"Animales fantásticos: el secreto de Dumbledore", se queda corta Da la impresión de que la tercera película de la saga sumará una o varias capas de sentido a las habitualmente mecánicas historias de Rowling. Pero no. Años atrás el sello Marvel inventó una forma de explotar sus franquicias de modo más extensivo y sistemático gracias al verso del Multiverso, mundo aparte integrado por todos los superhéroes del sello. J. K. Rowling, siempre ambiciosa de más y más libras in the pocket, no le fue en zaga y creó el Wizarding World (Mundo de magos), integrado por las ocho Harry Potter y, con ésta, tres de la saga Animales fantásticos. Más las que vendrán, obviamente, que para eso se creó este mundo. La serie Animales fantásticos es, como se sabe, una precuela de aquélla. A falta de Daniel Radcliffe tiene por nuevo héroe a Newton "Newt" Scamander, “magizoólogo” tímido y adolescentón, empleado del Ministerio de Magia. Más o menos lo que sería Harry Potter a los veintilargos. Parte de los otros personajes de la serie Harry se prefiguran aquí, incluido el gran Credence Barebone. Las historias tienen lugar un siglo atrás, pero los personajes tendrán apenas unos 40 años menos que en Harry Potter. Bué, licencias cronológicas de la Sra. Rowling. Coproducida por la propia J. K. y con ella escribiendo el guion a cuatro manos junto a Steve Kloves (guionista de Los fabulosos Baker Boys y seis de las ocho Potter), vuelve a dirigir David Yates, en cuyas manos estuvieron las tres últimas Harrys y las dos primeras Animales. Y basta de datos, que ya abruman. El secreto de Dumbledore arranca bien, con la formación de una simpática suerte de Armada Brancaleone. La misión, encargada por un cuarentón Dumbledore (Jude Law) consiste en impedir que el villano Grindelwall logre la eternidad (los pómulos cuadrados, alla Jack Palance, y la nariz drásticamente serruchada, hacen de Madd Mikelsen un malo que siempre “garpa”). La “armada” está compuesta por Scamander (Eddie Redmayne) y entre otros y como corresponde, un estadounidense y una mujer y un hombre negros. El personaje más empático y logrado de esta tercera parte es el último miembro, Jacobo Kowalski (Dan Foggler, excelente). El judío Kowalski es un muggle aparentemente cobardón, un hombre común, que a la hora de los bifes no se esconderá debajo de su delantal de panadero. “El mundo se está desmoronando”, dice alguien por allí. Y, mirando a cámara (es una subjetiva de uno de los personajes), “vos tenés que ayudar a salvarlo”. Guau. ¿El Wizard World como reflejo del mundo contemporáneo, incluyendo una apelación al espectador que casi casi rompe la cuarta pared? Buen comienzo, reforzado por un viaje a Berlín, donde el führer Grindelwald asienta sus reales (el año es 1932, pleno ascenso de Hitler). Da la impresión de que la tercera Animales sumará una o varias capas de sentido a las habitualmente mecánicas historias de Rowling. Pero no, la cosa llega hasta ahí, porque pronto sobreviene una como las de superhéroes, con muchos combates entre el Bien y el Mal, una o dos ciudades hechas pelota gracias a sus superpoderes, y un notorio exceso de varitazos (pongámosle que se les diga así a los golpes de varita). Habiendo soportado un escandalete por sus declaraciones contrarias a la identidad trans, Rowling intenta contrarrestarlo, haciendo de Dumbledore y Grindelwald dos ex novios. Teniendo en cuenta que Redmayne ya lució un vestido en The Danish Girl, en cualquier momento Newton Scamander se convierte en Newta.
"El joven Ahmed", de los hermanos Dardenne: dilemas éticos Problemas de difícil resolución es lo que los autores de "Rosetta" y "El hijo" le plantean siempre al espectador. “Dame un beso”, le pide la madre a Ahmed, que tiene como maestro y referente a un imán que predica que a los infieles hay que “cortarlos” allí donde se encuentren. “No puedo besar a una mujer, acabo de hacer mis abluciones”, responde Ahmed y se va corriendo. La nueva película de los hermanos Jean-Pierre y Luc Dardenne no ayuda precisamente a combatir la islamofobia. El problema es que el consejo del imán no es inventado: así lo predica un sutra del Corán. Problemas, dilemas éticos de difícil resolución es lo que los autores de Rosetta y El hijo le plantean siempre al espectador. Ganadora del premio a la Mejor Dirección en Cannes 2019, el que recibió El joven Ahmed es un premio justísimo, ya que en términos de puesta en escena los realizadores belgas siguen siendo ejemplares. Aunque esta vez, hay que reconocerlo, los dilemas parezcan de resolución algo más fácil, más gruesa tal vez. “Es una perra, una apóstata”, dice el imán Youssuf en referencia a la señorita Inès (Myriem Akheddiou), profesora de lengua árabe de Ahmed (Idir Ben Adi). La apostasía de la profesora (que es árabe) reside en querer enseñar el idioma con canciones, para facilitar el aprendizaje de los alumnos. Y eso conspira contra la lectura directa del Corán, que debería ser la única fuente de aprendizaje. El imán (Moumen de Othmane), un verdadero monstruo fundamentalista que vive esperando la llegada de la jihad, es claramente “el malo” de la película. Llevado por sus enseñanzas, Ahmed se convertirá en un pequeño monstruito también. Aunque por tratarse de un adolescente, sugestionable por lo tanto, cabe esperar que el día de mañana reniegue de las enseñanzas de su mentor y acceda a dar un beso a la mamá, dar la mano a cualquier mujer, no correr a lavarse las manos cada vez que se las lame un perro “impuro”. Y, sobre todo, no tomar las enseñanzas del imán tan en serio como para convertir un cepillo de dientes en un cuchillo, persiguiendo obsesivamente de allí en más a quien violó las enseñanzas del Libro, para ajusticiarlx como el Libro manda. Un problema de El joven Ahmed, tan ideológico como dramático, es que el imán está presentado como “verdadero” lector del Corán (por lo tanto sus perversas enseñanzas son una lectura literal), mientras que la señorita Inés, que es su contrario y sostiene que el texto sagrado no pregona eso, lo hace con tanta poca convicción que termina callando ante Ahmed. Conclusión del espectador: es la palabra del Profeta la que Yousuff verdaderamente aprendió. Segunda conclusión, entonces: el islamismo, al menos el religioso, es en su conjunto perverso, enfermo y criminal. Es verdad que en una discusión entre alumnos los que están del lado de cada educador (el imán y la profesora) son un número repartido, lo que da a ver que no todos los musulmanes son iguales. Pero la voz de Youssuf no sólo es la que tiene más oportunidades de imponerse, así como su mejor discípulo está absolutamente obsesionado con seguir sus palabras, ajusticiando al o la infiel. La idea que se desprende de esto es “ojo con los islámicos”. ¿Que solo los religiosos practicantes son peligrosos, no los beatos? Sí, pero no hubiera estado mal que esto quedara más claro, para que el espectador europeo-blanco no salga a la calle temiendo que cualquier hombre o muchacho de tez mate y barba hirsuta le clave una faca en el estómago. En términos de puesta El joven Ahmed replica la de Rosetta, con la cámara siguiendo implacablemente al/la protagonista. De hecho Ahmed, adolescente rebelde, puede verse como versión en espejo de la revulsiva Rosetta. Libros enteros desarrollan el preocupante hecho de que la rebeldía actual es de derecha (ver Milei). Lo relevante de la puesta de los Dardenne es que, aunque se los identifique con una cámara agitada, en mano, en movimiento y montada a los saltos, esto sólo es así cuando los personajes están en ese estado. Un largo plano fijo sobre Ahmed y la chica que quiere besarlo, con poca fortuna, así lo demuestra. No se trata de mover la cámara por moverla, sino de hacer de ella un medio de expresión de los personajes. Eso es lo ejemplar.
"Vacío": un rufián melancólico oriental Ganador de la Competencia Latinoamericana en la edición 2021 del Bafici, el primer largometraje de ficción del documentalista Venegas está correctamente filmado y actuado, resulta dramáticamente derivativo y coquetea en su última parte con un previsible mecanismo de thriller. Hay inmigración taiwanesa, hongkonesa y coreana en Argentina y fuertes colonias japonesas en la zona de Sao Paulo, en Perú y en Paraguay, donde en fecha más reciente se afincó también población proveniente de China Continental. Lo que es menos sabido es que inmigrantes de este último origen también lo vienen haciendo en Ecuador, y es en el interior de esa comunidad donde transcurre Vacío, coproducción de ese país con Colombia y Uruguay, ganadora de la Competencia Latinoamericana en la edición 2021 del Bafici. Autor de un documental previo sobre Alberto Spencer (el centrodelantero que tuvo a mal traer a River, en aquellas tres famosas finales con Peñarol que definieron la Copa Libertadores 1966), la opera prima en la ficción del quiteño Paul Venegas está correctamente filmada y actuada, resulta dramáticamente derivativa y coquetea en su última parte con un previsible mecanismo de thriller. A todos los efectos, un premio excesivo el del Bafici. Así como lo es ahora su estreno en la Sala Lugones. Lei (Jin-fu) y Wong (Lidan Zhu) se conocen en un lugar poco romántico: el negro interior de un container, donde los han metido junto a algunas decenas de compatriotas para su embarque en el puerto de Zhengzhen, con destino a aquella lejana capital latinoamericana. Su llegada es recibida con una persecución policial, que no apunta a detenerlos sino a entregarlos al godfather Chang (Dai Min Meng), dueño del comercio, limpio y no tanto, de la zona. La independiente Lei huye pero igual la atrapan, y Chang la contrata para atender un cyber. Así como conchaba a Wong para mandados varios, que empezarán como empleado de un “Todo x 2 $” (o uno de sus sucesores), y derivarán más tarde en el cobro del diezmo a los comerciantes de la comunidad. Una suerte de rufián melancólico oriental, a Chang se le cae la baba por la muy bonita Lei, pero no se anima a pegar el zarpazo. A lo que sí se anima es a prometerle un futuro falso en Nueva York, la quimera con la que sueña la chica, mientras prepara a Wong para una operación no muy legal, de regreso en China. Con una variante interesante en el personaje de Chang --un guapo que no mata una mosca--, el resto está todo visto. Tanto en la realidad (un siglo atrás, la organización de proxenetas polacos Zwai Migdal trajo con similares promesas a miles de compatriotas rubias y judías a la Argentina, a las que esclavizaron en prostíbulos locales) como en el cine (la película argentina La mosca en la ceniza o la brasileña 7 prisioneros) se han visto situaciones parecidas. Aunque en este caso son más suaves, lo cual es preferible socialmente, pero no tanto dramáticamente. Chang no quiebra dedos ni empuña armas. Sí abusa de la deseada Lei, una noche de derrota en el casino y consiguiente borrachera. Pero la resolución de Vacío parece, de tan facilonga, más un juego de escondidillas que un escape contra reloj. Coescrita por el argentino Martín Salinas, no es que la película de Venegas esté mal. Se trata, queda dicho, de una película correcta, sinónimo de que la puesta en escena carece de relieve.
"Cyrano", en Flow: medida por medida Darle protagonismo al notable Dinklage resulta el mayor acierto de la versión dirigida por el británico Joe Wright, especialista en dramas de época como "Orgullo y prejuicio" y "Anna Karenina". La versión más reciente de Cyrano de Bergerac practica dos innovaciones en relación con la obra clásica de Edmond Rostand. Una no es propia sino producto del material en que se basa, un musical puesto en escena cuatro años atrás por Erica Schmidt, que ahora tiene a cargo el guion de la película. El traspaso podría justificarse, pero salvo un emotivo número de trincheras hay un problema: los números musicales son inanes. La segunda novedad es que por primera vez el defecto físico del protagonista no consiste en su desmesurada prominencia nasal sino en su altura, desmesuradamente también, pequeña. Esta elección no sólo es lógica, sino que darle protagonismo al notable Peter Dinklage resulta el mayor acierto de la versión dirigida por ese especialista en cine de época que es el británico Joe Wright (Orgullo y prejuicio, Expiación, orgullo y deseo, Anna Karenina). En la segunda escena, la romántica Roxanne (Haley Bennett), que aunque aceptó la invitación al teatro del poderoso duque de Guiche (Ben Mendelsohn), no está dispuesta a darse a ningún hombre al que no ame, se lanza sin aviso sobre una canción que reconvierte todo lo que la rodea en una loca coreografía. Aunque en primera instancia parezca una decisión disruptiva, que los personajes canten o bailen no cambia demasiado las cosas. Lo que importa es qué cantan y qué bailan. Salvo un enamorado que flota hasta desaparecer por el borde superior del cuadro, y la utilización de un choque de espadas para marcar el pulso de una canción, las coreografías, de las que en ningún caso participan los protagonistas, son tan poco imaginativas como las canciones en sí. De hecho, al cantarle a la ilusión amorosa, Roxanne parece, en esa escena, una princesa de Disney. Y no es la idea. La idea es que el diminuto Cyrano está enamorado de ella, de toda la vida. Pero hay un tercero en discordia, Christian (Kelvin Harrison Jr.), capitán al servicio del duque de Guiche, que flechó a Roxanne a primera vista. Tercera innovación, Christian es tan negro como el moro de Venecia. Seguramente para compensar su “falla”, Cyrano fanfarronea con su verba, elocuente y caudalosa. Es en este punto por donde se accede al verdadero tema de la obra de Rostand: la disociación entre la guapeza del capitán y el romanticismo de Cyrano, quien a su vez y como autocastigo (sólo el masoquismo puede explicarlo) se presta para que Christian practique una primitiva forma de playback con su voz. La voz de Dinklage es tan gruesa como la de un galán romántico, lo cual refuerza la sensualidad auditiva de Roxanne. Como la historia está narrada desde el punto de vista del pequeño héroe, la escena en la que Christian conquista a Roxanne con él haciéndole de apuntador pone a Cyrano al lado de otros desdichados freaks románticos, como el protagonista de El fantasma de la ópera y la Bestia en La bella y la bestia. Cyrano comienza siendo arrogante y va derivando luego a la mayor de las tristezas, y Dinklage comunica todo ese arco con una visceralidad de la que el resto de la película -salvo la mencionada secuencia de trincheras- carece. De hecho, es como si hubiera un Cyrano de Joe Wright y otro de Dinklage, que logra elevar la película por encima de sus muchas limitaciones.
Basado en tres cuentos de Hanuki Murakami, el film más reciente de quien es sin duda el gran hallazgo del cine de autor del último lustro es oscuro, torturado, de relaciones fuertemente enraizadas y hasta determinista. A diferencia de los films anteriores del japonés Ryusuke Hamaguchi, Drive my Car es bien distinto a sus predecesores, y tal vez algo de esas diferencias tengan que ver con la exultante recepción de que gozó la película en el mundo occidental. Contando, claro, las tres premios en Cannes y las cuatro nominaciones al Oscar, de las cuales obtuvo la estatuilla a la Mejor Película Internacional. Mientras que hasta ahora el cine del autor de La rueda de la fortuna y la fantasía (ver crítica aquí al lado) se había caracterizado por su levedad, transparencia y relaciones desprendidas y gobernadas por el azar --en línea con el cine de Eric Rohmer y su discípulo Hong Sang-soo--, Drive my Car es todo lo contrario. Basado en tres cuentos de Hanuki Murakami, el film más reciente de quien es sin duda el gran hallazgo del cine de autor del último lustro es oscuro, torturado, de relaciones fuertemente enraizadas y hasta determinista, por el modo en que la historia personal y la nacional modelan el destino de los personajes. Es más: podría decirse --a riesgo de ser crucificado por el resto de los mortales-- que Drive my Car es el film menos personal del autor, y el hecho de que se trate de la adaptación literaria no parece ajeno a ello. Eso no quiere decir que sea una mala película, desde ya, sino que a criterio de quien escribe está tan lejos de ser la mejor de Hamaguchi como de la obra maestra que se pregona. De tres horas --menos un minuto-- de extensión, Drive my Car es tan pausada, fluida y modulada como las anteriores. Tanto que se siente como si durara la mitad de lo que dura. Como ellas entrelaza también varias historias, esta vez con un protagonista más marcado como tal. Mientras que una de las delicias de Happy Hour, Asako I y II y La rueda… es el carácter coral de todas ellas, en esta ocasión el resto de los agonistas queda en segundo plano. Aunque es preciso anotar que Hamaguchi le dedica una paciente atención hasta al último miembro del elenco. Yusuke Kafuku (Hidetoshi Nishijima) es un actor y dramaturgo que se halla en plena preparación de una versión de Tío Vania, que dado el origen diverso de los actores, será multilingüe y con traducción simultánea. Incluye a una actriz muda, que no sólo se expresa por lenguaje de señas sino en coreano. Por lo cual necesita de la “traducción” de su marido, asistente de Kafuku. Apellido que, dicho sea de paso, suena a “Kafuka”, que es como los japoneses pronuncian Kafka. Kafuku carga con el peso de una tragedia personal, cuya culpa se atribuye. A la vez elige para el rol protagónico de la obra de Chejov a Koji (Masaki Okada), joven galán y rival amoroso, a quien le endilga el papel a contrapierna (Misaki tiene menos de 30, mientras que Vania supera los 60), tal vez como forma de venganza. Finalmente --resumiendo muy escuetamente un relato largo, lleno de historias diversas, capas narrativas, sentidos cruzados y un complejo sistema de correlaciones internas y externas-- hay un personaje a primera vista menor, el de Misaki (Toko Miura), la chofer que debe trasladar a Kafuku durante su estada en Hiroshima, que sin embargo crecerá hasta ocupar casi el rol coprotagónico. No por nada el film le debe el título. Y no por nada la acción transcurre en Hiroshima, dicho sea de paso. Culpa(s), tortura interior, confesiones varias, necesidad de expiación, un crimen con su correspondiente castigo: salvo esto último, nada de lo demás es propio de la cultura japonesa. Mientras que las relaciones leves, los sentimientos guardados y la apariencia calma de los personajes, constitutivos de la idiosincrasia nipona, son propios de los films previos de Hamaguchi. De hecho, Drive my Car se parece más a un film europeo de autor de los años 50 y 60 (Bergman, Antonioni) que a aquellas películas. De éstas hereda, sin duda, el cruce de personajes disímiles y la voluntad de comunicación de todos ellos (lo contrario de Antonioni). La expresión más visible de esto es el personaje Lee Yoo-na (Park Yu-rim) como la mujer sorda y coreana. Yoo-na entiende todo y se hace entender. Es además el personaje más luminoso, se diría que más hamaguchiano del film. Hasta el punto de que la belleza de sus gestos convierte sus escenas en las de un bello film musical, en el que la coreografía no pasa por los pies, sino por las manos.
Fuego en el rastrojo Con un tema que hoy adquiere todavía más actualidad que cuando fue rodada, la película tiene un tono seco como su paisaje, pero para el peón de campo que la protagoniza "la procesión va por dentro". Es asombroso, pero Bajo la corteza parece hecha con la tapa del diario de hoy. O de mañana. Un terrateniente en expansión, a quienes todos en el vecindario rinde el respeto propio del dueño del lugar, pide a uno de sus trabajadores que le prenda fuego a la foresta, aprovechando el clima seco (no se especifica dónde transcurre Bajo la corteza, pero teniendo en cuenta que se trata de una película producida por el Polo Cinematográfico Cordobés se entiende que es allí), para expulsar a los pobladores y hacerse del terreno. Hasta aquí la tapa del diario. Y de ahí en más la ficción. César Altamirano (Ricardo Adán Rodríguez, que no “hace” de trabajador rural sino que lo es) se ha quedado sin trabajo. Se dedica sobre todo al desmonte (los cartelitos escritos a mano, sobre cartón y copiando letra por letra, ya que Altamirano es analfabeto, son una maravilla). Le pasan el dato de un tal Zamorano (Pablo Limarzi), que “anda necesitando gente”. Lo toma, primero para tareas menores, más tarde para una de mayor escala. Eso es todo lo que debe contarse. Altamirano es como tanta gente de campo, callado, solitario, la cabeza frecuentemente gacha, como si cinco siglos más tarde estuviéramos todavía en tiempos de la Conquista. La paga aumenta, pero a Altamirano le da pudor abrir el sobre para contarla. “Yo confío”, le dice al patrón mirando para abajo. Los tiempos de Bajo la corteza son los del lugar. Pausados. Los planos, como la topografía: secos, callados, como matorrales visuales. Ningún relieve estético, ninguna acentuación, ninguna sobredramatizacion. Salvo una subtrama con la hermana de Altamirano, que sería perfectamente prescindible. A menos que refiera a algo que no aparece en cuadro, producto de otro atentado al campo y a la vida que también se produce en este momento en territorio cordobés. En cuyo caso vendría totalmente al caso. El cronista no pudo dilucidarlo. Altamirano es de esa gente de la que se dice que “la procesión va por dentro”. En la mesa familiar, que sirve la hermana, calla. Cuando el patrón le indica algo, lo hace, aunque alguna mirada de soslayo haga pensar en que lo que le están pidiendo no le gusta. Cuando la hermana necesita dinero, para una operación esencial, Altamirano le entrega un fajo de dinero extra, aunque hasta el momento no haya opinado nada sobre la enfermedad. En la escena más poderosa y emotiva de la película, filmada desde cierta distancia, la hermana dice “no”. Sólo “no”, y rechaza el fajo. Ese “no” trae consecuencias. Los troncos ardiendo en el hogar hablan por Altamirano. Alguna decisión de puesta en escena por parte del debutante Martín Heredia Troncoso tal vez sea discutible. Una pelea en un bar, con el único tipo que le hace frente a Zamorano en toda la película, hubiera tenido una bienvenida violencia si no estuviese filmada desde un plano cenital. Todo lo demás está bien. Incluido el título, que alude a la corteza del árbol, pero también a ese hombre-árbol que es Carlos Altamirano. Que una sola vez “está para servicio”. Será la última. La impresionante imagen inicial, documental, es de esas que vemos en el noticiero, sin atinar a hacer nada.
"El hombre que vendió su piel": el refugiado como obra de arte. “A veces me siento como si fuera Mefistófeles”, le dice el artista célebre al hombre frágil al que está por proponerle, como es obvio, un pacto. No hay mucho lugar para sugerencias en El hombre que vendió su piel. Sí debe reconocerse que al menos la realizadora y guionista tunecina Kaouther Ben Hania no replica literalmente la fábula de Fausto, sino que se permite una serie de variaciones, desvíos, imprevistos, que convierten a El hombre que vendió su piel en algo distinto de la fábula tramada por Goethe. Lo que no le impide ser una fábula, en el sentido de que “quiere decir algo”. Algo que no está en la literalidad del relato sino en un segundo plano. Aquí aparece otro punto a favor: eso que Ben Hania “quiere decir” no es unidireccional, va practicando mutaciones de sentido en el curso de la narración. Estrenada en la Mostra de Venecia 2020 (donde ganó el premio al Mejor Actor) y nominada por Túnez al Oscar 2021, la película de Ben Hania se inicia en Siria en 2011, cuando Isis comenzaba a desplegar sus fuerzas. Sam Ali (Yahya Mahayni) es arrestado por un incidente inexistente que la paranoia oficial interpreta como gesto de subversión, siendo expulsado del país. En Bélgica se cruza accidentalmente con Jeffrey Godefroi (Koen de Bouw), famoso artista conceptual (“convierte cosas sin valor en obras de arte, con sólo firmarlas”) y Mefistófeles del caso, que le propone pintar su espalda. Aquí sobreviene una coincidencia que al espectador local podrá resultarle asombrosa, ya que la idea de Godefroi es, en plan serio, la misma que los protagonistas de la genial La ballena va llena tramaban como broma política. Cuando Godefroi estampe su firma en la espalda de Alí, éste pasará de la condición de refugiado a la de obra de arte, y como no hay legislación en el mundo que impida el traslado de obras de arte de un país a otro, Alí quedará en condiciones de andar por donde se le antoje. A la vez --de no ser así este pacto no remitiría al antecedente al que remite-- el humilde refugiado sirio embolsará la bicoca de 1 millón de dólares. Alí rebosa dignidad y orgullo. Pero ante una oferta como ésta… Mientras Alí se convierte en la nueva celebridad del mundo del arte más chic de Europa, en Siria pasan cosas. Una de las cosas que pasan es que aldeas enteras empiezan a vaciarse ante el avance de los jihadistas, un tema que a la película no parece importarle demasiado. Como tampoco le importa que Abeer (Dea Liane), ex novia de Alí, no haya esperado mucho tiempo en casarse con un hombre rico. Si la realizadora de El hombre que vendió su piel no fuera mujer, debería decirse que la decisión de Abeer chorrea una misoginia que haría palidecer a Celedonio Flores. Tratándose de una mujer, debe decirse que su decisión… chorrea una misoginia que haría palidecer a Celedonio Flores. La misoginia no sabe de género. A su vez, en Bruselas surge otro problema, que es el señalado en el primer párrafo (debe admitirse, nobleza obliga, que la película de Ben Hania se basa en un caso real). Salta a la vista que Ben Hania -como en su opera prima La bella y la jauría (2017)-- se propuso “decir algo” con su fábula, por lo cual los personajes son en realidad entelequias al servicio del bendito “mensaje”. La frivolidad del mundo del arte, el endiosamiento de determinados artistas (aquí pasa incluso en el mundo del cine, no vaya a creer), el valor de una firma como si fuera la del mismísimo Dios (Mefistófeles, perdón) y la utilización de la materia artística (la espalda de un hombre que para más datos es un refugiado político) como mercancía, son algunos de esos temas. En ese mundo desalmado brilla la figura de la representante artística Soraya Waldi (una magnífica Monica Bellucci rubia, en la que es sin duda la actuación “de su vida”). Mientras tanto el espectador que ama los “temas para pensar” se irá preguntando que habrá querido decir Ben Hania a cada secuencia, y estará chocho con el jueguito intelectual de develarlo. Al fin y al cabo, a quien le importa la suerte de un refugiado tercermundista llamado Sam Alí.
Vendaval fresco en el cine argentino Filmada con técnica de primera, con abundante humor negro, un guion inspirado y buenas actuaciones, la película de Loreti supone un auténtico festín. El cine de género argentino aprendió de segunda mano lo que es la clase B. Esa segunda mano es la de Quentin Tarantino, que no hace género sino cita, parodia, guiño, metagénero. Además cuenta historias, claro, pero eso es lo que a nuestros filmadores se les escapó. Se quedaron con la superficie, lo exterior, lo que está más a la vista. Cortarle la oreja a un tipo mientras bailás, que se te escape un tiro y le vuele la cabeza a un pobre diablo, una pareja bailando à gogo, una espadachina clase A que convierte gente en géiseres humanos. Y eso es todo. No copiaron ni siquiera lo que vino después, hasta ahí llegaron. Kill Bill. 1 y 2. 2003. No sólo copian lo más superficial sino que atrasan 20 años. Es aquí donde aparece una película como Punto Rojo, de Nicanor Loreti, y anula toda esa morralla insípida de un plumazo, construyendo una película de género con todos los elementos que tiene que tener cualquier película para ser buena, muy buena o buenísima: ir todo el tiempo delante del espectador, cruzar las historias que aparentemente no tienen relación, alternar ritmos y velocidades, tener un cast sin un solo punto débil, asombrar con una técnica de primerísima (de lo mejor que se haya visto en el cine argentino en mucho tiempo) y, claro, humor muy negro, cortos golpes a la cara, explosiones que parten la tierra en dos. Y también, claro, personajes. Presentada en la última edición del Festival de Mar del Plata, Punto rojo es un barajar y dar de nuevo para la comedia (muy) negra argentina de acción. Para darle algún nombre a un género que, como cualquier género, es todos los géneros. Ya en la secuencia inicial está todo. Un Dodge usadísimo en medio de una zona semidesértica. Un chofer medio aburrido (el escasamente conocido Demián Salomón, que fuma como con rabia, alla Bogart). Mientras espera algo, Diego (Salomón) escucha distraídamente un programa de radio con preguntas y respuestas sobre la historia de Racing Club (la película está desaconsejada para hinchas del Rojo). Diego sabe todo: desde cuándo ganó la Academia la copa Beccar Varela (¿?) hasta la formación completa del equipo de José, enumerada a velocidad warp, desde Agustín Mario Cejas hasta Norberto Raffo. “Si yo sé más que cualquiera de estos giles”, cae en la cuenta, “por qué no llamo y concurso”. Llama, concursa y se va abriendo camino al premio de 200 mil dólares sin rivales a la vista. Es allí que un piloto de combate cae literalmente desde el cielo, haciéndose pelota contra el paragolpes del auto. De ahí en más la narración avanza de modo acronológico, presentando nuevos personajes, uniendo líneas de puntos y llegando hasta una caja que contendría una bomba nuclear (homenaje explícito a la gema clase-B Bésame mortalmente). Pero todo va a parar al arquero de Arsenal de Sarandí. Realizador de Diablo y las más autoindulgentes Kryptonita y 27, el club de los malditos, Loreti está aquí con todos los motores encendidos. Y mucho saber cinematográfico en juego. No cae en la ignorancia de suponer que una película de acción debe operar necesariamente por acumulación. Acumulación de tiros, de velocidad, de personajes, de situaciones, de duración infinitesimal de cada plano. Todo lo contrario. Deja durar los planos sin preocuparse por los hábitos de consumo del espectador de género. Hasta que rompe esos planos calmos con un corte brutal de montaje. Usa en función expresiva el fondo de la imagen, los espacios vacíos, breves irrupciones de animación, y con la ayuda de un fotógrafo de excepción (Mariano Suárez) le da al desierto (¿de San Juan?) la tonalidad broncínea del de Sonora en París, Texas. Lo demás son el pusilánime contact man de Edgardo Castro (personaje clásico del film noir) y, sobre todo, una irreconocible Marina Anghileri, en un papel de chica imposible de matar, cuya dureza hace pensar en la notable Michelle Rodríguez. ¡Y las puteadas! En ese sentido, Punto rojo es tan argentina como Los siete locos. El maestro de puteadores es el sorprendente Salomón, con sus “La concha bien de tu madre”, arrancado de una calle que no es de Los Ángeles, de Nueva York o Seúl, sino inconfundiblemente de acá. Y de acá, y no de cualquier parte, es de donde las películas argentinas de género deben ser.
Almodóvar en modo malabarista El realizador manchego parte de una historia conmovedora y se propone una recuperación de la memoria histórica de su país, pero la concurrencia de historias no llega a formar un todo homogéneo. Tiempo atrás, Pedro Almodóvar quedó impactado por una historia que le llegó por vía oral. Poco después de la guerra civil, un grupo de falangistas llegó una noche a una casa de pueblo donde vivía un maestro republicano junto a su esposa e hijas. Se llevaron al padre, para cumplir una tarea horrorosa: cavar la fosa en la que serían enterrados él y varios de sus compañeros. Lo devolvieron a su casa a la mañana siguiente, el hombre estaba íntimamente destruido, partió y nunca más se supo de él, quedando su familia, como es de suponer, quebrada para siempre. Esa historia, como es lógico, conmocionó al autor de Todo sobre mi madre, pero en lugar de escribir un guion que la desarrollara decidió sumarla al guion de la que sería su próxima película, como si los guiones pudieran construirse como Tetris. “Le puse como abuela (a la hija de aquel hombre) al personaje de Penélope Cruz”, declaró más tarde. En esa suerte de arte del pegado practicado sobre el guion de su film Nº 26 (contando cortos y largos desde su primer largometraje) debe leerse la razón por la cual las historias de Madres paralelas, tal como el título indica involuntariamente, no logran concurrir entre sí, quedando más bien como retazos o embriones de historias posibles. Ordenando un poco las cosas, hay una fotógrafa, Janis (Penélope Cruz, en su sexta reunión con el nativo de Calzada de Calatrava) a quien le encomiendan tomar como modelo a un hombre llamado Arturo (Israel Elejalde), para una próxima nota. El hombre resulta ser miembro del equivalente hispano del Equipo de Antropología Forense, cuya tarea no es tan bien vista como aquí. Ochenta y seis años más tarde la sociedad española sigue dividida, y buena parte de ella no tiene el mínimo deseo de que las tumbas de la Guerra Civil vuelvan a ser abiertas, como heridas que no suturaron. Janis y Arturo hacen el amor esa misma noche, y poco más tarde a ella el test de embarazo le da positivo. Está resuelta a tener a su hijo, por más que Antonio le cuente que está casado, y no está resuelto a hacerse cargo del niño o niña. En la clínica Janis conoce a Ana (Milena Smit), quien está de tantos meses como ella. Aquí debe hacerse un alto, en tanto el realizador manchego practica un malabarismo de historias y temas a desplegar, que incluyen uno de los tópicos más remanidos del folletín, del siglo XVIII para acá, una fábula de sororidad, una historia de abuso en manada, una madre tan egocéntrica como el cliché de toda actriz veterana indica (Aitana Sánchez-Gijón), la historia del linaje femenino de una familia, la aparición de Rossy de Palma en su carácter de amiga de la casa… y la exhumación del cadáver del bisabuelo, en una escena dirigida a recordarle a España toda, no sin ahorrar declamaciones literales, que sus placares rebosan de cadáveres. Como es lógico ante tantas historias paralelas, resulta imposible encontrar uno o dos núcleos dramáticos que las aúnen. ¿La bravura de una madre, un bebé que pasa de una madre a otra, la puesta en escena, crudamente física, de la frase bíblica “parirás con dolor”, la fluencia de la amistad entre dos mujeres, su breve período como pareja, la idea de que una pareja del mismo sexo puede tener problemas muy semejantes de los de la pareja heterosexual tradicional, el abandono de los padres ante las necesidades más elementales de los hijos, finalmente la recuperación de la memoria histórica por parte de un país que se niega a revisar un pasado que lo agrieta? Lógicamente que toda la parte final es altamente emotiva, el problema es con qué clase de compromiso dramático y temático se llega hasta ahí. Es inevitable, después de la versión frivolísima y ultra chic de la conmovedora La voz humana, el cortometraje que Almodóvar estrenó el año pasado en Venecia, pensar que el realizador de La flor de mi deseo cayó de pronto en la cuenta de que España es algo más que Balenciaga, Louis Vouitton y Tom Ford, y haya querido decir todo lo que le despertó esa otra España, sin tomarse el tiempo necesario para elaborarlo y cohesionarlo. ¿Que su película puede colaborar con la recuperación de la memoria que su país se resiste a encarar? Sin duda, pero en términos de construcción de un sentido propio, el Almodóvar de Madres paralelas queda en deuda.
Una familia argentina Es una película triste La vida dormida. Muy triste. Triste por los protagonistas, por su mediocridad y sus enfermedades mentales, por su extravíos y hallazgos (al final, la que descubre todo, la que filma todo esto, la que tiene todo claro, es miembro de la familia), y triste porque todo eso tiene que ver con la Argentina, fue permitido por la Argentina, es finalmente la Argentina la que se pasa la vida dormida, soñando con cosas que no son. La que filma es Natalia Labaké, nieta de Juan Gabriel Labaké, abogado y político peronista, que en los 80 pasó de ser representante de Isabelita a candidato de Menem, y que si algo tuvo de coherente durante su vida política fue su fidelidad (¿o algo más?) a la Santa Madre Iglesia. De allí el discurso, que “dicta” en voz alta a partir de lo que escribió en casa, luego de estrujarse el mate, uno de esos discursos hiperarmados, en el que traza la infancia de un niño criado en la localidad de Lobos a comienzos del siglo XX y otro, “Dios”, nacido en Nazaret veinte siglo atrás. Perón y Jesús, Jesús y Perón, ramas del mismo árbol son. Labaké no es muy coherente. En una época defiende a Isabel, en otra dice que su manipulador espiritual López Rega era de la CIA y que Perón lo sabía. Supuestamente habría dicho El Viejo, con ese aire campechano con el que comunicaba las verdades más terribles, que prefería tener al lado a un agente de la CIA al que reconociera como tal, que a uno del que no supiera. ¿Habrá dicho Perón eso alguna vez? ¿Estaba Lopecito efectivamente al servicio de la CIA? ¿No le bastaba con haber creado las Tres A? ¿O creó las Tres A por encargo de la CIA? A propósito de Isabel, también se exhibe en el XXII Bafici (¿feliz coincidencia?) Una casa sin cortinas, que a pesar de que su título no permite adivinarlo tiene a María Estela Martínez de Perón por protagonista y coronel Kurtz. Me explico: el documental de Julián Troksberg intenta penetrar la esfinge de rodete, peinado batido y mucho spray, mediante el método tradicional: entrevistando a Juan Manuel Abal Medina (“it’s alive!”), a los Carlos (Corach y Ruckauf, le faltó un Carlos que en el momento de la filmación todavía vivía), a Juan Carlos Dante Gullo (ese ex dirigente de la JP que nunca dio la impresión de haber sido dirigente de la JP). Desde ya que esa esfinge es impenetrable, de modo que todos los entrevistados -incluyendo algún cardiólogo de guardia que compartió la intimidad de los últimos momentos del General y su esposa, así como Haydée Padilla, La Chona, que conoció a Isabelita a los veintipocos, cuando daba sus primeros pasitos de baile- coinciden en que no debió haber estado allí donde estuvo (el ojo del huracán setentista, en el momento en que se pone bizco), que no tenía la más mínima capacidad política para hacerlo. Pero ojo: todos le reconocen dos cosas, que no son moco de pavo. Una es haberse sacado de encima a su mentor espiritual, el que según Tomás Eloy Martínez le hacía pases de magia (“siempre le tuvo terror al espiritismo”, dice asombrosamente de ella María Eva Gatica, hija del Mono), cuando la CGT y el Loro Miguel la emplazaron a que era él o ellos, y eligió a ellos. La otra es haberse bancado casi cinco años de cárcel de la dictadura calladita, sin haber pedido ningún cuidado especial y sin haber renegado de ser quien en definitiva había sido, porque su marido así lo quiso: la Presidenta de la Nación. Ésa es La casa sin cortinas que tiene a Isabel por protagonista. La otra es la que quiere que pensemos que en una de esas estos muchachos que la filman lograron romper un silencio de toda la vida (Isabel no abre la boca ni para canta la marchita a su regreso en 1984, con Ubaldini de un lado y Triaca del otro, y cuando un periodista le pregunta si vino para quedarse le echa flit con sonrisa pícara y acento madrileño) y hacerla hablar, a los 88 años y en su recoleto retiro en un barrio privado de las afueras de Madrid. Todos los testimoniantes se ríen ante esa ilusión, nosotros también nos reímos, y finalmente ocurre lo que todos sabemos: La casa sin cortinas es una Apocalypse Now! sin coronel Kurtz. Ni Willard, ni………., ni nada. Aunque sí podría ser un Apocalypse Then!, protagonizada por un elenco entero de secundarios (la heroína incluida), que tras la muerte del God-Father se masacran entre sí, hasta que lleguen las Fuerzas Armadas de los Estados Unidos de Argentina, a masacrarlos mejor. A ellos, a sus familias, a sus conocidos y al país entero, para fundar una nueva Saigón, frente a la que Willard pueda murmurar “… Saigon… shit…” Ex abogado de la Señora, Juan Gabriel Labaké es el puente entre La casa sin cortinas y La vida dormida. Un Labaké post-ACV en la primera de ellas, con el ojo izquierdo caído y semicerrado, y un Labaké de los últimos 40 años en el documental de su nieta. Pero Natalia Labaké rompe los puentes, porque el suyo no es un documental más o menos convencional sobre una figura a pie de página, sino un documental en primera persona (del singular y del plural) sobre una familia argentina que empieza gozando las mieles de la política (teta ubérrima, que parecería tener leche para Rómulo, Remo, Caín y Abel) y del uno a uno de Menem a cavallo de la “modernidad argentina”, para de allí en más decaer lenta pero indefectiblemente, junto con el país. La vida dormida pudo haberse llamado Una familia argentina, pero por supuesto que La vida dormida es un título mucho mejor, porque la metonimia es más indirecta y la familia tiene, en efecto, una integrante que se queda dormida “porque la cámara le da sueño”. Se trata de la tía Bibi, hermana del abuelo Juan Gabriel, que en las filmaciones de los 80 parece un poco ida, y en las más recientes está totalmente ida. Pocas veces se ha visto en el cine ha alguien más “ido” que la tía Bibi, que empieza una frase, se queda en suspenso, como flotando entre las nubes de adentro, cuando ya parece haber elegido el adentro vuelve a salir para seguir con la frase, se vuelve a ir y así, hasta que después de cuatro o cinco intentos la frase queda congelada para siempre y la tía Bibi se hunde en el sueño que da toda la impresión de elegir, como modo de huir. Huir de los Labaké, huir de ese hombre “que no la supo querer”, cuya mano por encima del hombro se ve en una fiesta familiar, para luego desaparecer, huir del mundo y de todo. “¿Cuándo se va a terminar?”, le pregunta a su sobrina nieta Agustina, hermana de Natalia, y cuando Agustina le pregunta qué es lo que se va a terminar se queda callada, porque ella y todos sabemos bien a qué se refiere cuando habla de terminar. Terminar con los Labaké, con las analogías místicas-berretas del abuelo Juan Gabriel, los videos caseros grabados por su esposa en un resort caribeño (“mírenlo ahí, en su trono”, magnifica hablando del marido, y al marido se lo ve tirado durmiendo la siesta, en una hamaca de bambú), los años del deme dos, el padre que pregunta si en una dependencia oficial son “más macristas o más kirchneristas”, la hermana Agustina presa de la angustia y presa de la casa familiar, delirando con constelaciones familiares en las que se aparece Cupido, y la mamá de Natalia dándose cuenta de que nunca fue nada, porque el marido nunca le hizo lugar, y el abuelo Juan-Gabriel cayendo siempre del lado del que hay que caer, como un panqueque, hablando pestes de Isabel y Lopecito cuando Isabel y Lopecito se convirtieron en innombrables. Y La Marchita, que siempre se canta y siempre se canta igual, como para suturar todas las heridas, las traiciones, las ilusiones, las panquequeadas, los crímenes, los mártires, las avivadas, las buenas intenciones y los acomodos. Que se canta, tan protocolar, tan desafinada y tan robóticamente como el Happy Birthday, con todo el mundo actuando para el festejo, para la cámara y para el país. En medio de La Marchita alguien, fuera de cuadro, hace saber su condición de “zurda, bien zurda”, cuestión de incomodar al abuelo y, tal vez, a la familia entera. ¿Será esa la verdadera disidencia, o será acaso la que encarna Natalia, esculpiendo a la familia a golpes de dolor, de tristeza y de video?