Vida y música del lado de los muertos. El film se sumerge en una centenaria tradición mexicana, aunque con cierta sobrecarga argumental y visual. Ganador del Globo de Oro al Mejor Largometraje Animado y seguro nominado al Oscar en el mismo rubro, el nuevo tanque de Disney-Pixar tiene tanto gancho que fue despedido con aplausos en una de las funciones de prensa que se hicieron en Buenos Aires. Se podría proyectar que de esos aplausos a los dos millones de espectadores, Coco no va a parar. Al fin y al cabo, cuenta con todos los componentes que convierten en éxito a un film infantil, lleve o no la marca Pixar en el orillo. La película es codirigida por el novato Adrian Molina y Lee Unkrich –que había correalizado Toy Story 2, Monsters Inc y Buscando a Nemo, y Toy Story 3 en solitario–, y narra la misma fábula que La bella y la bestia, Moana, Brave y Happy Feet, entre otras. La de la desobediencia de un niño, niña, adolescente o cría al mandato familiar o de la especie, su posterior aventura en solitario, su consagración como héroe y la reconciliación final con los suyos, que lo aceptan ahora tal como es y hasta tal vez pueden llegar a tirar al tacho las tradiciones para abrazar la novedad que el héroe trae consigo. Así como Mulan se sumergía en la cultura milenaria de la China, ahora la fusión de los estudios Pixar-Disney hace lo propio con un México de tiempo indeterminado, a medio camino entre el folklore y el cliché de consumo internacional. En la primera, deslumbrante secuencia, el protagonista, un niño de 12 años llamado Miguel narra en off la historia de su familia de mujeres bravas, puesta en imágenes por la animación de unos hilados ornamentales, cada uno de los cuales representa una escena de la historia de los Rivera. En ese núcleo hay un momento traumático: ése en el que el tatarabuelo de Miguel deja a su esposa e hijos para probar fortuna como músico en la ciudad, para ya no volver. A partir de entonces, la música queda prohibida en casa de los Rivera, quienes gracias al esfuerzo de la mujer abandonada por sostener a los suyos se dedicarán de allí en más a la confección de zapatos. Miguel tiene un problema: le encanta cantar y además encontró escondida en el desván una hermosa guitarra, con la que no puede dejar de acompañarse. Un poco como Alicia o la Dorothy Gale de El mago de Oz, en una fecha clave para la cultura tradicional mexicana como es el Día de los Muertos, Miguel atravesará en este caso un puente, pasando del otro lado, a la tierra de los muertos. Un lugar que, como la ciudad de Monsters Inc, bulle de animación. Allí están sus mayores y también su ídolo, el cantante de rancheras y boleros Ernesto de la Cruz, que supo protagonizar decenas de películas en blanco y negro, y tiene monumentos en su homenaje. De todos ellos, lo que vive de aquel lado son, claro, los esqueletos. Así como también los de Frida Kahlo, Diego Rivera, Cantinflas y otros mexicanos de fama internacional. Como Tintín, a Miguel lo acompaña un perro, callejero y de lengua bamboleante, al que él nombró Dante, como el caballo del ídolo. A partir de determinado momento, se le sumará un vagabundo llamado Héctor, aparente vivillo que esconde sin embargo un secreto que hará dar un giro copernicano a la película entera. De modo semejante a El mago de Oz, el “otro lado” tiene un brillo y color del que el mundo real carece. La paradoja es que en este caso ese mundo que brilla y refulge es la tierra de los muertos. Pensando tal vez en compensar la oscuridad producida por los anteojos 3-D, esa necrópolis viviente brilla mil veces más que el Barrio Chino en Año Nuevo, con tantas luces como en un aviso de lamparitas y predominancia de rojos en la paleta cromática. Sumado a una marcada tendencia al gigantismo (el impresionante estadio donde va a presentarse De la Cruz, especialmente, donde tiene lugar la escena culminante), todo esto tiende a hacer de Coco una película visualmente abrumadora. En el plano argumental, que contiene buena cantidad de subtramas y vueltas de tuerca, la sobrecarga no es menor, de modo que en medio de ese permanente exceso el espectador puede llegar a agradecer algún detalle sensible en medio del plano. La notable expresividad del perro Dante, por ejemplo, o la sensibilidad enterrada de la bisabuela Coco, dueña de un rostro cuyo detalle lleno de arrugas puede recordar a algunos del japonés Hayao Miyazaki, ídolo de quienes trabajan en Pixar. Si al crítico lo corrieran un poco, podría decir que ellos dos son, junto con Héctor, los mejores personajes de Coco. Que al fin y al cabo, y con un detalle muy delicado, se llama Coco, y no Miguel.
Pop algo falto de frescura. ¿Qué debe tener una película pop para ser buena? Tiene que repetir clichés, dirá alguno, pensando en Andy Warhol y su serie de sopas Campbell, todas iguales. Tiene que ser sencillita y sin pretensiones, pero fresca, llena de energía, argumentará otro, recordando I Saw Her Standing There o algún otro tema de los primeros Beatles. Parecería que Nicanor Loreti, realizador de Diablo (2011) y Kryptonita (2011) y sus guionistas (¡entre ellos Alex Cox, el director de Repo Man!) eligen la primera opción, armando un policial con detective, heroína y villano de manual, haciendo de uno de los más longevos mitos del rock una conspiración medio descerebrada. Lo que aquí parece haberse pasado por alto es que Warhol no reproducía clichés propios de su propia forma expresiva (la pintura), sino que los importaba del terreno de lo real, y en ese gesto los enrarecía, los trasplantaba, los desnaturalizaba. Mientras que lo que sucede aquí es lo contrario, repitiéndose clichés propios del cine, la novela, el comic, las formas narrativas en general, sin lograr jamás la frescura y energía del pop musical. El 27 del título corresponde a la edad maldita en que murieron Janis Joplin, Hendrix, Brian Jones, Jim Morrison y Amy Winehouse. A partir de la muy sospechosa muerte del imaginario integrante de una banda punk argentina (lejanos sobrevivientes, por lo visto, de aquellos escupitajos de fines de los 70), la película dirigida por Loreti especula una confabulación que atraviesa las épocas y tiene a los músicos señalados como víctimas. Bueno, no exactamente a los señalados, ya que la película se toma sus licencias, rigiéndose tal vez por la ley del perche mi piace. Elimina a Jones (lo de elimina es un decir) e incluye en su lugar a Sid Vicious, que murió a los 22, y Joe Strummer, que llegó a la avanzada edad de 50 años. ¿Pero cómo, y lo de los 27? Ma’sí, dale que va. Si además aparece un Jim Morrison vivo y español… La historia la lleva una fan del grupo punk (Sofía Gala), que llega a filmar la muerte de su ídolo y un poco sin quererlo del todo va investigando qué ocurre. Aunque debería serlo, su implicación apenas a medias no permite considerarla del todo una heroína, sino más bien una testigo semiinvolucrada. A ella se le une, aunque tampoco del todo, el típico policía malquerido dentro de su fuerza (Diego Capusotto, en plan “duro”) y frente a ambos una banda capitaneada por el no menos típico malo muy malo (Daniel Aráoz). Aunque más por el aspecto que por lo que hace. Aquí todo es cuestión de aspecto, antes que de hechos, historia o personajes. Es curioso que en una de esas películas en las que se supone debería pasar de todo (persecuciones, tiros, explosiones), pasa menos que en esas de las que se dice que “no pasa nada”. Nada está desarrollado, todo son como post-its pegados sobre un tablero vacío.
Cuando los conflictos no se verbalizan La directora sigue a dos personajes sin nombre en un único escenario y aun así construye un relato fluido e intenso. Una cinta autoadhesiva de color rojo. Con ella, la pareja integrada por un escultor y una bailarina traza una separación entre el espacio de trabajo de cada uno, dentro del enorme ambiente que han destinado a ese fin. Ambos ocupan, junto a otros intelectuales y artistas, lo que alguna vez fue una gigantesca hilandería, en algún barrio de Rio de Janeiro. Tal vez la ocupan desde hace poco, y quizás por eso acaban de separar sus espacios. Aquí se imponen una comprobación y un aviso. La comprobación es que una pareja puede establecer espacios, rutinas, modalidades, horarios, pero no las corrientes internas entre ambos. Ésas que sólo se guían por temperaturas, ciclos, remolinos. El aviso es que Pendular, producción brasileña con un pequeño aporte argentino, es una de esas películas en las que la protagonista femenina se llama “ella”, y el masculino, “él”. Películas que definitivamente no piensan en los críticos de cine, que tienen que escribir notas de cuatro mil caracteres repitiendo una y otra vez “ella” y “él”, pronombres indeterminados, vagos, anodinos. Los críticos odian a esa clase de películas. Pero no a esta clase, donde lo que manda son, justamente, las corrientes internas. Pendular es, si se quiere, una película antiargentina. Al menos en el sentido dramático tradicional de la palabra. No porque sea brasileña, claro, sino porque en ella los conflictos no se verbalizan. Suceden, y los personajes tienen comportamientos en relación a ellos. Por lo cual cabe al espectador un trabajo mayor que en um filme falado (para citar el título de una película de Manoel de Oliveira), donde todo está siempre más claro, más expuesto, más racionalizado. Aquí, que “él” empiece movilizando grandes bloques de piedra y madera con un sistema de poleas y ayuda de varios asistentes, y “ella” en cambio tarde en comenzar a ensayar, puede estar hablando de la ambición del trabajo de uno y de cierta crisis en el de otra, sin que jamás se pronuncie una palabra en tal sentido. Así como que jugando a un videogame ambos se toreen podría aludir a una rivalidad latente, a la que de algún modo había referido ya la escena inicial, cuando ninguno de los dos quiere dar el brazo a torcer en un juego tan pavo como un fulbito improvisado, con el rollo de cinta roja haciendo las veces de pelotita. Pero el momento clave es cuando, después de hacer el amor (las escenas de sexo entre ambos son bien directas, pero a años luz de cualquier intención de explotación) él dice que quiere tener un hijo, y para ella es como si le hubiera confesado “Mi ídolo es Messi”. Otra vez: no se hablará del tema (en una película argentina no se dejaría de hablar de él, desde aquí hasta el final) y sin embargo ese tema estará presente en cada cosa que pase entre los dos de allí en más, como un fuera de campo que mueve los hilos. Las coreografías de ella, ahora junto a un compañero de baile, se volverán más dramáticas. Ya no simples pendulaciones (¿vendrá de allí el título de la película? ¿o será más bien de otra clase de balanceos, anímicos y de poder interno de la pareja), sino ahora movimientos más bruscos y cortantes. “Él”, a su turno, deberá reconocer en una cena que la obra llamada a marcar un corte en su trabajo corre peligro de naufragio, por confusión. Y el tema del hijo reaparecerá, inevitablemente. En su segundo largo después de la premiada Historias que sólo existen al ser recordadas, la carioca Júlia Murat (37 años) vuelve a filmar una historia carente de peripecias. Mientras que aquella transcurría en un pueblito, esta se concentra en un único interior, del que sale sólo en un par de ocasiones (una presentación de ella y el último plano, que parece querer recordar que el afuera también existe) y, prácticamente, con dos únicos protagonistas: las pendulaciones son siempre de a dos. La realizadora, hija de la veterana Lucia Murat, aprovecha el gran espacio de la ex fábrica y todas las posibles subdivisiones que permiten los grandes bloques con los que “él” trabaja, alternando con fluidez entre planos largos, cortos y medios de acuerdo a lo que pide la escena y narrando alternativamente desde los puntos de vista de “él” y de “ella”. Así como refuerza el dramatismo o carácter enigmático de algunas escenas filmándolas entre sombras. Notoriamente, aquélla en la que uno de los personajes se entera de aquello de lo que menos quisiera enterarse.
Escenas de la América disfuncional. La dupla de hermanos-cineastas neoyorquinos integra la corriente más vital del cine indie estadounidense. Aquí presentan una historia que vuelve una y otra vez sobre la locura, el desacople, aquello que no termina de encajar en la sociedad de su país. Heredera del cine de John Cassavetes, la corriente más vital del cine indie estadounidense vuelve una y otra vez sobre la locura, el desacople, la inestabilidad, aquello que no termina de encajar o encaja mal en la sociedad de su país. Realizadores como Sean Baker, Alex Ross Perry, Wes Anderson, ocasionalmente Noah Baumbach o los hermanos Duplass. Películas como Tangerine, Analizando a Philip, La reina de Marte, Los excéntricos Tenenbaum, Greenberg, Cyrus, The Puffy Chair. Parte esencial de esa corriente son, desde fines de la década pasada, los hermanos Josh y Bennie Safdie, treintañeros judíos y neoyorquinos, de quienes en la Argentina se estrenó uno de sus cuatro films de ficción a la fecha, y ahora otro. La que se había estrenado fue Daddy Longlegs (2009), opus dos de los hermanos y segunda de sus películas en exhibirse en la Quincena de Realizadores de Cannes. Ahora llega, de puro milagro o tal vez por contar con Robert Pattinson al frente del elenco (¡atención, chicas, concurrir en masa, la pasarán bomba!), Good Time, que aquí lleva el añadido Viviendo al límite, como para inyectarle un poco de adrenalina a la cosa. Aunque más que adrenalina, lo que tiene esta historia de dos hermanos (delante y detrás de cámara) es lo señalado más arriba: desajuste, asincronía, disfunción, ningún sueño para esta sociedad americana de comienzos del siglo XXI. Usando los primeros planos y el rostro del actor como palanca, la escena inicial mete al espectador casi bajo la piel de Nickolas (interpretado por Ben Safdie, el más joven de los hermanos), joven discapacitado mental a quien un psicólogo somete a un test. El psicólogo está en las antípodas de lo que podría ser el típico nazi de internado. Tiene pelo largo y desprolijo, es tan amable y psicológicamente correcto como el protocolo le indica que debe ser. Pero delante suyo hay un paciente que sufre notoriamente, al que por su dificultad congénita le resulta difícil entender la situación, las preguntas y el objetivo de éstas. Y a quien, sobre todo, en determinado momento le resbala una lágrima. Para el psicólogo, esa lágrima no existe, porque no forma parte del test. Para la cámara sí: la registra en primer plano. PUBLICIDAD La situación, sumamente incómoda (la actuación de Safdie es excepcional, hasta el punto de que quien sepa que es uno de los dos directores podría llegar a inquietarse un poco) es interrumpida de golpe por el brusco ingreso de una persona, que abre la puerta sin golpear primero. Se trata de Connie (Pattinson), que viene a llevarse de la clínica a su hermano Nick, sin más. A Connie y Nick, que son de familia griega (como Cassavetes), los esperan dos máscaras, una bolsa para el dinero y una sucursal bancaria: Connie no lleva una vida se diría que regular, pero los Safdie ni se molestan en explicitarlo. No les importa. Nick no es el compañero de asalto ideal: todo el tiempo en el banco quiere sacarse la máscara, porque tiene calor. Esto es muy típico de Good Time (título irónico si los hay para una película que no cree en paraísos): no se sabe muy bien si las escenas son absurdas, trágicas, cómicas o patéticas. Esto es llevado al extremo con el rescate del hermano que resulta no ser el hermano (notable el actor que aparece aquí, un narigón cuyo nombre se ignora). Pero en la estructura rapsódica de Good Time también hay lugar para una secuencia protagonizada por una neurótica Jennifer Jason Leigh (¡qué novedad!) y su mucho más loca madre, que no le habilita la tarjeta para pagar la fianza de Nick. Y otra con Connie y su nuevo socio, intentando recuperar un botín de un parque de diversiones, mientras en el auto los espera una adolescente afroamericana a quien Connie estuvo a punto de llevarse a la cama (se la llevó, en realidad, pero los interrumpieron). La película no parecía estar por rasgarse las vestiduras por esta relación de un adulto con una menor. ¿Una película amoral? Ponele. ¿Quién dijo que las películas tienen que ser morales? En la previa Heaven Knows What (2014), los Safdie ensayaron una fotografía nocturna llena de luces de neón pero oscura, sin brillos, como eco para su historia de amor entre heroinómanos. Aquí vuelven sobre el mismo planteo, siempre en manos del DF Sean Price Williams, que también tuvo a su cargo la iluminación de La reina de Marte y Analizando a Philip. El resultado vuelve a ser una suerte de sordidez urbana moderna, acompasada por el tecno acidón de Daniel Lopatin, que funge bajo el nombre de Oneohtrix Point Never. La palabra clave de todo esto, refrendada por la circularidad del relato, parece ser Never. Y mientras tanto ese nunca llega, a sobrevivir como se pueda.
Historia del solitario y la cautiva. La nueva película del director de El etnógrafo se relaciona con el western e, inesperadamente, con el más estricto presente argentino. Para las fuerzas de seguridad del gobierno nacional, la Patagonia es hoy en día el territorio donde practicar la caza del hombre y el tiro por la espalda, sin tener que rendir cuentas a nadie. Para el cine argentino de las últimas décadas, las tierras al sur del Río Colorado han tenido otros sentidos. El de la vida vecinal en los grandes espacios, en Historias mínimas (C. Sorín, 2002). El de la migración interna, en Nacido y criado (P. Trapero, 2006). El de la trastienda de los centros turísticos, en Cerro Bayo (V. Galardi, 2010). El de la soledad de los grandes espacios, en Liverpool (L. Alonso, 2008). El del extravío en el desierto, en La película del rey (C. Sorín,1986) y Jauja (L. Alonso, 2010). En Al desierto, Ulises Rosell halla en las grandes extensiones vacías, con la colaboración de Sergio Bizzio, la metáfora de una muerte y resurrección. O dos. Pero uno habla de metáfora y siente que todos los elementos de la película se le resisten. Seco y puramente fáctico, el film más reciente del realizador de Bonanza (2001) y El etnógrafo (2012) es la clase de película que el colega Rodrigo Tarruella calificaba de “fenomenológicas”. Películas que se atienen estrictamente a lo que sucede, a los hechos y fenómenos, dejando a un lado todo indicio de psicologismo o segunda lectura. Como en un western de Budd Boetticher (tanto el escenario como las acciones habilitan el paralelismo con el más austero de los autores de westerns), los hechos son ásperos y escuetos. Nacida en Trelew, Julia (Valentina Bassi, oriunda efectivamente de esa ciudad) se ha trasladado a la más rica Comodoro Rivadavia, consiguiendo trabajo como camarera en un casino. Tiene un problema: con lo que gana apenas le alcanza para pagar el alquiler. Un cliente del casino (Jorge Sesán, el legendario rubio de Pizza, birra, faso, ganador del premio Sagai por este papel) se entera de sus problemas y le ofrece un contacto en la petrolera donde trabaja. Julia primero rechaza el convite; luego lo piensa mejor y acepta. Al día siguiente, Armando la llevará en su camioneta hasta el campamento. Contar más sería contar demasiado, en tanto Al desierto funciona como un viaje en el que nunca se sabe que sucederá más adelante. Lo que en los primeros tramos funciona a la manera de ciertas apuestas minimalistas como Infierno en el Pacífico (J. Boorman, 1967), donde dos soldados enemigos se veían obligados a sobrevivir juntos –recordando también un motivo clásico del western y la gauchesca, como el del salvaje y la cautiva blanca–, se asentará como paráfrasis del western cuando tras los desaparecidos se lancen un comisario, su ayudante y el baqueano que deberá guiarlos entre el polvo indiscernible del desierto (Germán Da Silva, siempre extraordinario). La diferencia es en tal caso que Rosell & Bizzio se niegan a desarrollar nada que no sea la línea básica de la fuga hacia delante de los protagonistas, y la conflictiva relación entre ambos. De modo deliberado no hay caracterización de personajes ni desarrollo de alguna clase de disputa (como sí era de rigor en los westerns) en el grupo perseguidor, y el único conflicto entre Julia y Armando es el que surge de la situación. Sólo en última instancia aparecerá un conflicto interno en Julia, cuando repiense qué representan en verdad para ella, en términos estrictamente prácticos, los valores de civilización y barbarie, alrededor de los cuales se edificó no sólo la Argentina sino también los Estados Unidos, que aportaron el modelo para nuestra Generación del 80. De allí la relación con el western y, dicho sea de paso y de modo seguramente inesperado para los propios realizadores de la película, con el más estricto presente argentino. Presente en el que esos términos vuelven a invertirse, luctuosa y vergonzosamente, como lo hicieron casi un siglo y medio atrás.
Cuando la venganza tiene cara de mujer. Como en La asesina, de Luc Besson, la protagonista es prisionera de una organización para la que presta sus servicios criminales, pero aprovechará sus dotes para cobrarse viejas cuentas. Si en los últimos veinte años el cine coreano se ha mostrado capaz como ningún otro de darle nueva vida a los géneros de acción, mediante una doble operación de recarga y combinación con otros géneros, hete aquí al más reciente hallazgo de ese korean flair, exhibido fuera de concurso en la última edición de Cannes. Seguramente sonará exótico que el director de La villana esté en este momento en Argentina, pero así es nomás. Parte de una nutrida delegación de cineastas de su país, Jung Byung-gil se halla en Mar del Plata, como invitado del Festival Internacional de Cine que se desarrolla en esa ciudad. Su segunda película de ficción (tiene un documental previo), La villana trabaja en dos planos. Por un lado, el de las largas secuencias de hiperacción, llenas de golpes, saltos, choques, tiros, cortes y patadas. Por otro, el cruce del policial de acción más improbable con el melodrama familiar más excesivo, armando lo que podría considerarse el soporte de lo anterior. ¿O será al revés? Melodrama violento de hiperacción, La villana está narrada en varios tiempos. Lo cual responde también a la más estricta tradición coreana en la materia: recordar sobre todo las películas de Park Chan-wook (Oldboy y otras), marcadas por el más estricto barroquismo narrativo. Poniendo todos los patitos en línea, la protagonista, Sook-he, sufre la muerte de su padre a manos de unos mafiosos siendo una niña, y se propone vengarla. De joven experimenta una desgracia semejante y más tarde es reclutada por fuerzas estatales como agente secreta, aprovechando sus condiciones previamente desarrolladas de asesina de élite e iniciando una nueva relación amorosa, terreno en el cual no tiene buenos recuerdos. Si bien la idea de venganza es uno de los motores genéricos del cine de acción en general, Park Chan-wook hizo de ella el hilo conductor de la llamada, justamente, “Trilogía de la Venganza”, integrada por Sympathy for Mr. Vengeance (2002), Oldboy (2003) y Sympathy for Lady Vengeance (2005). Por otra parte, la condición de Sook-he, una primus inter pares que sin embargo está como prisionera de la organización para la que presta servicio, es equivalente a la de Bridget Fonda en La asesina, de Luc Besson. Como aquélla, La villana es una de superacción triste. Triste por esa suerte de esclavización a la que la protagonista es sometida, y por su historial de duelos (duelos en sentido fúnebre), a ese feeling La villana contrapone otros dos, bien opuestos. Uno son las sorpresas, dobles vueltas y “trampitas” narrativas, con el grado de manía compositiva y de juego de gato y ratón con el espectador que éstas representan. Y después están, claro, las grandes secuencias de acción, en las que Sook-he puede llegar a enfrentarse con un centenar de rivales, usando una combinación de trompadas, patadas, cuchillos y pistolas (como la inicial, tour de force de unos cinco minutos en el que la cámara mantiene la subjetiva subiendo dos pisos y cayendo finalmente por una ventana), o dos espadachines hacerlo sobre sendas motos en plano fijo, u otros dos rivales luchar también a cuchillo en el interior de un ómnibus. En todas estas escenas la lente se convierte en el tercer participante de una coreografía de a tres. La villana resulta así una película de duelos (fúnebres) y duelos (de combate), en la que los segundos son más satisfactorios que los primeros, más dibujados que verdaderamente sentidos.
Postales de un turista de la miseria. Ai Weiwei, refugiado clase A, viaja por el mundo para dar testimonio de las penurias de los refugiados clase C. No está muy claro si el más célebre disidente chino de este siglo, arrestado sin causa durante años en su país y exilado más tarde en las doradas París y Berlín lo es justamente por ese motivo o por sus creaciones artísticas o arquitectónicas. O quizás cinematográficas, ya que Weiwei, que es por formación artista plástico (y parte de cuya obra podrá ser apreciada, o no, desde este sábado en la Fundación Proa), también viene incursionando abundantemente en el campo documental, con una docena ya de films a lo largo de la última década. Costosa producción internacional lujosamente fotografiada en veintitrés países a lo largo de dos años (las cifras instan a evaluarla en los términos de una superproducción hollywoodense), la extensa Marea humana muestra a Weiwei como posible turista de la miseria. Frecuentemente acompañado de su hijo (“vení, pibe, vamos a visitar refugiados”), el artista pequinés viaja de Medio Oriente a Myanmar, de allí a Gaza y Cisjordania, Turquía, Grecia y los países de desembarco europeo, hasta atravesar el Atlántico para registrar las penurias de los wetbacks mejicanos, intentando penetrar la frontera estadounidense. La intención es dar cuenta del fenómeno contemporáneo de los migrantes forzados, que un cartel inicial fija en 65 millones de personas, la cifra más alta desde el fin de la barbárica Segunda Guerra Mundial. La pregunta es: ¿puede una película de cine, por extensa que sea, ponerse a la altura de semejante fenómeno? ¿No sería más apta una miniserie? La respuesta, por si hacía falta, la da la propia película. Parece extensa (dura 2 horas 20), es corta para “meter” tanto cuerpo adentro, se hace larga porque la cámara no tiene tiempo suficiente de compartir experiencias con los personajes (que no llegan a ser tales) y entonces el espectador se siente como un turista japonés en Europa. Un plano inicial inadecuadamente “hermoso” (una toma cenital de alta mar, con el sol reflejándose sobre el agua y una gaviota como una mancha allá abajo) es como un fallido del film turístico (sobre refugiados) que al artista visual se le escapa sin querer. Weiwei se hace filmar charlando distendidamente con migrantes forzados de distintos orígenes, jugando a intercambiar pasaportes con un hombre sirio de gran sentido del humor, regateando con un vendedor ambulante o recogiendo salvavidas junto a su hijo. La verdad es que no se entiende a qué viene todo eso, que lo único que aporta es algún “descanso” a la narración, en tanto Weiwei renuncia a entrevistar a sus personajes, cosa que perfectamente podría haber hecho. ¿Y necesita acaso la narración algún descanso? Lo que necesita, y ésta no está en condiciones de darle por su propio planteo de base, es verdad humana transmitida por sus protagonistas, para permitir al espectador imaginar por un momento qué significa la experiencia de la migración forzada. Con lo que éste se encuentra es en cambio un niño, un hombre, una anciana, que no se acuerda bien si son una rohingya de Myanmar (no confundir con los rollingas de Floresta) que viaja a Italia, un sirio depositado en Irak o un palestino rumbo a Alemania. O quizá todo lo contrario.
Desconfía del prójimo como de ti mismo. El realizador sueco, recordado por Force Majeure, es alguien que observa el mundo contemporáneo con una mezcla de amargura, distancia, crueldad y corrosión, como vuelve a probarlo con esta fábula misantrópica, que le valió su consagración internacional. Cortejado por Cannes desde su segunda película de ficción, Involuntario (2008), el realizador sueco Ruben Östlund alcanzó su primera Palma de Oro este año con The Square, film prototípico de su visión del mundo y sus preferencias cinematográficas. Östlund, de quien tres temporadas atrás se había estrenado en nuestro país la previa Force Majeure (2013), que ya había obtenido en el festival cannoise el premio mayor de la segunda sección en importancia de ese evento, la paralela Un Certain Regard. En otras palabras, a esta altura Östlund ya es un auteur internacional de primera fila, al que de aquí en más se disputarán los otros festivales de cabecera y cuyas obras (las películas de estos autores se llaman “obras”, más que películas) tienen exportación asegurada a todo el mundo. ¿Qué clase de autor es Ruben Östlund? Uno de la liga Michael Haneke, para decirlo rápido. Esto es, alguien que observa el mundo contemporáneo con una mezcla de amargura, distancia, crueldad y corrosión. “Desconfía de tu prójimo como de ti mismo”, parece decir la secuencia inicial, en la que una chica pide ayuda con desesperación en una plaza pública, perseguida por un presunto agresor violento, y finalmente el hombre que acepta acercarse a dar una mano –frente a la indiferencia de todo el resto de los paseantes– termina despojado de celular, billetera y documentos, gracias a la genialidad dactilar de una bandita de punguistas. De inmediato se suma otro de los temas de The Square, la oposición entre la dura realidad y el arte bien pensante, cuando este hombre, un curador de museo llamado Christian (“cristiano”, para sumar corrosión) discute con unos publicistas el marketing de una obra de nombre “The Square”, presentación multimedia que hace foco en la posibilidad de convertir un pequeño espacio urbano en una suerte de utopía convivencial. Curiosamente, la obra es atribuida a la artista argentina Lola Arias (“Arías”, según la pronunciación sueca), que en verdad es actriz y dramaturga, y que jamás aparece en la película, como tampoco la propia obra. Recordando alguna película del dúo Mariano Cohn & Gastón Duprat (El artista, básicamente), Östlund hace del mundo del museísmo y las artes plásticas el centro de su ensayo sobre la impostura, el doble discurso, la hipocresía, la animalidad y criminalidad latentes incluso, en el episodio que sirve como colofón. Mundo hermético y para esos pocos que son “como uno” (capaces de salir disparados cuando se anuncia que un coctel ya está servido), siempre pendiente de sus espónsors de alta gama y preocupado por no herir las leyes del consenso, alrededor de ese centro Östlund hace orbitar ciertos satélites narrativos, vinculados con la figura de Christian. Por un lado está la relación de éste con el otro mundo, el de la clase desposeída, la Suecia pobre de inmigrantes y monoblocks, al que Christian llega en plan más o menos bélico, intentando recuperar las pertenencias robadas y aconsejado por uno de esos personajes que en estas situaciones siempre aconsejan para mal. Terminará enfrentado con un pobre chico de origen musulmán, empujado gradualmente a su parte más oscura, la de blanco dominante. La otra relación problemática es la que establece de modo casual con una chica (la gran Elisabeth Moss), que para su desgracia resulta querer algo más que sexo de una noche. Östlund es la clase de narrador a quien le interesa dar una visión del mundo, y parecería que para esto no hay nada mejor que multiplicar historias, como en más de una ocasión lo hizo el propio Haneke, o como diez o quince años atrás lo hacían Alejandro González Iñárritu y otros aseveradores seriales. El realizador sueco también lo intentó en films previos y vuelve a hacerlo ahora. Más allá de que una visión del mundo puede ensayarse desde la más pequeña de las historias, sin necesidad de multiplicaciones, lo cierto es que lo de Östlund es menos asertivo y menos punitivo que lo de Iñárritu y sus secuaces. Aunque viendo la película es difícil evitar la sensación de que “ah, está hablando de esto y de lo de más allá”. ¿El tema por sobre las historias? Digamos que The Square camina ahí, por ese riesgoso filo. Y si de filos se trata, Östlund se cortajea todo en una escena en la que comete uno de esos golpes bajos que ningún artista debería cometer jamás.
El desorden amoroso actual. Suerte de ficción-ensayo, la película de Hadas Ben Aroya refleja en sus personajes a muchos jóvenes y no tan jóvenes contemporáneos, brindando, además, una sensación confesional en términos de trastornos afectivos. Ganadora del Astor de Oro a la Mejor Película en la edición 2016 del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Personas que no son yo es algo así como un Tratado del Desorden Amoroso Contemporáneo. Opera prima de la casi treintañera Hadas Ben Aroya, escrita, producida y protagonizada por ella misma, Personas… es la clase de película que corre el riesgo de ser tomada por “autobiográfica” (habría que erradicar de una vez ese concepto cuando se habla de ficción, y de no ficción también, tanto en cine como en literatura), no sólo por la múltiple presencia de Aroya sino por la sensación confesional que parecería adivinarse en su origen. En la entrevista de aquí al lado, la realizadora israelí se ocupa de desbaratar prontamente esa ilusión para devolver su película al campo de la ficción, que le cabe de pleno derecho. El de la ficción-ensayo, si se acepta esa condición de tratado, por la cual Personas que no son yo estaría reflejando, en sus personajes, a muchos jóvenes y no tan jóvenes contemporáneos, que lastiman a quien los quiere, se van a dormir con cualquiera con tal de no hacerlo solos y no aciertan en encontrar la/s pareja/s que no los hagan sentir mal acompañados. Bienvenida entonces Hadas Ben Aroya al cine contemporáneo. En la escena inicial, Joy (Ben Aroya) le pide disculpas por camarita de video a su novio, por haberlo herido. ¿Quién mira el video? No el novio sino ella misma, desnuda en su departamento. La escena sugiere la posibilidad de que la chica esté enamorada de sí misma. O de su propio sufrimiento, que desde el psicoanálisis vendría a ser lo mismo. En la escena siguiente –un largo plano-secuencia de recorrida, que atraviesa un ancho bulevar de Tel Aviv– la cámara se adherirá a esta chica de 25 años sin despegarse, de frente y de espaldas, inscribiéndola en relación con el paisaje urbano, haciendo rodar los títulos e introduciendo a Nir (Yonatan Bar-Or), un amigo que le lleva un par de cabezas (Aroya es definitivamente pequeñita) y que más adelante pasará a ser algo más que un amigo. Desentendiéndose casi por completo de datos que no sean los vinculados con la situación afectiva de Joy (ni siquiera se sabe muy bien de qué vive o de qué trabaja) la siguiente hora y veinte de película se concentrará, con tanta persistencia como ese plano-secuencia, en las idas y vueltas amorosas –y no tanto– de la protagonista. “No me gusta hacer citas con antelación”, le dice Joy a Nir, en la cama de su departamento. Vivir al día, sin comprometerse demasiado, parecería no pegar mucho con la desesperación amorosa que la lleva a suplicar por Skype a su novio o ex novio que por favor la perdone. Pero está claro que si los sentimientos de Joy fueran coherentes no estaría en la situación en la que está. En la cama con alguien que hasta hace poco era su amigo, por ejemplo, y con quien hace un rato estaba charlando sin excesivo interés en un club nocturno. No es que Nir arda de deseo, tampoco. Desnudos los dos, él de pronto gira la cabeza hacia un costado y exclama, con un entusiasmo que hasta entonces no había mostrado: “¡Tenés Al final del camino, de John Barth!”. Sí, OK, el muchacho escribe. Pero eso no justifica semejante bajativo sexual. No extraña que un rato más tarde ambos admitan que muchas ganas de coger no tienen. Y sin embargo un poco después él le brindará a ella un placer impensado. Las cosas no son estables en el mundo de Joy. Puede considerarse a Personas que no son yo una estribación israelí del movimiento cinematográfico, predominantemente neoyorquino, conocido como mumblecore. Habitado por jóvenes de alrededor de 30, a los protagonistas del mumblecore no les sobran proyectos, planes ni deseos, y en su escaso apego por el compromiso vital y afectivo tienen sin duda bastante de adolescentes tardíos. Hablan más de lo que hacen (como Nir aquí) y suelen promover un look ultraindie (blanco y negro, mucho grano, acabado artesanal) que no se verifica acá. Algunos exponentes de segunda generación del mumblecore se animan a incursionar en la locura urbana, y Aroya lo hace in extremis, en un final genial, que convierte la desesperación amorosa de Joy en algo peligroso, profundamente perturbador y que, lejos de resolverse, recién empieza a asomar cuando la película está terminando.
Dilema moral con ceremonia religiosa de fondo. Escrita y dirigida por Joseph Cedar, nacido en Nueva York pero radicado en Israel desde la infancia, Norman, el hombre que lo conseguía todo es una clásica película de trama. Como sucedía en la previa Pie de página (2011), sobre la rivalidad entre dos filólogos especializados en el Talmud, Cedar procede como escritor antes que como realizador (“antes” debe entenderse aquí en sentido estrictamente temporal, no jerárquico), dando la sensación de llegar al rodaje con el guion escrito varias veces, revisado, corregido y sopesado, desde la primera hasta la última escena. Incluyendo desde ya todas las subtramas, ecos, simetrías y correlaciones entre todos los elementos de la historia. Esta clase de sobreesfuerzo escritural necesariamente termina convirtiendo a Norman en una película-máquina. Aunque debe reconocerse que Cedar al menos narra con fluidez, lo cual contrarresta la pesadez constructiva. No sin resonancias bíblicas, Norman confronta a dos hombres esencialmente buenos. A pesar de su apariencia o de su rol en la tierra. Convencido de poseer la fórmula para un negocio simple y genial, el neoyorquino Norman Oppenheimer (Richard Gere) es algo así como un profesional del rebusque, convencido de que “mientras pueda asomar la cabeza del agua, sobrevivirá”. El negocio es simple en su fórmula última (una compra de grandes cantidades de moneda por 20 % menos de lo que vale, que deberán realizar terceros, reteniendo él un pequeño porcentaje en calidad de gestor). Para poder llegar hasta el hipermillonario al que quiere tentar, Norman debe generar una cadena de intereses interconectados, que lleva desde su sobrino abogado (Michael Sheen) hasta Micha Eshel, Viceministro de Trabajo israelí (Lior Ashkenazi). De visita en la capital del mundo y por increíble que parezca, éste último deberá funcionar como engranaje en el elaboradísimo plan del estafador que no estafa a nadie. Siempre pasa en estas tramas tan elaboradas, en las que todo encaja: uno o más ladrillos entran muuuy a presión. Tres años más tarde de que su plan fracase, Norman reencontrará a Eshel, de quien se ha hecho amigo (Eshel tiene una pinta de bueno que no hay político sobre la Tierra que tenga). El hombre está ahora en una posición ciertamente más encumbrada. A su bondad y modestia suma una condición de elegido (sostiene que si llegó hasta donde llegó no fue por él sino por Dios), y con Ese apoyo se propone lograr la paz definitiva en Medio Oriente, a partir de concesiones de todas las partes. Pero habrá un contraataque de políticos tradicionales, que amenazan con destituirlo, por haber aceptado cierto regalo que el vivo de Norman le hizo el día que se conocieron, cuestión de ganar su simpatía. La única manera de zafar es denunciar a su amigo del alma. ¿Lo hará? El dilema moral se resuelve, como corresponde, con una ceremonia religiosa de fondo (un casamiento, presidido por el rabino Steve Buscemi), con el cantante entonando su canto místico a todo trapo.