Te quisiera tener a mi lado Historia de un amor equivocado, el que una mujer mayor europea siente por su joven taxi girl dominicana, la nueva película de los directores de Jean Gentil tiene total empatía con sus personajes y filma su entorno en las antípodas de la tarjeta postal. “Y te quisiera tener/ a mi lado para siempre/ Pero por mi mala suerte/ no gozo de tus placeres/ Y si tú a mí no me quieres/ va a ser causa de mi muerte”, canta en el comienzo, tan profético como un coro griego, el veterano bolerista Ramón Cordero. Coproducción entre República Dominicana, Argentina y México que viene de presentarse en el festival de cine lgbtiq Asterisco, Dólares de arena es la historia de un amor equivocado. El que una mujer mayor europea siente por su joven taxi girl dominicana. Codirigida por la realizadora de ese origen Laura Amelia Guzmán y el mexicano Israel Cárdenas (de quienes se habían conocido, en el Bafici, Jean Gentil, y en el DocBuenosAires Carmita), Dólares de arena trabaja sobre una premisa argumental muy semejante a la de Paraíso: Amor, film del austríaco Ulrich Seidl estrenado aquí el año pasado. Con una diferencia de fondo, que tiene que ver con el punto de vista adoptado: lo que en aquélla era distancia cruel, aquí es fatal empatía con la que ama a quien no le conviene.No sólo la letra del bolero resulta profética, sino la expresión infinitamente apenada de Cordero. En la secuencia siguiente se ve a la morena Noelí (Yanet Mojica) alternar con unos turistas veteranos en la playa, pedirle a otro su cadenita de plata y venderla a un revendedor, junto a su novio (Ricardo Ariel Toribio). A continuación, Anne (Geraldine Chaplin), equivalente femenino de los caballeros de la secuencia previa, le confiesa su amor a Noelí, tirada junto a ella en la cama. La diferencia entre unos y otra es que aquéllos saben qué es lo que Noelí les puede dar y qué lo que no. No habría conflicto, ambigüedad ni interés si Noelí se comportara como una garrapata lisa y llana, chupando sin complejos la sangre del pobre bicho. Sin embargo, algo parece sentir Noelí por su fuente de dólares. Aunque ciertamente no deja de requerírselos. La misma ambivalencia del chongo keniano que en Paraíso: Amor desorientaba a la veterana turista austríaca.Anne parece tan perdida en ese destino tropical –que Guzmán y Cárdenas filman sin la menor concesión a la tarjeta postal– como perdidamente enamorada de Noelí. La observa arrobada mientras la otra baila salsa, abre su billetera no sin desconfianza, le pega un cachetazo y a la escena siguiente la está invitando a irse con ella a París. Un amigo inglés intenta advertirle sobre las diferencias entre ilusión y realidad y Anne comparte sus dudas. Pero sigue adelante con su proyecto, aunque ella misma no sabe qué va a hacer de vuelta en Europa. Maquillada con un exceso de delineador, el rostro tristísimo de Anne recuerda por momentos al de un payaso. Si no llega a serlo, es gracias a la relación que la cámara establece con ella. Una relación franca, directa, atenta, que la saca del estereotipo y le devuelve su condición de individuo único, cuyas razones o falta de ellas permanecen, finalmente, en el misterio.Anne se fue de su país porque no era dichosa allí, pero en esa playa paradisíaca no deja de ser la turista con dólares, la europea blanca, la gringa. De ese desfase profundo tal vez devenga la tristeza de su mirada, que no la abandona ni en los momentos de mayor intimidad con la amante. Aunque Noelí es, como bien definen los propios realizadores, “una prostituta que no sabe que lo es”, la intimidad no significa lo mismo para ambas. Aquí, un dato que no cierra bien y genera desconcierto: que ambas se conozcan desde hace tres años. Demasiado tiempo de ceguera para el amour fou de Anne, demasiado para una clase de relación que se puede suponer más breve.La relación entre cámara y realidad filmada diferencia a Dólares de arena de una película que es como su prima hermana: Bienvenidas al Paraíso (Vers le sud), el film de Laurent Cantet en el que Charlotte Rampling y sus amigas compraban sexo, en un balneario que bien podría ser vecino de éste. Filmada de modo impersonal, sin hallar jamás un punto de vista orgánico en relación con sus personajes, en la película de Cantet éstos funcionaban como eso: como meras funciones del relato. El carácter observacional de los planos, su cadencia, la relativa autonomía de una línea dramática o de sentido lineales, dan su respiración a Dólares de arena, dotando a lo real-filmado de una ambigüedad que empareja al espectador con la desorientada Anne. Un rol perfecto para Geraldine Chaplin, cuya extrema delgadez, piel quebradiza y eventual nerviosismo siempre lucieron como signos de una profunda angustia interior.
Elogio de la resistencia Realización de dos cineastas barilochenses que desempeñaron todos los rubros, el documental de Fernando Molina y Nicolás Bietti sigue de manera ejemplar a los empecinados pobladores de una comunidad del sur chileno azotada por las calamidades. “Estoy seguro de que el bote está enterrado acá”, dice el Turco, saliendo por un instante de su ensimismamiento y señalando, en una foto, lo que alguna vez fue un terraplén y ahora es un brazo del río. “Debe ser un castigo de Dios, ¿no?”, especula otro poblador, con las paredes de lo que fue su casa todas tapizadas de imágenes cristianas. En verdad, la suma de desgracias padecidas por los pobladores de Chaitén, pequeño pueblito pesquero del sur de Chile, invita a pensar en que alguna fuerza superior –bíblica o no– descargó todas sus furias, una detrás de otra. Primero el volcán vecino entró en erupción, arrasando el pueblo y llevando a que las autoridades lo evacuaran y cerraran. Después las lluvias hicieron desbordar el río, inundando las calles y convirtiendo los sedimentos volcánicos en capas de barro en las que se hundió todo: viviendas, autos, embarcaciones, bienes. Más tarde, un incendio no pudo ser conjurado, por un corte de agua preventivo, resuelto por la intendencia del lugar. Y a pesar de eso, el Turco y otros más volvieron al pueblo, desafiando la decisión de las autoridades, y no piensan abandonarlo.Retrato de una comunidad al borde de la extinción, y también de una resistencia que tal vez responda a una ciega tozudez o a la íntima convicción, Refugiados en su tierra llega a la cartelera porteña tan sola como se hizo. Película de dos cineastas barilochenses que la produjeron, escribieron y filmaron, desempeñando todos los rubros, como lógica continuación de esa tozudez o convicción de Fernando Molina y Nicolás Bietti, Refugiados... se estrena en una única sala porteña, la del Incaa Km 0 Gaumont, sin campaña de lanzamiento, servicio de prensa ni nada parecido. Un simple mail personal alertó a Página/12, encima de la fecha, que este film exhibido y premiado en casi medio centenar de festivales se estrenaba en Argentina, dos años más tarde de haberlo hecho en Chile. Así son las cosas en el planeta del cine independiente, cuyos pobladores están habituados a resistir con tanta tozudez o convicción como los de Chaitén. Sin tantas ni tan graves calamidades encima, claro.Conviviendo durante nada menos que cuatro años con el millar de pobladores refractarios a emigrar (el documental como producto del tiempo, como suele suceder), el film de Molina y Bietti documenta el estado de cosas en Chaitén desde mediados de 2008, tras la erupción del volcán y las lluvias e inundación posterior, hasta 2012, cuando tiene lugar una resolución que no se anticipará, para no andar espoileando (sí, un documental puede trabajar sobre una incógnita a resolver). Por razones de organización narrativa, el relato se centra sobre tres personajes: el Turco, que pasa las horas sin su barca, y otros dos cuyo nombre se ignora. Uno es el anciano resignado ante el castigo divino, y otra, la mujer que en reuniones y asambleas aparece como la más resuelta, lúcida y combativa de la comunidad. “Tu casa está donde estaba”, le dice el Turco a un vecino que vuelve al pueblo. “Sí, donde estaba, pero hundida”, contesta el otro en un alarde de humor negro de a dos.Si las viviendas que quedan más o menos en pie no tienen luz ni agua, si el río en cualquier momento puede desbordar otra vez, si las autoridades cerraron el pueblo, ¿qué sentido tiene quedarse? ¿Para qué? Habrá que preguntarles a estos últimos resistentes de Chaitén, que se aferran a lo que incluso ya ni tienen. Molina y Bietti tienen claro qué hacer: quedarse allí mientras quede un vecino en pie, registrando un proceso que si algo no tiene (no puede tener) son acontecimientos. Básicamente nada pasa. Más allá de unas grúas paleadoras, el barro no baja. Los vecinos se reúnen en asambleas que recuerdan a las de Tierra y libertad (Ken Loach, 1995), pero no terminan de ponerse de acuerdo en qué reclamar al gobierno: si agua, si luz, si terraplenes para frenar el posible avance del río. El Turco piensa, medita, calla, le da vueltas a un problema al que no le halla solución. Su derrumbado silencio recuerda al de Yekaterina Golubeva en Few of Us, de Sharunas Bartas (1996), que también documentaba los últimos días de una comunidad en extinción. Con una diferencia nada menor: no es seguro que la de Chaitén se extinga.Salvo unos minutos de más en el metraje final, Molina y Bietti aciertan en todo. Los planos mudos y elocuentes, la duración y espesor de cada uno de ellos, la narración en estricto presente, el relato que sabe tanto (o tan poco) como sus protagonistas, la oscuridad del encuadre, que reproduce la de un lugar sin corriente eléctrica, el prolijo y exacto suministro de información esencial de contexto, mediante carteles que aparecen al comienzo y al final. Sin excluir la extraordinaria secuencia inicial. Tormenta salvaje desatada en la noche, entre relámpagos que iluminan y oscurecen, ráfagas de viento sacudiendo la columna sonora, la potencia visual y sensorial en estado puro de esa secuencia recuerda los primeros tiempos del cine, cuando el arte nuevo se dejaba arrastrar por las fuerzas de la naturaleza, un siglo antes de refugiarse para siempre en la protegida comodidad de lo digital.
Sobre el imperativo kantiano Basada en la novela que Heinrich Von Kleist escribió en el siglo XIX, esta versión del francés Des Paillères puede ser vista como una parábola sobre la dignidad individual, los atropellos de los poderosos o los principios personales en grado de fanatismo. Por dos caballos negros y el capricho de un señor, Michael Kohlhaas, que supo ser un hombre respetable, hacendado de familia, se convertirá en marginal y bandolero, líder de una banda de irregulares perseguidos por las autoridades de la región. Una vez producido el atropello, este hombre manso no aceptará nada que no represente la justa retribución. Ninguna concesión, ninguna negociación, ninguna renuncia. Basada en la novela que Heinrich Von Kleist escribió en el siglo XIX sobre una historia ocurrida tres centurias más atrás, esta segunda versión de Michael Kohlhaas (a fines de los ’60 Volker Schlöndorff dirigió la anterior) puede ser vista como una parábola sobre la dignidad individual, los atropellos de los poderosos o sobre los principios personales en grado de fanatismo.Presentada en Cannes 2013, esta versión gala de una leyenda alemana presenta al danés Mads Mikkelsen hablando en francés, como héroe semiexcluyente de una tragedia de tiempos feudales. Kohlhaas cuenta con el permiso de la princesa del lugar para atravesar sus dominios con su hacienda, pero una mañana se topa con un joven barón que parece tener otras ideas. Deberá dejar, a modo de consignación, dos caballos elegidos por el noble, retirándolos a su regreso. Ya en esa primera escena se adivina que lo que está en juego entre ambos es una cuestión de poder, más allá de una dádiva más o menos, y que ninguno dará el brazo a torcer. No los asisten, desde ya, razones parejas. El joven barón quiere imponer su arbitrio, Kohlhaas pretende que se respeten los derechos acordados. Sí los iguala una misma obstinación.No es raro que Franz Kafka tuviera a la novela de Kleist en su más alta consideración: como la de los héroes de El proceso y El castillo, la de Kohlhaas es una épica condenada de antemano al fracaso, por una cuestión de relaciones de poder. Una épica absurda, teniendo en cuenta sus posibilidades de éxito, a la que sólo el plano de la ética personal justifica. Y con un remate que acentúa la sensación de absurdo, de destiempo o desfase. Mueve a Kohlhaas una suerte de imperativo kantiano: hacer lo que hay que hacer, más allá de la eventualidad del resultado. Con exclusión del paralelismo de sentido, nada remite a Kafka en Michael Kohlhaas. Cero alegoría aquí: en su opus 4, el hasta aquí desconocido Arnaud des Pallières opta por una forma de realismo austero y radical.En las antípodas de lo que el academicismo impone para el género “cine de época”, Des Pallières no se relaciona con la Historia como lo haría un curador de museo, obsesionado hasta la manía con la reconstrucción precisa, obsesiva, inevitablemente excesiva y desgraciadamente lujosa de cada detalle de vestuario y ambiente. El realizador francés le quita la mayúscula al género: en Michael Kohlhaas importa menos la Historia que la historia. Todo lo que sucede parecería estar ocurriendo ahora, en presente y en realidad, sin que las cosas tengan el brillo propio del espectáculo. Comparar el film de des Pallières con Corazón valiente permite advertir otra diferencia, esta vez entre la épica (de aquélla) y la crónica (de ésta).A partir de determinado episodio familiar, la anécdota aproxima el film de des Pallières al de Mel Gibson. Lo que diverge por completo es su tratamiento, tono e intención. Allí la tragedia se hacía explosiva, cuestión de pulsar a fondo el mecanismo de identificación automática entre el espectador y el héroe. Aquí es siempre sobria, cotidiana, asordinada. No se apunta a la identificación sino a la observación, eventualmente el análisis. Una lástima que se hayan “corregido” algunas facetas del personaje real, más interesante tal vez en el carácter sanguinario que la historia le atribuye que como el aplicado proveedor de justicia, incluso entre la tropa propia, que Des Pallières construye para él. Otro punto débil es el personaje de la hija, que crece más en centimetraje fílmico que como focalización de algún punto de vista.Con un Mads Mikkelsen cuya fuerte presencia –de dejo melancólico aquí, como paladeando de antemano todo lo que va a perder– explica que haya sido archivillano Bond en Casino Royale y venga de ser el nuevo Lecter en la serie Hannibal, el elenco de Michael Kohlhaas se presenta rociado de grandes nombres. Sometiéndose a una lengua que le es tan ajena como al protagonista, Bruno Ganz hace de gobernador, única autoridad que simpatiza con el héroe; Sergi López compone una suerte de Sancho Panza catalán, y el Denis Lavant de Malasangre y Bella tarea completa, en el papel de predicador, la plantilla de famosos.
Arnie prometió volver, y ahora cumple Retirado de la política, el ex gobernador de California vuelve a la saga que en 1984 lo vio nacer como una suerte de Adán anabólico y confirma que es el único patovica de Hollywood que usa de modo creativo su sentido del ridículo. “¡Llamen a Arnie!” El grito habrá resonado en todo Hollywood tras la poco atractiva Terminator - La salvación (2009), que tenía poca relación con la trilogía inicial. “¡Vuelvan el tiempo atrás!”, habrá reclamado algún productor, refiriéndose tanto a la saga misma como a los rulos temporales que le son propios. Ambas solicitudes se cumplen en Terminator Génesis, quinta entrega de la serie fílmica iniciada por James Cameron en 1984. Ver de vuelta al gran Arnie siempre es bueno: el austríaco es el único patovica del cine que usa en modo creativo su sentido del ridículo. Volver a experimentar mareo por las idas y vueltas en el tiempo tampoco está nada mal: el pueblo quiere dos, tres, muchas más Terminator. Claro que si Schwarzenegger queda casi del todo confinado a la mera función de distensión cómica, ya no es lo mismo. Como tampoco lo es que en varios pasajes se caiga en las sobreexplicaciones científico-técnicas que abruman la ciencia ficción de hoy en día. O que al conjunto le falte esa “quinta velocidad” que las películas verdaderamente buenas ponen por sobre las demás.Dirigida por el televisivo Alan Taylor (capítulos de Los Soprano, Mad Men y Juego de tronos, antes de ponerse al frente de la segunda Thor), sobre guión de Patrick Lussier y Laeta Kalogrydis (la Alejandro Magno de Oliver Stone, La isla siniestra de Scorsese), Terminator Génesis se inicia en el año 2029, cuando John Connor (el australiano Jason Clarke) envía a su hombre de confianza, Kyle Reese (Jai Courtney, del mismo origen), en viaje hacia atrás en el tiempo. El objetivo: impedir que su madre, Sarah Connor (la británica Emilia Clarke, Daeneris Targaryen en Juego de tronos), sea asesinada por un Terminator enviado a tal efecto. El lugar al que Reese tiene que arribar es la ciudad de Los Angeles. El año, 1984. En otras palabras, y como en tantas operaciones recientes de reseteo cinematográfico, vuelta al origen (de allí, y no de alguna connotación mítica, el título de la película).Ese regreso se hace literal gracias a una buena reescritura, por vía digital, del comienzo de la primera Terminator. Ese en el que Schwarzenegger se presenta como un Adán anabólico, con una misión digna de Caín. “Soy más que un profeta”, dice en esa línea mística John Connor, cuyas iniciales se corresponden con las del Salvador al que la fe cristiana rinde culto. Pero estamos en tiempos en que ni Jesús se libra de la sospecha, y Génesis es una Terminator de estos tiempos. Con el espíritu de época se corresponde también la idea de que tanto el pasado como el futuro son reescribibles. Idea que Terminator Génesis concreta con generosidad y alguna explicitez. Esa idea de reescritura hacia atrás y hacia adelante previene a la película, además, tanto de la tentación retro como de la previsibilidad dramática.En otra evidente sintonía con el zeitgeist de la época, Sarah Connor no es ahora ninguna oscura camarera, sino ya una guerrera en tiempo y forma, que recibirá a su protector sin inocencia y hasta guiándolo en todo el trayecto. A su vez, el envejecido T-800 de Schwarzenegger (el actor tiene 68) da un paso más (o menos) con respecto a su condición de ángel guardián de Terminator 2 (1991) y 3 (2003), comportándose de un modo que justifica que la chica lo llame “Pops” (algo así como “papi”). Exhibiendo canas, forzada sonrisa de perro guardián y camperón militar, el T-800 repite como un mantra que está viejo, pero no obsoleto.Como efecto cómico –y ese es básicamente el rol que se le asigna al ex gobernador de California–, el guión de Terminator Génesis echa mano del latiguillo (“Volveré”, avisa ridículamente el T-800, antes de tirarse de un helicóptero) y la autorreferencia. La película entera puede verse como una gigantesca autorreferencia de 2 horas 6 minutos: el playback del inicio de la primera, el regreso al año 2019 para impedir el Juicio Final de la segunda y un comienzo en el que, como en la tercera, las máquinas reinan. Autorreferencias, acumulación y variaciones. En tren de “engorde” argumental, todo tiende a duplicarse: viajes temporales, tiempos alternos y Terminator malos –al primero de ellos, que recuerda al exterminador mercurial de T 2, lo encarna el coreano Lee Byung-hung, a quien los cinéfilos conocerán de A Bittersweet Life y The Good, The Bad and the Weird–, así como vueltas de tuerca argumentales (otro rasgo típico de los tanques actuales) y comic reliefs.En ese último carácter, a Arnie se le suma el también grande J. K. Simmons, que hace de un policía a la antigua, “puesto” en la película con bastante calzador. En tren de debilidades deben sumarse algunos actores (Jason Clarke sobreactúa, su tocaya pero no pariente Emilia Clarke hace lo contrario), pero sobre todo una falta de grandeza cinematográfica muy propia del cine de la época, en el que no por nada suele no circular el nombre del director. Falta de grandeza que intenta suplirse con un efecto multiplicador al que obviamente hay que sumarle un vasto surtido de consabidas y correctamente resueltas (pero no más) secuencias de hiperacción. Sumergida en la bruma visual propia del 3D, que colabora con la sensación de poco brillo, la nueva Terminator no es mala. Eso nunca es del todo bueno.
A falta de pan, buenas son tortas Típica comedia de enredos, la película española más vista en toda su historia, con diez millones de espectadores, corre el riesgo de ser apenas un acontecimiento propio del folklore nacional. Tanto como pueden serlo la sangría o la sangre del toro. 8 apellidos vascos se estrena en Argentina cuando en España termina de filmarse su secuela, Nueve apellidos vascos, con estreno previsto para 2016. Presentada en su país un año atrás, esta típica “comedia de enredos” es, sin más vueltas, la película española más vista en toda su historia. Diez millones de espectadores (el 25 por ciento de la población, cifra asombrosa) y la friolera de 60 millones de euros recaudados en su territorio certifican el carácter de fenómeno, que cuenta con todos los elementos de identificación local necesarios. Por eso mismo corre el riesgo de convertirse en un suceso propio del folklore nacional. Tanto como pueden serlo la sangría o la sangre (del toro). Fuera del ámbito de recepción al que parece prioritariamente dirigida, la película dirigida por el veterano amanuense Emilio Martínez-Lázaro queda reducida al hueso: una comedia romántica que no se corre ni un pasito del canon, y que como fondo explota extensivamente clichés regionales.Escrita por los vascos Borja Cobeaga y Diego San José (que habían trabajado juntos en la muy buena comedia “a la americana” Pagafantas, 2009), 8 apellidos vascos (que en España se estrenó, curiosamente, como Ocho apellidos vascos, con letras) es un mash-up de dos comedias previas, ambas francesas. Una es reciente y tuvo un éxito semejante en su país, así como escasa repercusión en el extranjero. Se trata de Bienvenue chez les Ch’tis, que aquí se estrenó con el título Bienvenidos al país de la locura y pasó justamente inadvertida. La otra es lo que podría considerarse un clásico: La jaula de las locas. Como en la primera de ellas, 8 apellidos confronta a gente del sur con la del norte, aunque es verdad que usando el estereotipo, en lugar de hundirse en él. Como en la segunda, se hace necesario disimular la verdadera condición frente al suegro, representante de un canon rígido. En este caso no se trata de una veterana pareja gay y un matrimonio de representantes del establishment, sino de un novio sevillano y un suegro vasco.Que la película piensa trabajar sobre el cliché, y no simplemente reproducirlo, lo revela la escena inicial, en la que una típica bailaora resulta ser nativa del País Vasco. Y no de La Vascongada, como dice el muchacho que la echa de un colmao a los empellones, sin que ni ella ni ninguno de los parroquianos reaccione frente al atropello de género. Tampoco lo hace la propia película, en un momento que es como para levantarse e irse. Van unos cinco minutos de proyección y es el punto más bajo de 8 apellidos vascos, que por suerte en el resto del metraje no resulta el alarde de misoginia en armas que el comienzo prometía. Tampoco la entrega al estereotipo que el propio esquema dramático pudo haber motivado.Salvo algún que otro “toque” en ese sentido, la película no se hace cargo de los prejuicios típicos de una cultura en la que cada región parecería funcionar como planeta lejano. Son el novio y sus amigos quienes tienen ciertas ideas sobre los vascos (que son brutos y primitivos, básicamente), así como el candidato a suegro no puede ver a un sevillano, por la sencilla razón de que un tipo de ese origen le sopló a la esposa. Con excepción de unos de tarjeta postal que cierran la película, los sevillanos tampoco se la pasan de cantejondo en exageración. Lo más conservador de 8 apellidos vascos es su esquema de género, que cumple paso a paso todos los que prescribe el manual de la comedia romántica.El guión de Cobeaga y San José arma dos parejas imprevistas, a falta de una. Una de jóvenes (Dani Rovira tiene gracia, Clara Lago no mucha) y otra de mayores (Karra Elejalde tiene más ocasión de lucimiento que Carmen Machi). Es en ese reparto de oportunidades donde puede adivinarse una disparidad de género, subyacente ya en el guión. Con humor algo rústico y tirando a elemental, si se sobrelleva la sumisión de género (sexual y cinematográfico) puede disfrutarse de alguna que otra escena. De los diálogos, poco y nada. Como sucede con nueve de cada diez películas españolas, la suma de un habla basada en el gruñido corto y un sonido poco claro impiden entender casi por completo los gags verbales, que no son escasos.
Seres en busca de un villano favorito No hacía falta ser Nostradamus para augurar, cinco años atrás, una creciente exposición mediática por parte de los minions. Como sucedió con los pingüinos de Madagascar en relación con su película madre, estas criaturitas que remedan gigantescas cápsulas farmacológicas de color amarillo se robaron, en buena medida, la primera y segunda Mi villano favorito. Era de prever que la Universal los iba a multiplicar en forma de merchandising, cortos y, finalmente, largo propio. Eso es lo que sucedió. Pero algo pasó entre esos minions que ponían patas arriba, como Ellos proliferantes, el ordenado laboratorio de ese tipo jodido llamado Gru, y estos que son más un mero producto que seres de alguna clase.Como prescribe el Manual de Películas de Relanzamiento (aunque ésta es más lanzamiento que relanzamiento), Minions se remonta al origen de estas cápsulas vivientes, ubicándolo en tiempos prehistóricos y repasando su Grandes Exitos a través de los siglos. Codirigida por el francés Pierre Coffin (codirector de Mi villano favorito), la película da un sentido a la vida de los minions, para decirlo con lenguaje trascendentalista. Como sabuesos en formato sintético, no saben vivir sin un amo. Pero el amo no tiene que ser bueno, sino todo lo contrario. Como los protagonistas de la serie El túnel del tiempo, los minions caen siempre justo en fechas clave para la humanidad, ocupándose de embarrarlas, producto de su torpeza infantil. Apresuran la extinción de los dinosaurios, despiertan a Drácula corriéndole la cortina por la mañana, derrotan sin querer a Napoleón. Simpático cortito de gags: hete allí una clave de por qué esa secuencia funciona y la película no.Como ciudadanos de un país dictatorial (¿involuntaria autorreferencia a Hollywood?), los minions son todos iguales. No sólo físicamente. Ninguno de ellos (y son montones) tiene alguna característica que lo distinga, que permita empatizar con él. Cuando funcionan como un único organismo quilombero –lo que sucedía en las Villano, y también en la secuencia inicial de ésta–, tienen gracia. Puestos en situación de protagonistas, con una determinada motivación a sostener durante 90 minutos, no. Mucho menos cuando de la masa indiferenciada se destacan tres que, con la misión de encontrar un villano a quien servir, van a parar a Nueva York, en plenos tiempos de Nixon, rock y Amor & Paz (drogas no, es un film infantil).Doble debilidad, en ese punto. Por un lado, la única diferencia entre los tres es que uno, ligeramente más alto, se comporta como hermano mayor. Por otro, la propia causa que los mueve (servir a alguien, como el tema de Dylan) denota su naturaleza de secundarios. Condición que la película, estirada y con una gracia esforzada, no hace más que confirmar. Echando mano del maniqueísmo dramático de rigor, Scarlett Overkill, la villana que se les opone, es tan poco pertinente como graciosa. De su mano, la película deriva al final bélico que toda producción clase A de Hollywood se supone debe tener, con superarmas, grandes explosiones y poderes de superhéroes. En el original, la voz de Scarlett Overkill es la de Sandra Bullock. En la versión doblada, única que llegó hasta aquí, Thalía. No es erróneo que la haya puesto de mala, pensándolo bien.
El peso del pasado que vuelve Como pocas películas del cine argentino reciente, el opus 4 de Ezequiel Acuña se expresa y construye en términos exclusivamente cinematográficos. Así, un viaje en el tiempo y el espacio se convierte en una historia tan luminosa y melancólica como la música que lo justifica. En tiempos en que las películas argentinas con más “bombo” decepcionan, La vida de alguien –que llega a la cartelera con el único bombo de haber sido parte de la Competencia Internacional de la última edición del Festival de Mar del Plata– sorprende por su nivel de decantación. Como pocas películas del cine argentino reciente (y del no argentino, también), el opus 4 de Ezequiel Acuña (Nadar solo, Como un avión estrellado, Excursiones) se expresa y construye en términos pura y exclusivamente cinematográficos. Aquí no hay un tema “de hondo interés humano”, político o social, de esos que dan la impresión de estar frente a algo más grande o importante que una mera película. No hay pretensiones de hablar de nada que no sea lo que les ocurre a los personajes. Ni de lograr la clase de lindas fotografías que llevan a que mucha gente suponga estar frente a “bellezas” de película. No hay actores sacándolo todo afuera, grandes intensidades dramáticas o exacciones emocionales para con el espectador. Hay una historia que se arma de modo casi imperceptible, protagonizada por personajes (y actores) reacios a toda efusión escénica, puesta en escena con la clase de virtuosa funcionalidad que caracteriza a las películas que merecen llamarse tales.El modo en que el pasado pesa en La vida de alguien parece de cine negro. Aunque la película –coproducida por el chileno Alberto Fuguet y escrita y coeditada por el propio Acuña– no tenga en la superficie nada que la ligue a esa variante de policiales ni a ninguna otra. Salvo la clase de abatimiento que los errores cometidos producen en los (anti)héroes noir. Tanto como lo producen en el Guille de La vida de alguien (Santiago Pedrero), que en el plano inicial de la película significativamente regresa en el tiempo y el espacio. Vuelve a Mar del Plata, donde unos diez años atrás vivió junto a sus amigos el tiempo dorado de la juventud, con la intención de retomar las viejas canciones que él y sus compañeros de grupo nunca llegaron a grabar.Para ello se reúne con Pablo (Martín Castelli, el “gordo” de Excursiones, repitiendo un papel con mucho gato encerrado), pero no con Nico (Ignacio Rogers, protagonista de Como un avión estrellado), que se fue de viaje y nunca volvió. Se les unen un bajista y un batero. Y, sobre todo, Luciana, que canta y toca teclados (Ailín Salas, una de las chicas clave del cine argentino del último lustro). Como en una comedia clásica, algo que La vida de alguien tampoco es, en el momento mismo en que se conocen se adivina que algo hay entre Guille y ella. Pero en el mundo Acuña los sentimientos no se tramitan en velocidad, por lo cual la manifestación de esa química latente puede llegar a llevar toda la película.El “argumento” de La vida de alguien es nada. Nada que no se haya visto mil veces: un grupo que se reencuentra, las ganas de llenar un bache, mucha música en vivo (tocada por los miembros del grupo uruguayo La Foca, en cuya historia se basa la película), una love story incipiente, celos y rivalidades de artistas, un productor cuya pinta de chanta (Julián Kartun, elección inmejorable) no parece en vano, un comeback que podría fracasar. Como en toda película en serio, en La vida de alguien lo que importa no es el argumento sino la forma. La forma en que está narrada, la forma en que está filmada. Acuña narra en tres tiempos, duplicando los pasados (algo que se comprende en el último acto) y dosificando las referencias al amigo faltante. De modo que su figura, su enigma, flotan sobre el relato como un fantasma más vivo que los que parecen vivos, pero paradójicamente se comportan como fantasmas de sí mismos.Hay una escena absolutamente notable en La vida de alguien, cuando en medio de la grabación de un programa de televisión bastante lamentable (lo conduce Martín Piroyansky, que también aparecía en Excursiones) la voz de un oyente de pronto convierte esa mesa en algo parecido a una sesión espiritista. En la misma escena, suaves travellings en redondo construyen el espacio. En los primeros minutos, el estado de duermevela de Guille a bordo del ómnibus lo lleva a mezclar recuerdos de tiempos superpuestos, anticipando no sólo información temática esencial sino la estructura misma de la película.Fotografiada por el extraordinario Fernando Lockett (DF de las películas de Matías Piñeyro, de donde también viene Julián Larquier Tellardini, que hace del bajista del grupo), La vida de alguien tiene una cámara de una organicidad modélica. Planos abiertos en exteriores y también en los interiores de un conservatorio en el que Guille se siente pequeño (así como todo el tiempo se lo nota desajustado de todo: admirable interpretación de Pedrero). Planos bien cerrados, con un teleobjetivo que permite difuminar todo lo que no son sus rostros, para las escenas de proximidad entre Guille y Luciana. Y, sobre todo, planos sostenidos sobre el tan filmable rostro de Ailín Salas, tanto como Jean-Luc Godard sostenía los suyos sobre la magnética Anna Karina en Vivir su vida. La música de La Foca es luminosa y melancólica. La vida de alguien también.
Viejo teatro argentino En La novia polaca (1998), un granjero solitario daba refugio, al borde de las pasturas holandesas, a una mujer de aquel origen, que buscaba ponerse a resguardo de los tratantes que la habían explotado. En la coproducción brasileño-argentina Al oeste del fin del mundo no hay tráfico humano ni nada semejante, pero la situación básica se parece mucho. No se trata ya de los Países Bajos, sino de la Mendoza más árida, con la cordillera por marco, ni de un granjero, sino del dueño de una estación de servicio, tan poco amigable como aquél. La mujer brasileña que anda por allí de paso, intentando llegar a Santiago, no consigue que nadie la lleve a dedo, por lo cual se irá quedando como sin querer. Cuando quieran enterarse, ella le estará cocinando y él habrá dejado de echarla. Como sostenían las abuelas en tiempos jurásicos, en Al oeste del fin del mundo al hombre se lo conquista por el estómago.Protagonizada por el actor uruguayo César Troncoso (el más conocido de su país, gracias a películas como El baño del Papa y Norberto apenas tarde) y la nativa de Rio Grande do Sul Fernanda Moro, el desarrollo de Al oeste del fin del mundo es como el de Las acacias, bajando del camión a un parador rutero. De modo más acusado que el protagonista de aquélla, el personaje masculino pasará de la parquedad más hermética al enternecimiento, del abroquelamiento al confesionalismo, del puro presente al pasado que vuelve. Su huésped ocasional hace un recorrido semejante. Que ambos huyan de traumáticas relaciones paterno-filiales hace de su relación más un juego de espejos que un encuentro con el otro. Leo huye sin moverse, Ana lo hace intentando desplazarse. Como en Las acacias, en algún recodo del camino aguardan las revisiones, redenciones, reparaciones.“Lo último que queda de la patria es el idioma”, larga Leo, en un ataque de retórica patriótica, reviviendo el recuerdo que aún lo hiere. Veterano de Malvinas, el hombre no puede sacarse de encima el sentimiento de derrota, de humillación, de amargura. Lo hace entre erupciones de altisonancia. No es el único que sufre de eso. “Cuando todo sale mal hay que buscar a la familia para recomenzar”, dice Ana. “¿Para qué querés irte?”, responde su anfitrión. “¿Para recuperar tu vida mediocre?” En ese momento es como si el viejo teatro argentino de los años ’50 y ’60, con sus diálogos “llenos de verdades”, hubiera renacido entre el viento, el polvo y la desolación del oeste mendocino. “¿Vos sabés que éste es un viaje sólo de ida, no?”, refrenda el mecánico alegórico, entre el rasgueo de una guitarra reiterada.
Un acto de expurgación pública Con una foja actoral que incluye las italianas La segunda vuelta y La nodriza, las estadounidenses Munich y Un gran año y sobre todo las francesas 5 x 2, Le temps qui reste y Una pareja perfecta, la alternativamente morocha o rubia Valeria Bruni Tedeschi es dueña de una carrera paralela como realizadora, con tres películas a la fecha. Presentada en competencia en Cannes dos años atrás, Un castillo en Italia es la primera de ellas que se estrena en Argentina. Como las previas Es más fácil que un camello (2002) y Actrices (2007), el factor autobiográfico de Un castillo en Italia es tan alto que el opus 3 de VBT parece, como aquéllas, un acto desesperado de expurgación pública.Para Bruni Tedeschi, la historia propia parecería ser, como la Historia para James Joyce, “una pesadilla de la que es necesario despertar”. Nacida en una familia de industriales obscenamente ricos, nieta de un judío italiano que en tiempos de Mussolini se convirtió al catolicismo y al fascismo, su padre emigró a París junto a la familia en los años ’70, tras recibir una amenaza de muerte de las Brigadas Rojas. Hermana “postiza” de la chansoniste y ex primera dama Carla Bruni, Valeria tiene fama de ser una chica conflictuada. Su hermano murió de sida, ella vivió varios años con el french sex symbol Louis Garrel (actual modelo de Valentino Uomo) y durante mucho tiempo quiso ser mamá, hasta que terminaron adoptando un chico. Salvo esto último y toda referencia a Mme. Sarkozy (personaje tabú, según dicen, para VBT), todo lo demás está en Un castillo en Italia, protagonizada por supuesto por ella misma y con su propia madre y ex novio en los papeles respectivos.Doble de la realizadora, Louise, actriz en crisis, vuelve, tras una breve estada en un monasterio (el catolicismo heredado es otro tema obsesionante para la actriz) al impresionante castillo familiar en la zona de Turín. La traen dos motivos: la enfermedad del hermano, que se adivina grave (lo interpreta Filippo Timi, el Duce de Vincere) y la necesidad de convertir en metálico la incalculable pero menguante fortuna familiar, alquilando el castillo para visitas guiadas o vendiendo el Brueghel que tienen colgado. Al mismo tiempo Louise conoce a Nathan (Garrel), que con su mejor pose de galán melancólico le hace saber que no está dispuesto a darle el hijo que anhela.Como escape al conflicto, VBT postula la locura. Locura de los personajes –sobre todo de la protagonista, que huye, transpira, se angustia y tiene reacciones y hasta relaciones fuera de lugar, como el turbador roce físico con el hermano– y locura de la película misma, que avanza a grandes saltos y abruptos cambios de tono, incluyendo irrupciones de absurdo, inminencias fúnebres y una esperanzadora alegoría final. Por su disección del decadentismo gran-burgués y hasta las insinuaciones endogámicas, Un castillo en Italia recuerda a Visconti. Atavismo impúdico (1965), en particular. Por la locura de forma y contenido, incluyendo el peso de los lazos familiares, a alguna de Cassavetes. Pero trueca clasicismo y brote por lisa y llana histeria. Histeria en el sentido clínico en la sobrepasada Louise, en el de la seducción posada que encarna Garrel y en el exhibicionismo autoconfesional a distancia que la propia película representa.
Un Gustav Klimt en manos de los nazis En tiempos en los que lo que más se valora es la programación y presentación de productos, desde hace ya un par de décadas nueve de cada diez películas vienen, como se sabe, preformateadas. No sólo las de Hollywood. La dama de oro es, sin ir más lejos, mayoritariamente británica. Los formatos de los que echa mano este film basado en hechos reales (lo cual podría considerarse un formato más) son: la película de nazis, la de vuelta atrás (si es a los tiempos de la Segunda Guerra, mejor) y una variante no comédica de la buddy movie, subgénero en el que dos personajes opuestos terminan por hacerse amiguísimos. El hecho real en el que se basa el film administrado por el amanuense Simon Curtis –trabajador a destajo de la tevé británica– es la recuperación, por parte de una ciudadana judía alemana, de uno de los cuadros más famosos en la historia del arte: el llamado La dama de oro, pintado por el artista vienés Gustav Klimt. Tan famoso que es uno de los que más frecuentemente pueden hallarse colgados, en formato poster, de paredes de consultorios o estudios jurídicos o contables.Los filamentos de oro sobre los que trabaja Gustav Klimt en los planos iniciales señalan algo que subyace al film, aunque por conveniencia dramática se intente disimularlo: La dama de oro transcurre entre gente de alta alcurnia y gran poderío económico. La protagonista, Maria Altmann –a quien en el presente del relato encarna una Helen Mirren de acento tan germánico como el de Werner Herzog en sus documentales– desciende de una familia vienesa capaz de tener un Klimt en su piso, vecino del de Sigmund Freud. Lo que cuelga allí no es un poster, por cierto, sino el original recién pintado. Adele Bloch-Bauer, tía de Maria, era esa bella señora morocha que sirvió de modelo no sólo a La dama de oro, sino a muchos otros óleos del artista austrohúngaro. Cuando llegue la piara nazi, acaudillada por un SS tan repulsivo como indica el arquetipo, se mostrarán tan interesados en conseguirles a los Bloch-Bauer un tren a Auschwitz como en hacerse cargo de sus tesoros. Incluidos los que cuelgan de las paredes.En el presente del relato, una agria y arrogante Maria Altmann, ya octogenaria, busca la ayuda de un abogadito inexperto, pero portador de alto apellido: es el nieto de Arnold Schoenberg. Juntos atravesarán el Atlántico para reclamar lo que corresponde a los Bloch-Bauer (eso cree Maria, al menos), después de que Frau Altmann se convenza de hacerlo: si algo se propuso la mujer es no volver jamás a la ciudad en la que los nazis la dejaron sin familia. El regreso traerá los flashbacks y los flashbacks aflojarán la imperial acritud de la anciana, permitiendo que la audiencia y el doctor Randy Schoenberg (el siempre impávido Ryan Reynolds) disfruten de la señorial simpatía de la reina. Todo está formateado en función de la identificación del público con la protagonista. Para eso no hay nada mejor que la condición de víctima de la mayor atrocidad conocida por el siglo XX. Aliada, si se puede, al gran arte y la más alta alcurnia.