EN EL NOMBRE DEL PADRE El tiempo es una categoría problemática en el cine contemporáneo, no solo en términos de exploración filosófica u ontológica, sino en cuanto a la duración misma de las películas. Se advierten numerosos casos en los que la imposibilidad del corte es directamente proporcional a las condiciones tecnológicamente favorables que parecen justificar la falta de pericia de muchos directores para contar una historia. Las tres horas y cuarto de El árbol de peras silvestre podrían tomarse como una invitación para aceptar el argumento anterior pero el resultado de la experiencia de internarse en ese mundo de rabiosa melancolía demuestra que no, que el tiempo empleado es el que se necesita para que las imágenes de Nuri Bilge Ceylan nos traguen como un pantano. No hay otro modo posible dentro del universo del realizador turco que el de conciliar un conflicto con un sentimiento y un espacio a partir de la dilatación del tiempo. En nosotros está la decisión de permanecer, de abrigar la paciencia necesaria para dejar llevarnos por un ritmo cuya velocidad no supera a la de una hoja de otoño arrastrándose. El color del otoño es hermoso pese a su ambivalencia. Se apaga la vitalidad veraniega y se espera el crudo invierno. La belleza de El árbol de peras silvestre se funda principalmente en ese sentimiento paradójico de estar vivo deseando por momentos desaparecer. Claro está, el filósofo Cioran recorre estos lugares como un espectro determinante. No es una cita pedante la de Ceylan, es la capa que envuelve a la película misma y que se materializa en ese ida y vuelta de situaciones repetidas, de encuentros y desencuentros entre padre e hijo en un mundo signado por el dinero y la frustración, por los dilemas generacionales y los anhelos encontrados. El joven protagonista se llama Siran y acaba de graduarse en la Facultad. Desde el primer plano se advierte el peso existencial que implica regresar a su casa familiar. Ceylan sobreimprime su rostro con el horizonte de mar y gaviotas, un cuadro que retornará un par de veces en la película con diferentes sentidos. Apenas pisa el suelo de su ciudad los dos problemas más visibles quedan enunciados en un corto diálogo: su padre y el dinero. Un lugareño le reclama una deuda familiar y le pregunta cómo le ha ido. Él le contesta que «sin dinero la vida es una mierda en todas partes». Es solo el primer eslabón de una cadena de diálogos breves pero contundentes distribuidos de manera tal que (a diferencia de otros títulos anteriores del director) la palabra adquiera un peso específico dentro del drama. Siran tiene un deseo cuya pulsión se caracteriza más por la pedantería que por el impulso, quiere publicar un libro sobre su comunidad cuyo título es el de la película misma. Esta necesidad contrasta con la pared que se levanta con las personas que se cruzan en el camino, desde la familia hasta otros escritores, quienes le propician una paliza de realidad, incluso en medio de sueños. Hay dos discusiones memorables al respecto que exceden la duración normal a propósito. Sin embargo, el principal foco de tensión pasa por la relación con el padre, un itinerario plagado de sentimientos contradictorios al borde del estallido, con muestras contenidas de afecto, la resignación de un apego que nace/muere en la inevitable herencia y un odio que se manifiesta en la adusta gestualidad del protagonista, incapaz de aceptar la naturaleza díscola de su padre, un incurable apostador y maestro ejemplar de la ciudad al mismo tiempo. Cómo convivir con los opuestos es uno de los ejes de la película, cómo depositarlos en la personalidad del protagonista y hacerlos visibles es una gran virtud de Ceylan. Aquí entra en juego el espacio circundante y su maestría fotográfica, no como prodigio técnico sino asociada a una voluntad cinematográfica que busca un modo representar los conflictos enmarcados en una geografía de nieve, vientos y cielos pálidos. Nótese de qué forma el encuadre previo a la última acción del protagonista encapsula magníficamente el sentido de una relación, abierta al abismo como la película misma. Para ello hay que valorar, en este caso, el tiempo de la espera.
Una de las películas anteriores de Santiago Loza se llama Si estoy perdido no es grave (2014). Es un buen punto de partida para caracterizar a su poética. Se trata de una experiencia lúdica donde los personajes parecen perdidos en Toulouse. Podemos perdernos en el cine y no es grave. En tiempos de selfies, prótesis audiovisuales y condicionamientos tecnológicos, se debería reivindicar a toda película que se interrogue sobre los primeros planos, que se corra sanguíneamente de marcos industriales y proponga crear desde un lugar diferente, honesto y hasta fallido. Fue Jean Louis Comolli quien escribió en Mirar para ver (1995) acerca de un tipo de cine en el cual se alteran el juego de representación y las expectativas del espectador. Allí defendía esa energía que se aparta de las convenciones y entrecruza los registros. Esta búsqueda poética y narrativa es la que rige el destino de Breve historia del planeta verde, el filme que abrió la novena edición del FICIC, pero desde un lugar más amable y no menos singular, con tres personajes que también aparentan estar perdidos a través de rutas y lugares abandonados. Puesta en otras manos, la historia (una extraña mezcla con referencias a El mago de Oz y E.T.) hasta podría parecer aniñada, sin embargo, si hay algo que reivindica Loza una vez más en su cine y con su propia voz es que no existe un Relato ni necesariamente abundan grandes momentos preconcebidos. Lo que tampoco prevalece es una marca genérica definida porque en la naturaleza híbrida de la película se homologa la propia búsqueda de los protagonistas, donde cada acto cotidiano puede ser transformado por la lente del director. Otro aspecto de la poética Loza que vuelve es esa especie de melancolía productiva y la posibilidad de que la cámara cobije a los personajes, los abrace en este viaje existencial y abierto al azar que los une y los posiciona en torno a sus identidades. El pasado es para ellos un tiempo de prejuicios y de persecuciones, sin embargo, conforman en el presente un bloque sólido. El imaginario evocado podría ser el de los superhéroes, pero nada de eso deja ver su tratamiento cinematográfico. Tania (la chica trans), Daniela y Pedro son amigos desde la infancia y comparten un sentimiento de unión ante la discriminación pueblerina. Tienen una misión: dirigirse a la casa de la recientemente fallecida abuela de Tania y descubrir un secreto. El hermoso disparate es que encuentran una criatura alienígena que se transformará en un espejo de sus propias experiencias. Con todos estos elementos, Loza teje una trama sin sobresaltos, pausada, signada por la sensación de estar confortablemente adormecidos a medida que nos internamos en el itinerario de los tres amigos. Puede que prevalezca un estiramiento innecesario o que cierto distanciamiento en algunos tramos resienta el resultado, pero no hay manera de permanecer indiferentes ante aquellos momentos donde la belleza de las imágenes o la aparición de los versos de Almafuerte en un pasaje clave, golpean con fuerza la sensibilidad. Loza es un melancólico que continúa divirtiéndose. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
EN CONSTRUCCIÓN ¿Cómo volver sobre una obra maestra, revulsiva, hija de un tiempo en el que el pedido de libertad se hacía presente, representada de manera ininterrumpida con diferentes elencos, tan exitosa como polémica? Hay varias preguntas implícitas en la película de Agustín Kazah y Pablo Arévalo, pero esta cobra especial relevancia y se encuentra localizada desde el inicio. Los tiempos han cambiado, los modos de ensayo y de estudio también; ni que hablar de los cuerpos y los ímpetus de sus hacedores originales, productor y director. En la primera parte, el registro de la cámara explora los recovecos cotidianos del Teatro Empire y asistimos a las dificultades que surgen cuando ya la energía no es la misma y las dudas invaden al proyecto. Mathus asiste desganado al casting y Leiva (su pareja) lo sostiene, lo aguanta y lo acompaña para darle forma a un mito viviente, nada menos que La lección de anatomía. En esta instancia se alternan momentos de humor y de tensión, dos sensaciones que nunca escapan a la preparación de una obra de teatro, pero también a los problemas que surgen a partir de un cuerpo cansado, que parece haber dicho ya lo que debía. Una voz en off del propio director con reflexiones filosóficas y políticas son un equilibrado contrapunto con la gracia de Antonio Leiva cuando se pone al hombro la parte física de los ensayos con los jóvenes protagonistas. El golpe fatal lo constituye el repentino fallecimiento del director y entonces empieza otra película. Algunas elipsis advierten que el proyecto se mantiene vigente a pesar de los contratiempos y por ende el documental también. Quienes se hacen cargo ahora son los actores originales y Leiva estará ausente un tiempo mientras elabore el duelo. Por supuesto que el sacrificio trae sus frutos y los realizadores siguen de cerca el sinuoso camino, no desde una mirada épica o triunfalista, sino desde un lugar de sentido homenaje. El conservadurismo contra el que hay que luchar ya no es el mismo y las adversidades mutan su rostro. Ahora las pésimas condiciones económicas alteran cualquier agenda vinculada con eventos culturales: a días del estreno, el teatro se queda sin luz. No obstante, la energía del propio Leiva sacará adelante con el grupo la obra y el final es un regalo a la memoria de Mathus. Por una vez, ganan los buenos. Hay otro desafío (además de la muerte del protagonista) con el que los directores parecen haber lidiado y se vincula con la naturaleza misma de este tipo de documentales, a saber, cómo no confundir el registro cinematográfico con su objeto (el teatro). Si algo logra la dupla realizadora es mantener la distancia necesaria de manera tal que nunca perdamos de vista que de cine se trata. Hay ciertas elecciones musicales y de puesta en escena que pueden resultar cuestionables para algunos, pero en términos generales se participa del cariño y de la admiración hacia un grupo de artistas que hacen del empleo del tiempo algo valioso y quijotesco. Cuerpos presentes, cuerpos ausentes. Pasado y presente. Dolor y felicidad. El escenario y la vida. Y el cine siempre para inmortalizar ese presente.
LOS VICIOS FORMALISTAS Planos rigurosamente vigilados. Una morosidad al borde de lo irritable. La notable factura técnica que incluye una excelente edición de sonido. Encuadres iluminados a la perfección. Es decir, todo aquello que representa hoy el amable conformismo de la mayoría de las películas que circulan por prestigiosos festivales. La novedad en este caso es la incursión en lo fantástico. Sin embargo, hay más engaño que otra cosa, sobre todo porque Muere, monstruo, muere se presenta como de terror autoral, como si este tipo de cine necesitara de tal legitimación. En realidad, se bordea el género con la excusa de la afectación (autores son Carpenter, Cronenberg, Romero,). Y no se trata de ser un purista del miedo ni invalidar propuestas estéticas híbridas, sino de no dejar pasar de qué forma se enmascara un procedimiento harto repetitivo (bien asimilado en la política de los festivales y defendido a ultranza en desmedro de otra vitalidad marginada por programadores) de directores más vinculados a la elite diletante gratuita que al público en general. En este sentido, el director Alejandro Fadel demuestra talento como observador y lo hace notar todo el tiempo, pero desde unas montañas más elevadas que el paisaje de Los Andes. La historia comienza con esa clase de escenas reconocibles en Reygadas, Escalante y tantos otros, donde una mujer pierde su cabeza en medio de un rebaño de ovejas ensangrentadas (hasta la sangre en los animales está prolijamente puesta). Será el inicio de una serie de crímenes misteriosos cuyo principal acusado dice escuchar voces y habla como el hombre mirando al sudeste de Subiela. A él se le suman un comisario, un policía y otra mujer. La trama avanza en medio de ambigüedades, de líneas casi imperceptibles de diálogo con duración inverosímilmente excesiva y algún que otro desliz canchero como el del policía bailando una canción de Sergio Denis. Curiosa también es la confesión del realizador sobre la alegría de filmar en su Mendoza natal, de capturar los paisajes, dado que, en general, brillan por su ausencia. Dentro de un registro monocorde, las situaciones nunca levantan más allá de la superficie autómata que pisan los personajes, hablando de modo poco entendible y sin matices. Para colmo, y como muestra del esfuerzo empleado en los efectos especiales, el tramo final de Muere, monstruo, muere desmerece el trabajo de fuera de campo sostenido durante toda la película. Muy plástico, muy cromático. Pura cáscara para el regodeo.
El giallo existe y los hermanos Luciano y Nicolás Onetti lo dignifican, o al menos han intentado pintar esta aldea de amarillo una vez más con Abrakadabra. Un epígrafe de Houdini servirá como disparador para una trama de asesinatos separados por treinta años, en dos épocas que involucran a un mago famoso y a su hijo. Pero el argumento es lo de menos. Lo que inunda la mirada es el profundo trabajo de apropiación que llevan a cabo los hermanos, una asimilación completa de las reglas del género que abarca todas las aristas posibles: la música, la coloración, la lengua, los variados ángulos de cámara (esa exquisita esquizofrenia del giallo en cuanto al punto de vista), las mujeres y el sexo, los cuchillos, los muñecos y los asesinos misteriosos con guantes y sombrero. Todo forma parte de un combo donde la sangre aparece sin pedir permiso en medio de acordes que caen como golpes. La experiencia de Abrakadabra como objeto fílmico nunca abandona el sentido del homenaje en un marco de lúdico anacronismo, saludable, donde lo importante es explotar la materialidad del cine en lo que tiene de sensorial. No es un cine que jode con mensajes grandilocuentes sino que apuesta por la diversión y recupera toda la dimensión de una modalidad que parece haber quedado anclada en el tiempo. Sin embargo, pese al buscado italianismo nunca se pierde de vista el color local a través de sutiles signos (una inscripción en una puerta de un baño, por ejemplo), lo que le confiere al resultado una curiosidad adicional. La invitación al goce sensorial de los asesinatos más allá de toda cuestión moral (principio genérico por excelencia) está garantizada en esta historia cuyo protagonista vive una pesadilla cotidiana con los fantasmas del asesinato de su padre. Hay resoluciones de puesta en escena que emulan a la perfección los clásicos exponentes, pero tal vez una de las fallas más visibles de la película es la moderada preparación de la atmósfera que anticipa los crímenes. Se nota una falta de fuerza previa, ese trauma infaltable que rodea a la situación del asesinato. De todos modos, esta débil perturbación es compensada con otras resoluciones visuales donde la vinculación sexo/muerte/penetración actualiza los momentos más felices de Bava, Argento, Martino, entre tantos. Y la magia a base de cajas con espadas suma un punto más en ese juego freudiano donde la muerte es homologada al pico del acto sexual. Más allá de algunos inconvenientes en el guion, la principal virtud de los hermanos Onetti es la apuesta por mantener la vigencia del giallo, con creatividad y concibiendo el espacio cinematográfico desde un lugar festivo, combinando las raíces del teatro del Grand Guignol, con su representación naturalista del horror, con crímenes que evocan el esplendor de un género que supo ser hijo del más bello artificio en los sesenta y los setenta fundamentalmente. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
LOS FANTASMAS DE LA EXISTENCIA Belmonte es una película metódica, de encuadres precisos, excelente iluminación y concisión narrativa. Es decir, sabe lo quiere y lo lleva a buen puerto. Veiroj regresa con personajes de periplos existenciales y esta vez elige a un artista. Pero a diferencia de otras incursiones que subrayan obsecuentemente la obra o reparan en las miserias, aquí todo parece estar en su justa medida. Es cierto. En algunos pasajes asoma cierto aire del peor cine de Subiela y los diálogos parecen caer en las locuciones típicas de esos films de mediados de los ochenta. Sin embargo, por fortuna, Veiroj se corre a tiempo y todo continúa en su cauce preciso, el de la observación/entendimiento de un artista al que se le dificulta hacer compatible su pasión con una idea de familia. En todo caso, la exploración apunta a captar los tiempos muertos del protagonista a través de la convivencia desordenada con su pequeña hija, la relación con su ex esposa y un secreto en relación a su padre que lo tiene inquieto. Ninguna de estas situaciones supera el trazo de presentación ya que Javier Belmonte las transita como si navegara solo por momentos sin que se desborde el agua del tanque. Cuando no dibuja, asistimos a un universo estático de gestos lacónicos cuyo eje es la dispersión. ¿Qué hace un artista cuando no crea? Mira, se distrae, está en su mundo. Un delicado travelling sobre una estatua abre la película para concluir en la atenta observación de Javi (así lo llaman los suyos), la misma mirada obsesiva hacia ciertos detalles diseminados en diferentes situaciones que le impiden relajarse y disfrutar. Así lo vemos desistir de acostarse con una mujer, concentrado en un adorno, o reparar en un pasajero en el colectivo sin que se sepa por qué exactamente. El interior de Belmonte es un volcán que nunca estalla. La mayoría le llama crisis de los cuarenta o esa instancia en la que el orgullo y los logros se transforman en indiferencias. Es aquí cuando se cuela una tradición existencialista literaria, cuando los fantasmas del gran Juan Carlos Onetti llaman a la puerta del pintor sin anunciarse como tales, porque están en el aire, pululan alrededor. Llega un punto en que ciertas obsesiones cotidianas (el bebé que espera su ex-esposa, los movimientos secretos del padre) transfiguran el universo exitoso del artista. Mientras tanto, el tiempo transcurre inevitablemente. Entre esas cadenas se desenvuelve la vida de Belmonte. Y si bien la historia se teje en un microcosmos frío que puede pecar de cierta apología de la distancia, recupera vitalidad cuando las dosis de humor atenúan la sordidez melancólica de una ciudad que se presta a ello. Una galería de canciones pertenecientes a géneros variados también contribuye positivamente al cálculo y están puestas con buen gusto y en los pasajes indicados. Pese al estatismo, se disfruta este pequeño film, seguro de sí mismo.
LOS VIEJOS HÁBITOS NUNCA MUEREN Las dos películas otoñales que nos deja el año 2018 son La mula de Clint Eastwood y Un ladrón con estilo de David Lowery con Robert Redford. Tienen muchas cosas en común. Por empezar, los protagonistas son viejos y no temen a mostrar sus rostros ajados por el tiempo, dos eternos pergaminos que se resisten a ser olvidados. También se muestran obsesivos por lo que hacen, al punto de romper cualquier estructura de existencia equilibrada, puesto que no hay lugar en el mundo para conciliar la pasión con la familia. Curiosamente, Un ladrón con estilo parece contener gran parte de la filmografía de Eastwood, como si buscara forjar una memoria mnemónica a partir de marcas particulares: el apellido falso de Redford como ladrón es Callahan (el mismo de Harry el sucio) y en una secuencia lo vemos calzarse un poncho para andar a caballo al igual que “el hombre sin nombre” de la trilogía de Sergio Leone. Sin ambargo, pese a todas las similitudes, la película de Lowery es apenas un clon menor de La mula. Esto no la desmerece, pero señala una distancia importante en cuanto a intenciones y logros. Claro está: Redford nunca fue Eastwood. Si existiera la posibilidad de asimilar el atributo de la amabilidad al cine, Un ladrón con estilo podría ubicarse en el podio. En los años treinta ser un gángster implicaba la aparición de un héroe trágico, un producto social tempestuoso cuya fatalidad se inscribía como destino inevitable. Esto era una manera de castigar y neutralizar la empatía que generaban estos personajes desbordados (James Cagney, nuestro Dios de siempre) en los espectadores. Hoy los tiempos han cambiado, ha corrido mucha agua debajo del puente y Forrest Tucker (el viejo hombre con traje y con un arma encima) es un tipo elegante y parece pertenecer a una época en la que todo es más fácil, es decir, se entra a un banco y de manera educada se lleva lo que hay, no sin antes esbozar una sonrisa. Si uno hace lo que le gusta con pasión, no puede menos que sonreír. Forrest y sus compinches (Danny Glover y Tom Waits) conforman una longeva banda denominada “La pandilla cuesta abajo” y su razón de ser, a pesar de los años, es buscar siempre el último gran golpe. Tucker, cual Don Juan que no se resigna e intenta siempre la conquista más difícil, se da el lujo además de intentar una relación sentimental con Dorothy (la gran Sissy Spacek), una mujer viuda a quien asistió en la ruta mientras escapaba con el botín de un banco. Del otro lado de la vereda está John Hunt (Casey Affleck) cuyo apellido es una ironía respecto del rol que le toca jugar en esta historia. La elegancia de quien es perseguido contrasta con el desaliño de este policía, padre de familia (está en pareja con una hermosa mujer negra y tiene dos hijos). No obstante, la pasión del primero también se opone a la frustración del segundo que, no solo no logra cazar a su presa, sino que es burlado con frecuencia. Es más, ante los testimonios de los testigos le llama la atención que Tucker se ría, señal de que la felicidad del otro es el tormento personal de él. Todos aquellos que son víctimas y deben declarar ante los policías no pueden disimular la contradicción de ser seducidos por un ladrón (al igual que en las películas de la década del treinta los espectadores amaban a sus gángsteres). Pero si la película se ahogara solamente en la trama de policías y ladrones, estaríamos hablando de la sabida cadena de repeticiones genéricas. En una reunión de la pandilla en la que analizan las posibilidades de éxito de un asalto inminente, el personaje de Glover dice que uno sabe que es en la vejez, no qué puede hacer realmente. A partir de allí, la existencia de estos hombres cambia. La frase cae como un mazazo. Sin embargo, el gran acierto consiste en eludir cualquier forma de sentimentalismo gratuito. Ni siquiera la dramática confesión de la hija de Forrest da lugar a ello. Todo lo contrario, nunca se pierde el punto de vista del protagonista, que tiene muy en claro algo: no habla de ganarse la vida robando, sino de la vida misma. Y ese es su fin en el mundo. Vivir la adrenalina, sentir los pasos de la policía, permitirse una distracción de vez en cuando y convertirse en una leyenda. Con respecto a esto último, dos pasajes se consagran a alimentarla. Primero, una sucesión de fotos del propio Redford como si su vida fuera esa película que se resiste a terminar, como si el ícono en toda su materialidad aún pudiera conservar los rasgos de seductor (a diferencia de Cary Grant, por ejemplo, cuyo retiro quiso evitar que se viera viejo en pantalla). Luego, ese momento notable en que Hunt y Tucker coinciden en un café. El elegante ladrón mira a ese policía que había visto de costado en televisión y no puede creer (su mirada lo dice) que sea tan torpe, que se vuelque la bebida en el saco. Y como un inútil no puede ser parte de una leyenda, lo va a buscar al baño, para sentirlo y, de paso, tirarle alguna punta. Lo anterior es parte de la sutileza del director. Más importante que la estética de colores apagados y el marco temporal recreado, Un ladrón con estilo es una película sobre la resistencia a desaparecer de una estrella; más que una despedida es la confirmación de que los viejos hábitos nunca mueren. Por Guillermo Colantonio @guillermocolant
TODO POR AMOR Hay una historia de base detrás del documental Juntas, de Laura Martínez Duque y Nadina Marquisio. Es una historia de amor y de lucha en la que luego de una larga batalla jurídica, Norma Castillo y Ramona ‘Cachita’ Arévalo se convirtieron en la primera pareja de mujeres casadas por ley en Latinoamérica. Tenían 68 años cuando lo lograron, sin embargo su relación se inició a fines de los ochenta en Colombia, lugar al que vuelven, empujadas por el recuerdo y el tiempo. El plano inicial muestra el arribo de un tren. Yo tengo una teoría que no necesariamente pude probar aún, pero cada vez que una película comienza con un tren, espero lo mejor. Nada puede fallar con ese signo fundacional. Por fortuna, este film intimista apoya la idea. Su naturaleza es poética antes que discursiva. Las primeras imágenes difusas con reflejos invertidos y un audio que da cuenta de un reencuentro son señales de que el territorio preparado no tiene que ver con una ligazón referencial o con un grito militante que lo emparentaría con otros proyectos de temática similar. La lucha (o por lo menos, su estado más candente) fue hecha y los frutos están a la vista, pese al dolor y al sacrificio. Ahora, la cuestión para Norma y Ramona es el tiempo, la memoria y un viaje postergado. ¿Cómo capturar una experiencia? ¿Cómo enfrentar los lugares del pasado en relación con los cuerpos que los reencuentran? Estos son algunos de los interrogantes que plantea la película y lo interesante es que se extienden al mismo proceso de filmación, porque finalmente ¿cómo se vincula un documentalista con los seres, las situaciones y los objetos que retrata? ¿Hasta qué punto su acercamiento no termina por confundirse con los sujetos que están involucrados? Tal vez la respuesta sea esa superposición de voces en off que transitan el relato en algunos pasajes. Otra de las virtudes es la confianza en lo estético. No como una pose fría cuyo horizonte es el regodeo, sino como el acercamiento sensitivo propio de una cámara interesada por recorrer una geografía ausente, de signos residuales, para observarlos según el implacable paso de los años. La materialidad sonora a base de un virtuoso montaje, pone a la película en un registro diferente, aquel donde los planos salen de lo convencionalmente aceptado o instituido. En este sentido, del mismo modo en que las mujeres deconstruyen el lenguaje de un artículo publicado sobre sus vidas (como se ve en un pasaje, mientras descansan en dos hamacas paraguayas), las directoras desarman una idea orgánica de lo que entendemos por documental testimonial. Por ello, Juntas aborda la intimidad, la identidad y la lucha sin descansar en la proclama y atendiendo a la posibilidad de universalizar una experiencia.
LA ÉPICA AUSENTE “Mi nombre es Facundo Arteaga, soy de La Pampa y estuve muy cerca de ser campeón”, dice la voz en off del protagonista de Guerrero de norte y sur, documental dirigido por la dupla Mauricio Halek y Germán Touza. La primera enunciación evidencia dos mecanismos: un disparador que activa la intriga y el despojo de cualquier pretensión épica. Arteaga tiene 35 años, es padre de familia y se enfrenta a un último desafío: llevarse el máximo galardón en el Festival Nacional de Malambo. Se trata de un objetivo muy difícil. Además, hay un código inquebrantable que todo aquel que participa debe aceptar, a saber, que el campeón ya no podrá competir más. Es el cierre que Arteaga desea, el broche a una carrera donde el sacrificio y el placer se conjugan para dar vida al arte del malambo. Durante la preparación vemos el registro de una vida que alterna entre el trabajo, el hogar y el entrenamiento propiamente dicho, un lapso intenso para llegar a esos cuatro minutos y pico de exhibición en el escenario. El principal inconveniente del documental es que nunca levanta vuelo más allá de los valores que trasmite, a veces, hacia el cuestionable horizonte del camino edificante. Pese a estas nobles intenciones, el tratamiento de los directores no cumple necesariamente con esas expectativas planteadas al principio. El desarrollo narrativo nunca prepara un terreno capaz de conmover o sacudir y construye un tono monocorde, una trama lineal cuya atmósfera neutra poco parece ofrecer. Facundo es un tipo común, se nota. Sin embargo, el mote de guerrero que aparece en el título juega en el campo de una épica ausente. Ni siquiera esos fragmentos donde se lo ve bailar como poseído (lo más interesante y seductor de la película) alcanzan y, por momentos, rozan el discurso publicitario. En síntesis, un intento loable perdido en la medianía.
EXTRACCIÓN DE LA PIEDRA DE LA LOCURA Hay un aspecto muy destacable en Entre gatos universalmente pardos, documental sobre Salvador Benesdra, y es la forma en que la película va subiendo de temperatura y corrige los propios defectos. A la galería inicial de testimonios que marcan el territorio y le otorgan al registro un tono académico molesto, se van sumando aristas que abren el simple trazo biográfico a zonas fascinantes. De modo tal que el perfil del escritor (periodista, psicólogo y militante trotskista, “el Turco” para los amigos) se va abriendo a un amplio espectro de rostros posibles, paralelo a la enfermedad mental que padeció. La primera parte hace hincapié en su ambiciosa novela El traductor, forjada en el inicio de la otra década infame, la de los noventa, finalista del concurso Planeta en 1995, obviada por un jurado que no estaba dispuesto a pagar las consecuencias de que semejante obra, inviablemente comercial, fuera galardonada, a pesar de que sabían que era la mejor (allí está Elvio Gandolfo para ratificarlo). Lo curioso es que su carácter de culto se desvirtuó luego cuando se agotó su primera edición una vez ya fallecido Benesdra (se suicidó en 1996 y no llegó a ver este fenómeno). El traductor, un intento por emular a Dickens para trazar una radiografía literaria imposible, propia de una mente esquizofrénica, formaría parte de la discusión de numerosos intelectuales, además de ser la sustancia de una serie de sinuosos caminos entre concursos y ediciones. Lo que todos tenían en claro es que debía publicarse. Y no solo eso. Hubo hasta una adaptación cinematográfica bastante espantosa dirigida por Oliverio Torre, quien no tuvo mejor idea que ponerle al personaje el nombre del autor, motivo por el cual la protesta de sus hermanas impidió que se estrenara en condiciones normales. Parece que fue el fin del director. Dividido en capítulos, el documental de Finvarb y Borenstein, cuenta también un proceso de desintegración mental y de qué modo un entorno debe lidiar con ello. Curiosamente la declinación comenzó al mismo tiempo que la debacle política del país en democracia y en 1989 Salvador ya evidenciaba sus primeros brotes. Entonces aparecen parejas, amigos, compañeros de redacción y de estudios, cada uno aportando un punto de vista que se añade al tablero de conjeturas sobre dicha caída. Dos de los momentos más intensos no transcurren necesariamente mediante las palabras como pilar de expresión, sino a través de imágenes. En varios tramos aparecen filmaciones caseras de Salvador frente a cámara diciendo cómo se siente y son archivos que, parafraseando a Alejandra Pizarnik, podrían considerarse extracciones de la piedra de la locura. El carácter misterioso y espectral de lo que vemos supera en fuerza a la excesiva inclusión de voces parlantes. Otro momento lo constituye la aparición de su última pareja, Susana (a quienes los intelectuales veían con recelo por “su escasa formación”), quien saca unas fotos tamaño carnet y arma una secuencia en función de los ojos de Salvador, un mecanismo potente y más sugerente para dar cuenta de su enfermedad que todas las disquisiciones académicas, sobre todo las que rozan la pedantería. A fin de cuentas, son los objetos mnemónicos (cartas, fotos, grabaciones, videos) los que facilitan un acercamiento más afectivo y tocan el centro de gravedad de una situación triste como vital. La esquizofrenia como productividad. Ese parece ser el punto en cuestión de una vida y una escritura compulsivas. Los textos de Benesdra conforman un campo de tensión poco digerible, caótico. Es la lucidez de los locos, de los inadaptados para quienes el presente les queda chico. De ahí el mote que le ponen de “militante díscolo”. Hay una intersección de la que da cuenta el documental, cuando la locura ya no solo hace catarsis en la escritura sino en la vida misma, entonces la tragedia parece la única solución posible.