Atención: esta crítica contiene spoilers En 1968, veintitrés años después de concluida la Segunda Guerra Mundial, se promulgó en Alemania la Ley Dreher, que prescribía los crímenes de guerra que no hubieran sido cometidos por las más altas autoridades del nazismo. Algo semejante a la Ley de Obediencia Debida decretada en 1987 en Argentina. La peculiaridad de la ley alemana era que el propio Eduard Dreher, su cerebro, había sido criminal de guerra, tanto como muchos de sus pares del Ministerio de Justicia, con lo cual el dictamen les servía para autoamnistiarse. Esa realidad histórica es la base de El caso Collini, elegida para inaugurar la edición 2020 del Festival de Cine Alemán, que este año se celebra online. A dos caballos entre el drama judicial y el thriller político, la película dirigida por Marco Kreuzpaintner –basada en la novela homónima, escrita por el abogado Ferdinand Von Schirach– ficcionaliza a partir del hecho probado de que durante los años de posguerra altos dignatarios austríacos y alemanes lograron “borrar” su pasado nazi, con la complicidad de los círculos de poder. Allí está sin ir más lejos el caso de Kurt Waldheim, Secretario General de la ONU entre 1972 y 1981, de quien cinco años después de abandonar el cargo se comprobó que había sido oficial de la Wehrmacht en Grecia y Yugoslavia. Algo que difícilmente la crema de la política y la diplomacia internacionales pudiera ignorar. Ahora la ficción. En 2001, un ciudadano italiano largamente radicado en Alemania, Fabrizio Collini, ejecuta en ese país al todopoderoso dueño de una corporación, Jean-Baptiste Meyer, condecorado por el Estado alemán con la Medalla al Mérito. Lo hace con la suficiente brutalidad como para hacerle saltar a patadas el ojo izquierdo, después de haberlo eliminado con tres disparos. El septuagenario Collini es arrestado de inmediato, y mientras la policía averigua si se trató de un atentado político con cómplices se le asigna un defensor de oficio. El defensor es un joven de ascendencia turca llamado Caspar, recién recibido en la Facultad. Frente a él el fiscal, viejo tiburón de los estrados, de esos que no pierden un juicio. Todo parece ir camino de la condena a perpetua para el asesino, a quien todas las pruebas incriminan y que para peor se niega a hablar ni una palabra con su abogado. Hasta que éste descubre que el arma homicida es una Walther, la preferida por los SS, en desuso desde hace décadas. Eso lo lleva a remontarse al nazismo, desenredando un hilo hasta entonces cuidadosamente atado. El caso Collini, que llama la atención que no haya sido producida por Netflix, es una de esas películas que ponen por delante la “importancia” de su tema, permitiéndose abordarlo con las más meneadas triquiñuelas narrativas. No hace falta haber visto demasiados thrillers para advertir que si la víctima aparece como el sujeto más irreprochable del mundo y todo condena al victimario, el curso de la investigación llevará a que el tablero se dé vuelta. Otro tanto con respecto al desbalance entre el abogado defensor –“turco” e inexperto– y el fiscal, leyenda viviente de los tribunales. Basta que aparezca en escena la nieta del asesinado, ahora a cargo de la corporación, y que nos enteremos de su previa relación con el abogado, para sospechar que de aquellas cenizas brotará algún fuego (aunque aquí hay una trampita, que ya se develará). Por las dudas que ese interés amoroso no se revele suficiente, una noche en que el abogado va a comprar una pizza conoce a la delivery girl del boliche, una rubia con look de top model que justo por casualidad estudia Derecho y entonces puede ser que acompañe a Caspar en su investigación. Como además es italiana y la investigación conduce a Caspar a Montecatini, qué mejor que llevarla como intérprete. Como en otra película de tema semejante (Remember, de Atom Egoyan), con tal de que todas las piezas encastren se retuerce la trama sin reparar en verosímiles. Resulta ser que el abogado defensor no sólo conoce a la víctima sino que fue criado por él, en un gesto de magnanimidad que parecería honrarlo. El motivo de la adopción de Caspar por parte de Meyer es intempestivo: el anciano lo habría hecho porque un día él y su muy rubio nieto se cruzaron con el futuro abogado y su madre a la vera de un río. Circunstancia en la que el chiquilín les escupió a ambos tremendo insulto racista. Para reparar el atropello el millonario no sólo obliga al nieto a pedir disculpas, sino que de paso adopta al niño deshonrado, que así conoce a la nieta de su benefactor y… bueno. ¿Puede creerse que, por mucho que necesite trabajar, Caspar acepte defender al hombre que asesinó a su abuelo adoptivo? Si lo que quiere el guion es destapar la olla de los crímenes nazis, su absolución y su dilución en el presente de la sociedad alemana, ¿era necesario que además el protagonista cayera de su inocencia en relación con la figura paterna sustituta? Acumulativa, la trama de El caso Collini suma lo íntimo a lo político, lo racial a lo amoroso, lo familiar a lo público, lo ético a lo jurídico. Para que el hilo de las paternidades termine de cerrar, Caspar se reencuentra “de casualidad” con su padre biológico, a quien desde hace décadas había dejado de ver, se supone que porque abusó de la inocencia de su madre. Y tanto como para ponerle el moño al paquete, el reencuentro representa para Caspar la inversión exacta de lo que sucede con su querido abuelo falso. Si es que un poco de amabilidad exime de un abuso. Que Caspar sea hijo de madre turca tiene más sentido, como palanca para sugerir que la sociedad alemana de hoy es tan racista como la de antes. Sin embargo y más allá de que en un momento la nieta de Meyer muestra la hilacha racial, las burlas que recibe Caspar tienen más que ver con su inexperiencia profesional que con su color de piel. Ahora bien, las cartas bravas que El caso Collini se juega en términos temáticos (en términos formales no se juega ninguna) son dos: la indulgencia con la que durante décadas la Alemania de posguerra juzgó los crímenes del nazismo y el dilema cívico y moral que representa el ajusticiamiento por mano propia. Antes que nada, una aclaración. Creo que una película debe justificarse a sí misma, no por los “temas” que trate. Pero también creo que hay películas malas que, al abordar temas que no están en la agenda mediática diaria, cumplen una función informativa. Éste puede ser el caso: yo no había oído hablar de la Ley Dreher hasta el momento que vi El caso Collini, y la película me llevó a Wikipedia (donde llamativamente no hay una entrada dedicada a esa ley) y después a Google, donde encontré un par de referencias más bien indirectas. Me enteré de que todavía a fines de la década del 60 el Ministerio de Justicia alemán estaba superpoblado de ex nazis, algunos incluso ex SS, y confirmé que la justicia de ese país fue, y todavía es, lo que se dice perezosa para la investigación y condena de los crímenes nazis. O sea que para algo me sirvió ver El caso Collini. En cuanto a la espinosa cuestión de la justicia por mano propia, en su resolución la historia, narrada hasta entonces por Caspar Leinen, es vista desde el punto de vista del acusado, que pasa de victimario a víctima. Esto lo pone, ante los ojos del espectador, como justiciero. Aquí surgen dos asuntos discutibles, uno en torno de la construcción de la historia y el otro externo a ella. El primero es que el asesinato de Meyer a manos de Collini tiene lugar en 2001, y al comienzo se aclara que el segundo de ellos vive en Alemania desde hace treinta años. Esto es desde comienzos de los 70. Teniendo en cuenta que la Ley Dreher se sancionó en 1968, puede entenderse que en ese momento Collini no haya recurrido a la justicia, que en buena medida estaba manejada por ex nazis. Pero se supone que en el 2001 ya no era así. ¿No tenía entonces el homicida una vía legal, que lo abstuviera de recurrir a la mano propia? Haciendo abstracción de la situación y suponiendo que no la tuviera, queda obviamente a cargo de cada espectador juzgar si el tipo hizo bien o no. Más claro está que de la manera en que la película presenta las cosas se induce a tildar el primer casillero. Nota al pie: Collini es interpretado por Franco Nero, “el cowboy de los ojos celestes”, sobreviviente del spaghetti western y las coproducciones europeas berretas de los años 70, a quien podría decírsele lo mismo que le dicen a Snake Plissken todos los que se lo cruzan en Fuga de Nueva York: “pensé que habías muerto”.
"Retrato de una mujer en llamas": historia de un amor-pasión La realizadora de "Tomboy", uno de los nombres eminentes del cine queer contemporáneo, escribió en pleno siglo XXI una novela romántica para el cine, algo que su compatriota François Truffaut seguramente hubiera querido hacer. Estreno en salas únicamente. Cuando Marianne ve por primera vez el retrato de Héloïse que pintó un antecesor, encuentra el rostro borroneado, en un brochazo de furia que da por curioso resultado un Francis Bacon avant la lettre. Estamos a fines del siglo XIX, pleno albor del romanticismo. El retrato deberá servir como trofeo del matrimonio arreglado con un conde milanés, y la joven condesa no quiere contraerlo. Por lo tanto se niega a ser eternizada. Su madre hace una segunda prueba con Marianne, a quien le encomienda la tarea de una espía. Con la excusa de cuidar a Héloïse (su hermana viene de arrojarse por un despeñadero, y la señora no quiere que la hija que le queda tome una decisión semejante), Marianne estará en condiciones de componer su retrato a distancia. Para ello deberá observarla detalle a detalle, y pintarla luego en secreto. De suicidios por amor, secretos y fuegos está hecha la literatura romántica, y Retrato de una mujer en llamas no es otra cosa que una historia de amor-pasión, en tiempos en que ciertos amores estaban socialmente condenados. La guionista y realizadora Céline Sciamma (Pontoise, 1978) ha escrito, en pleno siglo XXI, una novela romántica para el cine. Algo que su compatriota François Truffaut seguramente habrá querido hacer, y sin embargo debió conformarse con recurrir, para Las dos inglesas (1971) y La historia de Adela H (1975), a originales de Henri-Pierre Roché y Víctor Hugo, respectivamente. Con antecedentes notables, como Naissance des pieuvres (2007), Tomboy (2011) y Bande des filles (2014), Sciamma es uno de los nombres eminentes del cine queer contemporáneo, habiendo tratado en sus films previos deseos reprimidos, transexualidades tempranas y sororidades conflictivas. Ahora va en busca de una nueva pasión inconfesada, como la que niña Marie sentía en su ópera prima por la voluble Anne. La relación entre Marianne y Héloise también será una de deseante y deseada, con vestidos de época en lugar de mallas de baño. Como para indicar tal vez las semejanzas, a Anne y a Héloïse las encarna la misma actriz, la rubia Adèle Haenel, magnética e impasible. El nombre de Haenel resuena de ecos románticos, y el de su personaje también. Imposible no relacionar a Héloïse con la protagonista de Julia, o la nueva Eloísa, novela sobre un amor indebido que Jean J. Rousseau escribía en forma contemporánea a la ficción de Retrato… En el nuevo film de Sciamma y a la manera de La edad de la inocencia, las llamas queman por dentro. Y pugnan por salir. Que Marianne (Noémie Merlant) es tan apasionada como obstinada queda demostrado en la escena inicial, cuando un bote la traslada a la isla donde residen la condesa (una reaparecida Valeria Golino), su hija y Sophie, una mujer de servicio (Luàna Bajrami). La caja en la que la pintora lleva sus telas cae al mar, y sin pensarlo dos veces Marianne se arroja al agua para recuperarlas. En presencia de su rubio objeto de deseo, Marianne deberá posponer ese arrojo: Retrato… es, como lo era Pieuvres, un estudio sobre la posposición amorosa. Cuanto más se dilata el roce, cuanto más gruesos son los vestidos, más arden los cuerpos cubiertos. Sciamma pinta con miradas, gestos, detalles. A Marianne le encargaron observar a su musa, y ella no desaprovecha la ocasión. Claro que sus ojos se fijan artísticamente, pero también se deslizan sobre cabellos, cuellos desnudos, manos suavemente posadas. “Eso explica tus miradas”, cae en la cuenta Héloïse, cuando el primero de los velos se descorre. Queda otro, y llevará más tiempo. De hecho, en la que tal vez sea la escena más erótica, ambas llevan velos. Además de un melodrama sexual, Retrato… construye también una teoría del arte. “Hay reglas, convenciones”, retrocede Marianne, intentando justificar el academicismo de su arte, que su modelo reprocha. “Le falta vida”. También en la vida hay reglas y convenciones, y como arte y vida son una sola y misma cosa, en ambos terrenos esas reglas deberán ser subvertidas, si se quiere pintar las llamas.
"Duna": el clásico camino del héroe El director de "Sicario" y "La llegada" contó con un presupuesto de 165 millones de dólares y lo cuida con una adaptación sólida, prolija y coherente, pero a la que le falta sorpresa y riesgo. Hay películas cuya producción y realización se llevan a cabo como una campaña militar. Se establece un presupuesto generoso, se reúne un ejército de actores y técnicos, se estudian mapas del campo de batalla, se resuelven tácticas y estrategias, se designa a un general capaz de ponerse al frente de esa maquinaria bélica, se fijan fechas y plazos. Dados los costos, caben sólo dos opciones: el triunfo aplastante o la derrota humillante. Sólida, prolija y coherente, seguramente Duna no correrá ese riesgo y dejará atrás el recuerdo del desastre filmado por David Lynch en 1984. Lo que no aparece por ninguna parte es algún disfrute, la audacia del que se lanza a la batalla sin el resultado asegurado, la decisión repentina de un conductor que resuelve un ataque sorpresa. El canadiense Denis Villeneuve mostró tener espaldas anchas, afrontando una rápida sucesión de batallas de primera línea, desde La sospecha (2013), Sicario (2015), La llegada (2016) hasta, cómo no, Blade Runner 2047 (2017), aunque esta última no le haya reportado a la comandancia de la Sony los réditos esperados. Fue la Warner la que apostó por él 165 millones de dólares (¡más de un millón por cada minuto de película!), encomendándole ya antes del estreno de Duna – Parte I la secuela de lo que en su origen literario fue una saga de seis novelas. Sin embargo Columbia-Sony no retiró las fichas del casillero Villeneuve. Una vez cumplido ese segundo compromiso para la firma de Bugs Bunny, el realizador de Incendios (2010) deberá remontar la leyenda negra de Cleopatra, cuya dispendiosa rendición de 1963 casi hunde a la compañía. Uno de los pilares del género fantasy, que combina mitos arcaicos con épica medieval, magia, mística, zoología fantástica, ucronías espacio-temporales y alegoría, la saga de Frank Herbert, que comienza en el año 10.191, narra las tribulaciones del clan de los Atreides, al que el Emperador Shaddam IV (el sueco Stellan Skarsgaard) ha puesto en control del planeta Arrakis. En ese desierto interminable se obtiene la mélange, sustancia de uso paradójico: además de servir como alucinógeno es el combustible que permite que todo funcione. Cuando el Emperador decide quitarle a los Atreides esa fuente de riqueza, el duque Leto (Oscar Isaac) resuelve reconquistarlo, poniendo la campaña militar en manos de su hijo, el veinteañero Paul Atreides (Timothée Chalamet). El jovencito deberá ganarse la confianza de los fremen, pobladores del desierto, encabezados por Stilgar (Javier Bardem). Pero Paul no sólo se inicia como militar y político, sino que es -además y aunque se resista a reconocerlo- El Elegido. La novela de Herbert yuxtapone elementos de distintas épocas y culturas: la relación política entre los Atreides y las fuerzas de Shaddam recuerda las de las películas “de romanos”. El desierto de Arrakis, sus habitantes que parecen beduinos, algunos burkas, el solo nombre del Emperador y el hecho de que esa geografía albergue el gran combustible universal, remiten inconfundiblemente a los países árabes, facilitando la posible alegoría que da el hecho de ser ambicionadas por el hombre blanco. La madre de Paul, Jessica (Rebecca Ferguson), proporciona el factor mágico: es, también a su pesar, una bene gesseret. Entre nos, una bruja. Paul recorrerá, claro, el clásico camino del héroe, debiendo sortear pruebas de coraje, inteligencia y madurez. Hay una dosis de angustia en todos los miembros de la familia Atreides, que el cronista no sabe si está en la novela original o le es propia a esta traslación coeescrita entre otros por el experimentado Eric Roth (Forrest Gump, El informante, la versión más reciente de Nace una estrella), porque no leyó aquélla. Como indica la moda actual, la iluminación es sumamente oscura. Ambos elementos, sumados al ominoso autoritarismo del Emperador, generan un clima dark, en el que no prima el espíritu de aventura sino un aura de fatalidad. Tal vez exprese el temor de la Warner, Hollywood o quizás Occidente entero, de que su imperio se derrumbe para siempre, como arena en el desierto.
¿KEN LOACH YA FUÉ? Tal vez porque filma mucho, y desde hace mucho, a Ken Loach se le hacen muchas críticas. Algunas me parecen válidas, otra no tanto. Empecemos por estas últimas. Se le critica que cuenta siempre la misma historia, la de un trabajador -o varios-, que sufre la explotación capitalista. Creo que acá hay, en realidad, una crítica explícita y una tácita. La explícita es la primera: que cuenta siempre la misma historia. ¿Es acaso el primero que lo hace en la historia del cine? ¿Howard Hawks no filmó la misma historia tres veces (Rio Bravo, El Dorado y Rio Lobo)? ¿Hong Sang-soo no viene haciéndolo de película en película? ¿Eran muy distintas entre sí las historias de Yasujiro Ozu? ¿O las de Philippe Garrel? Grandes cineastas todos ellos, son prueba de que puede contarse muchas veces lo mismo, ya que si uno aguza la mirada no va a ser siempre lo mismo. O sea: primera crítica, desestimada. La crítica, o más bien la molestia, que aquella deja tácita no está referida a la repetición de sus historias, sino a los materiales con los que Loach trabaja. Gente de clase trabajadora que sufre la explotación capitalista. Creo que es eso lo que en verdad molesta, que Loach tenga una visión del mundo que se quedó en los 70. Como si la clase trabajadora hubiera dejado de existir, la lucha de clases hubiera muerto con Marx & Engels y todo el problema fuera que Facebook se cayó por nueve horas y quedamos todos mirando a la pared. Las historias de Loach nos recuerdan que, por más que vivamos en un cibermundo virtual y algorítmico, esas cosas siguen existiendo. La clase trabajadora, el capitalismo y la explotación. Sin ir más lejos, para obtener más ganancias, Amazon y Google, puntas de lanza de la aldea digital, explotan a sus trabajadores, por lo cual ya tuvieron que comerse varios juicios laborales. Ah, pero Loach vive en una sociedad superdesarrollada, ahí las cosas de las que habla son viejas. ¿Ah, sí? En la Gran Bretaña del siglo XXI el salario medio no cubre el costo de la canasta familiar. El salario medio no llega a los 4000 euros, la canasta está por encima de los 4100. El costo de vida en el país de la reina inmortal es más alto que en el 82 % del resto de los países. Un 15 % de la población está precarizada. La tasa de desempleo de los varones de menos de 25 años es del 16 %. Parece que el cine social sigue siendo actual, acá, allá y en todas partes. Y Ken Loach sigue siendo el rey del cine social. El tecnocapitalismo es capitalismo Por más que vivamos en un mundo donde los magnates tienen tanta guita que pueden desarrollar sus propias naves y viajar al espacio en ellas, la clase trabajadora sigue existiendo. El capitalismo no sólo existe sino que se halla más concentrado que nunca, y por ende la explotación sigue a la orden del día. Lo que sí fue en disminución de unas décadas a esta parte es la clase obrera, porque la economía pasó de su fase manual a su fase informática. Pero clase trabajadora sigue habiendo, sigue constituyendo un alto porcentaje de la humanidad y sigue siendo explotada. Entonces: Ken Loach no atrasa, filma historias contemporáneas basadas en realidades contemporáneas que son un asco. Las historias que cuenta no sólo son válidas sino que, en la medida en que plantean problemas que la sociedad hipercapitalista no resuelve sino que agudiza, son también necesarias. Lo que se esconde detrás de esa crítica mentirosa (“Ken Loach ya fue”) es que muchos intelectuales y gente de la cultura se derechizaron en los últimos años, viven cómodos en sus burbujas y no quieren ni oír hablar de trabajadores, capitalismo y explotación. El problema está en ellos, no en Ken Loach. A Loach también se le critica la falta de perspectiva de género. Filma sólo historias de hombres, no le preocupan las mujeres, éstas aparecen siempre a la zaga del hombre. Pobre vaca, Vida familiar, Ladybird Ladybird desmentirían esta afirmación. ¿Que tres películas son pocas, teniendo en cuenta que lleva filmadas veinticinco ficciones? Aceptado. Siempre y cuando se reconozca que en las obras de grandes cineastas como George Cukor, Joseph Mankiewicz y Kenji Mizoguchi pasa lo contrario, hay muchos menos héroes que las heroínas. Todo artista tiene derecho a ocuparse de lo que quiera, o de lo que le salga mejor. Se trate de novelas de crímenes, arte abstracto, canciones pop o comedias escatológicas. O cine social más centrado en hombres que en mujeres. Lo que sí habría que poner en cuestión es el rol que las mujeres ocupan en su mundo. Mujeres proletarias o futbolistas no existen, en una obra en la que ambos roles abundan. Tampoco hay a la vista ningún representante de disidencias sexuales, y en este punto sí creo que este hombre largamente octogenario no se dio por enterado de las mutaciones producidas en el mundo durante el último medio siglo. ¿Está mal ser realista? La cuestión estética. En este terreno los cuestionamientos son varios. Que es un realista cuadrado, que es analógico y predigital, que se mantuvo toda la vida atado a un modelo de narración tradicional, que descuida la puesta en escena, que filma siempre igual. Si a la primera afirmación le quitamos el calificativo peyorativo, si a la segunda y tercera respondemos que ser moderno es una opción y no un deber y a la cuarta la consideramos contestada en el apartado referido a su mundo y sus temas, nos queda la cuestión de la puesta en escena. Es la que estoy más dispuesto a defender. Loach no la descuida para nada, no filma de cualquier manera, no pone el contenido por sobre la forma. Visualmente su modo de narrar es clásico, fluido y homogéneo, con el predominio de planos americanos típico del cine realista, que pone al sujeto en relación con su medio y con el tiempo que le toca vivir (Eric Rohmer filmaba igual, y Hong Sang-soo también lo hace con esa clase de planificación). A propósito, una aclaración que siempre conviene hacer, y en el caso de Ken Loach, más. Ser realista no es filmar problemas sociales, es filmar de manera que el mundo ficcional guarde relación con el mundo tangible. Loach trata temas sociales, pero además en términos estéticos es un realista. Los planos de las películas de Loach no se suceden aleatoriamente, el montaje jamás descuida la continuidad visual. ¿Que ése es justamente el problema, que su cine no sabe de discontinuidades, disrupciones, jump cuts o falsos raccords? Ya lo dijimos: moderno no es. Eso no lo hace conservador, sino clásico. Ah, un logro notable de su puesta en escena, manifiesto en las películas de los años 90 y tal vez más atemperado en las últimas décadas: sus planos respiran, están vivos, se sienten como verdaderos. Si lo son o no importa menos, ya que en el cine, como se sabe, la realidad es una impresión. Loach acentúa el aire documentalista de esos planos mediante la duración. Véanse en este sentido Riff Raff, Raining Stones y sobre todo las asambleas de Tierra y libertad. Si Loach estuviera más interesado en el “contenido” que en la gramática cinematográfica, no los haría durar tanto, iría corriendo de plano en plano hacia la resolución de la historia. Una última, antes de pasar al análisis específico de su película más reciente. Que victimiza a sus personajes, que son explotados, abusados, desocupados, marginados y otras desgracias. Desgracias que por cierto jamás llegan al golpe bajo o el chantaje emocional. Que en toda su obra no aparece un obrero que sea malo. Hete aquí cuestiones que sí merecen ser revisadas. El hombre que fue franquicia Sorry We Missed You, que en Argentina se estrena con el título perfectamente infiel de Lazos de familia, es un Loach clásico. Eso no quiere decir que sea el mejor, ni que esté libre de problemas. Pero es fiel al modelo Loach, y en este caso es el modelo el que nos interesa revisar, más que su última representación. Al protagonista de Sorry We Missed You, Rickie, la recesión de 2009 lo dejó en la calle, y desde ese momento pasó por mil trabajos distintos, ocasionales, golondrina o de cuentapropista. Ahora pide empleo por enésima vez, dispuesto a aceptar las peores condiciones. Las consigue: el encargado de la empresa de correo privado cuyo contacto le consiguió un amigo que trabaja allí se las detalla. Va a tener que trabajar 14 horas por día six days-a-week, lo va a hacer en negro, no va a tener salario fijo sino por rendimiento, no gozará de ningún beneficio social, se va a convertir en una franquicia humana. Literal. O sea: va a representar a la empresa y por lo tanto va a asumir todas las responsabilidades del caso, pero la empresa no va a asumir ningún compromiso hacia él. Ah, y por lo que cobran el alquiler del vehículo de reparto le conviene más comprarse uno. Claro que no tiene plata para hacerlo. Pero si venden el auto que su esposa usa para trabajar, llegan. Lo venden. En la empresa le entregan un rastreador que presuntamente le va a servir como GPS pero en realidad es un instrumento de control y vigilancia. Acepta, por supuesto. Para quienes acusan a Loach (y de paso a Paul Laverty, su guionista estable desde hace un cuarto de siglo) de setentista, será oportuno señalar que la situación laboral del pelirrojo Rickie es absolutamente contemporánea. Pregúntenles si no a los deliverys de Pedidos Ya, Rappi o Glovo (esta última no sé si sigue existiendo), que tienen que poner su propia bici y si los pisa un camión no tienen seguro, ni obra social, ni nada. O a los peones de taxi, que se tienen que pagar la nafta, los repuestos y los choques. Es la flexibilización, estúpido. La esposa de Ricki se llama Abbie y se desloma trabajando todo el día como enfermera. Y cuidando a los hijos, el adolescente Seb y Liza Jane, que tiene unos años menos. Seb es un problema, y ese problema va a ser tan importante en la vida de Rickie como lo es el chaleco de plomo laboral que acaba de ponerse. Seb se ratea en el colegio, un día le pega una trompada a un profesor y más tarde lo llaman a Rickie de la comisaría, ya que lo agarraron robando unas pavadas. Roles Seb es, en efecto, más problemático para Rickie que para Abbie. Ésta es la típica mamá comprensiva y sacrificada, que vela por sus hijos a distancia (se pasa el día fuera de casa) e intenta preservar a toda costa la unidad familiar. ¿Rol tradicional? Y, sí, más allá de que tenga un empleo que le insume todo el día. Un día Rickie le pega un cachetazo, fuera de sí, y Abbie no lo abandona ni le recrimina ni le devuelve la bofetada. OK, un modelo de mujer empoderada no es, por más que llegado un punto sea ella quien toma la bandera de la dignidad familiar, poniendo en riesgo el empleo del marido. ¿Pero por qué debería ser un modelo? Loach no filma utopías, filma lo que pasa. Y lo que pasa es que muchas mujeres de clase media baja todavía no se enteraron de que existe el feminismo. A Abbie no la inventó Loach, sino la realidad de su país en las primeras décadas del siglo XXI. Al día de hoy la violencia doméstica representa el 25% del total de crímenes violentos en Gran Bretaña, y los incidentes de violencia doméstica registran el mayor incremento de crímenes violentos durante las últimas cuatro décadas. ¿Es paternalista y reaccionaria la visión que la película tiene de Seb, adolescente problemático que en lugar de ayudar a sus padres, que se desloman todo el día, les miente, se rebela contra el padre, lo verduguea y lo putea? Hasta cierto punto parecería que sí, y uno empieza a revolverse en el sillón, porque con una mujer sometida ya teníamos suficiente. Pero hay una inversión de punto de vista que da vuelta la mesa. En cuanto a la cuestión de la victimización, en verdad aparece y constituye uno de los puntos negros en el mundo Loach. Sobre todo al final, donde, sin llegar a extremos intolerables (ya dijimos que Loach no pega por debajo del cinturón), la acumulación de goles en contra es excesiva y termina cayendo en el miserabilismo, enfermedad infantil del izquierdismo. Pero acá habría que tener algo en cuenta. Sin ser meros vehículos de ideas, macchiettas o entelequias, los de Loach son, sí, personajes representativos. Representan a la clase trabajadora como colectivo. O ex trabajadores desempleados, producto de las crisis de la economía capitalista y el downsizing. En tanto representantes de la clase trabajadora o desempleados no pueden ser otra cosa que víctimas, porque la clase trabajadora es explotada por definición, y los desempleados ni siquiera eso. ¿Que podrían rebelarse? En algún caso recurren a la violencia, como los albañiles de Riff Raff, que le prenden fuego al edificio que estaban construyendo. Es cierto que son raras las ocasiones en que lo hacen. Pero aquí vuelve a regir la misma cláusula estética que para la violencia familiar. Loach filma el mundo contemporáneo, y en el mundo contemporáneo ya no queda espacio político para la rebelión: hasta nuevo aviso el capitalismo ganó la batalla. El único margen de lucha que el hipercapitalismo deja a los trabajadores es seguir siendo trabajadores, no caerse del sistema para siempre. En eso están los personajes de Ken Loach.
BIENVENIDOS A LOS 60 David Chase es el máximo responsable de que Los santos de la mafia funcione. El creador de The Sopranos funciona como una suerte de garantía de calidad de esta precuela cinematográfica de la serie que muchos consideran la mejor de la historia. Yo no podría asegurar tan rotundamente que sea la mejor. Seinfeld, Mad Men, Breaking Bad, The Handmaid’s Tale y Game of Thrones están para mí a la misma altura, o incluso por encima de la serie que le hizo un refresh a las historias de mafiosos. No es casual que al frente de mi lista personal figure la creación de Larry David y Jerry Seinfeld: a la hora de jugarme me juego por esa. Y en tren de seguirme jugando me juego por las cinco de esa lista. Tampoco podría asegurar que Los Soprano sea mejor que The Americans, Homeland, Succession, y yendo más atrás Los intocables, Superagente 86 o Batman. No me anoto, eso sí, con The Wire, que para algunxs es lo más de lo más, y a la que yo no nunca pude entrarle. Igual no importa tanto cuál sea la mejor sino el hecho de que todas éstas son excelentes (de 9 o 10 puntos, en tren de hacer números). Obviamente, la creación de David Chase está entre ellas. Y además éste último es el único showrunner que aparece dos veces en mi lista, con The Sopranos y Mad Men. Así que chapeau, Mr. Chase. Los santos de la mafia tiene la misma virtud que su antecesora (sucesora, si se la considera en una secuencia ficcional). No pretenderse parecerse y ni siquiera se pone en la misma línea que ninguno de los paradigmas del género, lleven éstos la firma de Coppola, Scorsese, Leone o De Palma. Tampoco es que aspire a constituirse en hito: sus ambiciones, más modestas, se circunscriben a la de funcionar como film clásico. Funciona. Teniendo en cuenta que en cine dirigió la primera Thor y Terminator: Génesis, y en televisión episodios de Sex and the City, Mad Men, Game of Thrones y, por supuesto, también de The Sopranos, eficacia parecería ser el nombre del juego para Alan Taylor, realizador de Los santos de la mafia. Otra virtud de la primera entrega de la que será la saga cinematográfica de los Soprano (ésta finaliza en el momento justo en que Tony decide convertirse en quien va a ser) es que no está pensada sólo para iniciados, sino que funciona en sí misma. Por supuesto que quienes hayan visto la serie disfrutarán de conocer el pasado del retorcido tío Junior, del caricaturesco Paulie, de Silvio Dante, de la rama de los Moltisanti (los “muchos santos” con los que juega el título original The Many Saints of Newark) o de la memorable mater terribilis Livia Soprano, que aquí todavía no es siniestra sino simplemente hinchapelotas. Un detalle encantador con respecto a esta última, que los iniciados sabrán apreciar: la encarna Vera Farmiga, que es enormemente parecida a Edie Falco, futura esposa de Tony. O sea que la película nos permite saber que Tony eligió como esposa a una mujer (casi) igualita a su mamá. Aunque sea físicamente, porque para ser casi igualita en carácter habría que remontarse a la tragedia griega, a El embajador del miedo o a las mommies de Tuyo es mi corazón, Psycho o Marnie. Todos muertos La película presenta dos (o tres) distorsiones interesantes, casi todas ubicadas al comienzo, con una única excepción que veremos más adelante. La primera peculiaridad es que, como El ocaso de una vida, Los santos de la mafia está narrada por un muerto. Eso de empezar recorriendo las tumbas de los miembros de las familias Soprano y Moltisanti es un buen recurso para narrar la historia en pasado, desde el final mismo de la serie. El narrador de Los santos de la mafia es Chris Moltisanti, que con el tiempo llegará a ser protegido de Tony hasta terminar por sucederlo, resultando finalmente asesinado. O sea que la precuela está narrada desde un más allá de la serie (tal vez por eso las voces que hablan desde la tumba), por un personaje que ni siquiera aparece en la película. No sé si hablar de osadía narrativa, pero si de una serie de atrevimientos que tal vez puedan en un comienzo colocar al lego en un lugar complicado. Hasta que termina de procesar quién es quién y cuál es la relación familiar de los personajes, en un relato que como Los Soprano es coral. Que al comienzo las voces de los muertos familiares se entrelacen, hasta que la de Chris termina asumiendo el papel solista, pone al relato bajo un signo tempranamente fúnebre. Es como el comienzo de Bonsai, la novela de Alejandro Zambra: “Al final ella se muere y él se queda solo”. Ese entretejido de voces, por otra parte, ¿anunciará que los narradores de las secuelas irán rotando entre estos distintos morti chi parlano? Tal vez. Otro factor que puede generar cierta desorientación desde que se supo que Michael Gandolfini, hijo de James, sucedería a su padre en el rol de Tony, el protagonista de Los santos de la mafia no es él sino su tío Dickie (Alessandro Nivola), que cumple la función de padre adoptivo ante la ausencia del hogar de Johnn Boy Soprano (Joe Bernthal), demasiado ocupado con sus negocios o sus estancias en prisión. Las filiaciones no son un tema sencillo en Los santos de la mafia. En cuanto ve bajar del barco que lo trae de Italia a su padre “Hollywood Dick” (Ray Liotta, una cita viviente a Buenos muchachos), con su nueva, joven y refulgente nueva esposa siciliana, Giuseppina (Michela de Rossi, una Penélope Cruz de nariz algo más pronunciada), Dickie queda boquiabierto ante la visión de la chica. Problemas. Pasaron más de veinte años desde la salida al aire de The Sopranos, y en estos años sucedieron dos o tres cosas en el mundo: el patriarcado fue siendo cada vez más erosionado y surgieron el #MeToo y el Black Lives Matter. Los santos de la mafia se hace cargo de la época en que vive. No de la época en que transcurre (de ella se hace cargo la ficción, con una reconstrucción evocativa y una banda de sonido pop & rock que tiene el mérito de la poca previsibilidad), sino de la época en la que es producida. Si en la serie ni las mujeres ni los negros eran precisamente bien tratados por estos tanos primarios como osos borrachos, aquí ambas formas del maltrato se agudizan y adquieren nombre propio. Se trata, sin vueltas, de misoginia y de racismo. George Floyd is here Dick Moltisanti tira de una patada por la escalera a su nueva mujercita, Johnny Boy le pega un tiro en el tocado a Livia por hablar demasiado (la escena es un hallazgo, porque al dispararle a la cabeza uno piensa que la ejecutó sin más a bordo del auto), Dickie engaña a su amante con el viejo truco de prometerle el oro y el moro y los wise guys se intercambian chistes de lo más groseros sobre sus esposas sin que ni el agresor ni el agredido se mosqueen en lo más mínimo. Tan poco parecen valer sus mujeres, que no justifican siquiera la escena del macho ofendido. La cuestión del racismo, en particular, adquiere en la película un carácter más central y estructural. La primera mitad transcurre en 1967 (la segunda pega un salto hasta el 71), y en ese año, en Newark, New Jersey, una violenta rebelión de la población negra (motivada por un caso de atropello policial muy semejante a los de Rodney King o George Floyd) puso en llamas el centro de la ciudad. Ese episodio sirve de iniciación a Harold (Leslie Odom Jr.), correveidile al servicio de Dickie, a quien su esposa ha venido insuflando conciencia de clase (y de raza). Cuando asiste a la ejecución por la espalda de un chico negro por parte de la policía, Harold decide que hasta ahí llegó en sus servicios a los blancos, para “ponerse por su cuenta” en el mismo rubro en el que funge su ex jefe. Como una película de superhéroes, Los santos de la mafia narra en paralelo la conversión del (en este caso anti)héroe en tal y el surgimiento del supervillano: Dickie y Harold. Hasta tal punto éste es el signo bajo el cual nace esta saga, que la película dedica una coda posterior a los primeros títulos finales (perdón) de crédito. En esa coda Harold se yergue como futura contracara de Dickie y quienes le sucedan. Si alguna debilidad dramática tiene a mi gusto la película coescrita por Chase y dirigida por Alan Taylor es el casting de Alessandro Nivola. Correcto, bien peinado y mesurado, el actor de Jurassic Park III y American Hustle tiene aspecto de tipo del montón, cuando los mafiosos todavía no lucían como tales (eso vendrá diez o veinte años más tarde). Peor aún, no tiene pinta de matar una mosca. Y más que moscas acá mata elefantes. Dickie es un family man que ni siquiera había mostrado algún mínimo asomo de locura, cuando comete un crimen que no cualquiera. Y si el crimen puede haber sido por un “impulso momentáneo” (si eso fuera acaso posible), el cálculo con el que se saca de encima el cadáver revela que el bueno de Dickie es todo un cerebro del mal. Con el suficiente estómago, además, para ordenar la espantosa tortura de un tipo de segundo orden, antes de volver a competer un asesinato demencial. El deseo es el problema Dentro de la ferretería cinematográfica estábamos familiarizados con el uso poco ortodoxo de la motosierra, el taladro eléctrico y hasta el microondas (cf. Gremlins). Pero la pistola que se usa para sacar las tuercas de las llantas de auto y que se le da de probar a aquel segundón, es una herramienta nueva en el oficio de torturador cinematográfico. Ya que estamos, esa escena, en medio de un taller, en la que Dickie ordena a sus heavies que tiren al tipo sobre la mesa para proceder con la operación, parece un claro homenaje a la de la tortura de Fat Moe en Érase una vez en América. Homenajes sí, mimesis no. La última de las anomalías que mencionábamos más arriba es doble. Por un lado, resulta ser que “Hollywood Dick” tenía un hermano mellizo, algo que no se había mencionado previamente. La doble composición reivindica a Ray Liotta. Si en el primer papel el protagonista de Goodfellas aparece totalmente pasado de revoluciones (da la impresión de que en cada plano se le están por romper las cuerdas vocales, por lo que grita, con una voz de rallador), su gemelo Sal prácticamente no habla, como si fuera un monje zen. De hecho, monje no es, pero sí budista. Además de exquisito del jazz. Lo cual es bastante sorprendente, teniendo en cuenta que el tipo es un asesino que está hace veinte años en prisión. Su frase “El deseo es el problema”, para señalarle a su sobrino Dick que va por mal camino si se deja llevar por la ambición, no sólo es insólita en un film de mafiosos (si algo guía a estos capitalistas por izquierda es la ambición de poder, riqueza, mujeres y demás posesiones) sino que marca el momento más gracioso de Los santos de la mafia, una película que no carece de ellos. Otro de sus signos de clasicismo. Una última observación al pie. Quizás por ser el primer film importante de mafiosos no escrito ni realizado por italianos o italoamericanos, el de Taylor & Chase es también el primero en no ser un melodrama, una tragedia o una ópera (El padrino, Mean Streets, Érase una vez en América, Buenos muchachos y Los intocables eran todo eso, o al menos algunas de esas cosas). Los santos de la mafia es un film de iniciación, que observa los años 60 de las familias Soprano, Moltisanti & Asociados con la misma clase de cálida nostalgia con la que hoy en día evocamos esa década en general. Desde ese punto de vista podría llegar a resultar más parecida a Días de radio que a Casino.
"La casa oscura", nueva versión del mito del que vuelve de entre los muertos En su ópera prima El ritual (2017), el británico David Bruckner mostraba capacidad para desarrollar personajes y plantear una dinámica entre ellos, calibraba con justeza la pendulación del relato entre lo doméstico y lo inquietante y se lanzaba finalmente de cabeza a lo sobrenatural, encarnado en una entidad poco o nada frecuentada por el género. Hollywood tomó nota y lo llamó. De técnica pulida y presupuesto medio, La casa oscura parecería ser la pista de lanzamiento a un proyecto más ambicioso que la industria le ha encomendado: la remake de Hellraiser, clásico del género en los 80. El paladar de Hollywood no es afín a menúes que se salgan de la norma, por lo cual a aquella primera cocción con impronta propia la sucede una en la que el cocinero se limita a servir, con la mayor prolijidad posible, la clase de cena ante la cual nadie se pregunta quién la preparó. Nueva versión del mito del que vuelve de entre los muertos, La casa oscura tiene por protagonista a la docente de secundaria Beth (Rebecca Hall), cuyo marido acaba de suicidarse. Como corresponde, Beth vive en una casa aislada junto a un lago, con un único vecino en las inmediaciones, el paternal Mel (Vondie Curtis-Hall). Tiene una colega y amiga, Claire (la rubia Sarah Goldberg, memorable en su papel de Sally en la genial serie Barry), su contrapeso realista a partir del momento en que Beth empieza con eso de que oye ruidos raros por la noche. Sucede lo que pasa de El bebé de Rosemary para acá: revolviendo entre las cosas del marido, la protagonista encuentra unos planos, mensajes, anotaciones y libros raros, en este caso bastante menos inquietantes que los escritos de Steven Marcato. Filmada como por un aprendiz aplicado que se cuida de no embarrarla, evitando caer al menos en el efectismo visual al uso (ver Maligno), aquel pasaje de lo ordinario a lo extraordinario, que Bruckner lograba tan bien en su film previo, aquí parece estacionarse en el plano de lo craso. Los secretos que ocultaba la figura del marido son más de alcoba que del otro mundo (aunque una vuelta de tuerca final quiera llevarlos sin mucha convicción hacia allí), y los miedos que sufre Beth, en lugar de poner los pelos de punta parecen peinar con aliño sus noches en vela. Pesa tan poco esa fuerza de lo desconocido que en las buenas películas de terror funciona como agujero negro, que sus angustias, soledad, temores y algún exceso alcohólico parecen los de una viuda cualquiera. Por supuesto que el hecho de que la protagonista esté interpretada por una actriz tan sensible como Rebecca Hall ayuda a que el espectador se interese por lo que le pasa a su personaje. El problema es que a su personaje le pasa poco.
"Cry macho", una balada arrastrada Autoconsciente, apelando a tiempos narrativos relajados y con fotografía y música acordes, el legendario actor y director vuelve a brillar en pantalla. Cry Macho representa para Clint Eastwood una coda y un inicio. Sirve de coda al ciclo de refutación de la ley del revólver que tuvo como disparo de largada a Los imperdonables, e inicia una despedida que no sólo no es amarga sino que parecería no permitirse siquiera la melancolía, afrontando lo que queda con sabiduría zen. La de quien sabe que todo lo sólido se desvanece en el aire. Como en otras ocasiones, en su película nº 40 el otrora Hombre sin Nombre vuelve a hablar de sí mismo. Lo había hecho en su ópera prima, Play Misty for Me (1971), cuando a los 40 representó a un tipo que lucra con su fama y su pinta para llevarse a una mujer a la cama con falsas promesas. Lo hizo cuando ensalzó a su esposa Sondra Locke en Ruta suicida (1977). Lo hizo cuando mostró al cineasta como depredador en Cazador blanco, corazón negro (1990). Lo hizo cuando se mostró viejo por primera vez en Los imperdonables –¡hace casi 30 años!-, y de allí en más no dejó de mostrar el modo en que el tiempo pasaba en él, de película en película. En Cry Macho el ex Harry el Sucio aparece como nonagenario texano. El sombrero Stetson bien calzado, se define como un cowboy. Camina con dificultad, tiene los ojos semihundidos, mide varios centímetros menos que el metro 93 que Eastwood tuvo a los 30 y necesita dormir la siesta. Pero todavía puede, y ese tal vez sea el tema de la 55ª película que protagoniza. La trama es lo de menos. Ex estrella del rodeo (como Robert Mitchum en La mujer codiciada, de Nicholas Ray), años atrás Mike Milo sufrió una caída que lo dejó mucho tiempo fuera de las pistas y lo llevó a abusar de las pastillas y el alcohol. Volvió al ruedo, pero obviamente ya no está para esos trotes (literales). El día que llega tarde por enésima vez al trabajo, su jefe (el cantante country Dwight Yoakam, referencia no casual) lo despide, pero se trata de un despido paradójico: un minuto más tarde le encarga uno de esos favores que no se pueden rechazar. Milo deberá ir hasta Ciudad de México en su camioneta tan vieja como él, localizar allí al hijo que el jefe tuvo con una mujer mexicana, Rafael (Eduardo Minett), y traerlo de vuelta con él. Un encargo parecido al que le hacían en La mula, esta vez no por izquierda. O no tanto, porque cuando llegue a destino encontrará que la madre del chico (Fernanda Urréjola) es una especie de capamafia, rodeada de matones que no van a permitir que Rafo vuelva con el padre. Una pavada, que además hace agua por varios rincones: el encargo del jefe suena forzado, la mamá y sus secuaces parecen personajes de la serie Narcos que se equivocaron de película, que la señora (vestido rojo ceñido rojo, rematado en un tajo) se quiera llevar a la cama al nonagenario es pasmoso, y la relación de padre/abuelo sustituto viudo que Mike establece con Rafo es obvia (el chico, además, sobreactúa inocencia). Que también una viuda mexicana (Natalia Traven) se enamore de él a primera vista es más propio de los tiempos de Los puentes de Madison que de éste. Pero a esta altura Eastwood está más allá de cualquier artimaña argumental, y entonces todo eso vale tanto como un bledo. Lo que importa, lo que tiene peso (liviandad, mejor dicho) son los tiempos narrativos sueltos, relajados, distendidos, la fotografía de tono marrón oscuro -como corresponde a un ser que se va hundiendo en la noche-, la forma serena en que fluye la puesta en escena, el sentido del humor, la autoparodia sobre su personaje de toda la vida, el cuestionamiento radical del machismo, el registro de un plácido devenir que no se permite la mirada retrospectiva. Cry Macho es una balada arrastrada. El pianista aficionado sigue teniendo la sensibilidad de siempre por la música, que en esta ocasión metaforiza la doble patria de Mike (la natal y la adoptiva), abriendo y cerrando con un tema country y sumiendo el ensueño romántico de Mike en el desfachatado anacronismo del Trío Los Panchos y Eydie Gormé, haciendo ¡"Sabor a mí"! Parafraseando el “Estoy de vuelta” de Paul Newman en El color del dinero, Cry Macho tal vez sea la forma que tiene Eastwood de decir “Sigo acá”.
Maligno", de James Wan: comida chatarra Como el realizador y productor malayo (radicado en Hollywood) sabe que la cosa va a funcionar y es especialista en sagas, en "Maligno" vuelve a dejar la puerta abierta para una continuación. Por lejos el productor y director más exitoso de este siglo, James Wan es un mamarrachero. Como productor expande las películas que funcionan bien y las convierte en sagas (la de El juego del miedo/Saw, la de El conjuro & familia). Como realizador, acumula y yutxapone referencias, estilos, corrientes, tramas, convenciones genéricas y sobre todo tareas de cortado y pegado, en pastiches que a veces funcionan mejor (La maldición del demonio/Insidious), a veces medio cochambrosamente, como la primera El conjuro, y a veces decididamente mal. Ése es el caso de Maligno, que seguramente romperá todo en la taquilla mundial. Wan sabe, entre otras cosas, que “inflar” la película siempre es bueno. Un poco porque la proliferación de tramas y subtramas genera un efecto-góndola, que permite al espectador ir de una historia a otra, eligiendo con qué producto se queda. Y otro poco porque esa sociedad de la abundancia que son sus películas deja al espectador pipón pipón, después de haber tragado una hamburguesa triple y un balde gigante de pochoclo, y haber despachado de un trago uno de esos vasos de gaseosa que miden medio metro de alto. La junk food de Maligno tiene como ingredientes uno de esos cuchilleros estilo Martes 13, varias víctimas por supuesto, una suerte de culebrón familiar con hija adoptiva, dos madres, hermana menor celada y hermano gemelo convertido en monstruo por envidia de las hermanas, marido abusador, esposa víctima, varios abortos, una clínica donde conviven psiquiatras y cirujanos, un hipnoterapeuta, guantes de cuero negro como en una de Dario Argento, peleas de película de kung-fu y, faltaba más, una fábula de empoderamiento que se cuela por la ventana casi en tiempo de descuento y se resuelve en un par de frases. Como el realizador y productor malayo radicado en Estados Unidos sabe que la cosa va a funcionar y es especialista en sagas, deja la puerta abierta para la segunda parte. Dos o tres méritos puntuales suben uno o dos puntitos la calificación. Uno es una escena construida con todos los recursos clásicos del género (sectores de sombra que podrían albergar al monstruo, zonas vacías que generan la idea visual de un inminente visitante no deseado en cuadro, trabajo sobre la profundidad de campo, mutismo de la banda sonora). Otro es la graciosa veta autoparódica aportada por una investigadora escéptica, que funciona como crítica implacable de tics del género (aunque la película los reproduzca, al punto de que el malo se ríe con la típica “carcajada de malo”). Finalmente se sincera y asume plenamente el ridículo, que permite reírse de la película junto con la película, con un monstruo que evoca al protagonista de The Thing with Two Heads, aquélla en la que el racista Ray Milland se veía obligado a convivir con un negro, cabeza a cabeza. Pero éste tal vez lo supere por su capacidad de caminar hacia atrás, como un cangrejo humano. Lo que resulta muy gracioso, aunque se supone que debería asustar.
"A puertas cerradas", de Costa-Gavras, sobre libro de Yanis Varoufakis En 1969, con Z, Constantin Costa-Gavras (Grecia, 1933), logró sintetizar una fórmula que si bien no carecía de antecedentes (la notable La batalla de Argelia, Gillo Pontecorvo, 1966), alcanzó su consumación en aquella película. Se trataba de abordar hechos políticos álgidos (una conspiración de derecha digitada desde las altas esferas del poder, la tortura a la que los servicios de seguridad soviéticos someten a un ciudadano, el secuestro de un embajador estadounidense por parte de un grupo guerrillero) con formato de thriller. Esto es una narración veloz, dinámica, tensa, electrizante. Siempre con un héroe en el centro, factor de identificación con el espectador. Ese héroe fue encarnado indefectiblemente, en sus películas más famosas, por Yves Montand, ideal a la hora de interpretar hombres capaces de mantener la dignidad en los peores trances. Tanto que en Estado de sitio (1972), realizador y protagonista hicieron de un embajador estadounidense en el Uruguay de los primeros 70, ex funcionario de la CIA (el auténtico Dan Mitrione), la víctima casi inocente de un irredento grupo de Tupamaros. En el curso del tiempo Costa-Gavras se mantuvo mayormente fiel a su marca de fábrica, con ejemplos notorios como Missing (1982). Dos años atrás, a los 86, abordó la historia recentísima de su país natal en Adults in the Room, presentada en los festivales de Venecia y San Sebastián y que se estrena ahora en Argentina, con el título A puertas cerradas. El año es 2015, cuando el país helénico cae en una debacle económica producto de las políticas del FMI, y el partido de izquierda Syriza gana las elecciones por amplio margen, levantando un programa de anti-austeridad como bandera. De apropiado título en castellano, el decimonoveno film de Costa-Gavras tiene por protagonista al Ministro de Economía del gobierno de Alexis Tsipras, Yanis Varoufakis (Christos Loulis), quien terminará dimitiendo apenas seis meses después de su asunción, ante la imposibilidad de sostener su cruzada contra el FMI (esto no es un spoiler, está al comienzo). Basada en un libro de memorias del propio Varoufakis, A puertas cerradas es lo que podría llamarse “film de gabinete”. Duro en su postura, el nuevo ministro viaja de Atenas a París, de París a Londres, de Londres a Berlín, de Berlín a Bruselas y de regreso a Atenas, manteniendo en cada una de esas capitales tensas reuniones con sus colegas de la “troika” europea, reforzada por la presencia de la mismísima Christine Lagarde (Josiane Pinson). A cualquier interesado en la política de alto nivel le despertarán curiosidad los entretelones de esa encrucijada, y al espectador argentino doblemente. Sin embargo, con un poco de malicia podría decirse que un noticiero es más divertido, más intenso, más cinematográfico que este par de horas de reuniones con mala cara entre gente de traje. Hasta el punto de que el look descontraído de Varoufakis tal vez sea lo más emocionante.
Una familia argentina Es una película triste La vida dormida. Muy triste. Triste por los protagonistas, por su mediocridad y sus enfermedades mentales, por su extravíos y hallazgos (al final, la que descubre todo, la que filma todo esto, la que tiene todo claro, es miembro de la familia), y triste porque todo eso tiene que ver con la Argentina, fue permitido por la Argentina, es finalmente la Argentina la que se pasa la vida dormida, soñando con cosas que no son. La que filma es Natalia Labaké, nieta de Juan Gabriel Labaké, abogado y político peronista, que en los 80 pasó de ser representante de Isabelita a candidato de Menem, y que si algo tuvo de coherente durante su vida política fue su fidelidad (¿o algo más?) a la Santa Madre Iglesia. De allí el discurso, que “dicta” en voz alta a partir de lo que escribió en casa, luego de estrujarse el mate, uno de esos discursos hiperarmados, en el que traza la infancia de un niño criado en la localidad de Lobos a comienzos del siglo XX y otro, “Dios”, nacido en Nazaret veinte siglo atrás. Perón y Jesús, Jesús y Perón, ramas del mismo árbol son. Labaké no es muy coherente. En una época defiende a Isabel, en otra dice que su manipulador espiritual López Rega era de la CIA y que Perón lo sabía. Supuestamente habría dicho El Viejo, con ese aire campechano con el que comunicaba las verdades más terribles, que prefería tener al lado a un agente de la CIA al que reconociera como tal, que a uno del que no supiera. ¿Habrá dicho Perón eso alguna vez? ¿Estaba Lopecito efectivamente al servicio de la CIA? ¿No le bastaba con haber creado las Tres A? ¿O creó las Tres A por encargo de la CIA? A propósito de Isabel, también se exhibe en el XXII Bafici (¿feliz coincidencia?) Una casa sin cortinas, que a pesar de que su título no permite adivinarlo tiene a María Estela Martínez de Perón por protagonista y coronel Kurtz. Me explico: el documental de Julián Troksberg intenta penetrar la esfinge de rodete, peinado batido y mucho spray, mediante el método tradicional: entrevistando a Juan Manuel Abal Medina (“it’s alive!”), a los Carlos (Corach y Ruckauf, le faltó un Carlos que en el momento de la filmación todavía vivía), a Juan Carlos Dante Gullo (ese ex dirigente de la JP que nunca dio la impresión de haber sido dirigente de la JP). Desde ya que esa esfinge es impenetrable, de modo que todos los entrevistados -incluyendo algún cardiólogo de guardia que compartió la intimidad de los últimos momentos del General y su esposa, así como Haydée Padilla, La Chona, que conoció a Isabelita a los veintipocos, cuando daba sus primeros pasitos de baile- coinciden en que no debió haber estado allí donde estuvo (el ojo del huracán setentista, en el momento en que se pone bizco), que no tenía la más mínima capacidad política para hacerlo. Pero ojo: todos le reconocen dos cosas, que no son moco de pavo. Una es haberse sacado de encima a su mentor espiritual, el que según Tomás Eloy Martínez le hacía pases de magia (“siempre le tuvo terror al espiritismo”, dice asombrosamente de ella María Eva Gatica, hija del Mono), cuando la CGT y el Loro Miguel la emplazaron a que era él o ellos, y eligió a ellos. La otra es haberse bancado casi cinco años de cárcel de la dictadura calladita, sin haber pedido ningún cuidado especial y sin haber renegado de ser quien en definitiva había sido, porque su marido así lo quiso: la Presidenta de la Nación. Ésa es La casa sin cortinas que tiene a Isabel por protagonista. La otra es la que quiere que pensemos que en una de esas estos muchachos que la filman lograron romper un silencio de toda la vida (Isabel no abre la boca ni para canta la marchita a su regreso en 1984, con Ubaldini de un lado y Triaca del otro, y cuando un periodista le pregunta si vino para quedarse le echa flit con sonrisa pícara y acento madrileño) y hacerla hablar, a los 88 años y en su recoleto retiro en un barrio privado de las afueras de Madrid. Todos los testimoniantes se ríen ante esa ilusión, nosotros también nos reímos, y finalmente ocurre lo que todos sabemos: La casa sin cortinas es una Apocalypse Now! sin coronel Kurtz. Ni Willard, ni………., ni nada. Aunque sí podría ser un Apocalypse Then!, protagonizada por un elenco entero de secundarios (la heroína incluida), que tras la muerte del God-Father se masacran entre sí, hasta que lleguen las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos de Argentina, a masacrarlos mejor. A ellos, a sus familias, a sus conocidos y al país entero, para fundar una nueva Saigón, frente a la que Willard pueda murmurar “… Saigon… shit…” Ex abogado de la Señora, Juan Gabriel Labaké es el puente entre La casa sin cortinas y La vida dormida. Un Labaké post-ACV en la primera de ellas, con el ojo izquierdo caído y semicerrado, y un Labaké de los últimos 40 años en el documental de su nieta. Pero Natalia Labaké rompe los puentes, porque el suyo no es un documental más o menos convencional sobre una figura a pie de página, sino un documental en primera persona (del singular y del plural) sobre una familia argentina que empieza gozando las mieles de la política (teta ubérrima, que parecería tener leche para Rómulo, Remo, Caín y Abel) y del uno a uno de Menem a cavallo de la “modernidad argentina”, para de allí en más decaer lenta pero indefectiblemente, junto con el país. La vida dormida pudo haberse llamado Una familia argentina, pero por supuesto que La vida dormida es un título mucho mejor, porque la metonimia es más indirecta y la familia tiene, en efecto, una integrante que se queda dormida “porque la cámara le da sueño”. Se trata de la tía Bibi, hermana del abuelo Juan Gabriel, que en las filmaciones de los 80 parece un poco ida, y en las más recientes está totalmente ida. Pocas veces se ha visto en el cine ha alguien más “ido” que la tía Bibi, que empieza una frase, se queda en suspenso, como flotando entre las nubes de adentro, cuando ya parece haber elegido el adentro vuelve a salir para seguir con la frase, se vuelve a ir y así, hasta que después de cuatro o cinco intentos la frase queda congelada para siempre y la tía Bibi se hunde en el sueño que da toda la impresión de elegir, como modo de huir. Huir de los Labaké, huir de ese hombre “que no la supo querer”, cuya mano por encima del hombro se ve en una fiesta familiar, para luego desaparecer, huir del mundo y de todo. “¿Cuándo se va a terminar?”, le pregunta a su sobrina nieta Agustina, hermana de Natalia, y cuando Agustina le pregunta qué es lo que se va a terminar se queda callada, porque ella y todos sabemos bien a qué se refiere cuando habla de terminar. Terminar con los Labaké, con las analogías místicas-berretas del abuelo Juan Gabriel, los videos caseros grabados por su esposa en un resort caribeño (“mírenlo ahí, en su trono”, magnifica hablando del marido, y al marido se lo ve tirado durmiendo la siesta, en una hamaca de bambú), los años del deme dos, el padre que pregunta si en una dependencia oficial son “más macristas o más kirchneristas”, la hermana Agustina presa de la angustia y presa de la casa familiar, delirando con constelaciones familiares en las que se aparece Cupido, y la mamá de Natalia dándose cuenta de que nunca fue nada, porque el marido nunca le hizo lugar, y el abuelo Juan-Gabriel cayendo siempre del lado del que hay que caer, como un panqueque, hablando pestes de Isabel y Lopecito cuando Isabel y Lopecito se convirtieron en innombrables. Y La Marchita, que siempre se canta y siempre se canta igual, como para suturar todas las heridas, las traiciones, las ilusiones, las panquequeadas, los crímenes, los mártires, las avivadas, las buenas intenciones y los acomodos. Que se canta, tan protocolar, tan desafinada y tan robóticamente como el Happy Birthday, con todo el mundo actuando para el festejo, para la cámara y para el país. En medio de La Marchita alguien, fuera de cuadro, hace saber su condición de “zurda, bien zurda”, cuestión de incomodar al abuelo y, tal vez, a la familia entera. ¿Será esa la verdadera disidencia, o será acaso la que encarna Natalia, esculpiendo a la familia a golpes de dolor, de tristeza y de video?