De unos años a esta parte la Gran Bretaña oficial –la aristocrática y victoriana, la monárquica e imperial– se viene celebrando a sí misma, con películas como La Reina, El Discurso del Rey, La Dama de Hierro y Victoria y Abdul, y series como The Tudors y The Crown. Tarde o temprano tenía que tocarle a Sir Winston Churchill y aquí estamos, no exactamente con su biografía sino con un segmento acotado de ella, aquél que va desde su nombramiento como Primer Ministro, en plena Segunda Guerra, hasta el instante en que logra cohesionar a la nación entera detrás de su proyecto de frenar al Reich, a como diera lugar. Lo primero que uno se imagina ante esta clase de cosa es: bronce, solemnidad, himno patriótico, unanimidad oficial. Si bien no estamos en presencia de una obra transgresora ni mucho menos, Las Horas más Oscuras (traducción incomprensiblemente pluralizada de Darkest Hour) no tiene un pelo de los dos primeros vicios, si es patriótica lo es sólo en última instancia y es más populista que oficialista. ¿Y entonces? Entonces está muy bien, para decirlo mal y pronto, ya que fluye a lo largo de dos horas con energía dinamismo y buen humor. Pasa algo raro con el realizador británico Joe Wright. El tipo no es, definitivamente, la clase de cineastas tipo James Ivory, que pueden llegar a experimentar un orgasmo con una cucharita eduardiana o un cortinado siglo XVII. Y sin embargo le gusta filmar películas de época, como Orgullo y Prejuicio, basada en la novela homónima de Jane Austen (su ópera prima de 2005), Expiación, Deseo y Pecado (Atonement, 2007) o Anna Karenina (2012). En todas ellas daría la impresión de que les hace una apuesta a las novelas originales, a los decorados y a los vestuarios, a ver si ganan la batalla ellos o el cine. Donde Wright gana más claramente es cuando tiene más cartas a favor, como en Hannah (2011), sobre una espía adolescente, criada para ser una perfecta asesina, o en el episodio que dirigió para la temporada 2016 de Black Mirror. Aquél donde Bryce Dallas Howard se desesperaba por ser aceptada en el círculo social de los mejor “likeados” en las redes sociales del futuro. Otra vez a cargo de una película de época, nuevamente Wright demuestra no sentirse nada intimidado por la Cámara de los Lores de 1940 o por el mismísimo Winston Churchill, el héroe británico por excelencia del siglo XX. Es el tipo que se le plantó a Hitler cuando a Hitler ya no le quedaba otro territorio europeo por conquistar (pará la moto un segundo y pensá en términos del TEG si querés: el tipo del bigote corto conquistaba Londres y conquistaba toda Europa). Con muy buen criterio, Wright y su guionista, Anthony McCarten, eligen terminar la película allí donde la leyenda va a comenzar. Y empezarla donde la figura de Churchill es más discutible. Ordenémosnos. Es el año 1940, el Prime Minister Lord Chamberlain acaba de pactar con el piantado de Hitler y la Cámara de los Lores decide destituirlo, eligiendo en su lugar a otro miembro de su partido, el Conservador. Deberá ser alguien que se oponga claramente a ese acuerdo, y el único que da ese perfil es Churchill. Que es poco menos que un impresentable, porque no para de tomar alcohol desde el whisky de la mañana hasta el ron de la noche y porque llevó a la Nación a perder por escándalo batallas tan notorias como la de Gallipoli (véase Gallipoli, 1981), Sin embargo, él resulta el elegido. Lo que cuenta Las Horas más Oscuras es la batalla de Winston Churchill para no caerse de la posición de honor para la que ha sido ungido. Para ello deberá luchar contra quienes quieren transar con Hitler utilizando como mediador a Mussolini, contra el Rey Jorge VI –aquel que tartamudeaba en El Discurso del Rey y que desconfía seriamente de él–, contra Lord Halifax, que es amigo del Rey y lidera a la corriente conciliadora de su partido, y contra su propia inexperiencia como Primer Ministro, que lo hace dudar cuando tiene que dar mensajes radiales a la Nación. Pero Winston cuenta con el inestimable apoyo de dos chicas leales: su secretaria personal (Lily James) y su esposa, que le banca todas, al mismo tiempo que lo insta a no aflojar (Kristin Scott-Thomas, tan aguantadora que dan ganas de ofrecerle casamiento). Salvando una escena de una falsedad inconcebible (mientras se pregunta qué hacer, Churchill toma el subte por primera vez en su vida y se enfrenta a la opinión “del pueblo”, según generaliza un horrible cartel; opinión que lo hace decidir; tomate el subte B un lunes a las 7 de la tarde y vamos a ver si te dan tanta bola, gordo); todo se resuelve de una manera populista y corajuda (¡Hitler, te vamos a estar esperando!), lo cual al cronista le parece perfecto. En cuanto a la nominada actuación de Gary Oldman, que en los papeles pintaba temible (¿pura obra del maquillaje? ¿mucha gesticulación?), hay dos sorpresas que no pueden dejar de mencionarse. Una es que Las Horas más Oscuras representa un enorme salto adelante en términos de make-up, sin narices prostéticas que se ven a una cuadra de distancia ni papadas dibujadas. Muy por el contrario, uno lo mira a Oldman y por más que busca el maquillaje, no lo ve. La otra es que la actuación de Oldman no se ve tapada por el maquillaje ni tampoco –teniendo en cuenta al actor, proclive a los excesos– se nota a la legua. Se trata de una actuación absolutamente funcional, sumamente expresiva y no carente de humor (inglés), algo que beneficia enormemente al personaje. Cuando nos enteramos de que Oldman había sido nominado una vez más al Oscar, pensamos que se trataba de la clásica nominación al unipersonal actoral. Nada que ver, esta vez la embocaron, tanto como con la favorita La Forma del Agua. Pero, ups, estamos hablando de más, así que nos llamamos a silencio.
Un folletín de comienzos del siglo pasado Lo que descubrió la británica E. L. James (sin parentesco con la autora de policiales P. D. James) en 2011 fue cómo darle una segunda vida a la novela romántica: erotizándola mediante una práctica risqué, el sado-maso. Apuesta risqué también, ante la cual las lectoras podrían haber retrocedido. Pero no. Ataduras y cinturonazos pegaron, con perdón por el pleonasmo, y la serie completa (cuatro libros) vendió hasta ahora 31 millones de ejemplares en todo el mundo. En la segunda parte, 50 sombras más oscuras, Grey, que es un recontramillonario (como corresponde al héroe romántico más tradicional) compraba la editorial en la que Anastasia (nombre más de heroína romántica siglo XIX, imposible) trabaja, tras lo cual resultaba despedido el antiguo jefe, Jack Hyde, cuyo apellido parece condenarlo a la villanía. Así venían dadas las cosas, cuando en el comienzo de 50 sombras liberadas el muchachito y la chica… se casan. Con un cuerpo torneado a más no poder, buen mozo pero con ese aspecto guachín que las vuelve locas, la barba viril no del todo afeitada, Christian Grey parece escapado de la cubierta de una de esas novelas que años atrás editaba la editorial Javier Vergara. Lejos de cualquiera de los modelos sexys de los que Hollywood suele echar mano (la rubia, natural o no, de aspecto felino y cuerpo espigado, eventualmente exuberante), Anastasia Steele es un primor que, aun adentrada por su amante en sofisticadas prácticas amatorias, nunca parece haber perdido del todo la condición virginal que tenía (otro detalle que atrasa) cuando lo conoció, a los 21 años. De Grey se sabe que la mamá lo abandonó de pequeño, siendo criado por una familia adoptiva (bien de folletín), y tal vez de allí su manía de control, su carácter posesivo y celoso que Ana (así la llaman) le banca porque para cada sometedor hay una sometida. Aunque ella un poco también se rebele, para que no lluevan sobre la película (escrita por Niall Leonard, no otro que el marido de E. L. James) las denuncias de apología de la violencia de género que cayeron sobre los libros. O sea, recapitulando: chica virgen de 21 se enamoró de supergalán fuertísimo que le lleva unos diez años de diferencia y que tiene toda la plata del mundo, incluyendo barcos, aviones, edificios, empresas, Audis, etc. (y que se supone será un inversionista, ya que nunca se precisa en qué trabaja). Ella cae flechada. ¿De él, de la plata, de sus regalos, de que le compre la empresa en la que trabaja, de que cada tanto le pegue algún cinturonazo? Vaya a saber. Se casan. Por iglesia. Una aclaración: el contenido SM es softísimo, si se permite el neologismo. No hay golpes, ni lastimaduras, ni moretones, ni cortes, ni quebradas. Todo perfectamente asimilable por cualquier señora o cualquier teenager (esos eran los dos sectores predominantes en la función a la que asistió este crítico). El contenido erótico, un toquecito más hot que el que se ve habitualmente. La debilísima trama de esta tercera entrega (queda una cuarta, llamada Grey) tiene a aquel Jack Hyde de apellido ominoso haciendo honor al apellido, buscando venganza sobre su rival e intentando secuestrar a la doncella, como en un folletín de comienzos del siglo XX. Que eso es lo que esto es, remplazando el costado popular del feuilleton por el baño chic-kitsch con el que esta serie busca seducir a sus lectoras/espectadoras.
Cómo lidiar con un mercenario noble Exhibida en competencia en el Festival de Cannes 2010, la película de Loach está planteada como un thriller actual, pero con un protagonista con aires de héroe trágico griego. Como sucede con todo cineasta realista, Ken Loach se nutre de todo aquello que vive y respira (historias reales, voces, expresiones, fraseos, gestos, modulaciones) y tiende a perder personalidad, a indiferenciarse, cuando debe remplazar todo ello por ficción. Había sucedido en su momento con Agenda secreta –que no estaba mal, pero era tan impersonal como una serie–, con La canción de Carla, que parecía filmada por un comité internacional de apoyo a la revolución nicaragüense y, según afirman los pocos que la vieron (en Argentina ni se estrenó), con Looking for Eric, “la de Cantona”. Al año siguiente de ésta –algo así como una comedia fantástica con porro y Eric Cantona (enumeración de la que lo que puede resultar familiar a Loach es el fútbol)– el realizador de Tierra y libertad volvió a territorio familiar, aunque no tanto, con Route Irish, un thriller sobre dos amigos, ex combatientes en Irak, y el misterio sobre el asesinato de uno de ellos. Route Irish, que se estrena con el título La verdad a cualquier precio en el cine Cosmos, fue parte de la competencia oficial del Festival de Cannes en… 2010. Cada uno juzgará si el hiato de ocho años está justificado. Lo que no parece justificado es la inclusión de Route Irish, en su momento, en la competencia oficial de Cannes, hecho exclusivamente atribuible al fanatismo que por el cineasta siente el director artístico de ese festival, Thierry Frémaux, que llegó al punto de incluirla incluso no estando terminada. Cosa que había sucedido antes con Apocalypse Now! y Con ánimo de amar, para poner un par de ejemplos. La historia del film Nº 23 del realizador de Yo, Daniel Blake (su último a la fecha, ganador de la Palma de Oro) podría ser la de cualquier thriller bélico producido al otro lado del Atlántico. En el frente iraquí acaba de morir un combatiente llamado Frankie, a quien velan en Liverpool, su ciudad de origen. De allí es también su mejor amigo, Fergus (Mark Womack), quien se retiró del frente antes que él y carga con un sentimiento de culpa que no lo deja dormir: fue él quien convenció a Frankie de ir a Irak. A propósito, conviene aclarar que ambos no son soldados al servicio del Estado, sino lo que actualmente se llama “personal de seguridad contratado” y antes se denominaba lisa y llanamente mercenarios. Como gente de izquierda, no les resulta nada fácil a Loach y su guionista de cabecera, Paul Laverty (junto a él desde La canción de Carla, 1996), lidiar con un héroe mercenario al que se le atribuyen condiciones de nobleza, a la vez que se negocia con un género netamente hollywoodense, el thriller, del cual se toman ciertos tópicos y se permutan otros. Fergus es algo así como un mercenario con conciencia, que no piensa tolerar la masacre injustificada de una familia iraquí y para quien la amistad vale más que cualquier cosa (aunque no le parece mal heredar la rubia novia de su amigo). Hay una muerte sospechosa y una investigación a cargo del héroe, como corresponde a cualquier thriller, un par de empresarios (los contratistas privados), que tratándose de una película de Ken Loach no sería raro que escondieran alguna responsabilidad grave y un cantante iraquí en el exilio que representa la voz de los explotados. La investigación es algo dispersa y no particularmente intensa, como si Loach no se sintiera muy cómodo con este tipo de relato. Lo más interesante de La verdad a cualquier precio es su último tramo, ya que allí Fergus, nombre que en la mitología celta designa al vigor y la fuerza, patea el tablero y, perdido por perdido, para resolver la muerte de su amigo decide recurrir a lo que sabe. En ese punto sí, el espectador se ve en problemas, ya que aquél al que hasta entonces había seguido como héroe se comporta ahora como un profesional de la muerte ajena, que no sabe de códigos ni miramientos. “¿Está bien lo que está haciendo?”, será la pregunta, y como de costumbre estará equivocada, ya que lo que importa es quién es y por qué lo hace. El cine no es una escuela de conductas sino una máquina de relatos, en la que los personajes actúan, y queda a cargo del espectador evaluar cómo y por qué lo hacen. En última instancia, de cualquier manera, Fergus no es un asesino sino un trágico, que se encamina hacia la nada con la ceguera y determinación de un héroe griego.
La película de la que fue echado Kevin Spacey: así será recordada Todo El Dinero del Mundo. El motivo: las decenas de denuncias por abuso que parecen haber terminado con la carrera del actor, justo cuando había alcanzado su cenit, de la mano del Frank Underwood de House of Cards. Antes de resultar eyectado, se descontaba que por el papel de Todo el Dinero del Mundo Spacey sería nominado al Oscar. Y ahora es su remplazante, el veteranísimo Christopher Plummer (88 años), quien resultó nominado al Globo y al Oscar por ese rol. Como si el papel viniera ya con la nominación puesta y el actor que lo asumiera, no importa quien fuera, resultara nominado. “Mire, le ofrecemos este papel, que va a ser nominado al Globo y al Oscar. ¿Lo acepta?” Palito Ortega acepta… y resulta nominado. El de John Paul Getty es, en verdad, uno de esos papeles por los cuales cualquier actor daría una libra de carne. “No fue sólo el hombre más rico del mundo”, aclara un cartel, “sino el más rico en la historia de la humanidad”. Heredero de un emporio petrolero familiar, su soledad radical, producto de una hijoputez visceral, lo lleva a comprar a carradas obras maestras de la pintura universal, desde Mantegna hasta Vermeer, como si fueran caramelos, y coleccionarlas junto con bustos y esculturas igualmente invaluables (“no inapreciables”, aclara, pues “no hay nada sobre la tierra que no tenga precio”), en gigantescos depósitos de su propiedad. Todo ello, se supone, para llenar imposiblemente el vacío interior al que su infinito egoísmo, avaricia (el tipo se lava la ropa interior para no gastar en lavadero), ambición y desprecio por sus semejantes lo condenan. En otras palabras, Getty es la perfecta combinación entre Mr. Burns, Rico McPato y Charles Foster Kane, el personaje de Orson Welles en El Ciudadano. O, si se prefiere, una encarnación monstruosa (lo de “monstruosa” queda claro sobre el final de la película) del capitalismo o de los Estados Unidos. Lo que viene a ser lo mismo. Pero John Paul Getty no es el protagonista de. Aunque el propio título de la película parezca desearlo. El protagonista de Todo el Dinero del Mundo no es en realidad ningún ser humano (suponiendo que JPG lo fuera) sino una situación, la del secuestro de su nieto en Italia, y lo que ese secuestro genera. Quienes tengan algunos años recordaránque allá por 1973, además del triunfo del Tío Cámpora y el campeonato ganado por el sensacional Huracán de Brindisi, Babington, Houseman & Cia, por estas tierras se habló mucho del secuestro en Roma de Paul Getty, por entonces de 16 años. Los secuestradores son una pandilla de salteadores calabreses (o eso parece, en primera instancia), que levantan el teléfono y tiran la cifra del rescate: 17 millones de dólares. ¿Puede negarse un abuelo, para quien esa cifra equivale al costo de una pelusa en el living, a pagar el rescate de su nieto secuestrado a miles de kilómetros de distancia? Si se llama John Paul Getty, puede. “Tengo catorce nietos. Si pago lo que piden no van a dejar de pedirme rescate por los otros trece”, argumenta el abuelo, no sin cierta lógica. La película de Ridley Scott, escrita por David Scarpa y John Pearson en base al libro de ambos, trabaja sobre una oposición que apunta a una igualación. De un lado, el paese calabrés, donde un grupo de secuestradores indiferenciados, seguramente hijos de campesinos, armados con fusiles que parecen de la Primera Guerra, Segunda cuando mucho, y a los que la producción imagina por algún motivo siempre transpirados y con los rostros sucios como mineros del carbón, esperan noticias del otro lado del Atlántico (una licencia del relato, ya que a esa altura hacía rato que el presidente de Getty Oil vivía en Inglaterra). Del otro lado del charco se libra una guerra entre la madre del chico (Michelle Williams) y un hombre de confianza de Getty “dado vuelta” (Mark Wahlberg, impávido hasta que estalla), que intentan negociar telefónicamente con los secuestradores, contra su suegro y su ejército de leguleyos, consejeros, asesores y lamebotas, que no quieren ceder un solo dólar. Algo semejante sucede en Calabria, donde el rehén es “vendido” de unos secuestradores a otros, que finalmente deciden mandar por correo una oreja del chico como prueba de que están dispuestos a todo. La idea subyacente es muy interesante: ese grupito de carasucias, sobre los cuales en algún momento asoma la figura de un mafioso, es peligroso para el chico; el viejo petrolero yanqui, en cambio, es peligroso para la humanidad. El problema es que a Scott esta igualación teórica se le desequilibra en términos dramáticos, por la sencilla y obvia razón de que Getty, como personaje, deja chiquito a cualquier otro. Y Scott no logra compensar ese desbalance construyendo acciones que den interés a la situación del nieto. No tiene relieve el personaje de éste, y el realizador de Alien y Blade Runner no sabe generarle interés a su relación con los raptores, que no pasan de ser una masa indiferenciada. Salvo el que oficia de contacto telefónico. Y allí el problema es que el francés Romain Duris (¿por qué un francés hace de calabrés?) está todo el tiempo sacado, no se entiende por qué. El resultado es que pudiendo haber sido una película tensa y angustiosa (todo relato de secuestro lo es), con puntos de vista cruzados y enfrentados y un personaje de rasgos monstruosos en el centro, da por resultado un film desparejo, interesante de a rato y lagunero en otros.
La venganza ciega de “El quemado” Con la estructura dramática de un thriller, el film narra un trágico ajuste de cuentas del que no fue ajeno la pasividad policial. Testimonio de la política del avestruz practicada por el Estado Nacional y las Gobernaciones provinciales desde hace años en relación con toda clase de abusos, ilegalidades, falta de controles y contravenciones practicados por particulares o sus propios agentes, a esta altura el “documental sobre pérdidas y reclamos civiles” es un género sin techo dentro de ese ancho campo del cine argentino. Existen hasta el momento documentales sobre ejecuciones policiales, sobre intoxicaciones con desechos industriales, agrotóxicos y por radiaciones, sobre apropiación de tierras, y se supone que deberían estar en fase de producción o posproducción otros sobre abusos policiales y detenciones injustificadas de ciudadanos, entre otros temas posibles. Una de las constantes inevitables de este género es que ninguna de sus películas termina bien. Habría que ver qué pasa, en ese sentido, con Triple crimen, que narra la ejecución cometida en 2012 por un grupo de “soldaditos” al servicio de un jefe narco de la zona –por error, según todo indica– en una villa de la provincia de Santa Fe. Tal vez se trate de una excepción a la regla genérica. Filmada por el santafesino Rubén Plataneo (1958), Triple crimen tiene la estructura dramática de un thriller estadounidense (la de Detroit: zona de conflicto, que se estrena hoy, sin ir más lejos). El primer acto presenta el hecho criminal y el contexto en el que se produce, detallando quiénes son los victimarios y las víctimas. El segundo acto en el caso del thriller es el de la investigación, remplazada aquí por el duelo de las familias, la toma de decisión de hacer una denuncia y algunos relatos dispersos sobre la investigación policial, que evidentemente no pudo ser filmada. Finalmente, el tercer acto, el momento culminante, el del juicio, que sí fue filmado y aquí es sucedido por una suerte de coda o epílogo en la cual se echa una mirada sobre algunos de los familiares y vecinos de las víctimas. Y, por extensión, sobre el statu quo del barrio en general. Eso en cuanto a la estructura. Desde ya que en términos estrictamente dramáticos nada hay aquí que evoque ningún género cinematográfico. La película dirigida por Plataneo “se para” en el barrio Villa Moreno y desde allí narra los acontecimientos, reconstruidos por los vecinos. En la noche del 31 al 1º de año habría habido un tiroteo en casa de un narco de la zona conocido como “El Quemado”. En el tiroteo hirieron al hijo de éste, “El Quemadito”. “El Quemado” juró venganza, y al rato se presentó con varios de sus “soldaditos” junto a la canchita de Villa Moreno, donde cuatro chicos del barrio charlaban. Se supone que los confundieron con “soldaditos” de alguna banda rival, porque dispararon sobre ellos. Uno corrió y se salvó. Los otros tres, no. Aseguran sus parientes, amigos y vecinos que los chicos no andaban en nada. Desde ya que los testimonios chorrean dolor. Salvo el del padre de uno de los chicos, que se mantiene llamativamente distante y articulado. Esto tiene que ver con su profesión, dato que se revela al final, por lo cual no se develará aquí. Si obviamente es en sus presencias donde se juega lo más emotivo, los datos más reveladores surgen en cambio de sus anécdotas o testimonios. Alguno de los chicos todavía se desangraba cuando llegó un patrullero, pero sus ocupantes no quisieron subirlo “para no manchar el tapizado de los asientos”. Este cronista cree que con ese testimonio alcanza para probar la complicidad policial. Pero si faltara más, un periodista radial no identificado asegura que el tal “Quemado” es un personaje empoderado por la policía, que lo usó como alfil para jugar internas dentro del hampa. Dice la mamá del “Mono”, otro de los chicos: “El Presidente de Santa Fe (refiriéndose al Gobernador Bonfatti) dijo que los chicos eran barrabravas de Ñuls y ‘soldaditos’ narcos. Nada que ver. Es mentira. Cuando fui a verlo y se lo dije, agachaba la cabeza”. Asegura otro observador: “En estos casos siempre se habla de ‘ajustes de cuentas’. Hay una enorme cantidad de chicos asesinados por año en Santa Fe, desde hace años. ¿Tantos ajustes de cuentas hay todos los años?” De desarrollo prolijo e intenciones ambiciosas (claramente se apunta a trascender el caso específico para denunciar la impunidad delictiva y desprotección a la infancia y adolescencia en Rosario y Santa Fe), Triple crimen se permite ciertos evitables comentarios sarcásticos, dados tanto por el tono de un locutor que asoma en off de modo esporádico como por ciertas asociaciones visuales en el momento del juicio, que no aportan al relato nada que no sean un par de canchereadas al paso. Es disculpable, ya que nada de eso impide a la película cumplir con su función de documento y de alerta sobre una de tantísimas deudas pendientes de la sociedad argentina. Y esa es una de las tareas fundamentales de un documental. Al menos uno de denuncia, como es éste.
Verano caliente al borde de la pileta En su primer film de ficción, el director del notable documental Los pibes se interna en varias fronteras difusas alrededor de los countries y que tienen que ver tanto con el roce de clases como con los límites entre un lado y otro de la ley. “¿Cuánto es, Tavo?”, pregunta la señora al piletero. “600”. “¿Tanto? La última vez fue menos”. Y lo mira de soslayo, con cierta desconfianza. “Pagale, nene”, le dice finalmente al hijo, que saca los seiscientos del bolsillo y se hace cargo del pago. Lo que el piletero de esa zona de countries (en la novela es Don Torcuato, aquí no se explicita) cobra por una sesión de limpieza, el hijo preadolescente de cualquiera de sus clientas lo lleva en el bolsillo. Lo que podría llamarse “roce de clases” (roce paradójico, hecho al mismo tiempo de confianza, proximidad, recelo y resentimiento) es uno de los temas que trata Barrefondo, primer film de ficción del hasta ahora documentalista Leando Colás (Parador Retiro, Gricel y la notable Los pibes), basado en la novela homónima de Félix Bruzzone. Otro tema, vinculado con el anterior, es el de la fina línea que en ocasiones puede separar la “normalidad” del delito. De allí la condición genérica de novela y película, que montan la doble cabalgadura del realismo y el policial, sin forzar ninguno de ambos campos. Hace calor, mucho calor en ese verano del Gran Buenos Aires, y por más que Tavo (Nahuel Viale, de La sangre brota y la reciente El aprendiz) tiende a mantenerse impasible, a su alrededor los factores de tensión no escasean. Su esposa (María Soldi, una de las hijas de los Puccio en la serie Historia de un clan) está molesta con su primer embarazo, demandante, y dice tener antojos de frutillas, tal como indicaría algún manual de la embarazada tradicional. El suegro, que es ex militar y tiene una agencia de vigilancia que parecería reducirse a él solo, cuida a la hija como una mamá, y no le saca el ojo de encima al yerno, como si lo tuviera vigilado. A la esposa de Tavo no le gusta mucho que él confíe en la lotería, el póker y el Bingo, y cuando él se va a la noche hay discusiones. Para peor, algunos clientes son insoportables, como el concheto con rinoplastia que escribe poemas que le publica la esposa, y se tira a la pileta envuelto en una toallita que se le sale al entrar en contacto con el agua. En esta situación, basta que una clienta lo despida y cierto “poronga” de la zona que se hace llamar el Pejerrey (Sergio Boris) le “pida” (es de esa clase de favores que no se pueden rechazar) que le pase algunos datos de las casas de los countries del lugar, para que todo lleve a Tavo a tener dos trabajos. Da toda la sensación de que en el segundo, aunque más peligroso, le pagan mejor. Y de paso se puede vengar, directa o indirectamente, de esos clientes indeseables. O indeseablemente ricos. Policial “de clase”, si se quiere, Barrefondo, la película, hace parte de un mismo cuerpo fílmico con la mencionada El aprendiz, El otro hermano de Israel Adrián Caetano y la serie Un gallo para Esculapio, de Bruno Stagnaro. Todas las narraciones mencionadas tratan sobre la zona limítrofe entre el mundo del delito y el de la “normalidad”, y en todas ellas, curiosamente, el que pasa de uno a otro (de modo singular, Nahuel Viale lo hace en ésta y en El aprendiz) no es un representante de la clase baja sino de la clase media empobrecida o postergada. Son mundos radicalmente distintos a los de la serie El marginal, por poner un ejemplo notorio, cuyos protagonistas son profesionales del delito, gente que ya no tiene vuelta atrás. Los protagonistas de este otro grupo de films, en cambio, recién están ingresando, o probando a ver qué pasa. En ninguno de estos films se presenta, desde ya, una opción moral a sus protagonistas, por la sencilla razón de que todos ellos dejan claro que la “normalidad” no es moralmente superior al delito, sino apenas una opción distinta. En el caso de Barrefondo, este carácter intercambiable se resuelve mediante la indefinición que signa el final, y que deja al protagonista en una zona indeterminada. Para él cualquier opción sería posible, parece decir el final de Barrefondo. Aunque no da la sensación de que Tavo puede desenvolverse con éxito del otro lado de la ley.
Cuando la vida va “químicamente” mal La directora de La batalla de Solferino, que fue una revelación en el Festival de Mar del Plata unos años atrás, ratifica con su segundo largo que se trata de un talento a seguir. La locura asoma en esta ácida comedia que se toma el humor muy en serio. Confirmado: hay que seguirle los pasos a Justine Triet. Formada en el documental, esta parisina que en meses más será cuarentona tiene apenas dos películas de ficción, pero con ellas alcanza para ponerle el sello de “interés especial”. La primera fue La batalla de Solferino, proyectada en competencia en el Festival de Mar del Plata, que narraba la batalla campal entre un hombre y una mujer por la tenencia de los hijos, mientras en las calles se celebraba otra batalla, la de la segunda vuelta electoral de 2012, cuando la consigna era frenar a toda costa a Marine Le Pen. Allí todo estaba marcado por la urgencia, el tiempo límite, la desesperación, la locura incluso. Ahora llega Victoria y el sexo, opus 2 de Triet, que originalmente se llama sólo Victoria (pero el título local se justifica) y fue la película de apertura en la Semana de la Crítica de Cannes 2016. Se diría que lo único que tiene en común con su predecesora es la presencia de dos niñas, de las que a su madre le cuesta hacerse cargo. Ahora el conflicto no estalla sino que subyace larvado, como ahogado por el rostro impecablemente hierático de la bella protagonista. La primera escena sí parece un spin-off de La batalla de Solferino. En medio de un departamento en estado de caos hay dos nenas de unos tres y cuatro años que parecen libradas a su suerte. Llega, apuradísima, la mamá, una mujer rubia de cuarenta y pico, bonita, atractiva, vestida como de revista, que viene cargando su cartera, su celular y otras pertenencias. Se encuentra con un joven que la espera para avisarle que se va, que está harto, que ella le deja a las nenas y se va a trabajar, que él para ella es invisible. La mujer intenta retenerlo, le ofrece pagarle (“no soy tu puta”, contesta él), le ofrece otros beneficios, pero él no quiere saber nada. Cuando ve que no hay más remedio, Victoria, abogada practiquísima, le dice que bueno, chau, y eso es todo. Hay que ver hasta qué punto ella es consciente, pero ya allí está planteado por dónde pasa su problema. “¿Cuándo mi vida empezó a ir químicamente mal?”, se pregunta Victoria (la belga Virginie Efira tenía un papelito en Elle, de Paul Verhoeven) en el diván del psicoanalista. Hay algo que hace Victoria, que es mezclar vida laboral y vida privada, tal vez porque en Francia no se conoce aquel refrán que habla de mantener separados el comedor y el cuarto de baño. Se le fue el muchacho que cuidaba a las hijas y que de paso, por lo visto, la “cuidaba” también a ella, dos tareas que no suelen ir bien juntas. Como si no hubiera aprendido la lección, le va a volver a ocurrir lo mismo un par de veces más. A la vez decidió defender a un amigo, cosa que tampoco conviene hacer, en un juicio contra su esposa, a quien ella conoce. Cosa que mucho menos. De hecho, esa falta de límites va a costarle caro, cuando la vean hablando con una testigo, algo que está penado por ley, y un jurado la sancione con seis meses de suspensión. A la vez que mezcla vida privada y profesional, Victoria no tiene vida privada. Deseable como es, se ve obligada a concertar citas en páginas de encuentros, lo cual siempre es una lotería y da lugar a un par de escenas muy típicas de comedia, con dos partenaires bastante raritos. Como reflejo de la que circulaba por La batalla de Solferino, la locura asoma en Victoria y el sexo. Una mujer se habría clavado un puñal para acusar a su marido de intento de asesinato, una chimpanché saca fotos comprometedoras en un casamiento y el ex marido de Victoria (escritor vago, egocéntrico e inescrupuloso) no duda en exponer la intimidad de ella en un blog. Así como la locura, puede ser que en ese ex cliente al que encuentra por casualidad, ex dealer al que ofrece trabajo como nuevo secretario multiuso, Victoria tenga a mano las llaves de su solución “química”. Siempre y cuando esté dispuesta a ver a quien tiene al lado. Y aunque ella le lleve veinte años. Pero bueno, nunca se sabe, las cosas son muy locas.
Ante la caída del modelo amoroso tradicional que la sostenía, la comedia romántica viene dando, en las últimas décadas, cuatro clases de respuestas. La primera es hacer como si no hubiera pasado nada (pongámosle Enamorándome de mi Ex, con Meryl Streep, Steve Martin y Alec Baldwin, o Amigos con Beneficios, con Mila Kunis y Justin Timberlake). La segunda es remozarla con inteligencia, como sucede en Una Segunda Oportunidad, con Julia Louis-Dreyfus, James Gandolfini y Catherine Keener. La tercera, modernizarla, mediante las relaciones entre los personajes y los personajes mismos, tal como pasa en Amigos con Derechos, con Natalie Portman y Ashton Kutcher (la mejor comedia romántica desde Cuando Harry Conoció a Sally, a nuestro gusto). La última, desestabilizarla, al hacerla entrar en fricción con el universo de lo que da en llamarse Nueva Comedia Estadounidense, más afín al escepticismo que al romance. Éste ha sido el caso más cuantioso y provechoso, con ejemplos como La Otra Cara del Amor (Chasing Amy), Virgen a los 40, Ligeramente Embarazada y Cómo Sobrevivir a mi Novia (Forgetting Sarah Marshall). El productor de las tres últimas nombradas fue Judd Apatow, fuerza de tracción básica de la NCE, y Apatow es también el productor de Un Amor Inseparable, descerebrado título local para The Big Sick (“la gran enfermedad”), que da la impresión de que la distribuidora no sabía qué título ponerle y agarraron el primero que encontraron en el apartado “comedia romántica”. Aunque la produce Apatow, debe aclararse que The Big Sick (escapémosle al amor inseparable) no es una nueva comedia estadounidense. No es corrosiva, no es escatológica, no tiene por protagonistas a adolescentes tardíos (aunque, pensándolo bien…), no presenta elementos o escenas chocantes y/o subversivas. Muy por el contrario, es una comedia de discurrir calmo y clásico, donde ni la sorpresiva e inquietante enfermedad de la protagonista parecería convulsionar el relato. Tampoco es, entonces –mucho menos– una comedia enferma. Escrita por el paquistaní Kumail Nanjiani y Emily Gordon, la película dirigida por Michael Showalter (guionista de la poco menos que legendaria Wet Hot American Summer) narra la experiencia se supone que verídica de ambos –son marido y mujer– y está protagonizada por Nanjiani. Radicado desde hace veinte años en Estados Unidos, éste es su primer protagónico. ¿Una comedia romántica basada en “hechos de la vida real”? Creemos que no hay antecedentes. La originalidad de Un Amor Inseparable radica en que el romance tiene un primer y tercer acto, pero le falta el segundo. Emily (Zoe Kaplan, princesita del cine ultraindie) va a una presentación de Kumail y sus amigos, que son stand-up comedians amateurs, y hay onda. Noche en el departamento que él comparte, pero ella, chica moderna y por lo tanto fobicona a las relaciones estables, aclara que es hola y adiós. Él la juega calladito y como quien no quiere la cosa se ven un par de veces más. En medio de eso y justo después de una pelea, de pronto se entera de que Emily está internada en terapia intensiva, no se sabe bien por qué. La película narra más que nada ese período sin Emily, en el que Kumail, siempre tímidamente (el personaje responde al prototipo del indio o paqui excesivamente respetuoso, igualito al Bakshi de Peter Sellers en La Fiesta Inolvidable) se asomará a la habitación a ver cómo sigue la chica y trabará relación con sus padres (la reaparecida Holly Hunter y el genial Ray Romano son, por lejos, lo mejor de la película). O sea: Un Amor Inseparable no narra el romance en sí, sino la previa. Ésa sería su originalidad en relación con el género. Salvando las partes de Romano, que son las más “pegadoras” en términos cómicos, y las de Holly Hunter, las que tienen más “cuerpo”, las más suculentas dramáticamente, al resto se lo podría calificar de comedia suave o tibia, con una pata en el realismo (sobre todo por el personaje de Kumail, que se gana la vida manejando un Uber y comparte un departamentito bastante pobretón). Todo lo que hace al conflicto de Kumail con su familia, que quiere imponerle las tradiciones musulmanas, se vio mil veces, con distintos tipos de etnias. Nada nuevo por ahí. Una vez más, y de modo curioso en tanto el guion lo escribieron los dos, se sabe todo sobre él y casi nada sobre ella. El hecho de que la película esté narrada desde su punto de vista no exime de que podamos conocer algo del mundo de Emily: su departamento, sus clases de psicología, sus amigas. Lo único que sabemos de ella es que él la ama. O sea: conocemos su función, no a ella.
Gente común en una trama policial Un elenco sólido se luce en esta coproducción argentino-española basada en la novela homónima de Claudia Piñeiro. “¿Me vas a decir que nunca te mandaste ninguna?”, le dice la chica a Pablo Simó, que parece haber construido su vida entera en base a la corrección. “Todos hacemos alguna, en algún momento. ¿Nunca tuviste una amante, nunca hiciste algo por izquierda en tu trabajo, nunca te quedaste con algo que no era tuyo?” Y Pablo se queda sin saber qué decir. ¿O tal vez esté pensando en lo que se perdió? Basada en la novela homónima de Claudia Piñeiro, Las grietas de Jara es un policial que no transcurre entre profesionales del delito o de la ley, sino uno de esos cuyos protagonistas podrían ser “usted o yo”. Gente que puede considerarse común, y que por una mecánica de los acontecimientos es llevada a una circunstancia criminal. La clase de policial que, por una cuestión de identificación, obliga al espectador a preguntarse qué haría él o ella en una situación semejante. Un policial, en suma, que aunque no le sobre intensidad emocional, es, por esos motivos –¿yo podría ser un asesino? ¿podría ponerme del otro lado de la ley?— inquietante. Estructurada con cuidado por el detalle, la trama de esta coproducción argentina-española presenta al típico cuarentón talentoso pero postergado (el arquitecto Pablo Simó, Joaquín Furriel), trabajando como empleado de un colega más ambicioso, Mario Borla (Santiago Segura, ajustadísimo en infrecuente rol “serio”) y junto a otra arquitecta, Marta (Soledad Villamil). Cuando llega un particular con una queja queda a cargo de Pablo atenderlo. Se trata de Nelson Jara (Oscar Martínez, con colita de caballo), quien viene a pedir una compensación por una grieta que, según dice, habría producido en su departamento la falta de apuntalamiento de los cimientos del edificio que el estudio proyectó para levantar en el solar vecino al suyo. Simó no sabe muy bien qué decirle, Jara no es la clase de tipo que renuncia a su ambición y el conflicto no hará más que escalar. Coescrito por el realizador junto a Emiliano Torres (director de El invierno), el opus 2 de Nicolás Gil Lavedra (Verdades verdaderas: La vida de Estela) trabaja en todas sus dimensiones el personaje de Simó. La familiar es una de ellas, donde puede percibirse el resignado hastío que le produce su esposa (Laura Novoa, impecable), incapaz de comprender a la hija adolescente. Algo que a él, un tipo sensible, le cuesta bastante menos. Que Simó tenga todo lo que define a un buen tipo permite la identificación del espectador, y la identificación es la palanca que mueve la clase de preguntas que a la historia le interesa que el espectador se haga. Sin picos dramáticos (al menos hasta el último plano, parte de una resolución más efectista que trabajada) y con la sobriedad por marca estética, Las grietas de Jara está sostenida por la cuidada –aunque tal vez algo laxa– trama y las actuaciones, todas ellas precisas. La más compleja es, de acuerdo al desarrollo de su personaje, la de Furriel, capaz de pasar de la ternura a la paranoia sin un solo gesto de más.
El western visto con lente deformante Frances McDormand se luce como la antiheroína de la película que ya se llevó cuatro Globos de Oro y amenaza ser protagonista en el Oscar. Pocas cosas están bien en el pueblito de Ebbing, donde una violación y asesinato provocan una escalada de acciones y reacciones. Después de que un pretendiente enano la dejó sola en la mesa de un restorán, la mujer toma la botella de vino y se dirige con paso calmo y resuelto hacia otra mesa donde están su ex marido, que previamente se mofó de ella y su cita de esa noche, y la jovencísima novia de su ex. La cámara la toma desde la posición desde donde el ex la ve venir, con expresión temerosa. Ella camina hacia él con la botella en la mano derecha, cierto bamboleo y una innegable chuequera, como de cowboy. Allí la mente del espectador rebobina. La provocación, el arma en la mano (la botella), el restorán que podría haber sido un saloon y la mujer que por su dureza, decisión, tendencia a la acción directa y falta de renunciamientos bien podría haber sido el héroe de un western. ¿John Wayne, por ejemplo? El andar cansino, el bamboleo y la chuequera así lo hacen pensar, tanto como la combinación de trompada y patada con que en otro momento dejó fuera de combate a dos contendientes bastante menores. O el ataque a una comisaría que, es verdad, en el caso del protagonista de La diligencia normalmente lo hubiera encontrado del otro lado. Pero hay algo de héroe mítico en la Mildred Hayes de Tres anuncios por un crimen, algo en ella que excede lo meramente humano, algo que representa lo que todos quisiéramos ser o hacer en una circunstancia semejante. Ganadora de cuatro Globos de Oro y con seguridad una de las más firmes competidoras del Oscar cuando éstos se anuncien el martes próximo, si Tres anuncios por un crimen admite ser vista como un western, es como un post western. Uno de esos en los que el género ya fue y se lo recoge en pedazos, rearmándolo como en una pintura cubista. Como un western noir, dada su visión del mundo, y como un western feminista, desde ya, en vista del tamaño y acciones de su heroína. O antiheroína, teniendo en cuenta que Mildred Hayes no tiene un pelo de ejemplar. Pero conviene ir por partes. Contando mínimamente la historia, por ejemplo. A Mildred (Frances McDormand) le violaron y asesinaron a la hija unos meses atrás, en el pueblito de Missouri donde vive, y la chica ya está enterrada. Pero Mildred quiere que al menos se atrape al culpable, recurriendo a un método novedoso para acusar a la policía local de no hacer nada. Lo cual genera inquietud en el sheriff Willoughby (Woody Harrelson) y el alguacil Dixon (Sam Rockwell). De allí en más, para no espoilear ningún dato y simplificar de paso una trama arborescente, lo más sencillo sería suscribir a lo que dice el propio Martin McDonagh, autor y realizador de la película: “La acción de un lado genera la reacción del otro, y así sucesivamente”.