La identidad de Garganta Profunda. El hombre que ayudó a resolver el caso Watergate era nada menos que el Nº2 del FBI y libró su propia guerra contra Nixon. Pocos espías (o contraespías) más famosos que el conocido como Garganta Profunda, el hombre que ayudó a resolver el caso Watergate. ¿Será el cine el que lo hizo famoso, fumando entre las sombras de aquel estacionamiento subterráneo en el que se encontraba secretamente con el reportero Robert Redford, en Todos los hombres del presidente? ¿O la realidad? En Estados Unidos seguramente habrá sido un poco de ambos, pero entre nosotros no hay dudas: fue el cine. Más famoso incluso que el actor que lo encarnaba, el especialista en secundarios Hal Holbrook, que nunca llegó a romper la barrera de los connaisseurs. Lo que pocos sabrían es que el hombre era nada menos que el Nº 2 del FBI, por la sencilla razón de que esto se supo hace unos pocos años. Hasta ese momento, Mark Felt (ese es su nombre, bastante menos exuberante que su apodo) logró permanecer en el lugar que siempre fue su hogar y su terreno: las sombras. Basada en un par de libros de memorias escritos por Felt, El informante cuenta su historia, desde poco antes de que estallara el escándalo hasta poco después. Para los fans de las intrigas políticas (el cronista se confiesa uno), esta película no necesariamente excepcional es un boccato di cardinale. Hay dos posibilidades: o Liam Neeson adelgazó hasta lo esquelético para el papel, o su salud no está en buena forma. Sea como fuera, lo magro le sienta a la perfección a este espía de escritorio, leal a sus jefes y su organización, eficaz y definitivamente oscuro. Una primera escena en el despacho de Nixon, con el presidente (el actor que hace de él se le parece tanto como Macri a Cristina) y sus asesores, sugiere que la posterior muerte de Edgar Hoover, dinástico mandamás del FBI durante casi medio siglo, podría haber sido un encargo de Tricky Dick. Hipótesis que los historiadores no manejan, pero es útil a la hora de colaborar con la intriga. Como segundo de Hoover desde hace décadas, Felt se prepara para asumir el cargo de director. Pero justamente el hecho de haber sido el segundo se lo impedirá: el presidente le pone en su lugar a un tipo que sabe tanto del tema como Felt de música soul. Pequeño ajustecito de cuentas, también, porque previamente Felt le negó a ese mismo lugarteniente los archivos secretos del muerto, que es lo que de veras le interesaba al Presi. This means war: de allí en más, es el director puesto por Nixon contra toda la plana mayor del FBI, encabezada por Felt. Cuando salte lo de Watergate, el tablero se dará vuelta y los funcionarios no se dedicarán precisamente a cubrirle la espalda al Presidente y sus espías. A diferencia del thriller político, que trabaja sobre la amenaza del crimen, y construye por lo tanto su drama en base a una creciente tensión, la intriga política lo hace, si se permite la aparente perogrullada, sobre la intriga misma: la infinita red de tramas, alianzas y traiciones en las sombras, que terminarán desanudándose de una u otra manera. Casi ni importa demasiado de qué manera, más allá del destino del héroe, que a uno le interesa por contrato, porque es el héroe. Porque de carisma más vale olvidarse en este caso: Felt es un burócrata, con su casita en las afueras y su mujercita, que está un poco loca (Diane Lane, que sigue tomando algún brebaje contra el paso del tiempo). Aunque es verdad que un burócrata común y corriente no arriesga su vida tirándose contra el Presidente de la Nación, así que éste es en tal caso un burócrata especial. Neeson está magnífico, por cierto. Por más que haya sido cierta, una subtrama vinculada con su hija no está bien insertada. Es graciosa la aparición de un par de actores familiares al género intriga política (el notable Bruce Greenwood, Tony Goldwyn), como si con este género también hubiera lugar a “especializaciones”, tanto como en su momento las hubo en el western, el terror o el policial.
El arte de saber mirar. Solá utiliza una notable realización técnica no para buscar el preciosismo visual, sino para beneficiar la narrativa de una película que retrata sin estridencias un escenario intenso. Cuando presentó su tercer documental, Hamdan (2015), Martín Sola anunció que sería el primero de una trilogía, dedicada a representantes de pueblos sin nación, que luchan –tal vez de modo infructuoso– por obtenerla. Hamdan tenía por protagonista a un veterano combatiente palestino, prisionero durante quince años en una cárcel israelí. La siguiente transcurrirá en el Tibet y ésta, La familia chechena, pieza media de la trilogía, ya está diciendo en el título dónde tiene lugar. Lo peculiar de esta saga es que si bien trata sobre resistentes, la resistencia política no es en ella un tema. No en sentido explícito, al menos. Tal vez sí de modo oblicuo puedan sonsacarse, de sus tres exponentes, indicios de resistencia en sus protagonistas. Que tampoco son necesariamente un personaje. Quizás lo sea de modo más claro el ex líder Hamdan Alí Mahmud Sefan, que en la película que lleva su nombre de pila recuerda sus tiempos como combatiente y prisionero. Pero en La familia... Abubakar se recorta con claridad, y no a solas, en unas pocas escenas, que comparte con su madre o su familia de nueve hijos. En las más significativas del opus 4 de Solá, el protagonista es en cambio la multitud chechena. Con la única excepción de Hamdan, estructurado a partir de la palabra del protagonista, los otros dos documentales que Solá filmó hasta el momento responden a la vertiente observacional de ese campo, con el realizador plantando la cámara ante una situación determinada (un barco pesquero en Caja cerrada, las salinas norteñas en Mensajero) y registrando determinadas acciones o imágenes, sin ninguna otra intervención (voz en off, carteles informativos, cabezas parlantes) que permita poner lo filmado en contexto o en relación. Es lo filmado en estado puro. Aunque no exactamente crudo, en tanto la técnica es de una alta sofisticación. Es posible que esa sofisticación alcance en La familia chechena su punto más alto, tanto en términos fotográficos –con un HD de altísima definición, una notable iluminación en exteriores y un exquisito manejo de luces y sombras en interiores– como de montaje, pasando de uno a otro personaje en las complicadas escenas de masas. ¿Está mal filmar a un pueblo pobre con una técnica rica? No. Lo que estaría mal sería hacer ostentación de riqueza cinematográfica. Y Solá no ostenta, usa en beneficio narrativo. La modalidad narrativa que el realizador vuelve a aplicar en su nuevo documental es la de la macrosecuencia, que ya había utilizado en Caja cerrada y Mensajero. En este caso son dos macrosecuencias, que ocupan casi la mitad del metraje y en las que Solá echa toda la carne al asador. Se trata de dos escenas de la clase de baile colectivo conocido como Zikr, una danza religiosa sufí practicada por los musulmanes chechenos. El baile es una especie de pogo místico, si se permite la analogía, con cientos de personas reunidas practicando unos pasitos cortos en el lugar y combinando jadeos apagados con mantras. Lo cual, sumado al siseo producido por el roce de los pies sobre el suelo, va generando un efecto de trance que se completa con un fuerte sacudón continuo de las cabezas, de arriba hacia abajo. Ambas secuencias duran entre diez y quince minutos cada una. Lo cual no es ningún capricho, sino la clara decisión del realizador de no limitar la secuencia a ser mirada, sino a ser vivida. Esto es, permitir que el espectador se asome aunque sea (más que eso no puede hacer, sentado en la butaca) al estado de trance en el que entra esta gente, no se sabe con cuánta frecuencia. ¿Una vez por semana, por mes, por año? ¿Y para qué sirve asomarse a esa sensación? Para advertir que deben ser importantes los problemas de este pueblo, si necesitan expurgarlos con esta intensidad. ¿Problemas actuales o milenarios? Tampoco se sabe. Sí se sabe, porque la cámara lo muestra, que las noches de la ciudad de Grozny parecen húmedas y neblinosas. Los edificios, tristes y solitarios. Y que los sufrimientos de esta gente no son de ahora: la madre de Abubakar, internada con un problema en una pierna, recuerda ante su hijo cómo se la lastimó, en medio de las conflagraciones ocasionadas por su deportación, en 1948.
Trajinando calles de Coghlan y Palermo. El primer largo de Cricenti funciona en modo nouvelle vague y hace circular a su pareja protagónica por distintos barrios porteños, persiguiendo sueños que tienen su dosis de romance pero parecen estar regidos por ese dios de la comedia que es el azar. “Tal vez me vuelva a pasar/de encontrarte por azar”, dice la no muy esforzada letra de la canción, en alusión al dios que en el género comedia romántica trama los destinos de toda pareja protagónica. En este caso Lucía y Federico, ella que no se sabe a qué se dedica y él que es el típico caso del flaco que escribió una novela que nadie conoce, y ahora no le sale otra. “No sé dónde voy, no sé quién sos”, dice también la canción que canta el grupo estilo Miranda, definiendo bien la vaguedad que rodea a los protagonistas de Veredas, un título que hace pensar si las verdaderas protagonistas de la película no serán ésas. Como en una de la nouvelle vague, Lucía y Federico se pasan casi todo el metraje (tampoco es que les lleve mucho tiempo, son 71 minutos en total) andando las veredas de barrios como Coghlan y Palermo, por razones que pronto se verán. Es más: Lucía y Federico están tan poco definidos que no son estrictamente personajes sino más bien dibujitos, como los del precioso afiche de la película. Aunque, ojo, los actores que los interpretan no están para nada dibujados, como enseguida se verá. Veredas tal vez sea un dibujito animado con actores, donde un mini Woody Allen y una Betty Boop naïf siguen durante tres cuartos de película a un Coyote predador. Es divertido, aunque estereotipador, lo que le pasa a Federico (Ezequiel Tronconi) en la fiesta a la que va al comienzo de la película. Hasta tal punto es “el hombre invisible”, que la gente efectivamente no lo ve: un grupo de chicas se saca una foto con él parado de fondo, como un jarrón, y, mejor aún, otras dos chicas se sientan sobre los brazos del sillón en el que él está sentado, casi encima de él, hasta el punto de que el pobre tipo al comienzo se piensa que le están tirando los perros. Ahí, en ese “tipo” queda preso Federico de allí en más, confirmado enseguida por su desafortunada excursión a Gerli. Sucede que Federico se va de la fiesta (cuando deciden irse las chicas que se habían trepado a su sillón: parecería que él decide cuando deciden los otros), se toma un taxi y el taxista (ese gran secundario que es Alan Sabbagh) está arreglando una cita con su chica (Mónica Lairana, en modo chica vulgar de sábado a la noche) y una amiga de ella. Y falta un cuarto hombre… Y ese cuarto podría ser el novelista de anteojos que casi no habla… Y a todo esto, ¿qué pasa con Lucía? Lucía está en Bariloche. Eso es lo que le dijo, al menos, a su novio, para tomarse un tiempo de distancia, por lo cual al despertarse en una espléndida mañana de sol se quejará del frío, la nieve, el clima borrascoso. Y después armará en la compu el photoshop que la muestra toda abrigada, recortada contra unas montañas nevadas. Lucía (Paula Reca) quiere cortar con su novio, Andrés, pero todavía no se anima a hacerlo. Después de esto vienen unos episodios aislados de ambos lados (Federico compra todos los ejemplares de su novela en una librería, Lucía se encuentra de casualidad con una amiga medio indeseable y compra un montón de jabones que no pensaba comprar en un negocio de jabones artesanales de una conocida) y después Lucía y Federico se conocen por casualidad en la calle (“tal vez me vuelva a pasar/de encontrarte por azar”) y él se le suma a ella, a quien se le dio por perseguir a Andrés, intrigada porque lo vio con otra. A partir de ese momento Veredas, opera prima de Fernando Cricenti, escrita por él, Robertita Superstar (¿?) y el propio Ezequiel Tronconi, se hace fuerte en la modalidad seguimiento, y es asombroso cómo éste hace crecer los redondos ojos de Paula Reca, que cuanto más mira más aumenta su presencia escénica, como es lógico tratándose de cine. La chica cuenta, por otra parte, con una velocidad de respuesta y una comodidad ante cámara (ver escena en la jabonería) que van haciendo que, por un también proverbial cruce de miradas, el ojo del espectador se dirija cada vez más hacia ella. Recordado protagonista de La Tigra, Chaco, entre otras, Ezequiel Tronconi es el contrapeso ideal: ni un gesto de más, ni un movimiento de más, ni una palabra de más.
La adolescencia como confusión de época. La primera ficción de los fogueados documentalistas es un sentido y a la vez preciso relato de iniciación sobre dos amigas, militantes de base en el Colegio Nacional de Buenos Aires, que experimentan sus primeros pasos amorosos y políticos en los años de brasa. Dos semanas después del golpe militar, Ana graba para su amiga del alma, en un grabador a cinta, “fue lo mejor que viví”, en referencia a su primavera de amor y militancia, la de los dos años previos en el Nacional de Buenos Aires. Todavía le falta vivir lo peor. La trayectoria de Ana, como la de Isa, puede verse como reducción a escala de la que en esos años vivió (y murió) toda una generación. En realidad no toda –convendría empezar a pulir esta clase de generalizaciones– pero sí buena parte de ella. En el Buenos Aires, en aquellos años el nivel de militancia era muy alto, tanto en sentido cualitativo como cuantitativo. De allí que ese colegio tenga más desaparecidos que ningún otro (la cifra sobrepasa el centenar; el interesado en el tema deberá consultar el libro La otra Juvenilia, de Santiago Garaño y Werner Pertot). Basada en la novela homónima de Gaby Meik, Sinfonía para Ana –primer film de ficción de los hasta ahora documentalistas Virna Molina y Ernesto Ardito– narra esa experiencia, centrándola en un grupo de personajes ficticios, pero tachonada de referencias reales. Cuando se habla de experiencia debe entenderse por tal no sólo la de la militancia en el Nacional Buenos Aires, sino también la de la adolescencia in toto, con la iniciación amorosa y sexual en primer plano. Ana (Isadora Ardito) e Isa (Rocío Palacín) están preciosas en su bautismo de fuego en actos multitudinarios, el día de la despedida de Perón en la Plaza. Los cabellos largos al viento, el sol de mayo brillando en una imagen procesada para “dar” como de archivo casero. Es 1974. Enseguida, Ana e Isa irán ante La China, autoridad de la UES del CNBA, para preguntarle cómo hacer para ingresar al nucleamiento que dependía de la JP. “Éramos dos perejilas”, recuerda Ana frente a la cinta. En efecto, Sinfonía para Ana es, más que la historia de dos militantes, la de dos “perejilas”, dos militantes de base (para este tema, consultar Perejiles, los otros montoneros, de Adriana Robles). Hasta el punto de que producido el golpe todos sus compañeros desaparecen, en uno u otro sentido de la palabra, y Ana queda sola y a la descubierta en un colegio que ya no es más el suyo. Ahora es del enemigo. Y el enemigo no tardará en hacer su aparición. La situación de la protagonista en ese momento podría verse como una metonimia del paso a la clandestinidad de Montoneros, que un año y medio antes de esa fecha dejó expuesta a gran cantidad de militantes de superficie. Recolección de la grabación que la protagonista hace para su amiga, esa instancia tiñe el relato de un tono melancólico, de pérdida secretamente anunciada. Tono que coincide con el que la Historia fijó de él. Hay buenas dosis de arqueología de época en el film de Molina & Ardito, en el que el diseño de producción (de la documentalista Daiana Rosenfeld), el vestuario (de Samantha Bailey) y la dirección de arte (de los propios Molina & Ardito) ocupan roles cruciales. Desde el Renault Gordini de los padres de Ana hasta la tapa de la primera edición de Último round, de Cortázar, pasando por las de discos de Sui Generis, Pescado Rabioso & Cía, las camisas de cuellos largos, las minis y armatostes varios de la tele en blanco y negro, todo ello no está allí por mero afán vintage, sino por lo que debe estar: para dar cuerpo a una época. Como todo relato de la experiencia de militancia de los 70, Sinfonía para Ana pasa de la transparencia juvenil a ese cielo ominoso que metaforiza la partida de uno de los protagonistas. Ominosidad que el director de fotografía Fernando Molina acentúa llenando de sombras los interiores del de por sí cavernoso Nacional. Molina & Ardito evitan la linealidad visual, planteando una discontinuidad hecha de saltos de raccord y primeros planos que diluyen referencias temporales y espaciales, incorporando en ocasiones imágenes de noticieros o, como queda dicho, de falsos films caseros (excelente montaje de los propios Molina & Ardito). Por suerte, Ana (hija de los realizadores, Isadora Ardito está inmejorable) no calza dentro del papel de heroína ni en el de mártir, lo cual mantiene a la película a salvo de la épica simplificadora y el golpe bajo lacrimógeno. Ana es una chica que, movida por los ideales que circulan a su alrededor y los suyos propios, quiere militar para cambiar algo. De allí en más tal vez no lo tenga muy claro, como no tiene muy claro qué hacer con sus dos novios, Lito, que es del PCR (Rafael Federman), y Camilo, de la UES (Ricky Arraga). Un momento que es un hallazgo le encuentra con la vista baja, obligada por necesidades de la “tabicación” militante. Así, con la vista baja, se la ve en más de una ocasión, como avergonzada de su propia confusión. Confusión de adolescente, confusiones de época, conmovedoramente ingenuas para lo que vendrá.
Moralejas sobre el mundo empresario inhumano. La fábula es una forma didáctica de la ficción, invariablemente rematada en una moraleja que encierra, como su nombre lo indica, la moral del cuento. ¿Es la fábula en todos los casos un género protagonizado por animales, como las de Esopo o La Fontaine? No, esa es sólo la variante más conocida. ¿Es un género infantil? Tampoco, aunque las fábulas infantiles, como las de los autores antes nombrados, sean las más divulgadas. ¿Puede una fábula ser política? Una fábula puede ser cualquier cosa. Política también. De origen búlgaro y basada en asombrosos hechos reales, Un minuto de gloria narra la confrontación entre un humildísimo, casi inconcebiblemente honesto trabajador ferroviario y el Estado, con resultados de prever. Como en toda fábula, la moraleja tiende a clausurar el sentido último de Un minuto de gloria, convirtiéndola en lo que seguramente nadie se propuso que fuera: un objeto “de denuncia” de consumo, como aquellas canciones de los 60 y 70. Objeto de mensaje claro y villanos ídem, de modo que el espectador queda absuelto, ocupando el cómodo sillón del fiscal acusador. Fábula moderna, Slava (título original) es una sátira negra. Trabajador especializado en el ajuste de tuercas de los rieles, el casi lumpen Tsanko Petrov (vive en musculosa, parece no lavarse el pelo desde hace semanas ni afeitarse la barba desde hace meses, desayuna en su choza llena de moscas comiendo directamente de una olla) escucha por la mañana una denuncia televisiva de corrupción al máximo nivel del Ministerio de Transporte, sale a hacer su trabajo, se cruza con unos que están robando nafta de una locomotora y de pronto encuentra un billete en la vía. Se lo guarda. Unos metros más adelante, otro billete. También se lo guarda. Hasta que encuentra una montaña de billetes tirados entre los durmientes, volándose, y como es un tipo honesto no se los guarda. Primera moraleja, paradójica: más le valdría habérselos guardado, porque la Jefa de Relaciones Públicas del Ministerio de Transporte y su equipo van a manipularlo como a un pelele. Tsanko, que además es tartamudo –lo cual complica seriamente sus posibilidades comunicacionales– más o menos se la aguanta, medio confundido, medio huraño, hasta que Julia Staikova, la Jefa de Relaciones Públicas, le pierde su amado reloj pulsera, el que le regaló el padre. Ahí sí, se pudre todo. Tres años atrás, los realizadores Kristina Grozeva y Petar Valchanov se habían hecho conocidos en el circuito de festivales con La lección, otra fábula moral y anunciado inicio de una trilogía. En un reforzamiento del maniqueísmo inherente a toda fábula, el guión –escrito por los propios Grozeva y Valchanov, junto a su colaborador Decho Taralezhkov– narra en paralelo las desventuras del pobre Petrov –presentado poco menos que como un animalejo que además se priva de hablar, por complejo de inferioridad– y el muy esquemático perfil de ejecutiva moderna de Julia Staikova, siempre embutida en un ajustadísimo tailleur, siempre apurada, siempre hablando por uno o dos celulares. El mundo empresario es inhumano, sugieren los realizadores sin descubrir la pólvora. Lo hacen exhibiendo a Staikova más interesada en su trabajo que en su propio tratamiento de inseminación, junto a un sufrido marido. Pequeño pero significativo matiz, no se sabe si introducido por la excelente actriz Margita Gosheva o debido a los propios realizadores, la caracterización de la ejecutiva va en contra de la definición del personaje, generando una empatía que permite hacerla zafar en parte del estereotipo de “bruja” que el guión parecía tenerle marcado a fuego.
Una tirolesa que sigue dando vueltas. La realizadora echa mano a viejas copias VHS de la época, dueñas de una suciedad visual que le sienta a la perfección a la clase de shows caseros que constituían no sólo los disruptivos espectáculos de “La Negra” sino de todo el under porteño de los años 80. La Argentina en pedazos, los 80 también. Y todos los pedazos conducen a Cemento. En 2007 fue Luca, el documental sobre Prodan, que no sólo contaba su historia y la de Sumo, sino la del rock y la contracultura de la época, ayudando a echar por tierra con esa idea de que los 80 fueron, para la cultura argentina, una tierra baldía. Cuatro años más tarde llegó La peli de Batato, entrándole a la movida cultural de la época por uno de sus lados más salvajes, el del triángulo Barea-Urdapilleta-Tortonese, y a través de ellos las Gambas al Ajillo, La Cacho, Fernando Noy y otros mitos del under. Ahora llega el documental de La Organización Negra, introductores locales del llamado “Teatro de Operaciones”, derivado del que en Europa impusieron los catalanes de La Fura dels Baus y antecesor de los posteriores De la Guarda y Fuerza Bruta. Grupo de intervención de la inmediata posdictadura, “La Negra” practicaba una violenta ruptura de límites que, según sostiene Noy aquí, no reconoce equivalentes al día de hoy. La realizadora debutante Julieta Rocco echa mano de copias VHS de la época, dueñas de lo que en términos arroceros se llamaría “grano largo”, suciedad visual que sienta a la perfección a la clase de shows caseros que constituían el under ochentista porteño. A propósito, sería bueno dejar de usar los términos “ochentoso”, “sesentoso” o el oso que fuera y que indican atenuación o intensificación, cuando se quiere señalar simplemente algo propio de los 80, los 60 o la época que sea. De tanto usar estos osos van a terminar colaborando con la extinción de estos pobres hermosos ungulados. Prácticamente todos los miembros de La Oganización Negra prestan testimonio aquí (el documental se atiene a la clásica estructura de cabezas parlantes + materiales de archivo), desde Pichón Baldinú hasta Diqui James, pasando por Gaby Kerpel, su director musical. Ellos reconstruyen prolijamente la historia del grupo, desde el momento en que sus miembros, estudiantes universitarios de distintas carreras, se conocen, hasta cuando se separan, desgastados, dispersándose varios de ellos entre De la Guarda y Fuerza Bruta. Cuando en U. O. R. C. (1986) los miembros del grupo cargan sobre espectadores y muchos de ellos huyen verdaderamente asustados, uno se pregunta si esos espectadores se olvidaron acaso de que habían pagado la entrada para asistir a un espectáculo teatral. Pero Alejandro Tantanián, uno de los testimonios externos al grupo, testimonia que “la sensación de peligro era real, si no te corrías te llevaban puesto”. Sensación es una palabra clave: hacia allí apuntaba el arte del grupo. No hacia cualquier sensación, en verdad. El miedo, la angustia, la paranoia predominaban. De pronto, una lluvia inundaba al público. Uno de los actores apaleaba a otro con tubos de luz. Los actores ponían el físico en riesgo subidos bien alto, sostenidos con arneses. Cuerpo era otra palabra clave. La tirolesa - Obelisco, espectáculo gratuito y multitudinario presentado en 1989, fue seguramente el punto más alto del grupo, con sus miembros colgados del falo urbano y dando la sensación de que en cualquier momento se hacían omelette contra él. Huevos tal vez fuera otra palabra clave, y en muchos sentidos, teniendo en cuenta que al espectador de La tirolesa - Obelisco algo le impedía tragar. Al traer de nuevo esa crudeza irrepetible, La Organización Negra (ejercicio documental) ayuda a recordar a nuestros tíos punk.
Un periodista en tiempos oscuros. Coproducción entre Argentina y Australia filmada por Jayson McNamara, recorre la vida de quien fuera el director del único medio que, en plena dictadura, denunció desde sus páginas la represión y las desapariciones forzadas. En tiempos difíciles, la historia de los hombres reserva a veces destinos paradójicos. En pleno Holocausto, Oskar Schindler, miembro del Partido Nazi, salva la vida de mil doscientos judíos, por puro humanitarismo. Durante la última dictadura militar argentina, Robert Cox, súbdito británico, de credo estrictamente liberal en política y director del periódico Buenos Aires Herald, convirtió a ese medio en el único que denunció desde sus páginas, de modo sistemático, la represión ilegal emprendida por ese gobierno ilegítimo. Hasta el punto de reunir a su alrededor a las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo, que veían en él a una de las pocas figuras con acceso al poder dispuestas a hacer gestiones por el destino de sus hijos. Eso mismo lo puso en la mira de aquéllos a quienes denunciaba desde la primera plana del Herald, viéndose obligado finalmente a tomar el camino del exilio definitivo tras una amenaza. Presentada en la Competencia de Derechos Humanos del último Bafici, El mensajero cuenta su historia. Coproducción argentina-australiana filmada por Jayson McNamara, titulada en inglés Messenger on a White Horse, El mensajero es uno de esos documentales que cuenta con el suficiente material de archivo como para que pueda verse a Cox tecleando su Olivetti Lettera. Con testimonios de periodistas que lo conocieron, como Alexander Graham-Yool y Uki Goñi, así como de su esposa Maud y de Estela de Carlotto, Nora Cortiñas y Chicha Mariani entre otras Madres y Abuelas, el documental de McNamara –que trabajó un tiempo en el Herald, hoy desaparecido– reconstruye la historia de Bobby Cox pasando velozmente desde su infancia hasta el momento en que su padre fue destinado a Buenos Aires, en 1959, cuando él tenía 26 y fue contratado como redactor por el diario en inglés que hasta ese momento no publicaba noticias locales. “Se respiraba un clima de libertad”, dice Cox en off sobre fotos de Frondizi, ninguna de ellas del Plan Conintes. En 1968 el súbdito de la Reina es nombrado director del diario, en paralelo con el crecimiento de los movimientos de rebeldía popular y la violencia revolucionaria. Violencia a la que el Herald califica, bajo su dirección, como “actividad terrorista”. “Periodistas de derecha fueron asesinados por terroristas de izquierda”, afirma Cox en un programa de la televisión británica, sin que quede muy claro a qué periodistas podría llegar a referirse. El quiebre viene a partir del 24 de marzo de 1976, cuando este padre de cinco hijos descubre que la violencia “seguía igual y peor”. Sigue publicando noticias sobre operativos “terroristas”, pero a partir de abril de 1977, cuando las Madres de Plaza de Mayo hacen su aparición pública, es tal vez el único periodista de un medio reconocido que concurre a sus marchas de los días jueves, convirtiéndose de allí en más en interlocutor privilegiado. El documental menciona tal vez demasiado de pasada que Cox fue secuestrado en ese mismo mes de abril, encontrándose con una esvástica sobre una de las paredes del edificio de Coordinación Federal y siendo liberado días más tarde gracias a la presión internacional. Y no menciona, de modo bastante sorprendente, que el periodista sufrió un atentado contra su vida, así como su esposa un intento de secuestro. Pero sí hay abundantes testimonios de las Madres, que tanto lo recuerdan con indeleble agradecimiento (Cox logró “hacer aparecer” a ciudadanos secuestrados) como, en algunos casos, con cierta perplejidad (“le estoy enormemente agradecida”, dice una Madre, “aunque la verdad es que resultaba bastante perturbador que calificara de ‘terrorista’ a quien podía ser mi hijo”). Según algunos testimonios que no se incluyen aquí, Cox solía ofrecer a la jerarquía militar una peculiar negociación: no publicar una noticia sobre alguna desaparición u operativo ilegal, a cambio de que liberaran a algún secuestrado. Y en algunos casos lo logró. En otras palabras, este súbdito británico, autor de varios libros de memorias, logró aquello que se proponía y de lo que El mensajero da cuenta: “Salvar vidas”. Lo mismo que hizo Oskar Schindler treinta y pico de años antes, allá en Polonia.
Entre Armando Bo y el primer Almodóvar. Aliada de todo lo que sea bastardo e imperfecto, la película de Kaplan busca el absurdo, roza lo tabú, abraza lo camp y lo trash, choca con un par de momentos de resuelto feísmo y obliga a Pampita a sufrir hasta llegar incluso a un momento extremo. Desearás al hombre de tu hermana es un sorpresón. Primera película con Pampita, uno se imagina un vehículo de lucimiento a su servicio, con mucha sonrisa de aviso y de Showmatch, y sólo el centimetraje de piel al aire que se requiere para ratonear. Ni un centímetro más. Eso, y después la vuelta conservadora a la “normalidad” social y sexual. Uno se imagina eso y se encuentra con un mundo de padres suicidas y madres tan hormonales como adolescentes. De niñas que tienen su primer orgasmo, de adolescentes que practican fellatios con furor, de mujeres que tienen sueños húmedos con el cuñado. Se le suele reprochar al cine argentino que le falta sexo. Bueno, acá está todo. Y todo en un tono de parodia que no hace más que enrarecer las cosas. Al punto de “ensuciar”, tal vez, el rendimiento comercial de la película. Razón por la cual debe aplaudirse la valentía no sólo del realizador, sino de los productores. Por un lado, puede ser que el público más “de culto”, al que la película parece más específicamente destinada, no se entere de ello. Por otro, el público que consume diariamente a Pampita en Showmatch podría verse literalmente manchado por ciertos fluidos corporales que en alguna escena se usan como arma. Finalmente, el viejo “valijero” de los años 60 y 70, que iba a ver comedias eróticas para autosatisfacerse, puede llegar a sentirse llamado de nuevo a la acción por algunas escenas de Desearás, que parafrasean aquellas películas. Pero se le enfriarán las manos cuando la cosa derive hacia un melodrama casi de tragedia griega. Toda esta deformidad (para usar un término tan del gusto del mundo pararrocker, que aquí aplica por completo) tiene un responsable, y ese responsable se llama Diego Kaplan. Dueño de una obra escueta (ésta es su cuarta película en quince años), Kaplan debutó con una comedia grupal vívida y desprolijona (Sabés nadar, 2002) y después de un largo hiato volvió con dos comedias filmadas para la major Patagonik, ambas protagonizadas por Adrián Suar. Una suerte de sitcom familiar, narrada con gracia, timing y savoir faire (Igualita a mí, 2010) y una comedia sexual que a esas virtudes sumaba cierto grado de incomodidad (2 + 2, 2012). Imposible saber cuánto del guión original escrito por Erika Halvorsen y Alex Kahanoff (uno de los productores) quedó en el resultado final de Desearás, pero da toda la sensación de que Kaplan se ocupó de llevar las cosas hasta un extremo en el que ya están casi a punto de estallar. Casi. Que la novela transcurra en 1970 (la película se basa en una novela escrita por Halvorsen) da pie a que los diseñadores (de producción, de escenografía, de vestuario, de música) se hagan una verdadera panzada de interiores de época, camisas floreadas asomando por fuera de las solapas del saco, vestiditos con dibujos psicodélicos, patillas, bigotes, mucho rimmel y temas del cancionero más grasún de aquellos años. La familia protagónica no es una muy normal. O tal vez las familias “normales” sean así, y esa sería entonces una de las apuestas más provocativas de Desearás. Papá se suicidó cuando las nenas eran chicas, mamá empezó a darle pastillas a una de ellas cuando tuvo su primer orgasmo, mientras cabalgaba sobre una almohada (¡mientras veía un western en blanco y negro por la tele!) y de grandes Ofelia (Pampita, o pongámosle Carolina Ardohain, de morocha) y Lucía (Mónica Antonópulos, de rubia) son las peores enemigas. Lucía va a celebrar su casamiento en el caserón estilo años 60 que la familia tiene en algún balneario, y Ofelia llega con su prometido brasileño (el excelente Guillherme Winter, del novelón Moisés y los diez mandamientos), ¡cabalgando desde la frontera brasileña! Ofelia, a quien Lucía siempre envidió, va a ejercer sobre su cuñado el mismo efecto que la miel sobre las moscas, y todo se teñirá de fantasías, símbolos eróticos chabacanos, deseos pugnando por asomar de shortcitos apretados, siestas interrumpidas por visitas sorpresivas y morochones de miembros al aire. Decididamente aliada de todo lo que sea bastardo e imperfecto, Desearás busca el absurdo, roza lo tabú, abraza lo camp y lo trash, choca con un par de momentos de resuelto feísmo, obliga a Pampita a sufrir, a llorar, a llegar hasta un momento extremo incluso, mientras Andrea Frigerio lo tiene más fácil, como mamá tilinga, narcisista y cachonda. En un par de escenas (la larga cabalgata inicial, con muchos saltos sobre el caballo, y una sesión de buceo con una bikini un poco holgada), Kaplan parece jugar con Ardohain a Armando Bó filmando a la Sarli, mientras que el concepto y tono generales de la película remedan más bien al Almodóvar de los comienzos. Desearás al hombre de tu hermano podría ser una gran película si todo lo que el realizador se planteó lograr hubiera funcionado, pero eso no sucede. Así como los besos en primer plano en lugar de calenturientos resultan inertes, todo el desvío final al melodrama no es logrado como tal, porque la película no parece preparada para ello. Aun así, tal como está, Desearás es sin duda una de las películas argentinas más jugadas y sorprendentes del año y merece verse, aunque más no sea como curiosidad.
Otro modo de contar el mundo femenino. La realizadora pone el foco en una mujer que busca algo más que sexo ocasional. Consigue eludir el convencionalismo de la historia. Con una carrera que se remonta a fines de los 80, la parisina Claire Denis ganó apreciación internacional desde su primera película, Chocolat (1988) y la sostuvo de allí en más, reimpulsándose a partir de Bella tarea (1999). En esta última película impuso un modo cinematográfico que resultaría sumamente influyente y que Denis, visitante de Argentina en un par de ocasiones, continuaría puliendo en las posteriores Vendredi soir (2002), El intruso (2004), 35 rhums (2008), White Material (2009) e incluso en el film noir Les salauds (2013). Ese estilo, inconfundible, estaba hecho de un acercamiento sensorial a los personajes, reducción de la trama a unas pocas situaciones, muchas elipsis narrativas y fueras de campo, muchos primeros planos, condensación temporal y trabajo sobre lo no dicho. Tras un silencio de cuatro años Denis (autora también de la disruptiva Trouble Every Day, 2001) retorna de la mano de Juliette Binoche, con este film mucho más clásico, como si regresara en su obra justo antes de Bella tarea, a Nennette y Boni, su film de 1995, película de anécdota más lineal y estructura algo más aristotélica que las posteriores. Lo cual no quiere decir, por cierto, que ni aquélla ni ésta sean películas mainstream. Ni siquiera mainstream francés, aunque rozan sin duda esa categoría. Presentada en la Quincena de Realizadores de Cannes, Un bello sol interior podría considerarse una chick movie, una película de chicas. Chicas no tan chicas, en este caso, ya que se analiza un conflicto muy común entre mujeres de 40 o 50 años. Si bien el acercamiento de Denis es más tradicional que en ocasiones anteriores, la trama sigue siendo igual de reducida. Artista plástica separada, Isabelle (Binoche) tiene una hija de 10 años, y desde el momento de su separación no volvió a formar pareja. Por lo tanto lo intenta, y mientras lo intenta sufre, porque lo que obtiene es sexo ocasional y evidentemente Isabelle está necesitando algo más. Un bello sol interior es básicamente la historia de la sucesión de esas relaciones, permitiendo establecer el juego de diferencias que lleva del banquero casado (el actor y realizador Xavier Beauvois) al actor brillante aunque algo problematizado (Nicolas Duvauchelle) y de éste a una suerte de Sandro francés, sexy y popular (Paul Blain), con una última e inesperada parada trunca en su amigo Marc (el morocho Alex Descas, infaltable en el cine de Denis). Todo finalizará con una aún más imprevista coda, en la que un radiestésico Gérard Depardieu utilizará el péndulo para hacer el balance de las pasadas y futuras desventuras amatorias de Isabelle. La diferencia básica con una película mainstream es el lugar en el que el relato (o diégesis, ya que aquí la idea estricta de relato como sucesión de acontecimientos tiende a difuminarse) se para, en relación con la protagonista. Una película “normal” pondría el acento en las peripecias que la heroína vive, utilizándolas como escalones prefijados que conducen a una conclusión igualmente prefijada. El autor, que funciona como diseñador de esa escalera, lo sabe todo, no ignora nada, y a la heroína le sucede lo contrario. Aquí en cambio la película, y por lo tanto el espectador, saben tan poco como la heroína, y lo que saben lo saben al mismo tiempo que ella. Que un amante es un narcisista tan inseguro como tantos hombres, que necesita corroborar si el amante anterior era mejor o peor que él (lo cual desencadena en Isabelle una reacción instantánea, que habla de su sensibilidad a flor de piel, su fragilidad). Que de pronto una relación se termina porque así lo indican las palabras, y sin embargo si se le hace lugar al cuerpo ésta estará recién empezando. Que, por el contrario, tal vez los cuerpos se sientan dulcemente atraídos, pero sea preferible no hacerles caso. Cómo saberlo. Sólo recorriendo el camino, sufriendo, angustiándose, probando y equivocándose. Que es lo que hace Isabelle, hasta llegar a ese gurú Depardieu, que tampoco se caracteriza por lo asertivo. Bella y sexy a los 53, Juliette Binoche era sin duda la actriz ideal para hacer de Isabelle. No tanto por las razones mencionadas como por su grado de sensibilidad, que aflora sobre todo, frente a cámara, en esa escena final frente al péndulo de Depardieu.
Un giro copernicano, pero no tanto. En el año 2008, la Ministra de Defensa Nilda Garré introdujo cambios en los planes de estudio de las tres Fuerzas Armadas, apuntados sobre todo a la enseñanza de los Derechos Humanos, el Derecho Constitucional y las Relaciones Internacionales, dirigidas afomentar la unidad latinoamericana, además de la reformulación de la materia Historia Argentina, a la que se consideraba desactualizada. En Palabras pendientes, la realizadora Andrea Schellemberg ingresa a la Universidad del Colegio Militar para registrar en directo el funcionamiento de ese cambio copernicano, que en los hechos resulta ser, por supuesto, no tan copernicano. El registro es, sin embargo, previo a la asunción como presidente de Mauricio Macri, por lo cual le estaría faltando una actualización que dé cuenta de en qué medida esos cambios en los planes de estudio se mantuvieron desde enero de 2016 para acá. Schellemberg sigue a una profesora de Derechos Humanos, un profesor de Derecho Constitucional y un profesor de Historia Argentina, así como ocasionalmente entrevista a un par de alumnos de la Escuela de Oficiales del Colegio Militar. En las clases se condena taxativamente la obediencia debida, la tortura y la desaparición forzada de personas, algo que difícilmente ocurriera antes del cambio de planes de estudio, y el profesor de Historia, Jorge Vigo, cita a Foucault y a Trotsky, nombres que uno diría insospechables de ingresar a ese sitio. “¿Quién era Foucault, señor?”, pregunta un alumno más o menos veinteañero, que habría que ver cómo habrá escrito el apellido del filósofo francés. “Foucault era un impresentable”, responde, sorpresivamente, el profesor Vigo, uno de esos docentes dados a la espectacularidad. “Era comunista y homosexual, así que imagínense”, cierra el profesor irónicamente, mientras vaya a saber qué estarán imaginando los alumnos. Con una gruesa y larga colita trenzada, camisa rosa pálida y corbata rosa intenso, se diría que el profesor Vigo es el héroe de la película. Sin embargo, en sus clases no hace mención a los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la última dictadura, como tampoco a los juicios posteriores. “Hay que cerrar el tema”, dice, por un lado. “Hay que explicar desde atrás, porque si no no se entiende”. Pero también: “El tema no está suficientemente elaborado por la sociedad, sigue suscitando pasiones. Hasta que no se lo pueda tratar desapasionadamente no me parece conveniente tratarlo en clase.” En otras palabras: hasta hace un par de años, en la Universidad del Colegio Militar se podía hablar de Derechos Humanos, obediencia debida, desapariciones forzadas y tortura. Siempre y cuando fuera en abstracto. De todo eso durante la última dictadura, no se hablaba. Es de suponer que esto no habrá cambiado mucho (no para bien, de seguro) en el último año y nueve meses de vida argentina.