"Scream 5": una fórmula que ya gastó sus trucos. Las reacciones de muchos de los presentes en la función de prensa de esta nueva Scream (la quinta, una década posterior a la anterior) hacen pensar que la saga creada por Kevin Williamson y dirigida hasta ahora por Wes Craven mutó hasta convertirse en Scary Movie. La primera Scream, de 1996, había logrado reírse y parafrasear el género conocido como slashers movies en su conjunto (películas de cuchilleros locos, en criollo), sin dejar de ser una efectiva, sorpresiva slasher movie. La risa del espectador (y de los personajes) quedaba frizada de golpe por un cuchillazo artero, generando en la audiencia una sensación de incomodidad, de brutalidad, de perversidad incluso. “¿De esta sangre a chorros me estaba riendo yo?” Una inteligente progresión narrativa hacía que las autorreferencias del comienzo dieran cada vez más lugar a la locura asesina, con lo cual lo que había empezado por ser una joda sobre las películas de terror terminaba siendo una película de terror bastante espeluznante. Pero ahí es donde la franquicia y el material se agarraron a las patadas. La franquicia quería imponer seguir la serie todo lo que la serie dé, pero el jueguito entre el género y la autorreferencia ya había quedado agotado en la primera Scream, no había más cartas para jugar. Sólo repetir el truco con dos cuatro y un cinco en la mano. Es lo que con mayor (las tres primeras) o menor fortuna (la cuarta) hicieron Craven & Williamson, y que a cada entrega iba mostrando cada vez más sus cuatros y sus cincos. Había una opción para no repetirse: correrse un poco de la mecánica cuchillazos + metalingüística + quién o quiénes son los asesinos enmascarados (algo así como Martes 13 + Roland Barthes + Agatha Christie), para dotar a la saga de otras fuentes de atracción. Personajes interesantes, por ejemplo. Hubo dos o tres en las primeras Scream. Básicamente los perversos asesinos juveniles de las primeras (que mataban por pura diversión, o para mostrarse más inteligentes) y el atolondrado y enamoradizo sheriff Riley de David Arquette, versión más comédica del Dale Cooper de Twin Peaks. Pero los productores, guionistas y realizadores decidieron que escribir personajes era demasiado trabajo, y que lo que “garpaba” era la combinación Ghostfaces rotativos + jodas sobre el género (también sobre la propia saga de Scream, faltaba más) y progresivamente la serie se fue agotando en ese dark alley. Ahora, Sidney Prescott (Neve Campbell) y Gale Weathers (Courteney Cox, que en una próxima secuela podría hacer de Ghostface sin necesidad de máscara) vuelven al pueblo donde-todo-ocurrió, por la única razón de haber sido convocadas por los guionistas, que ya no son sino James Vanderbilt (coguionista de Zodíaco) y Guy Busey. Cuestión de mantener algún sello identificatorio, aunque más no sea en un par de rostros. Vuelve también el sheriff Riley, que se despide (su desaparición es el crimen simbólico más abominable y contraproducente de las cinco entregas), y el resto son los veinteañeros anónimos e intercambiables de toda película de terror contemporáneo, que pueden pasar de una saga a otra sin que uno siquiera se entere. Como da lo mismo quién mate a quién, cómo y en qué situación, quedan los chistes, que a esta altura son obvios, fáciles y previsibles. A los fans, por lo visto, les basta y sobra con eso. Por qué no fusionarla entonces con Scary Movie y repartir mita y mita, o ponerla como sketch de Saturday Night Live. Y listo.
Secretos de una leyenda italiana Aunque el director Giuseppe Pedersoli pone más el acento en cuestiones de producción que en lo artístico, toda investigación sobre una de las obras maestras de Federico Fellini resulta atractiva. La historia del cine está llena de películas (y de realizadores) que “se pasan” de plazos y presupuestos, llegando en caso extremos -como el de Cleopatra, que estuvo a punto de hundir a la Fox, y La puerta del cielo, de Michael Cimino, que directamente hizo desaparecer a la United Artists- a poner en riesgo no ya el capital de un productor, sino la pervivencia misma de un estudio. Obviamente que esto puede suceder en la llamada Hollywood (que ya no existe como territorio de producción), donde las cifras que se manejan son siderales, y raramente, o nunca, en otras cinematografías. No a tales extremos. Pero cineastas complicados hay en todas las latitudes, no necesariamente caprichosos o hiperexigentes (“Yo sobreviví a Titanic”, decía el stamp que los técnicos de la megapelícula de James Cameron lucían orgullosos tras completar el rodaje), sino porque a los más creativos siempre se les ocurren ideas nuevas, que van inflando costos y semanas de trabajo. Basta ver cualquier película de Federico Fellini para apreciar que si algo definía su condición creativa era el dispendio, y no había compromisos ni palabras empeñadas que pudieran contener esa proliferación sin límites. Tratándose de su primer gran producción, posterior al prestigio internacional ganado a mediados de los 50 con Los inútiles y sobre todo con La strada, el de La dolce vita (empezada en 1959, estrenada al año siguiente) es un caso testigo de la clase de inflaciones que el nativo de Rímini generaba. Creativas, económicas y de plazos. El anecdotario es de esos que dan para un libro, y ese libro se escribió sesenta años atrás. Se llamó La veritá sulla Dolce Vita y su autor fue Peppino Amato, productor responsable de la más famosa película italiana jamás filmada. Película cuyas tormentas internas le ocasionaron dos infartos, el último de ellos definitivo. Coescrita y dirigida por Giuseppe Pedersoli, La verdad sobre La dolce vita se basa en ese texto de Amato. Con título sensacionalista, Amato es el héroe y mártir de su versión, aunque más de uno de quienes lo conocieron parece confirmar que el ex productor de Don Camilo y Francesco, giullare di Dio “se jugaba” por los proyectos que encaraba. Y con La dolce vita se jugó como nunca. El dueño de los derechos originales era el inefable Dino de Laurentiis, que se jugaba bastante menos. El guion escrito por Fellini junto a sus habituales colaboradores Ennio Flaiano y Tullio Pinelli llegó a manos de Amato, y a éste le encantó (o así lo cuenta este documental). Sin condiciones para comprárselo a De Laurentiis, le ofreció un canje: La dolce vita por La gran guerra, la película de Mario Monicelli que terminó ganando ex aequo el León de Oro en Venecia 1959. Con Amato interpretado por un actor de peluquín bien plantado, echando mano de cartas, telegramas y memorándums intercambiados entre Fellini, Amato y Angelo Rizzoli (capo de la distribución cinematográfica italiana, que se había asociado con aquél), a los que suma testimonios de terceros (la actriz Magali Noël, parientes de Amato y los críticos Mario Sesti y Tullio Kezich (este último biógrafo del autor de 8 y 1/2), La verdad sobre La dolce vita cuenta el cuentito, claramente enfocado en los avatares de la producción y no los creativos. Un presupuesto que se va estirando hasta duplicarse, plazos de rodaje y montaje con los que ocurre lo mismo, discusiones, peleas, ultimátums, amenazas muy italianas entre las partes (aunque según dicen Amato era todo un commendatore) y un corte final de una hora al original de Fellini, que duraba cuatro. Y el corazón de Amato, que no daba para tanto. El momento más lindo, sin embargo, es absolutamente colateral. En viaje de Roma a París, “tuvimos la desgracia de pasar por la Riviera francesa”, cuentan Amato y su amigo Vittorio de Sica. Como se sabe, en la Riviera francesa hay más casinos que playa. Se quedaron sin un peso.
ME DUELE RUMANIA Sexo desafortunado en la obra de Jude El largometraje más reciente del rumano Radu Jude (durante el año pasado y éste filmó un puñado de cortos, de los cuales los dos más recientes pudieron verse en la última edición del DocBsAs) aúna las que hasta el momento han sido sus líneas creativas más notorias: las del realismo urbano en tiempo presente, que asoma como fondo en sus dos primeras ficciones –la sátira La chica más feliz del mundo (2009) y la increíble locura familiar en tiempo real de Todos en mi familia (2012)–, la revisión de lo que podría llamarse “la historia criminal” de su país y el discurso sobre la relación entre realidad y representación. La que señalo como “segunda línea” se inauguró en 2015 con el film de ficción Aferim! –sobre el esclavismo y racismo anti-gitano de comienzos del siglo XIX– y continuó con el dueto documental integrado por La nación muerta (2017) y La salida de los trenes (2020), sobre el antisemitismo rumano que hizo eclosión durante la Segunda Guerra, y alcanzó su cénit con la matanza de judíos cometida en 1941 en el frente oriental, con 10.000 civiles muertos como saldo. Ese episodio dio lugar a su vez a No me importa si pasamos a la historia como bárbaros (2018), primero de sus films de ensayo, donde un equipo cinematográfico se planteaba cómo ponerlo en escena, mientras que en Uppercase Print (2020) Jude reconstruía la detención de un muchacho por parte de la policía secreta de Ceausescu, superponiendo dos líneas narrativas: la lectura de informes oficiales, en off, y en on la puesta de una obra de teatro basada en ese caso. Bucarest 2021 Sexo desafortunado o porno loco está dividida en tres partes, que representan de modo matemático esas tres líneas creativas. El caso que la película trata (no me pude informar sobre si en verdad sucedió o si es ficcional) es el de una maestra de primaria que graba junto a su marido un video porno y lo sube a una red para adultos. El video se filtra y se hace público, con el consiguiente escándalo, sobre todo al interior de la comunidad educativa. Tras la reproducción del video a cámara, la primera parte muestra el estado de ansiedad que consume a la protagonista, Emi (Katia Pascariu), siguiendo los largos y urgentes recorridos que hace a pie a través de Bucarest, durante el día en que el video acaba de hacerse viral. Jude le da tanta importancia a la figura (Emi) como al fondo en que esa figura se inscribe (un día en Bucarest). Incluso pone el fondo en primer plano, mediante una serie de cortas panorámicas, en las cuales la cámara abandona a la protagonista para mostrar los signos de la Bucarest contemporánea. La Bucarest moderna, la Bucarest post-Ceausescu, la Bucarest capitalista. Carteles publicitarios, marcas, supermercados, shoppings, locales de videogames, afiches de promoción de candidatos políticos (su inclusión como parte de esta serie habla por sí sola). Y también, ahora sí al fondo, como un vestigio del pasado, la Bucarest de Ceausescu, representada por esos grises monoblocks que vimos tantas veces en tantas películas rumanas. Al dar a la ciudad ese rol de coprotagonista, Jude pone Loony Porn en la línea de aquellas “sinfonías de ciudades” que estuvieron de moda a fines del mudo y comienzos del sonoro, cuya campana de largada fue, justamente, Berlín, sinfonía de una ciudad (1927) Lo que a Jude le interesa mostrar, más que el hormigueo urbano, es la ciudad como signo de la violenta reconversión política de su país, del comunismo al capitalismo. En las dos partes siguientes volverá primero hacia atrás, a la historia reciente de su país, para regresar luego al presente. Un presente que deja ver ahora, entre las grietas, sus continuidades con esa historia, burbujeando por detrás de la fachada de país “moderno”. Diccionario breve La segunda parte de Bad Luck Banging (la llamo alternativamente de las dos maneras porque me encantan por igual ambos términos del título) está en línea con La nación muerta y La salida de los trenes: imágenes de archivo sobre distintos momentos de la historia rumana y un discurso paralelo, que esta vez no tiene lugar en off y que en la copia que vi aparece en subtítulos. Pero no hay subtítulos en rumano, por lo cual no sé cómo será el original. El título de esta segunda parte es “Diccionario breve de anécdotas, signos y maravillas”. Lo cual habla de dos cosas: el tono irónico que jaspea la película y del cual voy a hablar más abajo, y el carácter de “entradas” de un diccionario (de anécdotas, además) que se les atribuye a estas imágenes discontinuas, cada una de las cuales está presidida por el título respectivo, de carácter tan neutro como puede serlo un diccionario. Esas imágenes van desde un desfile militar de tiempos de Ceausescu hasta un sketch berreta con una chica desnuda en un estudio, pasando por alguna escena breve de violencia urbana (violencia que aparece también en la primera parte, y que es bastante común en el nuevo cine rumano en general) y una particularmente impactante, en la que un grupo de monjas canta, frente a un pope ortodoxo, una canción que canta las bondades del nazismo. Lo que se oye en off son, de acuerdo a lo que consta en créditos, citas de los escritores y pensadores más diversos, rumanos y no: Emil Cioran y Bertolt Brecht, Ambrose Bierce y Pierre Bourdieu, Walter Benjamin y Witold Gombrowicz. Acá pasa una cosa: me cuesta mucho seguir la clase de película que trabaja la imagen y el sonido de forma asincrónica. No puedo partir mi cabeza en dos. Sobre todo si el off son textos. Por otra parte, en este caso me confieso incapaz de relacionar esas citas con la obra de sus respectivos autores, como para poder establecer conexiones fluidas de sentido. Lo que sí estoy en condiciones de sacar en limpio de esta segunda parte, sobre todo en relación con la obra previa de Jude y con lo que viene en la tercera y última, es que las fotos aluden sobre todo (aunque no solamente) al pasado colaboracionista durante el nazismo, al antisemitismo rumano, al racismo contra los gitanos, al apoyo eclesiástico al gobierno colaboracionista, a la tradición de represión sobre sus ciudadanos que le cupo al ejército, desde las revoluciones de 1848 hasta fines del régimen de Ceausescu. Escatología fantástica La tercera parte de Sexo desafortunado representa la convergencia de las dos anteriores, bajo la forma de un juicio que la comunidad educativa le hace a la docente del video. El juicio tiene lugar en un jardín, con Emi y su barbijo (me había olvidado de decir que en Loony Porn todo el mundo anda con barbijo; algo bienvenido, ya que el cine post pandemia no había asumido hasta ahora el presente en el que estamos) frente a padres y madres de alumnos, que como en tiempos de la Inquisición y sin que la idea de “respeto por la vida privada” les pase siquiera por la cabeza, la maltratan e insultan, desplegando todo un arsenal de groserísa. Entre los padres, algunos protestan contra la “dictadura pandémica” (esto me suena conocido), otros se indignan ante la libertad de la que gozan los homosexuales, muchos deliran una posible conspiración comunista (el macartismo más paranoide parece haber cobrado nueva vida en Rumania), un militar reivindica con orgullo el pasado nazi y la matanza de judíos, y algún otro concentra todo eso como aquello contra lo que hay que reaccionar: el comunismo, los homosexuales, los judíos y los gitanos. Obviamente este fragmento no pretende ser documentalista ni mucho menos, sino que aspira a poner en escena, de modo visiblemente excesivo, la peligrosa supervivencia de una Rumania ancestral, la misma que desfilaba entre las las imágenes de la segunda parte. Si la primera parte de Loony Porn combina el realismo con el documentalismo, y la segunda adscribe a la forma libre de un film-ensayo, esta última está jugada a un grotesco muy grotesco, expresión de furia contenida hacia su país por parte de Jude, que en el final deriva en una suerte de escatología fantástica furibunda y feísta, para llamarla de alguna manera. Por otra parte, tanto la disposición espacial (Emi está sentada sobre una suerte de escenario, frente a un público enemigo) como la iluminación, llena de tonos verdes, rojos y amarillos, resaltan el carácter de representación teatral, inscribiendo esta secuencia en lo que catalogué como “tercera línea creativa” del autor, la que apuesta por el metalingüismo. Tres carteles sucesivos, que plantean tres posibles finales para la secuencia y la película, acentúan el carácter lúdico, haciendo hincapié en la condición de “broma”. Lo cual es en verdad un subterfugio, una mascarada, ya que Jude habla en Bad Luck Banging de cosas graves, que le importan mucho. Este juego de máscaras había sido anticipado ya por los títulos irónicos y la tipografía juguetona de los carteles que anuncian cada una de las tres partes, así como por la utilización de música disonante (“Lili Marlene” como fondo del video porno) o chirriante, con fragmentos de canciones populares que hacen daño a los oídos. Si bien en la obra de Jude Rumania apareció siempre como una tierra enemiga, no hay en ella antecedentes de la rabia y la ferocidad que animan Sexo desafortunado o porno loco, a la cual se me ocurre comparar con ese vómito cinematográfico que fue la extraordinaria Getting Any?, de Takeshi Kitano.
FANTASMAS REALES La autora que refuta la teoría de autor Miniatura de 72 minutos, Petite maman lo confirma: Céline Sciamma es una de las grandes cineastas contemporáneas. Me explico. No es “grande” en el sentido de que haga películas grandes, películas-fenómeno, como pueden ser las de Tarantino. Ni que haga películas sublimes, como las de Apichatpong. Ni que tenga un estilo inconfundible, como Wes Anderson. Ni siquiera es “grande” porque en los festivales todo el mundo se agarre de los pelos para ver sus películas, como puede ocurrir con las de Hong Sangsoo. O por ninguna otra clase de desmesura. Todo lo contrario. Sus películas tienden a ser “a tierra”, concretas, palpables, materiales, y no se venden a sí mismas. No es una cineasta de estilo visible sino de zurcido invisible. Sin embargo, nada más lejos de ella que la impersonalidad: todas sus películas son fuertes, afirmadas, poderosas, hipersensibles, deseosas de narrar. Pero Sciamma se propone construir mundos más grandes que las películas. Su cine barre por su sola existencia con el narcisismo del cineasta contemporáneo-posmoderno, que siempre querrá hacernos creer que el estilo importa más que el mundo que se narra. Lo más notable de su cine es hasta qué punto sus películas no se parecen entre sí, y sin embargo son todas consumadas. Todas tienen claro qué decir y cómo decirlo: no se trata de que esté buscando un estilo. Lo tiene y es de lo más firme: Sciamma ha decidido que su estilo consiste en no tener estilo. No tener un estilo, quiero decir. No uno solo, sino el que mejor convenga al tema que trate. Al ambiente, a los personajes. Su obra es una refutación viviente de la “teoría de autor”, tal como fue elaborada por los críticos de Cahiers du cinéma en los años 50: el suyo no es un mundo reconocible, que se realimente de película en película. No pone la cámara de tal o cual manera, no compone sus planos de un modo determinado, la forma de sus films es mercurial. ¿Es una “autora de films”? (Qué significativo que el término “autora” nos suene raro al escribirlo). Si uno se atiene a la ortodoxia “autorista” no lo sería, porque no tiene un modo determinado de poner en escena. ¿Pero a quién le importa atenerse a la ortodoxia “autorista”, o a cualquier otra ortodoxia, que siempre van a ser formas de apresar lo real y meterlo en una caja? Lo que importa en su caso es lo contrario: su flexibilidad estilística y temática, su porosidad a las historias que narra, la audacia con la que aborda lo desconocido, película a película. Su apertura sensible a cada asunto que se plantea, la enorme generosidad de “limitarse” a “acompañarlo”, poniendo el estilo a su servicio. Y su consecuente capacidad de sorpresa, claro: ninguna de sus películas se parece a la anterior, ante cada película suya no sabemos a qué atenernos. No podemos abordarla de otro modo que no sea como quien arriba a un planeta desconocido y debe aprender a apreciarlo, a sopesarlo, a comprenderlo. A amarlo, qué joder. Obra en fuga El dúo femenino es una de las escasas constantes que muestra hasta ahora esa línea de fuga que es la obra de Sciamma. Parte de su obra, al menos. En los dos casos previos (Water Lillies: Naissance des pieuvres 2007; Retrato de una mujer en llamas, 2019) se trataba de un dúo erótico. En Petite maman, película de lo más sencilla en términos estilísticos, la relación es mucho más compleja y podría arriesgarse que incluye ese elemento. Pero sólo como uno más en un juego especular que, como en el caso de espejos enfrentados, tiende al infinito. Expliquémonos. Nelly (Joséphine Sanz, derechito al Cesar a Actriz Revelación 2021) tiene 8 años y acaba de perder a la abuela. Pérdida que a su madre le pega fuerte, tal como manifiesta el notable plano fijo de su espalda en la secuencia inicial (alguien postuló que en las películas de Hitchcock las nucas transparentaban el sentimiento de los personajes; cambiemos las nucas por espaldas). “Vos siempre te despedís”, le dice la mamá a Nelly, que acaba de decirles au revoir a varias pacientes del sanatorio en el que la abuela estuvo internada. Mamá, Nelly y papá (demostrando su valentía e independencia de criterio, Sciamma recupera y valoriza a esta figura ausente o demonizada en el cine contemporáneo) van a la casa semivacía de la abuela, para terminar de vaciarla. Mamá está muy golpeada y no lo soporta, a la mañana siguiente se va sin avisarle a la hija. Nelly se entera a través del padre, con quien pasará el par de días que lleva terminar de levantar las cosas. Antes de que la madre partiera Nelly le preguntó por la casa de madera que de pequeña construyó en el bosque. De expedición en el bosque, Nelly encuentra la casa (que en realidad son unos troncos en V; la idea de “casa” es más de Nelly que de lo real). Al mismo tiempo encuentra también a una niña llamada Marion, que tiene su misma edad, es casi idéntica a ella (otro Cesar para Gabrielle Sanz, hermana melliza de Joséphine) y vive con su madre en una casa, ahora sí, melliza de la de la abuela de Nelly. Es en ese momento que la película se abre en todos los sentidos y los hace proliferar. Se vuelve ambigua. Pone en duda el realismo. Pero con el cuidado, la inteligencia o la delicadeza de no socavarlo del todo. ¿Por qué Marion es un doble casi literal de Nelly? ¿Existe “en realidad” o se trata de una construcción de la protagonista? En caso de ser así, ¿Nelly se proyecta en ella o lo que materializa es el deseo de tener una hermana, una compañera de juegos? Marion está por irse, tal como hizo la madre de Nelly. Va a operarse, como aquélla debió hacerlo hace unos años. ¿Acaso Nelly viajó al pasado, hasta el momento en que su madre tenía su edad, y Marion es su madre (Sciamma se cuida de no darle nombre a ésta)? Si Marion es una fantasía, ¿por qué el padre de Nelly la ve y la reconoce como a una niña? Au revoir La respuesta parece tan sencilla como la puesta. No se trata de una u otra cosa, sino de todas ellas. Exista o no, se trate de una serie de casualidades o de una construcción imaginaria, Marion viene a “rellenar” todo aquello a lo que Nelly le dijo au revoir, por cortesía (ambas niñas son tan serias y cuidadosas del prójimo como seres adultos) u obligación. La hermana que le falta, la compañera de juegos (ambas pueden parecer adultas, pero son capaces de hacer tanto quilombo como sólo pueden hacerlo niñas de 8 años), la mamá que se fue. La figura del padre, en cambio, permanece clara y definida, no ofrece ambigüedades. Esa es su fortaleza, y también su pobreza. Él cuida de la hija, suple la ausencia de la madre, le da de comer, no deja de asumir su rol. Pero es hombre y de allí sus limitaciones. “¿Por qué nunca hablás de vos?”, le pregunta Nelly. “Sí hablo de mí”. “No, no hablás de lo que te pasa”, retruca ella, percibiendo con drástica lucidez sus puntos flacos. Es un reproche casi de pareja. Otra zona que se abre a toda interpretación posible, a todos los interrogantes: ¿Nelly ve en su padre a una pareja? ¿Deja de ser por eso su padre? ¿Compite con la madre y por eso la hizo desaparecer? Se trate de fantasmas o de realidades, o de ambas instancias superponiéndose, Nelly está creciendo y para hacerlo debe verse en otros, asumir o probar distintos roles (los juegos con Marion: aquél en el que se viste de hombre y ella es la novia, el otro en el que como médica y paciente hablan de la muerte). Cuando Marie parte junto a su madre, tal como lo hizo la mamá de Nelly, ésta puede empezar a asumir la separación, el desprendimiento, el embrión de una futura independencia. ¿Es Petite maman un film psicologista? En lo más mínimo. Es fáctico, realista y fantasmático. No pretende interpretar nada, explicar nada en función de mecanismos psicológicos o “traumas” infantiles. Presenta personajes de carne y hueso, hechos concretos, relaciones que no tienen nada que no sea corriente y cotidiano. Salvo la psiquis, claro, que de tan compleja es inasible. Queda fuera de campo, se abre a toda interpretación. Pero nunca a una sola interpretación, sino a todas las posibles.
Realismo cantado y bailado Junto con algunos de sus films más recientes, "West Side Story" se alza como uno de los momentos más despojados y serenos de la obra de quien en días más cumple 75 años. La gran sorpresa de la versión de Steven Spielberg de Amor sin barreras no es que el creador de E. T. haya filmado un musical. Varias de sus películas previas contenían números coreográficos, tuvieran o no música y bailes. Lo novedoso es que el autor de La lista de Schindler le pone firma a un musical reacio a toda fantasía. La elección de West Side Story -segunda remake de su carrera luego de La guerra de los mundos- es coherente con el paulatino giro hacia el realismo que su obra viene mostrando desde Rescatando al soldado Ryan. A fines de los '50, el autor Arthur Laurents, el letrista Stephen Sondheim, el coreógrafo Jerome Robbins y el músico Leonard Bernstein -a quienes para la versión cinematográfica se sumó el realizador Robert Wise- habían forzado la entrada de lo real a través de la vedada mirilla del género. Spielberg da un paso más y extiende el realismo a la propia forma de la película, incorporando el musical a un campo cinematográfico aparentemente adverso. La obra de Laurents-Sondheim-Robbins-Bernstein reescribía Romeo y Julieta, remplazando a Montescos y Capuletos por las pandillas de los Jets y los Sharks. Los Jets son los “locales”, hijos o nietos de inmigrantes blancos de clase media-baja. Los Sharks son puertorriqueños de primera o segunda generación. Cuando Tony, ex miembro y referente de los Jets, se enamora de María, hermana menor de Bernardo, líder de los Sharks, la semilla de la tragedia está implantada. Tragedia, y no comedia musical: una de las revoluciones desatadas por West Side Story. La introducción del punto de vista de los inmigrantes de tez más oscura fue otra de las audacias de Laurents & Cía. Para no hablar de letras de canciones que en lugar de amor y sueños referían a la prostitución, el crimen, el alcoholismo y el “consumo de sustancias”. Más aún, la introducción de Anybodys, la chica que viste y se comporta como chico, peleando su lugar en el seno de la cofradía viril de los Jets. “Detalles” que el Hollywood de las postrimerías del Código Hays toleró, tal vez por tratarse de una superproducción. Conscientes de la reactualización que genera el crecimiento a escala mundial del chauvinismo antiinmigratorio y el racismo, Spielberg y su guionista de confianza Tony Kushner (Munich, Lincoln) se mantienen básicamente fieles a la obra original, tanto como a las energéticas “coreos” originales de Jerome Robbins. Una de las renovaciones más notorias de esta versión es la incorporación de Rita Moreno, que ganó el Oscar a Mejor Actriz Secundaria por la versión de 1961 y ahora reaparece en el papel de una inmigrante que logró integrarse, sin renunciar a sus orígenes. El cambio más drástico es la reubicación de la acción en un West Side al que están demoliendo, para dar lugar a zonas “chetas”. El film se inicia con un largo movimiento descendente, que termina en una bola de obra en plena acción, dejando ruinas a su paso. Ese registro pesimista se vuelve melancólico en los bellísimos créditos finales, cuando los frentes de ladrillos son recorridos por las sombras del ocaso. El autor de La lista de Schindler aprovecha los colores tenues del digital, disminuyendo los furiosos escarlatas, amarillos y violetas del Technicolor original. Deja que los personajes crezcan a su tiempo, pone los clímax en sordina y no incurre en la clase de énfasis sensibleros que alguna vez mellaron su obra. Junto con algunos de sus films más recientes (Lincoln, The Post) Amor sin barreras se alza como uno de los momentos más despojados y serenos de la obra de quien en días más cumple 75 años. Clásico de madurez, el corazón de su West Side Story reside en una emotividad genuina, que no es moneda corriente en el cine de estos días. A diferencia de la versión previa, los actores y actrices no están hechos de la materia que el apellido de Natalie Wood nombra. Tampoco fueron doblados por cantantes profesionales, no son blancos pintados de marrón ni pronuncian el inglés como agentes de K.A.O.S. Todo lo cual revela un gran respeto por los personajes, los actores, la comunidad latina y la audiencia. Se agradece.
Madre, hijo y un cordón que no se rompió Mauricio Di Yorio y Umbra Colombo protagonizan la historia de un muchacho cuyo cuerpo es moldeado a través del entrenamiento físico por su madre artista plástica. David nunca sonríe. Ni en el gimnasio, ni en el colegio, ni en su casa. Se cuida. No va a fiestas para no tentarse con bebida o sexo. Sigue una dieta estricta. Se acuesta temprano, se levanta temprano. Se avecina una competición y debe estar en forma. Fisicoculturista, David no es una persona sino una máquina. No vive: sufre. Casi no habla, frecuentemente se lo ve cabizbajo, siempre triste. ¿No hace lo que le gusta? La omnipresencia de la madre, que además de dejarle la comida en el freezer hace de manager, entrenadora puertas adentro y motivadora, lleva a pensar que tal vez no sea él quien quiere seguir inflando su cuerpo de músculos. David debe andar por los 18, pero en presencia de la mamá no se rebela ni pega portazos. Es como si entre ella y él todavía hubiera un cordón que no se rompió. Más que la narración de una historia en sentido clásico, El perfecto David es un film impresionista, un estudio de personaje. Como el personaje (está demás decir que Mauricio Di Yorio tiene el perfecto physique du rol) es un bloque de granito, el estudio no es interiorizado. Consiste en el “mero” registro de sus actividades, sus gestos, su esfuerzo al límite cuando levanta un par de pesas. Pero no se trata de un “mero” registro, porque esos hechos, esos músculos, esas escasas actividades fuera del gimnasio, hablan por él. Entre el grupo de amigos hay uno al que le gusta plantear situaciones extremas, al estilo de la famosa opción “Si estuvieras en un bote con tu papá y tu mamá y el bote se estuviera hundiendo, ¿a quién tirarías?” El muchacho lo traduce a una versión guarra. “¿Qué preferís, chupar una pija uno, dos minutos, o que te rompan el orto?” Es una trampa: sea cual sea la respuesta, la conclusión es la misma. “¡Puto!” Los chicos de colegios para pocos no suelen ser muy inclusivos. David es el único del grupo que no se ríe del chiste. Cuando llega a su casa, la madre, Juana (Umbra Colombo, excelente) lo recibe con un “¿Hiciste hombros?”. Toma un centímetro y se los mide. “El derecho mide un centímetro más que el izquierdo”. El realizador debutante Felipe Gómez Aparicio (Buenos Aires, 1977; ver entrevista) tiene la suficiente delicadeza para no convertir a la madre en una bruja. Es sólo distante. Pero le está encima. Sin embargo, su presión es suave, no necesita de gritos. Como su hijo, Juana no ríe jamás. En esa casa parecen estar de duelo. Al padre ni lo nombra. Cuando Juana para medir el ancho del torso rodea el cuerpo de David por detrás, la cosa se pone ambigua. La ambigüedad sexual no corre sólo para ellos. Al celibato de alta competición de David se le suma una escena en un vestuario, en la que otro atleta pasa por delante de él, desnudo, y él lo mira pasar. Pero en este punto Gómez Aparicio también es elíptico, no explicita. Por una vez, el tic fotográfico contemporáneo de filmar todo oscuro -de modo que a veces hasta una playa del Caribe al mediodía parece Londres en invierno- está utilizado en función dramática: la penumbra en la que se sume a David es propia de él. No se nota en absoluto que Gómez Aparicio provenga de la publicidad: no hay en la película ni un brillito de más, ninguna imagen de ésas que suscitan la expresión “¡Ay, qué linda!” Todo es seco, austero, despojado. Incluido el montaje, tan preciso como un entrenamiento. No hay modelos sino personajes con volumen y éste no es sólo físico. El realizador parece tener del todo claro qué quiere filmar y cómo. El perfecto David es breve, compacta como un músculo. La puesta en escena semeja a la de La noche, la película de Edgardo Castro en la que el protagonista pasaba de un pene en primer plano a una fellatio en primerísimo primer plano. Allá se trataba de cuerpos deseantes, independizados de todo romanticismo (tristes también en el fondo, como David). Aquí, de un cuerpo hecho para ganar, para desproporcionarse hasta volverse ridículo o monstruoso. Un cuerpo trabajado para complacer a otros u otras.
"Isabella": un cine del equilibrio formal Tal como en un momento formula la protagonista, Piñeiro prefiere siempre el desvío, la tangente, la elipsis, los espacios entre plano y plano y secuencia y secuencia, a las líneas rectas, las continuidades evidentes, los sentidos transparentes. El color púrpura, “que refleja la ambigüedad y el equilibrio”. Un juego con doce piedras, que mueve a quien las arroja a interrogarse sobre la decisión y la duda. Una figura de tres rectángulos, uno dentro de otro, todos ellos en el espectro del azul al rojo. Espectro que incluye por supuesto el púrpura. Los fondos de los títulos de crédito, en la misma gama. Todo en los primeros minutos de Isabella induce a pensar en pistas, claves, indicios de un orden que presidiría el opus 8 de Matías Piñeiro (incluyendo dos cortometrajes previos y sin contar el más reciente Sycorax, posterior a Isabella), que es la quinta de sus “shakespereadas” (ver más abajo qué es una “shakespereada”). La palabra “tangencial” tal vez resulte una primera llave para ingresar al mundo de Isabella y de la obra entera del realizador. Tal como en un momento formula la protagonista, Piñeiro parece preferir siempre el desvío, la tangente, la elipsis, los espacios entre plano y plano y secuencia y secuencia, a las líneas rectas, las continuidades evidentes, los sentidos transparentes. Aunque, como lo indica la omnipresente figura del rectángulo, las líneas rectas abundan aquí, tanto en sentido literal como conceptual. Pero son rectas quebradas, interrumpidas, encerradas en un juego de cajas chinas, que genera la ilusión de que no están allí. Un rectángulo está en equilibrio, como el color púrpura, y todo plano cinematográfico es un rectángulo (a menos que se lo corte en varios). El de Piñeiro es un cine del equilibrio formal, en el que todo está pensado: la composición de cada encuadre, el desglose en planos, el modo en que se reparten los volúmenes en ellos, la relación entre diálogos e imágenes y el sistema de ecos, espejos, refracciones, repeticiones y leves diferencias entre un motivo (visual, de construcción, temático) y otro. Cada una de las siete “shakespereadas” (la serie se completa con Sycorax y la próxima Ariel) se relaciona de algún modo (de algún modo indirecto) con alguna comedia de Shakespeare. En el caso de Isabella se trata de una escena específica de Medida por medida. La escena en la que la protagonista ruega al corrupto juez Angelo la libertad de su amado y éste le pide, como si se tratara del mismísimo Demonio, que entregue algo a cambio: la virginidad. “No estoy dispuesta a hacer lo mismo que Isabella”, avisa Mariel (María Villar), una actriz de carrera un poco a los saltos, a quien ahora se le presenta la oportunidad de cumplir, en una inminente puesta teatral, el rol protagónico de la obra de Shakespeare. Como en el juego de las doce piedras, Mariel deberá elegir. Si va a volver a actuar o seguir trabajando en cambio como escenógrafa. Rol en el cual se empeña, por supuesto, en una maqueta que contiene tres rectángulos, uno dentro de otro, iluminados por luces que van del azul al rojo. Pasando, como es obvio, por el púrpura. Piedras del juego y piedras que pintan Mariel y su socia. Líneas que se cruzan: uno de sus hermanos le consigue audicionar, a otro necesita pedirle plata. Para llegar a éste lo hará a través de su amante, Luciana (Agustina Muñoz), que también es actriz y a quien Mariel conoce de antes. Luciana también se postulará, claro, al papel de Isabella. Eso desatará entre ambas una guerra de rivalidades. Guerra sorda, como todo en el cine de Piñeiro, un sistema de corrientes que circulan por debajo o detrás de lo visible. A diferencia de las shakespereadas previas, ligeras, musicales, luminosas y corales, circulares algunas y abiertas otras, Isabella tiene una protagonista única, y asume el color de ésta. Un color que no es el púrpura (ah, las falsas pistas en Piñeiro) sino algo más oscuro, más encerrado. Encerrado por dentro y por fuera: como el rectángulo más pequeño, Mariel está presa de otros rectángulos. Está presa de cada plano, que ahora no huye hacia delante, como en las anteriores, sino que queda fijado en el espacio. Allí, dentro de ese espacio, Mariel hallará su deseo y la frustración de su deseo, quedando más encerrada que nunca.
Los nuevos Corleone En términos de lo que la industria llama “valores de producción”, la nueva realización del director de "Gladiador" tiene todo lo que el dinero puede comprar, empezando por su elenco. Pero "La Casa Gucci" parece más el proyecto fallido de una serie que no fue que la película que pretende ser. Las casas Versace y Gucci aman las líneas paralelas. No en el comienzo: el Imperio Gucci nació a comienzos del siglo XX, cuando su fundador, Guccio Gucci, abrió en Florencia su primera casa de artículos de cuero, tras haber trabajado como maletero en hoteles de París y Londres. La milanesa Versace se fundó, en cambio, a fines de los 70. Ambas llegaron a ser dos de las firmas más prestigiosas de la moda internacional, y dos de las empresas más poderosas de Italia. Gucci fue adquirida a fines del siglo pasado por un conglomerado francés, Versace lo sería veinte años más tarde, por parte de un holding estadounidense. Gianni Versace, creador de la marca, murió asesinado en 1997. Dos años atrás había corrido la misma suerte Maurizzio, último descendiente de su linaje comercial. En 2018 la cadena de televisión FX puso al aire American Crime Story: The Assassination of Gianni Versace. Tres años más tarde la compañía Universal estrena La Casa Gucci, película de final anunciado, basada en un libro cuyo título tira toda la carne al asador: La Casa Gucci: una historia sensacional de asesinatos, locura, glamour y codicia. “¡Cómprela!”, les faltó haber puesto en el título. Lo de Ridley Scott es increíble. A una semana de cumplir 84 años y con una película en cartel en Argentina (El último duelo), hora lanza ésta, su opus 27 como realizador. Mientras tanto está filmando otra, tiene tres más en carpeta (entre ellas una precuela de Alien y una secuela de Gladiador) y un montón como productor... ¿Qué toma este hombre? La casa Gucci no es su mejor película, pero eso no quiere decir nada, porque hay muchas que no son sus mejores películas. Sin tiempo para leer declaraciones al respecto, este cronista juraría que el nuevo film del autor de Alien no nació como tal, sino como serie o miniserie. Eso es lo que parece, en envase de luxe. Ex camarógrafo, se sabe que no hay película de Scott que no luzca bien. Los soleados exteriores italianos ayudan (aunque buena parte de la película transcurra en la no tan soleada Milán), y si no se trata de la nieve de St.Moritz. Los interiores, captados por el excelso Dariusz Wolski, son delirantemente costosos, vastos, palaciegos. Montaje, diseño de producción, dirección de arte: todo top notch, como dicen los estadounidenses. De primera. En los protagónicos, Ella: Lady Gaga, que viene de romperla en su debut en cine, junto a uno de los actores más buscados del cine contemporáneo, Adam Driver (coprotagonista de El último duelo). Como quarterbacks, Al Pacino y Jeremy Irons. ¿Puede fallar? En términos de lo que la industria llama “valores de producción”, no. Como película, sí. Y vaya que falla. La historia es una suma de déjà vus y clichés raciales, bien filmados y no siempre bien musicalizados. Joven heredero ingenuo y desinteresado no quiere heredar el negocio familiar, hasta que a la muerte del padre se decide a hacerlo, y con mano de hierro (¿Michael Corleone?). Milonguita de arrabal se aprovecha de la credulidad del muchacho y se casa con su fortuna, conspirando de allí en más (¿Lady Macbeth?) para que Maurizio barra con el resto de la familia y se quede (y la deje) con todas las acciones. Ante la imposibilidad de que esto suceda, Patrizia tomará medidas que la familia Corleone reservaba sólo a los hombres, con ayuda de una pitonisa que la asesora (¿?). Todo esto, sonorizado en ocasiones con pasajes de ópera, puede verse como contracción de Dinastía, remozada y puesta al día. De hecho Lady Gaga está más parecida a Joan Collins que a Elizabeth Taylor, con quien en ocasiones la comparan. Pero Scott y sus guionistas no se deciden a hacer de ella una Alexis Carrington como la soap opera manda, y entonces Patrizia queda demasiado buena para hacer de mala. Pero hay una patinada peor y es el primo Paolo (Jared Leto, engordado, pelado, completamente irreconocible), en quien Scott ve a una suerte de Pulcinella descerebrado, ambicioso, ridículo y kitsch. Un trozo chirriante de ópera bufa, en medio de una película que no ríe.
Un Swinging London inquietante A pesar de sus excesos, su ritmo frenético y sobreabundancia de referencias, el film consigue una mezcla potente y a la que no le falta personalidad. “Londres puede ser tan agobiante…”, diagnostican varios personajes a lo largo de El misterio de Soho. La propia película puede llegar a serlo. Pero sólo sobre el final, cuando cada nueva secuencia representa una vuelta de tuerca no sólo argumental sino genérica. Film de fantasmas, de asesino serial, giallo all’italiana, terror dark, paráfrasis de Psicosis, cuento cruel a la inglesa, fábula de violación y venganza, regreso al cuento de hadas… y todo eso en los últimos 20 minutos. Coescrita por Edgar Wright y Krysty Wilson-Cairns y dirigida por Wright, Una noche en Soho muta tanto como su protagonista, y lo hace a velocidad turbo. Llegada a Londres con su sueño y su valijita, cuando el agobio urbano se vuelve demasiado para ella, Eloise produce una fantasía: un otro yo al que le sobra todo lo que a ella le falta. De allí en más la heroína se disocia y Una noche en Soho lo hace junto con ella. Hasta que el relato estalla. Como si uno de los espejos en los que la chica se busca a sí misma se partiera en pedazos, y el film se reflejara en ellos. En Argentina, tres de las películas que el británico Edgar Wright (Dorset, 1974) dirigió en su país salieron en tiempos del DVD (Shaun of the Dead, 2004, Hot Fuzz, 2007, y Bienvenidos al fin del mundo, 2013). Lo mismo sucedió con su debut estadounidense de 2010, Scott Pilgrim vs. los ex de la chica de sus sueños. Una noche en Soho es la segunda que se estrena aquí en cines, luego de Baby el aprendiz (2017). Su cine funciona como una multiprocesadora. En ella Wright mete todo lo que vio y le encantó (a la hora de la cinefilia es tan voraz como Tarantino), la pone en punto 10 y saca de allí un budín decididamente suculento, que lleva su marca. Los primeros dos actos de El misterio de Soho son algo así como Desayuno con diamantes (poster incluido) + El patito feo (o lo que es lo mismo, Carrie) + una inversión de Cenicienta + Christine, de Stephen King, envuelta en gasas, abullonados y tonos frambuesa. Después viene todo lo catalogado más arriba. Dictamen de MasterChef: el budín de Wright se hace grumos en algunas partes y se apelmaza un poco en otras, pero jamás pierde gusto y personalidad. ¿La historia? Eloise (Thomasin McKenzie compone una heroína de Disney sin caricatura) parte a consumar el sueño que su madre no pudo alcanzar: ser una diseñadora de modas reconocida. Para ello ingresa en la London School Fashion, the top of the top. Allí, armada de su virginidad, sus vestiditos de flores hechos a mano y el recuerdo de su querida abuelita (Rita Tushingham, primera de las tres glorias del cine británico a las que Wright homenajea en vivo), es la presa ideal para las “hermanastras malas” del college, que esnifan, fiestean y se pavonean. Refugiada en sus sueños del Swinging London, como Alicia Eloise ingresa en ellos, hallando a su proyección literal en el espejo: Sandie, rubia ambiciosa y descarada, que vuelve locos a los hombres, y a quien Anya Taylor-Joy -la estrella global más porteña- le regala su mirada triste. Eloise la sigue a todas partes, hace de ella su doble brillante y vive de allí en más una doble vida, la de los soñados 60 y la del duro siglo XXI. Pero los sueños suelen convertirse en pesadillas, y hacia allí se dirige Una noche en Soho a marcha veloz. Cada vez más afiatado en términos estilísticos, Wright usa cada corte de montaje como motor a propulsión. Los colores son saturados, la puesta exuberante, la banda de sonido pasa de la irresistible “Puppet on a String” a mazazos dignos de Stephen King, la reconstrucción del Swinging London es de ensueño, reina el neón, las capas narrativas se suman… y sobre el final, es verdad, tal vez el postre resulte como diez porciones juntas de Balcarce. En tal caso, siempre mejor el exceso que la falta. Ah, además de Tushingham tienen roles claves un siempre inquietante Terence Stamp y, en su último papel, una Diana Rigg perfectamente irreconocible.
"Adiós a la memoria": elegir el olvido A partir de la enfermedad de su padre, el realizador de "Tierra de los padres" despliega una larga y arbórea reflexión sobre la memoria y su pérdida, a las que entre otras cosas inscribe como centrales a la historia y política argentinas. Tras el paréntesis representado por Tierra de los padres (2011), que se sumergía en la historia del país, Adiós a la memoria, el nuevo film de Nicolás Prividera, retoma, aunque más no sea como disparador, la interrogación sobre el pasado familiar iniciada en M (2009). Si en aquel caso el realizador funcionaba casi como detective privado, intentando develar la verdad sobre su madre desaparecida, ahora la figura que asoma es la del padre. Pero sólo asoma; no tiñe el relato entero, como en aquel caso. Como el propio realizador aclara desde el off, el reencuentro es casi de compromiso, en tanto el padre está enfermo y por algún motivo no se ven desde hace décadas. La enfermedad de la que padece Héctor Prividera no es Alzheimer pero se le parece. Se trata, stricto sensu, de deterioro cognitivo, lo cual genera una pérdida progresiva de la memoria. A partir de la enfermedad de su padre Prividera despliega una larga y arbórea reflexión sobre la memoria y su pérdida, a las que entre otras cosas inscribe como centrales a la historia y política argentinas. Pero también las vuelca en una caja de resonancias, en la que esos dos polos --la memoria y el olvido-- no cesan de entrechocarse al infinito. Allí donde M iba a la busca de una figura perdida pero omnipresente, Adiós a la memoria -premiada en la Competencia Oficial en la última edición del Festival de Mar del Plata y exhibida días atrás en el DocBuenosAires- se construye a la medida de la relación del realizador con su padre. La relación se quebró en la juventud, cuando ambos abandonaron la casa familiar y Prividera (el hijo) no volvió a ver a Prividera (el padre). ¿Qué es lo que le reprocha, lo que determinó el corte brutal, lo que hasta el día de hoy no perdona? El realizador dosifica la información de modo de generar cierto suspenso. A diferencia de M, donde el suspenso se desprendía casi naturalmente del carácter en cierta medida detectivesco de la investigación, aquí su incidencia narrativa es menor, en tanto el relato se expande. La figura del padre funciona como núcleo de un sistema de anillos concéntricos, como los que se forman cuando se arroja una piedra al agua. El padre es la piedra. Lo que importa, en tal caso, es que, según la voz del realizador en off, la enfermedad de Héctor preexistía: antes de perder la memoria había elegido olvidar. “¿Cómo se llama ésta?”, pregunta Héctor Prividera ante una foto en la que se halla acompañado de una mujer. “Marta Sierra… Marta Sierra…”, se esfuerza en recordar. “¿Era mi hermana?”. En términos de serie cinematográfica, la respuesta también preexiste: Marta Sierra es el origen de la investigación de M. Marta Sierra es la madre de Nicolás. “Tu esposa” es la única respuesta al padre que el hijo da en todo el film: su voluntad de silencio es (casi) absoluta. Que ese abismo sigue incólume lo señala el efecto de distanciamiento que el off construye desde un principio. Nicolás se nombra en tercera persona: “el hijo”. Héctor es obviamente “el padre”. “Construcción” es una palabra clave para describir la estructura y la forma de Adiós a la memoria. Hilado por la voz narradora que es la verdadera protagonista del film, el relato se expande por un sistema de asociaciones, ecos y simetrías. Una cita de Borges hace referencia a un hombre apresado en una ruina circular. De allí en más el aprisionamiento, el círculo y Borges incluso serán algunos de los leitmotifs que reaparecen una y otra vez, conectando al Conde de Montecristo con Antonio Gramsci y a los tiempos lineal y circular con el modo en que el relato de Adiós a la memoria avanza y se vuelve sobre sí mismo, para avanzar y volver otra vez. La red de referencias, citas y asociaciones que el relato teje es imprevisible, erudita y fatal. M era un documental en primera persona, Adiós a la memoria es un ensayo cinematográfico. Un film que piensa. M era rabiosa, Adiós a la memoria es, en términos personales, amarga. Políticamente parece responder, en cambio, a una cita de Walter Benjamin: melancólica de izquierda.