Una semana y un día, de Asaph Polonsky Por Gustavo Castagna No es habitual que se estrene una película israelí aunque ocasionalmente se presenten semanas de exhibición de la cinematografía y algunos títulos en carácter de coproducción. No es habitual pero tampoco debería sorprender: el cine israelí, allá lejos (o lejísimo) y hace mucho tiempo solo tuvo acceso a las salas comerciales a través de los títulos de Moshé Mizrahi, por ejemplo, con Madame Rose protagonizado por Simone Signoret. Pasadas las décadas, encontrarse con una película como Una semana y un día implica descubrir a un sector de aquella sociedad pero a través de un discurso universal, jamás circunscripto a un paisaje unidimensional. El cineasta debutante Asaph Polonsky construye una trama desde el dolor de un matrimonio (Eyal y Vicky Spivak) viviendo el último día de los siete que componen el shiva (semana de duelo) por la muerte de su hijo. De ahí el título del film y sus consiguientes veinticuatro horas. En ese corto período algunos estadios se modifican permitiendo una dosis de esperanza a la congoja de la pareja, circunspecto él, silenciosa ella. Los acontecimientos, sin embargo, son mínimos, cuestión que al director Polonsky le sirve para escarbar en dos intimidades (aunque el personaje principal es Eyal), explorando en los mínimos detalles, erigiendo un curioso discurso donde se fusionan el drama con la comedia, sin cargar las tintas, inclinándose por un tono medio y asordinado en donde la película encuentra sus mejores momentos. Pero más tarde, algunas desviaciones obvias y populistas del relato –Eyal probando marihuana, la torpeza que exhibe un joven vecino amigo del vástago fallecido- sumergen a Una semana y un día en una medianía (casi) sin retorno en comparación con su media hora inicial. Extraña, en ese sentido, que el director no continuara escarbando las inestabilidades emocionales y los momentos de dolor de dos personajes que perdieron a su hijo. Como si la trama no confiara en los silencios del principio y en el plano detalle como fundamento estético, el tono de comedia ligera no encaja en ese mundo gris y pos trágico que circunda a los padres protagonistas. Éxito fenomenal de público y ganadora de numerosos premios locales y foráneos, tal vez en este punto se explican buena parte de las virtudes y defectos de este film de origen israelí con destino de mercado internacional. UNA SEMANA Y UN DÍA Shavua ve Yom. Israel, 2016. Dirección y guión: Asaph Polonsky. Fotografía: Moshe Mishali. Edición: Tali Helter-Shenkar. Música: Ran Bagno. Con: Sharon Alexander, Shai Avivi y Evgenia Dodina. Duración: 98 minutos.
La muerte de Marga Maier, de Camila Toker Por Gustavo Castagna Un crimen, varios sospechosos, un paisaje geográfico acorde a la intriga y la incertidumbre ocasionado por el hecho en sí mismo, algún hálito del género fantástico que se entromete en las costuras del policial, un caso a resolver a cargo de la ley de compleja resolución. O de una ley que parece ajena a una postura ética frente al mundo. Con esos condimentos temáticos y formales, dirigidos a conformar un rompecabezas que oscila entre el whodunit y una historia que tiene más de una cercanía con los relatos breves de “Variaciones en rojo” de Rodolfo Walsh, la actriz Camila Toker propone su primera película a solas y dentro del territorio de la ficción. En efecto, La muerte de Marga Maier, en ese paraje de estancieros, pulperías, campo traviesa, policías violentos e hipotéticos herederos y / o compradores de los bienes de la difunta, en esos climas turbios e inquietantes, repletos de personajes dignos de temer, la película entrega sus mejores momentos: ciertos atmósferas y tensiones internas, cruces y sospechas, relatos sobre maldiciones y un diamante desparecido gobiernan en más de una oportunidad el devenir del relato. Del otro lado de la balanza, las relaciones que se establecen entre los personajes, en varios zonas narrativas, aparecen como forzadas, enfáticas en la acumulación de palabras que alejan el interés que se pueda tener debido a la búsqueda del responsable de la muerte de Marga Maier. Esos traspiés se traslucen en la exposición de un guión que se empantana en datos inútiles y menores y en ir desovillando una trama que necesita de un mayor rigor visual que reemplace a la palabra escrita, eficaz pero hasta cierto punto. Todos los personajes son sospechosos en medio de una narración que divaga entre la certeza y el desinterés que describen determinadas escenas. Ocurre que en más de una oportunidad, la historia deja de interesar, inclinada a exhibir una tipología de personajes genéricos de inmediato reconocimiento y solo eso, desde la cáscara del estereotipo, sin profundizar demasiado en complejidades. En ese punto, el plantel actoral, encabezado por la excelente actriz Pilar Gamboa, se esfuerza por no escaparse del verosímil que requiere estar contando una historia policial en donde los sospechosos son los de siempre. O todo lo contrario. LA MUERTE DE MARGA MAIER La muerte de Marga Maier. Argentina/Brasil, 2017. Dirección: Camila Toker. Producción: Martín Cuinat, André Gevaerd, Pablo Ingercher Casas, Francisco Pittaluga y Alezandre. Tastardi. Fotografía: Ben Battersby . Música: Fernando Tur. Intérpretes: Pilar Gamboa, Luis Machín, Ivo Müller, Mirta Busnelli, Sergio Boris. Duración: 104 minutos.
Paris puede esperar, de Eleanor Coppola Por Gustavo Castagna Debut ficcional de la ya octogenaria Eleanor Coppola, la hora y media cuasi turística de París puede esperar reúne un par de curiosidades. En efecto, la esposa de Coppola (agradecimiento eterno a la concepción del diario de rodaje de Apocalypse Now y también por sobrevivir a la “euforia” general de la filmación) se da el gusto de dirigir a la bella Diane Lane encarnando el papel de Anne, a pleno recorrido postergado hacia París pero dentro de la geografía bucólica y grácil de Francia. La curiosidad, allá lejos y hace tiempo, refiere a que el gran Francis Ford dirigió a la actriz en Los marginados, La ley de la calle y Cotton Club, dentro de los ciclotímicos años 80 del realizador (en los 90 reaparecería en ese bodrio supremo llamado Jack). La otra extrañeza refiere a la película en sí misma. Una aclaración: bienvenidos los films otoñales, las hipótesis de una separación o infidelidad de una atractiva mujer de 50 años con el mejor amigo del esposo, los cambios que se producen en un personaje determinado al momento de descubrir un paisaje, unas costumbres, un modo de vivir diferente a los habituales. Ahora bien, ¿solo eso resulta suficiente para hacer una película? Parece que la Sra. Coppola entiende que el cine puede inclinarse a un acuerdo entre la producción y algunas agencias turísticas dispuestas a ofrecer en imágenes una geografía ideal con sus correspondientes comidas, vinos, construcciones históricas y ambientes ad hoc. En ese sentido, París puede esperar nunca traiciona sus intenciones iniciales. En más de una escena, en casi todos sus diálogos, parece decirnos: bienvenidos al viaje ¿iniciático? risqué, con muchas fotos de por medio, tarjetas de créditos y travesías por rutas pero bien lejos de algo que se aproxime a una historia cinematográfica. El acompañante de Anne es Jacques (Arnaud Viard), una especie de galán al estilo Maurice Chevallier o Charles Boyer sesenta o setenta años después. Por lo menos hubieran convocado a Depardieu y su (de)interés por casi todo. Pero las pulcras y prolijas imágenes de París puede esperar invitan a observar la belleza de Diane Lane y a imaginar a aquel personaje de mujer casada que seduce y desea tener sexo con un joven francés en Infidelidad (2002, Adrian Lyne), erotismo publicitario al mango, ahora con más años, decidiendo traicionar a su esposo por segunda vez. Pero esta hipótesis, este delirio de quien escribe estas líneas, tampoco pertenecen al menos que discreto marco argumental de un film mutado en postal. PARÍS PUEDE ESPERAR Paris Can Wait. EEUU. 2016. Dirección y guión: Eleanor Coppola. Fotografía: Crystel Fournier. Música: Laura Karpman. Intérpretes: Diane Lane, Alec Baldwin, Arnaud Viard, Cédric Monnet, Linda Gegusch. Duración: 92 minutos.
Dulces sueños, de Marco Bellocchio Por Gustavo Castagna Desde su segundo anclaje en el mundo de los festivales y en la consideración del público, a propósito de Vincere (2009), el incansable e inquieto Marco Bellocchio (Piacenza, 1939), no deja de sorprender a propios y extraños. Pero el elogio no refiere solo a lo prolífica de su obra –iniciada con la extraordinaria I pugni in tasca (1965)- sino que condice con la calidad de cada uno de sus films, encorsetados en sus tema de siempre: la asfixia y el peso de la familia, el contexto de una Italia cambiante, la religión como hipotética salvación y/o perdición del mundo, el psicoanálisis como emergente de las situaciones pero sin necesidad de caer en obviedades psicologistas. Veterano hoy, iracundo joven de los 60 y 70 y desde hace algunos años revulsivo y eficaz vocero de aquellos temas de antaño pero observados desde una mirada sabia e intransferible, Bellocchio es uno de los cineastas vivos (junto a los hermanos Taviani y Ermanno Olmi, ya bordeando los 90), que rememoran una forma de hacer y pensar al cine ya perdida en el tiempo. Una película como Dulces sueños, en ese sentido, puede llamar a engaño. Desde sus intenciones primigenias refiere al tema del Edipo pero sin la transpiración sexual entremezclada con el melodrama de La Luna de Bertolucci. Desde su demarcación contextual, Italia es diseccionada a través de dos épocas distintas: fines de los 60 y décadas más tarde, tomando como centro a Massimo (Valerio Mastandrea) personaje niño y personaje adulto, la relación con su madre (fallecida a los 38 años), las decisiones autoritarias de su padre, el poder acosador y engañoso de la religión, los leves matices que van conformando una personalidad particular. Bellocchio se maneja a piacere desovillando una historia que va y viene en el tiempo, narrando con seguridad y eficacia, construyendo un relato con apuntes televisivos (programas con Raffaella Carrá, Gassman y Tognazzi) y referencias al cine (Nosferatu, entre otras). Pero el contexto resulta periférico y actúa solo como acompañante del personaje de Massimo, quien no solo descree de la muerte súbita de su madre. En realidad, Dulces sueños está pautada por la ausencia pero también por aquello que Bellocchio maneja con suma inteligencia: Massimo, pequeño y adulto, construye la imagen de su madre a través de otras mujeres. Allí estaría el terreno pantanoso al que Bellocchio obstruye con gran astucia: el tema del Edipo está presente en varias escenas pero al mismo tiempo se apela al melodrama como solución eficaz al conflicto antes que al paisaje que propondría una explicación procedente del psicoanálisis. Lo mismo ocurría con La Luna de Bertolucci, más allá del afán por el escándalo que caracterizaba al cine del director de Último tango en París. Allí el melodrama operístico y el desenfreno sexual conformaban un coctel que aplastaba las disertaciones psicoanalíticas. En Dulces sueños, Bellocchio procesa su historia de manera similar, sin necesidad de recurrir al gesto provocador. O sí. En una gran escena, el pequeño Massimo, quien hace caso omiso a la muerte de su mamá, se encuentra con un amigo que escucha un tema de Deep Purple a todo volumen. La habitación respectiva resulta acorde: posters, tocadiscos, vinilos. Hasta que llega la mamá del amigo de Massimo y ambos se ponen a jugar, se rozan, se tocan, se besan ante la mirada atónita del protagonista. Finalmente, la mamá (Valeria Bruni Tedeschi, quien solo aparece en esta escena) aparece recostada en un sillón exhibiendo sus piernas al chico y al espectador. El erotismo ganó la partida como también se confirma la victoria del cine de Marco Bellocchio, un realizador que debería señalar el camino a buena parte del cine que se hace en estos días. DULCES SUEÑOS Fai bei sogni. Italia, 2016. Dirección: Marco Bellocchio. Guión: Valia Santella, Edoardo Albinati y Marco Bellocchio, basado en la novela de Massimo Gramellini. Fotografía: Daniel Cirpì. Música: Carlo Crivelli. Edición: Francesca Calvelli. Intérpretes: Valerio Mastandrea, Bérénice Bejo, Fabrizio Gifuni, Guido Caprino, Linda Messerklinger, Ferdinando Vetere, Barbara Ronchi. Duración: 132 minutos.
Los ganadores, de Néstor Frenkel Se permite una bienvenida polémica debido a un documental como Los ganadores, nuevo expresión dentro del género de Néstor Frenkel. Ocurre que el director de Construcción de una ciudad, Buscando a Reynolds y El gran simulador (sobre el gran René Lavand) escarba en las vidas de anónimos personajes, exitosos y felices, debido a la obtención de premios amateurs se trate del rubro que se trate.El disparador argumental ocurrió durante el rodaje de El amateur del mismo cineasta en donde Frenkel descubrió que su personaje acumulaba y coleccionaba premios. De allí que Los ganadores se mete en las rutinarias vidas de un grupo de personas del interior, encargadas de programas de radio y televisión de cable y organizadoras de premios (muchos, muchísimos) que se reparten con la finalidad de conformar a todos. Es curioso un trabajo como el de Frenkel: Los ganadores es un documental de observación, ameno y de poco riesgo sobre una fauna particular que alegra la vida de otra fauna específica dentro de un sistema de evaluaciones excesivamente pluralista y democrático en donde ni ahí se permite el arreglo, el soborno, el galardón obtenido a base de presión o el chanchullo entre bambalinas. Entre entrevistas, relatos breves a cámara, algunas zonas simpáticas e irónicas, ceremonias elementales que registran cómo se entregan esos premios y apuntes discretos sobre algunos de los personajes aludidos, Los ganadores se expresa a través de un destino de orden conformista que se compadece con el perfil bajo de la propuesta. Pero claro, el matiz polémico o discutible surgiría en relación a la mirada del realizador al abordar un mundo pequeño, nada agresivo y de un vuelo poético de corto alcance. Desde allí aparecen los interrogantes: ¿la película se mofa de los personajes entrevistados? ¿Subyace un aire de superioridad del cineasta en relación a estos particulares “ganadores”? ¿Los ganadores pertenece a esa región de films argentinos recientes en donde el director “cancherea” y ridiculiza a sus sujetos, como ocurre con algún ilustre ciudadano de los últimos meses? El film de Frenkel corroboraría esta nueva tendencia temática, eso sí, desde la levedad argumental y la ligereza que propone un documental en donde los personajes están ahí, al servicio de una cámara que los desnuda sin necesidad de herirlos. LOS GANADORES Los ganadores. Argentina, 2016. Dirección, guión y edición: Néstor Frenkel. Fotografía: Diego Poleri. Música: Gonzalo Córdoba. Sonido: Fernando Vega y Hernán Gerard. Producción: Sofía Mora. Duración: 78 minutos.
La muerte no duele, de Tomás De Leone Por Gustavo Castagna Fue una crónica de una muerte anunciada” refiere un testimonio del documental de De Leone en relación a los días contados que tenía Rodolfo Ortega Peña antes de ser asesinado por la Triple A. Y por más que se trate de una frase fagocitada y utilizada hasta el hartazgo, esas palabras encajan perfectamente en la figura del personaje, un tipo que iba de frente, abriendo frentes de batallas dialécticos en varios lugares a la vez, compenetrado en su labor de abogado, comprometido con su época y con aquella coyuntura primaveral y violenta de fines de los sesenta y parte de la década siguiente hasta su muerte. La muerte no duele estimula el recuerdo a través de un material histórico valioso y poco conocido junto a testimonios que construyen un rompecabezas llamado Ortega Peña desde sus opiniones, palabras a periodistas y labor como diputado. En ese punto, los materiales refieren a sus orígenes, su crianza en un entorno familiar antiperonista, su particular apodo (“Belinda” en alusión a la chica muda que encarna Jane Wyman en el film homónimo), su amistad pública y personal con Eduardo Luis Duhalde, su trabajo como abogado de Vandor, cuestión que le trajo más de un dolor de cabeza. La mezcla de testimonios (los justos y necesarios, sin excesos numéricos) y la construcción de un relato con un final conocido y previsible, pero que en su desarrollo adquiere un importante crescendo dramático, ejemplifican las pretensiones del trabajo del realizador de Leone. Pretensiones que llegan a su punto máximo en los quince, veinte minutos últimos del documental. Allí se prevé el fin de una historia de vida y el comienzo de una historia de terror. El terror de la Triple A, la figura de Perón (siempre discutible en este punto), el horror en la esquina, los ajustes de cuentas, los grupos de tareas en los autos Falcon y la revista El caudillo como emblema. Pero esa es la otra historia que Rodolfo Ortega Peña jamás podrá conocer debido al accionar de aquel terrorismo de estado. LA MUERTE NO DUELE La muerte no duele. Argentina, 2016. Dirección y guión: Tomás De Leone. Producción: Maia Menta y Diana Orduna. Fotografía y cámara: Ignacio Suárez Rubio y Eric Elizondo. Montaje: Tomás de Leone. Música. Ignacio Suárez Rubio. Voz en off: Agostina Bramanti. Duración: 83 minutos
Personal Shopper, de Olivier Assayas Olivier Assayas siempre se destaca por patear el tablero y así convertirse en un director original y diferente, explorando en el pasado con la tecnología siglo XXI, resucitando a la cinefilia heredada de Cahiers du Cinema pero incorporando una mirada fúnebre sobre aquella revolución impuesta por la Nouvelle Vague. Allí está su obra maestra: Irma Vep (1993), junto a sus ecos y referencias hacia este film seminal (Sils María-acá conocida como El otro lado del éxito-, 2014), su visión del género en versión moderna (Clean, Boarding Gate, Demonlover), sus espejos iniciales en relación a aquella cinefilia (Fines de agosto, principios de septiembre), su opinión particular del mayo francés (Después de mayo), su relectura del clasicismo (Los destinos sentimentales), su exploración sobre el terrorismo y mucho más que eso (Carlos), su disección melancólica en clave familiar (Las horas del verano). En fin, el cine de Assayas representa y no tanto un cuerpo que respeta a la llamada política de autor cahierista. En todo caso, si la autoría existe en su cine, hay que espiarla, buscarla en los bordes de sus temas, en las diferentes elecciones de puesta en escena. Por lo tanto, este nombre esencial del cine francés, una especie de sepulturero sin saberlo de la Nouvelle Vague, quien también escribió varios años en Cahiers (¡obviamente!), ahora se mete con una historia en donde se entremezclan fantasmas, espíritus, silencios espectrales, la dulce (y temerosa) sensación de tenerle miedo al miedo, una pose “cool” que caracteriza a su cine y un ejército tecnológico de punta que ya anunciaban films anteriores, en especial Sils María. La estructura de relato de Personal Shopper autoriza varias complejidades. Pero todo ronda alrededor de un personaje protagónico, la joven Maureen (Kristen Stewart), asistente de compras (ropa, joyas) de una celebridad y especialista en aquello de contactarse con fantasmas y espíritus, por ejemplo, con su hermano, que se fue y parece que sigue andando por ahí. La primera secuencia, con un sabio manejo y construcción del espacio, dignifica a aquello de atemorizar al espectador con sonidos en off, silencios, austeridad de la puesta en escena. Pero se está y no frente a un film de terror, en todo caso, Personal Shopper se ubica en los bordes de cualquier género apropiándose de climas e insinuaciones que ofreciendo certezas y estallidos efectivos. En realidad, Assayas maneja a placer e imbrica a su gusto los dos ítems opuestos y complementarios de la protagonista, en permanente contraste pero exhibidos de manera sutil y en forma más que astuta e inteligente. Las piezas se articulan y se desarman como si se tratara de un rompecabezas complejo de armar, con momentos eficaces pero que en otros instantes no traslucen como bien resueltos debido a la obsesión del director por ser “original” frente a ciertos pre-conceptos. El trabajo de “personal shopper” de Maureen muestra el lujo y la banalidad de los ambientes, exhibido por Assayas con una mirada bastante condescendiente; por otra parte, su actividad como experta en captar fantasmas y espíritus, al contrario, elige el camino de una puesta en escena despojada, analítica y cerebral como cada uno de los pasos y los silencios que debe emprender el personaje para “visualizar” y “escuchar” a su hermano o algún otro que ande por ahí. En el medio de una trama de capas superpuestas que se necesitan entre sí se desarrollan dos escenas claves. Una es aquella en donde Maureen es acosada al momento de viajar y durante más de quince minutos por una serie de mensajes que recibe por WhatsApp. La otra, que dura muchísimo menos, tiene a la protagonista probándose ropa ajena, es decir, ofreciendo su cuerpo desnudo en clave muy francesa, voyeurista, de fisgoneo con aire cool. En esos dos momentos, como sucede en toda la película, está Kristen Stewart, una actriz potente y relevante ya en algunos de sus films anteriores (la citada Sils María –y eso que acá está junto a Juliette Binoche- y Café Society de Woody Allen). Por favor, olvídense de crepúsculos adolescentes y de films descartables que pasa el cable: Kristen Stewart deja en Personal Shopper una actuación extraordinaria, repleta de matices, austera y enfática en similares dosis. Ella también es una parte fundamental de la puesta en escena elegida por el director. PERSONAL SHOPPER Personal Shopper. Francia, 2016. Dirección y guión: Olivier Assayas. Producción: Sylvie Barthet. Fotografía: Yorick Le Saux. Montaje: Marion Monnier. Intérpretes: Kristen Stewart, Lars Eindinger, Signi Bouaziz, Anders Danielsen Lie, Ty Olwin. Duración: 106 minutos.
El porvenir, de Mia Hansen-Love Cuando hace un par de años se estrenó Edén (2014) de Mia Hansen-Love, que pasó totalmente desapercibida en la cartelera de cine, hice referencia al tono agridulce de la propuesta que recaía en un grupo de jóvenes, su paso de la adolescencia a la adultez, el paisaje musical a través de la música electrónica y los acontecimientos –tristes, alegres- que se presentaban en la trama. El secreto del film, desde su aspecto narrativo, hacía hincapié en el tono asordinado, sin histerias ni griteríos, y en aquellas cosas importantes que les sucedían a los personajes pero donde la directora jamás elevaba el tono de voz ni reclamaba respuestas eficaces de parte del espectador. De los jóvenes de Edén (estupendo film) a la profesora de filosofía que interpreta Huppert con su reconocida sabiduría actoral, subyace un trayecto de edades y conflictos diferentes; sin embargo, la mirada de la cineasta (también actriz) Hansen-Love es la misma en esta nueva historia y también lo había sido en la anterior El padre de mis hijos (2009). El porvenir o una nueva vida es la que le espera a Nathalie Chazeux, una vez enterada de que su marido tiene otra mujer, que deberá estar atenta con los dilemas de salud de su madre, que un ex alumno se ha convertido en profesor y que el tiempo avanza progresivamente hasta convertirla en un sujeto rutinario y domesticado por un orden social. A la espera de un futuro más venturoso y diferente a ese presente repleto de cambios, la profesora de filosofía –ajena a cualquier motivación política de los jóvenes que la rodean- vive esa etapa de inestabilidad emocional en donde las rutinas y obligaciones no pueden alterarse frente a determinadas novedades. Entre fundidos y un uso y nunca abuso de la elipsis de manera magistral, el tiempo transcurre en la vida de Nathalie: su hija la convertirá en abuela, la madre pasará a ser el mejor de los recuerdos y los jóvenes ex alumnos y ahora profesores contrastarán en presencia y felicidad frente a la especialista que no anda tan lejos de los sesenta años. En ese punto, El porvenir, como ocurre con otros títulos de la directora (cinco hasta hoy) es un acabado ejemplo de cine sensorial, de cruces de miradas, de afectos olvidados en el tiempo, de ese tiempo que fluye sin pausas. Y nada mejor que tener a la impresionante Isabelle Huppert, cameleónica y extraordinaria actriz, para entregar un cuerpo y un rostro que trata de encontrar algún espejo referencial alrededor suyo que le impida afirmar que el tiempo es veloz, imparable, avasallante en su transcurrir, sin posibilidad alguna de retorno ni mirar atrás. EL PORVENIR L’avenir. Francia/Alemania, 2016. Dirección y guión: Mia Hansen-Love. Producción: Charles Gillbert. Fotografía: Denis Lenoir. Montaje: Marion Monnier. Con: Isabelle Huppert, Edith Scob, Roman Kolinka, André Marcon, Sarah Le Picard, Solal Forte, Elise Lhomeau, Lionel Dray, Marion Ploquin. Duración: 102 minutos.
UNA DICTADURA ENTRE VOCES Y SILENCIOS Ya en su personal y minimalista Hamaca paraguaya (2006), anterior largo de la directora, Paz Encina exploraba de manera particular las turbulentas zonas históricas de su país eligiendo fusionar el documental y la ficción entre voces, sonidos y una puesta de cámara contemplativa. Años después, ahora con Ejercicios de memoria, la cineasta paraguaya toma como pretexto la reconstrucción de la vida de Agustín Goiburú, feroz crítico de la eterna dictadura de los Stroessner, sus recuerdos y su asesinato, contada desde la perspectiva de sus tres hijos (Rogelio, Jazmín, Rolando). Pero aquello en donde la Historia y las historias particulares con un contexto determinado podrían prever un film más sobre las atrocidades de una dictadura de este continente, en manos de Paz Encina, se convierten en una película-ensayo, donde el trabajo con el sonido y con una imagen que contrastan en más de una oportunidad corroboran las autoexigentes decisiones estéticas de la realizadora. En efecto, las voces se superponen, los relatos se cruzan y mixturan, la música adquiere protagonismo (de Ramón Ayala, por ejemplo) y las fotos fijas de la familia transmiten una potente intensidad dramática a través de un sonido de propósito extradiegético. La cruel historia de Paraguay bajo la órbita de Stroessner está presente en Ejercicios de memoria, pero no desde una clave historicista y didáctica. Paz Encina estimula la forma por encima del contenido pero jamás descansan en un virtuosismo sin sentido que podría caer en la mera experimentación. Al contrario, su mirada sobre el cine la acerca a una visión semejante a las de grandes cineastas españoles como Víctor Erice (en especial, a su episodio “Línea de vida” del largo colectivo Ten Minutes Older) y José Luis Guerín (Tren sombras, por ejemplo). Semejante comparación, claro está, duplica las virtudes y los riesgos que toma Paz Encina para su personal Ejercicios de memoria. EJERCICIOS DE MEMORIA Ejercicios de la memoria. Argentina/Paraguay/Francia/Alemania/Qatar, 2016. Dirección y guión: Paz Encina. Fotografía: Matías Mesa. Música: Ramón Ayala. Montaje: María Astraukas. Producción: Constanza Sanz Palacios. Con: Rogelio Goiburu, Elín Goiburu, Jazmín Goiburu, Rolando Goiburu, Hebe Duarte. Duración: 71 minutos.
MEMORIAS SIN OLVIDOS Opera prima de Liv Zaretzky, su documental escarba en la vida del escritor Miguel Ángel Molfino, su familia, el contexto político de Argentina en los 60 y los 70, la crueldad de la dictadura, las muertes cercanas, las cárceles y torturas. Extramuros presenta un sujeto narrador (el citado Molfino), otras voces que acompañan al relato central y unas más que no pueden decir nada, aquellas silenciadas por la masacre golpista. En este punto, el trabajo propone un racconto verbal más que visual del conflicto aun cuando ocasionalmente la potencia de determinadas imágenes (los lugares ahora vacíos de la reclusión y de los castigos), junto a los textos del escritor, actúen en contraste con la acumulación de palabras. Las idas y vueltas de los relatos entregan dos visiones opuestas y complementarias: por un lado, la descripción del horror verbalizado, a través de hechos, instantes y momentos que reflejan el escarnio y la violencia de esos tiempos. Por el otro, de acuerdo a las revelaciones que proponen los relatos, el tono se convierte en un rosario de anécdotas donde el azar invade al hecho en sí mismo, como sucede cuando algunos de los testimonios dan a conocer que ni los personajes aludidos sabían que estaban militando en determinada célula guerrillera. En esa verbalización del conflicto, la película descansa con placer: el horror se convierte en recuerdo y en mirar hacia adelante, jamás pensando en perdonar a los responsables ni tampoco en arrepentirse por aquello que se hizo (la militancia ante todo), sino en la idea de que el dolor sufrido se refleja en una mirada perdida, en un silencio, en una respuesta que no llega. Extramuros se parece y no tanto a varios documentales sobre el tema. Ya los relatos a cámara no requieren de una puesta en escena despojada en donde las palabras adquieren un rol protagónico. Ahora, la descripción de esos hechos marcados por el horror de la dictadura se expresan tomando una copa de vino, un café, con un plato que tiene una porción de torta o una picada. La puesta cambió, pero el contenido nunca más y jamás. EXTRAMUROS Extramuros. Argentina, 2016. Dirección y guión: Liv Zaretzky. Producción: Mayra Bottero, Gabriela Cueto, Florencia Franco y LIv Zaretzky. Fotografía: Fernando Lorenzale. Montaje: Valeria Racioppi. Sonido y música original: Paula Ramírez. Duración: 70 minutos.