Vivir para contarlo, según Hollywood Un grupo de mineros chilenos sepultados a 700 metros de profundidad, una historia de sobrevivencia en condiciones extremas, solidaridad interna en el grupo, esfuerzos de rescate desde el exterior, final feliz. La Meca del Cine no se rinde. Cuando en agosto de 2010 los treinta y tres mineros atrapados en una mina del norte chileno salieron a la superficie con vida, tras setenta días de angustia, el mundo supo que más tarde o más temprano Hollywood filmaría esa odisea. La historia parecía escrita, en verdad, por algún guionista de aquellas colinas. Un grupo de hombres comunes, un accidente más grande que la vida (herméticamente sellados, a 700 metros de profundidad), una historia de sobrevivencia en condiciones extremas, solidaridad interna en el grupo, esfuerzos de rescate desde el exterior, final feliz. Pues bien, aquí está la película. La novedad es en tal caso que, más allá de que no falte algún consabido roce con el ridículo –como cada vez que la Meca del Cine invade Latinoamérica–, Los 33 confirma (ya había pasado con Viven, sobre la tragedia de los Andes) que las historias de sobrevivencia basadas en casos reales nunca le sientan del todo mal al cine estadounidense.Desde ya que se requiere hacer la vista gorda ante unos cuantos detalles. Uno de los mineros anónimos tiene el rostro y el gesto fiero del muy poco anónimo Antonio Banderas. Los mineros hablan en inglés (¡en algún caso, como en el de Banderas, sobreactuando acento “latino”!). Juliette Binoche hace de vendedora de empanadas (¡!). Superados esos escollos, así como la llamativa solidaridad y bondad a toda prueba del ministro de Minería, que es amigo del productor de la película (ver más abajo), el corazón del relato funciona. Identificados un puñado de mineros de acuerdo con ciertas funciones básicas (el capataz algo concesivo de Lou Diamond Philips, el veterano en su última misión, un fan de Elvis y un bígamo que aportan color, un alcohólico que cubre la cuota de “drama personal”, un boliviano que será objeto de dosis “tolerables” de racismo y, claro, el líder “con huevos” de Banderas), la realizadora mexicana Patricia Riggen narra el adentro con tensión sostenida, sin desbordes ni distracciones.Afuera, mientras tanto, el ministro bueno –que en 2013 sería precandidato presidencial por el oficialismo– y un ingeniero especializado en minas (el dublinés Gabriel Byrne) se ponen al frente de las obras de rescate (que incluyen la famosa cápsula-ascensor), vigilados, en el campamento Esperanza, por mujeres bravas (una Binoche sobreintensificada baja la guardia, ay, ante el ministro de Minas, interpretado por el apuesto Rodrigo Santoro) y con el presidente Piñera (el notable secundario Bob Gunton, especializado en villanos) manejando la exposición mediática, tema que a la película parece interesarle poco y nada. Coproducida por el empresario chileno Carlos Lavín –actualmente en prisión preventiva, por aportes irregulares realizados al propio Golborne durante la última campaña presidencial–, la responsabilidad empresaria en el accidente queda insinuada apenas de refilón (el más guacho es el encargado de la mina; los dueños no aparecen), completando el cuadro de indulgencia y/o glorificación para con los poderes fácticos. Pero bueno, nadie dijo que ésta no fuera una típica película de Hollywood. Típica pero –con todas las salvedades expresadas– eficaz. Lo cual en estos tiempos no es cosa de todos los días.
En busca del minimalismo más radical Lo que hace la ópera prima como director del sonidista Salgado, doblemente premiada en el Festival de Mar del Plata, es investigar, desde el cine, las diferencias con el teatro. O reflejar lo teatral en el siempre complejo espejo del cine. ¿Cuánto se puede sostener un plano fijo, sin que pierda su interés? ¿Un plano fijo y frontal, que encuadra parte de un decorado y dos actrices charlando, es cine o teatro filmado? ¿Cuánto cuenta lo que se ve en campo y lo que no? Ganadora de dos premios en la edición 2013 del Festival de Mar del Plata (Mejor Película de la Competencia Argentina y Premio DAC a la Mejor Dirección), La utilidad de un revistero se hace esas y otras preguntas referentes a la puesta en escena cinematográfica. Con algo de ejercicio y algo de juego con el espectador, la ópera prima del sonidista Adriano Salgado (Familia rodante, El juego de la silla, la inminente Cómo ganar enemigos) es un artificio que osa decir su nombre. Y eso siempre suele despertar extrañeza y malentendidos.El ejercicio es ultraminimalista, tanto en términos de lo que sucede como de puesta. Desde un único emplazamiento de cámara se filma, en tiempo real y en un encuadre fijo, el encuentro entre una directora de arte y una candidata a ser su asistenta. La directora de arte, una cuarentona llamada Ana (María Ucedo) recibe en el living de su casa a Miranda, unos quince o veinte años menor que ella (Yanina Gruden). Ana se sienta frente a cámara. A la izquierda y de perfil, Miranda. Ana tiene que resolver detalles de decorado y vestuario para una versión teatral aggiornada de Caperucita Roja, que tiene lugar en una villa y donde el Lobo es un vendedor de paco. En algún momento Ana planta la maqueta sobre la mesa y le pide a Miranda que haga unos bocetos de vestuario. Algo más tarde el trabajo será interrumpido por una cena de empanadas, y entre una cosa y otra a Miranda se le ocurrirá que un espejo podría solucionar un problema escenográfico importante. En otro momento y con ayuda de una banana, Ana hará de consejera sexual y maestra en la técnica de la fellatio ante la conflictuada Miranda.Lo que sucede es nimio, insignificante si se quiere, eventualmente autorreferente (la maqueta, el espejo). ¿Por qué La utilidad de un revistero no resulta tan nimia e insignificante como aquello que muestra? Porque una cosa es lo que se muestra, y otra cómo se lo hace. La ópera prima de Salgado podría funcionar, en términos de teoría cinematográfica, como equivalente de lo que el experimento Kulechov representó en su momento para las teorías sobre el montaje. Allí, el plano siguiente modificaba el sentido del previo. Aquí el plano fijo se confirma, en contra de todo vicio clipero o “movimientista” (de cámara) como gran generador de atención por parte del espectador. ¿Qué es lo que despierta interés, subliminal incluso? La esencia misma del plano fijo: su carácter sostenido.Aquí, con una duración que estira al máximo la radicalidad del experimento (116 minutos), un personaje puede pasarse casi cinco minutos mirando algo en una notebook (algo que el espectador no ve), mientras otro dibuja algo (que tampoco se ve), y el interés se mantiene, gracias a la cualidad intrínseca del tipo de plano. ¿Es La utilidad de un revistero teatro filmado? Suele pensarse eso de todo encuadre frontal que muestre, sin cortes, a uno o más actores en un decorado. Eso es lo que se estableció en los primeros tiempos del cine, a partir del momento en que D. W. Griffith revolucionó la fijeza previa, introduciendo la gramática de lo que de allí en más se consideró “lenguaje cinematográfico”. Que la “puesta en abismo” (la maqueta) esté aquí referida al teatro, y que algunas luces del fondo (una muy azul, otra muy verde) sean, visiblemente, luces “de escena”, podría reforzar la idea de que La utilidad de un revistero es teatro filmado.La cualidad propia del encuadre, que no herramienta teatral, así como el subrayado del artificio y el rol que sobre el final juega el fuera de campo, cuando Ana resulta visiblemente movida por algo que el espectador no ve (un intercambio de WhatsApps en su celular) no hacen más que evidenciar, por el contrario, que lo que hace La utilidad de un revistero es investigar, desde el cine, las diferencias con el teatro. Espejar lo teatral en el espejo del cine. Ejercicio, sí, y también juego. Como revelan en un momento el “acá está” de la cámara, el espejo dado vuelta, la escena de la banana y el sorpresivo desenmascaramiento final de un CD de música, que resulta ser un bolero grabado para la ocasión.
Con tres ni siquiera llega a armar una El realizador de la primera Kung Fu Panda se aventura en el clásico de Antoine de Saint-Exupéry, pero se distrae con otras dos historias paralelas que no agregan nada al original. Producida en Francia, hablada en inglés en el original y dirigida por el realizador de la primera Kung Fu Panda, esta primera versión animada de El Principito (hay una con actores, de los ’70) es más una paráfrasis que una versión, libre incluso, del clásico de Antoine de Saint-Exupéry. Para acercar la fábula al público contemporáneo, los guionistas Irena Brignull y Bob Persichetti imaginaron una segunda historia protagonizada por una niña, que al comienzo transcurre en un mundo que se parece al actual para trasladarse, en la segunda mitad y viaje mediante, a uno de fantasía, que no se corresponde con el del libro. El problema de esta adaptación no es su distancia con respecto al original (ya se sabe que toda película es un organismo autónomo), sino que el propio guión parece no saber bien qué lugar dar a esa segunda historia, sin terminar de decidirse si se trata de un puente que conduce a la otra o la trama principal de la película.La protagonista es la hija de una madre sobreadaptada, que quiere hacer de ella poco menos que un clon. Con un padre llamativamente ausente, pero aparentemente vinculado con un mundo más abierto a la fantasía (la hija colecciona los juguetes con nieve falsa que él le regala para sus cumpleaños), la mamá (ni ella ni la hija tienen nombre, lo cual revela su condición de arquetipos) es una señora siempre de trajecito gris y muy ocupada con sus asuntos. Posiblemente una mujer de negocios, que tiene todo planificado para que la nena ingrese a un instituto educativo de alta gama, ocupando con ello un lugar en lo más alto de la pirámide del conocimiento. Tras un primer rebote en el hiperexigente examen de ingreso, la prepara como se prepararía a un atleta, con un “plan de vida” pegado en la pared de la habitación, que la chica deberá seguir minuto a minuto, nada menos que en su período de vacaciones.Por suerte para la nena, en la casa de al lado vive un viejo loco, empeñado en hacer arrancar de nuevo su antiguo aeroplano, y aquí es donde la historia conecta con el original. Como en la novela de Saint-Exupéry, el viejo (trasposición del escritor) es el que cuenta la fábula de El Principito, haciendo ingresar a la pequeña vecina al mundo de la imaginación. Las capas “de hojaldre” del relato están mejor resueltas que el postre en sí, ya que se presentan diferenciadas en términos de animación. El mundo “real” está presentado con una animación computada al uso, mientras que el que corresponde a la historia de El Principito se representa mediante una técnica muy “dibujada”. Lo cual es un acierto, teniendo en cuenta la importancia que tienen, en el original, los dibujos del propio Saint-Exupéry.El problema es que cada uno de ambos planos parece una excusa para el otro. La historia 1 (la de la nena) se reduce a la transparente oposición entre eficientismo modernista y mundo de sueños, aventuras o fantasía (representado por el viejo, que es como el último sobreviviente de él). La historia 2 sigue la letra del relato original como resignada a que la conocemos todos, y que no queda más remedio que repetirla una vez más. Tal es su carácter sucedáneo que termina súbitamente antes de la hora de proyección, cuando falta todavía otro tanto. ¿Cómo se rellena lo que falta?, se pregunta uno. Introduciendo una historia 3, que no tiene nada que ver con nada, conduciendo las cosas a la pérdida definitiva de interés.
Otra escena de la vieja batalla de los sexos Si La piel de Venus proponía un combate dialéctico entre hombre y mujer desde la perspectiva del teatro filmado, la obra del veterano realizador francés lo traslada al lenguaje cinematográfico, llevando la pérdida de control al extremo del absurdo.Está claro, desde un comienzo, que ni el cuarentón con aspecto de dandy fáunico ni la bella chica desafiante creen en el mandato que recomendaba hacer el amor y no la guerra. Para ellos, el amor es la guerra. Una guerra psicológica primero, preparativos de guerra después, la plena colisión armada finalmente. Y no están dispuestos a renunciar a ese excitante enfrentamiento. Un largo y único pas-de-deux, Mis sesiones de lucha no admite otros protagonistas que sus dos contrincantes (con las únicas excepciones de una presencia fantasmal, una semirrival y una asesora, todos en el rincón de ella), otro escenario que no sea ese rincón rural típicamente francés (en el que todo signo de salvajismo es mantenido a raya por una elegante forma de civilización), otro foco de atención que la pelea de fondo entre El y Ella. Anónimos, como corresponde a dos arquetipos. Alcohólicos anónimos de la guerra de sexos.Ella llega con sonrisa juguetona, se resbala subiendo una cuestita, se ríe del resbalón, va directo hacia él, que está más o menos sucio de barro, y en lugar de saludarlo se queda mirándolo en silencio. El responde con otro silencio, como el boxeador que en los primeros rounds mide al contrario. Ella ocupó el centro del ring, y lo mismo parece haber hecho el día que se conocieron, un tiempo atrás (no se sabe exactamente cuándo; el relato diluye datos y nombres), cuando él le ofreció refugio en su casa y ella se presentó en su habitación en medio de la noche, en remerita, arguyendo que no podía dormir. El tuvo una erección, pero no se lo dijo. Se lo dice ahora. ¿Por qué no se lo dijo o se lo mostró, tuvieron sexo y ya?, se pregunta el espectador. Porque antes tenían (tienen) que estar seguros de que el otro no va a lastimarlos. Y para eso no hay nada mejor que planificar el modo en que van a lastimarse, y llevarlo a cabo (ponerlo en escena) como un estricto ritual.Es inevitable comparar el primer tercio de Mis sesiones de lucha con La piel de Venus, interesada traducción ratonesca del título de la película más reciente de Roman Polanski, estrenada en Buenos Aires la semana pasada. Ambas son películas de cineastas veteranos (82 Polanski, once menos Doillon), ambas son estrictamente coetáneas (se estrenaron casi juntas, a mediados de 2013) y ambas tratan, básicamente, de lo mismo: la relación entre los sexos como juego o guerra de poderes. En el primer tercio de Mis sesiones de lucha, la batalla es dialéctica, como en la de Polanski, y algún diálogo puede sonar demasiado escrito. Demasiado teatral. No falta alguna intrusión psicoanalítica, como la idea de él, de presentarse como sustituto del padre (que acaba de morir), para que ella pueda finalmente resolver, simbólicamente, su conflicto edípico no resuelto. La simbología asoma también, convenientemente pasada por un tamiz freudiano: ella se presenta con la cámara del padre, y él le interpreta que no puede dejar de mirar el mundo con los ojos de aquél. Ejem...Pero La piel de Venus tiene origen teatral (la obra escrita por David Ives) y no sólo no lo disimula, sino que no pretende ser otra cosa que teatro filmado. Mientras que en Mis sesiones de lucha el título pasa de lo simbólico a lo físico, y con ello se pasa también del teatro al cine. Los planos sumamente compuestos de la primera mitad, con ambos personajes (ella y él o ella y su hermana, con quien disputa cuestiones sucesorias) ocupando prolijamente sus rincones del ring, dan lugar a la batalla física entre ambos, a partir del momento en que ella se le trepa por la espalda, vaya a saber con qué intenciones. Habrá forcejeos, empujones, provocaciones, intentos de asfixia y, cómo no, alguna cachetada de él, contestada con una patada testicular que lo deja knock out.A esa altura ya no son los actores actuando para la cámara, como en el teatro filmado, sino la cámara para los actores, como en el cine. El film–psi da lugar al de acción física, llevando la pérdida de control al extremo del absurdo: él le golpea la cabeza contra la pared, ella exige trepada una sesión de sexo maratónico, ambos luchan en el barro (literalmente) o practican acrobacias posturales. La cámara se ve obligada a seguir sus cabriolas, a acortar distancias, como quien filma una sesión de videodanza o de lucha grecorromana. El fantasma del padre, los propios fantasmas del otro, borrados por el combate entre los cuerpos, el puro imperio del aquí y ahora.
Las preguntas sin respuesta En su ópera prima, Nicolás Avruj narra su estadía de casi tres meses en Medio Oriente y se plantea interrogantes acerca del conflicto entre israelíes y palestinos. Así, el documental es un videodiario grabado en una zona en la que lo político no para de arder.“Yo no vine a hacer una investigación periodística ni histórica”, aclara en off Nicolás Avruj. Eso es justamente lo que da su mayor interés a Nosotros, ellos y yo, documental en primera persona sobre su estadía de casi tres meses en Medio Oriente. La ópera prima de Avruj –productor cuyos créditos incluyen películas como La mirada invisible, Refugiado y la inminente Mi amiga del parque– es un relato de aprendizaje durante el cual el protagonista hace aquello que no se había propuesto. Avruj viaja para encontrarse con su primo, no lo logra (el desencuentro, tópico básico de todo relato de viajes), y termina cruzando de ida y vuelta la frontera entre Israel y los territorios palestinos. En ese trayecto, en ese tiempo, el héroe de este bildungsroman no para de hacerse preguntas que tal vez nunca antes se había planteado. No así, al menos. Preguntas sobre el conflicto entre israelíes y palestinos, sobre la utopía sionista y sus consecuencias reales, sobre la posibilidad de convivencia entre vecinos con intereses enfrentados, sobre el lugar del Otro en la construcción de una identidad nacional.“El viaje anterior había sido como uno de fin de curso”, dice Avruj sobre imágenes de sus amigos a bordo de un crucero, gritando “¡Descontrol, descontrol!”. Dos viajes hace el narrador a Medio Oriente, invirtiendo aquel aforismo de Marx sobre la repetición, la Historia, la tragedia y la farsa. Para el caso, el que importa es el segundo periplo, hecho en el año 2000. ¿Quedó viejo el material? Lamentablemente, no: hoy en día, israelíes y palestinos lucen tan irreconciliables como quince años atrás. O sesenta y siete, cuando Gran Bretaña otorgó a los israelíes una estrecha franja de Palestina para fundar allí, tras siglos y siglos sin país, un Estado y un hogar. Incluido en la programación del último Bafici, el de Avruj no es un documental explícitamente político. Es un videodiario, grabado en una zona en la que lo político no para de arder.Es por esa condición que Nosotros, ellos y yo (lo de NEY suena a intento algo fuera de lugar de ponerle un acrónimo a un título que no da) no empieza y termina con imágenes de topadoras, o de tiros, o de piedras, o del Muro de Separación, sino de la abuela del protagonista. En la escena inicial, la abuela, fundadora del movimiento Mujeres Argentinas Sionistas, pregunta al nieto cómo funciona la cámara. Lo último que se oye es de nuevo la abuela, en un mensaje telefónico en el que menciona lo bien que la habrá pasado el nieto en el viaje. Las imágenes inmediatamente previas son las más bélicas de Nosotros, ellos y yo: noche cerrada sobre Gaza, apagón intencional, tremendo ataque aéreo israelí en represalia por el linchamiento de dos combatientes. No parece la clase de viaje en la que se lo pasa bien. No a la larga. Tal vez por eso Avruj se filma a sí mismo sonriendo en los primeros tramos, contagiado de seriedad en su última toma.“Todavía detesto que me pregunten si soy pro-israelí o pro-palestino”, dice Avruj ya regresado. De allí el título. “¿Por qué tienen que ser unos u otros?”, intenta hacer pensar al muchacho palestino que acaba de afirmar, literalmente, “amo la guerra”. ¿Es ingenuo el esfuerzo del héroe? La respuesta depende de cuánto se crea en la posibilidad de conformación de dos estados vecinos, que acepten la convivencia del otro. En su viaje, Avruj no encuentra mucho de eso. Como el protagonista no es periodista, con quienes habla del tema no es con desconocidos sino con aquellos con quienes se cruza. Como cualquier viajero.Su primer anfitrión, argentino jasídico instalado hace tiempo en Jerusalén, le explica que la luz del shamash iluminará al mundo entero. Ya en Gaza, adonde el héroe cruza con cierta irresponsabilidad de forastero, un palestino, sobreviviente de torturas, explica qué se siente colgado como una res, cabeza abajo. Para ingresar en el edificio de la Universidad local es necesario pisar la bandera israelí, pintada en el piso. Hamed, segundo anfitrión de Avruj, reclama que los israelíes “se vuelvan a sus países”, antes de recordar que los judíos son mala gente. El viajero presencia el apedreo de una casa palestina por parte de colonos de asentamientos israelíes, en territorio palestino. Oye el relato de un campesino, de cuando el ejército israelí taló sus doscientos árboles. Observa el agujero que un misilazo acaba de dejar en la pared de la habitación de dos niños palestinos, y observa también el video de unprograma llamado El club de los niños, en el que chicos de 8 o 9 años cantan que marcharán con los guerreros de la jihad, arrojando a los israelíes al mar.El mensaje de la abuela en el contestador, preguntando por el lindo viaje, no tiene respuesta.
Una encarnación del mal absoluto El nuevo film del director de Carancho carece de la intensidad que el caso narrado sugiere. Guillermo Francella compone a Arquímedes Puccio como un monstruo gélido y perturbador, en tanto el resto del elenco oscila entre la tibieza y la opacidad. El caso es bien conocido y en las últimas semanas la inminencia del estreno de El clan –una de las novedades argentinas del año que generó más expectativas– permitió refrescarlo largamente. Entre julio de 1982 y agosto de 1985, los Puccio, una familia de San Isidro, mantuvieron secuestradas en su casa a cuatro personas, cobrando rescate por las tres primeras. En tiempos de dictadura, se presume que el pater familias, Arquímedes –contador, ex peronista de derecha, ex miembro del Servicio de Inteligencia de la Fuerza Aérea y ex integrante, según se cree, de la Triple A– debía contar con alguna mano amiga dentro de las fuerzas de seguridad. Un detalle particularmente siniestro es que todos los secuestrados eran conocidos de la familia. Los dos primeros, compañeros de su hijo mayor, Alejandro, jugador de Primera del CASI que además pasó por Los Pumas.Todo un paradigma de aquello que se mantiene oculto y no se quiere ver, el clan Puccio ofrece mucha miga dramática, política y hasta mítica, apareciendo como encarnación perfecta de lo que Freud entendía por “lo siniestro”, producto de la represión interna en el seno familiar. Domina la escena de El clan, tal como en la realidad, Arquímedes Puccio, a quien Guillermo Francella compone, de acuerdo a las indicaciones del guionista y realizador, como un gélido, perturbador as de la maquinación. Como corresponde, este cerebro del crimen siempre piensa antes que el espectador: cuando en las primeras escenas comienza a tipear un documento que lleva inscripto el logo “Frente de Liberación Nacional”, no se sabe qué está haciendo ni para qué. Con lo cual se pone al espectador en el lugar de los vecinos, que al destaparse el caso reaccionaron con estupor.Otra vez a cargo del guión en solitario, tras la partida del equipo de coguionistas que lo acompañó en las tres películas previas (Leonera, Carancho y Elefante blanco), en la película que en semanas más participará de la competencia oficial de Venecia Trapero hace uso extensivo de las elipsis. Algunas de ellas dan fluidez al relato, meten al espectador de cabeza en una violencia súbita y lo obligan a completar lo que queda fuera de campo. A Trapero le bastan un par de referencias políticas de la época para que el carácter metonímico de esa familia, representación a escala de la Argentina de la dictadura, se desprenda sin subrayados. En lugar de filmar la escena en que Arquímedes convence a Alejandro de participar de su plan criminal, la opción del realizador de Mundo grúa (ir directamente y sin preaviso a la escena del primer secuestro) cumple de modo inmejorable con todas esas funciones. Sumamente funcional es también la escena en la que Alejandro (el debutante Peter Lanzani, proveniente del estrellato televisivo) atiende la rotisería familiar, sugiriendo una forma de esclavitud que pronto adquirirá visos más siniestros. A su vez se establece en un solo plano la situación económica de los Puccio y su asimetría con lo que podría llamarse “familia CASI”.Otras elipsis, en cambio, privan de información esencial. Toda la referente al pasado político lejano e inmediato de Arquímedes, sobre todo. Aparece en una reunión de altos mandos de la Fuerza Aérea y uno se pregunta qué hace ahí. Otro tanto sucede cuando se ve, en su estudio, un retrato de Perón. O más cerca del final, cuando va a visitar a la cárcel a Aníbal Gordon. Sólo quienes hayan oído hablar de este último sabrán que era un miembro activo de las Tres A. Aun así no queda claro si Puccio también era miembro o sólo “amigo”. Estas incógnitas sin respuesta hacen flaquear una “pata política” que el film –que empieza con Alfonsín declarando que los tiempos de la represión ilegal ya nunca volverían– se ocupa de señalar.En términos estrictos de puesta en escena, El clan carece de intensidad. Lo cual resulta particularmente llamativo, teniendo en cuenta los hechos que narra. Por más elipsis que se practiquen, una situación familiar como la del caso, con miembros de la familia participando de una serie de crímenes y otros de su negación, necesariamente debería dejar ver zonas de quiebre, fallas, grietas. Aquí, más allá de unos nervios excesivos en una de las hijas, la súbita toma de conciencia de otra y el estallido final de Alejandro, esos signos de locura no se registran. El tratamiento de los personajes y actuaciones es notoriamente asimétrico, con Francella componiendo un monstruo absoluto (lo cual le resta complejidad dramática) y el resto del elenco oscilando, desde los papeles de más peso hasta los más ocasionales, entre la tibieza, la opacidad y el escaso relieve.Teniendo en cuenta el dominio del plano, el encuadre y el montaje que Trapero venía mostrando en forma creciente en sus películas previas, llama la atención que también en ese aspecto El clan sea lograda sólo en ocasiones: la escena del primer secuestro o un plano secuencia que liga la cena familiar con la habitación del secuestro. Predomina una funcionalidad amarronada, de a ratos confusa visualmente (la escena del copamiento policial) y a veces crasamente fallida, como ese trabajoso montaje paralelo entre el castigo a una mujer secuestrada y una escena de sexo en un auto, que parece copiar mecánicamente una similar en El bonaerense.
Cruces en el ensayo para un radioteatro El opus 5 del cineasta es la tercera de sus “shakespeareadas”, una serie de películas basadas en comedias de Shakespeare. En este caso, “dialoga” con Trabajos de amor en vano, en una trama plagada de maquinaciones amorosas. El plano-secuencia que abre La princesa de Francia es, por varios motivos, extraordinario. En primer lugar, claro, por su tratamiento del espacio. Una chica en una terraza es llamada desde fuera de campo. En busca de esa voz, la cámara hace un travelling corto, cambiando de focalización. En vista panorámica (tipo de plano sumamente inusual en el cine argentino) se ve, varios pisos más abajo, una canchita de fútbol, donde unos jugadores pelotean. La fijeza de la cámara, que apunta sobre ellos como a la espera de algo, genera tensión latente. Sobreviene el capricho, el juego cambia. Ahora el que juega es el director, en relación con las expectativas: mientras el número de jugadores de camisetas amarillas aumenta, el de remeras rojas disminuye. Llega un punto en que son como ocho de un lado y dos del otro. ¿A qué juegan? Finalmente, la fuga, el espacio que queda vacío, el cierre del plano, con un movimiento simétrico al que lo había abierto.Tratamiento del espacio, tensión interna del plano, capricho, juego, simetría, un sentido último no apresable a primera vista, movimiento de fuga: todo ello caracteriza al opus 5 de Matías Piñeiro, tercera de sus “shakespeareadas”, después de Rosalinda (2010) y Viola (2012). Las “shakespeareadas” son una serie de películas basadas en comedias de Shakespeare (Como les guste, Noche de reyes, ahora Trabajos de amor en vano, próximamente Sueño de una noche de verano), en todos los casos formas de diálogo o paráfrasis, en relación con las obras originales. Presentada en los festivales de Locarno, San Sebastián y Toronto, ganadora del premio a Mejor Película en la Competencia Argentina del último Bafici, en La princesa de Francia un elenco de actores ensaya Trabajos de amor en vano, con la intención de hacer de él un radioteatro. La idea es de Víctor (Julián Larquier Tellardini), que tras una estadía de un año en México vuelve al país, con esa puesta en la cabeza.El tema es que los miembros de un elenco son más que simplemente actores. Cinco de las seis chicas tienen o tuvieron una relación amorosa con Víctor, y el único miembro masculino del elenco, Guillermo (Pablo Sigal) está teniendo una aventura con su novia Paula (Agustina Muñoz). Natalia (Romina Paula) es su ex, pero no se convence de serlo; Ana (María Villar), su amante; Lorena (Laura Paredes), amiga y potencial affaire amoroso también. Condición extensible a Carla, recién integrada al grupo (Elisa Carricajo). La única que queda afuera del círculo de Víctor es Jimena (Gabriela Saidón). Aunque no del todo, ya que es la novia de Guillermo. La figura del círculo es esencial, no sólo al grupo endogámico que los protagonistas constituyen, sino al propio hacer de Piñeiro, que desde su ópera prima (El hombre robado, 2007) trabaja básicamente con el mismo grupo de actores y técnicos. Círculo, también, de obras de Shakespeare, que se cierran sobre sí mismas.“Todos traicionamos”, dice en un momento uno de ellos. No se trata del raro momento confesional de una trama de maquinaciones amorosas sino del texto de Shakespeare, con el que obviamente las intrigas de La princesa de Francia entran en diálogo. Como sus personajes, Piñeiro prefiere presentar hechos, encuadres, gestos y ritmos visuales antes que razones, motivaciones o móviles de conducta. Hay un culto del secreto, lo que no se ve, el fuera de campo, tanto en Víctor y los demás como en la concepción y puesta en escena de La princesa de Francia. “Le regalo postales sin motivo”, dice Jimena en relación a Ana, refiriéndose a unas reproducciones del francés Bouguereau, cuyo carácter de leit motiv podría residir exclusivamente en el carácter erótico de su pintura. Tanto como la recurrencia a Shakespeare, debida tal vez a la música de los diálogos, su cualidad rítmica, más que a tramas, sentido o personajes.Tanto como sus actores que hacen de actores, Piñeiro parece tenerlo todo pensado. Unos calculan encuentros, hacen alusiones en clave, regalan libros que funcionan como pruebas de traiciones. Todo, para producir reacciones en los otros. Piñeiro mide el tamaño de cada encuadre, la duración del plano, el momento preciso del corte, la relación entre los planos, para producir una música que no se expresa en notas sino en imágenes. Unos y otro traman para lograr placer. En un único momento, dolor: la notable escena en la que la novia, traidora y traicionada, deja ver su emoción en medio de la representación. En este bello artificio que se presenta como tal, máquina que parecería no necesitarlo, el espectador flota en un adentro-afuera que juega con él. Tanto como el cada vez más notable director de fotografía Fernando Lockett lo hace con luces y sombras, enfoques y desenfoques, brillos y superficies.
Frágil, receptiva e implosiva El contagio entre realidad y ficción, propio de la obra de Nanni Moretti, aquí aparece en un tono más contenido, con una directora de cine que se ve atenazada entre el deterioro de su madre y los actings histéricos de la estrella de Hollywood a la que contrató. “Quien no lucha ya está perdido.” Suena a consigna política y, sin embargo, se trata de una pancarta personal, escrita seguramente por el familiar de algún paciente grave y colgada de una ventana, en un hospital público de Roma. Cuando Margherita la ve, tal vez le suene a alguna de las consignas levantadas por los obreros de la fábrica en riesgo de achicamiento, en la película que ella misma rueda en ese momento. Ficción y realidad se le cruzan a Margherita desde el momento en que a su madre hubo que internarla, producto de una complicación cardíaca. Se cruzan también en la forma misma de Mia madre, la nueva película de Nanni Moretti, que a pesar de ser una de las favoritas de la última competencia de Cannes se fue de la Costa Azul con las manos vacías. Como en la previa La habitación del hijo (y como también en Caos Calmo, no dirigida pero sí escrita por él), el ya sexagenario director de Caro diario vuelve a abordar en Mia madre el tema del duelo, tratándolo esta vez tal de la forma en que él mismo lo experimentó, durante el rodaje y edición de Habemus Papam: como una suerte de virus, que al creador de ficciones se le mezcla con el producto de su trabajo.El contagio entre vida y obra, entre realidad y ficción, propio de la obra de Moretti, alcanzó su panacea en la trilogía magistral de Palombella Rosa (1989), Caro diario (1993) y Aprile (1998), donde la fusión alcanzaba límites de exultante esquizofrenia. Dado su tema y el mismo hecho de que Moretti no es ya un cuarentón espléndido, es lógico que el tono y exposición de Mia madre sean más contenidos que en aquella trilogía. Los allegros previos dan lugar a un réquiem, no grave ni solemne, pero sí inevitablemente introspectivo. Un poco a la manera de Woody Allen (a quien, al menos en una época, admiraba), Moretti vuelve a sustraerse del rol protagónico, reservándose uno colateral y cediendo el centro de la escena a la sensibilísima Margherita Buy, quien tras El caimán (2006) y Habemus Papam (2011) da un paso al frente en la filmografía del autor.Como Kenneth Branagh en Celebrity y Larry David en Mientras la cosa funcione, Margherita Buy “hace” de Nanni Moretti, siendo al mismo tiempo otra. Cumple con lo que su personaje de directora les pide a los actores, y ninguno de éstos entiende: que se entreguen al papel, manteniéndose al costado del personaje. Los arrebatos alla Moretti –el más genial de los cuales es la escena en que, tras haber tomado una decisión que se prueba incorrecta, Margherita les grita a los miembros del equipo por haberle hecho caso, argumentando que “el director es un pelotudo”– son exabruptos de un carácter más frágil y receptivo que el del personaje-Moretti. Atenazada entre el deterioro de su madre y los actings histéricos de la estrella de Hollywood a la que contrató (Barry Huggins, interpretado por un divertido John Turturro), Margherita no explota, como lo haría Moretti en Aprile: implosiona. Se queda perpleja, los ojos muy abiertos, se le escapan soliloquios íntimos en medio del rodaje o estalla en llanto, en una de las mejores escenas, por una banalidad como no encontrar la factura de la luz de la mamma.A la medida de su protagonista, la película entera deviene frágil, receptiva e implosiva. Los gestos más idiosincrásicos, más morettianos, quedan a cargo de mamma Ada (extraordinaria Giulia Lazzarini), ex profesora de latín que intenta recordar una palabra olvidada o se arregla, coqueta, ante el espejo, tras un regreso postrero a su casa. Efecto seguramente de la medicación, en el curso de la internación mamá Ada comienza a confundir recuerdos, sueños y realidad. Lo mismo le sucede a la película, que halla allí su zona más sugerente, más rica, más interesante. Siempre convencido de que la realidad es mucho más que lo meramente visible, Moretti no discrimina deliberadamente los distintos planos, filmando escenas de sueño como si fueran de vigilia (la muerte de la madre), escenas de ficción como reales (la secuencia inicial) y “onirizando” o teatralizando otras, mediante una iluminación de fuertes contrastes entre sombras cerradas y luces puntuales. Como resultado, el espectador es llevado a un estado de desconcierto o confusión, que lo ponen en el lugar de la protagonista. O el de su madre.Hay tal vez en Mia madre alguna tendencia a la reiteración (en el último tramo), alguna insuficiencia (la relación de Margherita con su hija adolescente y su ex, llamativamente poco conflictivas), una retención emocional en algunos tramos excesiva y algún riesgo de estereotipo, en el personaje del actor narciso. Flaquezas rotundamente salvadas, gracias a un Schumann que en los últimos minutos eleva el nivel emocional y, sobre todo, a un plano final extraordinario, en el que el Vacío se hace presente de golpe, quedándose con la última palabra y dejando a la protagonista asomada a él, como el Scottie Ferguson de Vértigo.
Una road movie donde todo está al revés Enésima vuelta de tuerca de un éxito que en los ’80 parió varias secuelas, el esquema corría el riesgo de resultar demasiado preanunciado, pero sucede que cada parada del viaje está salpimentada con los mejores condimentos. En tren de rascar el fondo del tarro, a los ejecutivos de Warner se les ocurrió volver sobre ciertas Vacaciones de Chevy Chase, con guión de John Hughes y dirección de Harold Ramis (National Lampoon’s Vacation, 1983). De ese mismo tarro habían rascado ya durante más de diez años y varias secuelas. Ahora, tres décadas más tarde, recurren a uno de los trucos más viejos del negocio: el del hijo (hubo hijos de Robin Hood, de Drácula, de Frankenstein, de Godzilla ¡y hasta de The Blob!). El hijo de Chevy Chase se vino grande, tiene su propia familia y, como su padre, quiere unas vacaciones que sirvan para rescatar a los suyos de la repetición, el tedio, esa disfuncionalidad llamada normalidad. La cosa sonaba a repetición de lo de por sí no demasiado virtuoso. Pero hete aquí que –por aquello de que el cine es, a veces, una dinámica de lo impensado– estas nuevas Vacaciones salieron buenas. Muy buenas, de a ratos.Los codirectores y coguionistas, John Francis Daley y Jonathan Goldstein, saben dos cosas básicas. Una es, obvio, hacer reír. La otra es hacer del origen de la risa el desfase. Lo que está fuera de lugar, el desajuste. Película de personajes y situaciones, pero sobre todo de gags, Vacaciones empieza con tres al hilo, todos ellos buenos. En el primero, Rusty Griswold, aquel hijo en cuestión (Ed Helms, el dentista de ¿Qué pasó ayer?) deja por un momento la cabina de avión en manos de su veterano copiloto. “Quería agradecerte lo que hiciste por mí”, le dice éste, “cuando testimoniaste que no estoy viejo para mi puesto”. “Ah, de nada”. “¡Ah!”, vuelve a la carga el otro. “Quería agradecerte lo que hiciste por mí, cuando testimoniaste que no estoy viejo para mi puesto”. Rusty sale de la cabina, se encuentra con la mirada admirada de un chico que viaja con sus padres, se acerca al grupo para cumplir con su papel de héroe popular y tres turbulencias sucesivas le provocan caídas que incluyen apretón de tetas de la señora y cabeza hundida en regazo del nene. Cuando llega al aeropuerto y pretende tomar un transfer, el piloto de una línea aérea internacional (Rusty es de una de cabotaje) hace valer su jerarquía, subiendo con dos azafatas, fascinadas con sus relatos picantes, y dejándolo de a pie.Ese trío de gags no sólo opera sobre situaciones de incomodidad y desubicación, sino que sirve para introducir al loser protagónico. Con el que la película tiene la delicadeza de no encarnizarse, otro mérito considerable. “Este loser es como vos o como yo”, es la idea básica. En una serie de fotos familiares (diez años seguidos yendo al mismo lugar), Rusty repara una noche en la expresión en ellas de su esposa Debbie (Christina Applegate, la que hacía “el papel de Luisana Lopilato” en Casados con hijos yanqui). De la indiferencia a la depresión, con varias paradas en el embole. Rusty decide dos cosas. La primera es cambiar de destino vacacional para dirigirse a Walley World, un parque temático como cualquier otro. El mismo a donde treinta y pico de años atrás habían rumbeado con papá Chevy, ubicado a... 4 mil kilómetros de casa.La segunda decisión es alquilar una combi albanesa, entre cuyos adelantos técnicos de última generación se cuentan espejos retrovisores para los asientos de atrás, un par de enchufes para darle alimentación eléctrica y un control remoto que incluye una esvástica entre sus iconos. Los hijos obedecen con resignación, el más chico esperanzado en seguir buleando salvajemente al más grande (una de sus bromas consiste en dejarlo sin respiración gracias a una bolsita de nylon). Mamá, ilusionada con alguna variante de sexo que le devuelva algo de electricidad. Episódica como toda road movie, Vacaciones se sustenta en el mismo principio de la original: todo lo que puede salir mal, saldrá peor. Con la ventaja de que Ed Helms es un comediante menos gesticulante, más interno que Chevy Chase.El esquema correría riesgo de resultar demasiado preanunciado, si no fuera que cada parada del viaje está salpimentada con los mejores condimentos. Desde el camión que los persigue a la manera de Reto a muerte, de Spielberg, hasta el genial cuñado falocéntrico de Chris Hemsworth. Pasando por un florilegio de desubicaciones paternas, dignas del Bakshi de Peter Sellers en La fiesta inolvidable, y el extraordinario guía suicida del Cañón del Colorado. Todo a bordo de la combi albanesa, suerte de auto-Bond al revés. Al revés: si hubiera que definir en una sola fórmula el espíritu de una buena comedia, esa debería ser la fórmula.
Una película tan ortodoxa como sus personajes Como sucede con los partidos del fútbol argentino, este film de origen canadiense se presenta dividido en dos partes que, en términos de juego –de espíritu y de puesta en escena, para el caso–, tienen poco y nada que ver entre sí. La primera mitad es una variante “para adultos” del típico “chico conoce chica”. Siendo el chico un cuarentón poco menos que descastado por su padre y la chica una mujer jasídica, harta de su rol y de su mundo, todo se encamina al tropo no menos típico de la segunda oportunidad, que permitirá a ambos dar nuevo sentido a sus vidas. Sin embargo y como si se tratara de una bienvenida enfermedad, hacia la mitad a la película “le sobreviene” un abrupto cambio de punto de vista, abriéndose una grieta que el rumbo prefijado no había permitido aflorar hasta entonces y que la vuelve mucho más interesante.Ya en la primera escena queda claro que Meira (a quien los suyos llaman Marka) está hasta la peluca de rituales, tabúes y ortodoxias (una de cuyas imposiciones consiste, justamente, en el uso de peluca por parte de las mujeres). Sentado su marido Shulem a una cabecera de la mesa, ella en la de enfrente y parientes y amigos a ambos lados, Meira no sigue los rezos que los demás elevan en hebreo. “Estoy harta de esta luz”, se dice en voz alta cuando la bombilla del comedor se apaga automáticamente, a la hora que el shabbat prescribe. El espectador puede preguntarse a qué viene que Meira prepare con tanto esmero tantas trampas para ratones, hasta que cuando uno de esos roedores queda atrapado se comprende que son metafóricas: el ratoncito es ella y el que vela que la trampa funcione, Shulem. Si de velar se trata, eso es lo que Félix hace con su padre, que si no lo reconoce en su lecho de enfermo es un poco por chochera y otro poco en sentido metafórico también.Como tanto cine contemporáneo, esa primera parte funciona como un Rasti. Se diseña una pieza llamada Meira, que ansía una vida más heterodoxa, y otra llamada Félix, que necesita algo que dé alguna orientación a su vida, y se hace encajar a una con otra. Aunque haya que hacer fuerza para ello, proporcionando a ambos una osadía que no parece muy coherente con el espíritu de sus personajes. Que la película ingresa en una fase de mutación se percibe en una escena en la que Shulem va a casa de Félix, a pedirle que no se lleve a su esposa. La escena va en contra de la lógica que regía hasta entonces. De la lógica dramática, haciendo del guardián fundamentalista un personaje inesperadamente vulnerable, y de la lógica de puesta en escena: si hasta ese momento ésta había sido meramente funcional, toda esa escena está narrada en un meditativo plano fijo, que pone en inesperado pie de igualdad (visual) a Félix y Shulem.De allí en más la película entera mantiene su carácter meditativo, mediante una estética de largos planos fijos, poniendo además en duda la posibilidad de concretar sus sueños por parte del héroe y la heroína. “¿Qué vamos a hacer?”, (se) pregunta Meira con su niña de un año en brazos (a la que de hecho secuestró), y Félix no sabe qué responder. En ese momento consuman su viraje, de parejita romántica ad hoc a pareja en fuga. De esas a las que el cine negro de los años ’30 y ’40 convertía en víctimas de la fatalidad.