Un novelón demasiado cargado Michelle Pfeiffer luce tan bella como siempre, pero Frears derrapa en su adaptación de un díptico de Colette. Una cosa es decadentismo y otra, decadencia. Decadentismo es el de Colette, que supo novelizar una París hedonista y libertina. Decadencia es la de Stephen Frears, que para adaptar un díptico literario intenta reeditar Relaciones peligrosas, convocando por segunda vez al dramaturgo Christopher Hampton y a Michelle Pfeiffer. De Relaciones... a Chéri, ¿qué es lo que decae? No la belleza de Pfeiffer –que a los cincuenta y pico sigue luciendo como si nada– ni el texto de Hampton, sino la capacidad del realizador para hacer cine. Si en Relaciones peligrosas Frears reconvertía cada plano en veneno finamente destilado, Chéri –inoportuna competidora oficial en Berlín 2009– representa la gestión de un cineasta retirado antes de tiempo. Aquí como allá, el arco dramático va del disfrute a la tragedia. Cuando se anuncia que hasta el momento Léa de Lonval (Pfeiffer) logró evitar “la única cosa que una cortesana no debe permitirse: enamorarse”, no es difícil sospechar qué va a suceder en la siguiente hora y media. Una lástima: hubiera sido más interesante narrar la vida de una cortesana de lujo en el París de la Belle Epoque que el metejón de una cincuentona por un veinteañero. Que éste, Chéri, esté encarnado por un actor que hace quedar a Orlando Bloom como un dechado de virtudes expresivas (el británico Rupert Friend ya se deslucía en Orgullo y prejuicio), no ayuda a sostener ni la credibilidad ni el adecuado balance con su partenaire. Pero no es ese el principal problema, sino el modo en que Frears empeora las decorativas convenciones de lo que da en llamarse “cine de época”. Una de esas convenciones es la reconstrucción ostentosa, imponentes mansiones solariegas hasta para las prostitutas y mucha capelina, art nouveau, tonos malvas y lingerie de lujo. Otra es que todo esté fotografiado como para un álbum, tarea que compete al iraní Darius Khondji. Para darle al asunto una impronta más literaria no es malo un relator en off. El propio Frears se ocupa de ello, exagerando hasta la parodia la pompa británica (en esta París se habla en inglés). Animo lúdico que no se extiende a una puesta en escena impertérrita. Reino de lo teatral por excelencia, los actores declaman diálogos sobrescritos (súmese a Kathy Bates como bruja interesada y conspirativa), dando la sensación de que si osaran cambiar una coma podrían ser juzgados por traición en el Royal National Theatre. ¿La historia? Cortesana veterana pisa el palito con galancete impávido, sin adivinar que la mamá ha diseñado para él destino más lucrativo, en otros brazos. Cortesana sufre, añora, llora, no se convence, sucumbe, como en cualquier ajado novelón romántico. Si al menos se hubiera puesto algo de convicción en el trámite...
Una despedida que no estaba en los planes Lejos de la mera regurgitación del primer éxito y del agónico manotazo de ahogado que proclaman algunas voces agoreras, el nuevo Shrek no apuesta, como las dos anteriores, a caricaturizar los cuentos de hadas, sino a establecer con ellos un diálogo creativo. Según opiniones coincidentes, la cuarta entrega de Shrek sería el equivalente de Alien 4, Pesadilla 4 o Rocky 4: el agónico manotazo de ahogado que permita arrancarle un huevo más a una gallina que los pone de oro. Manotazo que en este caso se da con el reforzado guante del 3D. Posible despedida de la saga, según el propio título parece confirmar, Shrek para siempre equivaldría, según esas críticas, al perezoso regurgitar de grandes éxitos de antaño. Para peor, su única razón de ser habría sido rebatida en boleterías, resultando por lejos la de más baja recaudación de las cuatro. Derrota concluyente, entierro y adiós, ogro asqueroso. Pero, ¿y si en lugar de eso resultara que esta Shrek mejora las dos anteriores, representando una despedida sorpresivamente digna para una saga que parecía muerta antes de tiempo? ¿Si fuera una resurrección postrera, en lugar del tiro de gracia? Shrek nació con un vicio de origen, que no consiste en sacarse cera de los oídos, abusar de flatulencias o comer cualquier porquería. Introductora tardía de la posmodernidad en el reino de la animación, la serie siempre basó su efecto en la paráfrasis irónica de ciertas tradiciones, que van del cuento de hadas tradicional al cursikitsch disneyano, pasando desde ya por el Hollywood más cliché. La ironía es su fuerte pero también su debilidad, en tanto tiende a quitarle autonomía, la hace dependiente de modelos previos y la expone a la burla facilonga. La primera Shrek mantenía esos demonios a raya, poniendo en juego convicción, efecto sorpresa, alta eficacia cómica y verdadera creatividad. La segunda (y, más aún, la tercera) caía, en cambio, bajo el peso de la autoindulgencia, el chiste trajinado, la recurrencia al guiño. Igual les fue bárbaro. En contra de lo que aconsejaban el éxito sostenido y el cálculo de ganancias, alguien habrá advertido el alarmante desgaste, promoviendo el cambio de frente que Shrek para siempre representa. Con guión de Josh Klausner y Darren Lemke (el primero, guionista de la reciente Una noche fuera de serie), no apuesta, como las dos anteriores, a caricaturizar los cuentos de hadas, sino a establecer con ellos un diálogo creativo. De hecho, la mecánica entera de Shrek para siempre está sostenida en la aparición de Rumpelstilskin, duende perversón a quien dos siglos atrás reciclaron los hermanos Grimm, a partir de relatos tradicionales. En el original, Rumpelstilskin engaña a la hija de un molinero. Aquí se aprovecha del bueno de Shrek, ofreciéndole un día como los de antes, cuando asustaba a la gente y no era un estresado padre de familia burgués, rodeado de frenéticos ogritos gritones. Como Fausto sabe de sobra, el costo de esa clase de transacciones suele ser altísimo. Para no perderlo todo, el grandote deberá emprender una aventura en un mundo alternativo, en el que Fiona-amazona lidera a un grupo de ogros resistentes. Desde ya que se suman Burro (con un peso notoriamente menor que en las anteriores, dando por resultado menos chistes y más historia), la dragona, el Gato con Botas, el Hombre de Jengibre y toda la troupe. Monarcas usurpadores, ogros brutos y compinches –como galos de Asterix–, una princesa presa de un sortilegio, un ejército de brujas ominosas y hasta el Flautista de Hamelin (ahora como temible cazador de recompensas) tejen sobre la historia una red protectora, hilada con hilos que vienen de antiguo. Teniendo en cuenta que a lo que conduce la aventura de Shrek es a hacerle revalorizar el orden doméstico, se acusará a esta fábula, no sin razón, de ultraconservadora. Tanto como la de Qué bello es vivir, otro cuento de hadas hollywoodense, al que Shrek para siempre se parece sospechosamente. ¿Pero acaso su cuestionable moral de fondo impedía a la película de Frank Capra ser encantadora? Sí, es verdad: el ogro y la guerrera sólo quieren dejar las armas, para volver a la tranquilidad del pantano burgués. Cuestión de hechizo tal vez, eso no anula la aventura previa, los hallazgos, la cohesión narrativa y hasta la muy expresiva técnica que, durante hora y media, depara esta otra fábula ultraconservadora.
¿Melodrama de género? Despechado ante el abandono de su novia, uno de los personajes decide, como venganza, levantarse a la nueva pareja de la dama, de quien sabe que tuvo una “canita al aire” gay. Una película no es lo que son sus personajes. Si así fuera, Plan B, ópera prima de Marco Berger (Buenos Aires, 1977), sería vueltera, dubitativa, histericona e infantiloide. Pero eso es lo que son –con sus matices, con sus diferencias– los protagonistas, Bruno y Pablo. Que quieren pero no se animan, hasta el punto de resultar exasperantes. ¿Será eso lo que busca Plan B? ¿Exasperar al espectador, obligarlo a convivir hasta la molestia con dos tipos que se pasan la película (casi) entera coqueteando con curtir y sin hacerlo? ¿Verá Plan B en Bruno y Pablo a dos encarnaciones vivas de una histeria nacional, contra la que se buscaría que el espectador reaccione? Si fueran tan brechtianas las intenciones de esta película –que fue parte de la competencia argentina del Bafici 2009–, ¿no debería terminar de una manera distinta a cómo lo hace? ¿Una manera más chocante, menos happy end? El cronista debe confesar que Plan B le resulta desconcertante. Será cuestión de desmenuzarla para el lector, a quien tal vez desconcierte menos. En una comedia de intrigas amorosas, el punto de partida encajaría perfectamente. Pero Plan B no es eso y entonces no encaja tanto. Loco de celos porque su ex sale con otro, Bruno (Manuel Vignau) urde el plan al que el título alude, y que en verdad no termina de quedar del todo claro. Maquiavelo de barba descuidada y pelo recogido, Bruno se entera de que antes de robarle a la novia, el pintón de Pablo (Lucas Ferraro) habría tirado al aire alguna canita gay. Entonces decide levantárselo. Se supone que para que Laura (Mercedes Quinteros), despechada, lo deje y vuelva con él. Ahora bien: de ser ése el plan de Bruno, ¿por qué no se lo curte de una vez y listo? ¿Porque no se anima o –opción clásica de comedia– porque le empezó a tomar cariño y no quiere perderlo? En la medida en que disuelve hasta perderse, da toda la sensación de que esa intriga –llena de cabos atados con alambre– es una mera excusa argumental, y nada más que eso. Jugada a un registro naturalista, Plan B está llena de casas chorizo, mates en la cocina, confraternidad y azoteas. Mucha remera de fútbol (la del seleccionado brasileño, otra que dice “Kempes”), diálogos de todos los días y actores que no parecen estar actuando. Otra vez la duda: ¿se trata de una apuesta, estéticamente chata, a que todo luzca “como la vida misma”, o, por el contrario, de una elección estética sumamente inteligente? En efecto, ¿qué mejor manera de naturalizar el deseo homosexual, de volverlo cosa de todos los días, que naturalizar la película que lo contiene? Sería la mejor forma de que el espectador se reconozca en ella. De que se sienta parte, la viva como espejo. Ciertos infantilismos (el jueguito de “si fueras un color, ¿qué serías?”) y cursilerías adolescentonas que Bruno y Pablo se intercambian (“en ese regalo estoy yo”) dan a pensar que la película se ríe de ellos. Un poco a la manera de los sospechosos charros tejedores de Tiempo de morir, en la que Arturo Ripstein le tomaba el pelo al machismo mexicano. En ese caso, la burla, demasiado soterrada tal vez –tener más datos de ambos permitiría una perspectiva más certera–, funcionaría como toma de distancia, permitiendo que el espectador les falte el respeto tanto como lo hace la muy desprejuiciada Ana (Ana Lucía Antony). Personaje clave, Ana tal vez marque el punto de vista o, si se prefiere, el eje moral de la película. “Ustedes son unos maricones, porque no se animan a ser maricones”, les dice la muy lúcida Ana antes de tirarse encima de su nuevo novio, que le gusta porque la tiene grande. Cuando lo que empezó como comedia haya derivado a melodrama naturalista de género, quizá la voz de Ana resuene en ellos, dándoles una pista para tirarse a la pileta de una vez. De ser así, Plan B sería una película bastante más inteligente y rigurosa de lo que parece. De lo que le pareció a este cronista, mejor dicho. En ese caso, el 6 de arriba debería leerse como 7.
La saga de los vampiros reprimidos ¿Con quién se quedará Bella? ¿Con el vampiro jurásico, que le propuso casamiento y está en contra de las relaciones prematrimoniales, o con el hombre lobo-patovica, que está refuerte y se la quiere tran-sar ya mismo? ¿Y si no eligiera a uno ni a otro, sino a los dos? Siempre y cuando las cosas no pasen a mayores, claro. Ya se sabe que en el mundo de la escribidora mormona Stephenie Meyer, toda emanación de fluidos corporales está estrictamente vedada. Empezando por la sangre y siguiendo por lo que sea. Las incógnitas habían quedado planteadas al final de Luna nueva, hace poco más de seis meses, y 124 minutos más tarde, cuando termina Eclipse... ¡siguen planteadas! ¿Pero entonces no pasa nada en la tercera parte de la saga de los vampiros reprimidos? Y, no. ¿A qué viene la sorpresa? ¿Pasaba algo acaso en las anteriores? Es injusto decir que no pase nada durante el Eclipse más largo del mundo. Siempre presidido por un médico, el clan vampírico de Edward (Robert Pattinson) se alía con sus enemigos naturales, los lobisones-native american de la tribu de Jake (Taylor Lautner). Como suele suceder en la política, perros y gatos (lobos y vampiros, en este caso) se alían ante la presencia de un enemigo más poderoso. En este caso un ejército vampírico, que viene bajando desde Seattle rumbo a Forks, Washington, movido por el deseo de venganza de una mujer. A no sorprenderse de que sea un motivo tan personal lo que los lleva a la guerra: nadie ignora que la saga Crepúsculo es un novelón romántico disfrazado de película de vampiros. La Cleopatra del caso es Victoria, pelirroja de fuego (Bryce Dallas Howard), a quien el lívido Edward le liquidó el novio tiempo atrás. Qué mejor entonces que fulminarle la novia, el bello cisne de Bella Swan (Kristen Stewart), usando para ello un ejército de asesinos de ojos rojos. Toda una épica de la posposición, durante más de hora y media no deja de anunciarse el fatal combate contra los temibles intrusos, dejando para el último cuarto de metraje la batalla en sí. Batalla en la que los lobos, siempre con un tamaño como de osos, les darán una garra a sus enemigos los vampiros, convirtiendo al enemigo en estatuas de hielo. Lo que no deja de ser la solución perfecta para el problema de la hemoglobina: cuando se corta el hielo, de allí no sale sangre. Con unos lobos que como en ocasiones anteriores vuelven a lucir una llamativa torpeza digital, Eclipse es la película más charlada desde... Luna nueva, claro. Dirigida por David Slade, en Eclipse las cosas no pasan: se hablan. Y lo que se habla es, en más de una ocasión, risible. “¡Dejá de quitarte la ropa!”, frena casi ofendido Edward a Bella, cuando ella está por entregársele en la cama: el lívido no tiene libido. “Si no fueras mi peor enemigo hasta podría llegar a quererte”, le larga más tarde Edward a Jake en una acogedora carpa. Momentito. ¿No será que estos dos...? En la próxima película de la saga se sabrá. Difícilmente haya que esperar mucho para ello.
Andanzas de un psiquiatra mujeriego Los sajones denominan deadpan (trad. lit.: cacerola apagada) al estilo humorístico hierático, en el que están vedados el más mínimo subrayado o énfasis cómico. Con Buster Keaton como máximo referente cinematográfico, las raíces del deadpan remiten también a cierto teatro del absurdo (Beckett, Ionesco). Jim Jarmusch, Aki Kaurismäki, el palestino Elia Suleiman y Martín Rejtman son algunos de sus más notorios exponentes en actividad. Amores de diván (el título original debería traducirse como Frantisek es un mujeriego) es una suerte de deadpan checo, al que no le faltan por cierto referentes propios de lo que dio por llamarse “nueva ola checa” de los ’60. Las primeras películas de Jiri Menzel y Milos Forman, por ejemplo. El tema es que el deadpan produce efecto sólo cuando tiene gracia, y a Amores de diván eso no es algo que le sobre. Uno de los problemas es el protagonista, que no despierta mucha empatía ni mucha antipatía, cuando se supone debería generar ambas cosas. Frantisek es un psiquiatra mujeriego, que como consecuencia de sus andanzas pierde el empleo en el centro de salud donde trabaja (por querer hacerse el vivo con una paciente) y pierde también a la esposa, que tanto como para hundirlo bien se le va con un ex paciente. En la vía, Frantisek vuelve a casa de mamá, que lo atiende con sopita y leche chocolatada y le recomienda pedirle trabajo al hermano, que por lo visto mucho no lo banca. El hermano tiene una escuela de manejo y eso dará ocasión a que Frantisek conozca a algunas alumnas. Pero como quiere hacer buena letra y reconquistar a la ex (que a esta altura está embarazada, se supone que de su ex paciente), Frantisek se muerde y mira para otro lado. Si la lectura de la sinopsis no resulta muy divertida es porque tampoco lo es su exposición en imágenes, a las que parecería faltarles una intención que las anime. Como si al director, el debutante Jan Prusinovsky, se le hubiera ido la mano con el deadpan, anulando no sólo los subrayados sino también el punto de vista que la película apunta a desarrollar. Aunque algunas frases al paso (“el cuerpo del varón necesita sexo”, “todas las mujeres que tuve me sirvieron para saber que sólo amaba a mi esposa”) hacen pensar que tal vez hizo bien Prusinovsky en no desarrollar un punto de vista, porque eso hubiera sido peor. La música tampoco ayuda, dominada por algo que suena a fanfarria fúnebre, intercalada con un pop checo, de esos capaces de lastimar tímpanos y cócleas.
El cine como auténtico poema visual La economía de recursos no significa carencia de ideas: Martin hace uso del blanco y negro, el fuera de campo y la solvencia narrativa para su parábola sobre una invasión estadounidense. Tres potencias invasoras, tres momentos de la lucha por la independencia, tres modos de representación cinematográfica, tres películas para recrear cada una de esas instancias. Resuelto a abordar la historia de su país y, al mismo tiempo, la del cine de su país, la trilogía que el nativo de Manila Raya Martin viene llevando adelante desde hace un lustro es, como la simple exposición del proyecto deja ver, de un rigor infrecuente. Ese rigor es más llamativo aún, teniendo en cuenta que en el momento de plantearse esa serie cinematográfica, quien está considerado el nombre más alto del cine filipino tenía tan sólo 20 años. Ambientada en la época de la revuelta contra el dominio español –fines del siglo XX–, Una película corta acerca del Indio Nacional (2005, se proyecta el viernes 2 de julio en la Sala Lugones) adoptaba las formas del cine mudo. Ahora, en Independencia (presentada en Cannes 2009), son tiempos de invasión estadounidense, con lo cual la propia película se acoge al modo de representación que en ese mismo período el cine de Hollywood comenzaba a cristalizar. La trilogía deberá cerrarse con una película aún sin nombre, que dará cuenta de la invasión japonesa durante la Segunda Guerra, a la manera de un film de ese origen. Como corresponde a un film primitivo –aunque la película sea sonora, la estética sigue siendo la del cine mudo–, la historia de Independencia es de una extrema simpleza. Ante la llegada del ejército estadounidense, una mujer mayor y su hijo buscan refugio en la selva, donde poco más tarde el muchacho (arquetípicos, los personajes no tienen nombres) rescatará a una chica violada, con la que terminará constituyendo una nueva familia. Eso sería todo si no fuera que la película está llena –está hecha, se diría– de ecos y resonancias. Ver en este sentido la escena introductoria, en la que la utilización del fuera de campo es –como en el cine primigenio– de una sencillez que no puede sino definirse como exquisita. En el mercado, un grupo de gente oye ruido de bombas. Miran hacia arriba y hacia fuera de cuadro, alguien menciona a los norteamericanos (a quienes nunca se ve) y en la escena siguiente la mujer y su hijo están haciendo sus cosas y partiendo a la selva. “Refugiémonos en la casa del español”, dice la mujer. El comentario admite una lectura literal y también una histórico-alegórica, que es lo que sucede con la película in toto. Filmada en estudio (o en lo que aparenta serlo, al menos) y con cámara fija, las localizaciones se definen de modo tan sintético como la propia historia y los personajes y recursos puestos en narrarla. La selva, exuberante y artificial como en un film de Von Sternberg (la localización recuerda sobre todo a la recientemente recuperada La saga de Anathan), se reduce a dos o tres encuadres. Siempre los mismos. Otro tanto sucede con “el río”, “la choza” y “el claro en la espesura”. El blanco y negro, excelso aporte de la directora de fotografía francesa Jeanne Lapoirie, es tan titilante y modelado como podía serlo en algún film de Murnau, de cuya Tabú parece arrancado el lirismo selvático de este verdadero poema visual. Visual y sinfónico, como en varios fragmentos en los que es la música –el cine mudo, otra vez– la que parecería diseñar la imagen. Los personajes sueñan y sus sueños aparecen en globitos como de historieta. O de Méliès, si se prefiere. De Méliès parece también el color que irrumpe en la última escena, estrictamente pintado a mano. En el mundo del blanco y negro, el color es el mañana: la escena previene, de tal modo, que la tragedia narrada –la de la historia y la de la Historia– se proyectará en el futuro. “Está pasando algo en la selva”, anuncia el protagonista, recordando aquel “hasta la jungla quería verlo muerto”, con que el teniente Willard anticipaba, en Apocalypse Now!, el inminente final de Kurtz. Del mismo modo que lo hace la selva, los mitos de origen resisten al invasor, por su propia existencia. Cierto cocotero mágico al que el protagonista anhela llegar, una bruja de la que se habla, una presencia fantasmal junto al río, la tormenta que se desencadena. El invasor invade la película misma: allí por la mitad del metraje salta el rollo de celuloide y un documental de propaganda estadounidense (inventado por Martin, desde ya) modela la figura del buen salvaje filipino, intentando disimular la muerte de un niño a manos de un soldado. El cine como constructor y deconstructor de ideología: de lo primero se ocupa el ocupante, de lo segundo el resistente. Un resistente llamado, en este caso, Raya Martin.
Materializar lo imposible a la mayor velocidad Allá en los ’80, Brigada A convirtió la vuelta a la acción reaganista de Rambo y sucedáneos en comedia de acción irresponsable y descerebrada. Lo cual representa una superación de la superacción: siempre va a ser más sano tirar bombas como papel picado en Carnaval –que es lo que hacían los cuatro magníficos de Canal 9– que volver a Vietnam para vengar la derrota, como pretendía el muy serio coronel Stallone. Ahora, con el ejército imperial puesto en modo pausa en Irak, el cine resucita a aquellos cuatro alegres mercenarios, identificándose seguramente más con su condición de soldados de fortuna que con la de ex comandos. Por más de alguna referencia al frente iraquí, sigue estando tan claro como antes que el coronel Smith y los suyos no viven en el mundo real, sino en un frasco de muñequitos G. I. Joe. En lugar de jugar a la ingenuidad retro o a la ironía posmoderna, Brigada A - Los magníficos echa mano de herramientas netamente contemporáneas, como la coreografía visual, la hipervelocidad y el sentido de lo inaudito. Especialidad del realizador Joe Carnahan (el de Narc y Smokin’ Aces, lanzada esta última en DVD), el octanaje está aquí a la orden del día, desde el rescate inicial en el patio trasero mexicano hasta las varias explosiones simultáneas del truco final, en el puerto de Los Angeles. La serie cruzaba las engañifas minuciosamente montadas de Misión imposible con los operativos-comando a cargo de un grupo de descastados, al estilo Doce del patíbulo. Esta versión 2.0 respeta aquella mélange. Expulsados del ejército por un delito que no cometieron, el coronel Hannibal Smith (Liam Neeson, trocando en gravedad la levedad de George Peppard), el teniente “Face” Peck (Bradley Cooper, el carilindo de Qué pasó ayer), el ranger Bosco Baracus (Quinton Jackson) y el piantado de Murdock (el sudafricano Sharlto Copley, recién salido de Distrito 9) deben recuperar unas matrices para imprimir billetes de 100 dólares, que alguna vez pertenecieron al Sha de Persia (¿?) y ahora cayeron en las peores manos. Como en la última de Polanski, el representante de la CIA (Patrick Wilson, con aspecto de villano metrosexual, alla Cristiano Ronaldo) no parece del todo confiable. La idea del enemigo interno, esencial a la paranoia post 11-09-01, incluye en este caso a la jerarquía militar. Pero lo que importa es la velocidad, insuflada por planos que parecen estar siempre en atropellada fuga adelante. Y, sobre todo, la procura de lo inaudito, propia de los años Lost. Si en la última Duro de matar Bruce Willis le disparaba a un helicóptero no desde un auto sino con un auto, acá los ocupantes de un tanque militar –que se viene abajo desde un avión en llamas– logran frenar su caída al vacío, generando un efecto de flotación al girar la torreta de derecha a izquierda. Parecida implausibilidad es la del centenar de containers que sobre el final se convierten, en manos de los digitalizadores, en piezas de un Rasti gigante. La voluntad de materializar lo imposible a la mayor velocidad posible hace de esta Brigada A - Los magníficos una especie de licuadora mental, en la que algún coctelero medio loco metió frutillas y pepinos, para ver qué sale. Qué salió no se entiende bien, tal vez porque los pepinos no siempre pegan con las frutillas. Pero el menjunje está rico y es vigorizante.
La incertidumbre como única certeza Como en el Black Book de Paul Verhoeven, el film danés toma un tema intocable de la historia de su país, la resistencia antihitleriana, y lo convierte en un film de espionaje, donde traiciones y deslealtades triunfan sobre heroísmos y causas nobles. Nada se presta más a ser romantizado que la figura del resistente político, que combate regímenes dictatoriales por puro idealismo y en inferioridad de condiciones, sabiendo que difícilmente lo espere un destino distinto de la captura, la tortura y la muerte. ¿No está sujeta esa figura acaso a otros matices, a puntos oscuros, a motivaciones menos altruistas? En Black Book (2006), el holandés Paul Verhoeven se atrevió a responder que sí puede estarlo, poniendo en duda que la resistencia antinazi haya sido, en su país, tan prístina como quiso vérsela. Ahora es el danés Ole Christian Madsen (que acaba de filmar en Argentina una película llamada Superclásico) el que aplica, sobre uno de los episodios más intocables de la historia de su país, un filtro semejante, pasando la resistencia antihitleriana por el tamiz de un film de espionaje. Género en el que dobles agentes, traiciones y deslealtades triunfan sobre heroísmos y causas nobles. Flammen & Citronen resulta así más cercana al escepticismo paranoide de El escritor oculto que a la épica convencional de Desafío, para poner dos ejemplos más o menos recientes. Como Verhoeven en Black Book, Madsen –coautor del guión– recrea hechos ocurridos poco antes del fin de la guerra. “¿Estuviste allí ese día?”, pregunta una voz en off, sobre imágenes que muestran el ingreso de las tropas nazis a Copenhague, en 1940. “¿Hiciste algo para impedirlo?” Desde poco después de la ocupación, los miembros del grupo Holger Danske se especializan en la ejecución de colaboracionistas daneses. De la docena de miembros del grupo, Madsen hace foco sobre dos. Perfectos opuestos complementarios, Flammen (el intenso Thure Lindhardt) es pelirrojo, audaz y no le tiembla la mano a la hora de ejecutar a nadie. Citronen (Mads Mikkelsen, ex villano Bond en Casino Royale) es un hombre de familia callado y morocho, que empieza como chofer y se verá obligado a tomar el arma, cuando al compañero, ganado por la incertidumbre, empiece a temblarle la mano. Si algo tiembla en Flame y Citrón (extraña barbarización local del original) son las certezas. Una de las primeras imágenes muestra al grupo de resistentes casi como foto de amigos: todos reunidos alrededor de una mesa, tomando y celebrando. En el curso de la historia esa estrecha unidad se irá corroyendo, tanto por la paranoia al enemigo interno como porque algunas de las ejecuciones podrían ser en verdad ajustes de cuentas personales. Y hasta algunos de los blancos quizá sean resistentes, antes que nazis o colaboracionistas. Una mujer de aspecto fatal que seduce a Flamme tal vez sea una espía, contraespía o ambas cosas a la vez. Las sospechas sobre el líder del grupo se convierten en red de intrigas de creciente espesura, en la que proliferan intereses cruzados, desde el jefe de la Gestapo local (Christian Berkel, que repetiría en Operación Valquiria y Bastardos sin gloria) hasta los servicios secretos aliados y la inteligencia sueca, pasando por el comando británico. Ganados por la incerteza, Flamme y Citronen parecerían elegir la opción más trágica de todas: la autoinmolación. Se obsesionan con un blanco imposible, barajan la posibilidad de convertirse en mercenarios, se lanzan finalmente en misión suicida. Toda muerte mancha, parece sugerir Madsen, por muy noble que sea la causa que la motiva. Aunque no siempre se mantenga a la altura de sus propios planteos (sobre el final cede a una espectacularidad de cine de superacción), Flame y Citrón contiene el germen de una reflexión sobre la lucha armada en general. La posibilidad de que el líder sea el traidor, la adicción por la sangre derramada, la opción del aventurerismo y hasta la pastilla de cianuro que sobre el final aguarda a uno de los combatientes hacen pensar en experiencias mucho más próximas al espectador local que lo que la resistencia danesa durante la Segunda Guerra parecería representar en primera instancia. La pregunta es si es posible “leer” esta película como reflexión en clave sobre –por ejemplo– la violencia política de los ’70 en Latinoamérica. Se lo haya propuesto o no su realizador, desde aquí se hace difícil no darle ese uso. Por qué no hacerlo, es la siguiente pregunta.
El amor a la vuelta de cada esquina de Manhattan Uno creyó que la cosa empezaba y terminaba ahí. Pero no. Paris, je t’aime, película en episodios estrenada en Buenos Aires dos o tres años atrás, terminó resultando el puntapié inicial de lo que a la larga será un largo tour cinematográfico por las ciudades más importantes del mundo. Creado por un señor Emmanuel Benbihy, el proyecto –imaginativamente titulado Cities of Love– consiste en una serie de largometrajes dirigidos y protagonizados por gente de renombre, que tienen a las ciudades como fondo y a las relaciones amorosas como tema. Mientras se hallan en preparación Rio, eu te amo, Shanghai, I Love You y Jerusalem, I Love You (no por el momento Buenos Aires, te amo o Bi Ei, I Love You), aquí está la indefectible New York, I Love You. Aunque su internacionalismo pasteurizado la convertía en posible precedente del lavado Mundial sudafricano, Paris, je t’aime contaba al menos con las firmas de los hermanos Coen, Gus Van Sant, Olivier Assayas, Walter Salles, Alfonso Cuarón, Nobuhiro Suwa... La mucho más modesta New York, I Love You sale a la cancha con el alemán Fatih Akin, la india Mira Nair y nueve más. Es como pasar de la altanería primermundista de Cristiano Ronaldo a la pobreza conceptual de eslovacos o eslovenos. Uno de los episodios se intercala a lo largo de toda la película y hay personajes que pasan de una historia a otra, como forma de hilvanar un tejido disímil. Como en la anterior, los cortos reunidos oscilan entre la estructura clásica (breve exposición, desarrollo, final sorpresa), el carácter apenas abocetado de algunos y la intención impresionista de otros, no tan dirigidos al remate rotundo. Los más rescatables son los más clásicos, ya sea en versión amarga (el frustrado o exitoso encuentro erótico entre Chris Cooper y Robin Wright, en la vereda de un restorán, obra del francés Yvan Attal), cómica (Ethan Hawke gasta saliva con la top model asiática Maggie Q, también con firma de Attal) o cómica-incorrecta (la loca noche entre un muchacho y una chica en silla de ruedas, debida a Brett Ratner). Frente a ellos, Fatih Akin (Contra la pared, Al otro lado) reitera su obsesión por el artista romántico-autodestructivo, Mira Nair fuerza la atracción interreligiosa entre un emigrado indio y una chica judía ortodoxa (Natalie Portman), la propia Portman no tiene un debut auspicioso como realizadora y Julie Christie y John Hurt protagonizan un agobiante melodramón en versión comprimida, que el británico Anthony Minghella dejó inconcluso a su muerte y el realizador indio Shekhar Kapur (Elizabeth) completó. A lo largo del metraje, James Caan, el nonagenario Eli Wallach y la gloriosa Cloris Leachman (Bésame mortalmente, La última película) se cruzan con los recienvenidos Shia LaBoeuf, Bradley Cooper y Blake Lively, haciendo descansar sobre Maggie Q y la siempre increíble Qi Shu (Millenium Mambo) el toque de exotismo chic que tan bien parece sentarle al proyecto entero.
Recuerdos oscuros del Mundial ‘78 Centro gravitacional del gigantesco operativo de ocultamiento practicado por la última dictadura, no es raro que el Mundial del ’78 –con su flagrante oposición entre fastos y festejos oficiales y el horror, tortura y muerte de la realidad– haya sido reiteradamente visitado por el cine de las últimas décadas. Desde antes del fin del régimen militar, incluso. Como se recordará, ya en 1982 Plata dulce hacía chocar las imágenes documentales de los festejos callejeros con una realidad que en ese caso no era la de los campos de concentración –no hubiera sido posible–, sino la determinada por la política económica de Martínez de Hoz & Cía. A esa serie largamente transitada se suma ahora Cómplices del silencio, primer resultado del convenio de coproducción a largo plazo celebrado el año pasado entre el Incaa y su par italiano. Dirigida por el napolitano Stefano Incerti, rodada por técnicos italianos y actuada por un elenco binacional, la sombra de lo ya visto planea indefectiblemente sobre Cómplices del silencio. No sólo lo visto en las películas que toman como eje al Mundial del ’78, sino en muchas otras. La historia oficial, notoriamente. Como la profesora de Historia de aquella película, Maurizio Gallo, periodista deportivo italiano al que su medio envió a cubrir el evento (Alessio Boni, coprotagonista de La mejor juventud y Mi hermano es hijo único), parece ignorar todo lo que sucede en el país. Por más que información sobre represión y desaparecidos no faltaba en Europa por entonces. Lo descubrirá no tanto gracias a sus parientes locales (típica familia de clase media barrial, presidida por Jorge Marrale), sino merced al afortunado encuentro con una fotógrafa, que resulta ser militante montonera de arma en mano (Florencia Raggi). La idea del siniestro familiar, presente en Cordero de Dios, reaparece también aquí. Funcionario de la dictadura vinculado con la represión, el personaje de Juan Leyrado no moverá un dedo para rescatar a su cuñado, estudiante secundario a quien los miembros de un grupo de tareas acaban de secuestrar (Tomás Fonzi). Como tantos padres y madres de la época, Mauricio Gallo (Marrale) y su esposa Teresa (Rita Terranova) descubren la militancia entre pasillos de ministerios y secretarías, intentando averiguar el paradero de su hijo. Frente a puertas cerradas y cínicas excusas, aprenderán que nada puede esperarse de funcionarios, diplomáticos extranjeros y representantes de la jerarquía eclesiástica. Consecuencia de lo cual ella, señora de barrio hasta entonces bastante ingenua, terminará colocándose sobre la cabeza un pañuelo blanco, integrándose a un grupo de madres poco dispuestas a la resignación. Es posible que para el público extranjero todo esto represente una novedad. Para el espectador local está lejos de serlo. Como en términos estrictamente cinematográficos tampoco hay novedades aquí, los méritos se reducen al digno sorteo del cocoliche por parte de actores locales a los que les toca hablar en italiano, y a una visceral actuación de Jorge Marrale, en el papel de padre desesperado por la desaparición de su hijo.