Policial con ilusión perdida Quizá por respetar demasiado los ingredientes del género, Perdida termina pareciéndose más a un trámite que a un film que sorprenda al espectador. Lejos de los mohínes de Casados con hijos, Lopilato entrega una actuación sólida como la detective protagonista. Hay un policial argentino de exportación. De exportación a España, prioritariamente, y eventualmente también a otros países latinoamericanos. Es posible que la corriente se haya iniciado con El secreto de sus ojos (ni hablar de las de Adolfo Aristarain, cuya consideración como autor en la península fue justamente posterior a ellas, ni tampoco de las de Fabián Bielinsky, teniendo en cuenta que hasta los críticos hispanos consideraron que El aura era una suerte de abstracción incomprensible). Después vinieron coproducciones, sobre todo con Ricardo Darín, adorado por allí, como se sabe. Los casos de Tesis sobre un homicidio, Séptimo y Nieve negra (2013/ 2017). Coproducción argentina-española en la que interviene Telefé y que distribuye Disney, Perdida apunta a ese nicho. Basada en la novela policial Cornelia, de Florencia Etcheves, y dirigida por Alejandro Montiel (realizador de la comedia ligeramente policial Extraños en la noche, y del policial Un paraíso para los malditos), Perdida presenta a Luisana Lopilato en el papel de una detective obsesionada por reflotar el caso de desaparición de su mejor amiga de la adolescencia. Como en muchas series extranjeras, que pueden verse sobre todo por Netflix (Marcella, Collateral, Happy Valley), Lopilato hace aquí de inspectora de policía. Cuando estaba en el cole, Manuela, o Pipa (Lopilato) viajó a Bariloche junto a un grupo de amigas, con una docente a cargo. Su mejor amiga, Cornelia, desaparece en ese viaje, y cuando una partida policial da en medio de la nieve con una cadenita que Cornelia llevaba siempre al cuello determinan que se trata de un caso cerrado. Catorce años más tarde, Manuela, perseguida por los fantasmas de la adolescencia, pide a su superior, el único que la apoya en la repartición (Rafael Spregelburd), reabrir el caso, y aquél la autoriza, ante el recelo de sus compañeros. Manuela reinicia la investigación y ésta la pondrá en la pista de una red de trata con conexiones en España, una de cuyas cabecillas es Nadia (Amaia Salamanca). Obviamente que cuanto más escarbe Manuela más esqueletos saldrán del armario, tanto del pasado vivido en Bariloche catorce años atrás como de la red de trata y la institución policial, dejando a la nieve negra y roja, de mugre y de sangre. Un problema de Perdida es la falta de suspenso y tensión. Las incidencias policiales no se viven como algo sorpresivo o shockeante, que ponga el mundo patas arriba, sino como si se tratara de marcar con un tilde cada nueva vuelta de tuerca. Tal personaje ajusticia a otro. OK. Tal otro elimina a sangre fría a tales otras. Anotado. Ése que se pensaba eliminado de la trama estaba vivito y coleando. Ah. El otro que uno suponía del lado de los buenos resulta que no tanto. Bien. Éste mata al otro, aun cuando el otro bajó su arma. Mmmhhh. Perdida es un trámite, no una película. El trámite de filmar un guion que a su vez cumplió el trámite de adaptar una novela previa, escrita por una autora de policiales que trabajó durante mucho tiempo en Canal 13 y TN. Perdida aspira, en verdad, a hablar de las ilusiones idas de la adolescencia. Del paso del grupo de amigas, lleno de esperanzas, a las individualidades de la madurez, puro escepticismo y cuidado del interés personal. De la traición de los pretendidos maestros y la consecuente decepción de los discípulos. De la soledad y el refugio en el trabajo de quienes no tienen otra vida que no sea ésa (el caso de Manuela, a quien no se le conoce novio, ni novia, ni nada). Todo eso está muy bien como segundo relato siempre y cuando el primero, el policial, funcione. Y no funciona como relato (en cuanto éste supone la participación del espectador) sino como línea de puntos, que se va siguiendo sin remezones mientras se tildan las estaciones visitadas. Caso no precisamente infrecuente, la actriz que el sentido común podría suponer como “no-actriz” (Luisana Lopilato, signada por su pasado en la serie Casados con hijos) pelea su papel con uñas y dientes, mientras que el actor, autor y director de prestigio teatral, Rafael Spregelburd, no llega a proporcionar algún necesario matiz de sordidez u oscuridad a su comisario demasiado bueno.
La verdad de los cuerpos de los personajes Jhonny Hendrix Hinestroza (sic, no Jimi sino Jhonny y no Johnny sino Jhonny) es el nombre del director de este film cubano, que viene de ganar el Premio del Público en el Festival de Cine Latinoamericano de Toulouse, posterior al que Hinestroza (o Hendrix) ganó el año pasado en la sección Venice Days de Venecia. Tal como aclara un cartel inicial, Candelaria transcurre en el llamado “período especial”, eufemismo oficial para la economía de guerra implantada en la isla después de la caída de la Unión Soviética, cuando Cuba perdió al mismo tiempo a su principal proveedor y su más relevante consumidor. Hinestroza (o Hendrix) elige narrar las privaciones de ese período a través de la óptica de dos seres particularmente desvalidos, en un tiempo desvalido: un matrimonio de ancianos, que sobrelleva como puede –él con tristeza, ella con más espíritu– los cortes de luz, la comida racionada, la escasez general, la falta de esperanzas. Por qué está tan triste Víctor Hugo (Alden Knight) no es algo que esté a la vista. Tal vez por su condición de jubilado, quizá por esa tos permanente que genera inquietud o por el estado derruido de la economía doméstica. Candelaria (Verónica Lynn; parecería que todos tienen apellidos en inglés en esta película), en cambio, parece afrontar las adversidades con otra gentileza, que tal vez, como se confirma sobre el final, sea entereza. Candelaria tiene una ventaja por sobre su marido: trabaja en la lavandería de un gran hotel. Allí caerá un día en sus manos, como lanzado por la Providencia misma, un bolso que por lo visto se le deslizó a algún pasajero entre las sábanas. Dentro del bolso, una cámara de video, de aquéllas que en ese momento (primeros noventa) no cualquiera estaba en condiciones de comprar. En la Cuba de la época, donde hasta la comida parece un artículo de lujo, ni hablar. Escasez de lo más elemental, paredes ruinosas, el robo generalizado como modo de sobrevivencia, mercado negro (que maneja un extranjero que habla en cocoliche y es imposible saber si es un ruso perdido, un yanqui infiltrado o un alemán que llegó en busca de mulatas), jineteras, balseros: Candelaria es la clase de película deseosa de transmitir una visión generalizadora de una sociedad o un país. En este caso, bajo el paraguas de transcurrir más de treinta años atrás. Pero Hendrix Hinestroza no parece estar hablando del pasado. Todos aquellos males que se señalan no difieren demasiado de la Cuba actual. Y tampoco difieren demasiado de todo lo que ya se conoce. O de lo que el espectador medio europeo, al que la película en buena medida está dirigida, espera de un film social cubano. Lejos de esas generalizaciones sobre la sociedad de su país, lo mejor de Candelaria está dado por la relación entre la cámara y ambos protagonistas. Cuando ellos están en cámara, la cámara se detiene frente a ellos, observándolos con paciencia, adecuándose a su ritmo de tercera edad. En esos momentos y a diferencia de aquellos comentarios trajinados sobre el entorno, el film muestra una verdad. La verdad de esos cuerpos, esos personajes, puestos en última instancia frente a un dilema que Candelaria se ocupa de demostrar que no es tal, con una soltura y un desprejuicio que desafían todo preconcepto sobre el anquilosamiento de la gente “mayor”.
Una tibia taza de té Basada en una novela de la escritora británica Penelope Fitzgerald, La librería confirma la predilección de la realizadora catalana Isabel Coixet (cuyo film más conocido es La vida sin mí, 2003) por filmar en inglés películas de distribución global. Situada en un pueblito pesquero ficcional de la costa británica, a fines de los años 50, La librería plantea el mismo conflicto que El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante: una oposición entre el orden conservador, que reniega de los valores de la ilustración, y la cultura, que presuntamente se le opone. A diferencia del film de Peter Greenaway –una suerte de opereta farsesca, cruel y guignolesca–, La librería elige una clave redondamente realista. No sólo por las precisas indicaciones de tiempo y espacio, sino por la modalidad costumbrista con la que aborda la vida en ese pueblito de Hardborough, cuya inmovilidad política, social y cultural se verá afectada por el arribo de una recién llegada, que sueña con instalar la primera librería del lugar. El tono, amable aun frente a la tragedia, también está, desde ya, a años luz de la intención revulsiva de Greenaway. Tal vez la figura de Emily Mortimer, de aspecto manso y modesto, voz baja y sonrisa agradable, condense el tono del film. Conocida por sus actuaciones en Match Point, La isla siniestra y La invención de Hugo Cabret, Mortimer es Florence, viuda de guerra que tres lustros luego de finalizada aquélla llega (no se sabe bien cómo se le ocurrió elegir ese destino) a Hardborough, un pueblo cuyo nombre hace pensar en un distrito duro. Aunque los vecinos no lo parecen, en verdad. Todos son tan cálidos y acogedores como puede serlo un súbdito británico ante un desconocido, con lo cual ese ser sospechoso que es el espectador contemporáneo rápidamente se pregunta dónde están, cuáles son y cuándo saldrán a la luz los esqueletos en el aparador de Hardborough. La respuesta no es difícil de imaginar, mucho menos viendo que es Patricia Clarkson quien interpreta a la “dueña” virtual del villorrio, la rica y poderosa Violet Gamart. Conocida entre otros papeles por los de Lejos del paraíso y Dogville, además de la villana de la serie Maze Runner, pocas actrices contemporáneas están tan dotadas como esta pelirroja para hacer de turras. O de bitches, que queda más fino. Lady Gamart tiene un plan para el predio donde Florence abrió su librería, y ese plan difiere radicalmente del de ella. La contraparte de esa poderosa figura (aunque dramáticamente bastante diluida) es Mr. Brundish (Bill Nighy, de El exótico hotel Marigold, un gentleman casi más británico que el Big Ben), heredero solitario de un aristocrático caserón, quien odia al resto de los vecinos pero ama la literatura. Ha nacido una pareja, en el más platónico de los sentidos. La librería es como una taza de té, confiable, tibia y siempre a mano. Más allá de algún lejano regusto amargo, si se echa un cubito de azúcar deja un sabor previsiblemente placentero. El gusto de las cosas que se mantienen siempre iguales a sí mismas. Y ese es un placer más conservador que transgresor.
El mundo está loco, loco, loco, loco El segundo largo de los realizadores de 7 cajas sale en busca de un tesoro guaraní, pero en lugar de abrazar la aventura la película se conforma con ser apenas una modesta carrera cinética con un exceso de persecuciones, bicicletas y motos. Film de aventuras juveniles, Los buscadores es la sucesora de 7 cajas, aquel sensacional éxito que seis años atrás lanzó de golpe al cine paraguayo a la consideración internacional. Si aquélla –una comedia física que utilizaba con buen provecho el espacio de una gigantesca feria estilo La Salada– había sido sobrevalorada casi hasta el infinito, llegando a considerársela poco menos que una joya de incalculable valor, habrá que ver cómo es evaluada ésta, una peliculita animada por las más modestas intenciones, que apunta a la mera mecánica del entretenimiento por vía de la búsqueda de un tesoro. Detalle llamativo, es nuevamente el factor dinero el que pone en movimiento a los héroes de este opus 2 de la dupla integrada por Juan Carlos Maneglia y Tania Schembori. 7 cajas tenía dos motores. El primero era un celular vendible; el segundo, los 100 dólares que unos comerciantes sospechosos prometían al joven protagonista. Ahora se trata de un tesoro escondido, que podría ser invalorable. Signo de época, parece que es lo material y no la sed de aventuras (como sucedía con Tintín o cualquier otro héroe clásico de la literatura juvenil) lo que mueve a estos humildes héroes juveniles, como sucede también con el protagonista de Ready Player One, la nueva de Spielberg. Plata yvyguy es el nombre que se le da en guaraní a un tesoro enterrado. Según la leyenda, habría quedado más de uno en las inmediaciones de Asunción, que las familias pudientes pusieron a resguardo después de la Guerra de la Triple Alianza de fines del siglo XIX. En un viejo libro que le legó su abuelo, Manu (Tomás Arredondo) descubre un mapa amarillento que podría indicar el emplazamiento de uno de esos tesoros, proponiéndole a su amigo Fito (Christian Ferreira) lanzarse en su busca. Será cuestión de googlear un poco, pero más que eso dar con el dueño del cyber, Don Elio (Mario Toñanez), para ponerse en la pista. Como en una novela de piratas, pronto descubrirán que a ese primer mapa hay que confrontarlo con otro para llegar a destino, y ahí es donde la cosa se complica, ya que el abuelo de Manu, posible dueño, está postrado y sin habla tras haber sufrido un derrame. Cuando encuentren la presunta locación descubrirán que en ésta se asienta la embajada de un país africano, custodiada por guardias armados. ¿Cómo entrar? Maneglia y Schembori (o unx de los dos, no sabemos) vuelven a acertar con un casting de actores incipientes, a los que dirigen magníficamente. El problema es que los personajes a los que sirven son apenas un conjunto de funciones, que les permiten ocupar los lugares asignados en la trama y poco más. Ese poco más es el hecho de que las chicas (y no tan chicas) tienden a ser bravas, y los chicos (y no tan chicos), débiles. El resto es, como en 7 cajas, la mecánica argumental, que se intenta propulsar mediante un factor cinético (carreras, persecuciones, bicis, motos) que, como los personajes, apenas cumple su función, carece de otra capa de sentido que no sea la visible. Lo mismo puede decirse del humor, tan liviano y calculado como toda una película que, como su protagonista, parecería más movida por el hallazgo de un posible tesoro que por un genuino sentido de aventura.
El primer film experimental de monstruos En el año 2020, una familia trata de sobrevivir a unos invasores extraterrestres ciegos pero con un oído finísimo: a partir de esa premisa, el director debutante maneja la narración llegando incluso al silencio absoluto, algo impensado en el cine mainstream. “It’s the Sound!”, grita la tapa de un periódico, que no es la revista Variety en algún momento de 1931, cuando el sonido llegó por primera vez al cine, sino un diario generalista del año 2020, cuando los monstruos llegarán por primera vez a la Tierra. Ligeramente antropomórficos pero asquerosos y letales, estos bichos de estatura algo mayor que la de un humano asuelan el planeta y son prácticamente invencibles. Son ciegos, pero disponen de un oído mucho más fino que el de un perro, por lo cual basta hacer el más pequeño sonido para garantizarse la muerte. De allí que la familia protagónica viva en el mayor de los silencios y la película que narra su intento de sobrevivencia también, llegando incluso, por momentos, al silencio absoluto. En esos instantes, Un lugar en silencio se convierte lisa y llanamente en un film experimental, en tanto desafía la convención universalmente aceptada de que las películas emitan sonidos. Indudablemente, es a esa subversión formal a la que el realizador debutante John Krasinski ha apostado, desde el formato de una película tan mainstream como puede serlo una de terror. Osado, Krasinski inaugura así un género hasta el momento impensable, el film experimental de monstruos. Tal vez algunos identifiquen a Krasinski, actor casi cuarentón,por su papel de Jim Halpert en la versión estadounidense de The Office. Con esa excepción, su carrera de secundario ha sido hasta ahora tan poco relevante que su mayor don parecería ser el de dar voz a personajes de films animados, tarea que cumplió desde Shrek 3 hasta Monsters University, sin olvidar la versión anglohablante de El viento se levanta, de Hayao Miyazaki. Otro mérito es, claro, haberse casado con Emily Blunt, su compañera de rubro aquí. Cosa curiosa, un actor cuya mejor herramienta ha sido hasta ahora la voz, debuta como realizador con una película en la que tiene casi prohibido hablar. Un lugar en silencio opera por sustracción, y no sólo de la voz. La película empieza in media res, con la familia protagónica haciendo las compras en un supermercado, pisando con la suavidad de una geisha y hablándose por señas. Al revés que el 90 % de sus colegas, Krasinsky no le facilita las cosas al espectador, que deberá tener paciencia para saber qué está pasando. En esa secuencia inicial, los protagonistas se hacen señas y aparecen subtítulos que las traducen. Más aún, la hija de la familia sufre de una sordera radical, por lo cual cuando el relato practica subjetivas sonoras de la chica desaparece hasta el sonido ambiente, poniendo la banda respectiva en un vacío total. Lo cual es tan poco habitual que puede llegar a generar cierta desesperación. Desesperados se los ve a los Abott (Krasinski, Blunt & hijos) en el supermercado, y el espectador se pregunta por qué. La respuesta va a llegar cuando alguien cometa el error de producir un sonido y una figura que se adivina monstruosa lo aniquile a toda velocidad. Qué sucedió en el mundo y cómo y de dónde salieron los susodichos bichos, no se sabe. Fundamentalista de la elipsis, Krasinski elimina absolutamente todo lo suntuario, concentrándose en la supervivencia de los Abbott en la pradera, la forma en que procesan su trágico duelo y la dinámica de relaciones familiares, donde la hija adolescente tiende a rebelarse (aunque no del todo) ante un padre que no por protector, presente y responsable deja de asignar a sus hijos roles sexistas. A aprender a pescar lleva con él al hijo varón, indicando a Regan (Millicent Simmonds) que se quede con su madre. En una interesante inversión de funciones, la casa terminará por ser la última frontera frente a las criaturas, con las guerreras Evelyn y Regan descubriendo el punto débil de los bichos, en lugar de haberse puesto a tejer o cocinar plácidamente. La salida de pesca, en cambio, resultará desastrosa, lo que le cuesta caro a Marcus Abbott (Noha Jupe) y más caro aún a su padre, quien tomará una trágica decisión para salvar a los hijos. Antes de un final que cierra in media res lo que empezó del mismo modo, Krasinski muestra una mano tan firme como delicada, paneando con elegancia los verdes maizales y montando con la suficiente intención como para pasar de un plano en el que la madre calma a la hija diciéndole que su padre va a ocuparse de su seguridad, a otro en el que se ve al hijo solo, de noche, en medio del maizal y a merced del bicherío. Lo que no son tan delicados son los sustos, en los que el silencio de las víctimas (¿el silencio de los inocentes?) se confronta con apariciones sorpresivas de los feroces victimarios, cada una de cuyas pisadas suena como si hubiera caído un Transformer sobre la Tierra. ¿Habrá caído el control de volumen en manos de Michael Bay, director de esa saga y productor aquí?
Fábula didáctica sobre la reconciliación Proyectada en la competencia oficial de Venecia 2017 y nominada al Oscar al Mejor Film en Lengua No Inglesa en la última edición de los premios de la Academia, la película libanesa El insulto trata a escala las secuelas de la guerra civil que en los años 70 enfrentó a cristianos libaneses y refugiados palestinos, con el ejército israelí como tercero en discordia y Siria apoyando a los refugiados. Escrita por el propio realizador, Ziad Doueiri, en conjunto con Joelle Touma, El insulto asienta su trama en la actualidad, pero está gatillada por aquel antecedente de magnitud nacional y regional. Lo hace a partir de un incidente de la mayor nimiedad, apelando a una estructura de bola de nieve, que crece sin parar. El formato de film de juicio, cuya representación ocupa la mayor parte del metraje, está pensado para llegar, a partir de las exposiciones de las partes implicadas, a la lección que el film brinda a todos los ciudadanos libaneses: la necesidad de reconciliación. Se trata, en suma, de un film didáctico. Una cuadrilla municipal descubre que de un balcón de la ciudad de Beirut asoma un desagüe cuyo desagote cae directamente sobre los peatones. El capataz toca timbre, le señala al propietario lo que sucede y éste le cierra la puerta en la cara. En lugar de elevar el problema a las autoridades, el capataz opta por serruchar el desagote sin aviso, instalando desde la calle otra vía de desagüe. Cuando lo descubre, el propietario agarra una maza y parte el caño en pedazos. Es sólo el comienzo del conflicto, cuya mecánica recuerda la del famoso corto Vecinos, del canadiense Noman McLaren (1952). Falta un detalle: el dueño de casa es miembro del derechista Partido Cristiano, y el capataz, palestino. Todo está servido para volver a poner en escena el enfrentamiento histórico, y eso sucederá en la Corte. El insulto es un film torpe. Torpe por la obviedad de su planteo, por una toma de partido que quiere disimular sin éxito, por su remate también desbalanceado, que intenta compensar el triunfo de uno con una tímida suavización de la imagen del otro, hasta ese momento demonizado. Al verlo asistir con satisfacción por televisión a viejos discursos del xenófobo líder cristiano Bashir Gemayel, está más que claro que Tony Hanna (Adel Karam) no es lo que se dice un progresista. Para completar el cuadro, trata a su esposa más mal que bien (luce bigote bien de macho, dicho sea de paso) y no la cuida como debería, estando embarazada. Su contraparte, Yasser Salameh (Kamel El Basha) es en cambio un hombre de aspecto noble, que trata adecuadamente a la esposa, tiene tanta ética que reprocha severamente que su abogada recurra a tácticas de ensuciamiento de la imagen del otro. Yasser tiene un único defecto: no domina su ira. Aunque también esto tiene una justificación histórica y política. Para rematarla, en el pico del enfrentamiento el cristiano le dice al palestino: “Ojalá Ariel Sharon [N. de la R.: líder de los halcones israelíes de la época] los hubiera exterminado”. Para qué. Si se pudiera ingresar en la pantalla, al estilo de Buster Keaton en Sherlock Jr., qué espectador no lo haría, para darle unos buenos coscorrones a semejante cerdo. El problema es que después se quiere barnizar esto con un discurso conciliador que no pega con lo que se vio. Quién querría reconciliarse con el facho éste, que el único arrepentimiento que muestra es el de arreglarle el motor del auto a su enemigo, dedicándole finalmente una enigmática semisonrisa a distancia, por debajo del bigote.
Un estado semisalvaje de civilización El director de Starlet y Tangerine vuelve a demostrar que es un especialista en las distintas formas de marginalidad, pero de una marginalidad asumida, voluntaria, orgullosa de sí misma. Un estafador callejero en Prince of Broadway (2008), una actriz porno y una anciana con un pie del otro lado en Starlet (2012), dos travestis y su chulo en la genial Tangerine (2015), dos chicas –madre soltera de veintilargos, hija sub-10– que viven de acuerdo a sus propias reglas en El proyecto Florida: está claro que a Sean Baker le interesan las distintas formas de la marginalidad. Pero no cualquier forma, ya que hasta ahora no ha aparecido en sus películas gente sin techo, sin trabajo, sin patria o identidad. Es decir, gente carente, de la clase que se presta a la mirada paternalista o miserabilista de quien los narra. Lo que le interesa a este cineasta nacido en Nueva Jersey en 1971 es la marginalidad asumida, voluntaria, orgullosa de sí misma. Tan orgullosa como para promover en el espectador, eventualmente, alguna forma de rechazo. Ser estafador no es lo más loable del mundo. Robarle a una nonagenaria, como hacía la chica de Starlet, tampoco. Arrastrar a una rival amorosa de los pelos no es bonito. Escupir autos, como los chicos de El proyecto Florida, y después, en lugar de pedir perdón, rociar de puteadas a la dueña, no forma parte de las conductas deseables en un niño. Para no hablar de la mamá. Pero ojo que no hay en el cine de Sean Baker el más mínimo atisbo de condena de estas conductas, sino la más franca naturalización. Una forma de naturalidad en la que lo aborrecible puede coexistir con lo encantador y la desconsideración con la empatía. Ése es el mundo Baker, uno que se presenta ante nosotros como un estado semisalvaje de civilización, y cuya libertad cuestiona nuestra prisión. No son sólo dos lxs niñxs protagonistas de films de Baker (el bebote afroamericano de Prince of Broadway, la arrolladora nena de El proyecto Florida). En su ingenuidad o en su desinterés por las normas sociales, todos los protagonistas del cine del autor también lo son. La actriz porno de Starlet es una bambi que parece vivir fuera del mundo. Las travas de Tangerine, venenosas, jodidas y malhabladas, son en el fondo dos románticas del siglo XIX. Halley, la mamá desempleada de El proyecto Florida (la debutante Bria Vinaite, que queda grabada) tiene con su hija Mooney (fabulosa Brooklynn Kimberly Prince) una relación más de amigas o compinches que estrictamente de madre/hija. Mooney anda por ahí con sus amigos Scooty, Dicky, Jancey más tarde, y Halley ni se entera. Y digamos que los chicos no son de quedarse jugando jueguitos en la compu: además de escupir autos ajenos y forrear a sus dueños, pueden intrusar una casa abandonada, romper todo lo que queda por romper y finalmente incendiarla. Cuando Halley se entera, como pasa con la señora del auto, la forrea más todavía que su hija y amigos, con un gesto de desprecio crónico que consituye una gran creación de Vinaite. Sería un error suponer que por los motivos enumerados se induce al espectador a ver a los chicos de El proyecto Florida como hooligans y a la mamá de Mooney como una turra que desatiende a su hija. Por indomables que sean, los chicos no dejan de comportarse como chicos, y por volada que esté (parecería estar flotando en una eterna nube de humo), Halley no deja de interesarse –desde su nube– por la suerte de Mooney. Todos viven en un hotel, de esos en los que las habitaciones dan a pasillos exteriores, en una situación (la de Halley e hija, al menos) que el realizador definió como de “homeless escondidos” (ver suplemento Radar del domingo pasado). Halley no paga el alquiler de su habitacioncita, y cuando el administrador del hotel, Bobby (angelical Willem Dafoe, nominado al Oscar por este papel) ya se cansó de reclamárselo, ella sale de la habitación, como quien arrastra una “paja” (en el sentido que le dan los adolescentes a la palabra) extraordinaria, y va a estafar a algún incauto, o a comprar copias berretas de perfumes importados, para venderlas en algún hotel de lujo. Crédulo, ejemplarmente intencionado, dueño de una paciencia a toda prueba, Bobby es otro niño-Baker, y los colores vivos de las paredes de este hotel y de otro vecino (lila furioso, verde ídem) hacen de él algo así como el director de un jardín de infantes. ¿Pero qué pasa que son todos hoteles en este rincón de Florida, esparcidos entre los yuyos, vecinos de montones de comercios de arquitectura rematada con reproducciones gigantes de motivos infantiles, a puro plástico, y calles que se llaman por ejemplo “Siete Enanitos”? Pasa que estos proyectos habitacionales son vecinos nada menos que de Disneylandia, tierra de sueños plásticos que Baker mantiene durante toda la película fuera de campo. Porque es fuera de campo donde viven los protagonistas, al margen de Disneylandia. Tratándose de niños, podría pensarse que esa marginalidad resultará dolorosa. Pero no: los de El proyecto Florida son niños marginales-Baker. Autónomos, independientes, orgullosos de su condición.
Una tristeza profundamente personal El cineasta, hijo de militantes asesinados por la dictadura de Pinochet, comprendió que los elementos de su historia son tan dolorosos que, pudorosamente, evitó subrayar la emoción. “Yo creo en Dios, no sé tú”, le dice su medio hermano Roberto a Álvaro de la Barra, con quien se han visto apenas cuatro o cinco veces en su vida. Luego sigue hablando y Álvaro nunca responde. Esa voluntad de prescindencia, de no decirlo todo, de hacerse a un costado de la propia historia, preside el punto de vista de Venían a buscarme, donde Álvaro de la Barra desanda, a los 32 años, el camino de una vida signada por el horror, el dolor, la ausencia y la muerte. Los padres de Álvaro, Alejandro de la Barra, en aquel entonces uno de los líderes del MIR, y Ana María Puga, militante de ese movimiento de izquierda chileno, fueron asesinados en diciembre de 1974, en el momento en que iban a buscar a su hijo al jardín de infantes. De allí el título de la película, tan seco que apenas permite colegir un posible sentimiento de culpa por parte del realizador. O no. Tras el crimen, Álvaro inició junto a uno de sus tíos el camino del exilio, bajo una identidad falsa, que le permitiera hacer el viaje. Álvaro mantuvo esa identidad por largos años, hasta que finalmente logró recuperar la propia, poco antes de comenzar el rodaje de Venían a buscarme. Ése es el punto en que el espectador conoce a Álvaro y empieza a tratarlo. Hay algo que De la Barra parece haber comprendido, antes de lanzarse a la filmación de Venían a buscarme. Los elementos de la historia son tan terribles, tan tristes, siniestros y dolorosos, que subrayar la emoción, ponerla en primer plano, sólo serviría para hacer de esto una verdadera orgía del horror. Por más que no se eviten, como no podía ser de otro modo, los reencuentros familiares, aunque éstos estén henchidos de emoción, da la impresión de que para poder contar su historia (para vivir, tal vez, pero eso queda fuera de campo) De la Barra debió tomar distancia de ella, de sí mismo, poniéndose en la medida de lo posible en el lugar de un tercero, que investiga los hechos de su vida. Un lugar casi más de periodista que de protagonista. Como si tras el falseamiento de identidad que le permitió vivir, volviera a transmutarse en otro para poder reconstruir su vida. Una vida en la que el recuerdo de los padres se limita a sendas fotos: Álvaro tenía un año y medio cuando los asesinaron, no tiene recuerdos previos. De hecho y a diferencia de sus entrevistados, que no pueden evitar quebrarse al narrar los horrores de los que estuvieron próximos, De la Barra, a quien paradójicamente esos horrores tocan en forma directa, no se permite dejarse llevar por la emoción ni una sola vez. Eso no hace de Venían a buscarme, por cierto, un documental frío, distante o prescindente, ya que el periplo de reconstitución que encara el realizador es profunda y esencialmente personal. De la Barra visita al tío que lo crió, hermano mayor de su padre, en Venezuela, su tierra de exilio, donde sigue viviendo y donde Álvaro pasó los diecisiete años que restaban desde su llegada hasta el fin de la dictadura de Pinochet. Pero tampoco entonces volvió a Chile, yendo a parar a París, donde quedó a cargo de una pariente, parte de la diáspora chilena posterior a setiembre de 1973. Es en el momento de encarar el documental cuando De la Barra egresa finalmente a su país, al país de sus padres, lo cual permite experimentar en presente el conmovedor reencuentro con lugares y parientes. En ese viaje hacia atrás aparecen signos de una voluntad de ocultamiento que por lo visto persiste: uno de sus tíos (de la rama materna, que parece la menos politizada) habla de “accidente” para referirse al fusilamiento de sus padres. Aparece una película de ficción, que cuenta la historia de la militancia de izquierda (su tío Pablo era cineasta amateur) que quedó inconclusa el día previo al golpe. Aparece la filmación casera de otro tío el mismo 11 de setiembre, que a la manera del cameraman argentino Leonardo Henrichsen tuvo el coraje de filmar de frente tanques, soldados, movimientos militares y el incendio de La Moneda, por suerte con mejor fortuna que aquél. Aparece uno de esos personajes que ponen la piel de gallina, una ex militante del MIR conocida como “Carola”, muy amiga de su madre, que según se cuenta se quebró en tiempos de Pinochet, participando de la represión, y que se habría hecho cargo de Álvaro durante un episodio de la niñez. Toda la emoción retenida aflora lentamente, del modo analítico en que De la Barra tiende a ver las cosas, en la escena final, que consiste en una sucesión de fotos de cuando él vivía todavía con sus padres y que constituye uno de los momentos más poderosos (por el valor que adquieren las imágenes, por el sentido que gradualmente develan, por el modo elíptico en que lo hacen) del cine reciente.
Esa angustia frente a una noche de estreno En su debut como guionista y correalizadora, la actriz de Me casé con un boludo se corre de las comedias al estilo de la factoría Suar y elige un formato en el que lo risible se torna existencial, ligeramente absurdo, corrido de lugar. Rejtmaniano, en fin. Dejando claro por dónde pasa su sensibilidad artística, en su debut como guionista y correalizadora cinematográfica Valeria Bertuccelli pone distancia con el mainstream cómico al que había servido en películas como Alma mía, Un novio para mi mujer y, recientemente, Me casé con un boludo, y elige un formato en el que lo risible se torna, si se quiere, existencial, ligeramente absurdo, corrido de lugar. Un formato más afín, en una palabra, al mundo angustiadamente cáustico de Martín Rejtman (para quien actuó en Silvia Prieto y Los guantes mágicos) que al preformateado de la factoría Suar y sucedáneos. Nueve de cada diez autores-actores cuentan, en su debut, historias protagonizadas por un alter ego. Bertuccelli no es la excepción. Como el dúo Cassavetes-Gena Rowlands en Opening Night (1977), la actriz que en Silvia Prieto fue vendedora de líquidos de limpieza a domicilio eligió narrar, en su ópera prima cinematográfica, el momento más aterrador en la carrera de un actor (junto con ese otro en el que tiene que ser no otro sino él mismo): el del estreno. Como la propia realizadora, la protagonista de La reina del miedo está por correr el telón de una obra que escribió (o no, porque no da la sensación de que la tenga muy escrita) y en la que dirige y actúa. Por lo que puede verse se trata de un unipersonal del que se ignora todo, menos lo que hace a cuestiones de puesta o escenografía. Una de cuyas mayores apuestas consiste en la implantación en el escenario de un árbol real, de dimensiones tan desmesuradas como la angustia que invade a Robertina, quien llora por cualquier cosa. Tal vez por eso es que de pronto, sin avisar a nadie, días antes del estreno se aparece en Copenhague. También como Cassavetes en un viaje relámpago de Gena Rowlands a París en Torrentes de amor, Bertuccelli y la codirectora de La reina del miedo, Fabiana Tiscornia, comunican la decisión de Robertina con la misma brusquedad con la que fue tomada: pasando, por corte directo, de una escena de lo más común en Buenos Aires, al ajetreo del aeropuerto de la capital danesa. En Copenhague vive su amigo Lisandro (Diego Velázquez, calvo y sin los bigotes con los que se lo veía en La larga noche de Francisco Santis), quien tras tener éxito con una quimioterapia acaba de experimentar una recidiva. Liberada de la presión profesional, haciéndole compañía a su amigo enfermo, Rober luce tan relajada como hasta entonces no se la había visto. De hecho, para las fotos de promoción de la obra su manager se vio obligado a hacerle una sonrisa de Photoshop, y ahora sin embargo ella sonríe y todo, junto a un aliviado Lisandro. Que Bertuccelli sigue siendo una extraordinaria capacomica (ganó el Premio a Mejor Actriz un par de meses atrás, en el Festival de Sundance) se comprueba muy rápidamente, en la torpe precipitación con que le indica a su empleada doméstica “Llamemos a Prosegur” (auspiciante de la película, dicho sea de paso), ante un corte de luz en el espectacular caserón que ocupa ella sola (“no sé si mi marido se fue de viaje o me dejó”, asegura). Esa secuencia inicial a oscuras, extendida y sin apuros, llena de miedo e inseguridad, comiquísima y ligeramente aterradora a la vez, es una de las introducciones más intrigantes, resueltas y atrapantes del cine argentino en mucho tiempo. Un cine al que le cuesta empezar pisando fuerte, y aquí Bertuccelli y Tiscornia lo hacen. Primer signo de una puesta que no por concentrarse en los actores deja de ser elegante, fluida y visual, con planos-secuencia que las dimensiones de la casa de Robertina justifican. Con Bertuccelli presente en todos los planos (¿si Messi se probara como técnico, dejaría de pedir la pelota?), el casting y la dirección de actores son dos de los grandes aciertos de La reina del miedo, con actuaciones notables por breves que sean (Mercedes Scapola como depiladora con tragedias exstenciales, Darío Grandinetti como el ¿ex? de Robertina, Gabriel Goity como su manager, Marta Lubos como la escenógrafa y la revelación de Sary López, como la empleada paraguaya con propensión al llanto). Y también, por supuesto, en los casos de mayor exposición, como el de Diego Velázquez. De la mano de Lisandro ingresa el drama a ese mundo hasta entonces dominado por el desajuste, la falta de proporción y la exageración cómica. La idea se entiende: recordar que puede haber dramas mayores que el de un estreno, introducir la idea de que siempre hay otro, ante una Robertina tan ombliguista como suelen serlo los actores. Frente a ese corte tan marcado de tono y punto de vista hay dos posturas posibles: entender que era necesario, como forma de descolocar la perspectiva egomaníaca de la protagonista, o lamentar la ruptura de un registro que hasta entonces, y después de ese reencuentro, había funcionado de modo tan redondo y autosuficiente que no dan ganas de salirse de él.
A mediados de los años 70, el realizador italiano Gillo Pontecorvo descubrió que se podían contar hechos políticos con tensión narrativa, suspenso, violencia y emoción. En otras palabras: en formato de thriller, invención narrativa de la nación imperial. La película en cuestión es La Batalla de Argelia (1965) y se trata de una obra maestra hecha y derecha. No solo por sacarle el jugo al máximo a todos los recovecos del género, sino por virturdes que el género no suele tener y que se corresponden con el estilo semidocumental y en blanco y negro con el que el cineasta italiano decidió mixturar el thriller: crudeza visual, sensación de “vivo” y nervio narrativo. Con el thriller político sucede algo semejante a lo que pasa con el spaghetti western, otra creación italiana: comienza con una obra maestra (en el caso del spaghetti western con varias, todas firmadas por Sergio Leone) y de allí en más languidece. Notorios cineastas de izquierda filmaron, en algún momento de sus carreras, al menos un thriller político, formato que permite fusionar el “cine de ideas” (de ideas políticas, en este caso) con una expectativa de mercado: el thriller vende, es un género instalado y tiene su público. Ken Loach lo practicó con fortuna diversa. Bien en Agenda Secreta (1990) y de manera más bien fofa en Route Irish (2010, estrenada en Argentina hace unas semanas, con el título La Verdad a Cualquier Precio). Bernardo Bertolucci lo reinterpretó desde las coordenadas del decadentismo viscontiano en La Estrategia de la Araña (1972, basada en “Historia del traidor y del héroe”, de Borges) y El Conformista (1973). El productor español Gerardo Herrero podría decirse que se especializó, durante años, en este subgénero, con una serie de películas dirigidas por él mismo o por otros. Todas malas: Territorio Comanche (1997), El Misterio Galíndez (2003) y Heroína (2005), entre muchas otras. Tiempo de Revancha (1981) y Últimos Días de la Víctima (1982), ambas de Adolfo Aristarain, son thrillers políticos. Pero buenísimos, por la sencilla razón de que a Aristarain, a diferencia de la mayoría de quienes incursionan en este subgénero, le interesa tanto narrar como darle un sentido político a la narración. Ahora es el alemán de familia turca Fatih Akin el que se aventura en el subgénero. Conocido en Argentina sobre todo por Contra la Pared (2004), y también por Al Otro Lado (2007) y Soul Kitchen (2009), se asocia a Akin con una voluntad de denuncia política (del racismo y la xenofobia antiinmigratoria de la población alemana) y una visceralidad de puesta en escena que se hacían presentes en Al Otro Lado. Frente a En Pedazos (Aus dem Nichts / In the Fade, 2017) conviene olvidar todo eso. O lo último, más precisamente. La historia de En Pedazos es elemental. Katja, rubísima aria (Diane Kruger), vive en feliz matrimonio con Nuri, extraficante de origen turco, y con el hijo de ambos, hasta que una bomba hace estallar todo por los aires. Katja está convencida de que se trató de un atentado neonazi. Tras superar el dolor de la pérdida y enfrentar a policías que sospechan más de la víctima que de los victimarios, y a jurados muy dispuestos a absolver a aquellos a los que las pruebas incriminan, intentará como último recurso la justicia por mano propia, casi como versión femenina del vengador solitario (el de Charles Bronson o el de Bruce Willis, lo mismo da). Hay una diferencia entre los thrillers estadounidenses y estos thrillers hechos por cineastas de izquierda. Más allá de las fórmulas y de las repeticiones, los estadounidenses suelen estar bien narrados. Al menos en términos de tensión, de violencia, de vueltas de tuerca que mantengan un poco el interés. En Pedazos es un thriller lineal, básico, ante el cual en lugar de persecuta o adrenalina se siente sopor. Durante los largos interrogatorios a los que el jefe de policía (un tipo con pinta de lumpen triste, de ceño fruncido, barba crecida y arrugas en la frente), la propia Diane Kruger (que está magnífica, por cierto) parece a punto de quedarse dormida. Después viene una media hora de tribunal, semejante o inferior a la de cualquier serie del montón, y finalmente la parte “vengadora solitaria”, que transcurre en Grecia, donde un miembro del partido de ultraderecha Aurora Dorada sirve de anfitrión a los autores del atentado. Allí, Katja desactiva una bomba con la que pensaba cobrarse venganza… para no matar a un pajarito. No es una manera de decir: es así nomás. Con notable coherencia humanista, se niega a matar a un pajarito pero no a… no podemos decir más, que quien quiera lo vea por sí mismo. En el medio aparecen algunos personajes, sobre todo la madre de la protagonista, que le sirven a Akin para volver a denunciar el microfascismo cotidiano de la sociedad alemana de aquí y ahora. Pasa algo curioso con esta clase de películas de cineastas “consagrados”: el nombre del realizador funciona casi como extorsión en relación con el público, la prensa especializada y todo el establishment cinematográfico de festivales y premiaciones. “No se te ocurrirá hablar mal de una película de Fatih Akin, ¿no?”. Entonces sucede que esta película muy mala se presenta en Cannes, Diane Kruger gana allí la Palma a Mejor Actriz (un premio justo), después empieza todo su recorrido por festivales, montones de asociaciones de críticos estadounidenses la consagran como Mejor Película Extranjera 2017 (extranjera al interés cinematográfico, podría ser) y termina ganando el Globo de Oro en la misma categoría. Con lo cual, de aquí en más su realizador podrá dedicarse a hacer películas iguales a esta, con la garantía de seguir siendo considerado un “autor” a seguir. No se te ocurrirá hablar mal de una película de Fatih Akin, ¿no? Sí, si es mala sí.