Moderna pero desbalanceada. Lo mejor de la nueva producción del responsable de Pi y Cisne Negro pasa por su cuarteto de protagonistas, que les dan espesor a escenas disfrutables y aciertos de puesta en escena. Pero esta reversión de un clásico que no conviene revelar termina trastabillando. “Me cae bien, le encantan mis libros”, le comenta “él” a su esposa (la película tiene la peculiaridad de que ninguno de sus personajes, del primero al último del elenco, tiene nombre), en una frase casi calcada –con las diferencias del caso– de la que un director de cine argentino pronunció alguna vez en presencia de quien escribe. Muy propio de su relación, ella (Jennifer Lawrence) escucha con cierta sorpresa, pero calla. Enfermedad por excelencia del escritor y el director de cine (no es demasiado aventurado suponer que lo único que hizo Darren Aronofsky para imaginar el guión de Madre! fue llevar al plano del delirio sus propias fantasías), el narcisismo mueve todas y cada una de las acciones de “él” (Javier Bardem, comprobadamente el único actor español capaz de hablar una película entera en inglés sin pasar papelones). Incluso, aunque a simple vista parezca imposible, la de tener un hijo, ése que “madre” (ese nombre dan los créditos al personaje de Lawrence) ansía en silencio y sufridamente. Mater dolorosa. Como bien señaló el colega Luciano Monteagudo en su informe desde Toronto, la película de Darren Aronofsky (Pi, El cisne negro) es, reducida al hueso, casi un calco de cierto superclásico del cine de terror, cuyo nombre no debe ser revelado, a riesgo de espoilearla por completo. Una escena sumamente representativa de la dinámica de pareja de “él” y “madre” (qué molesto se hace tener que llamarlos así), en la que “él” trabaja frente a su escritorio, mientras “madre” lo observa en silencio, es interrumpida por un sorpresivo timbrazo. Ambos viven en una enorme casona en medio del campo, y por lo visto no están habituados a recibir visitas. El que llama es “hombre”, cirujano ortopedista a quien “él” conoció durante una reciente internación hospitalaria. Poco menos que un desecho humano que no para de toser (y de fumar), “hombre” (un huesudo Ed Harris) no tiene casa. Sí, cosa rara para un profesional veterano con empleo estable, pero el guión dice así y así habrá que aceptarlo. Sin consultarle a “ella”, “él” le ofrece alojamiento, que “hombre” por supuesto acepta gustoso. Detrás de “hombre” viene, claro, “mujer”, su esposa, que desde que llega trata a “madre” como a su sirvienta (Michelle Pfeiffer, todavía linda y sexy). ¿Pero qué clase de disparate es éste? En principio, un cruce de melodrama íntimo–feminista con sátira, justamente, disparatada. La cámara señala como protagonista a “madre”, siguiéndola cada vez que se desplaza por el gigantesco caserón, que perteneció a la familia de su marido y que ella está reconstruyendo sola, después de un incendio que la quemó por completo. Todos los seguimientos son con cámara en mano, de modo de subrayar una inestabilidad de la situación desde el punto de vista de “madre”. El mecanismo de inestabilidad es creciente, en la medida en que su casa y su rol van siendo invadidos, y su marido, en lugar de apoyarla, parece estar siempre más del lado de los “invitados”. Hay algo de cuento de hadas en esta zona del relato, no tanto por el tono o el clima como por el juego de roles, con una bruja (Pfeiffer), una pobre Cenicienta (Lawrence) y un príncipe hechizado, poeta que atraviesa un largo bloqueo creativo (Bardem). Hasta que llegan los hermanos malos (Brian y Domhnall Gleeson, haciendo de hijos de “hombre” y “mujer”), que además de comportarse como si la casa les perteneciera (“¿y vos quién sos?”, le dicen a “madre”) protagonizarán una divertida escena de dibujo animado sangriento. Todo frente a los azorados ojos de la dueña de casa, que no puede creer lo que ve. A su vez, hay señales extrañas que vienen desde “el corazón” de la casa, detrás de las paredes, anunciando que esto se dirige al fantástico y el grand guignol. Más allá de aciertos de puesta en escena, de escenas disfrutables y de un cuarteto central de perillas (Jennifer Lawrence vuelve a estar excelente, otra vez en un papel distinto a todos los anteriores), uno de los problemas de Madre! (¿no está faltando el signo de exclamación de apertura?) es la reiteración del esquema invasores–le–toman–el–pelo–a–la–invadida, que se repite en por lo menos media docena de secuencias sucesivas, con distintos grupos de personajes incluso. Otro problema mayor, producto sin duda de la descontrolada audacia de Aronofsky, es que el verosímil trastabilla, tironeado como se ve entre registros de lo más diversos, que hacen tambalear sobre todo la resolución (que sucede a la peor secuencia de la película, una que condensa tiempos, capas y realidades de un modo casi imposible de decodificar). Sería tal vez injusta la comparación con el modelo que la película toma (sin acreditar, por cierto), ya que allí la construcción del verosímil es clásica, por lo tanto progresiva y ordenada, y aquí es moderna, en el sentido más desbalanceado de la palabra.
El minimalismo llevado al grado máximo. Programada en la sección Un Certain Regard del último Festival de Cannes y a punto de presentarse en San Sebastián, la ópera prima de Atán y Pivato es una historia tan mínima que parecería casi el embrión, más que una historia terminada. ¿Qué es una historia mínima? De acuerdo al canon instituido a comienzos de siglo por la película homónima, escrita y dirigida por Carlos Sorín, es una en la que la pequeñez refiere tanto a unos personajes que son lo que suele entenderse por “gente común”, como a la propia ficción, hecha de peripecias escasas, dramas atenuados y un tono menor, de comedia dramática. Así como, desde ya, a un formato reducido, tanto en términos de cuadro cinematográfico como de duración. No hay historias mínimas en Cinemascope, o de más de una hora y media, como no las hay que sean trágicas o muy intensas. O protagonizadas por seres “más grandes que la vida”, o llenas de acontecimientos, o con algún rubro técnico sobresaliente, trátese de la fotografía como de la música o la dirección de arte. Una película como Las acacias puede ser considerada una historia mínima. La luz incidente, por ejemplo, no, ya que aunque se trata de una película de cámara, el trabajo de primeros planos, sumado al de luces y sombras, generan una intensidad que la maximaliza. Coproducción argentina-chilena dirigida por las debutantes Cecilia Atán y Valeria Pivato, La novia del desierto es una historia tan mínima que parecería casi el embrión de una historia, más que una terminada. Programada en la sección Un Certain Regard del último Cannes y a punto de presentarse en San Sebastián, La novia del desierto presenta a Teresa (la actriz chilena Paulina García), trasladándose de Buenos Aires a San Juan. Mujer de mediana edad, Teresa trabajó toda una vida como “señora de la limpieza” para una familia porteña. Pero éstos decidieron vender la casa, por lo cual la mujer se vio obligada a aceptar un empleo en la provincia cuyana. En algún punto del camino el ómnibus que la lleva se avería y es necesario esperar el remolque. Para matizar la espera Teresa sale a dar una vuelta por el pueblo próximo y allí conocerá a un vendedor de la zona a quien llaman El Gringo (Claudio Rissi). Eso es todo. Está claro que la película no apuesta a la trama en sí, aunque tampoco lo hace del todo a los climas. El formato apaisado del cuadro (violación a las reglas de las historias mínimas), pensado para aprovechar la belleza del paisaje sanjuanino (la Secretaría de Turismo de la provincia es uno de los auspiciantes de la película), le saca el jugo, sí, a la sequedad, los largos horizontes, cielos extendidos, atardeceres color durazno y noches luminosas (destacada labor del DF Sergio Armstrong). Sobre esos fondos y los abigarrados interiores de un altar levantado para la Difunta Correa se desarrolla una clásica historia de segunda oportunidad entre una mujer sola y abroquelada y un hombre que sabe cómo tratarla. Y sobre todo esperarla. Más allá de varios planos largos que van en contra de lo esperable, esta nueva love story-road movie en camión para el cine argentino después de Las acacias y la reciente No te olvides de mí se concentra en la química y el juego actoral de ambos actores. Es su carta de triunfo. Recordado por una desbordante escena de 76 89 03, Claudio Rissi es un tipo que lleva el barrio encima. Acá ha sido bien contenido por las directoras, haciendo de él el galán panzón que se requería. De fama en el circuito de festivales gracias a su fabulosa interpretación en Gloria (2013), Paulina García (presidenta chilena en La cordillera) es una de esas actrices que se entregan por completo a su papel. Avejentada y afeada, en su rostro pueden seguirse, como en un mapa, los trazos que llevan de la represión a algo parecido a un rato de felicidad.
La primera “peliserie” de Hollywood. El segundo largo como director del guionista de Sicario y Sin nada que perder se parece mucho, quizás demasiado, a dramas policiales serializados, como The Killing, Top of the Lake y True Detective, donde además de la intriga se impone un clima fúnebre. En tiempos en que las series televisivas son tal vez los productos culturales más valorados, incluso por firmas de tanto peso como las del filósofo Slavoj Zizek o el novelista Eduardo Vila-Matas, en algún punto se entiende que surja lo que podría llamarse primera “peliserie” (por su apariencia, por su forma, por sus temas) de la historia del cine. Más específicamente, Viento salvaje (Wind River, en el original) se parece mucho a dramas policiales serializados, como The Killing, Top of the Lake, un toquecito de True Detective si se quiere y también River, si a ésta se le lima el costado alucinatorio. Si bien el duelo familiar es un tema central de esta última serie, si se prefiere se podría ver a Viento salvaje, con su denso clima fúnebre, como descendencia de la última novia consagrada del Oscar, Manchester junto al mar. La pregunta clave es, claro, si esta segunda película como director del estadounidense Taylor Sheridan (la primera, Vile, de terror, no se conoció acá) ofrece algún plus que la diferencie de una serie. La respuesta es que no. El disparador del relato es el mismo que el de (casi) todos estos otros cuentos: el cadáver de una adolescente, con signos de violación. El que lo descubre es Cory Lambert, guardia de la vida salvaje de las heladas montañas de Wyoming (Jeremy Renner, recordado por sus papeles en Vivir al límite, El legado Bourne y The Avengers, entre otras), quien, como el protagonista de Manchester… carga una culpa por la muerte irresuelta de su hija, unos años atrás. El hecho de que el padre de la chica muerta sea su amigo no hace más que agudizar su sentimiento de identificación, de modo que tomará la investigación posterior como un asunto personal. El crimen ha ocurrido en una reserva de la nación Arapahoe, lo cual complica la investigación en tanto superpone la jurisdicción de la policía tribal, que es la que rige en la reserva, con la del FBI, que ha enviado a una agente (la rubia Elizabeth Olsen) que ni siquiera trajo ropa abrigada para un clima que baja hasta los 20º bajo cero, con vientos como el título indica. Hasta los nevados ambientes rurales recuerdan a los de The Killing, por poner un ejemplo. Desde ya que esa ambientación funciona, como en las series, como alegoría de otros fríos y desolaciones, que un flashback que reconstruye el crimen se ocupará de ilustrar. Las distintas líneas narrativas (Sheridan escribió los guiones de Sicario, 2015, y Sin nada que perder, 2016) parecen diseñadas para confluir unas con otras, aunque por suerte no todas lo hacen: el hombre que perdió la hija y encuentra ahora la posibilidad de vengarla simbólicamente; los fugaces reencuentros de Cory con su hermosa ex esposa Arapahoe, que parecen conducir a un reencuentro más definitivo; el acercamiento de Cory con Jane, la agente del FBI, que da la impresión de apuntar a una nueva vida amorosa por parte del solitario cazador. El flashback mencionado representa un imperdonable error narrativo, ya que mientras toda la película está contada o bien desde los ojos del cazador, o bien desde los de la agente Jane, ninguno de ambos presenció lo que sucede allí, por lo cual se trata de un recuerdo sin nadie que lo recuerde. Aun si Viento salvaje –exageradamente seleccionada para Cannes este año– no cometiera ese error le estaría faltando algo, ya que la película, ominosamente musicalizada por Nick Cave y Warren Ellis, no difiere de la media de las series actuales, correcta pero sin un relieve particular.
Fragmentos de un relato de iniciación. La opera prima de Garagiola, que acaba de ganar el Premio del Público en Venecia, presenta a un adolescente tironeado entre dos mundos y dos padres sin apelar a subrayados innecesarios, y una puesta en escena que no se ciñe a esquemas rígidos. El cine argentino define sus territorios. Está el cine de autor –el de Lucrecia Martel, el de Lisandro Alonso, el de Mariano Llinás, el de Matías Piñeiro, y así sucesivamente–, el cine de género, el indie, y entre todos ellos, distinto de todos ellos y a su vez con zonas de contagio con todos ellos, hay un cine en el que las relaciones humanas o familiares no se tratan desde el lado de la psicología, ni la autoayuda, ni la identificación fácil. Películas como La tercera orilla, de Celina Murga (2014), La luz incidente, de Ariel Rotter (2016), Pinamar, de Federico Godfrid (2017) o la recién estrenada No te olvides de mí, de Fernanda Ramondo, son ejemplos de esa clase de películas. Ópera prima de la egresada de la FUC Natalia Garagiola, que viene de ganar el Premio del Público en La Semana de la Crítica del Festival de Venecia, Temporada de caza se puede adscribir a esta “cuarta vía”, si quiere llamársela así. Con el debutante Lautaro Bettoni entre dos ciudades, dos mundos, dos padres y dos modelos de masculinidad, se trata de un clásico relato de iniciación, siempre y cuando se considere relato clásico uno en el que la linealidad y la peripecia tienden a difuminarse. Tal vez convenga hablar, entonces, de fragmentos de un relato de iniciación. La escena inicial presenta la combinación de dilución dramática y concentración que regirán el resto del film, “tirando” con cámara en mano una serie de planos aparentemente aleatorios sobre jóvenes jugadores de rugby durante un entrenamiento, y toda una serie de planos equivalente sobre unas jugadoras de hockey que entrenan en el campo contiguo. De pronto, un desorden. Algunas chicas empiezan a correr, la entrenadora también, la cámara la sigue y se acerca junto con ella a los muchachos, metiéndose en medio del barullo e individualizando una pelea entre dos, a los que sus compañeros incitan. Los separan. Un par de escenas más adelante, uno de los chicos que peleaba, Nahuel (Bettoni), cena con su padre (Boy Olmi). El padre no tiene una actitud de reproche sino de protección, cuando Nahuel se levanta de la mesa el padre llora, Nahuel prepara un bolso y a la mañana siguiente está en medio de la nieve, donde un hombre (Germán Palacios) llega a buscarlo en su camioneta con tres horas de atraso, para bronca de Nahuel. Si el papá de Nahuel lucía frágil y comprensivo, este otro papá del sur, la nieve y el frío, llamado Ernesto, es la dureza misma. Llega tarde y no pide perdón. Su habla se limita a unos pocos monosílabos, generalmente instrucciones relacionadas con actividades o cosas prácticas. El hombre es instructor de caza, y enseña que la clave para poder atrapar una presa reside en el control. Su boca apretada, su permanente estado de tensión, sus escasas sonrisas revelan que en la vida diaria él es su propia presa. “No es mi padre”, dice Nahuel en un par de ocasiones, y como hasta muy avanzado el metraje puede intuirse el rol del hombre que dejó allá en la ciudad, pero no darse por seguro, queda flotando cierto margen de duda con respecto a la verdadera relación que hay entre él y Ernesto. La de las filiaciones no es la única información que la realizadora escamotea. A la madre no se la vio en esas escenas iniciales, de ella no se habla. ¿Pero por qué motivo Nahuel fue a parar allí al sur, con un hombre al que no reconoce como padre y en un lugar en el que decididamente no quiere estar? (La entrevista con el rector del colegio es para matarlo, al punto que cuando Ernesto lo baja de la camioneta uno no puede menos que darle la razón). Nahuel se empieza a sentir un poco más cómodo cuando se hace amigo de la barrita de pibes del lugar, que son bastante duros y de quienes para ganarse su confianza el porteño deberá ponerse más duro. Esos chicos duros le permiten a Garagiola extender el conflicto de Nahuel con Ernesto a una cuestión generacional. “Tu padre es un cagón y mi padre es un boludo”, le dice la chica a la que Nahuel le echó el ojo (Rita Pauls, vista en televisión en Historia de un clan). Garagiola no fuerza una puesta en escena de hierro: así como en la secuencia inicial usa una nerviosa cámara en mano y vuelve a hacerlo en las escenas del grupo de chicos o en las que conllevan movimiento, en las de quietud la cámara se mantiene fija a su trípode, moviéndose eventualmente en cortos movimientos laterales. Como en Nieve negra y La cordillera, en Temporada de caza la nieve reaparece a pleno en el cine argentino de este año, comunicando en este caso el estado de una relación que quedó congelada una década atrás, cuando un hombre abandonó su casa en la ciudad y partió al sur.
Historias mínimas de chicas futboleras. Un cast mayormente integrado por jugadoras de fútbol le da vida a esta película coral filmada en Corrientes. La historia hace particular hincapié en la cuestión de género y la sexualidad, con una picaresca si se quiere “de vestuario”, en versión lésbica. El Premio Mejor Actuación del Elenco, recibido en el último Bafici, es un reconocimiento al mérito más notorio de Hoy partido a las 3, ópera prima de la realizadora Clarisa Navas. No hay una sola nota en falso (hay una, en verdad, tal como se detalla más abajo) en el vasto elenco de esta película coral filmada en Corrientes, y el mérito se potencia al máximo si se tiene en cuenta que casi la totalidad del elenco es amateur. Es total la espontaneidad (o sensación de espontaneidad, ya que en cine ésta es siempre construida) de un cast mayormente integrado por chicas jugadoras de fútbol, que además de actuar como si no tuvieran la cámara delante realmente “la mueven” con la pelota en los pies. Con lo cual la virtud es doble. O triple. La tercera es la cámara, que funciona en todo momento en forma orgánica con las actrices, registrando diálogos, fugas íntimas, apartes solitarios y, sobre todo, claro, los partidos, donde la lente llega a meterse entre las piernas, casi como una segunda pelota. “Ustedes son muy problemáticas”, se queja Cacho, el técnico, ante sus dirigidas, “Las Indomables”. No le falta razón: una se va porque la otra no se la pasa, la que no se la pasa se va a su vez por el reclamo, la arquera, porque una del otro equipo patea muy fuerte… No es que jueguen mal –todo lo contrario– ni que les falte compromiso con el juego, ni que sean poco profesionales, por amateurs que sean. El problema es que son demasiado susceptibles. Cuando llegue la ocasión de un minitorneo organizado por un candidato a Intendente, se quejarán hasta de la lluvia inminente. Clarisa Navas organiza la película en una introducción –un picado en una canchita de cemento, que sirve como presentación del grupo– y un gran bloque: la larga espera del torneo, el torneo en sí –un único partido– y el post partido, un momento elegíaco que es lo mejor de la película. Más que historias completas, esboza embriones de historias. Si en todo el relato la realizadora acompaña a las protagonistas con mirada empática, en lo que tiene que ver con el candidato a Intendente, que anda en busca de votos, condesciende a cierto costumbrismo, que alcanza su máxima expresión en el conductor de la jornada, un actor que se comporta como cómico de televisión de los de antes. La película hace particular hincapié en la cuestión de género y la sexualidad, con una picaresca si se quiere “de vestuario”, en versión lésbica. Un amorío a primera vista está jugado con una mezcla muy convincente de deseos y de dudas. También de histeria. Esa histeria parece marcar un límite para lo que Hoy partido a las 3 se anima a decir y mostrar: en un momento de franqueza en la charla de a muchas, una compañera le tapa la boca a la que está por entrar en detalles sexuales, que es la misma que de entrada se muestra totalmente jugada y cuando las papas queman termina negándose a ir a algún lugar apartado, por pensar en su novia. Mientras tanto, en la cancha, unos espectadores que se quieren pasar de vivos comprobarán, en carne propia, que a esta altura del partido a las mujeres no se las lleva por delante sin pagar algún costo.
Misterios en una playa junto al mar. Basado en la novela de Adolfo Bioy Casares y Silvina Ocampo, Maci se toma algunas licencias, pero no demasiadas. La primera parte es un estudio de caracteres y la segunda responde al clásico policial de enigma, ese juego que los anglosajones llaman whodunit. “Veo que tiene una buena colección de policiales”, dice la dama elegante, como escapada de una novela negra, y acercándose a la biblioteca que el médico atesora toma delicadamente un volumen. “¿Éste lo leyó?”, pregunta, dejando ver la tapa de El halcón maltés. “Psssee, claro”, vacila el médico, no se sabe si intimidado por la belleza de la muchacha o por su determinación. “Entonces me conoce”, susurra ella, y hace un oportuno silencio... “Yo lo traduje”. Es curioso que la protagonista de un policial de enigma, a la inglesa, cite el libro más famoso del más famoso autor de novela negra, la variante estadounidense del género, que no se parece en nada a la otra. Pero no deja de ser cierto que algunas novelas negras de Hammett tienen rémoras del policial de enigma, y El halcón maltés es una de ellas. Lo seguro es que Adolfo Bioy Casares, coautor junto a Silvina Ocampo de la novela Los que aman, odian, jamás hubiera citado a El halcón maltés, a Dashiell Hammett o a cualquier novela negra: tanto él como Borges abjuraban de la violencia que campea en esa forma genérica. El pasaje testimonia, en tal caso, la libertad con que los creadores de la versión cinematográfica de Los que aman, odian han tomado la novela de Ocampo & Bioy. Lo cual, como se sabe, nunca es malo o bueno de por sí. El médico es el doctor Huberman, un atareado homeópata y conferencista, entre otras responsabilidades, que para descansar de su ajetreada agenda viaja a reposar al Hotel Ostende (que no es el Viejo Hotel Ostende, tal como se lo conoce hoy en día). El solo cambio de su nombre de pila es revelador de las mayores diferencias entre novela y película. En la novela se llama Humberto. Humberto Huberman: sólo un personaje ridículo podría llamarse así. (Vladimir Nabokov, que llamó Humbert Humbert al profesor de Lolita, ¿habrá leído Los que aman, odian? Parece poco probable). En la película, Huberman es Enrique: un nombre neutro, un personaje neutro, un tono neutro se desprende de él. Que en el original HH sea el narrador convierte a Los que aman, odian de Ocampo & Bioy es una (auto)sátira. Narrada en tercera persona, Los que aman, odian de Alejandro Maci & Esther Feldman está en cambio más cerca del drama policial. La época son los años 40. Unos años 40 indeterminados, tanto en el libro (publicado por primera vez en 1946) como en la película. El 45 no parece haber pasado por estas playas: los escasos pasajeros del Hotel Ostende son dueños de campos o venidos a menos, que van a la arena con saco y sombrero y toman brandy por las noches, espléndidamente atendidos por esa dama que es Andrea, prima de Huberman (Marilú Marini, siempre derrochando histrionismo). El doctor Huberman (Guillermo Francella, envarado, aunque no al punto de la autorridiculización) sólo quiere una cosa: descansar. Le resultará difícil. Una de las pasajeras del hotel (que parecería reservar sólo a amigos y conocidos) es Mary, aquella paciente y traductora (Luisana Lopilato, de pelo oscuro). El primer encuentro, en la playa, transparenta la clase de relación que se da entre ambos. Mary, acompañada de su hermana Emilia (Jimena Bustos, otra rubia oscurecida), el novio de ésta, Atuel (Juan MInujín) y un amigo, el doctor Cornejo (el siempre excelente Mario Alarcón), se muestra, llama la atención, seduce a troche y moche. Huberman espía desde detrás de un médano, y cuando es descubierto huye aparatosamente, sin cuidar la línea en lo más mínimo. Otra diferencia mayor, la Mary de la novela casi no tiene tiempo de desarrollarse. La de la película es una histérica de manual, que no puede parar de usarse a sí misma como arma de seducción, volviendo locos a los tipos y a sí misma. Es clave, en este punto, la única escena en la que se la ve libre de la mirada de los demás. Hasta determinado momento (mitad del metraje, más o menos), la película es un estudio de caracteres, con los del solterón Huberman y la predadora Mary como figuras centrales. El resto es el policial de enigma, guiado por la pregunta “¿quién lo hizo?” (de allí el nombre de whodunit con que lo designan los anglosajones), con el inspector provinciano de Carlos Portaluppi conduciendo la investigación. El whodunit es, por definición, algo parecido a un juego. “¿Quién lo hizo? ¿Éste, el otro? Hagan sus apuestas”. El giro final de Los que aman, odian lo salva de la nimiedad. En cuanto a la primera parte, la creciente obsesión de Huberman parece interrumpida por, justamente, la irrupción del policial. Pero eso no es responsabilidad de Maci & Feldman, sino de Ocampo & Bioy. Lo que está fuera de toda discusión es la excelencia técnica de Los que aman, odian, desde el diseño de producción para abajo y sin que ni la dirección de arte ni el vestuario ni la fotografía predominen jamás sobre el relato.
Una película de caminos y de gallos. Hay momentos de cine purísimo y muy poco frecuentes en la actualidad en este primer largometraje de Ramondo, una egresada de la FUC que parece haber visto y aprendido del cine de John Ford, por su respeto a los tiempos y reservas de sus personajes. Parece tiempo de gallos de riña para el cine y la televisión argentinos. Cuando el Nelson de Peter Lanzani anda con el suyo en brazos en la notable serie de Bruno Stagnaro Un gallo para Esculapio (que parece la continuación de Okupas, treinta años más tarde), el Mateo de Leonardo Sbaraglia sale de la cárcel y va en busca de El Rey, su gallo. El año es 1934, tiempos de dictadura militar, y a Mateo lo han encerrado tres años en Punta Alta, nos enteraremos más tarde, por disturbios al orden público, que es la fórmula que solía usarse con los anarquistas, los subversivos de su tiempo. Cada paso de Mateo parece un paso hacia atrás: en busca de El Rey, de su viejo camión, de su compañero de andanzas, que ya no quiere saber nada con aquello, de su novia, que tiene un bebé, ayuda en la iglesia (¡en la iglesia, una ex anarquista!) y parece sorprendida con su regreso. Pero la busqueda lleva a la vez a Mateo hacia adelante, yendo de Trenque Lauquen a Guaminí y de Guaminí a Tres Arroyos, subido al viejo camión: No te olvides de mí es una película de caminos que anda en camión. Arriba del camión van tres, porque Mateo vio, en una estancia, que los dos hijos de un peón buscaban a su padre, y se ofreció a llevarlos. Su mirada deja claro que los lleva por la chica, Aurelia, campesina veinteañera, arisca y desconfiada (Cumelén Sanz), que igual que la gente de su pasado no quiere saber nada con él. Su nerviosismo hace pensar que no quiere saber nada no por él, sino por ella. Falto de padre, su hermano menor, Carmelo (Santiago Saranite), no tardará en simpatizar con este hombre que le enseña, entre otras cosas, cómo es un motor y cómo se maneja. Corresponde señalar que mientras Sbaraglia confirma su crecimiento de la última década, los debutantes Sanz y Saranite no ofrecen ni un resquicio de duda. Camión + camionero + pasajera + chico puede hacer pensar en Las acacias, la premiadísima película argentina donde la convivencia ablandaba durezas y todos terminaban abrazados, para deleite del público. Por suerte acá no. Egresada de la FUC, la realizadora y guionista debutante Fernanda Ramondo parece tener clarísimo que si a algún punto no quiere llegar es al de “fueron felices y comieron perdices”. Aunque tampoco le dé por andar desbarrancando camiones ni nada por el estilo. Simplemente respeta los tiempos, reservas y resquemores de sus personajes, sin forzarlos a nada conclusivo y dejando abierta la posibilidad de que unos kilómetros más adelante vaya a saber. Así como en el terreno interpersonal Ramondo maneja con tino y discreción las acciones y reacciones de sus personajes, no ocurre lo mismo en el terreno político. No se comprende muy bien qué es lo que hace de Mateo un anarquista, más allá de que su camión es su casa (pero eso no hace de nadie un anarquista). No hay a lo largo de los 87 minutos ninguna rebelión contra la autoridad, ni contra la iglesia, ni contra los patrones, hasta el punto que uno se pregunta qué necesidad había de hacer del personaje un seguidor de Bakunin o Kropotkin. A cambio de esa debilidad, en los últimos minutos Ramondo suma dos grandes momentos, cuya emotividad exclusivamente basada en la minuciosa observación de la conducta, en un caso, y en la recuperación de un motivo introducido previamente, en el otro, hacen pensar, salvando todas las distancias que correspondan, en el arte de John Ford, que dominaba ambos recursos con maestría definitiva. Por un lado, el momento en que Aurelia sube al camión de Mateo, por primera vez con una morosidad que denota el gusto con que lo hace, mientras observa cada detalle con una atención nueva, como si a partir de ahora ese camión-casa fuera también de ella. Enseguida, un silbido muy lejano, el mismo con el que en la primera escena se había introducido al personaje de Mateo, y que anuncia ahora su regreso. Son dos momentos de cine purísimo, muy poco frecuentes en el cine contemporáneo, que sirven como premio final a quienes vayan a ver esta película y a la vez le indican al crítico la conveniencia de prestar atención a los próximos pasos de Fernanda Ramondo
Identidad en plena mutación. El primer opus en solitario de Nele Wohlatz, tan sencillo como transparente, aborda la historia cotidiana de Xiaobin, una joven china recién llegada a la Argentina. Pero el aspecto ingenuo del film, incluido su melodrama, se asienta en una estructura sofisticada. Basta ver un ideograma y compararlo con una palabra occidental, o escuchar hablar a dos cajeros de un súper chino, para comprender en segundos el abismo que separa ambos mundos, ambas lenguas. Sobre ese abismo trata en parte El futuro perfecto, primer film en solitario de Nele Wohlatz. Sobre ése, que podría llamarse “abismo externo”, y sobre otro, interno, sobre el cual suelen hablar muchas películas asiáticas: el generacional, en el que una férrea tradición suele imponerse sobre el deseo de independencia de los más jóvenes. Llegados a este punto se hace necesaria una aclaración: la palabra “abismo” tiene, por las fantasías de caída que conlleva, connotaciones dramáticas, trágicas incluso. Ese pathos no se corresponde en absoluto con el mood de El futuro..., película tan sencilla como transparente, cuya forma –aspecto ingenuo, estructura sofisticada– parece reflejar el trabajo en colaboración (ver entrevista) de fuerzas disímiles y complementarias: la de la realizadora y la de Xiaobin Zhang, su protagonista. El primer plano es, con perdón por la aparente redundancia, un primer plano. En este caso, la referencia no es a su orden cronológico sino a su tamaño. Alguien interroga a Xiaobin (Xiaobin Zhang) desde fuera de cuadro, y Xiaobin responde, en un plano-secuencia fijo. La escena transmite una sensación de acoso que no es tal: no se trata de un interrogatorio policial sino, se entenderá más tarde, de la entrevista de admisión a un curso de español para extranjeros. Y si es un acierto por eso, más lo es por dar a conocer a la protagonista en forma frontal y directa. Imposible no encariñarse con esta chica de 18 años, de expresión dispuesta y físico tan magro como suele serlo el “tipo” oriental, cuando la entrevistadora (voz de la actriz Elisa Carricajo) le pregunta qué fue lo primero que hizo cuando llegó a la Argentina y ella contesta, en el más dificultoso castellano: “Primero dormí”. O cuando va a comer un asado a un bolichito y, como no lo encuentra en el menú y no conoce el resto de los platos, se sienta, mira el menú, se para y se va. El “argumento” de El futuro... es tan magro como el físico de Xiaobin, que en algún momento occidentaliza su nombre, pasando a llamarse Beatriz. Más tarde, Sabrina, a instancias de alguien que le comenta que suena más parecido a Xiaobin. Cifras de una identidad en proceso de mutación. Xiaobin tiene aquí a sus padres, que trabajan en un lavadero, y a dos hermanos a los que, como nacieron acá, no conocía. Para aprender el idioma, empieza a trabajar en la fiambrería de un súper y a la vez comienza a tomar clases en un instituto, incorporándose a un grupo al que van otras chicas y muchachos chinos, más avanzados que ella. La estructura de la película alterna entre el “afuera” de Xiaobin y el “adentro” en el instituto, donde se realizan algunos juegos de representación. Esta última palabra tal vez justifique la inclusión de estos fragmentos: Ricardo Bär (2013) también trataba sobre vida cotidiana y representación, individuo y máscara. De hecho, ¿qué fragmentos de El futuro... son documentales y cuáles puestos en escena, si es que hay de los primeros? En su funcionamiento, la película deja la cuestión de lado. Da lo mismo, lo que importa es lo que le pasa a Xiaobin y lo que ella hace con lo que le pasa. Aparece un nativo indio que la corteja y que es como su otro yo. “¿Usted ser chino?”, le pregunta (él a ella). Ella se deja cortejar y ése es su problema (con sus padres, que quieren un marido chino para ella). Expresión de la idea de que el idioma y el mundo son la misma cosa, casi al mismo tiempo surgen dos cosas en El futuro perfecto: el melodrama y el tiempo condicional, al que parecería igualarse al futuro perfecto (de allí el título). El melodrama, que es posterior a una ida al cine de Xiaobin y Veejay, aparta a la película del documental y la empuja hacia la ficción. ¿O no? ¿No hay acaso historias de melodrama en la vida real? Más allá de la discutible interpretación gramatical, el aprendizaje del condicional en clase permite a Xiaobin imaginar otros futuros , que incluyen, en correspondencia con el aire naïf de la película, un happy end a toda orquesta. Allí la ficción se autoconfiesa, de una manera tan desarmante como podía serlo en las primeras películas de Godard: mediante uno u otro par de anteojitos (¡distintos según el género!) que Xiaobin se coloca antes de cada escena. ¿Naïf? Sí, pero también lo suficientemente sofisticada como para que su sofisticación no sea ostentosa.
Las vueltas de la vida y de las giras. El opus dos del director de Bolishopping es una película correcta a la que le falta algo más de pimienta. Asordinada, reacia a todo exceso dramático, tiene actuaciones sobrias y contenidas, con un Amigorena justísimo y un gran debut del adolescente Román Almaraz. Opus 2 de Pablo Stigliani, de quien un par de años atrás se había visto Bolishopping, Mario on tour es la clase de película que, por partir de una premisa sumamente transitada, necesita hallar su fortaleza en los detalles, en las particularidades, en aquello que la diferencie de otras películas con premisas semejantes. La manía de un personaje, la mirada de un actor, un encadenamiento inusual de las acciones. En este caso, la premisa es: “padre que no vio a su hijo por largo tiempo vuelve en su busca e intenta sobrellevar el rechazo del chico”. Habrá que ver de qué forma se manifiesta ese rechazo, cómo “le entra” Mario a Lucas y cómo se las arregla también Mike Amigorena, gran comediante televisivo, poco o nada aprovechado en cine, en un papel enteramente “serio”. Mario (Amigorena) es uno de esos tipos que viven ahí, con lo justo. Canta. Tiene algunos temas propios y un CD de edición propia, en el que interpreta temas de Sandro. Un amigo al que le dicen El Oso (Iair Said, un grandote de barba, frecuente secundario en las películas de Ariel Winograd) le hace de manager, y le consigue presentaciones. El Oso es como él, en versión menos glamorosa (Mario no será un ganador, pero no se puede negar que pinta tiene). El Oso tiene un puesto de CD, DVD y juegos piratas en el Parque Rivadavia, pero mucho no vende. “Películas porno, chicas”, invita a unas chicas que pasan, y las chicas obviamente siguen de largo. Mario lo mira. Mario pasa por casa de su ex (Leonora Balcarce), que por lo visto vive muy bien junto a su nueva pareja, un arquitecto que encima es, según dicen, un tipo genial (Rafael Spregelburd), a preguntarle si puede ver a Lucas. Hay un problema: Lucas (el debutante Román Almaraz) no quiere verlo. Al final la madre lo convence y Mario y El Oso se lo llevan de gira por Santa Teresita y pueblos aledaños. Lucas no habla, escucha reggaetón en su celu y lo que canta Mario le parece una mierda. ¿Habrá fumata blanca? Mario on tour es una película chiquita, asordinada, reacia a todo exceso dramático. Las actuaciones son sobrias, contenidas, de medio tono. El más sacado es El Oso, que hace ese personaje más tiro al aire, como el Kramer de Seinfeld (pero infinitamente menos loco), que toda comedia necesita. Se enoja con Lucas y le ordena que lo llame Damián, porque no son amigos. El chico Román Almaraz está notable, pasando de la sequedad total a ciertas miradas cómplices a su padre, cuando éste cancherea en escena, que son las de todo adolescente en tren de admiración. Amigorena está justísimo, aunque no le sobre carisma haciendo de Sandro (pero, bueno, se supone que esa es la idea). A la dirección musical tampoco le sobran temas: sólo dos, “Trigal” y “Dame fuego”, que se repiten varias veces. De decurso previsible, Mario on tour es una película correcta a la que le falta algo más de pimienta. Básicamente en su protagonista, del que se sabe demasiado poco. ¿Cómo llegó hasta ahí? ¿Por qué dejó de ver a su hijo? ¿Cómo fue que decidió verlo ahora? No se trata de psicologismo ni de largos discursos, sino de una verdad interior que a lo largo de 103 excesivos minutos debería aflorar, para que acompañarlo en el viaje nos despierte un poco más de interés.
La historia de una mujer extraordinaria. En la Argentina oligárquica, patriarcal y cristiana de comienzos del siglo XX, Salvadora Medina Onrubia fue una mosca blanca. Desprejuiciada, libertaria y feminista avant la lettre, esta mujer indómita que terminó doblegada por la tragedia familiar fue precoz y longeva. La realizadora Daiana Rosenfeld, que previamente había correalizado junto a Aníbal Garisto los documentales El Polonio y Los ojos de América, basa su documental Salvadora en el abundante archivo familiar de los Botana (Onrubia fue la esposa del célebre Natalio), que mecha con testimonios en off y la muda presencia de una actriz en on, representando a esta escritora, maestra rural, periodista y militante feminista, nacida en La Plata en 1894 y fallecida en 1972, en un inmenso y descascarado departamento de la Capital Federal. “Me hice en un lugar de la provincia de Buenos Aires”, dice Salvadora, en lugar de decir “nací”. A los 16 queda embarazada, producto de la relación clandestina con un conocido político platense, y decide no abortar ni casarse. “Se casaban las idiotas”, afirmaría más tarde. “Se casaban y la vida se detenía”. Tiene a su hijo, al que pone el raro nombre de Pitón, pero no puede hacerse cargo de él y lo deja al cuidado de sus padres. Ya antes de ese episodio había empezado a colaborar con la revista Fray Mocho, y en 1914, recién llegada a Buenos Aires, comenzaría a hacerlo en el periódico anarquista La Protesta, en un momento en que la cantidad de mujeres periodistas era ínfima. Su desembarco en la capital no es tímido: en febrero de ese año ya está dando un encendido discurso público, parada sobre el dintel de una ventana, en un mitin por la libertad de Simón Radowitzky, el anarquista que cinco años antes había asesinado al jefe de policía, Ramón Falcón. Pero a Salvadora no le bastaban los discursos. Dos veces organizó la fuga de Radowitzsky. Falló las dos. El tiempo corría: en 1915 se casa con Botana, que gracias a la popularidad del diario Crítica “construyó un imperio”, en palabras de Salvadora. Eso le permite ir a los actos anarquistas en Rolls Royce. En 1930 se opone al golpe de Uriburu, del que su marido había sido principal fogonero, y es puesta en prisión. La realizadora cuenta esta historia literalmente extraordinaria con elegancia y fluidez, recurriendo al relato de una de las nueras de Salvadora y a los datos aportados por Sylvia Saitta y Álvaro Abós. Algunos reiterados planos del cielo, nubes azafranadas y aves en vuelo tal vez estén destinados a insuflar una dosis de poesía visual, cuya necesidad sería discutible.