El amor es más fuerte En los '80, un canal emitía un film dentro de un espacio llamado "La película de la semana", en general producciones concebidas para TV donde se contaban historias de vida, o de muerte próxima, ya que los personajes padecían enfermedades, internaciones y visitas al quirófano. Por eso, en el runrún cinéfilo al ciclo se le decía "La enfermedad de la semana." Algo o bastante de ello está en Bajo la misma estrella, relato romántico entre chica con cáncer de tiroides y chico con una pierna menos. El segundo opus de Josh Boone (Un lugar para el amor resultó tan sustancioso como una gelatina dietética) toma las herramientas básicas en estas propuestas: música de violines, planos almibarados de la parejita protagónica, golpecitos bajos al momento de describir las enfermedades. Como si aquella horrible Love Story de 1970 resucitara en versión para adolescentes fanáticos de Crepúsculo y de las carilinas listas. Basada en el best-seller de John Green y conformada actoralmente por dos intérpretes que aún no batieron records en la taquilla (razón por la que puede disfrazarse de "producción independiente"), el film recurre a los lugares comunes en estas historias que suceden entre chequeos y pasillos de sanatorios. Sin embargo, en algunos momentos la película pelea contra esos clisés al animarse a construir una historia de amor de adolescentes que se opone con fuerza al conflicto central, tamizado por el dolor físico. En esos encuentros entre Grace (Woodley, de Los descendientes y Divergente) y Augustus (Elgort, también de Divergente), el film se esfuerza por esquivar las convenciones de una temática que golpea bajo el estómago sin culpa. Por lo tanto, la trama confronta dos ejes: el material predigerido y los toques personales de un director que sostiene la historia debido al carisma de la pareja central. Mientras, los adolescentes pueden ir preparando los pañuelos, perdón, las carilinas.
El profesor y la alumna En el cine existen menos temas y más tratamientos temáticos. La anterior es una frase de manual, pero siempre resulta válida para describir una historia que presenta un cierto orden institucional y familiar que comienza a trastabillar cuando aparece un intruso. En el cine existen menos temas y más tratamientos temáticos. La anterior es una frase de manual, pero siempre resulta válida para describir una historia que presenta un cierto orden institucional y familiar que comienza a trastabillar cuando aparece un intruso. En este caso se trata de una intrusa, la estudiante británica de intercambio (Jones), ubicada en medio de un clan donde sobresale la figura del padre (Pearce), docente de música preocupado por una próxima audición y por algunos motivos personales que disimulan a un matrimonio en crisis. Dentro de esos tópicos, el director maneja con astucia la confrontación de personajes: el profesor, solitario y melancólico, frente a una joven cadenciosa en su instinto seductor hacia el especialista en música. Pasión inocente, en ese sentido, omite los lugares comunes en esta clase de historias que ya tuvieron su fecha de vencimiento cuando el cine industrial estadoudinense fagocitó hasta el cansancio la temática "familias disfuncionales" (American beauty, principal responsable). Pero tal vez Doremus, también azorado como el profesor de música frente a la estudiante, no se anima a ir más allá de una tibieza argumental que se fusiona con una puesta en escena gélida, establecida por los parámetros de una película concebida para la televisión, donde los riesgos son pocos o casi nulos. La pareja central salva algunas escenas frente a la monotonía de la historia, ya pergeñada por docenas de films donde se cuenta algo parecido. Ocurre que en Pasión inocente el punto de vista es el del profesor, cuando en esta clase de relatos se sugiere que la intrusa adquiera un rol protagónico por encima de una familia inestable.
Hora de filmar la neurosis Desde hace años, el gran cine rumano adquirió una fuerte presencia en festivales internacionales. Títulos geniales como La noche del señor Lazarescu, Aurora, Bucarest 12:08 y Policía adjetivo posicionaron con alto prestigio al país del Este. Desde hace años, el gran cine rumano adquirió una fuerte presencia en festivales internacionales. Títulos geniales como La noche del señor Lazarescu, Aurora, Bucarest 12:08 y Policía adjetivo posicionaron con alto prestigio al país del Este. Del director de las dos últimas es Cae la noche en Bucarest, otro ejemplo de que el cine de aquel país, una vez terminada la dictadura de Nikolai Ceausescu, encontró su lugar en el mundo. Mordaces, críticas, grises y fúnebres, las películas rumanas miran al pasado pero también se ubican en un presente poco venturoso al describir a un país opaco donde las festividades por la caída del último bastión comunista, por lo menos a través de sus asordinadas tramas, parecen haber quedado en el olvido. Menos contextual y regida por los trabajos casi exclusivos de sus dos estupendos actores, este film de Corneliu Porumboui muestra a un director de cine (Paul) y a su actriz (Alina) en una extensa conversación sobre diversos temas. Desde la primera secuencia, cuando ambos hablan sobre la imagen digital y el celuloide, Cae la noche en Bucarest apuesta fuerte al encerrar a sus personajes y describirlos de manera poco enfática, por medio de pequeños trazos que van conformando un todo donde el cine se mezcla con las comidas y el pasado con el presente, junto con la tensión que se establece entre un cineasta que dirige a una actriz que duda en desnudarse en la pantalla. En realidad, por más que hablen de comidas asiáticas o de otras yerbas, Paul y Alina hablan de cine, del lugar que ocupan un director y una actriz en una película. Como si Después del ensayo (1984) de Ingmar Bergman, tuviera un nuevo debate dialéctico sobre las posibilidades del arte (ahora en el siglo XXI), Porumboui elige asfixiantes interiores, restaurantes, salidas ocasionales y obviamente al cine dentro del cine para desarrollar un mundo sin salida, prejuicioso, inseguro en sí mismo. Mientras Paul es un molesto hipocondríaco y Alina pretende manipular las obsesiones y miedos de su director y pareja ocasional, la historia parece transcurrir en un lugar ajeno a cualquier paisaje, con la cámara buceando en las taras y manías de sus dos casi únicos protagonistas. Gran film, hermético y placentero.
En busca de la identidad A través de los numerosos premios ganados en festivales, el film polaco Ida parecería volver a posicionar a los países del Este en la consideración del público y la crítica. Tal como ocurriera en los años '60, cuando las cinematografías de aquellos países se ubicaban entre las mejores, esta historia vuelve a explorar el tema de la Segunda Guerra Mundial, no desde el campo de batalla, sino a través de las secuelas que manifiestan la memoria y la búsqueda de la identidad luego del desastre. A través de los numerosos premios ganados en festivales, el film polaco Ida parecería volver a posicionar a los países del Este en la consideración del público y la crítica. Tal como ocurriera en los años '60, cuando las cinematografías de aquellos países se ubicaban entre las mejores, esta historia vuelve a explorar el tema de la Segunda Guerra Mundial, no desde el campo de batalla, sino a través de las secuelas que manifiestan la memoria y la búsqueda de la identidad luego del desastre. Pawlikowski filma en un riguroso blanco y negro un relato breve y conciso que une a una joven a punto de consagrarse monja (Ana, luego Ida) y su tía (Wanda), una mujer en contra de los horrores del post-stalinismo, ya que el centro de acción de sitúa en los inicios de los años '60. Como si se tratara de una película polaca de esos años dirigida por Wajda o Kawalerowicz, Ida amplía el abanico temático desde múltiples facetas: confrontación moral entre el dúo de personajes, una asordinada crítica al sistema comunista, el clásico retorno al pasado para comprender el presente y la búsqueda del origen familiar a cargo de ambas mujeres, un clan asesinado durante el enfrentamiento bélico. El tono es gris y meláncolico, con pocos movimientos de cámara hasta el extenso travelling del final, en tanto, los rubros técnicos actúan con un peso dramático importante dentro de la trama. Ida es una buena película, acaso demasiado calculada para el universo de los festivales, con un estupendo trabajo de la dupla actoral y una historia contada más que nada a través de susurros. Ida, en cambio, dentro del cine polaco de los años '60, sería poco más que un film menor.
Amor, revancha y la Costa Azul Debe resultar complicado trabajar como actor en el cine industrial de cualquier origen cuando se tiene entre 50 y 60 años. No porque los intérpretes resulten inválidos, sino porque a un sistema de producción como el de Hollywood, e incluso el inglés y el francés, también le resulta incómodo asignar papeles de peso a quienes ya no pueden encarnar adolescentes (tardíos o no) y cuarentones que viven sus últimas aventuras extramatrimoniales. Debe resultar complicado trabajar como actor en el cine industrial de cualquier origen cuando se tiene entre 50 y 60 años. No porque los intérpretes resulten inválidos, sino porque a un sistema de producción como el de Hollywood, e incluso el inglés y el francés, también le resulta incómodo asignar papeles de peso a quienes ya no pueden encarnar adolescentes (tardíos o no) y cuarentones que viven sus últimas aventuras extramatrimoniales. Más tarde, cuando se pasan los 60, parece que es más fácil ejercer abuelazgos cinematográficos rodeados de nietos. Este tema se complica cuando se trata de una comedia romántica como Punch de amor, con la pareja que personifican Pierce Brosnan y Emma Thompson, recorriendo la Costa Azul separados y con hijos y reconciliados sólo en parte para recuperar un collar que les fue robado por un empresario que mandó a la bancarrota el dinero acumulado por ambos. El problema se agranda cuando un director a reglamento (como Joel Hopkins) filma el edén francés cual guía turístico con ojos absortos frente a semejante paisaje. La historia es simple, por qué no también ordinaria, donde dos ex-estrellas como Brosnan (bien lejos de su seductor rol de El caso Thomas Crown) y Thompson (a años luz de su romántico y sufrido papel en Sensatez y sentimientos) juegan a ser comediantes con desiguales resultados. Pero, como toda comedia que se precie de tal, también se necesita de una pareja soporte, en este caso, a cargo de los ingleses Timothy Spall y Célie Imirie, quienes por momentos entregan una mayor energía que los aburridos intérpretes principales. Alguna escena a medias feliz cerca del final, especialmente cuando la pareja se disfraza como dos ridículos texanos, otra en que la ex-esposa se presenta a la chica y a las amigas del estafador, y breves situaciones donde Spall e Imrie expresan sutiles opiniones sobre los franceses, representan pequeños logros de una comedia insulsa y casi nula en la originalidad. Y sí, se nota que pasaron 30 años de Remington Steele y diez menos de Lo que queda del día y Mucho ruido y pocas nueces.
Románticas vacaciones en África La pareja Sandler y Barrymore retorna luego de varios años al género que mejor les calza: la comedia. Pero decir comedia implica abarcar un montón de vertientes dentro del género: sofisticada, familiar, demencial, grosera, romántica. En fin, como cualquier género con sus propios códigos, también la comedia es ampliamente democrática en sus intenciones. Años atrás Sandler fue un gran comediante, por ejemplo, cuando se reunió con Barrymore y dejaron un par de películas destacables, entre ellas, La mejor de mis bodas del mismo Frank Coraci, director de Luna de miel en familia. Pero eso fue hace quince años, cuando los dos estaban lejos de los cuarenta y aun había lugar para el riesgo, la mordacidad, la situación original. Pero el tiempo, tirano como siempre, fue disminuyendo el prestigio de Sandler como comediante y algo más (¡cómo se extraña su curioso papel en Embriagado de amor de Paul Thomas Anderson!), en tanto, la ex niña prodigio Barrymore se convirtió en uno de los ángeles de Charlie con tal de sobrevivir en Hollywood. Luna de miel en familia es otra película de crisis dentro de la tan elogiada "nueva comedia americana" surgida hace dos décadas. El planteo del comienzo es atractivo: el viudo Jim y la divorciada Lauren tienen una primera cita a ciegas digna de olvidar y ambos, por separado, deciden irse al África pero no solos sino con los cinco hijos que suman entre ambos. Acá aparece otro problema de la comedia norteamericana de estos días: mostrar ese paisaje a descubrir como si fuera una postal turística (ay, esos planos aéreos de jirafas corriendo de acá para allá). Pero el cambio más importante del género se relaciona con las familias numerosas y con un modelo conservador sobre la vida donde los hijos adquieren protagonismo –cada uno con sus problemas– y los padres pasan a segundo plano. En ese desfasaje que vive el género, la simpatía de Sandler y Barrymore pierde la partida en Luna de miel en familia, dejándole espacio a sus vástagos, como si se tratara de un jardín de infantes y adolescentes de características turísticas donde aquello legitimado y aceptado vence por afano a esa revolucionaria entelequia denominada "nueva comedia americana".
Amor joven en Kitschlandia La opera prima de Eugenio Zanetti es un grandilocuente ensayo para escenógrafos. Imposible discutir los conocimientos de Eugenio Zanetti como escenógrafo, diseñador y vestuarista. El Oscar que obtuvo por el prestigioso y académico film Restauration (1995), debido a su dirección de arte, sirve como ejemplo irrebatible sobre el tema. Pero dirigir cine, colocarse detrás de cámaras y encargarse de la escritura del guión representan otra clase de desafíos que su opera prima Amapola no puede subsanar en la interminable hora y media de duración. O en todo caso, con la presentación de una historia de amor que cuenta un viaje al futuro y luego un retorno al presente que en cada una de sus imágenes se ve invadida por una avalancha de colores, tonalidades, filtros y un apabullante diseño de producción que convierten a la cinta en una extensa instalación de vidrieras kitsch. Jamás en una película. Los riesgos bien valen tomarlos en una película inicial y desde allí se narra la historia de amor entre Ama (Camilla Belle, bella y actoralmente gélida como un témpano) y Luke (Francois Arnaud) pero eso es poco y nada en relación a la descripción del contexto familiar que rodea a la protagonista. Amapola elige determinados hechos políticos de la historia argentina como si fueran "separadores" del relato, en tanto, la argumento central exhibe a los Guerrero, una familia que vive en una isla del Río Paraná, un clan particular que todos los años representa Sueño de una noche de verano de Shakespeare en versión musical, bailada, coreografiada, o un poco de las tres cosas al mismo tiempo. Entonces, en la exposición visual y sonora de Amapola habrá lugar para canciones y bailes que oscilan entre la pasión por la "teatralidad", las variedades que mostraban las viejas kermeses y el afán por cargar el plano con objetos, personajes y decorados como si eso intentara convertirse, aun dentro de lo posible, en una película. Amapola no lo es por varios motivos: las actuaciones, los diálogos, las situaciones en general suenan pomposas, grandilocuentes, revestidas de importancia, como si aquel Romeo y Julieta de Zeffirelli de los '60, ya de por sí un film insoportable, hubiera sido invadido por un modelo de realismo mágico reñido con lo cursi y empalagoso, transmitiendo una extraña sensación de estar viendo una instalación particular que transcurre en un hotel familiar y una apuesta que toma al cine rehén, remplazándolo por la amplitud de los decorados, las grietas del guión y la solemnidad de la propuesta que hasta puede provocar alguna carcajada no tan inesperada. Cine de y para escenógrafos y diseñadores de producción –como Un cuento de invierno, estrenada a comienzos de este año– donde el sueño shakespeareano se convierte en algo muy cercano a una pesadilla.
Cuando suena la campana... En el extraordinario documental When We Were Kings, que cuenta la pelea de 1974 entre Cassius Clay y George Foreman desarrollada en Zaire, entre tanto jolgorio y manifestaciones a favor o en contra de los boxeadores, se deja ver una mirada particular sobre el deporte, especialmente, cuando el trabajo de Leon Gast refiere al pan y circo que rodeó al enfrentamiento que ganó el irrepetible Muhammad Alí. En el extraordinario documental When We Were Kings, que cuenta la pelea de 1974 entre Cassius Clay y George Foreman desarrollada en Zaire, entre tanto jolgorio y manifestaciones a favor o en contra de los boxeadores, se deja ver una mirada particular sobre el deporte, especialmente, cuando el trabajo de Leon Gast refiere al pan y circo que rodeó al enfrentamiento que ganó el irrepetible Muhammad Alí. En algún punto, Maravilla, la película es un pariente menor de aquel documental que obtuvo el Oscar, ya que la película de Cadaveira elige dos focos de interés que se entrecruzan de manera permanente. Por un lado, la descripción de la vida de Martínez, desde sus comienzos hasta su ida a España y desde sus primeros triunfos en tierras ajenas hasta su consagración como campeón del mundo en septiembre de 2012 al ganarle por puntos a Julio César Chávez Jr., con paliza y suspenso al final. En ese segmento, el documental rinde culto al personaje, con su hablar cada vez más parecido al "Latino" de Capusotto, a través de un montaje de planos que descansa en una estentórea pirotecnia visual alternada con entrevistas a cámara. Cuando los quince rounds establecidos para el combate se aproximan, el film bucea en el entretejido del boxeo como espectáculo, dejándoles la palabra a representantes de pugilistas, personajes con mucho dinero en los bolsillos (entre ellos, el “histórico” Don King), a los mismos contendientes y al padre de Chávez, un gran boxeador y un lengualarga de aquellos. Dentro de esos dos ejes se maneja el director para contar un documental que tiene bastante de institucional publicitario sobre Maravilla, un púgil al que el reconocimiento le llegó tarde y que carga con lesiones varias que lo aquejan para su próximo enfrentamiento del 7 de junio por la defensa del título mundial. En esos momentos en los que Maravilla narra sus dolencias, la película encuentra un costado humano que sustituye a los fuegos artificiales de la edición final. Las escenas de la pelea entre Martínez y Chávez, eso sí, filmadas al detalle con uso y no abuso del ralenti, complacerán a los fanáticos del boxeo, y también, a aquellos que no defienden tanto al deporte.
Puesta al día del temor al afuera Espacio abierto pero cerrado, también vigilado, intimidatorio, claustrofóbico. Un helicóptero ronda el lugar, se producen cortes de luz, cunde el miedo y el temor hacia algo inasible, de compleja carnadura. Espacio abierto pero cerrado, también vigilado, intimidatorio, claustrofóbico. Un helicóptero ronda el lugar, se producen cortes de luz, cunde el miedo y el temor hacia algo inasible, de compleja carnadura. ¿Qué le ocurre a esta gente que vive en ese paraje idílico de puertas cerradas con control permanente? La opera prima de Benjamín Naishtat, hasta acá cortos y un trabajo para Historias breves 5, construye la psiquis de un grupo asustado por la presencia del otro o, en todo caso, del diferente que se les presenta de una manera ajena a su confort y tranquilidad económica de barrio privado. Pero los comportamientos de la mayoría también se modifican a raíz del miedo o, tal vez, a propósito de tenerle miedo al miedo: a un ruido inesperado, a una voz en la noche, a una presencia que corta el tránsito en la ruta, a un corte de luz que produce que las máscaras empiecen a caerse. Un chico insulta a su padre de manera inexplicable y un cuerpo fláccido que atemoriza impide el paso de un auto y asusta a una mujer que no sabe qué hacer. ¿O es ella que se asusta sin saber la razón? Historia del miedo es eso: la puesta al día del temor al afuera, a la derrota, a perder la seguridad, al rechazo de un cambio a la rutina de todos los días de un grupo de personas que viven tensionadas. Narrada como si se tratara de pequeñas viñetas que conforman un relato único, la pericia narrativa de Naishtat, sin embargo, encuentra sus obstáculos en cierto aroma a cálculo, a película que no respira más allá de lo que muestra, a la perfecta concatenación de planos que, al mismo tiempo, descarta un crecimiento dramático que la historia nunca ofrece. Los referentes cinematográficos de Historia del miedo, en cambio, son transparentes y tienen al cine de John Carpenter como centro (al mejor, aquel de hace dos o tres décadas) desde la recreación puntual de aquello tan complicado de lograr en imágenes como es transmitir "miedo al miedo". Sin embargo, el director de Halloween y The Thing siempre apuntó al terror fuera de campo; en cambio, en Historia del miedo, desde sus intenciones dramáticas, se describe como una pesadilla que agobia un sector del mundo (¿actual?), que padece otra clase de temores, ya respirándole en la nuca.
Mutantes en clave política Disfrutable y olvidable, la nueva entrega de X-Men cumple lo que promete en materia de aventura y entretenimiento. La mesa está servida para los seguidores de la rendidora saga. El dilema con las sagas o franquicias, o como se denominen, es exigirles más de aquello que proponen en cada una de las películas. Pero no sólo eso: el otro inconveniente del crítico no fanático es ubicarse o no en el mismo lugar que los defensores a ultranza de una saga. Más aun, los fanatismos (ojo, el crítico también los tiene) son peligrosos, pero también, placenteros. Dicho esto, los seguidores incondicionales de los X-Men, seguramente, encontrarán el Santo Grial en esta otra vuelta al pasado de la franquicia, ahora ubicada en los años '70, a comienzos de la década, donde Logan/Wolverine es enviado para impedir un hecho político clave de esa época. La saga construyó a través de los años un grupo de films donde se concilian la aventura, el romance, el heroísmo, los poderes que ostentan los personajes, el bien, el mal, el destino, la Historia (con mayúscula) y, más que nada, el afán de entretener con la mejor calidad, olvidando la cantidad de dólares invertidos y la necesidad de recuperar el dinero para seguir interminablemente con las historias. X-Men: Días del futuro pasado (título poético) entretiene desde que empieza hasta que termina, sin necesidad de estar "muy arriba" todo el tiempo a través de peleas, efectos especiales de última generación y adrenalina pura volcada al vacío. Los personajes de siempre están, en el presente y en el pasado, en tanto las disquisiciones sobre el futuro de la humanidad son pequeñas pinceladas que jamás caen en el exceso de importancia al que recurren otros títulos similares. No hay apelaciones a un mundo mejor ni invocaciones a la estética "new age" que ha embarrado los films procedentes de Marvel de los últimos años. Hay humor, como siempre en la saga, pero este funciona mucho mejor desde el absorto rostro de Logan en los años '70, descubriendo un paisaje totalmente ajeno. Los chistes tienen su impacto, bien lejos de la solemnidad, momentos en que la película dispara gags sobre los turbulentos años '60 y '70 en Estados Unidos, Vietnam y Nixon incluidos. Hay un atractivo uso del ralentí, que provoca una particular extrañeza al ver a los héroes filmados de esta manera. También, la película deja espacio a un par de buenos trabajos (James McAvoy, Fassbender), uno más que relevante (el "bajito" Peter Dinklage como el Dr. Bolívar Trask), en oposición a los personajes femeninos, un tanto diluidos dentro de la trama. Por lo tanto, la mesa está servida para los fanáticos de los X-Men y del consumo de la franquicia Marvel. Y entonces ¿es una buena película? Sí, disfrutable pero también olvidable, también original y reiterativa. X-Men: Días del futuro pasado es lo que es, nada más y menos que eso.