"Cicatrices", la narración como un iceberg. En una historia con algunas resonancias de la lucha de Madres de Plaza de Mayo, el film va ofreciendo fragmentos de información que conforman un mosaico que busca la verdad. “Estoy habituada a esperar”, dice Ana, que trabaja como costurera (Snežana Bogdanović), cuando le avisan que el funcionario con el que concertó una cita está retrasado. Ana espera la resolución del caso que la angustia desde hace 18 años. La suya no es una espera pasiva, sino más bien lo contrario: durante ese tiempo una y otra vez ha visitado hospitales, oficinas y departamentos de policía, obteniendo siempre una respuesta en la que no cree. Lo que le escamotean es lo que más ama en el mundo, por eso no va a abandonar la búsqueda. Ni siquiera pretende recuperarlo; sólo quiere que le digan la verdad y le muestren pruebas. Ana es lo suficientemente perspicaz para darse cuenta de que los médicos, empleados sanitaristas y autoridades policiales le ocultan la verdad. Y no piensa renunciar a su búsqueda: tal vez sea ésa la única libertad con la que cuenta. El realizador serbio Miroslav Terzić narra de acuerdo a lo que indica la teoría del iceberg. El corazón de la historia se mantiene sumergido, sólo algunas puntas asoman. La hermética Ana parece vivir en estado de malestar. Habla sólo lo mínimo necesario y guarda todo lo demás para sí. Saluda de modo cortante a su hija por la mañana, como si tuviera algún entripado, y no recibe con mucho mayor entusiasmo a su marido cuando éste vuelve del trabajo. En la escena inicial parece vigilar subrepticiamente a una médica, desde la distancia. En un ómnibus mira fijo a un joven pasajero desconocido, como si viera o imaginara en él a otra persona. Ingresa sigilosamente a una oficina sanitaria y reclama un archivo, que el empleado que la atiende no tiene permitido proporcionar. Hasta que alguien le pasa el dato de una asociación de niños desaparecidos, que por lo que puede verse opera en forma clandestina. Los puntos empiezan a unirse. Yendo en contra de las convenciones narrativas habituales en una historia como ésta, Terzić bloquea toda posible identificación emocional con la protagonista: ésta es casi una esfinge, tan incómoda como incomodante. Como ella, el espectador debe coser hilo a hilo el relato, con paciencia -el título original se traduce como “puntadas”- para dar forma a la prenda. De a poco Ana va definiendo su lugar de heroína indeclinable, en la misma medida en que frente a ella toman forma los poderes que se le oponen: el poder médico, el policial, los partícipes de un acto abominable. Pero Terzić resiste toda épica: Cicatrices es una tragedia ahogada, de catarsis poco probable. Obviamente, desde aquí podría verse en Ana a una Madre de Plaza de Mayo, en estado de soledad. Este edificio narrativo, deliberadamente reducido a sus cimientos, corre peligro de tambalear por obra de una resolución que es como un ladrillo mal colocado, por obra de dos o tres torpezas fácticas, que tienen lugar en los momentos culminantes.
"El padre", una narración que descoloca La película de Florian Zeller significó el segundo Oscar para el intérprete galés, que brilla especialmente en una trama cuyo relato no siempre funciona con la misma eficacia. Dada la repercusión que tuvo hace unos meses, cuando Anthony Hopkins ganó el Oscar (no fue suficiente para que en Argentina se estrenara a tiempo), es posible que a esta altura todo el mundo sepa hasta el último detalle de El padre. Como a pesar de ello cualquier lector tiene derecho a no saberlo, habrá que hacer rodeos para no espoilear. El film del realizador francés Florian Zeller, basado en su obra de teatro y coescrito junto al reputado Christopher Hampton (Relaciones peligrosas, Expiación, deseo y pecado y unas cuantas más), está diseñado para sorprender y desorientar al espectador, al menos durante buena parte de su recorrido. Hay razones para ello. La película empieza con una mujer de mediana edad (Olivia Colman), que llega a un edificio londinense de construcción clásica. Abre la puerta de un departamento, entra y encuentra al padre, Anthony (Anthony Hopkins, perfecto), abstraído con los auriculares puestos. Hasta que se los saca, el fragmento musical funciona como banda sonora de toda esa escena inicial. Anne viene a hablar con él, ya que maltrató a la mujer que lo cuidaba. En un momento del diálogo Anthony menciona a su otra hija, que parece ser la favorita. Anne contiene un gesto de angustia y reprime un comentario que se adivina doloroso. En lugar de eso anuncia a su padre que se mudará a París, ya que conoció a un señor francés con el que hicieron muy buenas migas y decidió probar suerte allí. Toda la conversación es incómoda, se percibe un aire de extrañeza, cosas no dichas. Cuando a la mañana siguiente Anthony encuentra a un desconocido leyendo tranquilamente el diario en el living, las cosas pasan de castaño oscuro. Situaciones que no cierran, personajes que no parecen estar en su lugar, lugares que tal vez no sean los que se piensa, datos que se excluyen entre sí y familiares cercanos que mudan de rostro generan desconcierto. Cuando el rompecabezas empiece a armarse -aunque nunca lo hace del todo-, cuando se comprenda que esa aparente falta de lógica responde en verdad a una lógica alterna, el espectador advertirá tal vez que el sentimiento de extravío que súbitamente lo ha arrancado de la realidad de todos los días, coincide con el de una mente resquebrajada. El relato funciona como los auriculares de Anthony: se oye lo que ellos permiten oír. Y estos auriculares no funcionan bien. Hasta aquí, todo bien, todo encaja, gracias al astuto manejo de una de las herramientas claves de toda narración, el punto de vista: el espectador ve lo que el protagonista ve. Pero si se recapitula se advertirá que hay escenas que Anthony no puede haber visto. Sin ir más lejos la del propio comienzo, cuando Anne viene caminando por la calle. Y después de esa varias más, como todos los diálogos entre Anne y ¿su marido? Si Anthony no las ve, ¿entonces quién? El relato no tiene respuesta para esta pregunta clave, y lo que parecía ser un hábil y apropiado manejo del punto de vista se revela como artilugio logrado a medias. Aunque ese dispositivo narrativo -que por otra parte no es nuevo- parecería ser el plus que la película tiene para ofrecer, lo más valioso de El padre viene en verdad en la segunda parte, cuando ese edificio de naipes da paso a algo menos “original”, menos llamativo, más universal y más hondo: la emoción. La tristeza, el dolor, en particular. Tristeza y dolor de ver, de experimentar, la decadencia, el desvalimiento, la definitiva pérdida de lucidez de ese padre que el título nombra y que podría ser el de cualquiera de nosotros. Que podríamos ser, algún día, nosotros mismos. Allí el punto de vista se invierte y se hace denso: es el de los seres cercanos a Anthony, y junto con ellos el del espectador.
Como la inconducente High Life, de Claire Denis, Prometo volver imagina un proyecto espacial internacional, compartido en esta ocasión entre Estados Unidos, Francia y Rusia. La película escrita y dirigida por la francesa Alice Winocour (de quien en Argentina se conoció la desabrida Augustine, de 2012) da un paso adelante con respecto al reciente envío de un rover de exploración a Marte, proyectando un presente-futuro de expediciones tripuladas al planeta rojo. Menos probable resulta, vista desde el presente, la cooperación entre el país de Trump y el de Putin, que mantienen activado el botón del recelo mutuo. Aunque es cierto que Rusia presta a otras naciones, para sus propios proyectos de exploración, su vehículo de lanzamiento Soyuz. Y también es cierta la existencia de una Estación Espacial Internacional, que es hacia donde se dirige la Soyuz de Prometo volver, como parada intermedia antes de enfilar hacia el planeta que inspiró las crónicas de Ray Bradbury. Pero todos estos son datos de contexto, por lo cual se impone pasar sin dilaciones al comentario específicamente cinematográfico de la película que antes de la cuarentena estuvo a punto de estrenarse en cines argentinos. La particularidad de Proxima (título original, en castellano y sin acento, en referencia al nombre del proyecto de ficción) es que no narra el viaje de los tres astronautas, sino las vísperas. No tan nuevo es el protagonismo de una astronauta mujer, ya que antes de ella viajaron al espacio la Ripley de Alien y la Ryan Stone de Gravedad. El eje de Prometo volver no es astronómico sino genérico, en el sentido sexual del término. El entrenamiento de un astronauta es, como se sabe, de un altísimo nivel de exigencia física y mental, y de eso se trata: del desafío que la misión representa para Sarah Loreau, que hará su debut en el espacio (Eva Green, en su papel también más exigente hasta ahora). Semanas enteras sometida a alta presión, en ambas acepciones del término, que incluye una cuarentena previa al despegue. La otra presión que sufre Sarah es la de la obligada separación de su hija Stella (nombre algo redundante para tratarse de la hija de una astronauta), que es de un mes en tierra y será de un año en el espacio. Esos son los dos ejes dramáticos de Proxima: la lucha de la heroína por superar sus propios límites y su tensión entre el deseo de volar y los lazos amorosos, que la atan a la tierra tanto como la fuerza de gravedad. Está claro que el deseo y el conflicto de Sarah aspiran a representar los de toda mujer moderna, y quizás sea esa voluntad de representación la que hace de la protagonista menos que un personaje: Sarah parece no disponer de rasgos diferenciales sino de invariantes generales, que la igualan a “todas las representantes de su género”. Ésta no es, claro, más que una generalización, palabra que viene justamente de género y hace pensar en la conocida abstracción de “la gente”, cada vez que menos del uno por ciento de la población se manifiesta en las calles. Un personaje de ficción debería tener características propias, en tanto toda ficción aspira a representar lo general sólo en segunda instancia, por inducción, y no a la inversa. Esto no significa que Prometo volver cargue con el pesado lastre de la alegoría, pero sí el de la entelequia. Sarah Loreau no tiene volumen propio, su dimensión deviene del préstamo de un discurso global. Lo mismo sucede con quienes la rodean, desde su ex marido, que no cumple otra función que la de hacerse cargo de Stella en ausencia de su madre (y sin embargo podría tenerle algo de envidia a su ex mujer, teniendo en cuenta que él es algo así como un astronauta en tierra) hasta notoriamente Mike, el astronauta estadounidense (Matt Dillon, siempre canchero), que viene a rellenar el lugar de la inevitable misoginia, que la heroína debe enfrentar y vencer. La que sí es un personaje (y la actuación de Zélie Boulant, como suele suceder con los chicos, es superior a la de la protagonista) es Stella, que sin que el espectador pueda anticipar del todo sus pasos va de la aceptación de la separación al rechazo, la distancia y finalmente lo que se supone es una elaboración del “duelo” (en sentido figurado, se entiende). De hecho el de Stella puede considerarse un segundo relato, que en ocasiones se fusiona y en otras se separa del de su madre. En la mejor escena de Prometo volver, tal vez la única en la que puede hablarse en términos estrictos de una puesta en escena, ambos puntos de vista se reflejan de modo simétrico. En medio de la cuarentena de Sarah madre e hija se reencuentran vidrio de por medio y con incomodidades para hacerse oír, una situación que recuerda la (in)comunicación entre un prisionero y su visita. Donde sí sobreviene la alegoría es en el plano final, que muestra a Stella observando con sonrisa de aceptación a una yegua y su cría, para levantar luego la vista hacia el cielo. Los créditos de cierre están acompañados de fotos de mujeres astronautas y sus hijas desde los años 80 hasta el presente. Esas fotos hacen pensar en cuánto más interesante podría ser un documental sobre cualquiera de estas pioneras y su descendencia, en lugar de esta ficción “correcta”. O, para decirlo con otras palabras, ligeramente inocua.
Lost Una buena, una mala. Una muy buena, dos más o menos. Una buenísima, tres infumables. Y así. Sabe dónde poner la cámara, sabe cuánto hacer durar durar un plano, sabe generar tensión narrativa. Incluso en sus películas más horribles (o casi). Podría pensarse que la debilidad de M. Night Shyamalan reside sistemáticamente en los guiones, y el panfleto católico en el que se convierte la segunda mitad de Señales (después de una primera mitad ominosa), así como La dama en el agua, El último maestro del aire y Después de la Tierra completitas confirman esa hipótesis. Sin embargo, no en todos los casos pasa lo mismo: ver Sexto sentido, El protegido, La aldea, El fin de los tiempos (para mí estas dos están entre las buenas y muy buenas) y la primera parte de Señales. No cuento la excelente serie Servant entre los logros, porque sólo la produjo y dirigió, es la única que no escribió. Tampoco incluyo Split y Glass entre los pifios, aunque para mí sean sendos bodrios, porque hay gente muy respetable que las aprecia y eso me lleva a suponer que tal vez sea yo el equivocado. Dejando de lado la cuestión del guion, creo que un problema más grave es la seriedad, el escaso espíritu clase-B con el que Shyamalan emprende disparates como los mencionados. Esa seriedad es lo que las convierte en ridículas. Otro problema, creo, es la autoindulgencia, la falta de autocrítica que lo lleva a creer que todas las ideas que se le ocurren son muy buenas, y que tiene la suficiente muñeca para llevarlas a buen puerto. Está claro que no es un chanta, que cree en lo que hace. Solo Después de la Tierra fue un proyecto meramente “alimenticio”, en las demás me parece que se involucra por completo. Lo cual es un problema. Se involucra tanto, cree tan ciegamente en el proyecto, que pierde perspectiva, la necesaria distancia, sentido del humor. Porque el sentido del humor es una forma de la distancia. Podría decir que otra cosa que le falta es inteligencia. Sin embargo, Sexto sentido y El protegido me desmienten. En el caso de Viejos (Old) se le ocurrió adaptar una novela gráfica escrita por el holandés Frederic Peeters. No la leí. No sé cómo resolverá las cosas el comic, pero para Shyamalan la premisa se convierte en una encerrona de la que no sabe cómo salir. La idea es que en un balneario tropical existe un resort que incluye una playa alejada en la que te vas viniendo viejo de golpe, a razón de 50 años por día. O sea: si no sos un pibe, antes de cumplirse 24 horas fuiste. ¿Qué podés hacer con eso? Una posible respuesta es una versión fantástica y más poblada de Náufrago, que se basa en una premisa más irremontable todavía. Sin embargo Robert Zemeckis -que no es santo de mi devoción, ésta y Autos usados son mis favoritas- se las ingenió para sacar de ahí una gran película. Náufrago fluye con naturalidad, no acumula peripecias a lo bobo, tiene sentido del humor y te hace identificar como bestia con el protagonista. Sí, es una versión no acreditada de Robinson Crusoe, pero lo que importa no es el afano sino lo que se logra con él. Viejos comete todas las decisiones equivocadas que Náufragos no tomaba. No fluye con naturalidad, se ve obligada a acumular peripecias forzadas, que en lugar de sumar simplemente se alinean una detrás de otra, se expone permanentemente al ridículo para caer en él. El comienzo no está mal, porque cuando sabe dónde ir Shyamalan narra bien. Un matrimonio (Gael García Bernal y la luxemburguesa Vicky Krieps, peleándose para ver a quién de los dos se le hace más trabado hablar en inglés) y sus dos hijos llegan a un resort estilo Meditarrenee, que según dice el gerente es “nuestra versión del paraíso”. Y que, a estar por su asombro extasiado, para el (in)feliz matrimonio por lo visto también lo es, aunque sea una grasada. Hay un entripado entre ellos que en esos primeros minutos no se aclara del todo en qué consiste, quedando pendiente la respuesta, y al día siguiente de su llegada el gerente les ofrece ir a una isla para unos pocos elegidos, que según el tipo constituye “una anomalía natural”. Se les suma una familia y un matrimonio (él es de origen asiático y ella, negra, cuestión de cumplir con el mínimo racial exigido por la Academia). Como comienzo está bien. Si en un thriller o película fantástica (no es estrictamente una de terror, como tampoco lo son Sexto sentido, El protegido o El fin de los tiempos) un lugar se presenta como paraíso, seguramente va a resultar un infierno. Y si se habla de “anomalía” es un indicio de que la cosa viene bien. O sea, mal (para los protagonistas). Nada del otro mundo, pero está bien. Ahora, el tema es cómo la seguimos. A la playa se llega atravesando una cueva oscura. Bien también. Cada uno de los vacacionistas dice sus profesiones, y entre ellas se destacan un cirujano torácico y un enfermero. La mujer negra es epiléptica. Okey. En un estanque el pibe se choca con un cadáver a la deriva. Bueno, muy bien, qué más. Ahí empieza la sucesión de licencias no poéticas. Se extirpa un tumor del tamaño de un melón y se practica un parto. Todo a mano limpia, sin alcohol siquiera. Uno se vuelve loco y la emprende a cuchillazos, después de preguntarse cuál es la película en la que Marlon Brando y Jack Nicholson actuaron juntos (¿cuál es?). Los celulares se descomponen. En las grutas hay como una radiación rara, que te tira sobre la playa. Los chicos crecen, pero no a lo largo de los años sino en cuestión de minutos. La que al principio era una nena de seis años ahora es una adolescente embarazada. Acá viene lo de antes: si vas a narrar una premisa descabellada, la única forma de evitar que el espectador se ría de ella cuando se supone que debería angustiarse es hacer evidente el disparate. Recordarle que it’s only a movie, con el disparate como código compartido para pasar un rato entretenido. Pero Shyamalan Rastafá no conoce el sentido del humor, siempre parece estar buscando alguna clase de trascendencia espiritual o intelectual. De lo que todavía no se enteró es que filma historias clase-B. Como no sabe generar esa suspensión de la incredulidad, el espectador empieza a encontrar el pelo en la sopa. La cabellera entera, en este caso. Un hombre se va, cuando se supone que de esa playa no se puede salir. Está el tema de las operaciones (el tumor se extrae de un solo tirón, el bebé también), el extraño hecho de que los pibes van pegando el estirón de escena en escena, mientras los adultos siguen iguales aunque tengan, no sé, 80 años (la explicación “científica” es que mientras en los jóvenes los cambios son físicos, lo único que envejece en la edad adulta son las células; ¿?). Los pibes pasan de la niñez a los 50 años y la pilcha parece ir creciendo junto con ellos, porque siempre les va a medida. El síntoma de envejecimiento de una señora es que se le corre el maquillaje, y al extraviarse en una gruta se le tuercen todos los miembros, quedándole como una especie de esvástica física. Y todo tan serio que no da para reírse.
¿La verdad? No. Podría hablarse del Teorema de Binoche para explicar que varios reconocidos autores contemporáneos hayan confiado en ella a la hora de filmar en Francia. Krzstof Kieslowski en Bleu, Michael Haneke en Code Unknown y Caché, Hou Hsiao-Hsien en El vuelo del globo rojo, Abbas Kiarostami en Copia certificada y ahora Hirokazu Kore-eda en La verdad, que hoy se estrena en cine argentinos. Ninguno de ellos fracasó del todo, alguno ya venía llevando bien la transculturación (Haneke) y otro parecía incapaz de filmar nada que no fuera una obra maestra, en el idioma y país de los que se tratara (Kiarostami). Kore-eda choca y vuelca. En Still Walking (2008) el realizador de After Life encontró en las dinámicas familiares una zona de confort. Más que instalarse cómodamente, dentro de esa zona se expandió en todas las direcciones posibles, hasta el punto de imaginar una familia de pequeños ladrones en su película previa, Shoplifters (2018). Si algunas de esas películas (la propia Still Walking, Our Little Sister) orillaban una versión oriental de famiglia unita, en La verdad, basada en un cuento ajeno (lo cual no es frecuente en su obra), al realizador de Nobody Knows se lo siente así: ajeno, desconectado, sin poder morder un roll de sushi que lo devuelva a la patria de su cine. Comedia dramática benevolente, no cuesta imaginar una versión con Shirley McLaine en el papel de Catherine Deneuve, Julia Roberts en el de Binoche, Ethan Hawke en el de Ethan Hawke, Juliette Lewis en el de Ludivine Sagnier y John Goodman en el del esposo buenazo y servicial. Deneuve se representa obviamente a sí misma (y se burla un poco de sí misma) en el rol de Fabienne, diva veterana en tren de comenzar a ensayar película nueva. Viene de escribir sus memorias y en esa circunstancia la visita su hija Lumir, guionista radicada en Hollywood (Binoche) junto a su esposo actor, Hank (Hawke) y la hija de ambos. ¡Ah, qué sería de cierto cine si no existieran las reuniones familiares! En casa también está el nuevo marido de Fabienne, que antes de que se sepa que es tal más parece el cocinero, y en algún momento cae de visita (si no se juntan todos no hay reunión) el papá de Lumir, un colgado sin un peso en el bolsillo. Lumir, que no lo ve hace siglos, le da poca bola, y Fabienne, que en sus memorias miente que el tipo murió, lo trata como tal. Cuando llega a los ensayos, a Fabienne no le gusta nada encontrarse a la sub-40 que hace el papel de ella cuando joven (Ludivine Sagnier), recela de la que hace de su hija y desparrama veneno en todas las direcciones. Sí, créase o no la gran dama del cine es vanidosa, caprichosa, egoísta, competitiva y pendiente de su imagen. Si no me lo decía jamás lo hubiera imaginado. Los otros personajes son menos cliché por la sencilla razón de que no son personajes. Salvo, póngale, la hija comprensiva, habituada a que mamá es como es, y el resignado nuevo marido, actor secundario en su vida. Hay un suicidio que pesa en la conciencia, un personaje que recuerda a la suicidada, la confesión de Fabienne de que sentía celos de otra actriz, un ex alcohólico que vuelve a tomar, el previsible enfrentamiento y presunta catarsis entre madre e hija, y todos terminan siendo felices y comieron la comida italiana que prepara el marido-cocinero. Las escenas en las que Deneuve y Binoche quieren mostrarse “graciosas” y “espontáneas” parecen ejercicios teatrales berretas. De acuerdo, es de suponer que no sólo la transculturación habrá afectado a Kore-eda, sino también el hecho de filmar con tres stars, Deneuve, Binoche y Hawke. Lo más preocupante no es que la película le haya salido mal, porque eso le puede pasar a cualquiera, sino que haya aceptado no sólo filmar, sino encima adaptar, un cuento irredimible. En vista de los antecedentes vamos a hacer la vista gorda, don Kore. Pero eso sí: que no se repita.
Filmar el duelo El director filma eso que podría pensarse como abstracto -el duelo- y sin embargo se hace físico en los rostros de sus personajes y en la luz que los rodea. Hay un grupo de películas litoraleñas en las que la planicie parece signar las vidas de los personajes, y también las formas y el decurso de cada una de ellas. Es el caso de las firmadas por Iván Fund (Hoy no tuve miedo, Vendrán lluvias suaves); alguna de Santiago Loza (La Paz), cordobés de origen; una en colaboración entre Loza y Fund (Los labios, punto alto de esta corriente de films) y las Eduardo Crespo (Crespo, Tan cerca como pueda). Ellos tres constituyen un núcleo creativo, y suelen alternarse las funciones de dirección, producción y dirección de fotografía. Presentada en Competencia Oficial en los Festivales de San Sebastián y Mar del Plata, coproducida y coescrita por Loza, dirigida por Crespo, Nosotros nunca moriremos es uno de los films más logrados de este grupo o corriente, a la vez que representa a cabalidad la ética y estética que los animan. El estilo y la narración surgen de las características del lugar y de los personajes. Tierras llanas, cielos amplios, horizontes despejados, casas bajas, gente se diría que “sin atributos” a la vista. Este grupo de películas suelen carecer de picos dramáticos, aunque Nosotros nunca moriremos se abre con uno, y fuerte. Un muchacho de a caballo descubre a un joven muerto en lo que alguna vez fue una casa, en medio de la vegetación. Lo que podría dar inicio a una de esas series, generalmente nórdicas, que siempre comienzan con una chica asesinada y derivan en una investigación hecha por dos detectives de caracteres diversos (un hombre, una mujer), aquí da lugar simplemente a un duelo. El duelo de la madre del muchacho (Romina Escobar) y de su hermano menor (Rodrigo Santana) que viajan hasta allí desde la ciudad, instalándose en un hotel mientras completan los trámites del caso. Hasta tal punto esta película es el reverso de esas series-tipo mencionadas, que aquí prácticamente se prescinde de todo dato: no se sabe bien qué fue a hacer a esa zona el muchacho muerto, cómo murió y mucho menos qué es lo que la policía del lugar está investigando en relación con la muerte. Su madre y hermano hacen una única visita a la sede de la policía departamental, y esa visita es más de consolación que de interrogación o información sobre la investigación. ¿Qué queda, entonces? Todo lo demás: el duelo. Crespo, que en el documental homónimo filmaba su recuerdo del padre, recientemente muerto, filma aquí la pérdida reciente. Quedan los deudos, su dolor, su disposición a sobrellevar la situación (ella), su desconcierto adolescente (él). La ajenidad, la impersonalidad del cuarto de hotel. La otredad de esa ciudad que no conocen, la gente del lugar, que no son vecinos. Eduardo Crespo (ver entrevista aparte), que es un fotógrafo sensible y aquí delegó esa responsabilidad en Inés Duacastella, filma eso que podría pensarse como abstracto -el duelo-- y sin embargo se hace físico en los rostros de la madre y Rodrigo. No hay gritos, llantos ni diálogos rememorativos: ésta es gente callada, que no exterioriza el dolor, salvo por sus gestos. Por sus tiempos, sobre todo: en Nosotros nunca moriremos, que a pesar de todo el dolor termina haciendo honor a su título, el tiempo parece haberse frenado, dejó de transcurrir. No es que la cámara imponga tiempos muertos, sino lo contrario: son los tiempos los parecen haber muerto, y la cámara está a su servicio. Alrededor de la pequeña ciudad se tiende el campo, una forma que fuga hacia el horizonte, y donde todos los momentos del día también parecerían haberse detenido y condensado en uno: la hora en que cae la tarde. Ese momento en que el mundo está a punto de quedar en sombra y sin embargo hay un último resplandor. Un último esplendor, que la cámara de Crespo y Duacastella se niega a interrumpir, en la esperanza de que esas sombras no lleguen todavía.
"Implosión": visceralidad y extrañamiento. La película dirigida por Van der Couter, sobre guion propio y de Anahí Berneri, se basa en un shockeante caso real y a partir de él ficcionaliza una posible secuela del episodio. Pocos premios más justos que el que recibió Implosión, a la Mejor Película de la Competencia Argentina, en la edición del Bafici celebrada un par de semanas atrás. La película dirigida por Javier Van der Couter, sobre guion propio y de Anahí Berneri, se basa en un shockeante caso real y a partir de él ficcionaliza una posible secuela del episodio. En 2004, en la localidad sureña de Carmen de Patagones un alumno de secundaria disparó al montón sobre un grupo de compañeros, hiriendo a cinco de ellos y matando a tres. El muchacho fue arrestado e internado en un centro de salud mental, y los heridos se recuperaron con el tiempo de lesiones graves. Implosión parece surgir de una pregunta: ¿qué pasaría si dos de los sobrevivientes fueran en busca de su agresor años más tarde? Como si la cuestión no fuera de por sí espesa, Van der Couter la espesa más gracias a una inspirada decisión de casting: quienes interpretan a los protagonistas son dos de los chicos víctimas del ataque, quince años después. Lo cual da a Implosión, más que una simple impronta documental, una visceralidad que parece brotar como un geiser de los propios personajes. O que surge de los actores. Para el caso es lo mismo. No se trata de una invención: Abbas Kiarostami y su compatriota Jafar Panahi basaron buena parte de su filmografía en esa clase de fusiones entre protagonistas “reales” y personajes de ficción. Lo que distingue a la película de Van der Couter -que también es de Carmen de Patagones, otro dato no menor- no es su planteo sino el modo en que lo plasma. De hecho, dos actores podrían haber interpretado a Pablo Saldías Kloster y Rodrigo Torres, e Implosión hubiera sido igual de intensa. ¿O no? Segundo film dirigido por Van der Couter después de Mía (2011), ya en el prólogo Implosión muestra su voluntad de ir más allá del mero registro documental, dando a conocer los datos básicos del suceso a través de fragmentos de noticieros de la época. Pero éstos aparecen virados al rojo, y lo que importa aquí es la idea de viraje, en el sentido de extrañamiento y desrealización. La segunda escena después de los títulos es tal vez la única que luce como documental. En ella un grupo de sobrevivientes intenta que los alumnos que cursan actualmente en el colegio donde sucedieron los hechos reflexionen sobre el episodio. Son recibidos con una mezcla de indiferencia, desprecio, hostilidad y hasta algún cantito que glorifica el uso de armas. Esa parece una de las ideas-guía del guion de Van der Couter y Berneri: es como si aquel episodio hubiera parido un linaje de testosterona, agresividad, paranoia y desafío físico, que parece estar siempre al borde del estallido. Trátese de la reacción de los pibes en el colegio, las bromas pesadas entre los de la generación anterior, el permanente ping pong cortante de los protagonistas, el consumo compulsivo de sustancias, la crudeza de dos chicas a las que conocen en la ruta o el cargo de ex oficial de Prefectura del padre del culpable. Todo es ríspido, acelerado, tenso y de puños apretados en Implosión. En una escena de infrecuente sensorialidad, en un baño público algunos aprietan, otros esnifan, la de más allá se tira un lance, mientras intercambian comentarios ácidos sobre los soretes que los rodean y con los que parecen familiarizados. La primera escena “de ficción” (aunque no lo es tanto) es una trepidante subjetiva de uno de los protagonistas, corriendo en karting por el desolado ripio de Patagones, zona de frontera, con el acelerador a fondo. La puesta en escena de Van der Couter corre como ese karting: a todo lo que da y algo desestabilizada por el ripio, pero con el control necesario como para regular la velocidad cuando es necesario, y poner el pie en el freno también. La cámara es el karting. Sigue a los actores a donde vayan, los observa desde cierta distancia o se pega a ellos, yendo de une a otre mediante travellings cortos y entrecortados: no se trata de una agitación de vestuario, sino de las esquirlas de una implosión que ahora brota.
"Habitación 212": la consciencia de estar haciendo el ridículo. Se requiere un mínimo de gracia, de levedad, de ligereza, para que una comedia sea una comedia. Pero, ¿quiso Honoré filmar una comedia? No cualquiera puede aspirar a la catástrofe. Se requieren audacia, espíritu de riesgo, la ambición de ir más allá de lo imaginable, un nivel de libertad creativa que arrase con todo límite. Incluido el de la necesidad de la propia existencia. Habitación 212 reúne todo eso, y más. La película escrita y dirigida por Christophe Honoré, de quien en Argentina se había conocido la mucho más “normal” y hasta encantadora Canciones de amor (2007), empieza como un vodevil (“me gustan las comedias”, dice su protagonista, como si su salida literal de un placard, pescando in fraganti a su amante con otra amante, no proclamara esa intención por sí sola), sigue como melodrama matrimonial y deriva a una especie de farsa fantástica, en la que todos los fantasmas del pasado se corporizan en una habitación de hotel. La habitación 212, claro, número que corresponde a un artículo del Código Civil. La protagonista, María (Chiara Mastroianni, cada vez más parecida a Susan Sarandon), es, como el lector habrá adivinado, profesora de Historia de la Justicia y los Procedimientos Legales. Allí, en la habitación 212, se reencontrará con su marido de joven, la ex amante de éste, su mamá, su abuela y un doble de Charles Aznavour, que según dice representa su fuerza de voluntad. Desde que están casados, María tuvo incontables amantes, del sexo que fueran. Si el marido es siempre el último que se entera, Richard (el cantante y actor Benjamin Biolay) pasó sin enterarse buena parte de su vida. Hasta que el celular de su mujer le hace saber que tiene un amante chileno llamado Asdrúbal Electorado (sic). Discuten, se pelean, María se va de casa. No muy lejos: enfrente tiene un hotel y allí se aloja, junto con toda la gente que tuvo o tiene que ver con su condición de mujer casada, con sus infidelidades y con el pasado de Richard. Hay una escena lograda, en la que María se da vuelta y se encuentra con todos sus ex amantes juntos en la habitación. Amuchamiento que recuerda un poco la escena del camarote de los hermanos Marx, donde entra tanta gente que terminan desbordando hasta el pasillo, como un tsunami humano. Se requiere un mínimo de gracia, de levedad, de ligereza, para que una comedia sea una comedia. Pero, ¿quiso Honoré filmar una comedia? Por lo que puede verse, quiso filmar una comedia, una tragedia, una película consciente de su condición de tal, una mutación que tiene algo de pato y mucho de elefante. El opus 12 de este realizador parisino goza, en efecto, del carisma de la primera especie, el peso de la segunda y la coherencia de la cruza entre ambas: hay maquetas que se presentan como tales, un bar llamado Rosebud, diálogos con frases como “Que Scarlatti inunde París” o “El amor se construye en la memoria”, un muñeco que representa a un niño no nacido, ostentosos travellings cenitales por sobre los decorados y una banda de sonido en la que un sublime tema de Aznavour convive con una grasada de Richard Clayderman. Que vendría a representar, se supone, la consciencia de estar haciendo el ridículo, y la firme voluntad de hacerlo.
¡Qué título le fueron a poner a Promising Young Woman en Latinoamérica! ¿Por qué no le dejaron Una joven prometedora, como en España? ¿Será que con la promesa de que la protagonista es hermosa se aseguran público masculino baboseante? De ser así, ¿no sería un poquito contradictorio que una película que apunta sus dardos contra toda forma de abuso -aun las que pueden considerarse más “leves”- intente seducir espectadores masculinos con el arma de la belleza femenina? Ahora que lo pienso, no sería contradictorio sino todo lo contrario: una forma de llevar la idea de la película a la relación con el espectador, a quien la película seduciría para ajusticiarlo. En cualquier caso, no creo que los tituladores sean tan sofisticados en la elección de títulos. Como se sabe, Promising Young Woman (voy a mantener el título original, por respeto hacia sus creadores) es una variante hasta ahora no tratada de la fórmula rape & revenge (“violación y venganza”, si se prefiere). No se trata en este caso de la búsqueda de venganza por parte de la víctima de una violación, sino de su mejor amiga. El hecho de que Cassie (Carey Mulligan) tenga como fondo de pantalla una foto de ella con Nina podría dar a pensar que eran más que amigas. Pero esa es toda la referencia que hay a esa posible presunción, de lo cual se deduce que la realizadora y guionista británica Emerald Fennell no quiere dar a pensar eso. Amigas, entonces. En tal caso, amigas del alma, ya que de otra forma sería inexplicable que Cassie se convierta en “cazadora de hombres”, para vengar lo que pasó con Nina. Una cazadora tenaz e hiperproductiva: la libreta en la que va anotando y tachando los objetos de su venganza permite estimarlos en centenares. Pero acá viene otro desvío con respecto al molde original: Cassie no los mata, sólo los aterroriza. Los desempodera: es ella la que, mostrándose primero en un estado de alcoholismo tal que la convierte en “presa fácil”, termina asumiendo el control de la situación, asustándolos y por lo tanto emasculándolos simbólicamente. Esto puede provocar decepción, en la medida en que uno espera que los haga mierda, cuestión de consumar una venganza a la medida del daño provocado. Esta ausencia de hemoglobina podría tener su lógica, teniendo en cuenta que los tipos a los que Cassie “se levanta” no son monstruos. Salvo los de la segunda parte. Pero eso es otra cosa, como veremos en seguida. Los que se levanta al comienzo son más bien aprovechados. Se aprovechan de su estado aparente, para cogérsela sin que ella esté en condiciones de consentir, disentir o reaccionar. La política de Cassie cambia cuando, por razones azarosas, da con la pista de los que violaron a Nina en manada, en tiempos en que ambas eran estudiantes de medicina. Allí sí, la joven prometedora aprovecha un encuentro masivo para llevar un set quirúrgico en su botiquín de enfermera erótica. Es entonces que sobreviene una nueva transgresión al género y, en mi caso, una nueva decepción: Emerald Fennell priva a la heroína de su venganza final, optando por un final distinto (detengámonos ahí, por razones de spoiler) al de la consumación. Promising Young Woman empieza siendo una rape & revenge digamos tímida, modosa (en términos de las intenciones de la protagonista, no de tono), y termina siendo una rape sin revenge. ¿Qué efecto produce esto en las espectadoras, a cuya recompensa simbólica el género apunta? La sensación que me produjo a mí fue la de un coitus interruptus: todo parece conducir al clímax, pero ese clímax no se consuma. ¿Apunta Fennell a demostrar que la venganza nunca es solución? Parecería haber algo de eso. Esa es al menos la posición de la madre de la víctima, encarnada por Molly Shannon. La señora Fisher está de duelo, asume que las cosas fueron como fueron y que life is a bitch, digamos: buscar venganza sólo traerá más muerte y dolor. ¿Pero no cabe acaso la posibilidad de buscar justicia? A diferencia de otras fábulas de rape & revenge, en Promising Young Woman no aparece la instancia legal, que revictimiza a la mujer violada, y la única intervención de la policía es para cumplir con el deber que la constitución le dicta. ¿En qué situación queda el espectador al final de Promising Young Woman? En la de la mayor impotencia y deprivación. Si Fennell diera a su película un tono de tragedia, ese final podría sugerir que es necesario seguir bregando en la consecución de justicia, por los medios que sean, si no se quiere seguir perdiendo y perdiendo. Porque eso es lo que muestra Promising Young Woman: un crimen del pasado que se continúa en un crimen posterior. Un círculo perfecto en su redondez ¿Que en la medida en que los agresores (algunos de ellos) son atrapados por la policía, puede suponerse que habrá un juicio posterior, y que podría tratarse de un juicio justo? Ponele. Pero eso no exime del doble luto, que más que como tal se presenta casi como celebración, en la decisión de tono más desconcertante de la película. En líneas generales, el tono que adopta Fennell no podría estar más lejos de la tragedia oscura. Lo de Promising Young Woman es un pop-punk-camp lleno de humor (negro) y color. Incluye, justo en la mitad, un recreo romántico en el que Cassie vuelve a creer (o cree por primera vez, no lo sabemos) en el amor heterosexual. Ese recreo, que parte la película en dos (tres, más precisamente), es como un corto aparte, que incluye una típica secuencia de comedia romántica, con la pareja bailando graciosa y payasescamente en una farmacia, al ritmo de un tema de Paris Hilton. En esa secuencia madre se insertan momentos felices de ellos en la intimidad. Pueden pensarse dos cosas ante este interludio: que Fennell juega explícitamente a desorientar al espectador o que falla en su intención, ya que dado el tono escéptico que tiñe la película no es difícil sospechar que la campana que indica el fin del recreo va a sonar pronto. Más allá de las objeciones y desconciertos, la ópera prima de Fennell (showrunner y guionista en jefe de Killing Eve, una serie a mi gusto mucho más lograda en su condición de comedia nihilista, melodrama sangriento e historia de amor imposible) tiene lo suyo. Señalar como victimarios no sólo a los predadores sino a los testigos consentidores de la predación es uno de los grandes aciertos de Fennell. Mejor todavía, esos cómplices no tienen por qué ser sólo hombres: si la violación es un ejercicio de poder masculino, el silencio ante ella no necesariamente tiene género. En esa línea la película es muy consecuente con su planteo: Cassie “caza” también a una mujer, haciéndole vivir lo mismo que vivió su amiga. Y aterroriza a otra, la decana de la facultad, que es lo que podría llamarse “traidora a su género”. Si en términos de tono y registro Promising Young Woman está “peinada en sentido contrario” (incluyendo una partitura trágica-romántica que parece salida de Vértigo), algo se mantiene constante y es el espíritu de Cassie. Ella se viste y sobre todo se peina para matar (o no). Pero la mirada tristísima de Carey Mulligan, su máscara rígida y la distancia helada que Cassie impone al mundo no dejan lugar a dudas sobre lo que le pasa por dentro. Esos tres rasgos son los mismos que luce Villanelle, la temible asesina de Killing Eve. El mayor problema de Promising Young Woman son, para mí, algunas resoluciones. Básicamente la de la escena culminante, que está mal armada, es visualmente torpe, no se entiende (en términos físicos, digo) y se resuelve de un modo estúpido que, quiero creer, será deliberado, pero no sé a qué apunta en términos dramáticos. ¿Las nominaciones? La única que me parece plenamente justificada es la de Carey Mulligan, corazón de la película. Las demás -Dirección, Guion, Edición, Película- bué, en fin.
"Corpus Christi": el santo pecador El realizador polaco narra una vez más el ascenso de un oportunista con esta parábola que el año pasado compitió por el Oscar al Mejor Film Internacional. ¿Puede creerse que un tipo cualquiera, sin el menor conocimiento de teología o del dogma, se convierta en párroco de un pueblito y se gane el cariño de sus habitantes, por el sencillo expediente de vestirse de cura? Habrá que creerlo: dicen que en Polonia esa clase de personificaciones sucede con cierta frecuencia. Nominada en la terna del Oscar 2020 al Mejor Film Internacional, Corpus Christi narra, como la posterior del realizador polaco Jan Komasa (The Hater), el ascenso de un oportunista. Aunque en esta ocasión la moral del héroe se presenta más matizada: quizás después de ponerse la máscara, ésta empiece a volvérsele piel. Presentada en el Festival de Venecia en setiembre de 2019, Corpus Christi se estrenó en Estados Unidos en febrero de 2020. Y ya se sabe que para los Oscars, lo que importa es el lanzamiento local. Rápido, unos meses más tarde Komasa ya tenía lista la siguiente, de modo que Netflix estuvo en condiciones de poner The Hater online a fines de julio del año pasado. La de Daniel (Bartosz Bielenia) es la clásica historia del pecador que se convierte al evangelismo. Aunque Daniel no se convierte, y tampoco se trata de evangelismo. Recluso en un centro de detención juvenil, el padre que dirige el centro le permite salir por buena conducta, destinándolo a trabajar en un aserradero, en un pueblito alejado. La perspectiva de aserrar todo el día no resulta demasiado atractiva. Daniel saca de su equipaje una sotana con su respectivo collarín, como quien saca un tubo de desodorante, y toma el lugar del cura de la aldea, internado por alcohólico. Dar misa o confesar a un parroquiano no son cosas del todo sencillas para un lego, pero con un par de navegaciones en Google no hay nada que no se resuelva. La comunidad hace duelo por un reciente accidente de tránsito, que ocasionó la muerte de seis jóvenes. En realidad hay un séptimo: el hombre que los atropelló, según se cree en estado de ebriedad, por lo cual su viuda ha sido segregada. Daniel se interesará por ella, tal vez por identificación o quizás por auténtica caridad cristiana. Esa caridad que las autoridades eclesiásticas ya no suelen practicar. Como Hater, Corpus Christi es una fábula sobre máscaras y roles sociales. El protagonista del film siguiente invierte el recorrido del (anti)héroe: se trata de un chico ingenuo del interior que aprende a convertirse en el más despiadado espía y chantajista informático. “Es una parábola”, nos recuerda la intervención de un creyente en Corpus Christi. Comprendido, ¿pero cuál es su sentido? Digamos que no tiene un único sentido. Está la idea de que un no creyente puede encarnar el dogma con más fe que un hombre de fe. Con más intensidad, desde ya: Daniel predica misa haciendo una especie de pogo eclesiástico, muy parecido al que practica por las noches, bajo los efectos de la cocaína. ¿Es Daniel una especie de santo pecador? En cierta medida y en la debida escala, ya que no se somete a sacrificios personales ni practica milagros. Pero sí le tiende una mano a esa suerte de María Magdalena que es la viuda Ewa, algo que su antecesor no había hecho. Dejando de lado algunos tópicos de los que echa mano el guion, lo más interesante de Corpus Christi es justamente esta clase de ambigüedades éticas y prácticas, esta clase de preguntas que Komasa y el guionista Mateusz Pacewicz (el mismo de Hater) prefieren formular antes que responder. Como profesionales de fe, resisten también la tentación de narrar una historia de redención, cuando todo parecía servido para ello.