MIRADAS QUE MATAN La mirada atraviesa todo en El cazador, la última película de Marco Berger. Es la mirada de los personajes, de los espectadores (quienes estamos incluidos en cada plano) y la del director. Y no hablo de poner la cámara solo en un lugar específico, sino de materializar una experiencia, otorgándole un sentido particular, y un misterio en esta oportunidad. Porque si hay algo en este notable film, además de deseo, erotismo, tensión y pulsión, es misterio. Ya lo advierte la secuencia de títulos con imágenes y música que parecen invocar a la naturaleza durante la noche, a un mundo subterráneo desde donde emergerán unos segundos más tarde los humanos. Y efectivamente, todo comienza con un encuadre decisivo, una elección formal que define un punto de vista, un modo de ver, como quien espía asomado detrás de la puerta. Ezequiel está solo en su casa porque los padres y su hermanita han salido de viaje. Es un pibe que está definiendo su sexualidad y la posibilidad de quedarse solo constituye un aliciente. A pesar de que la película no cae en el lugar común de la invalidación de la familia como órgano opresivo, siempre está ese espacio sagrado en el que el protagonista buscará la privacidad necesaria para dar rienda suelta al deseo. Felipe es un amigo que se quedará con él esa tarde y Ezequiel comenzará su búsqueda a través de la mirada, situación que Berger domina como pocos, enfocando y desenfocando los cuerpos, trabajando sobre el hábito de la espera, de la expectativa dibujada en el rostro del chico, que tiene ganas y miedo al mismo tiempo. En esa duda se juega gran parte del tiempo en El cazador y se enriquece cada plano. Ezequiel le dice a Felipe “estoy al palo” mientras miran una Playboy. Por supuesto, en el terreno del deseo, siempre hay una dimensión implícita y un lenguaje que es solo la punta del iceberg. “¿Nos hacemos unas pajas?” agrega Ezequiel cuando ya ha agotado las posibilidades de explorar con la mirada a su amigo toda esa tarde. La negativa de Felipe produce un dejo de tristeza. Es un momento que se sostiene gracias a la cara y a los gestos contenidos del joven Juan Pablo Cestaro (excelente). También Felipe, lejos de repudiar el pedido de su amigo, le pide disculpas con genuina resignación (¿no quiso, no se atrevió?). Felipe es una versión sincera y amable de quienes rechazan un lance. Posteriormente en el baño del colegio un flaco le advertirá a Ezequiel que se deje de relojear y lo hace de malos modos. El mundo sigue y Ezequiel continúa buscando. Y un lugar posible es una pista de skaters. En los bordes, al mismo tiempo que el resto demuestra las habilidades, hay chicos que miran. ¿Es la mirada que nos conduce a una instancia de deseo primitivo? ¿Es la mirada de los animales cazadores devenidos en humanos deseantes? En esta escena se juntan los tres vértices de un triángulo que irá cobrando forma a partir de un ejercicio de montaje preciso que ratifica, una vez más, la pericia narrativa (y no solo el ojo) de Berger. Allí están Juancito, un pibe de catorce años y que tendrá un protagonismo en la segunda parte, y el Mono. Con el Mono, Ezequiel tranza y se van a su casa, que se transforma en una especie de paraíso, no solo por las comodidades materiales sino por tener la libertad de moverse y hacer lo que quieran. No obstante, más allá de que se hayan acostado (lo cual queda fuera de campo), Berger elige continuar trabajando sobre ciertas tensiones en ese juego de escrutar con la mirada y evaluar la reacción del otro, del Mono, de quien no sabemos hasta qué punto se banca la situación y la relación. Dentro de las sutiles simetrías que la película propone, habrá dos momentos iguales en que determinados personajes rompen la tensión erótica (¿el miedo?) para comer o tomar algo (el mismo Ezequiel lo hará sin ir más lejos). Estas duplicidades, además, se confirman en un plano extraordinario posterior, construido a partir del reflejo en una ventana (el Bergman de Persona asoma por allí). La manera en que Berger añade piezas a la trama, con el arte de lo imperceptible, añade capas inesperadas y decisivas, entre ellas, la aparición del Chino, un familiar del Mono que los invita a su casa para que pasen el día. La inclusión de este personaje abrirá aristas argumentales que no es necesario develar acá, pero tienen consecuencias dentro de la lógica de la película, en tanto y en cuanto el deseo, esa figura que se volatiliza y adquiere nuevas formas, ahora también se desplaza hacia otros destinatarios, incluyendo el peligro. Parece conectarse El cazador, en este sentido, con otra maravillosa película, El desconocido del lago, de Alain Guiraudie, donde deseo/misterio/pulsión movilizan a sus criaturas a un horizonte indefinido de búsquedas, más allá de la razón. Y es en este tramo donde la otra tensión, más relacionada con los miedos ancestrales, se hace presente y es reforzada por la potente banda sonora. La búsqueda de Ezequiel ahora se abre a otros misterios que involucran al Mono, al Chino y a ese otro personaje extraordinario que es Juancito (un hallazgo), un adolescente que pide cigarrillos para calmar su deseo y que entrará en la lógica de cazadores/cazados. A esta altura ya se ha establecido una red de vínculos, un extraño mundo en el que también la oscuridad (recordar al escena inicial) gobierna. No obstante, la búsqueda continúa, el deseo nunca se apaga. Lo que define a un cineasta no es un tema sino una mirada. Berger hace rato la tiene.
LA ÉPICA DESARTICULADA Hay una frase que alguna vez se ha escuchado por ahí. Su procedencia siempre ha sido incierta y tal vez se trate de una de las tantas sentencias que se convierten en leyendas urbanas dentro del mundo del cine. Sin embargo, no está exenta de curiosidad y posee cierta resonancia: el cine argentino aún está en deuda con Malvinas. La afirmación se puede interpretar de varios modos, pero sospecho que detrás, una línea posible de análisis, se vincule (sobre todo en el campo de la ficción) con un tipo de abordaje que nunca escatimó en visiones estereotipadas, cercanas a la falsa épica o a una sumatoria de golpes bajos con lemas confusos (uno de ellos reza iluminados por el fuego, como si el fuego de la guerra iluminara algo). Afortunadamente, el paso del tiempo trajo las lógicas reacciones y remedó en algún punto esa falta. Si hay un mérito visible en Ni héroe ni traidor, la película de Nicolás Savignone, es desarticular desde el principio la mayoría de los rasgos de una tradición tendiente a exacerbar el contenido discursivo épico o a saturar con archivos televisivos y radiales de la época, hartamente repetidos. Apenas se escuchan las palabras de Galtieri mientras los chicos juegan a la pelota, porque el fuerte de la historia es su carácter intimista que se cocina desde la habitación del protagonista (Juan Grandinetti), un mundo cerrado a sus placeres musicales, un refugio en medio de una casa asfixiante, donde al problema de los vínculos padre/hijo se le suma la posibilidad de ir a la guerra. El punto de vista se focaliza en ese joven que, como tantos, no tenían idea de lo que es una guerra, a no ser por lo que podían escuchar o absorber desde cláusulas patrioteriles. Si bien el personaje de esta historia ha hecho la colimba y tiene al abuelo que ha luchado en la guerra civil española, toda su estantería se cae cuando los propios adultos vacilan acerca de sus convicciones. Otro mérito es el despojamiento de la grandilocuencia a la que nos tienen acostumbrados estas ficciones. Son los detalles los que aportan indicios acerca del contexto y los que arman progresivamente el universo de entonces donde los miedos, las miradas, los gestos y varios objetos marcan la incertidumbre de lo que podía venir. Y en un momento, la necesidad de centrarse en el marco histórico cede la posta a una decisión, ese artilugio narrativo tentador que, al igual que películas como La larga noche de Francisco Sanctis (Francisco Márquez y Andrea Testa, 2016), permite desplazar la mirada a una cuestión moral. Es un terreno pantanoso porque el contexto mismo tiene un peso enorme. El título mismo de la película de Savignone no deja lugar a dudas: no se es ni héroe ni traidor en ciertas circunstancias, algo que muchos podrían rebatir, como también podrían enojar las palabras del abuelo cuando, a la distancia, confiesa que no sabe si volvería a luchar por la misma causa. No obstante, más allá de lo que indigne o no, la posibilidad de revisar los actos del pasado atraviesa a los seres humanos, y el director no impide (más allá de ilustrar su idea en el título) que exista un abanico de voces reconocibles en ese entonces, desde la fiebre patriótica hasta la fragilidad de aquellos chicos que se veían obligados a concurrir a esta masacre perpetrada por el gobierno militar. En este último grupo se encuentra el personaje del amigo, Diego, dispuesto a hacer lo que sea para evitar el destino que le imponen. Hasta sus últimas imágenes la película cumple con evitar la incorporación de la guerra propiamente dicha, lo cual asoma como sesgo positivo frente a un campo saturado de exaltaciones heroicas falsas. Los verdaderos héroes son corrientes, como muestra un documental reciente de Miguel Monforte. Ahora bien, así como se destaca este tipo de acercamiento, también hay que decir que ciertos recursos en torno al diseño de los personajes puedan causar la impresión de estar forzados (por ejemplo, la familia militar), que algunas líneas de diálogos, alusiones metafóricas y tratamientos visuales tengan más que ver con un viejo cine argentino de los ochenta, o que sobrevuele en oportunidades el imperativo de ilustrar una idea antes que sugerirla. De hecho, existen acciones que bordean lo inverosímil (por ejemplo el modo en que Diego y Matías planean zafar de la convocatoria). No obstante, sería injusto recaer solamente en esto, dado que el punto principal de Ni héroe ni traidor es concentrarse en un conflicto despojado de grandilocuencia, con la duración justa y necesaria y sin mayores ambiciones que escenificar un estado de angustia con el que muchos se habrán identificado.
El cine argentino está atravesado por la actualidad. Uno de sus puntos sensibles es el justo y necesario reclamo contra los femicidios, la violencia de género y en favor de la promulgación de la ley que permita finalmente la interrupción voluntaria del embarazo. Estas manifestaciones se hacen carne en una cantidad importante de películas cuya aparición obedecen a una emergencia social y al planteo de cambios en torno a paradigmas dominantes. Sin embargo, si solo nos atuviéramos a las consideraciones éticas en la valoración cinematográfica, arrojaríamos un manto de silencio y a otra cosa. Pero el cine, como cualquier arte, excede la inmediatez y añade otros componentes. Confundir una causa justa que pertenece al orden de lo real con su tratamiento en una película es, al menos, discutible. Tal es así que el presente nos brinda la posibilidad de encontrar numerosos exponentes en la pantalla que giran en torno a cuestiones decisivas como la maternidad, al replanteo de la noción de familia y de identidad. Nada más saludable que ello, a pesar de que no todas las películas sean especialmente relevantes en términos estéticos o puedan crear cierta ambigüedad en sus planteos o regodeos en torno a la primera persona. Niña mamá, el reciente documental de Andrea Testa, es significativo en muchos aspectos. Uno de los principales es su desnudez, su transparencia. Para ello, hay un principio formal que regula el acercamiento a cada una de las historias de las chicas que acuden al hospital público y consiste en visibilizar sus cuerpos y sus rostros, no perder de vista los gestos, las miradas y fundamentalmente escucharlas. En un perfecto blanco y negro, cada plano respira con la distancia necesaria de una cámara que siempre respeta el espacio de intimidad (aunque inevitablemente lo transgreda) entre las asistentes y las jóvenes. El discurso institucional de contención (que reivindica a las políticas públicas ante la demonización frecuente hacia sus empleadas) está fuera de campo visual porque, en definitiva, forma parte de la órbita de lo profesional/humano. En cambio, cada historia contiene el marco que amerita: el habla frente a la cámara o el dolor acompañado con la prudencia que se merece. Otro matiz destacable es que las historias permiten dar cuenta de la vulnerabilidad de sectores sociales que parecen olvidados en la representación que el cine argentino suele hacer de estos temas, o, en ocasiones, al modo. Aun en películas que son muy ricas en sus formas, se advierte un movimiento embudo hacia cuestiones que solo pueden plantearse mujeres y hombres de un estrato social estable y que recaen en cierto individualismo urbano existencialista, más allá de la naturaleza legítima de los planteos. La diferencia que advierto con el documental de Testa es que desde su título mismo hay una voluntad por destacar un colectivo con problemas similares, en entornos donde se les hace creer a las chicas que un hijo es una bendición porque sí, que está mal abortar, que hay bancarse las consecuencias, o que está bien que sean abandonadas por sus parejas para afrontar el embarazo porque ellos no tienen la culpa. Los relatos pueden diferir, pero el discurso subyacente es el de la desidia y el de la carencia de una ley que les permita decidir a las mujeres qué hacer con su cuerpo más allá de los principios religiosos que cada cual tenga. La violencia recorre las historias y abarca aristas que van desde lo familiar hasta las instituciones, incluidos los retos de los obstetras como si fueran curas. Este gesto discursivo, el de escuchar y hacer visibles las experiencias de chicas que no superan los dieciséis años y que provienen de lugares periféricos, no es menor. Del mismo modo que una de las asistentes sociales le recalca a una adolescente que el espacio de conversación que comparten es sagrado y que le pertenece más allá de las demandas de los otros, el repliegue de la cámara de Testa hacia los círculos de intimidad en las habitaciones cumple con ese deseo. El plano final permite espiar a través de una puerta el cuerpo sentado de una niña mamá que espera. Es una imagen individual, pero su resonancia es colectiva y no hace más que interpelarnos como sociedad. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
Los tiempos cambian. Las estrategias políticas también. Ni hablar del concepto mismo de revolución. De esto y mucho más habla la película de Capal, un seguimiento de las diversas manifestaciones de estudiantes en San Pablo, por una mejor educación pública durante los últimos convulsionados años de Dilma Rousseff. Lo curioso del caso es que la manera en que representa el documental los acontecimientos obedece a un registro enunciativo diferido, transformado en una especie de Hip Hop de hora y media, comentado y debatido por tres de sus protagonistas mientras revisan esas imágenes que los tuvieron al frente. Como si fuera una especie de Gimme Shelter de los hermanos Mayles, los hechos son analizados a la luz del tiempo que pasó y la fuerza radica en esas voces que legitiman los movimientos estudiantiles y sus logros. El material de archivo es observado, discutido, como si pusiera un paño frío a la violencia de las situaciones donde la represión recrudece. En este sentido, parece haber una transferencia de la directora a los propios estudiantes para que ellos monten su propia película, para que conduzcan su desarrollo a la manera de una percepción simultánea, vertiginosa y hasta dispersa, más afín a las nuevas generaciones. Está en nosotros resignarnos a las viejas maneras o integrarnos más allá del apocalipsis. No obstante, la presencia constante de la cámara, como una protagonista más, capta un campo de tensiones al rojo vivo sobre qué decisiones tomar en momentos culminantes. Allí, donde las dudas y las contradicciones asoman, la protesta parece debilitarse en favor del enemigo. Una de las virtudes de Espero tua re(volta) es la idea del cine como arte del presente en un sentido político, ausente en tantos exponentes cuya única motivación parecería ser el refugio estético. Ante ese círculo vicioso, la película grita, baila, sacude, promulga por un discurso que restituya la ideología en tiempos de crisis y de identidades difuminadas, donde parece que estamos resignados frente al dolor y a la muerte. Como contrapartida, los estudiantes marchan y se bancan los palazos de las fuerzas de seguridad represivas. Pero siguen. Su principal triunfo es doblegar las decisiones del poder y ganar terreno sobre ciertos derechos. Pero la derrota es importante: una población que elige al militar Bolsonaro. Y en esa condición de presente que despliega el documental se abre un interrogante, un horizonte incierto y la paradoja de haber luchado para evitar lo que finalmente sucedió: el más feroz neoliberalismo triunfó en Brasil. Hay una lógica formal que enriquece el trabajo de la directora, a saber, su ligazón con el lenguaje de la música en el ritmo que le imprime a las imágenes y el modo en que los colores inundan la pantalla para evocar las estrategias de un cine político de impacto. Lo que cambia es la evaluación y el análisis que hacen a la distancia los protagonistas. La calle, ese arte del olvido impuesto por el mundo de la virtualidad, se materializa de modo tal que nadie pierda de vista que es allí donde se logran los derechos avasallados por la clase política de turno. La música y la protesta se aúnan para revivir un espíritu colectivo vivo. Espero tua re(volta) fue una de las películas de esta gris edición del Bafici 2019. Estuvo escondida, pero la intención de la realizadora, de que la película circule por diversos espacios de manera gratuita, abre un panorama interesante para recuperar esa dimensión política capaz de contrarrestar los numerosos esfuerzos de neutralización de voces. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
1- Suleiman es un hombre máquina. Cada mirada pone en funcionamiento su cámara. En la primera parte, que transcurre en su comunidad palestina, los vecinos y los lugareños son observados y escuchados como si fueran niños traviesos a los cuales se les presta una oreja para que cuenten una historia o se los acompaña en medio de una lluvia torrencial, como ocurre con un anciano vecino. A no confundir. La distancia de Suleiman no es la de miles de criaturas que pululan por el cine contemporáneo con la frialdad de adolescentes angustiados y crueles. En todo caso, se trata de mirar el mundo con asombro como si se necesitara entender que, más allá de la rutina, hay otras cosas (insólitas) por descubrir. Y para ello se necesita tiempo: sentarse, tomar un vino, fumar un cigarrillo y observar los movimientos de la gente encapsulada en sus obligaciones, como si se tratara de coreografías. Ahora, ¿es el mundo así o es la mirada/cámara del creador que la transforma? Los contraplanos resultantes son a menudo pura poesía. Allí están esas imágenes de reposo, de paz, de serenidad, donde una noche o un cielo estrellado son descubiertos más allá del devenir temporal. Y la mirada acerca de la despersonalización que genera el mundo moderno nunca desdeña un componente de fascinación y perplejidad a la vez. En It Must Be Heaven se abren hiatos en medio de la cotidianeidad y por allí se cuela la mirada, porque al mundo, tal como lo concebimos, le sobran las palabras. ¿Qué determina el motor de la mirada? Esa curiosidad aristotélica que se convierte en una esponja. El tema es dónde buscar y dónde escuchar. Un plano nos muestra a Suleiman de espaldas frente a un mar azul e inconmensurable. En el plano siguiente un auto con secuestradores parece ser el contrapunto, aunque el ojo curioso sea el mismo. La vida no es una cosa u otra. La vida es aquello que transcurre mientras Suleiman mira. 2- La primera secuencia instaura una continuidad que rompe la lógica causa/efecto según las expectativas. Y será una hermosa constante. Una procesión, un cardenal que intenta ingresar con sus fieles a un recinto y los monaguillos que se niegan a abrirle. El Padre se dirige enojado y los caga a palos. Esto, fuera de campo, mientras la gente mira. Suleiman filma las reacciones impávidas con planos frontales y amplifica la sensación de incomodidad cuyo destino es el absurdo, modalidad que recorre toda la película. De igual modo, una relación entre el individuo y la gente permite un duelo de miradas que no necesariamente conducen a una pelea, como si el resto del mundo pasara lateralmente por el protagonista. Cada plano respira por sí mismo. Generalmente, los sujetos aparecen en el centro y se establece un tiempo para observar el espacio circundante. Hay una concepción geométrica que resulta de la disposición visual de los elementos en el cuadro, con figuras triangulares, romboidales y rectangulares, cuando las personas se suman a su itinerario o lo interfieren. La armonía es un hecho fundamental en It Must Be Heaven y funciona con la perfección de un reloj suizo. El realizador es un ingeniero de la puesta en escena, dueño de la técnica. El mismo Suleiman, con su cara inmóvil, aspira a ser un mecanismo perfecto. 3- La escena en el avión ofrece, más allá de su carácter musical, otro momento antológico en el que los contrastes entre el hombre de sombrero y el resto se hacen evidentes. Allí donde hay placer para los otros, el miedo por las turbulencias se apodera de él y deriva en el típico gag de una tradición que ha explotado el accidente y la lucha con los objetos como leimotiv. Ya en París, a la procesión del inicio se la sustituye por un desfile de hermosas mujeres que Suleiman mira desde la mesa de un café con una mezcla de gracia, deseo y perplejidad. Las caminatas por la ciudad la revelan ajena al turismo y gobernada por lapsos de silencios o signos amenazantes (un tanque pasea impunemente por las calles). Esta latencia bélica no se elige desde la obviedad de las consignas y es un elemento más en mundo que se dice civilizado pero que es regido por el miedo a los otros. De este modo, una señora es perseguida coreográficamente por la policía o un café es medido meticulosamente por los agentes del Estado para corroborar que no exista la más mínima falla. Pero más adelante, en un supermercado en Nueva York la gente elige sus productos mientras cuelgan sus armas. Sin embargo, allí donde otros directores tirarían la biblioteca entera de Foucault, Suleiman sugiere y ve la vida como un musical donde, vigilar, controlar y castigar, es parte del patético entramado. El cine es sueño para Suleiman y la lógica admite el absurdo como componente principal y deja la puerta abierta siempre a la pesadilla existencial. El corolario es la mejor secuencia de la película cuyo montaje coreográfico musicalizado con Leonard Cohen muestra la persecución policial a una joven disfrazada de ángel. La violencia de la situación y la opresión concluyen en las corridas típicas de slapstick. El discurso político, la frivolidad y la contaminación del poder se cuelan por las pantallas y no demandan más de unos pocos minutos. 4- La entrevista con el productor donde le rechazan el proyecto por no “ser suficientemente palestino” es desopilante. Primero, por la evidencia de los argumentos esgrimidos por un hombre cuya remera es un dibujo con una caja de papas fritas, que conducen a la idea de un cine complaciente con la mirada europea: si la cosa proviene de Palestina, no se puede obviar el conflicto y el horror. Pero como Suleiman no reduce su cine a la crítica fácil, hace derivar el orden verbal a un desarrollo gestual y físico en el que ensaya unos pasos coreografiados mientras lo despachan elegantemente del lugar. También en este punto las expectativas de los oportunistas van a parar al diablo. 5- Suleiman y un nuevo homenaje al mudo en su pose de Nosferatu mezclado con Buster Keaton. Al igual que el maestro, la comicidad de su personaje se basa en gran parte en su seriedad. Este hombre de sombrero y ojos saltones, como el otro, no recurre al exotismo y la gracia está dada por la naturaleza de su personaje, por su estatismo, por su mutismo, entre tanto movimiento y palabras. La mirada es de extrañamiento, de rituales que se repiten en su andar por zonas laterales de las grandes ciudades, donde el sujeto (prolongación de la cámara) observa detenidamente a su entorno. Mientras toda la humanidad está en otros lados, éste recorre lugares, se abre al azar y muestra su incomodidad en un lugar que no le pertenece (aunque no le quita una profunda curiosidad) y del cual no logra entender la conducta de los pocos habitantes que se cruza. Suleiman es gigante en su aparente pequeñez y It Must Be Heaven una película luminosa. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
EL CINE DE CONSIGNAS En el comienzo de Araña se ve a dos personajes que, de diversos modos, interfieren sobre situaciones. Primero, una mujer (Mercedes Morán. ¡Ay, ese tono impostado!) le solicita a un entrenador de fútbol infantil que ponga a su nieto. Más que un pedido es una interpelación. Luego, decide agarrar al niño y llevárselo. Su voluntad individual parece sobrepasar cualquier espíritu colectivo de convivencia. En otro contexto, vemos la mirada amenazante de un hombre (Marcelo Alonso) recorriendo las calles donde la violencia es moneda corriente. Cuando advierte el robo de una cartera, persigue al ladrón y lo atropella (revienta) con su auto. La escena coquetea con Taxi Driver de Martin Scorsese, sin embargo, la diferencia es abismal. La película de 1976 mostraba el síntoma de una sociedad enferma eludiendo las causas (Vietnam). Andrés Wood abandona las sutilezas y las zonas de confluencia ideológica de Machuca (2004), el mejor film del director, e inmediatamente subraya una idea para la que trabajará durante toda la historia, a saber, que el presente es un depósito de rebrotes de extrema derecha en Chile que conviven con aquellos que se han reciclado. Entre ellos, el grupo parafascista Patria y Libertad, del cual formaron parte los dos protagonistas del comienzo, al que se le suma un tercero en cuestión. El presente activa el pasado. Sobre la alternancia se juega el desarrollo de la trama. El hombre del auto es Gerardo; la mujer es Inés. Ambos tuvieron un pasado en común de militancia y una relación pasional a espaldas del marido de ella, confinado al patetismo en la actualidad. La situación se ha modificado. Inés es una empresaria de personalidad fuerte, gran bebedora de whisky, y Gerardo acentuó el fanatismo extremo a tal punto que guarda un arsenal de armas para limpiar a Chile de todos los que atentan contra el nacionalismo. Una cierta tensión flota sobre cómo reaccionarán cuando se encuentren. A ella le importa que el pasado no la perjudique, pero la calienta el recuerdo de su compañero ahora preso. Pero si el erotismo y la pasión aparecen como puntos a favor, no es un melodrama lo que vemos. La preocupación de Wood es que cada plano resigne su condición de materialidad cinematográfica a cambio de una idea, de un significado, de una obviedad, donde las consignas sustituyen a la construcción de los personajes y de los acontecimientos en cuestión (notar la última y patética aparición de Gerardo en la Iglesia Evangélica). La novedad radica en un enfoque centrado en una facción política a la cual la ficción no nos tiene acostumbrados, y más si se respeta la pasión y el goce con el que desatan su bilis hacia el comunismo, un punto de vista que pone a prueba la moral del espectador en tanto y en cuanto se cuestiona si empatiza o no con los personajes centrales. El principal problema que se advierte, más allá de que las razones están expresadas con la rabia lógica de contrarrestar supuestamente esa locura ideológica y notar de qué modo se recicla en el presente, es que la ilustración de la tesis invade absolutamente todo el relato. Y para peor, las escenas que dan cuenta del pasado atrasan estéticamente (mucho color con olor a amores perros y tangos feroces). Contrariamente a Machuca, con la cual dialoga inevitablemente, donde los vínculos privados entraban en conflicto con los ideológicos, acá todo está muy claro y los estereotipos, sobre todo a la hora de señalar a los marxistas con pintadas, pelos largos y carentes de voz ni voto, están a la orden del día. Tal vez no sea una cuestión del propio Wood (quien dirigió ese complaciente y cálido homenaje a Violeta Parra a 2011, Violeta se fue a los cielos) sino de la presencia de la 20th Century Fox como parte de la producción y la exigencia segura de una estética asimilable e inofensiva. En otras palabras, Araña es en relación a Machuca, lo que Los soñadores (2003) a Ultimo tango en París (1972) de Bertolucci (salvando las distancias, claro). El didactismo de la historia es otro de los males de gran parte del cine contemporáneo y las reglas del mercado promueven este tipo de miradas “importantes”, seguras de captar las buenas conciencias de una clase media que necesita este cine infográfico signado por la más absoluta obviedad, que tiene sus momentos, por supuesto, pero que no hace más que congelar matices. Eso sí, técnicamente irreprochable.
Todos los kilos de deseo y de tensión erótica que aparecen en varias películas similares son obviados en la ópera prima de Lucio Castro. Un joven llega a Barcelona y parece ver la vida desde un balcón. Pasea, observa, saca fotos. Más adelante sabremos que es un poeta y que viene desde Nueva York. Cuando elige usar sus ojos como una cámara, distingue a un flaco con una remera de Kiss. Curten sin ceremonias que dilaten la cuestión. Cuando no tienen sexo, hablan de sus vidas en una terraza con una vista envidiable. Es otro jugo el que se le exprime a la ciudad española y que no se nutre necesariamente de la postal turística. En todo caso parte de la subjetividad de un viajero y del pacto de fidelidad implícito en el habla de dos seres que recién se conocen. Del intercambio verbal, también sale el jugo. Así de concisa se presenta Fin de siglo, con naturalidad en cada plano, sin personajes forzados ni conductas histéricas. Lo que se ve es lo que hay. Sin embargo, detrás de esa lámina transparente cierta información dosificada sobre los protagonistas pone a la trama en una órbita de misterio productivo, pero siempre sin afectar la calma ni el control. Casi imperceptiblemente y sin perder de vista que se trata de una historia de amor, lo fantástico cotidiano comenzará a adueñarse de la atmósfera del relato a través de idas y vueltas en el tiempo que confirman un interesante trabajo de montaje. Entonces aparecen las preguntas sin formularse, lo cual no es un dato menor. Asumir ese riesgo se convierte en una marca diferencial con respecto a otros exponentes de tenor semejante. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
Hay una cantidad importante de películas (principalmente documentales) que abordan la cuestión de la memoria y se vinculan con los horrores del pasado en nuestro país a partir de los años setenta. Que se haya consolidado un género al respecto es producto de la necesidad por sembrar una nueva verdad que se contraponga a versiones sobre dos demonios u otros disparates. No obstante, más allá de las intenciones éticas que envuelven a los diversos proyectos, la bondad de la crítica parece en reiteradas oportunidades justificar cualquier intento por sobre los verdaderos méritos estéticos. Porque, en definitiva, también estamos hablando de cine. Y La casa de Argüello no solo se asienta sobre un registro íntimo y familiar, sino que organiza sus materiales de modo productivo, sabe qué busca como relato y teje una trama con inteligencia y emoción. Valentina Llorens dice al comienzo “Decidí ir a Córdoba a filmar a mi abuela. No tenía plan de rodaje”. El filmar como necesidad para exorcizar demonios personales se presenta a la manera de un impulso vital. Esto último, que bien podría aplicarse a la mayoría de los documentales que desfilan por los festivales y se estrenan con absoluta soledad en alguna sala, cobra especial relevancia gracias a un gran trabajo de montaje que permite partir de una experiencia subjetiva y transformarla en algo universal. En una oportunidad, Marguerite Duras escribió “la historia de mi vida no existe” y refirió en una novela una de las escenas literarias de juventud más hermosas. Dentro del amplio espectro de las llamadas escrituras del yo la negación de lo autobiográfico es otra posibilidad de expresión. Para quien filma en este caso es caminar con lo poco que se tiene (la ausencia de la madre, la muerte de los seres queridos, un abandono amoroso) para construir desde los cimientos una historia familiar. Entonces aparece la abuela Nelly. Ella representa el tramo inicial de un camino que el documental traza a través de los recuerdos que se cuelan y de la interacción con la naturaleza. Y en este recorrido estructurado como un rompecabezas aparece también la casa del título, otro espacio de apropiación indebida y de despojo, renacido a través de la oralidad, esa llama que el poder autoritario busca apagar desde siempre. Pero el cine es el arte del presente, y en el mismo momento en que todo lo anterior va cobrando forma un hallazgo determina otro modo de restitución: aparecen los huesos de sus tíos. El diario personal de viaje muta (como la película) en las consecuencias que dicho descubrimiento provoca en la familia. Los restos de Sebastián y María Llorens transforman la realidad (ya no son desaparecidos, sino asesinados) y el estatuto mismo del documental que estaba en ciernes. Este proceso es organizado mediante una continuidad sumamente cuidada, trabajada con diversos colores y con formas adaptadas a los sentimientos y sensaciones que recorren la historia. Ese cuidado se traslada al corazón de la enunciación que, cuando no se empantana con un registro expositivo, encuentra la veta poética o el sarcasmo bien intencionado (“Mi mamá era clandestina para mí”). La filiación madre/hija es otro de los ejes claves de la película. Mezcla de reclamo, entendimiento, enfrentamiento y perdón, el mismo material fílmico hace carne una relación conflictiva que busca encausarse. Lejos de una enunciación que se victimice, además, se asienta el rol de madre directora como un puente para que las nuevas generaciones de hijos e hijas conozcan el pasado progresivamente a medida que crezcan, con todos los matices posibles. También, en este sentido, La casa de Argüello da un salto de calidad a diferencia de varios exponentes similares, ya que elige incluir las contradicciones y los puntos lógicos de tensión, propios de una generación que afrontó la militancia y resignó la crianza de sus hijos. Aquí hay diálogos entre madre e hija que abordan esta cuestión y lo más conmovedor es que pueden escucharse sin estar de acuerdo. Finalmente, más allá del exorcismo de los horrores, de la distancia, de la crueldad del Estado represor, perdura un recuerdo, el eslabón que reconstruye la cadena de afecto entre ambas. Y es una canción, nada menos que “Plegaria para un niño dormido” del flaco Spinetta. Por Guillermo Colantonio
Hace unos meses por cuestiones laborales asistí con un contingente de alumnos y alumnas al Museo Naval de la Nación. No es un campo que me atraiga, pero se trataba de una salida didáctica programada en el contexto de un viaje de estudio. Más allá de las expectativas, la experiencia fue muy satisfactoria gracias a la pasión contagiada por uno de los guías. Su nombre es Andrés Rodríguez, la predisposición y el entusiasmo para narrar las historias detrás de cada pieza son notorias, tanto que generó una especie de fascinación compartida por quienes tuvimos el privilegio de escucharlo. Casualmente (o no tanto) me vuelvo a encontrar con Andrés a través de El navegante solitario, el documental que Rodolfo Petriz consagra a la figura de Vito Dumas, dado que es una de las tantas voces que prestan testimonio sobre la proeza de este aventurero nacido en Palermo en 1900 cuyos viajes se transformaron en parte gigante de la historia de la navegación mundial. Reiterar la información sobre Dumas en esta reseña sería un sacrilegio que empañaría la impecable labor expositiva de la película. En todo caso, conviene destacar algunas consideraciones sobre esta clase de proyectos. Pensaba a propósito de la relación guía y documental. Argentina es un país donde se generan muchas producciones audiovisuales sobre temas importantes, algunos más atractivos que otros, donde las carencias de valor cinematográfico pretenden ser eclipsadas por nobles intenciones o motivaciones éticas. Incluso, cuando la urgencia se impone, ciertos casos no trascienden el status de una presentación didáctica multimedia. El navegante solitario, en la mayor parte de su duración, sortea con buena fortuna los obstáculos, principalmente porque dispone bien los materiales con los que cuenta (archivos, medios periodísticos, fotos, libros, animaciones y testimonios) y porque hace valer la materia fascinante que le sirve de base. Más allá de reparos que se puedan tejer en torno al uso recurrente de la voz en off y a una dramatización tal vez innecesaria, la virtud primordial es que se convierte en un documental guía en su mejor acepción, la de transmitir una pasión. La historia de Vito Dumas mal contada podría convertirse en una vulgar variación de la supervivencia del más apto. Contrariamente, Petriz le otorga la complejidad necesaria para trazar una figura con múltiples matices sin desdeñar el lógico heroísmo. El comienzo destaca el valor mnemónico, la materia significante de los recuerdos. Una fonola reproduce el disco de Odeón con la inscripción del navegante. Es el primer eslabón de una cadena de objetos cuyo punto culminante lo representa el famoso velero LEGH II. Y detrás de cada uno hay una historia, un relato, versiones. Ocupar la embarcación, sentir los recovecos, es parte del contagio que logra propagar el documental y que pone al espectador en un lugar de revelación: solo puede entenderse la hazaña de Dumas en el marco de la pasión desmesurada de aquellos que aman el mar y la navegación. “Veinte años sin vernos, hermano” dice uno de los autores de un libro sobre Dumas que se reencuentra con el velero. “Significa mucho”, agrega. No obstante, hay otras crónicas no menos interesantes que recorren paralelamente por la película y que involucran aspectos privados y políticos. Una de las aristas jugosas surge de cómo un hombre modesto de las Pampas fue capaz de romper con todos los moldes de la historia náutica, hechos que incomodó a las altas esferas de la sociedad, las mismas que no dudaron en derribar la imagen del héroe popular con falsas denigraciones. Una de ellas sostenía que Vito Dumas era “mufa”. Se trata de uno de los tantos modos de desprestigio aún vigentes. También a Diego Maradona el miedo y la envidia de los conservadores de formas le hacen saber su pertenencia social distinguida con el mismo rótulo. Dumas no solo soportó eso, sino que, además, cada vez que navegaba, al regresar encontraba una situación política diferente en el país. El corolario de esto es la relación con el peronismo y de qué forma despiadada lo trató más tarde la “Revolución Libertadora”. A todo lo anterior hay que añadirle las pequeñas anécdotas de la esfera privada, el relato de un amor trunco, y cómo el frenesí de la hazaña concluye en la tristeza de la destrucción. Historias de proezas, historias de clase, historias de política y de héroes populares y nacionales. Historia de otra pasión argentina. Todo ello abraza este muy interesante documental sobre Vito Dumas, odiado en su momento por la Marina y elegido por la gente. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
LOS AVATARES DE LA AGENDA El comienzo de la película es una falsa promesa de comedia absurda. Tiene una frescura inusual para un contexto donde todo parece obedecer a la lógica estético/ideológica de lo mismo y anticipa una gran actuación de Rosario Varela. En un café, Paula le enseña conversación a un alemán en medio de interrupciones varias. Son los signos culturales del presente: el celular, el mozo que trae el café, las dispersiones propias de la actualidad que interfieren en cualquier tipo de comunicación. El corolario será un asalto, pero banalizado de manera tal que sirva como excusa, a través de una elipsis, para que Paula se haga famosa por haberlo frustrado azarosamente. Una tragedia que no fue da lugar a la comedia. La gente le grita por la calle “mujer maravilla” y ella da notas, cumpliendo su sueño de ser reconocida, una forma de enfrentar su fracaso personal como actriz. Ella es maestra, pero pretende ser otra cosa. Cuando se apaga el impacto mediático de la noticia, la desconexión de Paula entre lo que es y lo que parece ser le otorga a la película una atmósfera de enrarecimiento progresiva. Nada dura demasiado en medio de una rutina que la directora amasa con situaciones que transcurren como flashes: un casting, una salida, una sesión de terapia, lo que sea. Mujer de ningún lugar. Esta es la plataforma movediza por la que camina constantemente la protagonista. La ligereza de esta primera parte despierta grandes expectativas, sin embargo, no faltará nada para que la historia desemboque en un itinerario existencial que se conecta con gran parte del cine abúlico porteño que suele llegar a las salas. El descentramiento que se encontraba enmarcado bajo el ala de un humor soterrado le cede el paso a una puesta en escena esquemática a base de fundidos en negro que funcionan como enlaces; diálogos forzados y lagunas narrativas con aires de importancia sacan a la película de la comedia y la devuelven a un estado embrionario trágico inentendible. Una lástima.