida: los mismos tipos que siguen hablando y que se acercaron hasta al presidente Alfonsín para limpiar a Bilardo, hoy quieren lucirse. Panzeri, el tipo que criticó abiertamente la realización del evento apenas la dictadura lo anunció, murió joven y en la más absoluta soledad, y con archivos prácticamente inexistentes de sus ideas. Mantener la coherencia en este mundo es casi quijotesco. Prefiero, siempre preferiré, a los que discuten con los pares (mucho más difícil que hacerlo con los adversarios), antes que a los apologetas de plástico o los aduladores de cartones inflados. En un momento, dentro de los registros privados y familiares que la película también ofrece, el hijo de Dante refiere que a su padre le molestaría lo mediático. Podríamos elaborar una lista de oportunistas que se ponen hoy en la vereda Panzieri (periodistas y filósofos), chicaneros de blogs que hablan por atrás o se escudan en el anonimato. Son los tiempos propicios para esa clase de compromiso. Panzeri se enfrentó a tipos como Armando, presidente entonces de Boca, equivocado o no, y Armando lo fue a buscar a un programa de televisión. Esos eran los códigos. Uno decía “el Watergate del subdesarrollo” y el otro le pedía explicaciones en la cara (curiosamente o no tanto, Bilardo iría unos quince años después al programa de Neustadt a salvar a Goycochea en medio de una cobarde emboscada encabezada por Alonso, Gatti y Sanfilippo). Hoy existen los reyes del Twitter, los predicadores de pacotilla. La veta triste de la película asoma en la parte final, sobre todo cuando el polemista, el hombre capaz de defender un cuarto puesto en natación, de armar tapas con deportistas más allá del éxito, el que se atrevía a criticar a los técnicos y los auxiliares que salían en las fotos con los jugadores, el que paradójicamente amaba el ajedrez (un juego de estrategia) y cuestionaba la estrategia en el fútbol, empieza a acusar recibo de la indiferencia del poder, para apagarse sin bombos y platillos, tapado por la euforia oficial antes del Mundial. La película de Santiago Kohan Esquinazi es un justo homenaje. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
CANCIONES DEL MÁS ACÁ Tal vez, las intenciones del documental Un sueño en París sean enunciadas por Susana Rinaldi, una de las tantas voces que se hacen oír. En uno de los tramos finales, la “tana” dice que a las palabras se las lleva el viento y que la película logrará dar cuenta del trabajo de los artistas en el exilio parisino, unidos por la pasión del tango. En pleno centro de la ciudad, Edgardo Cantón y unos cuantos socios (locos), entre los cuales estaba Julio Cortázar en calidad de padrino, sostuvieron por años un espacio de encuentro por el que pasaron diversas figuras (Horacio Salgán, Rubén Juárez, Guillermo Galvé, Osvaldo Pugliese, el Sexto Mayor, Amelita Baltar y la mismísima Susana Rinaldi). Sumados a todos ellos, debajo del escenario y envueltos en jugosas anécdotas, también estuvieron presentes Jairo, Mercedes Sosa, Uña Ramos, Atahualpa Yupanqui y el gran Pierre Richard, que aparece en fotos reiteradas veces con su estampa inolvidable. Hay películas que parecen estar hechas para ser queridas dada la naturaleza del tema. Sergio “Cucho” Constantino despliega una serie de recursos para que esto suceda y el apego a la materia que aborda se nota, principalmente en el exceso de sentimentalismo que emana de varios pasajes de la película. Cuando encuentra el equilibrio emocional, aparecen los mejores momentos. Y en este viaje franco argentino toma una decisión arriesgada. Elige al actor Jean Pierre Noher para oficiar de Virgilio entre las dos patrias. En un ida y vuelta por París y Buenos Aires, viajamos con él, nos encontramos a charlar con gente muy copada y nos tomamos un café o una copita de licor en bares emblemáticos, es decir, nada que no podamos hallar en un documental televisivo. Y si al comienzo todo indica que se tratará de una exposición más sobre la relación de Cortázar con París, afortunadamente se abren otros caminos para que nos focalicemos en el tango y sus intérpretes. La estrategia de incluir a Noher como guía pone en evidencia lo más débil de la película (la omnipresente voz en off que recita/canta), sin embargo, es un nexo lógico y simpático que permite enlazar los relatos y las presencias en pantalla, mientras la cámara de Constantino acompaña de cerca y pareciera que canta con ellos (por allí se escucha un aplauso inclusive). Sí hay que decir que dos de los vicios más frecuentes en esta clase de propuestas son eludidos, la nostalgia empalagosa y la exposición didáctica/enciclopédica. Y eso es porque los viejos jóvenes que hablan, despliegan vitalidad, pasión y continúan sosteniendo los mismos sueños, aquellos que compartieron lejos del país, pero unidos por el tango, la literatura y la noche. Por otro lado, hay que destacar que las mejores intervenciones son femeninas. Ellas le otorgan un plus diferencial al tema y a la perspectiva en el tiempo. Por último, no hay forma de no salir cantando de esta.