Un artista solidario Milo Lockett en sus múltiples facetas: como artista, persona solidaria, padre de familia, polemista permanente, habitante del Chaco profundo y casi impenetrable. Milo Lockett en sus múltiples facetas: como artista, persona solidaria, padre de familia, polemista permanente, habitante del Chaco profundo y casi impenetrable. El documental de Federico Bareiro trabaja los múltiples costados del personaje, desde su proceso creativo hasta la privacidad, donde Milo opina con igual énfasis de sus ganas de exponer en Asia y del clan familiar que rodea a su figura. Los testimonios, presentados como cabezas parlantes pero necesarias para la fluidez del relato, son los de galeristas, expositores, artistas y hasta los padres del personaje, momentos en que el film elige una narración cronológica y sin demasiados riesgos formales. El personaje aludido, por lo tanto, se impone como centro neurálgico de la acción, explicitando sus pensamientos, recorriendo municipios chaqueños (El Sauzalito, por ejemplo), rodeado de chicos con síndrome de Down, jugando con ellos, comprendiendo sus carencias. Muy lejos de la pose benéfica de otros artistas plásticos o de cualquier rubro, Milo aparece como un rey que no necesita corona alguna para transmitir honestidad en cada una de sus acciones. Polémico entre sus pares, de alto perfil en sus declaraciones, al artista invocado en el documental se lo imagina feliz a través de los testimonios de sus colaboradores, las sonrisas de los chicos chaqueños o en la Bienal de arte municipal donde se presentó su obra. El documental, elegíaco y sincero, jamás oculta la admiración que se le tiene a un monarca democrático y altruista. Rey Milo, en ese sentido, es una película destinada no sólo a quienes conocen la particular obra de Milo Lockett.
Policial en la alta sociedad Con gran despliegue publicitario y las actuaciones de Chino Darín, Bichir y Antonópulos se estrenó este film que apela a lo básico del género en una trama con varios tropiezos. Algo extraño ocurre con los créditos finales de Muerte en Buenos Aires, apuesta a todo o nada del cine argentino industrial de este año debido a la avalancha publicitaria (gráfica, televisión, radio) previa al estreno. Mientras se suceden nombres y más nombres, en uno de los márgenes del cuadro, aparecen imágenes que quedaron afuera del montaje final. Esto, por un lado, permite suponer que la edición fue trabajosa y que mucho material fue descartado, pero también, que algunos de esos momentos pueden resultar necesarios para suplir los agujeros narrativos que manifiesta la historia. Partiendo de un whodunit ("¿quién lo hizo?") de manual, la trama de Muerte en Buenos Aires se ubica a fines de los '80 y toma como punto de partida el asesinato de un personaje de aquella high society porteña, habitué del Jockey Club. La escena inicial tiene un planteo lógico pero seductor: un joven policía, apodado El Ganso (Darín), sentado en la cama junto al cadáver, hasta que llega el inspector Chávez (Bichir) y su ayudante Dolores (Antonópulos). De allí en adelante, la trama mostrará el acercamiento (profesional y también "afectivo") entre El Ganso y Chávez en una ciudad que adquiere un protagonismo central. "Nada es lo que parece ser", aduce el diccionario básico del género policial (frase ahora convertida en eslogan de la publicidad del film) y dentro de esos códigos se maneja una historia que escarba en la investigación del crimen. El recorrido es acumulativo, pero también disperso: boliches gay con luces de neón, música de la década reversionada por Daniel Melero y Carlos Casella (éste último voz de los temas y también protagonista central de la historia), jueces corruptos, comisarios que aspiran sustancias, puesta al día de un micromundo de época transformado por la luz, la edición y la escenografía en publicidades ad hoc. La trama avanza a base de tropiezos narrativos, no configurando una mínima dosis de verosimilitud que vaya más allá del dinero invertido y del envoltorio que intenta, con poca suerte, disimular los intentos de construir un film genérico en un marco de época determinado. Aun cuando en la primera media hora el relato describe sin inconvenientes la presentación de los personajes y su disparador argumental, los problemas surgen de inmediato al subrayarse los estereotipos y la mayoría de los trabajos actorales (con las excepciones de Casella y un esforzado Bichir) que, por momentos, estimulan su energía interpretativa por la vía del disparate. Hasta que surge una escena contundente, que refiere al galope de unos caballos por Diagonal Sur, en una ciudad iluminada desde el artificio visual que no hace otra cosa que engordar el inverosímil ya construido en varios pasajes anteriores. Sin destino fijo, el grupo de nerviosos equinos se manifiesta como potente metáfora del film.
Humor, coreografías y política La ubicación histórico-temporal no deja dudas: Portugal, 1974, en las primeras horas de la Revolución de los Claveles que destronó la dictadura de Salazar, que parecía eterna y sin ganas de irse del poder. Pero la mirada no viene de Lisboa sino de un terceto de personajes suizos (periodistas, técnicos) a los que en la segunda mitad del film se les sumará un joven portugués que habla francés. El director de La gran noticia también nació en Suiza, motivo más que curioso para desentrañar el punto de vista de la historia, que recurre a la comedia como género central con ramificaciones en el musical y el contexto político de ese entonces. Los primeros trazos de la trama no son los mejores, referidos a la presentación de los personajes y a la importancia que cada uno le da al hecho histórico que toma por sorpresa al grupo. En ese segmento, sin embargo, la película encuentra su tono humorístico que mantendrá hasta el desenlace: desentrañar las diferencias y semejanzas entre Suiza y Portugal, uno tomando en cuenta su comodidad neutral ante un conflicto bélico, y el otro, desde la apatía y la vigilancia permanente que caracterizaba a la dictadura depuesta. Cualquier paralelismo histórico entre Francia y España (Franco moriría un año más tarde) también es válido para dilucidar a aquella vieja Europa dictatorial y a las jóvenes democracias que triunfaron por aquella década. Pero a La gran noticia no le interesa tanto el contexto y sí instalarse en los primeros días del retorno de las libertades expresivas. Allí, la película se la juega por un tono juguetón donde se deja espacio a un par de coreografías musicales en una transparente invocación al clásico Amor sin barreras (1966). Esos riesgos temáticos y formales –describir un trama seria con humor e ironía– tiene ecos en un film reciente, Despertando a la vida, uno de los mejores estrenos del 2013, protagonizado y codirigido por Valérie Donzelli. Justamente, ella interpreta a la indócil periodista de La gran noticia. Nada es casual, por lo tanto, en el tono ligero de la película, que hasta incluye un par de ironías sobre la figura y la voz de Carlos Gardel.
Sobre la prensa cómplice Cuatro ejes narrativos trabaja el documental –representación de Patricio Escobar–: la presencia de Miguel Ángel Estrella tocando la sonata de Liszt para piano en la Embajada Argentina de Uruguay, la intervención de la periodista Claudia Acuña juzgando el accionar de la prensa durante los años de las dictaduras latinoamericanas, los testimonios a cámara de sobrevivientes (con especial énfasis en la historia de la niña Alejandrina Barry) y, por lógica extensión, la responsabilidad de la Editorial Atlántida como cómplice y referente periodístico del Proceso. Como inicio argumental, la película toma un operativo que secuestró y asesinó a militantes montoneros y la posterior reconstrucción y manipulación de los hechos por parte de las revistas Gente, Para ti y Somos. Además, el film escenifica y reconstruye el pasado recurriendo a un espacio cerrado, con influencias teatrales, tal como lo hicieran el alemán Rainer Fassbinder en La libertad en Bremen (1972) y luego Lars von Trier en Dogville (2003). Semejante elección de puesta en escena resulta más que válida frente a los testimonios que recuerdan al hecho central, al que se considera como la primera acción del Plan Cóndor. En tanto, ya que los segmentos se narran en montaje paralelo, "la caja cerrada" adquiere una gran intensidad en los momentos en que Acuña fustiga al periodista, mientras las imágenes muestran a Estrella tocando la sonata de Liszt junto con civiles y militares, donde se destaca la presencia de Pepe Mujica, al que la cámara expone de forma nada complaciente en los minutos finales. Ese ida y vuelta que ofrece Sonata en Si Menor logra que el documental adquiera un bienvenido ritmo interno. Un punto aparte son los testimonios, lejos del arrepentimiento, de Alfredo Serra (Gente) y Eduardo Paredes (Somos), que ameritan otras películas sobre el tema, tal como hiciera el director chileno Ignacio Agüero con El diario de Agustín en referencia al periódico El Mercurio. Serra y Paredes dan la cara y explican cómo se manejaba la editorial periodística en aquel período de catacumbas. El horror, por lo tanto, ya tiene dos nuevos rostros.
Historias de vida a cámara Cinco historias relatadas a cámara, las de cuatro travestis y una transexual. Cada una de ellas cuenta sus orígenes, las experiencias propias y ajenas, y las idas y vueltas de su pasado y su presente. Ninguna se parece a la otra, por su procedencia social o debido a la decisión que tomaron tiempo atrás, con pesar y sorpresa del contexto, pero también con la aprobación de familiares cercanos. Joseph, Paloma, Carolina, Mariana y Marcela tienen diferentes inquietudes, algunas metidas de lleno en el arte o en el papel que ocupan dentro de la sociedad, otras narran su relación con la familia o el hecho puntual y único de ser padre. Carina Sama confía y jamás oculta el carácter pedagógico de su documental, dejando que las historias fluyan entre anécdotas y paisajes que fluctúan entre el dolor y la alegría, pero más que nada, celebrando la elección de las cinco mujeres donde en ningún momento se oculta la esperanza y el día a día desde la supervivencia. Madam Baterflai propone un relato coral con muchas voces, dentro de una estructura de documental con cabezas parlantes que ocupan la mayor parte del trabajo. Desde su honestidad temática, que transmite en todo su desarrollo, también surge el contraste de sus carencias, expresadas desde el testimonio y la figura hablando a cámara, como sucede en los informes provenientes de la televisión. En medio de las palabras, aparece el dolor de la ausencia a través de la noticia de la muerte de una de las cinco mujeres. Allí, la tristeza invade las imágenes pero la directora, cerca del final, anula el dolor con un par de escenas que bordean la emoción con armas más que dignas.
Una amistad demasiado particular Dirigida por John Turturro, la película tiene entre sus protagonistas a Woody Allen. Una trama que plantea tres historias, aunque ninguna provoque un interés particular. Un film con el sello ineludible del cineasta neoyorkino. Woody Allen como actor y en manos de otro cineasta? ¿Dónde quedaron su ego de siempre y la mirada misógina de los últimos años? Las dos preguntas tienen inmediata respuesta. Allen más de una docena de veces fue dirigido por otros y vale recordar sus interpretaciones en Sueños de un seductor (1972) y El testaferro (1976). Por otra parte, su narcisismo y visión personal sobre la mujer están presentes en Casi un gigoló, ahora en manos de John Turturro, mejor delante de la cámara que detrás de ella. El comienzo parece una película de Allen de la última década: dos amigos, uno consejero y avasallante con la palabra (imaginen quién) y otro tímido y reservado, deciden un particular acuerdo para conseguir dinero fácil. El cuerpo lo pondrá el segundo, ya que se dedicará a la prostitución, o en todo caso, deberá estar listo para seducir mujeres, y si es posible, participar activamente de un "menâge a trois". Las damas que caerán a los pies del respetuoso Fioravante serán Sharon Stone y Sofía Vergara, exhibidas desde el lente de Allen (perdón, de Turturro), como mujeres–objeto. Pero la trama presenta otro tema principal y uno más de carácter secundario. Por un lado, la pequeña sociedad podría resquebrajarse cuando Fioravante (Turturro) encuentre el amor de su vida (Vanessa Paradis). Por el otro, la historia insiste con las tradiciones del judaísmo, ideal para que Allen retome chistes y situaciones habituales en su filmografía, en este caso, exhibidas desde las marcas exteriores que propone una comedia de enredos. Por lo tanto, son tres películas en una: aquella donde Allen hace de sí mismo, otra en la que Turturro intenta (con poca suerte) cruzar la comedia con la historia romántica, y una más, inválida en sus resultados, que tiene a Stone y Vergara como protagonistas, encarnando a una pareja dispuesta al "menáge a trois" y mostradas por la película como dos putas de sólida posición económica. El peor pecado de Casi un gigoló es que ninguna de las bifurcaciones de la trama transmite el suficiente interés. Al contrario, la sensación que da la película es que el director dejó vía libre para que Allen disfrute de este recreo menor donde su personaje, que se declara viejo, vuelva a presentar sus fobias con las mujeres, ahora enmascarado en el rol de actor. Únicamente cuando su personaje (Murray) es secuestrado por unos judíos ortodoxos, el film permite alguna sonrisa complaciente, superficial, sólo eficaz por el rostro de Allen mirando con temor al grupo que tanto conoce y muchas veces expuso en su extensa filmografía. Esos minutos son los destacables de la última película de Allen. Uf, perdón, de Turturro "dirigiendo" a Woody Allen.
Un deshilachado cruce de géneros La ópera prima de Becky Garello ensaya una despareja mixtura de estilos, entre la comicidad y el drama, eligiendo el riesgoso camino de romper con el verosímil. Con Carlos Belloso, Emilia Attías y un destacado trabajo de Tomás Pozzi. Una nueva ópera prima del cine argentino (y van…) y otra película donde las carencias y los problemas ganan la partida. Resulta curioso el inicio de El secreto de Lucía donde el relato se vale de una voz en off descriptiva y un tono costumbrista con personajes extraños y perdedores que se acercan a los de Soñar, soñar (1976) del gran Leonardo Favio. Garello presenta a sus particulares criaturas, ubicadas a fines de los '60, bien lejos de la ciudad y viviendo el día a día. Un ventrílocuo (Belloso), una cantante (Attías), un sujeto de baja estatura utilizado como muñeco por el primero (Pozzi) y un periodista (Navarro), son los cuatro vértices que desovillan una trama repleta de diferentes cambios de tono, géneros, estereotipos varios y una acumulación de acciones que pocas veces encuentra su centro y su justificación dramática (realista, psicológica, metafórica). En el desarrollo de El secreto de Lucía pasan muchas cosas, situaciones con picos de tensión, cruces genéricos (melodrama, policial), pasiones escondidas desde el pasado, explosiones catárticas que llevan a la tragedia. No está mal que así suceda y se celebra que una película argentina de corte industrial explore al género desde una zona periférica, sin necesidad de inclinarse por sus códigos de mayor transparencia. Pero el problema grave del film es su débil construcción para que la historia alcance un mínimo verosímil que jamás logra debido a la ambición por cruzar géneros y tonos dramáticos con desigual intensidad. En esa decisión de la puesta en escena por agolpar escenas y situaciones que oscilan entre la comicidad (inconsciente) y el drama, la película elige el camino más riesgoso: romper con el verosímil y jugarse por cierto tono ridículo, con actuaciones impostadas y excedidas en su euforia (en contraste, vale rescatar el trabajo de Tomás Pozzi como el petiso usado como muñeco), donde el subrayado termina ganándole la pulseada a la sutileza y el perfil bajo. Cuando el argumento de la película, ya en su segunda mitad y totalmente sumergido en el caos del inverosímil, empieza a revelar los secretos escondidos tiempo atrás, la formulación estética elige el camino más trillado: el relato a cámara, a moco tendido, a puro plano televisivo de corte confesional. En esos minutos finales de El secreto de Lucía, la rémora alude al cine argentino de los años '80, en especial a aquel que ya manifestaba una serie de vicios narrativos y estéticos que venían de tiempo atrás, tal vez, desde la época en que transcurre esta deshilachada ópera prima.
Cuentos de hadas sin palabras Con la misma pose autoindulgente de El artista, la película del español Pablo Berger, que ganó varios premios Goya, invoca a los hermanos Grimm y su cuento "Danielde" para contar una historia en blanco y negro, sin palabras y a través de breves intertítulos. Sin embargo, a diferencia de aquel filme sobre cine mudo –una pavada olvidable al poco tiempo– Blancanieves tiene mucho que contar en poco tiempo, valiéndose de trucos visuales que jamás afectan al corazón del relato. La cuestión pasa por la tauromaquia, un experto en estas lides y una cornada fatal. De ahí en más, surge el odio de la madrastra de Carmen, convertida en reina y esposa del torero postrado y del temor de pobre niña. Más adelante, la púber se convertirá en adolescente y será adoptada por un grupo de enanos circenses, momentos en que la película extrema sus homenaje al clásico Freaks (1932) en versión cuento de hadas para chicos y no tanto. Efectivamente, hay mucha crueldad y muertos de por medio en la travesía de Blancanieves, pero en este punto Berger se ubica en una zona ambigua para no cargar las tintas ni caer en escenas que pueden afectar a los más pequeños. Es probable que el filme acumule demasiadas historias en su desarrollo, pero esto queda salvado por la pericia del director y de su equipo técnico que tienen el propósito de narrar de manera ligera y leve las mil vueltas que tiene la vida de la protagonista. Para oponerse a una niña y luego adolescente maltratada y curioso grupo de enanos, nada mejor que recurrir a una actriz notable como Maribel Verdú en el rol de la Madrastra. Su perfecta composición de una mujer que encarna al Mal es un punto fuerte de este bienvenido artefacto cinematográfico que homenajea al cine mudo sin necesidad de adoptar una postura llorona y nostálgica.
Varios frentes para el héroe Andrew Garfield intepreta otra vez al Hombre araña quien ahora se mide con tres enemigos. Una historia que actua por acumulación y sin pausas para garantizar taquilla. La nueva aventura de Peter Parker se multiplica en varios frentes, ya que no tiene un solo enemigo, sino tres. Pero no solo por el lado de los villanos viene la segunda parte del "nuevo hombre araña", ya que el atribulado personaje central, además de bucear nuevamente en su pasado, va y viene en la relación con su novia. Por si fuera poco, el afán vengativo de su viejo amigo Harry Osborn (Dane DeHanne), que continúa enfermo, duplica la apuesta, como también el nuevo villano corporativo, Max Dillon (Jamie Foxx), convertido en Electro, quien tiene el poder de dejar sin luz a Nueva York, agregando una subtrama que va más allá del esquema básico en una historia de superhéroes. A todo esto, aun cuando aparece de manera esporádica, el tercer rival, Rihno (Paul Giamatti), deja vislumbrar que habrá infinitas continuaciones arácnidas. En paralelo al trío de enemigos, el sorprendente Hombre Araña 2 construye a otros personajes, espaciados y de manera sintética, como el de la tía May (Sally Field), con algunas líneas de diálogo mejor escritas que en films anteriores. Y está la historia de amor entre Parker (Andrew Garfield) y Gwen Stacey (Emma Stone), punto alto de la película, debido a la química entre los actores, la simpatía de ambos y, por suerte, la construcción de (otra) subtrama, ahora romántica, en medio de tanto enfrentamiento entre el héroe y los villanos. Hace un par de años renació el hombre araña en manos de Marc Webb, sustituyendo a Sam Raimi y modificando al protagonista, que viró del aniñado y tontuelo Tobey McGuire al más terrenal y traumatizado arácnido que interpreta Garfield. La saga parecería seguir interminablemente, por lo menos hasta que cierren los números en taquilla, pero lo más importante es analizar qué suma y qué no el díptico dirigido por Webb. En ese sentido, como sucede en esta clase de películas que hace sobrevivir a Hollywood no solo allá sino también en todo el mundo, la historia actúa por acumulación y sin pausas: más personajes, más enfrentamientos, más dinero invertido, más chistes (buenos o malos). Sin embargo, un par de detalles actúan a favor en esta segunda parte, ya que la trama intenta acercarse a temas que exceden al héroe de Marvel. Por ejemplo, conformar toda una zona traumática no solo del personaje central, también de su amigo-villano Osborne, aumentando la apuesta por el dolor. Como si la saga pretendiera aproximarse a los mejores personajes de aquel otrora gran director que fue Tim Burton, la película da unos pasos aún cautos pero bienvenidos que miran más allá de lo previsto de antemano. Se verá qué ocurre en las siguientes películas, pero el triste final deja una luz (o un hilo) de esperanza para que el hombre araña no sea solamente un personaje exitoso en cine que aplasta en boleterías.
Retrato de la leyenda francesa En un doble juego actriz/personaje Catherine Deneuve interpreta a Bettie, una mujer que emprende una travesía con su nieto por una bucólica campiña, entre situaciones y charlas. A esta altura de su extensa trayectoria en cine, determinados films protagonizados por Catherine Deneuve rondan pura y exclusivamente alrededor de su figura. Ella se va es un descanso actoral de la diva francesa en medio de títulos de riesgo con directores de importancia. La historia narra una road-movie por la bucólica campiña, viaje decidido por Bettie, harta de atender a su madre, peleada con su hija y viviendo una frustración de pareja. La travesía la concibe con su nieto, un nene inquieto, con el que vivirá una serie de situaciones livianas en el argumento, simpáticas por la energía del púber y novedosas para el personaje central, quien aparece en todo el desarrollo de la historia. En ese sentido, la directora Emmanuelle Bercot, aplicando una cámara burocrática y a reglamento, filma el rostro de Deneuve desde todos sus ángulos, no escamoteando información alguna sobre el paso del tiempo, pero también convencida de que se pueden sostener casi dos horas de metraje fijando la atención en la figura de la actriz. Bettie tiene sus características que la conforman como un personaje particular en medio de la rutinaria historia: fuma mucho –como Deneuve–, seduce con sus recientes 70 años, tiene la posibilidad de encontrar a un hombre que respeta sus taras en la última parte del film, se pelea y reconcilia con su hija, juega y empieza a comprender a su nieto, sonríe, entrega una mueca de tristeza, otra de fastidio, alguna de malestar frente al caos familiar. ¿Es Bettie quien vive esas situaciones o se trata de Deneuve registrada como si fuera un documental que termina desplazando a una ficción convencional? Una escena de Ella se va, cerca del final, certifica las dudas. Reunida la familia en la última estación del viaje, Bettie-Deneuve conoce a un hombre, un personaje con idénticas características: cruces de miradas entre los dos, un beso, un momento íntimo, hasta que la luz del cine produce un hecho más que anecdótico. Bettie-Deneuve despierta luego de una noche de placer y la luz justa y necesaria parece reflejar el rostro de la señora burguesa, casada y prostituta diurna de Belle de jour. En el cine también puede suelen producirse semejantes milagros.