Correrse al centro de la propia escena En su ópera prima, Florencia Percia muestra a una pareja en la que el hombre apenas le presta atención a la mujer, hasta que ésta rompe el cascarón en el que vive a un costado. El realizador argentino Martín Rejtman (Rapado, Los guantes mágicos, Dos disparos) goza del infrecuente privilegio de haber convertido su apellido en adjetivo, gracias a lo inconfundible y peculiar de su estilo. Se dice que una comedia es rejtmaniana cuando tiene una visión vitriólica del mundo, pero asordinada. De modo que ese vitriolo nunca aparece en estado puro sino atenuado, tanto como un sentido del absurdo que nunca es directo. Opera prima de la realizadora Florencia Percia (1964, graduada en la Universidad del Cine), Cetáceos es rejtmaniana, pero no al punto de ser meramente derivativa. Hay en las películas de Rejtman una desolación de fondo que aquí no se constata, tanto como una suerte de soledad radical, existencial, que aquí tampoco. Rigor existencial que se corresponde con el de la puesta en escena y que en el caso de Percia aparece flexibilizado, menos espartano. Considérese entonces a Cetáceos, si se quiere, una comedia rejtmaniana menos radical. No por eso menos coherente, redonda y lograda. Alejandro sabe lo que quiere y lo resuelve rápido. Recién mudado junto a su mujer Clara, en la escena inicial toma un jarrón, lo coloca en el centro de una mesa ratona, lo mira y le parece perfecto. Clara titubea, no sabe bien qué decir, parecería que más bien no sabe qué opinar. Apenas atina, como para cumplir, a agregar un cenicero que es como que pide permiso para compartir la mesa con el florero. Como el florero, Alejandro ocupa el lugar central de la mesa imaginaria que comparte con Clara. Ella es como el cenicero, ubicándose en el costadito del lugar que Alejandro deja sin ocupar. Alejandro es el centrado, y Clara, la descentrada, la que no se sabe muy bien dónde está parada ni qué quiere. Sin embargo, Cetáceos está vista desde los ojos de ella, no de él. Elisa Carricajo, actriz de formación teatral, es miembro estable de la troupe cinematográfica de Matías Piñeyro, para quien viene actuando en todas sus shakespereadas. Junto a sus colegas y amigas Pilar Gamboa, Laura Paredes y Valeria Correa, Carricajo actúa también en la postergada La flor, de Mariano Llinás. Carricajo tiene unos ojos muy celestes, que pueden volverse tan fríos como el hielo y tan ausentes como la parte de un iceberg que queda fuera de la vista. En un corto incluido en Historias breves 12 (2016), Carricajo hacía de mujer-robot, y gracias a esos ojos y esa mirada resultaba tan convincente como nadie más podría serlo. Aquí, durante la primera parte de la película, el rostro de Carricajo vuelve sobre esa composición robótica, quedándose, en más de una ocasión, dura, como imantada, con una semisonrisa inmutable y lejanamente idiota. Como si su yo estuviera muy, muy lejos. Lejos y ausente está Clara cuando se comunica por Skype con Alejandro, que viajó a Bologna para participar de un simposio en el que presenta una ponencia, que lo tiene muy inquieto. Segundo gran acierto de casting, es imposible imaginar a alguien más apropiado que Rafael Spregelburd para hacer este papel de tipo canchero, destinado al centro de la escena, lugar que domina con fluidez y sin esfuerzo. Narciso, pero por lo que puede verse no al punto de desconsiderar por completo a su mujer (gran acierto de concepción, no hacer de él un monstruo completo y despreciable, lo cual hubiera hecho todo más fácil y más obvio), Alejandro es uno de esos tipos que monologan naturalmente, de puro entusiasta. A Clara la escucha pero hasta ahí, hay momentos en que le pasa por encima como un camión a un cochecito de juguete. Lo que está fuera de toda duda es que no la ve. No ve su turbación durante la escena del florero, no ve que está en otra cuando hablan por Skype, no la ve incómoda y desinteresada. La manera que encuentra Carla de protegerse es no contar nada de lo que hace, esconderlo, mentir sin tapujos. “Estuve vaciando los canastos de la mudanza”, dice, y los canastos están ahí, llenos de cosas. De a poquito, con dificultad, por obra un poco del azar, de la insistencia del otro y de su propia necesidad, Carla irá rompiendo ese cascarón en el que vive a un costado (otro detalle inteligente, Carla no es ama de casa sino profesional, trabaja en lo suyo y lo suyo está bueno, como que está a cargo de una serie de ediciones en una carrera de Sociales) y se irá corriendo hacia el centro de su propia escena. Guionista de la película, Percia es lo suficientemente fina como para no cerrar su historia con moño de regalo, haciendo de ella una nueva versión de la fábula de la mariposa. Por otra parte, el absurdo rejtmaniano que flota en toda la película parece recordar que el centro absoluto no existe, que las propias cosas están descentradas y así seguirán.
Como si no pasara nada raro La ópera prima de Vladimir Durán plantea una suerte de realidad autónoma en la que es posible que una familia conviva naturalmente con lo disfuncional, en un antiguo caserón barrial en el que reina la endogamia y en el que no se ve a la madre aunque es omnipresente. Los actores son locales, la lengua y los decorados también. Sin embargo, Adiós entusiasmo es una película extranjera. No sólo porque su realizador, Vladimir Durán, nació en Colombia, sino sobre todo porque no se parece a ninguna otra película, argentina o no. Hay algo enrarecido, una suerte de encerrona en la familia protagónica, integrada por cuatro hermanos, un padre del que ni se habla, una madre que está y no está, y una casa en la que esa familia parece vivir desde siempre. Como si esa casa los precediera y los engullera. Adiós entusiasmo es extranjera al 90 por ciento del cine que se hace, deudor de las conductas y la lógica de la realidad externas. Aquí, esa realidad se recompone en otra que la propia película se ocupa de construir, y que se parece y no se parece a ella. La de Adiós entusiasmo es una realidad autónoma. Una en la que es posible que una familia conviva cotidianamente con lo disfuncional, como si eso fuera lo más natural del mundo. Como si fuera un juego. En la ópera prima de Durán, coescrita junto a la brasileña Sacha Amaral, hay algo de Casa tomada. Y algo del mundo de Silvina Ocampo también. A la inversa del cuento de Julio Cortázar, donde dos hermanos endogámicos creían percibir presencias extrañas en la casa, en la de Adiós entusiasmo lo extraño se ha instalado, en una habitación vedada con la que hay contacto a través de la ventana del baño, que se mantiene entreabierta. “La ventanita”, le dicen, con una desconcertante y lógica familiaridad con lo enfermizo. La ventanita es la vía de comunicación que Antonia (Mariel Fernández), Alicia (Laila Maltz), Alejandra (Martina Juncadella) y Alex (Camilo Castiglione) tienen con mamá Margarita (voz de Rosario Bléfari). Se cuentan cosas de uno a otro lado de la casa, charlan, nada parece fuera de lugar. Reina la endogamia en esta película exhibida en el Forum de Berlín el año pasado, ganadora más tarde del Premio a la Mejor Película de la Sección Vanguardia y Género del Bafici. Alicia juega con el pequeño Alex, se tiran sobre la cama, cantan una vieja canción en portugués. Antonia tiene un pretendiente bastante tarambana, al que echa flit. El otro no se entera e insiste. Antonia le cierra la puerta en la cara y entra en la casa, que es como si la chupara. La casa es en verdad un antiguo, bastante descuidado caserón barrial, de esos rodeados de una verja de hierro y con un patio al frente. Como los de las películas de Torre Nilsson, para decirlo en términos de cine argentino. Como en aquellas películas con guiones de Beatriz Guido, todo sucede adentro. Adentro de la casa. Recuérdese, por otra parte, que en La casa del ángel también había una habitación vedada, donde estaba proscripta aquella a la que la familia no quería ver. ¿Por qué el encierro de mamá? No se sabe, y todos se comportan de manera tan “natural” que no hay forma de presumirlo. Como en los relatos de Silvina Ocampo, las habitaciones de la casona sirven para encerrarse y compartir secretos, para hacer juegos entre ingenuos y perversos. Antonia, Alicia y Alejandra (sí, todos los nombres empiezan con A, y el de Alex también) cierran la puerta de una habitación y se tiran, en un momento de distensión, en la cama. El torómbolo pregunta por una de ellas del otro lado de la puerta y Alicia, imitándole el acento y entre las risas de todas, le dice que no están. Mamá decide festejar su cumpleaños tres días antes de la fecha. Se celebra un poco en el baño y otro poco en el pasillo, donde las mesas apenas caben. El happy birthday se canta en portugués. De pronto hay una discusión, alguien se va y Marta (la infalible Verónica Llinás) se trenza con su hermana Margarita (los nombres de los hijos con A, los de las hermanas con M), en una pelea a puteadas, al mejor estilo tribunero. No es una familia bien avenida. Hay una permanente latencia, algo que no funciona y que esconde un gato encerrado que sin embargo no se sabe dónde está. Es como si hubiera un olor acre, olor a pis de gato tal vez, pero ninguno de los presentes lo advirtiera. A diferencia de Nilsson, no hay aquí manierismo, cuidada fotografía, búsqueda expresionista y angulaciones desestabilizadoras. Acorde con el modo en que sus protagonistas lo viven, y acorde también con su carácter de clase media venida a menos (a diferencia de los aristócratas venidos a menos de Nilsson & Guido), todo está fotografiado de modo craso y realista. Como si no pasara nada raro. Y sin embargo está pasando, ahí, delante de todos. Pero nadie hace nada.
obre Ely. Qué sola está. En el cole el profesor diserta sobre el meridiano de Greenwich o algo así. En la veterinaria donde trabaja todo es mecánico, desde llenar el frasco de comida para animales hasta asistir a la operación de una perra. En casa mamá no sale de la cama, y cuando sale, llora. Y Ely a su vez ni cama tiene, ya que el departamento de dos ambientes no lo permite, debe dormir en el sillón del living. Pero Ely está infinitamente más sola todavía, porque en alguna relación con el hijo de su jefe algo falló y ella quedó embarazada. Y eso la pone en el centro de una especie de cajas chinas de la soledad, donde una capa encierra a otra. Y Ely no sabe qué hacer. No se lo cuenta a nadie, ni a su mejor amiga. Ni al padre del chico, hasta que sale el tema. Pero para el padre ella es una relación circunstancial, él tiene su familia. Ely no habla, está totalmente hermética, la situación es demasiado para ella y no sabe cómo resolverla. Va de un lugar a otro con la cabeza semiagachada, como si además de dolor tuviera que sentir vergüenza por “lo que hizo”. Se sienta en cualquier parte, recogida sobre sí misma, y piensa. Es poco más que una nena y tiene un problema que le queda grande. Muy grande. Nadie se acerca a ella para acompañarla, para escucharla, para aconsejarla. Para ayudarla a sobrellevar uno de esos momentos de los que, se sabe, nadie sale ileso. Mucho menos una piba de 17. Algo acompaña sin embargo a Ely. Pero a distancia, sin intervenir, de modo que ella no se entera. Es la cámara de Diego Poleri, cuya misión es justamente esa: seguir a la protagonista sin sacarle prácticamente ni un segundo la lente de encima. Pero no en primer plano sino en planos medios o americanos, de modo que en todo momento se aprecie su relación con el entorno. Que no es hostil ni amenazante, ni sórdido ni siniestro. Es solo indiferente, ausente. Tan ausente como parece estar la propia Ely, reconcentrada en su abatimiento. Desde ya que Invisible, opus 2 de Pablo Giorgelli tras la exitosísima Las Acacias, es una película que depende enteramente de su protagonista, que está en cuadro el 99% del metraje. Y desde ya que la actuación de la debutante Mora Arenillas es extraordinaria. En primer lugar, porque no parece estar actuando sino viviendo, lo cual es esencial para el éxito de un film realista como este. En segundo lugar, porque su inmersión en el personaje parece absoluta, hasta el punto de la identificación total. Pocas veces hubo en cine un adolescente tan adolescente como la Ely de Mora Arenillas. Un adolescente tan angustiado, tan empequeñecido, tan rabioso como en la escena en la que se harta de su madre (Mara Bestelli, transfigurada), pega unos gritos desafinados y se va. Las Acacias también era una película sobre la soledad (soledad de dos), pero al final no se la bancaba y recurría al típico final consolador, en el que los solitarios parecen a punto de dejar de serlo en cuanto la película termine. Era, en otras palabras, una de esas películas de las que se dice que “te hacen volver a creer en la vida”, o en el amor o cualquier otro cliché barato como esos. Con gran honestidad, y cuando la conveniencia aconsejaba seguir por ese camino (ya que Las Acacias triunfó acá y en todas partes:ganó premios en un montón de festivales, de Cannes para abajo), en Invisible Giorgelli pone el freno y seca todo lo que allá era humedad (las acacias necesitan mucha agua para crecer). Desde ya que la temática del embarazo adolescente y la ilegalidad del aborto (Ely se la pasa pensando cómo hacerlo) no podría ser más oportuna en momentos en que todo tópico vinculado con la situación de la mujer tiene asegurada una importante dosis de interés mediático y personal. Oportunidad dentro de la oportunidad, justo dos días antes del estreno se aprueba en primera instancia, en la Argentina, un proyecto de ley para despenalizar el aborto. Por supuesto que se trata de una beneficiosa conspiración de las circunstancias que nadie podía prever, incluidos los productores, el director y el guionista. Y encima se estrena justo el 8 de marzo de 2018, cuando la celebración internacional del Día de la Mujer encuentra a las mujeres argentinas movilizadas como nunca y en pie de lucha, reclamando entre otras cosas el aborto libre y legalizado. A pesar de todas esas turbinas a favor, la muy contenida Invisible no apunta al golpe bajo dramático, consensual o ideológico, dejando que el drama corra literalmente por dentro de su protagonista excluyente, manteniéndose tal como el título de la película indica. Esto quiere decir que por muy favorables que sean las circunstancias, Invisible jamás será una película “para todo el mundo”, como sí lo era esa. Es una prueba de rigor que sea así.
Una patinadora a los golpes por la vida Basada en un personaje real, el de una patinadora estadounidense que llegó a lo más alto y también lo más bajo de su carrera deportiva, la película del director de Lars y la chica real pone el acento en la enfermiza relación entre la protagonista y su madre. El episodio trascendió en el mundo entero. El 6 de enero de 1994, un tipo aparentemente enviado por su máxima rival le pegó un bastonazo a la patinadora Nancy Kerrigan, con la intención de quebrarle una pierna y sacarla de las pistas para siempre. La rival se llamaba Tonya Harding, y tal como puede imaginarse, no terminó bien su carrera. Es posible, sin embargo, que la principal competidora de Tonya Harding no haya sido aquella patinadora sino su mamá LaVona, monstruo de flequillo, anteojos gigantes y cigarrillo en mano, que viene de brindarle a Allison Janney el Oscar a la Mejor Actriz Secundaria. La bella Margot Robbie, magnífica como la victimaria y víctima Tonya Harding, tuvo que conformarse el domingo en cambio con aplaudir desde la butaca a su colega Frances McDormand, que sacó todos los boletos para el rubro de Mejor Protagonista Femenina. Nacida en un hogar humilde del interior de los Estados Unidos, criada a los golpes, Tonya descubre, de pequeña, que puede patinar. De allí en más se aferrará a su malla enteriza y su calzado con filo, perfeccionándose para llegar a lo más alto. Hasta el momento, lo único que sabía hacer era cazar conejos con su padre en los bosques de Oregon y aprender junto a él a reparar un auto. Su otro aprendizaje consiste en soportar el maltrato de su madre, que incluye tremendos cachetazos y empujones que la lanzan lejos de su asiento. Camarera en un típico bar rutero, fumadora de varios atados diarios, el personaje de LaVona permanece inexplicado, lo cual no es ni bueno ni malo. Que eche a su marido de casa se entiende: una mujer como ella sólo podría tener a su lado uno de esos perros viejos, habituados a aguantar patadas. Que se comporte como lo hace con su hija se entiende menos, sobre todo porque su conducta es contradictoria: es ella la que tiene la idea del patinaje, y es ella la que de allí en más se ocupará de meterse en la vida de Tonya, de saboteársela, de hacérsela imposible. En un caso así la única solución es irse de casa, sola o acompañada. Tonya lo hace del brazo de Jeff, el pobre tipo que eligió como marido y con el que no hará sino repetir su historia de castigos físicos, hasta que con siglos de dilación tome la decisión de divorciarse. Está claro: lo único bueno que esta chica puede hacer con su vida es poner la cabeza en las pistas de patinaje y olvidarse de lo demás. Eso es lo que hace, hasta el punto de conseguir un record histórico: Harding es la primera patinadora estadounidense en lo que se llama “salto triple Axel con una combinación de doble loop”, jeroglífico que debe entenderse como la conversión de quien lo practica en un descorchador humano en velocidad, si los corchos pudieran sacarse de un salto. Hasta que la ambición la ciega y acepta la idea del estúpido de su ex, de sacarse de encima a la principal competidora a bastonazos. Jeff no anda solo: lo acompaña un amigo obeso a quien le gusta presentarse como “guardaespaldas” y hasta como “agente en contraterrorismo internacional”, cosas que su aspecto hace todo lo posible por desmentir. Hay un mérito básico en el realizador australiano Craig Gillespie (cuya errática carrera previa incluye una película tan incómoda como Lars y la chica real, donde Ryan Gosling se enamora de una muñeca de goma, y también empleos tan poco lucidos como la comedia mainstream Enemigo en casa), que consiste en narrar esta historia de gente rústica y práctica con la misma rusticidad y practicidad. La secuencia inicial, en la que los personajes principales hablan a cámara, establece el registro de semidocumental “a la vista”, que parecería ambicionar una falta de estilo que, claro, es imposible. Un elenco que salvo las dos protagonistas está íntegramente compuesto de actores anónimos resulta ideal para esta ilusión documentalista. Ese semidocumentalismo se ve cuestionado, sin embargo, por algunas decisiones: la de una narración en off que oscila entre los personajes principales, algunos comentarios a cámara, sobre todo de Tonya, que parecen tomados directamente de House of Cards, y la actuación de Allison Janney, fabulosa secundaria de comedia que compone a LaVona como si estuviera en Saturday Night Live. Esto es: como una caricatura de sí misma. Lo cual permite aliviar en parte el carácter siniestro del personaje. Lo de Margot Robbie es, en cambio, inmersión total en un rol que no podría estar más alejado del aspecto de muñeca que esta actriz también australiana exhibió en la ceremonia del domingo pasado. En la condición de blanca pobre del interior de Tonya Harding, el guión de Yo soy Tonya ve la principal razón de que las eminencias del patinaje hayan encontrado en ella la víctima propiciatoria ideal.
Ahí va el Capitán Beto, por el espacio... En los pasillos de la última edición del Festival de Mar del Plata, donde Un viaje a la luna ganó el Premio a la Mejor Opera Prima de la Competencia Argentina, todo el mundo coincidía en que la película estaba “muy bien técnicamente”, sobre todo en lo que hace a la reproducción del interior de una nave espacial. El crítico, que no pudo verla en esa ocasión, se quedó con la impresión de que se trataría de un ejercicio de estilo, que trataría de imitar tal vez el cine de ciencia ficción producido al norte del Rio Grande. Nada que ver. Lo técnico no ocupa en Un viaje a la luna un lugar prioritario sino el que debe ocupar. Lo mismo que el famoso interior de la nave, que se limita a una única secuencia y donde tableros e instrumentos de control importan tanto como los de un avión, al fondo de la acción. En Mar del Plata nadie habló sobre la película en sí, crónica agridulce (con más de lo primero que de lo segundo) sobre un adolescente solitario, al que le cuesta horrores conectar con lo que le rodea y llena esa falta metiendo la cabeza en la Astronomía. Tomás (Angelo Muti Spinetta) es hijo del medio. Problema. No es ni el más chico, Coco, a quien mamá (Leticia Brédice) lleva en brazos de acá para allá, ni la más grande, que se agarra de los pelos con mamá como si fueran dos hienas. Como nueve de cada diez padres del cine contemporáneo, el de esta película (Germán Palacios) está semiausente. ¿Qué hace entonces Tomás? Se encierra en su habitación, no lee los libros de Geografía que debería para su próximo examen, se enfrasca en astros y planetas, recorre el cielo con su telescopio y de pronto da, en el edificio de enfrente, con una vecina picarona que lo saluda, y que al día siguiente se le aparecerá en vivo, lamentablemente con su novio cerca. Y al novio le da, por lo visto, por romper anteojos de molestos vecinos geeks. Sin embargo, Iris (Ángela Torres) se las ingenia para reaparecer. ¿Qué es lo que le gusta a la sexy Iris del timidísimo, hierático Tomás? Tal vez lo que no muestra, tal vez lo que el guion indica que debe gustarle. Vaya a saber. Hay un hecho traumático que Tomás vivió de niño en una ruta nocturna junto a su padre, que éste le pidió que callara y que tal vez explique, aunque sea en parte, su hermetismo. Así como el tratamiento psiquiátrico que acata obedientemente (no tanto como los psicofármacos, que dice tomar y no toma). En un punto, Tomás estalla. O algo dentro suyo lo hace, encerrando real o imaginariamente al resto de la familia en una nave espacial construida en la habitación a base de hueveras de cartón. Allí, en ese punto, su hermana, su padre y madre se convertirán en poco menos que esclavxs espaciales al servicio de sus caprichos, y sólo Coco se salvará, haciendo de copiloto. El viaje es a la luna, satélite sobre cuya imagen se sobreimprime, a los ojos de Tomás, la de Iris. ¿Psicologismo fantasioso, freudismo espacial? Esas son, si se quiere, las cartas que juega el realizador debutante Joaquín Cambre, acompañado por Laura Farhi en el guion, con una fluida puesta en escena, ajustadas actuaciones y una contención general que parece deberle más al cine de Martín Rejtman que a 2001, odisea del espacio.
Cómo disfrutar del exceso y el disparate Una espía del servicio secreto ruso juega a varias puntas, tanto con las agencias de espionaje como con los hombres, en una película con varios actores famosos jugando en el barro. Para apreciar una película como Operación Red Sparrow deben aceptarse dos presupuestos. Uno es que el género de espionaje entraña necesariamente, tanto en la novela como en el cine, un montón de giros y vueltas de tuerca, incluso hasta el punto del mareo. O sea que advertencia 1: la clase de espectador al cual le gusta anticiparse a lo que va a suceder acá va muerto, porque en su afán de sorpresa la película protagonizada por Jennifer Lawrence no repara demasiado en haber dado o no pistas previas para resolver sus enigmas. El segundo presupuesto es el de la existencia del cine trash, que se llama así (basura) por lucrar con materiales como, básicamente, el sexo (turbio) y la violencia. Advertencia 2, entonces: quienes exijan al cine los más altos sentimientos y emociones, más vale que sigan derecho hasta la próxima película auspiciada por la Iglesia católica y el Consejo por la Paz entre los Pueblos. El trash entraña un verosímil distinto al del realismo. Más lúdico, menos circunspecto. Así es como debe tomarse a Red Sparrow, basada en la novela homónima de un tal Jason Matthews y dirigida por Francis Lawrence, cuyo único parentesco con Jennifer es haberla conducido en la serie Los juegos del hambre. Lo más estimulante de aquella saga era cuando se le iba la mano en su cuota de violencia, poniendo en peligro la ansiada calificación de SAM 13 (aquí en Argentina; PG-13 en Estados Unidos). En Operación Red Sparrow (en Argentina, a las películas de espionaje siempre se les agrega la palabra “operación”, para que se sepa que son de espionaje) sucede lo mismo, pero ahora sumándole sexo retorcido al asunto. Bailarina del Bolshoi, a Dominika Egorova (Lawrence) la sacan de la cancha la noche en que su partenaire, en lugar de pas de deux, le parte en deux, por un “error de cálculo”, la tibia izquierda. Fin de la improbable carrera de étoile de Dominika, que tiene más físico de campeona de lucha libre que de bailarina clásica. Después de que ella ponga los puntos sobre las íes sobre los responsables de esa lesión, dándole a su bastón un uso más que ortopédico, su tío Vanya (¡sí, tiene un tío llamado Vanya!) le hará una oferta que no puede rechazar: o se queda en la calle cuando el Bolshoi las eche del departamento prestado, a ella y a su pobre viejecita enferma (esta zona de Red Sparrow es un tango ruso hecho y derecho), o se convierte en espía a su servicio. Vanya (el belga Matthias Schoenaerts), que tiene un alto cargo en la SIE, logrará convencer a sus superiores, Zajarov (el irlandés Ciarán Hinds, con las comisuras cada vez más caídas) y el General Korchnoi (tocayo del jugador de ajedrez, interpretado por Jeremy Irons) de la utilidad que su sobrina puede prestarles como espía. Dominika concurrirá a la Escuela del Estado para jóvenes espías, conducida por una Charlotte Rampling machona, que parece homenajear a la Coronel Rosa Klebb de De Rusia con amor, y donde todos lucen el más canónico gris plomo soviético. No se sabe si por libido de la Matrona (Rampling) o por una política específica, la enseñanza de la escuela tiene la fijación sexual de un valijero. A una alumna se la obliga a practicarle una fellatio a un prisionero, y a Dominika, a cumplir con los deseos de un compañero. Para lo cual Mrs. Lawrence se quita meticulosamente prenda por prenda, hasta quedar desnuda por completo, humillar al compañero y sumar algunas entradas en boletería. En ese punto, algunos espectadores dirán que Operación Red Sparrow es una basura. Otros, los que saben disfrutar del exceso, lo fuera de lugar, lo imposible de creer, pensarán lo mismo, pero frotándose las manos. De allí en más, la grieta entre espectadores correctos e incorrectos no hará más que profundizarse. Preparada para seducir y atrapar al enemigo, Dominika no podrá resistir sin embargo la atracción que le produce Nate Nash, agente de la CIA (nombre totalmente de comic, encarnado por el serio Joel Edgerton). De allí en más la alternativamente castaña o rubia agente del SIE jugará a dos puntas entre ambos poderes, hasta una notable escena de tortura con un killer ruso, que se especializa en despellejar a sus víctimas con un dispositivo especial. ¿Está Dominika del lado del torturador o del torturado? Y el topo al que Nash protege, ¿quién es? Esta última pregunta, que supuestamente guía la trama, es lo que Hitchcock llamaba un macguffin, una mera excusa para hilar la acción, que en sí misma no importa nada. A propósito de Hitchcock, hay un largo y trabajoso crimen de a dos que recuerda el de Cortina rasgada. Claro que el genio británico tenía un respeto por el rigor y el pudor al que Mr. Lawrence no aspira en lo más mínimo. Uno hacía alto cine. El otro, cine-basura. Ambos son divertidos.
Cuento de hadas contra la Historia En Baltimore, en plena Guerra Fría, un monstruo acuático de forma humana es llevado a un laboratorio secreto del gobierno. La chica de la limpieza se enamora de él. A partir de esa historia se despliega un mundo moral maniqueo, de buenos contra malos. La gran favorita del Oscar con 13 nominaciones, ganadora de dos Globos de Oro, tres premios Bafta y varios de las asociaciones de profesionales del cine y de críticos de los Estados Unidos, La forma del agua representa la consagración definitiva del mexicano Guillermo del Toro en Hollywood y, sostenido por esa plataforma, en el mundo entero. Producción ciento por ciento estadounidense (como lo habían sido ambas Hellboy, Titanes del Pacífico y La cumbre escarlata), La forma del agua significa para Del Toro lo mismo que en años recientes fueron Gravity para Alfonso Cuarón y Birdman para Alejandro González-Iñárritu, completando el ingreso triunfal a Hollywood de lo que podría llamarse “los tres amigos”. En relación con su obra previa, La forma del agua representa un regreso de lleno de Del Toro a mundos propios, luego de dos películas (las últimas nombradas) algo tangenciales. El de Del Toro es, en sus obras más logradas, un arte del recortado y pegado que, al contrario de querer disimularse, se hace visible. Esto es notorio en sus dos films más celebrados a la fecha, El espinazo del diablo (2001) y El laberinto del fauno (2006), que en buena medida pueden considerarse un díptico. En ambos, en medio del film histórico codificado (el de Guerra Civil en el primer caso, el de persecución y caza de los últimos guerrilleros republicanos en el otro) cae y se implanta –de modo semejante a como se clava esa bomba gigante, en el patio del colegio de El espinazo del diablo– el film de fantasmas en El espinazo del diablo, el fantástico-maravilloso en El laberinto del fauno. En este sentido, La forma del agua podría tomarse como tercera parte de una trilogía. ¿La trilogía de los pobres monstruos? Ahora se traslada del centro de España en los años 30/40 a la ciudad de Baltimore en los primeros 60, plena Guerra Fría y consecuente paranoia antisoviética en los Estados Unidos. La bomba que se clava en esta ocasión en medio de ese contexto histórico es un monstruo acuático de forma humana, tomado directamente del de El monstruo de la laguna negra (1954). Como en el clásico clase-B de Jack Arnold, el aquaman (actuado por Doug Jones, que había sido el fauno del laberinto y Hellboy) se enamora de una humana. Lo dicho: Del Toro recorta y pega, no teme que lo acusen de poco original, y eso es justamente, como se verá, lo que da originalidad a sus películas. La humana en cuestión es Elisa (Sally Hawkins, nominada), que trabaja como chica de la limpieza en un laboratorio secreto del gobierno, donde una noche (todo sucede de noche en La forma del agua) traen al extraño ser, descubierto “en un río latinoamericano” y lo hunden en un tanque para investigarlo. Elisa es muda, por un ataque sufrido en su infancia, explicado mal y a las apuradas en medio de un diálogo, uno de los puntos más “tarjeta roja” del guion escrito por Del Toro y Vanessa Taylor. No es el único. Muda y tal vez virgen, sometida a una rutina de masturbaciones matinales, a esta chica distinta no le costará mucho enamorarse de ese ser distinto, descubriendo incluso que su aparente emasculación no es tal. Como en las dos películas antes mencionadas, el mundo moral que presenta La forma del agua es maniqueo. No podría ser de otra forma en tanto se trata, incluso más que aquéllas, de un cuento de hadas. Cuento de hadas lanzado contra la Historia, claro, pero cuento de hadas al fin. Los “malos” son, justamente, los representantes de la Historia. Unos espías rusos (pero no todos, hay uno bueno también entre ellos, porque no es político sino científico), un general del Pentágono y sobre todo el agente Strickland (¿de la CIA, del FBI?), encarnado por un Michael Shannon más temible que nunca, que vendría a ser el Ogro del cuento y para quien mujeres, negros y comunistas son seres tan subhumanos como el propio ser de branquias y escamas. Los “buenos” son las víctimas de la Historia: la mudita chapliniana, su vecino y único amigo, artista gráfico desempleado y gay angustiado por el paso del tiempo (Richard Jenkins, nominado) y su compañera de trabajo negra, la siempre imperdible Octavia Spencer (también nominada), que se siente abandonada por su marido. Un detalle genial, que corre riesgo de pasar inadvertido: cuando Strickland va a su casa y lo reciben su esposa e hijos, Del Toro pinta visualmente la escena como si fuera una acuarela de Norman Rockwell. Esto es: como la perfecta familia americana. Hay quienes se han apresurado a emparentar La forma del agua con el film francés Amélie, a partir de su condición de cuento de hadas y, sobre todo, del carácter naïf de la protagonista y el modo en que éste tiñe a quienes la rodean. Es confundir la parte por el todo, porque a esa algo infantil naiveté se opone la siniestra oscuridad de la época y de la Historia (y de la puesta en escena), representada no sólo por todo lo visto sino incluso en detalles menores, como la breve y dolorosa secuencia de humillación de Gilles. Y es no apreciar, justamente, el arte del pastiche que lleva a cabo Del Toro en sus películas más logradas, que consiste en juntar pedazos que no pegan entre sí, acentuando así su disyunción, la violencia con que chocan. Hablando de violencia, sería bueno saber qué escena de Amélie se parece a la del intento de abuso de Strickland o esa otra en la que el propio Strickland tortura a una persona metiéndole el dedo en dos agujeros de bala y retorciéndolo. Lo que sí es inadmisible es el final, que amaga terminar de una manera, que hubiera sido dignísima, y termina de otra, que ya no lo es, por una súbita magia cuyo arte sólo conoce nuestro amigo el aquaman latinoamericano.
El realizador italiano adaptó, por vía de James Ivory, autor del guión, la novela homónima del egipcio André Aciman. Y presenta con delicadeza y buen gusto la relación homosexual de dos jóvenes en la Italia de la década del 80. ¿Cómo filmar el amor? ¿Cómo escribir sobre el amor? En ambos casos se requiere de un arduo trabajo de traslación, que permita abordar el reino de lo etéreo, lo nunca del todo cognoscible, lo que no se muestra a los ojos, trasplantándolo al terreno de lo concreto, lo que puede verse o formularse, describirse o expresarse en acciones. Para filmar Llámame por tu nombre, el realizador italiano Luca Guadagnino (Palermo, 1971) tuvo que hacer una traslación de segundo grado, al adaptar (por vía de James Ivory, autor del guion) la novela homónima del egipcio, radicado en Estados Unidos, André Aciman (hay edición de Alfaguara). Una de las sorpresas del Oscar de este año, Llámame por tu nombre está nominada como se sabe a cuatro de esos premios, incluyendo el más importante, Mejor Película. Parece tratarse del típico caso de película independiente que ocupa el casillero “de arte” (que este año comparte con Lady Bird, de Greta Gerwig), que recibe varias nominaciones pero ningún premio. Aunque algún premio va a tener que llevarse, si la Academia no quiere cargar con nuevas acusaciones por discriminación. La sensación más fuerte que genera en el espectador Llámame por tu nombre es la de ser parte del mundo que se narra. Un mundo veraniego y adolescente, hecho de pereza, siestas calurosas, un amplio palazzo familiar donde vive Elio, rincones oscuros en los que ocultarse del sol o de la mirada de los otros, paseos entre amigos en bicicleta, la vista del lago abajo, el bosque cercano, la laguna donde darse chapuzones. La clase de sensualidad del que se deja arrastrar por un río quieto haciendo la plancha. Es 1983, “en alguna parte en el norte de Italia”, según dice el cartel, y Elio (Timothée Chalamet, actor estadounidense hijo de francés, presente también en Lady Bird) se halla allí en unas vacaciones que parecen eternas junto a sus padres, matrimonio de eruditos estadounidenses, cosmopolitas y judíos. Elio tiene diecisiete, lee cosas como los Fragmentos cósmicos de Heráclito y es capaz de improvisar fragmentos al piano, tocados según el estilo de distintos compositores clásicos. Con sus padres suele hablar en francés. Aunque en castellano suene feo, los Perlman son lo que los franceses llaman BoBos: bohemios burgueses. Elio tiene su chica, Marzia, que es francesa (Esther Garrel, hija del realizador Philippe Garrel y hermana de Louis). Pero desde que llega a la casa el nuevo pasante de su padre, un veinteañero llamado Oliver (hay que hacer un esfuerzo para darle esa edad a Armie Hammer, que había sido la pareja en el closet del todopoderoso director del F.B.I. en J. Edgar), Elio no puede dejar de observarlo. De allí en más su vida anterior se alterna (aquí nada se rompe del todo, al menos hasta la escena final; todo es tan suave y acompasado como las tardes lombardas) con la progresión del acercamiento entre ambos. Está el tema de la edad de Elio y el hecho de que Oliver es discípulo e invitado de su padre, pero tal vez influidos por el aire del país de Baco (y no el de la Iglesia, que parece estar a varios planetas de distancia), no hay nada que a ambos les dé culpa, ni preocupación, ni hesitación, que no sean los propios vaivenes del deseo. Hay en Llámame por tu nombre algo así como una sensorialidad de la narración, dada por el tempo cinematográfico, los juegos de luces y sombras (las que cruzan el rostro de Elio, por ejemplo, antes de iniciar una masturbación imprevista en el altillo), la duración de cada plano, el trabajo sobre los colores vivos (vivos del deseo, sobre todo de Elio, que literalmente se monta sobre el más cool Oliver, y vivos de luz italiana) realizado por el fotógrafo tailandés Sayombhu Mukdeeprom, que trabajó en alguna ocasión con Apichatpong Weerasethakul. Ha sido muy sabio Luca Guadagnino al elegir para su película ese estilo reposado, casi invisible y opuesto al de su film anterior, una remake muy libre de La piscina llamada A Bigger Splash, donde, también en medio de un verano pero más quemante, todo era gesto aparatoso, seducción notoria y estilo llamativo. Teniendo en cuenta que su próxima película es otra remake, en este caso de Suspiria, de Dario Argento, puede suponerse que mucho de ese estilo va a volver. Difícil que haya allí, como aquí, la creciente y no hablada tristeza de la separación, primera prueba del paso del tiempo, o de la fuerza de la distancia, y que un memorable plano fijo final permite compartir.
Una boda en la campiña francesa Los realizadores de Amigos intocables proponen una comedia que invita a preguntarse si es realmente una comedia. ¿Qué es lo que hace que una comedia sea buena? Que no se note del todo que es una comedia, es una respuesta posible. Que también sea una tragedia, es otra. Que haga preguntarse si lo que uno está viendo es cómico o triste. O cómico y triste. Todo esto se cumple en Le sens de la fête, cuya traducción literal es “el sentido de la fiesta” y que se estrena en Argentina con el pretencioso título de La fiesta de la vida, preferible de todos modos al C’est la vie que le enchufaron en Estados Unidos, el cliché de lo francés por antonomasia. Le sens de la fête es la sexta película escrita y dirigida por Olivier Nakache y Éric Toledano, autores de ese éxito fenomenal en el mundo entero que fue Amigos intocables (2011), comedia de diseño pensada hasta el último detalle para la clase de emociones rápidas que pueden tenerse en un shopping, entra una porción de pizza antes de entrar y un helado al salir. Por suerte y cuando podrían haber insistido en ese rendidor procedimiento de “toque las teclas adecuadas y cobre”, Nakache & Toledano decidieron jugarse por una comedia menos fácil, menos Rasti, de mayor observación de sus personajes. Por sencillo y ajustado, el título ideal hubiera sido La boda, ya que todo transcurre aquí de acuerdo a la más estricta unidad de tiempo y lugar. Un castillo del siglo XVII en medio de la campiña, en el que va a celebrarse un casamiento, vivido desde la mañana hasta el amanecer del día siguiente, siguiendo los preparativos, la celebración de la fiesta, un accidente que derivará en una segunda fiesta improvisada (y esa sí, bastante falsa en su neohippismo bacán), hasta que “el sol nos dice que llegó el final”, como decía Serrat. La boda –éste es un detalle esencial– no está vista desde el lugar de los burgueses que la celebran, sino del dueño de una empresa de servicios para fiestas, Max Angély (el semicalvo Jean-Pierre Bacry, conocido por sus papeles junto a su ex Agnes Jaoui, tanto en Conozco la canción como en El gusto de los otros o Como una imagen) y sus numerosos empleados. La película es lo suficientemente larga (casi dos horas) como para particularizar en particularidades y manías de buena cantidad de personajes. Desde el novio cuya egolatría lo lleva a leer un discurso que lleva en una carpeta hasta el fotógrafo “garronero”, que no le afloja a los canapés, pasando por el cantante melódico que sanatea en italiano o portugués, el camarero enamorado de la novia (el actor es el barbudo genial que hacía del ex marido desquiciado en La batalla de Solferino), o el otro camarero, novato, que no sólo no tiene idea de cómo se trabaja en la cocina sino que no sabe disimularlo. Si todos estos personajes funcionan para dar comicidad, los realizadores tienen la suficiente elegancia para no forzarla, ni tampoco reducirlos a la risa cada vez que aparecen. Hay un personaje sobre el que se posa una mirada distinta y es Angély, protagonista de La fiesta de la vida. Tapando agujeros a diestra y siniestra, sacándose muy ocasionalmente, el calmo y paciente Max tiene, como lo indica su apellido, algo angélico, mientras carga un par de situaciones personales complicadas, una amorosa y la otra laboral, que su profesionalismo lo lleva a disimular. La actuación de Bacri es simplemente extraordinaria. De una sobriedad y economía absolutas, este cincuentón de aspecto tan común no parece actuar su personaje, sino estar metido en él. Hasta el punto de que si uno se distrae puede perfectamente olvidarse de que es un actor, y suponer que lo que está viendo es un documental de un verdadero manager de fiestas, ajetreado como nunca. Pero la película no es un documental, y esto queda claro cuando finalmente las costuras del guion quedan a la vista, en un final que decide repartir happy endings para todo el mundo, como si los realizadores se hubieran asustado de haber hecho hasta allí una comedia que no se notaba del todo que fuera una comedia.
Una alegoría polisémica Ganador de premios en festivales de primera línea en la última década, dos veces nominado al Oscar, ésta es la primera película del griego Yorgos Lanthimos (Atenas, 1973) que se estrena en Argentina. Como no podía ser menos, El sacrificio del ciervo sagrado también ganó un premio importante, el de Mejor Guion en Cannes 2017. Ese es el premio que con mayor frecuencia suelen ganar las películas de Lanthimos (Canino, 2009; Alps, 2011; Lobster, 2015). Hay una razón para ello: las historias de Lanthimos desafían tanto el realismo como, en ocasiones, los valores burgueses. Canino, por ejemplo, estaba protagonizada por una familia en la que los padres prohibían a sus hijxs salir al exterior, hasta tanto se les cayeran sus dientes delanteros. Alps presentaba a una empresa de servicios fúnebres que tenía la peculiaridad de representar a los parientes muertos para facilitar el duelo de los deudos, mientras que en la sociedad futurista de Lobster, aquéllxs que no se enamoraran en un plazo de 45 días se convertían en bestias, siendo expulsados a un bosque cercano. El sacrificio del ciervo sagrado tiene un clima enrarecido durante su primera mitad, y una derivación a lo fantástico o inexplicable (según como quiera vérselo) en la segunda. Otra vez una familia burguesa de vida ordenadísima, la del doctor Steven Murphy (Colin Farrell), completada por su esposa, Anna (Nicole Kidman, con el rostro definitivamente desinflamado) y sus hijos, la adolescente Kim y el más pequeño Bob. Con una barba tan densa que lo hace lucir como griego, y una circunspección que lo completa como trágico de ese origen (aunque la historia transcurre, se supone, en Estados Unidos), el Dr. Murphy es cardiocirujano, y su mujer oftalmóloga. Mucho no importan en verdad las profesiones, porque mucho no le importa a Lanthimos lo real: lo del griego es la alegoría, esa palabra griega, por lo cual los elementos de la ficción le interesan en tanto le permiten alcanzar el sentido al que quiere aludir. Pero falta un personaje clave, un muchacho menos que veinteañero llamado Martin (el irlandés Barry Keoghan, cuya desafiante inexpresividad y ojos semidormidos son tal vez lo mejor de la película), elemento disruptor de la historia. Lanthimos maneja muy bien la falta de información sobre la relación entre Murphy y Martin, hasta que la devela. Cuestión de opiniones, pero a este crítico le parece decididamente forzado que el cirujano haya quedado hasta tal punto prisionero de este desconocido, pero si se pone la verosimilitud entre paréntesis (doble paréntesis, que incluye también el aparente poder del que estaría dotado el muchacho), el tramo del relato que sobreviene, con Martin proponiéndole a Murphy un intercambio inaudito que tiene relación con el título de la película –y anticipando luego hechos igualmente inauditos que comienzan a suceder– tiene mucho interés. Sobre todo para el amante de lo extraño. Pero allí viene el problema, ya que Lanthimos parecería haber barajado distintas opciones a la hora del guion, y en lugar de quedarse con una se quedó con todas. Por lo cual la película, en sus últimos 45 minutos o media hora, avanza hacia todas partes (la historia de venganza, la de autosacrificio, la de disolución familiar, la tragedia, la parodia). O lo que es lo mismo, no avanza hacia ninguna parte. Con lo cual si algo desorienta a este crítico es el premio a Mejor Guion otorgado en Cannes, en mayo del año pasado.