Otra madre, de Mariano Luque Mujeres, madres, varias generaciones de mujeres, muchas madres. La segunda película del director cordobés Mariano Luque, luego de Salsipuedes (2011), vuelve a proponer una particular mirada sobre determinados conflictos, otra vez relacionados a las vivencias de mujeres. Si en aquella opera prima el registro argumental se dirigía a la violencia de género, en Otra madre el abanico se amplía no solo por la cantidad de personajes principales y secundarios sino también por las interrelaciones personales y laborales que se establecen entre las criaturas de ficción. Hay un centro operativo del relato, una mujer separada, Mabel (la siempre excelente Mara Santucho) y a su alrededor otros personajes satelitales de peso, que por momentos, desplazan al personaje central como interés de la historia o de las múltiples historias que se cuentan en menos de ochenta minutos. Una hija de cuatro años, amigas, compañeras de trabajo, otros parientes, vínculos laborales y afectivos, pequeños relatos que reflejan espejos semejantes entre más de una de las protagonistas. Luque elige un bienvenido distanciamiento de cámara y de sonidos para no enfatizar los conflictos, y más aun, con tal de remarcar la (casi) ausencia de hombres, ocasionalmente exhibidos en pequeños trazos o desde el uso contundente del fuera de campo. La planificación visual y sonora, por lo tanto, se impone a las características dramáticas que tipificarían a una película que recorre vivencias de mujeres, madres, compañeras de trabajo y una casi total ausencia del mundo masculino. En ese sentido, el off sonoro en varias escenas oficia como elección estética casi de carácter imprescindible. Su uso, al mismo tiempo, clarifica qué caminos decide emprender el director, como si se trataran de travesías riesgosas que complacerán a muchos y mantendrán al margen (“o afuera del film”) a otros tantos. Párrafo final para la dirección y marcación actoral, en especial, además de Santucho, el mejor de los elogios para la niña Julieta Niztzschmamn y también hacia Eva Bianco, gran actriz ya vista en otros films, que en Otra madre interpreta a la encargada del local de venta de ropa donde trabaja el personaje central. OTRA MADRE Otra madre. Argentina, 2017. Dirección y guión: Mariano Luque. Producción: Julia Rotondi, Mariano Luque y Federico Eiburszyc. Fotografía: Eduardo Crespo. Música: Juan Ceballos. Arte: Adrián Suárez. Montaje: Mariano Luque. Con: Mara Santucho, Eva Bianco, Julieta Niztzschmamn, Ana Tenaglia, Cecilia Antonozzi, Celina Ludueña. Duración: 77 minutos.
Un minuto de gloria, de Kristina Grozeva y Petar Valchanov Por Gustavo Castagna Como si el gran cine rumano de los últimos años, el más sutil y aquel de trazo más grueso, se hubiera tomado un avión desde Bucarest a Sofía, el estreno del film búlgaro Un minuto de gloria, realizado por la dupla Kristina Grozeva y Petar Valchanov, refleja el lado oscuro de una sociedad, su costado corrupto, su fachada televisiva, su división de clases, su autoritarismo político que se entromete en la privacidad de los personajes. Hace un año se estrenó La lección, film concebido por los mismos cineastas, y ahora, el argumento de Un minuto de gloria amplía sus pretensiones al profundizar en un hecho menor que comenzará a adquirir trascendencia. Tsanko, un veterano controlador del estado de las vías férreas, encuentra una importante suma de dinero que devuelve a las autoridades. De allí en más aparecerá la zona oscura y poco confiable de una sociedad: la televisión como manipuladora del poder, el Ministerio de Transporte que pretende encubrir un hecho de corrupción, los compañeros de trabajo de Tsanko que se mofan del nuevo “héroe nacional” En el medio, el personaje central, atribulado por semejantes manipulaciones, en especial, aquellas que provienen de las decisiones que toma Julia Staijova (Margita Gosheva, estupenda actriz, vista en La lección), que en su privacidad está fecundando una criatura. La batalla moral se establece desde la ingenuidad de Tsanko y el cinismo de la funcionaria gubernamental, también de su equipo de trabajo, y de un entorno en donde el trabajador es ridiculizado debido a su benéfica acción por casi todo el resto de la sociedad. Un par de escenas muy cargadas desde el punto de vista dramático contrastan con otras más finas y sutiles, como aquellas en donde Tsanko queda por unos minutos sin pantalones o al momento en el que debe sacarse fotos con el ministro para el regocijo gubernamental y periodístico. En paralelo, la historia de la futura madre y de su pareja no funciona como contrapeso dramático del núcleo central. El detonante argumental, en cambio, será un reloj obsequiado por el gobierno al buen ciudadano, conformando un aspecto esencial de la trama que no conviene desarrollar ni contar en estas líneas. Es que la violencia interna y contenida de los personajes, junto a sus decisiones extremas, se relacionarán con ese reloj, también con otro, fundamentales ambos para comprender el lado oscuro y siniestro de una sociedad como la búlgara. O de cualquier sociedad en donde el poder y su desmesura actúan sin culpa alguna. UN MINUTO DE GLORIA Slava. Bulgaria/Grecia/2016. Dirección: Kristina Grozeva y Petar Valchanov. Intérpretes: Stefan Denolyubov, Margita Gosheva, Milko Lazarov, Kitodar Todorov, Ana Bratoeva, Nadejda Bratoeva, Nikola Dodov, Stanislav Ganchev, Mira Iskarova. Guión: Kristina Grozeva, Petar Valchanov y Decho Taralezhkov. Fotografía: Krum Rodriguez. Música: Hristo Namilev. Edición: Petar Valchanov. Duración: 101 minutos.
Un bello sol interior, de Claire Denis Por Gustavo Castagna Es y no es tanto un film de Denis. Se acerca y luego de aleja de sus obsesiones temáticas y formales, de aquello por transmitir mucho con muy poco sin caer en diatribas psicológicas ni en planteos pueriles sobre el rol de la pareja, la mujer como centro del relato, el paisaje y su importancia dramática, la lectura política y social como contexto. 35 Rhums, la opera prima Chocolat, Bella tarea y su exacerbación sobre la piel, El intruso y su extrañamiento en cada uno de sus planos, la pareja de Vendredi Soir. En medio de ellas, esa exaltación de la sangre que componían las enfermizas imágenes de Trouble Every Day (acá conocida como Sangre caníbal) y los inolvidables labios de Beatrice Dalle que ni Vincent Gallo, sumergido en su propia voracidad vampírica, podrá controlar. Y así se llega a Un bello sol interior, que toma como disparador argumental el ensayo “Fragmentos de un discurso amoroso” de Roland Barthes para describir las idas y vueltas de una mujer de más de 50 años, su (im)posibilidad de comprender el amor de acuerdo a los hombres que la rodean, los enigmas y las preguntas del caso, su divagar a la búsqueda de respuestas que oscilan entre una bienvenida filosofía de café o restaurante muy caro y parisino junto a algunas frases que trasmiten cierta banalidad y presuntuosidad excesivamente “francesa”. Isabelle está separada, tiene una hija diez años, mantiene una relación con un banquero casado, conoce y se acerca a un actor más joven que ella, en una fiesta bailará con otro sujeto que la desea desde la mirada, establecerá algo más que una amistad con un tipo que la comprende (Alex Descas, actor recurrente en Denis) y tendrá una visita efímera y de corte definitivo de su ex. La película se estructura a base de falsos capítulos que van conformando un film sobre el amor con intenciones teóricas, como si Denis, a través de Isabelle, buscara esas respuestas para comprender a su personaje en relación a los otros. La apuesta es feliz pero riesgosa, bienvenida en su lustrosa iluminación, vestuario, decorados (el film trabaja espacios cerrados más que abiertos) pero al borde de cierta tipología que caracteriza al cine francés de alta calidad formal, soberbio y creído en sí mismo en su formulación, supuestamente importante desde la propuesta pero vacío en sus contenidos. En efecto, Un bello sol interior coquetea con el cine “du qualité”, llegando al borde del abismo pero, la mano de Denis, lo rescata de la puerilidad y los lugares comunes del caso. En ese punto, cuatro, cinco escenas resultan valiosas para oponerse al “packaging” que irradia la hora y media de film. Isabelle hablando con su amiga en el baño, Isabelle puteando y enojándose con algunos amigos en una excursión bucólica, Isabelle escuchando y mirando, en el desenlace, al enorme (en todo sentido) Gérard Depardieu y su oscilante péndulo que certifica el pasado, el presente y tal vez el futuro del personaje central. Y, claro, a propósito, dejé estas líneas para el final. Juliette Binoche es Isabelle y la película, la puesta en escena, la hora y media de su duración, rondan alrededor suyo: su mirada, sus movimientos, sus silencios, su llanto contenido, su risa, su sonrisa estentórea, sus ojos vidriosos. Nada sería igual, seguramente diferente, si ella no fuera la protagonista de Un bello sol interior. Godard, en su momento, con la ironía que lo caracterizaba en los años sesenta, sostuvo que Vivir su vida era un documental sobre Anna Karina. Más adelante, Truffaut afirmó (totalmente enamorado) que La historia de Adela H no era una ficción sino un documental sobre un rostro, el de Isabelle Adjani. Pues bien, acá está el tercer ejemplo: ver y disfrutar de Juliette Binoche permite sugerir que el film de Denis representa mucho más que una ficción sobre un personaje que busca respuestas sobre el amor. En conclusión: sigo enamorado de ella. UN BELLO SOL INTERIOR (Un beau soleil intérieur). Francia, 2017. Dirección: Claire Denis. Guión: Christine Angot y Claire Denis inspirada en Fragmentos de un discurso amoroso, ensayo de Roland Barthes. Música: Stuart Staples Fotografía: Agnés Godard. Con: Juliette Binoche, Gérard Depardieu, Valeria Bruni Tedeschi, Nicolas Duvauchelle, Josiane Balasko, Xavier Beauvois, Alex Descas, Bruno Podalydès, Paul Blain. Duración: 94 minutos.
La novia del desierto, de Cecilia Atán y Valeria Pivato Por Gustavo Castagna Road movie territorial, búsqueda de afectos, soledad, silencios, un paisaje con función dramática de peso, dos personajes principales y algunos más pero solo satelitales dentro de la historia, una visión entre complaciente y amable sobre el mundo, un relato que crece a través de pequeños trazos, sonrisas culposas y nada de catarsis inútil y de euforia gratuita. Bienvenida, entonces, una opera prima como La novia del desierto de Atán y Pivato, realizadoras que tocan algunas cuerdas afines al cine de Carlos Sorín (el paisaje, la ambientación, la tipología de los personajes) más un viaje de susurros y pequeños sobreentendidos tal como lo reflejaba Las acacias (2011), film inicial de Pablo Giorgelli premiado en festivales. Teresa (Paulina García, la estupenda actriz del film chileno Gloria) y El Gringo (el siempre dúctil y gran intérprete Claudio Rissi) son los dos personajes centrales, el centro de atracción de la historia, el objetivo único del relato. Bajo esa concepción de guión, las realizadoras suman la árida geografía sanjuanina como soporte geográfico, fundamental para comprender mejor las vivencias del dúo protagónico. A través de pequeños flashbacks la narración describe a Teresa, quien pierde un bolso y queda a la deriva cerca de un santuario a la Difunta Correa. Allí aparece El Gringo, amigable desde su característica más transparente, un vendedor ambulante al que en primera instancia Teresa parece temer. Pero surgirá una química especial entre ambos: al inicio a través de marcados silencios, luego desde tenues sonrisas, más tarde a partir de la construcción de un delicado erotismo que aclara –por si fuera necesario- la profunda soledad de ambos personajes. La novia del desierto expone sus cartas dramáticas en la primera mano, no esconde sus intenciones, estimula esa riesgosa amabilidad que caracteriza a cierto argentino, que complace a una parte de la crítica y que irrita a otro montón de especialistas. En ese sentido, parecería que el cine argentino –porqué no el cine en general- solo existe a través de la división entre películas crueles, y en la vereda de enfrente, esos films que exudan amabilidad y un notorio cariño por sus personajes. Pienso que no debería ser así (y que disculpe el lector por el uso de la primera persona) y acá termino con este tema que excede a la opinión que pueda tener sobre La novia del desierto. Es que la opera prima de Atán y Pivato representa un film de perfil bajo, sin demasiadas originalidades estéticas y / o formales, una caricia simpática y leve frente a otro cine diferente. Un film menor que desde sus personajes, susurrantes y plenos de calidez, encuentra un eje único que jamás decide cambiar de rumbo. LA NOVIA DEL DESIERTO La novia del desierto. Argentina/Chile, 2017. Dirección: , guión y producción: Cecilia Atán y Valeria Pivato. Intérpretes: Paulina García, Claudio Rissi. Fotografía: Sergio Armstrong. Dirección de arte: Mariela Ripodas. Montaje: Andrea Chignoli. Música: Leo Sujatovich. Duración: 78 minutos.
Temporada de caza, de Natalia Garagiola Por Gustavo Castagna Opera prima de Natalia Garagiola, la trama describe una historia de connotaciones familiares (dos padres, un hijo, ausencia física de la madre) y un paisaje determinado (San Martín de los Andes) que profundiza y exterioriza el conflicto. Nahuel (gran trabajo de Lautaro Bettoni) es un joven díscolo, inestable , visceral al tomar decisiones extremas que no se compadecen con la corrección política y familiar. Ese estado de ánimo en permanente ebullición lo expulsa de un marco social determinado (padrastro –Boy Olmi-, colegio privado, equipo de rugby) hasta una geografía desconocida para él no solo por el paisaje en sí, sino también por el retorno al origen, al padre biológico (Germán Palacios), con una familia propia numerosa y un trabajo cotidiano que poca relación tiene con la otra vida de Nahuel. En ese marco de silencios, compañerismo laboral, un padre-espejo que soporta algún arresto del hijo desplazado y un hábitat afín a la caza de animales, Nahuel crecerá –a su manera-, reconocerá un mundo diferente, tendrá su inicial acercamiento afectivo (traumático) en lo sexual y dispondrá de sus propias decisiones para mirar hacia el futuro y así elegir cómo será el vínculo con los progenitores. Los tempos narrativos de Temporada de caza funcionan a la perfección, como si fuera un mecanismo de relojería donde cada plano y cada movimiento de cámara ejemplifican un minucioso trabajo de la directora y del DF Fernando Lockett. En esa geografía ventosa y ajena al cemento, donde parece que una parte del cine argentino de las últimas décadas se siente más que cómodo (Nacido y criado de Pablo Trapero; Liverpool de Lisandro Alonso, por citar dos ejemplos) se materializa un universo masculino a punto de estallar. Sin embargo, la directora maneja con sutileza cada uno de los posibles momentos catárticos (Palacios y Olmi ayudan y mucho al respecto), pero más que nada, se sostiene en el centro del relato, el atribulado Nahuel, un personaje límite, divagante, inexplicable en muchas de sus acciones, a puro proceso interior que no necesita del desmadre actoral ni del subrayado retórico. En la figura de Nahuel se sintetizan muchas de las virtudes del film. En ese andar taciturno que no requiere de palabras excesivas ni de interpretaciones vacuas. En ese camino que emprende al final, con el padre biológico detrás, cerrando cicatrices y planteando un posible retorno. TEMPORADA DE CAZA Temporada de caza. Argentina/EEUU/Alemania/Francia/Qatar, 2017. Dirección y guión: Natalia Garagiola. Producción: Matías Roveda, Santiago Gallelli, Benjamín Domenech, Gonzalo Tobal. Fotografía: Fernando Lockett. Dirección de Arte: Marina Raggio. Montaje: Gonzalo Tobal. Vestuario: Victoria Nana. Sonido: Santiago Fumagalli. Música: Juan Tobal. Con: Germán Palacios, Boy Olmi, Lautaro Bettoni, Rita Pauls, Pilar Benítez Vibart. Duración: 108 minutos.
El otro lado de la esperanza, de Aki Kaurismäki Por Gustavo Castagna Los casi veinte largometrajes de Aki Kaurismäki concebidos hasta hoy dialogan entre ellos, corroboran criterios de puesta en escena en común, construyen personajes y situaciones de inmediato reconocimiento, articulan un discurso particular y global sobre el mundo. Desde sus títulos más experimentales (Hamlet salió de negocios; Macbeth), hasta esa geografía deshumanizada y alienante con el trabajo como síntoma devastador (La chica de la fábrica de fósforos), cruzando matices de humor negro fusionado al policial (Yo contraté a un asesino), climas y atmósferas que llegan al paroxismo del absurdo (Leningrad Cowboys Go América y sus secuelas en cortos) e historias donde el aspecto humano y solidario solidaridad actúa como contraste de un continente viejo y, por ende, de un país sin alegría y solo sostenido por la música, los tragos y el cigarrillo (Abel; El hombre sin pasado; Luces al atardecer; La vida bohemia), la trayectoria de Aki Kaurismäki -60 años hace poco cumplidos-, iniciada más de tres décadas, se erige como una de las importantes del cine contemporáneo. En El puerto (2011), su largo anterior, se ubicaba en una zona portuaria de Francia para narrar la relación de un lustrabotas de buen corazón y un niño inmigrante africano, con personajes solidarios viviendo situaciones extremas y homenajes al cine galo de hace décadas pero matizado por el particular humor del director junto una relectura de cuento de hadas que trasuntaba a través de la amabilidad de sus inconfundibles criaturas. Como si se tratara una síntesis definitiva de su manera de ver al mundo, ya de vuelta por Finlandia, el argumento de El otro lado de la esperanza apela al montaje paralelo para exhibir a dos personajes centrales que, lógicamente, cruzarán sus destinos. Por un lado, un refugiado sirio (Khaled) a la búsqueda de su hermana que será bien tratado –muy ocasionalmente- y mal tratado –casi siempre- por la segregación racial, el control estatal, el poder policial y el racismo cotidiano. Por el otro, el grandote Wikström, emprendiendo un nuevo proyecto de vida y ganancia económica: un restaurante que se convertirá en un espacio camaleónico, regenteado por su dueño y por un trío (luego cuarteto) de personajes recurrentes en el cine del director: simpáticos, silenciosos, de pocas palabras, altruistas con algunas dudas, sobrevivientes de un contexto económico. Kaurismäki, maestro en la utilización de un tempo narrativo particular que siempre articula un pausado crecimiento dramático, juega con fuego al apelar al tema de los refugiados en Europa. Pero su maestría convierte todo en oro, es decir, en una estructura de fábula donde la seriedad del asunto está presente –Khaled será maltratado y golpeado más de una vez- pero acorde a los tonos nada altisonantes que tan bien maneja el cineasta. En El otro lado de la esperanza hay emoción, también música –rockera o de menos intensidad, siempre a cargo de veteranos aun con mucho pelo y de caras poceadas- y ese finísimo y delicado humor que caracteriza al realizador. Por ejemplo, toda la secuencia en donde el restaurante de Wikström, ya con Khaled trabajando en él, muta a lugar de comida especializado en sushi. Si El otro lado de la esperanza es uno de los grandes y mejores estrenos de este año, por un lado, nada sorprende al respecto. Aki Kaurismäki es un maestro del cine y, también, de la ambigüedad llevada al extremo. Los planos finales de Khaled, la sangre previa, el cariño de un perrito y la mirada del personaje hacia un paraíso soñado autorizarían más de una lectura. Como si el guión y la imagen quisieran convencernos de un clásico final feliz digno de una fábula, otra más del genial director. O, por qué no, se trate de lo contrario. EL OTRO LADO DE LA ESPERANZA Toivon tuolla puolenaka. Finlandia/Alemania, 2017. Dirección y guión: Aki Kaurismäki. Fotografía: Timo Salminen. Edición: Samu Heikkilä. Con: Kati Outinen, Tommi Korpela, Sakari Kuosmanen, Janne Hyytiäinen, Ilkka Koivula, Kaija Pakarinen, Nuppu Koivu, Tuomari Nurmio, Sherwan Haji. Duración: 98 minutos.
Paraíso, de Andrei Konchalovsky Por Gustavo Castagna La larga y (muy) despareja filmografía de Andrei Konchalovksy (también conocido como Andrei Mijalkov Konchalovsky, es decir, el hermano de aquel director ruso de La esclava del amor y Ojos negros) no avizoraba una rotunda novedad, una genialidad concebida por alguien al borde de cumplir 80 años. En efecto, desde Siberiada (1979), un título importante, pasando por Los amantes de María, Escape en tren y Tiempo de amar, hasta llegar a Tango y Cash (¡!) y luego mezclar todo aquello con algo serio y fallido como fue El círculo del poder (1991), la obra del cineasta exhibe puntos fuertes, débiles, mamarrachos estéticos, películas de encargo, films olvidables, otros discretos. De todo. Paraíso se ubica en una pudorosa zona media que oscila entre otra vuelta más al tema del Holocausto y el oportunismo en conectarse a la polémica causada en su momento por El hijo de Saúl (2015, Laszlo Nemes). Konchalovsky, quien ya había explorado el tema en otros films, ahora construye una trama que conecta a tres personajes: una aristócrata rusa aliada a la resistencia francesa, un policía del mismo origen que colabora con el nazismo y un integrante de las SS encargado de la supervisión de un campo de concentración. Con este trío protagonista, la película expresada, por momentos, en un radiante blanco y negro (al estilo La lista de Schindler), combina ironía y solemnidad cuando describe al colaboracionismo, la ocupación nazi, los dilemas morales de los personajes, las acciones que están obligados a hacer y aquellas que sí realizan por su proceder ético. Como si se tratara de un tardío ejemplo de documental ficcionalizado, el director muestra en varias ocasiones cómo el trío protagónico se expresa frente a cámara, tal como si estuviera en un confesionario o ante un interlocutor mudo (nosotros mismos) dispuestos a escuchar los relatos. En ese punto, la película ofrece un grado de representación bastante banal y presuntuoso en sí mismo, ya que en algunas oportunidades la imagen y el sonido “se ensucian” a propósito con la idea de estar observando un interrogatorio o confesión a cámara filmado durante el tiempo verdadero del conflicto. Esa apuesta por el artificio convierten a Paraíso en un extraño artefacto, desparejo y a contrapelo de muchas banalizaciones que se hicieron sobre el tema, pero también, excesivamente planificado y calculado para la corrección política de un cine universal que no exige riesgos ni novedades sobre un tema fagocitado al extremo. En ese punto, la tensión temática que propone El hijo de Saúl se impone al riesgo (auto)controlado del film de Konchalovsky. En oposición a esa puesta en escena crudamente artificial se destacan los trabajos actorales, en especial, el de Yuliya Vysotskaya, el personaje más sugerente y ambiguo de los tres, encarnado por una hermosa mujer, también esposa del veterano cineasta. PARAÍSO Ray. Rusia/Alemania, 2016. Dirección: Andrei Konchalovsky. Intérpretes: Yuliya Vysotskaya, Christian Clauss, Philippe Duquesne. Guión: Andrei Konchalovsky y Elena Kiseleva. Música: Serguei Shustitskiv. Fotografía: Aleskander Simonov. Montaje: Serguei Taraskin y Ekaterina Vesheva. Producción: Aleksander Brovarets, Florian Deyle y Loesva Gidrat. Duración: 133 minutos.
Sieranevada, de Cristi Puiu Por Gustavo Castagna Hasta hoy, de las veinte películas rumanas (para poner un número) que circulan desde hace década y media en el mundo de los festivales y ocasionalmente en los estrenos de cada jueves de acá, resulta complicado encontrar un film menor, una decepción, un disgusto estético. Nombres como los de Cristian Mungiu (4 meses, 3 semanas, 2 días; Graduación), Radu Muntean (El vecino; Aquel martes después de navidad), Calin Peter Metzer (La mirada del hijo), Corneliu Porumboiu (Bucarest 12:08; El tesoro; Policía, adjetivo) y Cristi Puiu (Aurora; La noche del Sr. Lazarescu), cada una a su manera, reflejan las tensas relaciones entre el pasado inmediato (los años de la dictadura de Nicolae Ceausescu) y la afanosa búsqueda de un paraíso y un edén que hiciera olvidar aquellos tiempos de regímenes fuertes. El último de los cineastas citados es el responsable de Sieranevada, fiel exponente de la calidad del cine rumano, de sus decisiones de puesta en escena, de la construcción de mundos grises y en permanente tensión, de supervivencia cotidiana y de mirar al pasado con rabia pero también con preguntas y frases que no tienen respuestas. Como si el paraíso deseado luego del fusilamiento de Ceausescu y señora, como últimos exponentes del sistema de vida comunista, hubiera previsto un mejor futuro y un mundo teñido por la esperanza, los films rumanos de los últimos años –más allá de las decisiones de cada director- plantean más de un interrogante, una certeza que se diluye pronto, una aseveración que ya no tiene respuesta concreta. Como micromundo de la Rumania de estos días las casi tres horas de Sieranevada auscultan en problemas familiares, cruces ideológicos, frases altisonantes, planteos públicos y privados sobre un país y en relación a un clan numeroso encerrado en una enorme casa a la espera de un hecho religioso de tonalidades fúnebres. Ocurre que en esa casa interminable, repleta de pasillos y habitaciones pequeñas ocupadas por un abrumador mueblerío, los hijos, sus esposas, la madre viuda, gente que llega tarde y se suma, inesperados visitantes como una chica serbia supuestamente drogada) esperan el arribo de un cura católico/ortodoxo para un ritual final sobre el padre fallecido que, entre otras cuestiones, se representa a través de la herencia de un traje. Con las tradiciones a flor de piel (hay una abundante comida ya lista pero nadie puede comer hasta que termine el ritual), los personajes van y vienen por esas diez habitaciones hablando de la actualidad (terrorismo incluido), mostrando sus taras y paranoias, vociferando cuestiones a favor del régimen anterior y, en contraste, replicando sobre las atrocidades del comunismo rumano y soviético, disertando sobre sus profesiones y arriesgando frases sobre una coyuntura que ni ahí parece la prometida luego de la navidad de 1989. Sin embargo, con todos estos materiales, el riesgo de Sieranevada implicaba caer en la retórica naturalista, en el mensaje subrayado, en el texto de barricada para mentes bienpensantes. Por suerte, Cristi Puiu, salvo en un par estallidos catárticos, estimula la puesta en escena a través de planos secuencia construidos como finos mecanismos de relojería, con el empleo de un tiempo (casi) real que abarca la totalidad de la película, con la certeza que a través de una información desparramada de forma dispersa podrá edificarse un discurso coral y de múltiples voces donde ninguna voz adquiere protagonismo por encima de las otras. Puede que resulten algo reiterativas ciertas conversaciones y silencios y que las casi tres constituyan un exceso. Pero el cine de Cristi Puiu es así: desde el martirologio del señor Lazarescu hasta el definitivo declive mental del personaje de Aurora (interpretado por el mismo director), Puiu necesita el tiempo suficiente para narrar sus grises relatos y sus universos irónicos y contemplativos sobre un mundo burocrático a punto de explotar pero que parece (casi) resignado en ese contexto. Si hasta Lazarescu y Vionel (Aurora) podrían encarnarse en el cadáver al que le que rinde honor el particular clan de Sieranevada. SIERANEVADA Sieranevada. Rumania/Francia/Croacia/Macedonia/Bosnia y Herzegovina, 2016. Dirección y Guión: Cristi Puiu. Producción: Anca Puiu. Fotografía: Barbu Balasoiu. Montaje: Ciprian Cimpoi y Letitia Stefãnescu. Diseño de producción: Cristina Barbu. Intérpretes: Mimi Branescu, Judith State, Bogdan Dumitrache, Dana Dogaru, Sorin Medeleni, Ana Ciontea, Rolando Matsangos, Ilona Brezoianu, Ioana Craciunescu, Valer Dellakeza. Duración: 173 minutos.
Blue Velvet Revisited, de Peter Braatz Por Gustavo Castagna En un año lyncheano debido al retorno de Twin Peaks, su presentación en Cannes y todo aquello que rodea al nombre de su creador, no sorprende que se estrene un segundo documental sobre su obra. Primero fue David Lynch: The Art Life y ahora Blue Velvet Revisited que alude a aquel Terciopelo azul de hace tres décadas y algo más. Los fanáticos, por lo tanto, a pleno goce. La serie, continuación de los picos gemelos de inicios de los 90, ya está incorporada en el listado de las imágenes más recordables de este año aun cuando recién se conoce la mitad de su nueva historia. Los documentales, en tanto, conforman cada uno a su manera una feliz disección de un genio inasible y complejo de explicar en pocas palabras. Como se habrá percibido, estoy entre los fanáticos (estilo barra brava) de las imágenes de Lynch. Pero no solo de los últimos años sino de siempre, desde aquel lejanísimo estreno de El hombre elefante y luego de Terciopelo azul y Corazón salvaje, ya a comienzos de los 90. Sí, efectivamente, Duna es (casi) iindefendible, pero… dejémoslo ahí. La cuestión es que más allá de fervores y defensas con los tapones de punta, Blue Velvet Revisited, dirigido por el alemán Peter Braatz, no es un trabajo convencional. No hay relatos a cámara (salvo, ocasionalmente alguno del director), no se recurre a la voz en off ni tampoco a las imágenes del film para el deleite del fan. Al contrario. Daría la impresión que la cámara de Braatz, y luego por medio de una acabada y estupenda posproducción, actúa como guía de viaje por la mente de un genio, en ese momento, con una década y media de trayectoria sumando cortos y largos. Con su súper 8 y sus cámaras de fotos, Braatz recorre los días de rodaje de una forma muy original. Juega y manipula los materiales, invade la privacidad del director y su mundo onírico, construye escenas surreales al recurrir a diálogos del film junto a fotos fijas de escenas y secuencias, mezcla con acierto las opiniones de Lynch con las voces en off de Hopper, Dern, Rossellini y MacLachlan y destruye cualquier asomo de un backstage simplón o de un making off rutinario. Ocurre que, de manera impensada, Braatz concibe una más que feliz aproximación al universo del director: se mimetiza y compromete con su mundo, lo interroga, trata de entenderlo, hasta lo desnuda y expone. Por momentos, Blue Velvet Revisited parece un documental sobre Lynch realizado por el propio director. La historia siguió y sigue hasta hoy. Twin Peaks está en Netflix. Lynch tiene más de 70 años y Braatz 58. Entonces, ¿suena un tanto descabellado imaginar un documental sobre Lynch hoy y su Twin Peaks 2017 concebido por el responsable de Blue Velvet Revisited? BLUE VELVET REVISITED Blue Velvet Revisited. Estados Unidos/Alemania, 2016. Dirección, guión, edición y fotografía: Peter Braatz. Música: John Foxx y Erik Stein. Con David Lynch. Voces y testimonios: Laura Dern, Kyle MacLachlan, Brad Dourif, Isabella Rossellini y Dennis Hopper. Duración: 86 minutos.
Una serena pasión, de Terence Davies Mal conocido por estos pagos, el cine de Terence Davies conforma un sólido cuerpo filmográfico con constantes diálogos estéticos entre sus películas, variaciones mínimas y una puesta en escena intransferible y de inmediato reconocimiento. Títulos como El mejor de los recuerdos, La biblia de neón o La casa de la alegría, exhibidos ocasionalmente en cines, festivales, retrospectivas o a través del cable configuran una parte de una obra no tan extensa (solo 12 trabajos hasta hoy entre cortos y largos documentales y ficciones) de un cineasta admirado, en general, por el grueso de la crítica local e internacional. Basta de palabras correctas: me confieso no fanático del cine de Davies y me ubico a una buena distancia de mis colegas de acá o de otras partes del mundo. No comparto sus desmedidos elogios, el sayo que lo rotula de “maestro” del cine británico, de la sutileza, del lenguaje del cine, de la nostalgia y la melancolía. Ninguna de las películas que vi de Davies me parece descartable, al contrario, cada una de ellas deja material para el análisis y la crítica, para una segunda o tercera visión, para la búsqueda del detalle que reformula una puesta en escena que parece variar pero que en buena medida sigue siendo la de siempre. Pero hasta ahí: su poder observacional dedicado a retratar el Liverpool de los 50, el rol que ocupa la mujer en determinado período de la historia, el uso esteticista de la música, el culto al detalle escenográfico, la voz en off recurrente hacia la ironía y el sarcasmo, entre otras cuestiones, me pasa por al lado, me resulta indiferente, situándome a una buena distancia de sus reconocidas y transparentes virtudes. Por ejemplo, la forma en que Fassbinder (el gran Fassbinder), fusiona la literatura y el cine, enviando al melodrama como género a una geografía polar, como lo hace en las dos horas veinte que dura Effi Briest (1974), basada en la novela de Theodor Fontane, me complace mucho más que la mayor de la obra del afamado “creador” inglés. Una serena pasión es un biopic de autor, el retrato de la vida profesional y privada (corta vida) de Emily Dickinson desde la lupa formal de un director que articula un discurso personal sobre un personaje específico. En efecto, la película construye su mirada ubicándose lejos de las biografías convencionales, eligiendo determinados momentos públicos y privados de la escritora, combinando su amable carácter y verborragia juvenil con su tono más arisco y nihilista en su etapa adulta. Película de encierro, asfixiante no solo por las decisiones que tomará el personaje a través de los años, sino por una puesta de cámara frontal y supeditada al plano y contraplano académico, el sostén narrativo de Una serena pasión condice a través de sus filosos diálogos, los encuentros y desencuentros de la escritora con su familia y esa permanente búsqueda de la felicidad destinada al fracaso y a la soledad sin retorno. La Emily Dickinson de Terence Davies no es un personaje unidimensional, sino que está trabajado desde pequeños matices que van conformando una personalidad ambigua, que permite más de una lectura, no solo por su rol de mujer y de escritora que será reconocido post mortém, sino también por las decisiones estéticas del director. Hacia ese punto es que Davies estimula una visión personal sobre su personaje: recurre a la voz en off (academicismo puro) sustentándose en textos de la escritora, al uso de la elipsis y al tono juguetón de una primera parte que vira hacia una segunda mitad de tonalidad fúnebre relacionada a la soledad del personaje y a la enfermedad que la llevará a la muerte. Cada plano tiene el rasgo exquisito que caracteriza al cine del director. Cada uno los trabajos actorales (con Cynthia Nixon perfecta en el rol central) funcionan como un impecable mecanismo de relojería. Cada puesta de cámara, de esa cámara contemplativa y sin histerias, encaja con el tono que le desea dar (y consigue con creces) el realizador a su historia y personajes. Cine perfecto, impecable, de lo más prestigioso dentro de su rubro. Todo bien. Mientras tanto, sigo prefiriendo al melodrama de tono gélido que describe Fassbinder en su Effi Briest. Vean ambas películas y comparen: es un buen ejercicio. UNA SERENA PASIÓN A Quiet Passion. Reino Unido/Bélgica, 2016. Dirección y guión: Terence Davies. Fotografía: Florian Hoffmeister. Montaje: Pia Di Ciaula. Diseño de producción: Merijn Sep. Con: Cynthia Nixon, Jennifer Ehle, Duncan Duff , Keith Carradine. Duración: 125 minutos.