Padre separado, hija inteligente El nuevo film de Winogrand se centra en una historia de amor construida por situaciones azarosas y lugares comunes. La comedia blanca se sostiene desde lo actoral y los giros del guión recaen en el personaje de la niña. Podría afirmarse que Sin hijos es una comedia familiar funcional, contada con elegancia y aferrada a los códigos genéricos de esta clase de films. Efectivamente: la nueva película de Ariel Winograd (Cara de queso; Mi primera boda y Vino para robar, su mejor título hasta hoy) jamás oculta sus costuras de historia agradable con personajes simpáticos y un protagónico –excesivo– de una niña de 9 años, motivo más que suficiente para incluir a Sin hijos en el rubro comedia blanca donde los adultos parecen inmaduros frente a la inteligencia de los pequeños. Pura receta y probada fórmula que toman el director y el guión de Mariano Vera provisto por el argumento de Pablo Solarz (realizador de Juntos para siempre, una buena comedia… oscura). El inicio es transparente pero eficaz aun en su poca originalidad: Gabriel (Peretti), separado y con una hija de 9 años (Manent) se cruza con Vicky (Maribel Verdú), obsesión de la adolescencia. La cuestión sigue con el devenir cotidiano de Gabriel (acá aparece Piroyansky con un par de momentos graciosos, encarnando al hermano del protagonista) hasta que se presenta una "cita a ciegas" con una mujer, armada por el mejor amigo del frustrado esposo. La comedia, en ese momento, estalla con altura: Peretti se siente cómodo en ese rol, los diálogos funcionan a la perfección, la cita fracasa. Pero estamos frente a una comedia de situaciones y de características azarosas; por lo tanto, Vicky vuelve a cruzarse en la vida de Gabriel, tienen sexo, se los ve felices pero ella le informa de su problema: odia tanto a los niños que hasta pertenece a una entidad denominada "No Kids". Pese a que otros personajes secundarios comienzan a tener relevancia en la historia (el padre de Gabriel interpretado por Horacio Fontova; su ex esposa, ahora embarazada de su nueva pareja –Pablo Rago– apodado Bruce Lee), el punto de vista cambia de manera violenta. Debido a las maniobras del guión, la niña cobra importancia en el relato, tendrá voz y será el desencadenante de las situaciones, ocultando su filiación familiar a la novia de papá. De ahí en más, será el personaje "inteligente" de la película, el centro del relato, el único motivo por el que la construcción de una historia familiar convierte a una comedia medianamente amable en un modelo de cine conservador donde el padre no cederá nada frente a la "sabiduría" de su hija hasta que la farsa se haga añicos y la azorada Vicky esté obligada a pensar un futuro jamás previsto por ella. Allí, claro está, las costuras narrativas de Sin hijos modifican a los fagocitados remiendos de un film menos que convencional conformado por una avalancha de lugares comunes.
Con buenos actores no basta La segunda parte de esta historia protagonizada por un gran elenco muestra signos de agotamiento. Un guión poco relevante que se convierte en un pasatiempo menor. Cuando en 2011 se estrenó la primera parte de una historia protagonizada por veteranos intérpretes británicos observando azorados la forma de vida y las costumbres de la India, los resultados de la película no iban más allá de un entretenimiento liviano donde el cruce cultural se manifestaba desde alguna situación graciosa hasta un conjunto de chistes xenófobos de efímero impacto. Poco podía esperarse de un mediocre director como John Madden (Shakespeare apasionado, La mandolina del capitán Corelli) retornando al mismo paisaje con similares intenciones a las del film anterior acompañado de un plantel actoral que ahora se duplica en número. El mismo hotel pero ya con la posibilidad de abrir otro, un idéntico dueño rendido al flematismo y al sarcasmo británico, los viejos ingleses que siguen viendo a esa India for export como un gran paraíso, una boda donde entrarán en choque las dos culturas y la reiterada letanía argumental de la primera de la saga ahora en versión amplificada junto a esos paisajes obscenos de Nueva Delhi y Bombay exhibidos como carnada de una compañía de turismo. Madden invierte dos horas para contar todo lo anterior (es decir, poco y nada en relación con el film inicial), ya excedido en metraje y sólo sosteniendo la historia a través de un grupo actoral que aún representa años y años de tradición teatral y cinematográfica parida en Inglaterra. A esta altura, con un guión tan poco relevante que permite una lectura subliminal sustentada en una mirada colonialista que añora territorios ajenos y expropiados, El excéntrico Hotel Marigold 2 sólo vale como pasatiempo menor debido a su team actoral donde vuelven a triunfar Judi Dench (Evelyn Greenslade), Maggie Smith (Muriel Donnelly) y Celia Imrie (Magde Hardcastle). Pero la película suma a Richard Gere, aun en un papel de pocos minutos pero importante para justificar alguna vuelta de tuerca de un relato desvaído. ¿El intérprete de American Gigoló y Pretty Woman será cabeza de reparto de una más que posible tercera vuelta por las instalaciones del hotel Marigold?
Todo para una trama cursi No es Christopher Lambert como Highlander ni tampoco Orlando, un film inglés de inicios de los '90 con Tilda Swinton. Tampoco los personajes de Crepúsculo ni algún otro vampiro con varios años encima. Es la eternamente joven Adaline Bowman (Blake Lively, seductora como un témpano), nacida en 1908, que a los 29 años sufre un tremendo accidente automovilístico, logrando sobrevivir pero con una yapa impensada para ella: será la misma de siempre hasta que aparezca Ellis Jones (Michiel Huisman, ídem que la primera actriz) y así intentar acabar por las suyas con la maldición. Sí, El secreto de Adaline reúne el total de ingredientes de una historia cursi: romance mezclado con ciencia ficción revestida de aforismos new age, luz blanquecina ideal para escenas de parejas de enamorados, alguna lágrima que trata de explicar el porqué de la maldición, secuencias en blanco y negro que rememoran el pasado de la protagonista (allí se hace hincapié en la Segunda Guerra Mundial) y encuentros con gente mayor que aconseja y sentencia sobre cómo se debería seguir con una extensa vida. Parece mentira pero no es así: el cine mainstream norteamericano, por lo menos una parte de su cuantiosa producción anual, se ve reflejado en esta clase de historias con personajes que traspasan décadas y no envejecen ni un poco. En El secreto de Adaline, como sucedía en Un cuento de invierno (con Colin Farrell) y aquella historia con caballos alados y amores a través de siglos, se apunta a un espectador "joven" y "soñador" adicto a las noches crepusculares. La gran pena es ver a Ellen Burstyn (El exorcista) en un papel menor y a años luz de su calidad como actriz.
Sentenciado a muerte Documento más que documental sobre un hecho policial, el trabajo de Raúl Viarruel, su ópera prima, contempla un sinuoso registro pesadillesco, el de Víctor Hugo Saldaño, quien hace dos décadas cometió un crimen en Estados Unidos. El Paraíso Dorado para Saldaño, joven argentino por ese entonces, cerró sus puertas hasta hoy en la cárcel de Texas, donde permanece a la espera de quien sabe qué decisiones de otros. Proceso judicial, batallas legales, abogados, jueces y una persona sentenciada a muerte dos veces, ya sin sus facultades mentales intactas, que entiende poco y nada lo que le dicen y que aguarda que alguien le extienda una mano y lo saque del horror. En ese punto, su madre Lidia es la voz principal del documento, narrando cada uno de los pasos que dio hasta ahora para sacar a su hijo de prisión. Alrededor de ella, hombres de leyes y funcionarios, con argumentos diferentes, exhibidos por el documento de manera avasallante y poco atractiva desde el punto de vista narrativo. "El cine está lleno de abogados y jueces", dijo Godard hace 30 años ante una avalancha de películas que transcurrían en juzgados. Bastante razón tenía por entonces aunque Saldaño. El sueño dorado bucea en las contradicciones de leguleyos estadounidenses, en su mirada racista y en la posibilidad –obvia– de que si se es pobre o marginal resultará muy difícil que puedas salir de una cárcel. En ese punto, el documento opone ciertos testimonios bastante obvios a la inquietud que provoca ver al encarcelado registrado por las borrosas imágenes que transmiten las cámaras de seguridad.
¡Que viva la parodia! Hubo que esperar mucho tiempo, no tanto como los años que tienen los personajes de la película, pero valió la pena, se tuvo la suficiente paciencia y llegó el día. Desde La danza de los vampiros de Roman Polanski y El joven Frankenstein de Mel Brooks, en los 60 y 70, la parodia del terror no tenía un gran film que ahora, y sorpresivamente, viene de Nueva Zelanda, concebida por gente de la televisión, con bajo presupuesto pero repleta de ironías, chistes, alusiones y referencias al género, una construcción de relato que refiere a un falso documental entremezclado con un reality (¡los camarógrafos llevan crucifijos!) y un respeto desde la puesta en escena que convierte a esta comedia casera en un ejemplo único. Por supuesto que la saga Crepúsculo cae bajo los colmillos de esos cuatro habitantes de un caserón al que hay que limpiar todos los días, ya que los eternos amigos, una vez que deciden recorrer las calles en busca de diversión, se topan con más de un hombre lobo en estado catatónico. Pero la fiesta no refiere exclusivamente a la contracita irónica; Casa vampiro es mucho más. En todo caso, se parece a una celebración lúdica que recuerda a los años 70 y al descontrol de The Rocky Horror Picture Show, pero sin canciones y coreografías, apuntando al cuello de la veta vampírica, sumergiéndose en la soledad y efímera felicidad de un grupo de personajes que hasta descubre las posibilidades de Internet. Los tiempos cambiaron y aquel film proveniente de un espectáculo Broadway desde hace años es una obra de culto. Ojalá que Casa vampiro adquiera una definición similar. Prepare sus dientes y vaya a verla. ¡Ya!
Sátira del hombre alienado Peretti protagoniza esta historia sobre un vendedor inmobiliario que navega entre la supervivencia al día a día y la búsqueda de trabajo. Un guión sutil que permite la reflexión. Showroom, primera incursión de Fernando Molnar en la ficción, describe a un mundo y a un personaje en clave de comedia negra, con incidencias de la sátira pero sin necesidad de caer en el trazo grueso y en la crítica subrayada como exposición de un conflicto. La vida del vendedor inmobiliario Diego (Diego Peretti, quien confirma que su rostro es parte de una puesta en escena), navega entre la supervivencia al día a día y la imperiosa búsqueda de trabajo. Lo consigue, en la gran metrópoli, cuando él junto a su familia se establecen en la bucólica naturaleza del Tigre. Un trabajo en un showroom, un simulacro del confort y de los temores de la clase media que oculta su paranoia en esas fortalezas instaladas desde la publicidad. Pero ojo, Showroom es una comedia, que expresa sus inquietudes a través del montaje eficaz, del uso dramático de los primeros planos del rostro de Diego, de la conformación de una clase de humor que se basa en la repetición, como si fuera un film "slapstick" pero sin agresión física ni golpes y caídas gratuitas. En ese sentido, el sutil guion de Molnar junto a Sergio Bizzio (director de Animalada y Bomba) y Lucía Puenzo (El niño pez; XXY; Wakolda) permite la reflexión del espectador en medio de las torpezas e infortunios que vive el personaje central. Un personaje que (sobre) vive en un mundo de contrastes: naturaleza versus cemento; autos desvencijados versus autos último modelo; el Tigre como paraíso real versus Palermo Boulevard como paraíso artificial. Es que la trama alude a un gran artificio del que dependerá el futuro de Diego, atribulado, agotado y construido como individuo para (sobre) vivir en un mundo mejor, no en ese al que obliga la subsistencia laboral y la decisión personal previo paso por aquello que propicia una seductora catarata de publicidades. Molnar maneja con astucia los momentos agridulces del film (la mayoría) y los escasos instantes de felicidad del personaje central. Sostiene los objetivos dramáticos sin caer en el peligroso patetismo ni en una mirada superior en relación a la historia y al protagonista. Mira pero no opina en exceso sobre las idas y vueltas de Diego y su trabajo, exigiéndole al espectador que complete algunas zonas oscuras y que reflexione sobre el comportamiento de un personaje y de una sociedad que oprime y desea anularle su identidad. A través de esa inteligente visión del mundo, teñida de cierto distanciamiento afectivo que hasta puede transmitírsele al público, surge el rostro de Peretti, extraña mezcla de Buster Keaton, Discépolo y un cómico italiano del período clásico.
Nueva vida luego de los 50 El disparador argumental es la contracara de un lugar común, ya que al inicio de Entre tragos y amigos, el cincuentón de vida saludable Antoine Chevalier (Lambert Wilson) sufre un infarto y preocupa a todos. Contra todos los pronósticos, decide no respetar las recomendaciones de los médicos, se va de vacaciones con sus amigos y empieza a hacer cosas impensadas para él, novedosas y originales en alguien que trató a su cuerpo de manera obsesiva. En 1975 el gran John Cassavetes dirigió (también actuó) en Maridos, uno de sus films autodestructivos en donde tres amigos de más de cuarenta años (él más Ben Gazzara y Peter Falk), con la aceptación de sus parejas y novias, tienen unos días libres luego de la inesperada muerte de un cuarto compañero de toda la vida. Sí, el director y también actor Eric Lavaine no pretende (por suerte) acercarse a la genealogía de personajes de Cassavetes, pero el pretexto argumental tiene parentescos: afrontar la muerte, esquivarla, ridiculizarla. El film francés elige un terreno espinoso: el del humor liviano, sin demasiadas pretensiones, leve en sus objetivos y funcional a través de algunos diálogos, que cuenta con un plus importante: la presencia de un excelente intérprete como Lambert Wilson, ya canoso y lejos de las ochentosas películas que hiciera para André Techiné y Andrzej Zulawski (Apasionados; La mujer poseída). Entre tragos y amigos parte de una premisa (pequeña) y jamás la traiciona: coquetear entre el drama superficial y la comedia sin riesgos para describir a un grupo de personajes de más de cincuenta años que quieren divertirse un rato como si fueran adolescentes que cargan con inestabilidades emocionales y hormonales. En un año donde los distribuidores locales adquirieron títulos franceses de carácter industrial (van seis estrenos con el film de Levaine), omitiendo por ahora una mirada de autor que propone mayores riesgos, estos tragos, amigos y motivaciones grupales e individuales de los personajes encabezados por el ciclotímico André Chevalier, poco y nada puede sumar a la gran tradición de la comedia clásica con herencias del vodevil más simple y eficaz.
La vuelta de Pie Grande En la ficha técnica informativa está su nombre, el de uno de los responsables de tanto terror de los últimos años estilo found footage o material encontrado por todas partes. Él es el cubano de Miami Eduardo Sánchez, quien por 1999 la hizo muy bien con su amigo y también treintañero Daniel Myrick, ya que ambos perpetraron The Blair Witch Project, invirtieron poco, se llenaron de dólares y colocaron el primer ladrillo del terror berreta con jóvenes asustados que se filman hasta un segundo antes de morir entre actividades paranormales, sótanos y escaleras intimidatorias y bosques interminables que permiten el uso y abuso de la cámara en mano. Sin embargo, esa cámara sigue encendida hasta hoy. Terror en el bosque, 15 años más tarde de aquella bruja fuera de foco, vuelve a prenderla con las pocas novedades que podría arrimar sobre el tema. Más aun, el nuevo monstruo geográfico es una especie de Pie Grande dedicado a sembrar pavor en dos parejas de adolescentes con ganas de pasarla bien, lejos de la ciudad, cerca del porro y a años luz de que se les ocurra decir algo interesante o por lo menos, actuar de manera decorosa. Si las sorpresas no aparecen por esos flancos, debe reconocerse en Sánchez, acaso porque se trate del creador de esta tendencia genérica, cierto afán por el escamoteo visual y algunas sutiles gambetas narrativas en lugar de la exhibición gratuita y del plano detalle que salpica el lente de la cámara. El monstruito de ocasión, como aquel baboso Alien de Ridley Scott es mostrado de a poco, primero a través el uso del espacio off y luego por medio de la utilización de la luz con objetivos dramáticos. Sólo por eso, la película se salva del previsible aplazo.
Ojos grandes... para verte peor Con menos excesos en el diseño de producción de varias de sus películas anteriores, Tim Burton realiza este biopic sobre el matrimonio de Margaret y Walter Keane que no se aleja de una mera ilustración de un paisaje de época. Se le podía exigir a Tim Burton que siguiera haciendo grandes películas como las de los inicios hasta los años de El gran pez? Sí, porque se trataba de uno de los directores más importantes de ese entonces, que hasta llegó a ser calificado por la revista Cahiers du Cinema como uno de los "cineastas del siglo XXI". ¿Se le puede pedir a Burton algo más luego de la discreta Big Eyes y después de una obra reciente poco original y ya parecida al conservadurismo de su ex odiado Walt Disney? Con menos excesos en el diseño de producción y en el cotillón visual que asfixiaba a Charlie y la fábrica de chocolate, Sweeney Todd, Sombras tenebrosas y Alicia en país de las maravillas, cuatro títulos olvidables que corroboraban las pocas ideas de Burton luego de su gloriosa primera década, Big Eyes mira a aquel Batman pop y oscuro y a la irrepetible Ed Wood con cierta confianza pero sin jugársela demasiado, como si el director solo se conformara con espiar su casi fenecido talento de antaño. Del biopic sobre el matrimonio de Margaret y Walter Keane, artistas de los años '50-'60 caracterizado por la bohemia de esos años y la supervivencia diaria, pueden rescatarse algunas cuestiones y cargar con furia en otras a las que Burton pareció no darle demasiada importancia. La reconstrucción de época, las actuaciones que bordean la parodia (en este punto, la performance de Waltz está a un paso del ridículo) y la tensa y simpática relación de la pareja, funcionan como puntos a favor. En oposición, Burton no se aleja de una mera ilustración visual de un paisaje y de un marco de época determinado con una pareja de artistas como protagonista, aunque la historia confirmaría que Margaret era quien pintaba esos rostros de ojos enormes y no el verborrágico esposo. Ocurre que Big Eyes es un film sin riesgos, sostenido en un par de escenas y en la empatía de la pareja central. Entonces, ¿desde qué lugar mira Burton a su historia y a sus personajes? Allí está el problema más grave de la película: el desinterés que muestra el director en aquello que cuenta, como si observara desde un lugar incómodo, de poco o nulo compromiso por los Keane. Lineal y aferrada a un guión más que a sus delirios y desbordes visuales, el último opus de Burton no molesta como sus recientes películas pero queda muy lejos de aquella muerte del Pingüino que encarnaba Danny De Vito en Batman vuelve o de la fiesta juntos a las reses y los mariachis de la troupe de freaks que encabezara Ed Wood. Lo mejor que se puede decir sobre Big Eyes es que está por encima de varios títulos del director, en tanto, lo peor es que se trata de una película poco personal, liviana y de inmediato olvido.
Mirar y descubrir desde el exilio. El multifacético artista al estilo renacentista (pintor, escultor, poeta) vivió más de 30 años ¿auto? exiliado hasta el día de su muerte. La joven directora, por su parte, salió a la búsqueda de esa leyenda, llamada Bahman Mohasses, reconocido en el Irán previo a la revolución de Komeini en 1979. ¿Un fantasma tangible, una personalidad que hace culto al cinismo, o un sujeto actuante que refiere a su propia historia y a la de su país? Un poco de los tres ítems describe este curioso documental, que muestra en más de una ocasión a la cineasta Mitra Farahani, absorta y asombrada frente a semejante objeto de adoración. Tal como hicieran Lorena Muñoz y Sergio Wolf en el estupendo trabajo Yo no sé qué me han hecho tus ojos, sobre la cantante de tangos Ada Falcón, la leyenda está viva y hacia allí la cámara de Farahani se dirige con el propósito de mirar y descubrir al mito. El Picasso de Persia (astuto título local) construye su discurso desde el deseo de dos inversores que admiran a Mohasses y que por ese motivo contratan a la cineasta para cumplir con el objetivo. El artista, fumador incansable, ególatra y narcisista, pero también seductor a través de sus relatos que recorren desde aspectos privados hasta públicos, se convierte en el centro neurálgico del relato. Un centro al que la directora jamás desplaza hacia otras zonas más ambiguas, eligiendo mirar y descubrir, pero también, admirar y mucho, acaso de manera excesiva. Pero hay un punto en donde El Picasso de Persia afronta sus bienvenidos riesgos cinematográficos y es cuando se profundiza en la obra más conocida y preferida por el artista. "Fifi" es su nombre y, de acuerdo al devenir del documental, esa pintura representa el Rosebud (por Citizen Kane de Orson Welles) en la trajinada vida profesional y personal de Mohasses, quien muriera a mediados de 2010, a poco de terminado este film-investigación. Allí, la película de Farahani obtiene sus mayores logros formales, y al mismo tiempo, expresa sus razones para justificar el premio principal obtenido en el Bafici del año pasado.