Ese lugar entre lo extraño y lo íntimo Film de estructura abierta y rapsódica, que encontró su forma final en la mesa de edición, la película de Loza rodada en Francia refleja bien el mundo de su autor: afinidad con las mujeres, tendencia a la soledad y la melancolía, sensación de extrañeza. “Me siento entre lo extraño y lo íntimo”, dice una de las protagonistas de Si je suis perdu, c’est pas grave/ Si estoy perdido no es grave. Una película que, como otra de sus protagonistas, tal vez “piense en francés y sienta en español”. Filmada durante la realización de un taller de experimentación actoral “en alguna ciudad europea, mediana, como tantas otras” –tal como presenta el soliloquio que funciona a modo de prólogo–, el opus 8 de Santiago Loza (Córdoba, 1971) combina el ejercicio teatral con una serie de historias apenas embrionarias, que tienen en común (los ejercicios y las historias) la condición borrosa entre lo real y lo ficticio. En ese sentido, Si je suis perdu... continúa la investigación emprendida en Los labios (2010), codirigida por Loza e Iván Fund, pero en plan fragmentario. En plan tan fragmentario –y tan a medio camino entre la representación teatral y la cinematográfica– como Rosa patria (2009), donde Loza merodeaba, desde distintas tangentes segmentarias, la figura del poeta Néstor Perlongher.Presentada en Competencia Argentina en el Bafici 2014, Si je suis perdu... fue creada sobre la marcha. “Cuando estábamos en Francia con Eduardo Crespo, dando un taller para un grupo de actores, en un idioma que no manejo, nos dijimos: tienen unos rostros para ser filmados, estamos en una ciudad bella”, cuenta Loza en la gacetilla de estreno. “¿Cómo sería filmar una película sólo con eso?” Film de estructura abierta y rapsódica, que encontró su forma final en la isla de edición, Si je suis perdu... combina dos series narrativas. Una de ellas, filmada en blanco y negro con una cámara casera, consiste en planos cortos y frontales de los rostros de los actores, sentados frente a la lente en una sala de ensayo. El ejercicio impone al actor permanecer mudo, mientras desde fuera de campo sus compañeros (y el director: se reconoce la voz de Loza) verbalizan las impresiones que el rostro les transmite. “Parece una persona generosa.” “Se la ve como en ralenti.” “Debe besar bien.” “Tiene aspecto de médica cirujana.” “Está un poco asustada.” “Da la sensación de estar mirando el mar.”La otra serie narrativa presenta a esos mismos actores –a veces antes, a veces después del ejercicio impresionista–, en las calles de una ciudad (¿Toulouse?), filmados con una cámara HD en color, ya sin la limitación autoimpuesta del único encuadre. Se juega con la posibilidad de que se trate de “gente de la calle”, hasta el momento en que el espectador los reconoce como los actores del taller. Esas historias, de trama levísima, tienen un atisbo de desarrollo, generalmente en dos o tres secuencias, y se alternan con la “serie 1” encadenándose entre sí por un sistema de “postas”.Dos amigas practican turismo, una madre y su hija también, una actriz dobla a Brigitte Bardot en una prueba para una película, otra hace teatro callejero, practicando lip-sync sobre un temazo de Sandro, y el paseante que presenció el espectáculo hace luego lo propio, en una fantasía de club nocturno. Dos veces Sandro: no hay película que sufra por eso.Conocer la obra cinematográfica previa del autor (sobre todo Extraño, 2003, y Cuatro mujeres descalzas, 2005) ayuda a ver cuánto hay de su mano en estas minificciones truncas: mayor afinidad con mujeres que con hombres, tendencia de los personajes a la soledad y la melancolía, sensación de extrañeza, búsqueda de calor humano, voluntad de alcanzar lo más íntimo y la impenetrabilidad del rostro, interponiéndose ante ella.En las escenas en que los actores “hacen de sí mismos”, la propia formulación del ejercicio y el carácter grupal imponen una mayor intimidad compartida, mayor frescura también. Pero ¿en qué consiste ese “sí mismos”? En verdad, el ejercicio es como arrojar dardos sobre un blanco que no está a la vista, en el rostro, sino fuera de ella, por detrás. Y que tal vez no exista. De lo que se trata no es de acertar con “cómo es el otro en realidad” sino simplemente en tirar, sabiendo que hay tantos otros como miradas o dardos sobre ellos. Quizás en eso consista la obra entera de Santiago Loza.
Un perro a punto de quedarse huérfano ¿Qué cara tiene un tipo de menos de 60 que sabe que se va a morir? ¿Cómo organiza su vida, cómo son sus días? ¿Cómo se relaciona con los demás? A esas preguntas responde la nueva película protagonizada por Darín, en uno de los picos de su carrera. ¿Está prohibido hablar de la muerte? En una reunión social podrá no ser de muy buen gusto, pero el cine no es una reunión social. ¿Es un golpe bajo hacerlo? Sólo si se usa la inminencia de la muerte, la enfermedad terminal, lo inevitable, para comprarse al estimado público con bagatelas, para chantajearlo emocionalmente. Nadie dijo que la muerte no pueda tratarse como un tema más: eso es lo que es. Con lágrimas de por medio, pena y despedidas, pero un tema más. Así la asume Truman, la película más reciente del catalán Cesc Gay, conocido por Krámpack, En la ciudad, Ficción, Una pistola en cada mano. Interpretado por un Ricardo Darín en uno de los picos de su carrera (podría ganar perfectamente, este sábado, el premio correspondiente en San Sebastián), el protagonista de Truman se está por morir. La película es la crónica de cuatro de sus últimos días, con tono de despedida general. Tono elegíaco, dolorido, de cruel autoironía de a ratos. No por mera voluntad de distensión, sino porque el protagonista es Ricardo Darín. Su personaje público siempre fue autoirónico y Julián, actor famoso y ex galán, se le parece muchísimo.Ni mar de lágrimas ni hacer como que no pasa nada: la de Cesc Gay en Truman es una valentía noble, libre de especulaciones. Escrita por el realizador junto a Tomàs Aragay, uno puede imaginarse a ambos planteándose cada escena como si fuera la expedición a un planeta desconocido. ¿Qué cara tiene un tipo de menos de 60 que sabe que se va a morir? ¿Cómo organiza su vida, cómo son sus días? ¿Cómo se relaciona con los demás? ¿Seres queridos y ex esposa, pero también aquellos que se hacen los que no lo ven, por no saber lidiar con la muerte? ¿Qué valor tiene para él la presencia de un perro a quien considera “su segundo hijo”, al que sabe que va a tener que dejar en manos de otros? Truman no golpea bajo, no culpabiliza, no degrada tema ni personajes. No predica, no baja línea, no la tiene clara. Intenta comprender la situación de la que habla, algo que el cine contemporáneo raramente se atreve a intentar.Julián Barbieri tiene bigote, barba y muchas canas. Es argentino y está radicado en Madrid. Suele vestir de oscuro, su fama no siempre le permite andar tranquilo por la calle, está separado y tiene un hijo al que hace mucho no ve. Su única compañía es Truman, buenazo de más de 60 kilos que basta que él lo mire para que mueva la cola. De golpe cae a visitarlo Tomás (el gran Javier Cámara, de Hable con ella, La mala educación, las propias Ficción y Una pistola en cada mano), su amigo de toda la vida, radicado en una Canadá a la que Julián llama Groenlandia o Polo Norte. Sorpresa, largos silencios, miradas que cuentan décadas, mucha emoción contenida y alguna picardía: gran escena, la del reencuentro entre ambos. Julián tomó una decisión, Tomás está al tanto y vino para ver si puede convencerlo de lo contrario. Difícil: el otro lo pensó largamente y lo tiene demasiado resuelto. Será cuestión de pasar juntos esos cuatro días de despedida definitiva.En esas ciento seis horas habrá alguna visita al veterinario, alguna salida, algún porro (Julián fuma, Tomás no), un par de visitas al teatro, donde Julián hace de Mersault en Las relaciones peligrosas, un par de encuentros con Paula, hermana de Julián (Dolores Fonzi confirma sus progresos; en dos o tres escenas, Gay y Aragay hacen de ella un personaje autónomo), búsqueda de adoptantes para Truman, que no por nada da título a la película (el verdadero nombre del mastín era Troilo: se lo hubieran dejado), apropiadísimos fragmentos de Spinetta, cruce casual con Gloria, ex de Julián, y viaje a Amsterdam para ver a Nico, hijo veinteañero. El tramo narrativamente más débil (la relación entre padre e hijo no llega a tomar cuerpo), pero emotivamente más XL. Allí y hasta el final hace eclosión lo que hasta entonces no pasaba de ojos húmedos, silencios, gestos apenas perceptibles, miradas tristonas de Truman.Hay entre el público más “educado” una larga y justificada aversión por las lágrimas en el cine. Truman, que participa por estos días de la Competencia Oficial de San Sebastián, viene a recordar que en los peores casos la culpa no es de las lágrimas, sino del que les da de llorar. Cuando son genuinas, vienen a coronar un dolor que el film lleva consigo, y cuyo subrayado el realizador tuvo el buen gusto y la inteligencia de borrar. Este es uno de esos casos.
Un hombre y una mujer en un mundo onírico En una nueva variante del amor virtual después de, entre otras, las love stories de Harrison Ford y una chica-robot en Blade Runner y Joaquin Phoenix y su sistema operativo en Her, el protagonista de Aurora se enamora de una mujer en estado de coma. En verdad no pierde la cabeza por ese cuerpo inmóvil, tendido sobre una camilla de hospital, sino por la persona que aún vive mentalmente en él. Todo ello es posible en el marco de un experimento de laboratorio que permite la interconexión cerebral entre el voluntario y la mujer comatosa, por medio de electrodos. De origen lituano y coproducida con capitales franceses y belgas, Aurora contrapone –con un romanticismo de ciencia ficción que recuerda el de Andrei Tarkovski en Solaris– un mundo real aséptico, tecnológico y científico y uno virtual de pura ensoñación, al que ciertos cabos sueltos de la trama no le quitan del todo capacidad de sugestión.El guión de Kristina Buozyte y Bruno Samper (ella, de 33 años, es también la realizadora; éste es su tercer largo) presenta datos claves de modo entre descuidado y atropellado. Por qué el protagonista se presenta como voluntario para un experimento azaroso no es un detalle menor, que sin embargo no se aclara nunca. Que no se sepa bien quiénes son y qué quieren exactamente los que dirigen el experimento parece preparar el terreno para sembrar las semillas de un thriller conspirativo, al gusto de una época que sospecha de todo. Que en sus “viajes” al cerebro de Aurora Lukas divise, cada tanto, la sombra de un desconocido, apunta en el mismo sentido. (Al desconocido lo encarna Sharunas Bartas, famoso “autor” solitario del cine lituano.) Finalmente esa construcción conspiranoica se resuelve en un mero crimen de celos, tan decepcionante como descomedidamente bestial.Si no bestial, sumamente intensa es la sexualidad que en esos encuentros virtuales desarrollan los protagonistas, incluyendo deglución y uso erótico de manjares chorreantes, indiscriminadas orgías e intentos de penetración de parte de ella, que tiene un cuerpo hecho para el amor (físico). Amor físico y romántico: al estado de inercia en que se halla la relación con su pareja, Lukas opone la intensidad cuasi adolescente de sus encuentros virtuales. Encuentros que, reforzando la sintomatología adolescente, mantiene ocultos a los científicos y psicólogos a cargo del proyecto, que funcionan así como una suerte de padres simbólicos. Ante la falta de información del viajero (que para liberar su mente deposita el cuerpo en un líquido más o menos amniótico, como la pitonisa de Minority Report), la investigación se empantana. La zona narrativa que tiene que ver con ella, también.El tiempo y espacio paralelos, esos en los que Lukas y Aurora tienen pelo (en el mundo “real” ambos están calvos, para poder soportar en sus cráneos los cascos provistos de electrodos), se desenvuelven de modo “líquido”, en correspondencia con la materia en la que ambos se sienten sumergidos (Aurora fue a parar al hospital tras haber casi perecido ahogada). Como en los sueños, allí los espacios mutan, las velocidades se ralentizan, todo se vuelve misterioso y subacuático, lynchiano (incluyendo una visita a un teatro extraño, con telón que se alza solo). Es esa zona imprecisa la que da su mayor interés climático a esta curiosidad lituana, por otra parte excesivamente larga (más de dos horas).
El peligro de medirse con la naturaleza El 3D viene como anillo al dedo a una historia de supervivencia entre vientos huracanados y laderas que caen a pico. Y aunque el tema se prestaba para ello, el director islandés consigue relatarla reduciendo al mínimo los golpes bajos. A lo largo de 1996, doce personas murieron tratando de escalar el Monte Everest. La cifra fue record hasta el año pasado, en que la cantidad de bajas anuales se elevó a dieciséis. Eso no es nada: en abril de este año, los muertos fueron dieciocho. Hasta que sobrevenga un nuevo record y los editores del Guinness tengan que salir corriendo otra vez a actualizar sus datos. En lugar de preguntarse cuánto de deporte tiene una práctica con semejante nivel de mortalidad y por cuánto tiempo más se seguirá esponsoreando esta clase de suicidios en masa, en Hollywood llegaron a la conclusión de que pocas cosas podían ser más emocionantes que ascender a la montaña más alta del mundo y encontrarse allí con que no sólo falta el oxígeno, sino que la temperatura es de unos 50º bajo cero y los vientos de tal magnitud, que podrían arrancar de un solo soplido al Increíble Hulk, en caso de que éste haya decidido dedicarse al escalamiento. El resultado de ese razonamiento es Everest, rendición cinematográfica de la tragedia que tuvo lugar en mayo de 1996.La cuestión de fondo es la de siempre en esta clase de historias: el coraje de medirse con la naturaleza en versión triple X. Y la plata para hacerlo, también, teniendo en cuenta que el guía cobra 65 mil dólares por barba. El guía (el australiano Jason Clarke, conocido por sus protagónicos de La noche más oscura y El planeta de los simios: confrontación) arrastra, como corresponde también, cierto pasado traumático, que no le impide comportarse como líder firme y sensato. Está casado con una mujer escaladora, embarazada para la ocasión, que cuando el desastre se desate será capaz de entenderlo (Keira Knightley). A su grupo se suman un hombre que se está separando de su esposa (Josh Brolin y una morocha Robin Wright) y uno con problemas de alcoholismo (John Hawkes). Completan la plana Jake Gyllenhaal como rival histórico del protagonista, Emily Watson en el papel de encargada de la estación de control y el también australiano Sam Worthington como rescatista al que llaman cuando lo único que queda por hacer es consolar por handy a los que están muriendo congelados allá arriba.“Llamen a uno que se banque estas temperaturas”, parece haber sido el criterio de los productores, y dieron en el clavo. En el que es su trabajo más sólido desde que está en Hollywood, el islandés Baltasar Kormákur (conocido por su comedia 101 Reikiavik, donde Victoria Abril tenía un affaire muy hot con la mamá del protagonista) se muestra capaz de capear vientos huracanados, laderas que caen a pico, un 3D como anillo al dedo y chivos de la marca de ropa The North Face, que en 1996 todavía no existía. Personajes casi no hay, y en un punto, para lo tipificados que suelen ser los de esta clase de películas, es mejor. A Kormákur debe agradecérsele que aunque la cosa se prestaba, los golpes bajos están reducidos al mínimo, mientras que el drama de sobrevivencia contra los elementos está narrado como para poner los pelos de punta. A quien sea capaz de empatizar con un grupo de señores que meten la cabeza en la boca del lobo porque no tienen nada mejor que hacer, claro está. Y porque cuentan con los 65 mil dólares que sale el caprichito de matarse a 8800 metros de altura, en pleno Himalaya.
Miradas sobre la educación En un estilo crudo de “cine directo”, el realizador elige como protagonista el colegio Domingo Faustino Sarmiento. Y en su pintura de ese establecimiento permite abordar cuestiones que hacen al estado de la educación argentina, sin caer en el panfleto. El clasismo de afuera se reproduce adentro, con la división y mutua desconfianza que reina entre alumnos.Como lo hacía Escuela Normal (Celina Murga, 2012), Después de Sarmiento, ópera prima del realizador Francisco Márquez, echa luz, mediante una línea tangencial, sobre el estado actual de la educación pública en la Argentina. La tangente es la que traza un único y particular colegio secundario, cuyo funcionamiento se aborda mediante la clase de registro conocido como “cine directo”, en el cual la observación se practica más o menos en crudo, sin dejar a la vista las costuras de la intervención del narrador. El colegio elegido como protagonista –más que como “muestra”, concepto sociológico que apunta a generalizar por inducción– es el Domingo Faustino Sarmiento, ubicado en Libertad al 1200. Pleno centro de Buenos Aires, plena Recoleta. Alguien podría suponer que los alumnos son chicos ricos de la zona, pero los chicos ricos no aparecen aquí: migraron hace tiempo a los colegios privados. Otro acierto de Después de Sarmiento es el de dejar que el carácter metonímico, si lo hay, se imponga por sí solo, sin subrayados.Fundado en la década del 90 del siglo XIX, el colegio Sarmiento encarna en sí la historia de la educación pública en la Argentina. Después de Sarmiento hace manifiesta esa relación directa con la Historia, en una escena en la que distintas camadas de ex alumnos se reúnen para celebrar un hito histórico en la vida del colegio. Más allá de la curiosidad de que la actriz Antonella Costa sea escolta de la bandera, en ese acto asoman diferencias generacionales, abruptos cortes históricos. No parece haber lugar, entre los ex alumnos más veteranos, para representantes de clases medias empobrecidas, de sectores excluidos incluso, que sí abundan en el recorte de alumnado actual que la película muestra. Algo tendrá que ver con esas diferencias el hecho de que la instrucción secundaria sea, desde 2006, obligatoria. Lo cual ha permitido el acceso a la escuela a grupos sociales que antes no llegaban.Los ex alumnos se quejan de que el nivel de instrucción actual está muy lejos de aquél que ellos habrían disfrutado, y las clases de literatura que dificultosamente intenta llevar adelante la rectora y docente Roxana Levinsky parecen confirmar el abismo. El clasismo de afuera se reproduce adentro, con la división y mutua desconfianza que reina entre los alumnos de la mañana, donde hay más clase media (media-baja, sobre todo: de allí para arriba, los chicos de la zona fugaron hacia los privados) y los de la tarde, provenientes de los sectores más desfavorecidos. División que eclosiona en ocasión de una próxima elección para el centro de estudiantes, donde los alumnos más desprotegidos dejan ver un alarmante (y muy revelador) estado de sospecha ante toda forma de acción política.En ocasión de una convocatoria del Ministerio de Educación de la Ciudad para aportar proyectos dirigidos a una próxima reforma educativa, sobre el final de Después de Sarmiento la comunidad del colegio elabora, junto a representantes de otras instituciones, un audaz plan para hacer efectiva una inclusión a veces más pregonada que efectiva. Como queriendo confirmar esto último, el proyecto no es tomado en cuenta, cerrando la película con la clase de signos de interrogación que desde hace años atraviesan la educación pública en Argentina. Con lo cual el adentro y el afuera (del cine, en este caso) vuelven a mostrarse como reflejos mutuos.
La feria de las crueldades Un par de décadas atrás, el crítico Quintín postuló, a propósito del film chino Adiós mi concubina, una hipotética relación entre el academicismo cinematográfico y la crueldad. La asociación era insospechada, ya que si algo caracteriza el academicismo es el respeto a rajatabla por una presunta “corrección” cinematográfica, y la exposición de crueldades no parecía encajar en ese canon. Producción mayoritariamente del mismo origen que aquélla –pero dirigida por el francés internacional Jean-Jacques Annaud, conocido sobre todo por su versión de El nombre de la rosa–, Totem Lobo 3D parece hecha para darle la razón al ex crítico de la revista El Amante.Tratándose de Jean-Jacques Annaud es casi innecesario aclarar que Totem Lobo es una superproducción internacional: desde hace treinta años, el realizador de El nombre de la rosa y El amante no filma otra cosa que no sea eso. Incluyendo Siete años en el Tíbet, que como se recordará rodó en Argentina. Gracias a El oso (1988) y la menos conocida Dos hermanos (2004), cuyos protagonistas son una pareja de tigres de Bengala, Annaud se convirtió en algo así como un especialista en superproducciones internacionales con animales. Una experiencia asiática ya tenía: El amante (1992) fue filmada en Vietnam. Basada en una novela autobiográfica, Totem Lobo transcurre en Mongolia durante la Revolución Cultural. Podría transcurrir en cualquier época. Más allá de que los protagonistas (vehículos narrativos, más propiamente) viajan de Pekín a aquellas praderas para trabajar como maestros rurales, no llegan hasta esos alejados parajes ecos de purgas, levas forzadas ni violentos dazibaos.Como en La delgada línea roja y otros films de Terrence Malick, Totem Lobo narra la imparable decadencia de un ecosistema primitivo, a partir del ingreso del hombre de ciudad. Una de las grandes apuestas cinematográficas de los nuevos capitales chinos, la película de Annaud acumula sentidos, episodios y, sobre todo, desgracias. Hasta la llegada del agente externo, la relación de los pastores con los lobos es sencilla: tratan de que la manada se alimente de gacelas para que no se tienten con las ovejas y revolean a los lobos recién nacidos por el aire, cuestión de reducir drásticamente su población. Basta que uno de los maestros (a quienes curiosamente nunca se ve dando clase) tenga la peregrina idea de criar a un lobezno para que las calamidades se sucedan como efecto dominó.Organizada como si las escenas fueran cajas apiladas en un depósito, la feria de crueldades de Totem Lobo incluye a animales volados con dinamita y una secuencia increíble, en la que mientras el líder de la tribu agoniza como resultado de una voladura, su nieto corre riesgo de que le amputen el brazo por la mordida de un lobo, al tiempo que los pastores exterminan a tiros a todos los miembros de la manada.
La salvación a través del rock and roll Aunque cuesta olvidar que se está ante una de las actrices más conocidas de Hollywood, Meryl Streep consigue imprimirle credibilidad a su pintura de una cajera que por las noches sube al escenario y que, a través de la música, consigue ordenar sus desajustes familiares. ¿Meryl Streep como rocker? Ese es el gancho de Ricki and the Flash. La razón por la cual seguramente la película llegó a realizarse y que permitió el regreso al primer plano de Jonathan Demme, el realizador de El silencio de los inocentes y Filadelfia, quien para los cánones de Hollywood es algo peor que un rocker sesentón: un director de cine setentón. ¿Qué tal está Meryl Streep como rocker? Bien, como siempre. Aunque tal vez no tanto, porque nunca deja de sentirse que es Meryl Streep haciendo de rocker. ¿Y Jonathan Demme? Ni tan bien ni tan mal. Tratando de remar un guión convencional, lográndolo en ocasiones y haciendo la plancha en otras.Desde los comienzos de su carrera, Demme alterna entre rockumentales (Stop Making Sense, Neil Young: Heart of Gold, Storefront Hitchcock), películas más personales (Totalmente salvaje) y otras menos (Beloved, la propia Filadelfia, su remake de Charada). De modo semejante pero a escala, la guionista de Ricki and the Flash, Diablo Cody, pasó de la indie La doble vida de Juno a un pequeño engendro llamado Diabólica tentación, que flotaba a media agua entre lo camp, la exploitation y la rutina. Ricki and the Flash expresa esas tensiones constitutivas de Demme & Cody mediante la oposición entre la cultura rock y el establishment. Lo que en Escuela de rock llamarían The Man, pero sin un gramo de la autoconciencia paródica de aquélla.Con mechón lacio de un lado y trenzas del otro, Linda Brummel luce como –y tiene la personalidad de– una teen de la tercera edad. La piel sin cirugías de Meryl Streep y el maquillaje darkie alrededor de los ojos llevan esa condición al extremo. Como el chico que se va de casa de sus padres, un cuarto de siglo atrás Linda abandonó a esposo e hijos y se mudó a Los Angeles. Desde ese momento lleva una doble vida. Cajera de súper orgánico de día, rocker de noche, Linda –física y musicalmente emparentable con Bonnie Raitt– hace covers de Tom Petty, The Electric Light Orchestra y U2 en boliche estilo The Hard Rock Café, con el nombre artístico de Ricki Rendazzo (así, con “e”) y al frente de su grupo The Flash. Que no serán la octava maravilla universal pero, liderados musicalmente por un Rick Springfield ducho en cortes y punteos, no suenan nada mal.A partir del momento en que Ricki recibe un llamado de su ex (Kevin Kline), todo se organiza al estilo línea de puntos. El ex le pide que acuda en ayuda de su hija Julie (Mamie Gummer, hija de Streep en la vida real), hundida en la depresión tras ser abandonada por el marido. El resentimiento inicial de Julie, que no perdona a mamá no haber ido a su boda, da paso rápido a la identificación madre/hija, sector “rebelde” de una familia de lo más formal. De acuerdo al canon conservador del mainstream, en Ricki and the Flash los extremos se licúan en la conciliación, las segundas oportunidades no podrían ser más literales: mamá no sólo será invitada a la boda del hijo, sino que convertirá a todos los invitados a la religión del rock and roll. Invitados que, ante el mero anuncio de un tema de Bruce Springsteen, abren los ojos como si Madonna, Britney Spears, Miley Cyrus y Lindsay Lohan estuvieran por iniciar una orgía de a cuatro.¿Por qué Escuela de rock, basada en una premisa parecida, era una maravilla, y ésta está apenas por sobre la línea de flotación de lo convencional? Por obra del realizador y los actores, la película de Richard Linklater contagiaba al espectador el virus del rock como salvación universal y locura compartida. Tras permitirse sugerir que la protagonista se quedó en el tiempo (tiempo personal, tiempo musical), Ricki and the Flash termina haciendo de ella la sacerdotisa de una conversión final supercoreografiada, pero de modo deliberadamente desprolijo. Como un musical de los de antes, pero desprolijamente indie: así materializa Ricki and the Flash su propia conciliación entre extremos.
Por una nueva rebelión en la granja Fundamentalistas de la animación cuadro a cuadro, los creadores de Wallace & Gromit y Pollitos en fuga proponen aquí una película para los más chicos, protagonizada por un cordero rebelde. Y lo hacen con una pudorosa maestría británica. Shaun, el cordero es lo más reciente del estudio británico Aardman Animation, fundamentalistas de la animación cuadro a cuadro y creadores de Wallace & Gromit y Pollitos en fuga. A diferencia de aquéllas, Shaun, el cordero –de humor sencillo y naïf, menos dado a referencias y alusiones– está apuntada a un público más pequeño, aunque por supuesto los adultos no quedan excluidos. Poco conocido en Argentina, el cordero del título protagonizó, entre 2007 y 2014, una serie televisiva de cortos de siete minutos, en la que destacó como una clase bastante poco habitual de oveja rebelde. Su rebeldía es el disparador de este primer largo.En la granja donde Shaun –que es una cría– pasta junto a los suyos, los días se repiten. A la mañana, bien temprano, el granjero salta de la cama, se afeita, le pega un chiflido al perro Bitzer, juntos arrean a las ovejas y cuando cae la tarde, de vuelta al corral. Aburrido de tanta regimentación, un día Shaun organiza la (inocente) rebelión. Hacen desaparecer la tabla de horarios que organiza la rutina diaria, distraen a Bitzer con ayuda de un pato que cobra en rodajas de pan lactal por el servicio (y que tiene manos, como suelen tener todos los animalitos de Aardman), meten al granjero, que es de sueño muuuy pesado, en una casa rodante, y se toman el día libre. Pero, claro, la casa rodante se pone en movimiento y sale disparada rumbo a La Gran Ciudad (que se llama así), con el granjero tan dormido como Little Nemo en la clásica historieta de Winsor McKay. Preocupado por el destino del dueño, Shaun parte en su rescate, y detrás de él va el resto del rebaño.El estilo Aardman siempre fue abundante en peripecias, renuente a caracterizaciones y psicologías. Sigue siéndolo. La acción se deja llevar por el simple encadenamiento de sucesos, de uno en otro. Ni siquiera es efecto dominó, que presupone el empujón de cada secuencia por la que viene detrás. Tal vez por su ambientación campestre, Shaun, el cordero no es vertiginosa, ni frenética: las acciones se suceden con naturalidad, como sin planificación previa. Lo cual es muy propio del “dejarse llevar” de los chicos chicos. Los personajes están pintados, cuando esto sucede, con una única característica, que puede ser incluso colateral. La rebeldía de Shaun no es sistemática, lo único que caracteriza al granjero es su sueño pesado y aparece un villano, un empleado de lo que en Argentina tiempo atrás se conocía como “La Perrera”, que persigue a ovejas y corderos con una suerte de picana, asumiendo eventualmente algún don propio de Terminator.Lo que rige a los personajes no es su carácter, sino su simple condición de agentes de la acción: minimalismo animado, que recuerda la ausencia de psicologismo de mucho cine contemporáneo no animado. La política de eliminación de todo lo prescindible incluye el habla: los personajes no hablan ningún idioma conocido. Balbucean apenas una guturalidad entrecortadas, que recuerda la “lengua” de su connacional Mr. Bean. Escrita y dirigida por Mark Burton (con antecedentes como guionista, incluyendo Madagascar) y Richard Starzak (director de la serie), Shaun, el cordero es, en términos de animación, tan sencilla y minimalista como el proyecto todo. La técnica es transparente, con detalles que hacen visible la plastilina y la “lana”, de brillo bien sintético. Por mucho que domine la técnica de stop motion, Aardman tiene, en relación con su maestría, una ética de bajo perfil, muy británica. Casi como si les diera pudor hacerlo tan bien.
Los sinuosos caminos de la identidad Básicamente una película de carretera, con los cerros cordobeses ocupando el fondo de la imagen, la ópera prima de Lucchesi, premiada en la sección Generation de la Berlinale, tiene como protagonista a una niña que sale en busca de su padre ausente. Personajes a los que les falta una pieza para “completarse”, dramaturgia minimalista pero transparente, actuaciones contenidas pero comunicativas y una puesta en escena sobria y cuidada caracterizan cierta “línea media” del cine independiente, que en el orden local representan películas como Cama adentro, Las acacias o Atlántida, para nombrar algunas. Ganadora del premio Generation Kplus del Festival de Berlín 2014 y parte de la Competencia Oficial Argentina del Bafici, Ciencias naturales, ópera prima del realizador cordobés Matías Lucchesi (1980), viene a sumarse a ese contingente, trabajando sobre uno de los tópicos favoritos de este middle-of-the-road cinematográfico, la busca o reencuentro con el familiar perdido.Así como en La reconstrucción (Juan Taratuto, 2013) el protagonista se encaminaba al reencuentro con su hijo, en Ciencias naturales una niña no está dispuesta a dejar pasar más tiempo sin conocer a su padre. Lila, de doce años (Paula Hertzog, que ya estaba notable en El premio, 2009) se fuga del colegio pupilo ubicado en medio de las más ásperas serranías cordobesas, vence la voluntad de ocultamiento de la madre y arrastra a una maestra comprensiva llamada Gimena (Paola Barrientos) a salir al camino en busca de quien no conoce ni el nombre. La obstinación indeclinable de Lila, que recuerda a la de algunos congéneres del cine iraní de los años 90, y el paisaje seco y rocoso, que parece corresponderse con su carácter, son los protagonistas de Ciencias naturales.Con el auto de Gimena por móvil, la película se organiza como una road movie. Pero una en la que no se sale a la ruta para vagabundear, como en las de los ’60 y ’70, sino con un objetivo preciso, una meta a alcanzar. El recorrido no es azaroso sino lineal, uniendo las líneas de puntos que llevan, sin excesivos obstáculos, hasta el padre. Sobrevenido algún aparente sin salida surgirá, como una suerte de milagro laico, una pista que vuelve a poner sobre la pista a Lila y Gimena. Integrada por un personaje endurecido y otro dolorido (Gimena es viuda), la dupla central de Ciencias naturales tampoco escapa de cierto molde previo. Cama adentro y Las acacias, para citar dos de los ejemplos mencionados, giran sobre pares similares.Como otros films recientes del cine independiente argentino –Los salvajes, La araña-vampiro, La laguna, en cierta medida la propia La reconstrucción– Ciencias naturales trata los espacios abiertos como un personaje más. A diferencia de las tres primeras citadas, donde se ingresaba en él, aquí el paisaje se mantiene en segundo plano, recordando en buena medida el de un western, donde el entorno también funciona como medida del héroe. El segundo plano es lógico, en tanto Ciencias naturales es básicamente una película de carretera, con los cerros ocupando el fondo de la imagen. Actuada con precisión por un elenco que incluye tanto a Arturo Goetz y Sergio Boris como a un magnífico (y desconocido) Alvin Astorga en el rol del posible padre –y una Paula Hertzog que más que actuar su personaje parece poseída por él– Ciencias naturales está puesta en escena con encuadres precisos, que duran lo que tienen que durar y son tan parcos como casi todos los personajes (Gimena es una excepción, justificada por su rol).El director de fotografía, Sebastián Ferrero, tuvo el tino de elegir nubes en lugar de sol. Lo cual permite no sólo una luz difusa y pareja, sino un aire adecuado para la historia. Menos en línea con la sequedad requerida parecen un par de metáforas que aluden en forma directa a la heroína: la de la germinación de la semilla y la de la veleta que queda fija y orientada. La mayor limitación de Ciencias naturales parece tener que ver con que transcurre en un único plano, una única capa de sentido en la que, de modo casi tautológico, las cosas son como son y eso es lo que son. De allí el recurso a la metáfora, cuya función consistiría en proveer a la película de esa segunda dimensión faltante.
Cuando el cansancio viene reemplazando al ritmo Gracias a sus inicios como crítico y su obra cinematográfica, Peter Bogdanovich tiene bien ganado el carácter de gloria viviente de la cinefilia. Con sus artículos periodísticos y volúmenes de análisis y entrevistas con realizadores míticos (John Ford, Fritz Lang, Howard Hawks & Compañía) en los años ’60, Bogdanovich replicó, casi en soledad, lo que la crítica francesa venía haciendo desde una década atrás, reivindicando el cine clásico de Hollywood. Lanzado a la realización, arrancó con dos obras maestras (Míralos morir, 1968, y La última película, 1971), esparciendo, en el resto de su carrera, gemas en general poco reconocidas, como Nuestro amores tramposos (1981), Máscara (1985), Texasville (1990) y Noises Off (1992). Reducido desde hace un par de décadas a la realización de telefilms, diez años atrás filmó una película que lo mostraba ya con escasa tonicidad (Cat’s Meow). Ahora, con 75 recién cumplidos, firma esta catástrofe originalmente titulada She’s Funny That Way, que en Argentina se estrena con el título Terapia en Broadway.Con producción de Wes Anderson y Noah Baumbach, en Terapia en Broadway Bogdanovich intenta volver sobre la comedia coral, variante que en Nuestros amores tramposos y Noises Off había manejado con enorme timing y sentido coreográfico de la puesta en escena. Aquí se percibe, casi desde que suenan los primeros compases (Fred Astaire cantando “Cheek to Cheek”, como si fuera una de Woody Allen), que el cansancio ha reemplazado al ritmo y el desconcierto a la puesta. Una entrevista televisiva sirve como no muy apropiado hilo conductor para una serie de historias y personajes que no aglutinan bien. Alrededor de un teatro y un hotel cinco estrellas neoyorquinos giran, en una rueda que anda a los tumbos, un director teatral demasiado dado a las aventuras románticas (Owen Wilson, que no da el tipo), una call girl conocida como Glow, que quiere pasar a la actuación (Imogen Poots), el habitual personaje del actor mujeriego (el británico Rhys Ifans), la pareja del director, que lo descubre con la chica (Kathryn Hahn), el asistente de dirección, que también tiene una aventura con Glow (Will Forte, el hijo de Nebraska), y una psicoanalista totalmente loca, novia de éste y terapeuta de la rompecorazones (Jennifer Aniston).Al elenco principal se suma un batallón de comediantes a los que Bogdanovich busca rendir homenaje mediante la clase de apariciones breves a las que se conoce como cameos: Ileana Douglas, Cybil Shepherd, Deby Mazar, los veteranos Austin Pendleton y Joanna Lumley y hasta Quentin Tarantino, que aparece en los últimos 30 segundos, totalmente sacado, y se va. La película entera parece un cameo de una hora y media, rellenado con gags que se frotan sin hacer chispa (Owen Wilson hablando por dos teléfonos al mismo tiempo, todas las parejas dándose cita en el mismo restorán), juegos de puertas que suenan gastadas, reciclados de clásicos del rubro (prostituta aniñada, Imogen Poots “hace” de Audrey Hepburn en Muñequita de lujo; se repite un latiguillo tomado de una comedia de Ernst Lubitsch) y citas literales a todos los grandes de la comedia, que dan a pensar que Bogdanovich confunde un género con un altar. Lo que sí funciona son una serie de trompadas, surtidas con el timing, sorpresa y entusiasmo de quien sacude las polillas de la casa.