Volver a los años ’80 Comedia resueltamente post-hermanos Farrelly, la película dirigida por el perfecto desconocido Steven Pink es una de esas guarradas tan impresentables como irresistibles. Si no fuera por su horrible remate –que arruina todo, con un brote de exitismo social totalmente fuera de lugar–, esta comedia vulgarota y chapucera sería una versión mejorada de Son como niños, la más reciente fealdad de Adam Sandler, estrenada aquí un par de semanas atrás (decir que es una versión mejorada es pura ucronía, porque en realidad se estrenó antes). Ambas películas son sendas variantes del motivo de la vuelta al pasado, como forma de reparar el presente. Motivo que cuenta con algunas representantes obvias (Volver al futuro y Terminator, notoriamente) y otras menos evidentes (Reencuentro y, en general, todas las películas que tratan sobre reuniones familiares o amistosas). En ambas películas, un grupo de amigos largamente distanciado vuelve, con distintas excusas, al lugar en el que pasaron su época de oro, donde tendrán ocasión de reescribir su futuro. ¿Por qué versión mejorada? Porque es graciosa, logra hacer creíbles sus estereotipos humanos y no está protagonizada, como la de Sandler, por un grupo de actores malos, tontos y desagradables. A los años ’80 –nueva obsesión de la cultura contemporánea– es donde vuelven los cuatro amigos. Que, al revés que los mosqueteros, en realidad son tres. El cuarto es el sobrino de uno de ellos, que resulta ser... No, eso no puede contarse aquí. Sí puede contarse que, tras el intento de suicidio falso o real del desaforado Lou (Rob Corddry, ideal para encarnar a un tipo tan grosero, frenético y pasado de revoluciones), sus amigos Adam (John Cusack, que también produjo la película) y Nick (el enternecedor morochazo Craig Robinson, de Zack y Miri filman una porno y la versión USA de The Office) deciden, tras largas décadas de distanciamiento, dejar todo y volver por unos días al centro de esquí donde, siendo pichones, vivieron su golden hour. Se llevan con ellos a Jacob (Clark Duke, recién visto en Kick-Ass), sobrino de Adam y nerd reclusivo, para quien la gente son figuras que flotan en una pantallita de Mac. Deseosos de ser jóvenes otra vez, el deseo les será concedido como condena, en la forma de una pileta de jacuzzi que se convierte en... máquina del tiempo. Y back to the 80’s. Comedia resueltamente post-hermanos Farrelly, Hot Tube Time Machine (título original, mil veces mejor que el que le pusieron acá) no tiene deudas para con el buen gusto y otras ñoñerías. A partir del momento en que, para reconocer en qué época están, los amigos le preguntan a uno de qué color es Michael Jackson, la película dirigida por el perfecto desconocido Steven Pink desata un humor francamente capusottiano. Humor que, paradójicamente, es lo que le falta a Pájaros volando y que halla algunos de sus puntos altos en el jacuzzi giratorio, las referencias a Alf, Reagan, el grupo Poison y el Modern Love de Bowie, las presencias absolutamente ochentosas de Chevy Chase y Crispin Glover (el padre de Volver al futuro), el suspenso sobre cuándo perderá este último su brazo derecho y el riesgo de fellatio al que conduce una apuesta perdida. Hot Tube Time Machine es una de esas películas tan impresentables como irresistibles, en las que el humor de vestuario deviene arma al servicio del “rompan todo”. Lástima, eso sí, ese final que quiere reconvertir a todos en triunfadores sociales y que parece escrito por el enemigo...
Una hacker vengadora Apunten sobre Lisbeth Salander. La hacker genial, dark y punkona, abusada de niña y vengadora con nervios de acero a los veintipico, es sin duda lo mejor de la saga Millennium. Seguramente advirtiéndolo así, su creador, el novelista sueco Stieg Larsson, fue haciendo crecer su protagonismo en el curso de la saga, en la misma medida en que tiende a reducirse el del coprotagonista, el periodista Mikael Blomkvist. Otro tanto sucede en la versión cinematográfica de la trilogía, de la que a comienzos de año se conoció la primera parte (Los hombres que no amaban a las mujeres), estrenándose ahora ésta y quedando para dentro de unos meses La reina en el palacio de las corrientes de aire, que cierra el ciclo. Ciclo que volverá a abrirse el año próximo, cuando se estrene la versión estadounidense. Quién hará de Lisbeth Salander en la remake (que va a dirigir, con lógica de Perogrullo, David Fincher, el de Se7en) es algo que se decide en estos días. Sea quien fuera, va a tener que trabajar duro para dejar en el olvido a Noomi Rapace, cuya Lisbeth da toda la sensación de ser, a esta altura, la definitiva. Pálida, huesuda, un mechón ala de cuervo lloviéndole sobre el ojo glacial, la de Rapace es una de esas creaciones icónicas, casi de comic. Tras haber ayudado a Blomkvist a resolver una espesa intriga familiar-perversa-empresarial, Lisbeth vuelve del exilio. En Estocolmo salen a recibirla los peores recuerdos. Esos que el final de Los hombres que no amaban... anticipaba. Fue contra su padre –maltratador de la madre, abusador de la hija– que Lisbeth usó el fósforo y el bidón de gasolina que ahora la hacen despertar transpirada y a los gritos. Una vez más, por arte de novela, su más recóndita intimidad va a cruzarse con la nueva investigación de Blomkvist, y Lisbeth terminará enfrentada a sus monstruos más pesados. Con director y guionista cambiados, La chica que soñaba... vuelve a combinar elementos de drama íntimo con cuestiones de actualidad (las redes de prostitución y sus clientes, la mafia rusa), fundiendo todo eso en códigos de policial. Policial clásico, que lleva a multiplicar líneas de investigación, pintando algunos secundarios con toques de color (un detective judío practicante; un urso que, al sufrir de “analgesia congénita”, absorbe golpes sin dolor; el arte del kickboxing en los pies de Salander). Pero también policial hitchcockiano, con la heroína como falsa acusada, perseguida por la policía. Y thriller hollywoodense, con su persecución automovilística y su explosión espectacular. Y policial enfermizo, con una galería de perversos y violadores y un denso enfrentamiento familiar final, a hachazo limpio. Como en Los hombres que no amaban, Lisbeth le da intensidad a lo que sin ella sería un mero producto, más o menos efectivo. Víctima y victimaria, chica herida que cura el dolor con expresión anestesiada y hacha en mano, Salander conecta a Millenium con la modernidad. Habrá que ver cuánto de esa modernidad pervive en la versión USA.
La reconciliación tiene precio El director alemán de La caída echa mano de un episodio que tuvo lugar en la Irlanda ocupada de los años ’70 para transmitir al espectador el dolor de la muerte ajena, incitando a una reflexión más general sobre la violencia política. ¿Puede alcanzarse alguna forma de verdad cometiendo torpezas? Primera película anglohablante del realizador alemán Oliver Hirschbiegel (que con La caída logró uno de los grandes éxitos del cine global en los últimos años), Cinco minutos de gloria demuestra que se puede. Basada en personajes reales, la película de Hirschbiegel echa mano de un episodio de violencia política que tuvo lugar en la Irlanda ocupada de los años ’70, para postular que el costo de matar al semejante jamás es bajo. Haya o no argumentaciones políticas para hacerlo. Transmitir al espectador el dolor de la muerte ajena, incitando a una reflexión más general sobre la violencia política –aun a caballo de un dispositivo cinematográfico que en ocasiones cruje–, es prueba de que a la verdad no siempre se accede de modo bello, justo y elegante. En octubre de 1975, en Irlanda del Norte, Alistair Little, protestante de 17 años, ejecutó a su vecino Jim Griffin, militante de base del IRA, como modo de pagar la “cuota de ingreso” a un grupo armado. Tras purgar doce años en prisión, Little se dedicó a viajar por el mundo entero, predicando una suerte de no violencia activa, sin rastros de ingenuidad política. Sobre esos hechos reales, el británico Guy Hibbert (autor de un par de guiones previos sobre el conflicto irlandés) imaginó qué podría haber pasado si Little y el único sobreviviente de la familia Griffin se hubieran encontrado algún día. A partir de esa premisa, Cinco minutos de gloria se organiza en tres movimientos y una coda. El primero es la ejecución de Griffin a manos de Little. El segundo, el intento de reunir a Little con Joe, hermano menor de la víctima, que treinta años más tarde lleva adelante la producción de un programa de televisión. Finalmente, el reencuentro entre ambos, sin televisión de por medio y a brazo desnudo. Un mérito mayor de Cinco minutos de gloria es exponer la trampa que podría llamarse, con perdón por la rima, “frivolización de la reconciliación”. Opción que no por casualidad representa el programa de televisión, que pretende lavar en una hora de emisión las heridas de una guerra centenaria. A la hora de mostrar la cocina del programa, la película de Hirschbiegel no se permite la caricatura, algo casi de rigor cuando de televisión se trata. Esa abstención permite que la crítica al intento de espectacularizar el tema sea de fondo y no de forma. Un segundo mérito de la película pasa por el punto de vista, que se cuida muy bien de no demonizar ni idealizar a ninguna de las partes en conflicto. Dueño de un discurso articulado, Alistair Little (Liam Neeson, que en la realidad es católico) exhibe una suerte de arrepentimiento lúcido, que le permite diferenciar entre autocrítica y abjuración. En cambio, lo único que el tosco operario Joe Griffin (James Nesbitt, que es protestante) parece tener en mente es la venganza a cualquier precio. Sin embargo, por muy primario que parezca, por muy desbordado que se lo note, Griffin luce más creíble que Little, capaz de repetir tres veces para la cámara, sin repetir y sin soplar, el mismo y muy estudiado discurso. Pero hay algo en lo que ambos coinciden, y es el rechazo activo por el lema de “verdad y reconciliación”, con el que la producción del programa se llena la boca. Little sabe que no hay reconciliación posible sin antes pagar un precio; Griffin está dispuesto a cobrarse ese precio. El verdadero enemigo es la banalización, podría pensarse. Hasta acá, todo bien en términos de planteo general. El problema es el tercer acto, que pretende reducir la compleja dialéctica de-sarrollada hasta entonces a un simple duelo de western, pagando tal vez el precio de una hollywoodización extemporánea. Hay otro problema y es de puesta en escena. Si La caída era cualquier cosa menos sofisticada, flashbacks y soliloquios injertados confirman aquí la escasa sutileza de Herr Hirschbiegel, que obliga al pobre Nesbitt a una gesticulación digna del Hitler de Bruno Ganz. Aun con esas rémoras, Cinco minutos de gloria logra darle altura infrecuente a temas –el odio, la violencia política, la vida del otro, el arrepentimiento y sus límites– que al cine le cuesta tratar sin trivializar.
Paseo por una sucursal del infierno Aquello que podría haberse convertido en una colección de lugares comunes es, sin embargo, un melancólico retrato de dos desesperados que atraviesan la larga noche bogotana. Para ello, Navas se apoya en el buen trabajo de Gloria Montoya y Quique Mendoza. Un taxi anda en medio de la ciudad, la noche y la lluvia; en su camino se cruzan el sexo y, sobre todo, la violencia. Posible síntesis argumental de Taxi Driver, ésa podría ser también la de La sangre y la lluvia, ópera prima del colombiano Jorge Navas, con antecedentes en documentales, comerciales de televisión y videoclips. Pero Travis Bickle andaba en busca de problemas, y en el caso de Jorge (Quique Mendoza) los problemas andan en su busca. Alguien acaba de asesinar a su hermano, en un episodio de violencia callejera del que Jorge –tal vez demasiado frágil, para un entorno en el que la vida vale menos que un gramo de cocaína– no logra reponerse. Con los asesinos detrás de él, consigue una pistola. En medio de su recorrido –siempre nocturno, como el de Bickle– se cruza con Angela (Gloria Montoya), chica de discoteca, a quien termina subiendo a su auto. Algo así como una Jodie Foster en versión adulta, Angela practica el sexo casual, sin importarle demasiado género o número. En baños y pasillos consume, en grandes cantidades, el principal producto de exportación de su país (uno que no es café ni esmeraldas). Eso no le permite calzar del todo bien en el prototipo de princesa desvalida. Además, tampoco es que el taxista se fantasee como caballero andante, como lo hacía su antecesor neoyorquino. Antes que el rescate heroico, la relación entre ambos pasa entonces por alguna forma de identificación mutua. Identificación tal vez fundada en que ella –que parece tan fiestera– carga también una pesada mochila personal. Si algo se lee en los rostros de Jorge y Angela es desprotección. Sobre todo en el de ella, a quien la morocha Gloria Montoya, de gran presencia cinematográfica, logra hacer sexy y vulnerable. No por nada en una de las paredes de su departamento cuelga un afiche de Marilyn. Oscuro y desolado descenso a los infiernos, La sangre y la lluvia observa un paisaje de corrosión social a través de un tamiz criminal. Fotografiada en clave bajísima, Bogotá es aquí un mundo del revés, en el que los criminales más despiadados –así como los peores drogones– resultan ser los policías. Con la ley del otro lado, los taxistas terminarán cumpliendo el papel de Séptimo de Caballería. Es posible que algunas circunstancias de La sangre y la lluvia luzcan algo forzadas (que Angela no se le despegue a Jorge en toda la noche, por ejemplo) y otras, inverosímilmente estiradas (lo que podría resolverse con un par de balazos se convierte en secuestro injustificado). Así como el nombre de la chica y el de un amigo, apodado Diablo, subrayan en exceso la visión de Bogotá como sucursal del infierno. Pero Navas (Cali, 1973) sabe hacer algo que en la región no es moneda corriente: narrar con armas cinematográficas. La cámara está siempre bien ubicada; el montaje es fluido; la duración de los planos, precisa. No acude a primeros planos, profundidades de campo y algún ralenti por puro manierismo, sino por necesidades expresivas. Lo mismo podría decirse de varios fundidos encadenados y un par de intrusiones musicales que avisan que, a pesar de las apariencias, el sentimiento de fondo no es aquí el furor, sino una forma herida de la melancolía.
En busca del premio a la peor maldad Si en una película de Hollywood, animada o no, el protagonista empieza pinchándole el globo a un chico, téngase por seguro que a la larga terminará dedicando todo su amor a cuidar niños. De cómo se chupe ese caramelo depende el efecto que produzca Mi villano favorito, en la que una genuina voluntad de diversión (palabra que en el mundo infantil suele rimar con destrucción) convive con un sentido del cálculo empresarial que la hace sintonizar con reconciliación, regeneración y otras degeneraciones. Como una rama de Superman o Batman que se tuerce para el lado de Los autos locos, Mi villano favorito (primera producción animada de la Universal en 3D) hace enfrentar a un par de exuberantes archivillanos que buscan ganar el premio a la peor maldad, en un mundo de máquinas hiperreductoras, monstruitos domésticos, extraños objetos voladores y pistolas lanzapedos. Millonario excéntrico, irredimiblemente malo, cuando se entera de que algún rival desconocido hizo volar por los aires la pirámide de Giza, un tal Gru (voz de Steve Carell en copias subtituladas; en las dobladas viene con acento alemán) se propone subir la apuesta y robarse la Luna. Para ello pide ayuda a su inventor de cabecera, que aconseja conseguir una maquinita achicadora, reducir la Luna al tamaño de una pelota de tenis y traérsela a casa. Claro que para eso habrá que recuperar la máquina de manos de Vector (voz del comediante Jason Segel), nerd de anteojitos y flequillo, que no es otro que el tipo que hizo lo de Giza. En la línea disparatada con la que parte de la competencia busca moverle el piso a Pixar (recordar La familia del futuro, Horton, Lluvia de hamburguesas, Monsters vs. Aliens), tras ver alejarse de su lado a Dreamworks Animation, la Universal se lanza sin frenos a un mundo de deseos infantiles. En ese mundo, Gru parece un Fulgencio malaleche, Vector el nerd vengador y un ejército de ayudantes chirriantes, llamados minions, se roban el show, como los pingüinos de Madagascar, las ratitas de Shrek o la ardilla Scrat. Aunque si a algún bicho previo se parecen es a los gremlins. Tubulares, amarillos y gomosos, hablan en una jerga aguda y balbuceada, eventualmente con remedos de la lengua humana, y hacen absolutamente lo que se les canta. Conscientes de lo que tienen entre manos –y también de contra quiénes están compitiendo–, no por nada los productores empiezan la película, antes de los títulos incluso, con un minion que le toma el pelo a la lamparita de Pixar. Póngase la firma, de aquí en más habrá cortos de los minions, merchandising de los minions, serie de los minions y película de los minions. No les va a ir mal, por cierto. Se le moja la oreja a Pixar, pero a la vez se le roba descaradamente. Como Up, Mi villano favorito cruza a un gruñón con un chico. No con uno, en verdad, sino con tres. Huerfanitas, para más datos. Gru las adopta, primero por interés, más tarde por amor. La menor de ellas, morochita, de trenzas, amorosa, agarrada siempre de las piernas de este Pierre Nodoyuna llamado Gru, podría ganarse un juicio por plagio: es una copia desfachatada de Boo, la nena de Monsters Inc. Dejando de lado la copia y el cálculo, cuando Mi villano favorito se entrega al furor y la locura es tan disfrutable como podría serlo una banda de gremlins sueltos en una juguetería. Pero la copia y el cálculo no pueden dejarse de lado.
El ojo del cazador El gran documentalista estadounidense, monstruo sagrado en su campo, descubre la totalidad y los detalles de esa deslumbrante fábrica de arte que es el Ballet de La Opera de París. “Un artista no siempre tiene explicación para lo que hace; son los espectadores los que deben buscarla.” Resulta inevitable, ante la cita de Jean Cocteau que en algún momento de La danse evoca un coreógrafo, aplicarla al arte de Frederick Wiseman, cuya vasta obra puede considerarse un monumento cinematográfico a la falta de explicaciones. Este legendario octogenario practicó siempre, en sus documentales, un culto de la más despojada y rigurosa forma de observación, poniendo al espectador –sin comentarios o mediaciones– frente a distintos recortes de lo real. Que la película número 38 de este monstruo sagrado –que a partir de hoy Cinemateca Argentina y la Asociación DocBsAs exhiben en exclusiva, en la sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín– vuelva a honrar ese credo debería producir cualquier cosa, menos sorpresa. Reconocido amante del ballet, en la segunda ocasión en que aborda el tema (la anterior, en 1995, se llamó Ballet) Wiseman vuelve a analizar en detalle, como el grueso de su obra, el funcionamiento de una institución. Ya se trate de la educación secundaria (High School, 1968, y High School II, 1994), la Justicia (Juvenile Court, 1973, y State Legislature, 2007), la salud (Titicut Follies, 1967, y Hospital, 1970) o la política habitacional (Public Housing, 1997), Wiseman no aborda “temas” –como los especialistas en generalidades–, sino lugares. Ateniéndose a estrictas unidades de tiempo y localización, en La danse el realizador instala su cámara (siempre una sola, manejada por su mano derecha John Davey) en una geografía reducida, durante un tiempo limitado y sin intenciones de “decir algo” sobre el asunto. A lo que apunta no es a enseñarle cosas al espectador, sino a aprender algo sobre aquello que filma (ver entrevista). Para que esa curiosidad por lo real se transmita al espectador, la puesta en escena debe ejercer su fascinación. ¿Cómo hacerlo? ¿Multiplicando, tal vez, las más diversas armas de seducción cinematográfica? Al contrario: se trata de reducirlas al mínimo, apostando a la concentración en lugar de la dispersión. Concentración dramática y espacial, concentración de la atención del espectador. Que cada plano dure el mayor tiempo posible, que capte la más plena cantidad de detalles, que registre todo lo que sucede en ese momento. Como toda la obra del autor, La danse se extiende en el tiempo (dos horas cuarenta, duración estándar del realizador) y está filmada con la menor cantidad de cortes posibles, en planos generales de larga duración. Planos que permiten no simplemente ver las escenas, sino meterse en ellas. Un organismo funcionando: instalado en el Teatro de La Opera, Wiseman filma todo lo que sucede allí. No sólo ensayos –en las salas y el escenario, con un pianito o música grabada, con luces de puesta o sin ellas–, sino también reuniones, conciliábulos y hasta una asamblea sindical, a propósito de una nueva reglamentación estatal para los organismos culturales. El apellido Sarkozy no se menciona, sí las consecuencias de una política. El ojo de Wiseman está atento al movimiento en los pasillos, al trabajo en las distintas dependencias (desde la sastrería hasta la sala de maquillaje, incluyendo cada plato del restorán) y hasta el último rincón del teatro. El organismo y su entorno: se intercalan planos generales de la ciudad, recordando que esa fábrica de arte no funciona en medio de la nada. En la terraza del edificio, Wiseman descubre a un apicultor con sus abejas, llegado a la planta baja sigue de largo y llega... ¡hasta las cloacas del teatro! La totalidad y sus detalles: indicaciones de los coreógrafos, la protesta de alguna bailarina ante lo que considera exceso de rigor (y sin embargo todos los profesores se comportan con asombrosa politesse), la discusión entre dos coreógrafos (¡que resultan ser marido y mujer!), cierta imprevista comparación entre Medea y los X-Men, un diálogo telefónico referido al funeral de Maurice Béjart. “Ya no tengo 25 años, no sé si estoy en condiciones de abordar varios papeles en la misma obra”, plantea una étoile en crisis en el despacho de Brigitte Lefèvre, deslumbrante directora artística del Ballet de La Opera de París (“nuestra fuerza reside en la calidad”, afirma la mujer en un momento bravo, y no suena a slogan sino a claridad política). ¿Cómo hace Wiseman para filmar momentos de tanta intimidad? ¿Cómo para que todo lo que la cámara registra luzca tan “fuera de cámara”? “Con paciencia, intuición y buena fortuna”, dice el realizador. Con eso, sí, pero también invirtiendo tiempo (doce semanas de rodaje, un año de montaje) y metraje (130 horas, para sacar de allí poco más de un 10 por ciento de duración final). Y también con ese ojo de cazador avispado que todo gran documentalista tiene siempre, necesariamente.
Un viaje para hacer con barbijo Ausencia de nombres rutilantes delante y detrás de cámaras, economía de medios, un relato más confiado en sí mismo que en el departamento de efectos especiales. Producida y filmada en Estados Unidos, la ópera prima de los hermanos Alex y David Pastor (Barcelona, 1978 y 1981) tiene todas las marcas de lo que alguna vez hizo de la clase B un laboratorio privilegiado del relato cinematográfico. De allí, seguramente, que el estreno de Portadores en Estados Unidos haya sido limitado: a la industria le gustan los efectismos y esta pequeña fabulita post apocalíptica no los ofrece. ¿Por qué entonces, si es tan buena, se la califica aquí con apenas un 6, nota correspondiente a un “aceptable”? Porque para ser realmente buena a la primera película de los Pastor le faltaría algo más de desarrollo. Así como le anda sobrando metáfora, en la última parte. Aun así es mucho más noble y genuina de lo que suele verse en cine semana a semana. Un auto, una ruta, cuatro chicos y unos barbijos: con eso, estos nuevos hermanos cinematográficos (cuya originalidad reside en no ser mellizos) se las arreglan para mantener el interés durante buena parte de los 84 minutos. Como road movie viral podría calificarse esta fabulita en la que dos parejas huyen en busca de refugio, atravesando en auto –como lo hicieran Barry Sullivan en Carrera contra el destino y Kurt Russell y Kathleen Quinlan en Sin rastro– el desierto de Nuevo México. A diferencia de La carretera, no hacen falta flashbacks para saber que un colapso global tuvo lugar poco tiempo atrás. ¿Importa saber acaso de qué clase de virus de trata? Desde ya que no: al espectador le cabe asociarlo con los que conoce o puede imaginar, desde la gripe porcina al SIDA y los que vengan de aquí en más. Lo que importa es cómo se las arreglan los protagonistas frente a la epidemia, y eso puede verse en la primera escena. En una ruta despoblada, donde todo es sol y paisaje raleado, un auto sobre la carretera interrumpe las bromas que los hermanos Danny (Lou Taylor Pucci, visto en Fast Food Nation y Southland Tales) y Brian (Chris Pine, de la última Viaje a las estrellas) y sus novias (Emily VanCamp y la gran Piper Perabo) intercambian a bordo de un Mercedes. Un hombre pide un poco de nafta, y en el asiento del acompañante tiene a su hija enferma. Todos están de acuerdo en ayudarlo. Menos Brian, que no se muestra dispuesto a dejarse contagiar por excesos humanistas. En la escena siguiente serán ellos los que necesiten ayuda, y en kilómetros a la redonda los únicos que se la pueden brindar son el padre y su hija, que tal vez estén contagiados. Que las fábulas virales son primas hermanas de las películas de zombies últimamente lo recordaron Exterminio y [REC]. Portadores lo ratifica. Pero –una vez más– con economía de medios: no se trata de sumar atacantes contagiosos, sino de focalizar sobre el drama de que un ser querido pueda ser portador. Un solo ser querido: concentración, en lugar de multiplicación. A partir de cierto momento da la sensación de que los hermanos Pastor no saben muy bien cómo seguir la cosa, optando por llevar la acción a un lugar que tiene, para los hermanos Danny y Brian, alto valor metafórico. Y como altos valores no pegan con pequeñas películas, no hay más remedio que ponerle a Portadores el 6 de “aceptable”, en lugar del 7 de “buena”, que uno hubiera querido poner.
La travesía que logró salvar una vida Reconstrucción dramática de un hecho real, Avelino funciona como si a algún retrato documental de Jorge Prelorán (Hermógenes Cayo o Medardo Pantoja) se lo hubiera puesto en movimiento, mediante el recurso a lo narrativo. Combinando elementos del documental antropológico con ficcionalización de hechos reales, en El viaje de Avelino el porteño Francis Estrada echa mano de un método largamente utilizado por Abbas Kiarostami, solicitando de sus protagonistas la reconstrucción dramática de un episodio vivido por ellos tiempo atrás. A mediados de 2005, Avelino Vega, poblador de un modestísimo caserío catamarqueño, emprendió un largo viaje en burro hasta la distante ciudad de Fiambalá, desafiando las dificultades del terreno, el frío y la intemperie. Intentaba salvar a la hija, a quien la disentería puso en riesgo de muerte. Enterado del episodio gracias a un noticiero de televisión, Estrada (Buenos Aires, 1964) viajó hasta el poblado de Río Grande, se familiarizó con los Vega y terminó filmando aquella aventura, sin pretender sacarla de proporciones en relación con lo real. Presentada en la competencia argentina del Bafici 2009, El viaje de Avelino funciona como si a algún retrato documental de Jorge Prelorán (Hermógenes Cayo o Medardo Pantoja, pongámosle, aunque más no sea por contigüidad geográfica) se lo hubiera puesto en movimiento, mediante el recurso a lo narrativo. Narratividad que no se impone de modo forzado sobre ambiente y personajes, sino que parecería desprenderse de ellos. Ambos planos coexisten. El plano documental pone al espectador porteño frente a un entorno y unas costumbres sideralmente distantes: las comunicaciones limitadas al radiomensaje, el sacrificio y la preparación de un cordero, la celebración de una fiesta comunal, el acordeón que al final toca Avelino, celebrando tal vez la cura de la Nely. Sobre esos datos se entrelaza la historia de la enfermedad de la nena, que incluye la consulta a la curandera, algún infructuoso pase mágico, el empeoramiento progresivo y la visita de un enfermero, que aconseja llevarla a Fiambalá. Donde, a diferencia de Río Grande, hay médicos y un hospital. Narrada con la austeridad que el ambiente pide, El viaje de Avelino da a pensar que, más que diferencias esenciales, las relaciones entre documental y ficción tal vez consistan en una cuestión de grados o dosificación. En este caso se pasa de la mayor concentración documental de los primeros tramos a una intensificación de lo ficcional, a partir del momento en que padre e hija inician su viaje. Sin el menor comentario o intrusión musical y ayudado por una pulida fotografía de Carla Stella, Estrada se atiene a las formas más estrictas del documental de observación, dejando que las imágenes cuenten la historia, sin mediaciones. Imágenes en ocasiones construidas con deliberación, como la presencia de algún personaje colateral (el cazador que anda detrás de un puma) o la escena en que un burro amaga escapársele a Avelino. O, sobre todo, una en la que la aparición de una vaca espantada, en medio de la noche y entre los matorrales, puede llegar a generar algún sobresalto fuera de programa. Si alguna conclusión hay para extraer de la historia –que la distancia y la pobreza pueden conducir a la mortalidad infantil, por ejemplo–, esa conclusión queda a cargo del espectador. En un momento, Estrada marca con lucidez diferencias de fondo entre el documentalismo cinematográfico y el televisivo, contraponiendo, en la misma imagen, el desdramatizado entorno del caserío con el dramatismo que desde la pantalla del televisor intenta imponer, en la cobertura de esa misma noticia, un conductor de noticiero. El viaje de Avelino se estrena en una única sala del complejo Arteplex Belgrano, que de aquí en más pasa a llamarse Incaa-Doc y que, por iniciativa del Instituto de Cine y Artes Audiovisuales, estará exclusivamente destinada a la exhibición de documentales locales. Una forma de estímulo que estaba haciendo falta.
Una comedia hecha de homenajes, guiños y cameos Que una estrella de la tele, chica de barrio en sus orígenes, protagonice la fábula de una chica de pueblo que sueña con ser estrella de la tele, es, sin duda, una buena forma de rizar el rizo. ¿Pero alcanza con eso? Rociada de homenajes, guiños y cameos, Miss Tacuarembó aborda los sueños de fama y la idolatría pop no desde la relectura camp (a la manera de John Waters, Almodóvar o Baz Luhrman), sino con una mezcla leve de ironía y complicidad, apuntada siempre sobre lo más obvio. Basada en la novela homónima de Dani Umpi y con guión del propio Sastre, Miss Tacuarembó se narra en dos tiempos. A mediados de los ’80, en el interior uruguayo, una nena de 9 o 10 años llamada Natalia (Sofía Silvera) vive soñando. Sueña con ganar el concurso de belleza local, con ser como la protagonista de Cristal (la telenovela venezolana), con cantar como Madonna y bailar como en Flashdance. Hija de una señora de la limpieza (Mirella Pascual, tan depresiva aquí como en Whisky), Natalia es la única del pueblo capaz de enfrentársele a la siniestra Cándida, beata al borde mismo del grand guignol (la propia Oreiro, transfigurada por capas y capas de maquillaje). Con ese relato se intercala, sin mucha prolijidad, el de Natalia en la actualidad. Sintiéndose vieja a los 30, la chica intentará dar un último manotazo a su sueño pop, concursando en un reality de televisión, cuya parodia no supera las que la propia tele puede hacer de sí misma. Con canciones compuestas por Ale Sergi, de Miranda!, Miss Tacuarembó cultiva lo que tal vez podría definirse como naïf irónico. El pueblito es como una Trulalá en la que chupacirios, chismosos y metiches toman el lugar de chorros, vigilantes y científicos locos. El Almodóvar con el que la película dialoga –el de Mujeres al borde de un ataque de nervios, representado por una Rossi de Palma como detenida en el tiempo– es el de las comedias blancas. Producida por la muy conservadora Argentina Sono Film, al amigo gay de Natalia (Diego Reinhold, autor también de la coreografía) no le sobra una sola pluma. De modo semejante, ciertas bromas anticlericales quedan más cerca del chiste infantil que del atisbo de transgresión. Testimonio de contradicciones que la película no llega a resolver, cierta parodia de cromo religioso, en la que Cristo (Mike Amigorena) canta y baila pullas vaticanas, puede llegar a provocar algún escozor a las Cándidas de este mundo. Pobremente coreografiados y filmados, se hace difícil discernir si los números musicales quieren parecerse a los de las comedias con Palito y Lolita (Torres) o se parecen sin querer. Insuficiencias de una película que, en su aspiración de masividad (se lanzan 70 copias), parecería no querer dejar afuera a nadie. Desde el de treinta y pico que añora unos ’80 pop hasta la señora cautiva de la tele de aire, pasando por los chicos que coleccionan posters de Miranda! y parejas de mediana edad, que tal vez sigan viendo a Mujeres al borde de un ataque de nervios como el colmo de lo canchero.
Turismo aventura para espías Persecuciones, viajes a través del mundo e intentos de asesinato son algunos de los ingredientes del cóctel de esta película de acción que se basa en el “star power” de su pareja protagónica y que no pretende otra cosa que una hora y media de diversión. Unos años atrás hubo una película llamada La mexicana. Julia Roberts y Brad Pitt debían buscar en México un arma sumamente codiciada, saliéndoles al paso toda clase de maleantes, asesinos y pesados. El arma era una pura excusa, como todo lo demás. ¿Excusa para qué? Para que Roberts y Pitt desplegaran esa forma de carisma que en Estados Unidos llaman star power, ayudados por un elenco en el que James Gandolfini, J. K. Simmons y Bob Balaban le sacaban todo el jugo posible a cada una de sus apariciones. Todo era imposible de creer, y por eso mismo se la pasaba bien. Nada demasiado distinto de lo que sucedía en infinidad de películas previas, basadas más o menos en la misma fórmula (“chico + chica + pistola o botín”), desde Para atrapar al ladrón hasta Tras la esmeralda perdida, pasando por Cómo robar un millón de dólares, Charada y un montón más. Sumándoles megatones y efectos digitales, y restándole tal vez algo de química entre ambas stars, algo semejante vuelve a suceder en Encuentro explosivo, donde Tom Cruise y Cameron Diaz se las arreglan –con la ayuda de Peter Sarsgaard, Paul Dano y algún otro– para reponer esa alquimia, consistente en sacar algo de nada. ¿Sacar qué? Una hora y media de diversión, uno de los motivos por los cuales seguimos yendo al cine. El título original es Knight and Day, juego de palabras que funcionaría si esos fueran los apellidos de los personajes. Por el lado del de Cruise, todo bien, porque aunque durante toda la película dice llamarse Roy Miller, finalmente parecería ser Knight. Pero que el de Cameron Diaz no se llama Day es seguro. Lo cual certifica que no son el rigor y la lógica lo que desvela a los hacedores de esta película. La secuencia inicial, con su larga y hasta lenta (presunto pecado mortal para el cine de acción) preparación dialogada en el aeropuerto, y la combinación de timing, coreografía de acción, disparate y tiempos puramente mentales a bordo del avión en vuelo (otro pecado, que pueda “verse” el pensamiento de los actores en una de acción) confirma que nada requiere más ensayo, precisión y soltura que el escapismo puro. Una escena posterior, en la que Diaz visita a quienes podrían ser los padres de Miller, generándose una serie de sobreentendidos y suspicacias, ratifica que el director, James Mangold (empleado de la industria, capaz de pasar de una indie a la biografía de Johnny Cash y June Carter y de ahí a la remake de El tren de las 3.10 a Yuma), filma con tanta atención lo que los personajes piensan como lo que hacen. Como para subrayar la implausibilidad de todo, lo que motoriza persecuciones, escapes, viajes a través del mundo e intentos de asesinato es un “mcguffin” desfachatado. Ya se sabe qué es un “mcguffin”, palabrita que Hitchcock repetía una y otra vez: un dispositivo, cuya única función consiste en poner la trama en movimiento. En este caso, un dispositivo energético, tan clave para el mundo que detrás de él están la CIA, el FBI y un mafioso ¡español! (el catalán Jordi Mollá). Dentro de la CIA puede haber algún “topo” que quiera el dispositivo para sí, mientras al geniecito que lo diseñó (Paul Dano, el evangelista de Petróleo sangriento), Miller y Diaz lo llevan de Boston a Nueva York, de allí a Jamaica, luego a Austria y Sevilla: de Bond en adelante, el espionaje es sinónimo de escalas de avión. El remate es un muy buen pito catalán, que remata la idea de que el “mcguffin” no importa nada. Y que el argumento entero de la película tampoco. Antes de eso, la escena culminante, con el espía y la chica-de-la-puerta-de-al-lado escapando de la CIA y los mafiosos españoles, mientras una estampida de toros rueda por las laberínticas calles del barrio histórico Sevilla, durante un San Fermín. ¿No es que los Sanfermines eran en Pamplona? Vayan a explicárselo a los creativos de Hollywood... ¿Si Cruise sonríe mucho? Sonríe, pero menos ancho que de costumbre. Como si alguien le hubiera avisado que se le estaba yendo la mano. ¿Y la sonrisa de Diaz? Sigue siendo una de las más creíbles del mundo (por eso, y por dar la sensación de que le encanta pasarla bien, Diaz es una de las mejores comediantes que hay). Otra fortuna es que su personaje, que al comienzo parece responder peligrosamente al prototipo de la rubia tarada, termine revelándose mucho más perspicaz de lo que parecía. Es verdad que una mayor química entre ambos no hubiera venido mal. Pero nadie dijo que Encuentro explosivo fuera la película perfecta...