Como para jugarle todo al 3 a la cabeza La tercera entrega de la saga es lo más parecido a un thriller paranoico y a una de terror gótico, que el cine para niños haya dado de Coraline para acá. El resto es pura aventura, con la convicción que sólo Pixar parece capaz de poner en el asunto. Si se temía que Toy Story 3 no estuviera a la altura de las anteriores, conviene quedarse tranquilo, que está todo bajo control. Después de las terceras partes de Shrek y La era de hielo, el solo número 3, adosado al título de una película de animación, genera lógicos recelos. Pero Pixar es otra cosa. Así que a ajustarse los cinturones, porque la nueva Toy Story vuelve a hacer de la pantalla de cine aquello que un señor llamado Sam Fuller pedía que fuera: un espacio para el amor, el odio, la acción, la violencia, la muerte. La emoción, en suma. ¿Todo eso, con unos muñequitos de computadora? Si queda alguien que siga viendo a Woody, Buzz y sus amigos como simples muñequitos, es que Toy Story nunca le hizo efecto. El fantasma de la caída en desuso sigue acosando a los chiches de Andy. Primero fue la llegada de ese competidor 2.0 llamado Buzz. Después, la amenaza de terminar en un museo. Ahora el peligro pasa por convertirse en chiche de guardería, zamarreado sin asco por una parva de preescolares desaforados. Como toda secuela responsable, en lugar de pretender disimular el paso del tiempo, Toy Story 3 hace de él uno de sus asuntos centrales. Once años pasaron desde la última vez que el espectador tuvo ocasión de estar con Woody & Cía. Tanto tiempo, que ahora Andy tiene 17 y está por partir a la universidad. Hace rato que su hermanita dejó de ser un bebé, el perro es un vejete artrítico, el papá sigue sin dar señales de vida (uno de los grandes misterios de la saga), y no hay para los juguetes más alternativa que la basura, el altillo o la donación. Irán a parar a una guardería llamada Sunnyside, donde niños y chiches conviven en paz. ¿En paz? No tanto: los de la salita que les toca a ellos son unos salvajes que revolean al salchicha Slinky, le arrancan las orejas al matrimonio Cabeza de Papa y hacen asustar más que de costumbre al dinosaurio Rex. ¿Es Sunnyside el paraíso soleado que su nombre se empeña en sugerir? ¿Es el peluche Lotso el oso cariñoso que aparenta ser? ¿No resulta algo siniestro ese bebote de bombachón que lo secunda, de párpado caído y andar bamboleante? Escrita por tres veteranos de la casa (Lasseter, Stanton & Unkrich), junto al extrapartidario Michael Arndt (guionista de Little Miss Sunshine), Toy Story 3 termina siendo lo más parecido a un thriller paranoico, y a una de terror gótico, que el cine para niños haya dado de Coraline para acá. El resto es aventura, con la convicción que sólo Pixar parece capaz de poner en el asunto, en tiempos en que ese impulso fue reemplazado por las rutinas del cine de acción. Aventura, desde el momento en que Buzz y los demás están a punto de ser tragados por el camión de la basura y Woody se lanza en su rescate, hasta la tremenda secuencia del triturador y el horno, que empuja las maratones finales de tantos films-Pixar hasta el borde mismo del horror y la tragedia. Si esos momentos límite dan pie a una emotividad desembozadamente clásica, los personajes de Ken y Barbie –que andan intercambiando cursilerías por los rincones– ponen a esta Toy Story en línea con un sarcasmo alla Shrek. Bajando del ascensorcito lila que se hizo instalar en su casa de muñecas, vestido al tono y con pañuelito al cuello, Ken (voz de Michael Keaton en la versión subtitulada; Mike Amigorena en la doblada) hace pensar en un Liberace joven, que invita a Barbie a conocer su imponente vestidor. También parece de Shrek el Buzz Lightyear andaluz y flamenco, producto de una falla de reseteo, que recuerda al Gato con Botas de Antonio Banderas. Pero mientras las películas del ogro hacen descansar su pereza sobre el chiste y el gag, la tercera Toy Story honra la tradición Pixar, integrando esos elementos al conjunto de la narración. Narración que, como de costumbre, cohesiona con sabiduría componentes de lo más dispares. Ver, por ejemplo, la admirable fusión de parodia, tristeza y espíritu dark del flashback en el que el payaso Risas evoca el día en que él, Lotso y Bebote fueron abandonados para siempre. Otra tradición de la casa honrada por Lee Unkrich (quien, tras desempeñar infinidad de tareas en casi todas las películas de la compañía, debuta aquí como realizador) es la funcionalidad con que la técnica se incorpora al relato. Hasta el punto de que es necesario tocarse los anteojitos para recordar, durante la proyección, que Toy Story 3 se exhibe en 3-D. Se diría que no vale la pena hacerlo. Podría distraer de lo que verdaderamente importa: el juego de lealtades y traiciones, la pregunta por la sobrevivencia, el duelo que la pérdida del dueño genera en un juguete. Porque quien no sea capaz de concebir las emociones de un chiche, más vale que huya de cualquiera de las doscientas salas en las que hoy se estrena la película que le devuelve su grandeza al número 3.
“Mi único superpoder es ser invisible a las chicas” ¿Qué es lo que Kick-Ass quiere contar, y cómo? La propia película parecería no saberlo bien y es una lástima, porque se nota que hay talento en ella. La idea básica suena forzada: un día, un chico como cualquier otro decide convertirse en superhéroe, por más que no tenga poderes. Se compra un traje por Internet y sale a la calle, a desfacer entuertos. Pero lo que le faltan son motivaciones: no es un freak, no es un idiota, no piró. Ponerse el traje y la máscara no produce en él un cambio de identidad que vaya más allá de una pizca de autoafirmación. Mientras tanto, a su alrededor el guión hace proliferar subtramas, llamadas a disimular las carencias de la historia central. Es como salir a la cancha sin marcadores de punta y puros defensores centrales. Eh... o algo así... “Mi único superpoder es ser invisible a las chicas”, dice Dave Lisewski (el eficaz Aaron Johnson), chico judío de una ciudad cualquiera, que tampoco es particularmente feo, tonto o digno de rechazo. Debió haberlo sido: en ese caso hubiera tenido un buen motivo para reinventarse por completo. Es lo que le sucede, sin ir más lejos, al personaje de Nicolas Cage, que sí piró por completo. Cage es el típico ex policía que perdió la chapita el día que liquidaron a su esposa y lo echaron de la fuerza por la fuerza. Como Batman con sus papás –pero en versión más siniestra, incluso–, a partir de ese momento el tipo convirtió su casa en un arsenal gigante y se preparó –a él y a su hija de 10 u 11 años– para ser las más brutales máquinas enmascaradas de matar. Con unos antifaces y unos trajes de spandex, y los nombres de fantasía de Big Daddy y Hit Girl, desencadenan unas orgías de sangre y muerte que hay que verlas. El tema es que cortan cuellos y atraviesan gente sin dejar de ser un papá y una nena de lo más “normales”. Si Kick-Ass se hubiera llamado Big Daddy & Hit Girl, hubiera sido una película mucho más revulsiva, por dar en el blanco justo del fascismo cotidiano. Pero se llama Kick-Ass, y uno de los problemas que tiene es que al final el héroe sí patea –con la inestimable ayuda de Hit Girl– todos los culos que al principio no podía. Con lo cual la película –dirigida por el británico Matthew Vaughn, a partir de un comic de sus compatriotas Mark Millar y John Romita– deja de ser una paráfrasis del superhéroe para devenir una de superhéroes comunes y corrientes, en la que Dave termina volando y todo. ¿Hay un supervillano para este superhéroe? Sí, Red Mist (Christopher Mintz-Plasse, el chico de anteojos y voz con mocos de Supercool), que es hijo de un terrible mafioso (el británico Mark Snow, malo favorito del Hollywood contemporáneo). En tren de imitar a su ídolo Kick-Ass, Red Mist se convierte en su doble millonario y torcido. Pero tampoco tanto: también en ese punto Kick-Ass se queda a mitad de camino. En lo que la película pone toda la carne al asador es en las maratónicas escenas de batallas campales, hiperviolentas, hipercoreografiadas e hipereditadas, como salidas de Kill Bill. Big Daddy & Hit Girl, dirigida por Tarantino: hete ahí una película que tendría menos problemas de identidad que ésta.
Momentos robados de la infancia De cuño autobiográfico, en su película la directora retrocede hasta el momento en que, siendo muy pequeña, su mamá se vio obligada a dejarla, junto con la hermana menor, al cuidado de los abuelos. Una novela de aprendizaje en los antípodas de Dickens. Si fuera posible reducir al mínimo una novela de formación de Dickens, de ésas llenas de duras peripecias, es posible que el resultado se pareciera a Los senderos de la vida, que casi no las tiene. Segunda película de la realizadora coreana Kim Yo Song, Los senderos de la vida parte, como la anterior, In Between Days, de una base autobiográfica. La ópera prima de Yo Song, ganadora de dos premios en el Bafici 2007, giraba en torno de las dificultades de adaptación de una chica coreana en Estados Unidos. En Los senderos de la vida (presentada también en el Bafici, el año pasado), la realizadora retrocede hasta el momento en que, siendo muy pequeña, su mamá se vio obligada a dejarla, junto con la hermana menor, al cuidado de los abuelos. Si la mamá encuentra finalmente al padre tal vez no sea la cuestión: a diferencia de Dickens, aquí no importan los acontecimientos en sí, sino el modo en que cada uno de ellos se procesa interiormente. La montaña sin árboles del título original (Treeless Mountain) es un seco montículo de tierra, desde el que Jin (la asombrosa Kim Hee Yeon) y su hermana Bin (Kim Song Hee) observan cómo la mamá se sube a un ómnibus y parte. A esa montaña sin árboles Jin y Bin se asomarán cada mañana, en espera de la mamá. Y plantarán un arbolito (no la semilla de un árbol, sino un arbolito seco que encontraron por ahí), con la esperanza de que crezca. Si una espera da tanto fruto como la otra, no será por un abandono voluntario, sino obligado. Con el padre ausente, la mamá no logró sostener el departamentito de Seúl en el que vivía junto a Jin y Bin. Por eso las dejó con su cuñada. Pero a la cuñada le preocupa más hacer rendir a sus sobrinas (cobrándole a una vecina la lastimadura que el hijo le provocó a una de ellas, por ejemplo) que cuidar de las chicas. Así que terminarán a cargo de los abuelos, que tienen una granja en medio del campo. De la abuela, más bien, porque el abuelo tampoco quiere saber nada con las nenas. En los antípodas del incidente novelesco, el conocimiento del mundo de Jin y Bin no se choca con parientes sádicos (aunque algo de eso hay en la tía) ni, mucho menos, rocambolescos gangs de ladronzuelos callejeros. Se logra por intercambios nimios, despojados de toda aura novelística. Prematuramente madura cuando vivían con la mamá, en su ausencia Jin llora, se hace pis en la cama, se niega a comer, mientras Bin se hace amiga de un chico Down de las inmediaciones. La mamá prometió volver cuando se colmara un chanchito-alcancía, así que es cuestión de juntar monedas. Una forma de hacerlo es mediante la venta callejera de saltamontes, listos para hacer en brochette a la parrilla (costumbres orientales). Otra, cambiar monedas de un won por otras más chicas, cuestión de llenar más rápido el chanchito. Lo que aprenden junto a la abuela tal vez deje sedimento. Pero no hay forma de saberlo: Los senderos de la vida no termina cuando llega a una conclusión, sino en un momento cualquiera. No se trata de narrar un proceso dramático en tres actos, sino de sacar una foto de hora y media de duración. Estilo “mosca en la pared”, la cámara de Kim Yo Song observa e intenta disimular su presencia. Lo que la lente captura son momentos robados: el rostro angustiado de la mamá, una lágrima asomando al de alguna de las nenas, la mirada desorientada de otra. En más de una entrevista la realizadora citó como referencia a Nadie sabe, de Hirokazu Kore-eda. Referencia visible en la pertinaz abstinencia de todo énfasis, de golpes bajos, de armados intrusivos de la trama. También en la invisible, prodigiosa dirección de las niñas, que permite convertir el rostro de la pequeña Kim Hee Yeon en un campo de emociones. Esas emociones incluyen la angustia, la tristeza, la desolación incluso. Pero no se detienen allí. Como para Dickens, Kore-eda y tantos otros artistas que hicieron de la infancia su materia, para Kim Yo Song esa fase representa un tránsito incesante. Por eso la historia no termina en ningún punto: porque no hay historia, sino devenir.
Un despropósito en Medio Oriente “¡Ma’ sí, mandalas a Abu Dhabi y chau!”, habrá bramado algún ejecutivo de HBO, en alguna reunión celebrada en algún lugar de Hollywood, en medio de algún pantano creativo o habiendo recibido el cheque de algún jeque. Fuck it! Send the bitches to Abu Dhabi and let’s have a wrap!, fue la frase exacta. Y allá fueron Carrie, Samantha y las otras dos, ante la falta de mejores ideas para seguir pelando a la gallina de huevos de oro de Sex and the City. Huevos podridos, esta vez: ya no se trata sólo del rechazo crítico (se sabe que los críticos son unos amargos que nunca entienden nada de estas cosas), sino de deserciones en masa en las filas propias. Pruébese de entrar a la página respectiva, en la base de datos www.imdb.com, y se verá la calificación promedio que los usuarios dan a Sex and the City 2: 3,5. ¡Casi la misma que hoy le pone Página/12! Miracolo, paren las rotativas! Sí, señores: para llenar dos horas y media de secuela, a los creativos de Sex and the City no se les ocurrió mejor idea que mandar a las chicas más fashion victims de todo Occidente... a Medio Oriente, donde la gente muere todos los días como moscas, consecuencia de uno de los conflictos políticos, religiosos, culturales, bélicos y lo que se ocurra más irresolubles que el mundo entero arrastra desde posguerra. Mientras eso sucede (no hablemos del barco humanitario que el gobierno israelí acaba de tomar a sangre y fuego), las cuatro veteranas en estado de decadencia aguda (la que mejor lo lleva es Miranda, presuntamente la menos sexy de las cuatro) aceptan la invitación de un jeque árabe y parten a conocer “el nuevo Medio Oriente” (sic). El nuevo Medio Oriente es un paraíso de hoteles de diez estrellas, comilonas pantagruélicas, autos de oro macizo y un sirviente personal para cada una. ¿Y después quieren que no les declaren la guerra santa, será de Dios? ¿Y de sexo, cómo andamos? Ah, para eso se manda a Abu Dhabi, al mismo tiempo que las chicas, a un ex novio de Carrie, un galán (¿gran?) danés que posa de arqueólogo y a la selección de rugby australiana. ¿Pero cómo, no hay hombres en los Emiratos Arabes Unidos, que hay que exportarlos a todos desde Occidente? Sí que hay. Pero tienen la piel demasiado oscura para andar metiéndolos en la cama con nuestras chicas. Hasta el momento de ponerlas en vuelo (una hora de película, más o menos), de lo que se ocupa esta secuela es de la situación matrimonial de Carrie & Friends. Mientras Samantha se dedica a su show habitual de sobreactuación sexual y Miranda tiene un marido al que le lleva una cabeza (en sentido literal y metafórico), Charlotte se enfrenta a los celos y rabietas de sus hijas (y a los maratónicos pechos de la niñera) y Carrie, a la tendencia de todo hombre (en este caso Big, que cultiva el teñido a la Carmela) a llegar a casa, sentarse frente a la tele y quedarse dormido. La solución ante tantos conflictos está a la vista de cualquiera: mandarlas a Abu Dhabi, en el avión personal del sheik. ¿Y a la vuelta de Arabia, qué hacemos? ¡Las hacemos reconciliarse con sus maridos, al mejor estilo Código Hays! ¿Y Samantha? Samantha que siga putoneando, que de paso sirve de comic relief. ¿Y en Sex and the City 3, qué pelamos?
Reír para esperar la muerte La decisión de Gabriela Liffschitz de exhibir el avance de un cáncer disparará más de un debate, pero el resultado tiene la paradójica virtud de ser un ejercicio de vida. Ejercicio en el que se anula el pudor y abundan las muestras de humor negro. Diez años atrás y luego de someterse a una mastectomía, la escritora y fotógrafa Gabriela Liffschitz –de 36 años por entonces– tomó dos decisiones. La primera fue la de responder al cáncer con energía redoblada. La segunda, convertir la enfermedad, la propia inevitabilidad de la muerte, en exhibición pública, arte y espectáculo. Lo cual la llevó a publicar un par de libros en los que posaba desnuda, fundando lo que podría definirse como erótica de la extirpación (Recursos humanos, 2000, y Efectos colaterales, 2003). A mediados de 2003, con la enfermedad en fase terminal, Liffschitz inició otro proyecto, consistente en la filmación de sus últimos meses de vida. Coescrita junto a Enrique Piñeyro y dirigida por el realizador de Fuerza Aérea S.A. y la inminente The Rati Horror Show, la muerte de Liffschitz, en febrero de 2004, dejó esa película inconclusa. Sospechando seguramente que en este caso la inconclusión era la conclusión más lógica, tras presentar Bye Bye Life en el Bafici 2008, Piñeyro la estrena ahora en el auditorio del Malba, donde se exhibe los viernes y sábados a las 20. “¿Qué título le pondrías a la película?”, pregunta Piñeyro a Liffschitz, a la que el bombardeo químico le dejó el rostro edematizado. “Le pondría Me creció un nene”, responde con revulsivo humor negro, en referencia al agigantado hígado. Por terminal que sea, el humor de Liffschitz no deja resquicio a la amargura, como lo demuestra la enorme sonrisa con la que festeja su hallazgo cómico. De Trotsky a Lacan, historia de una traición, bromea Piñeyro otro posible título, en alusión al recorrido ideológico de Liffschitz. Título final no menos cruel, Bye Bye Life es algo así como un work in progress de a dos, en el que Liffschitz y Piñeyro intentan armar (o hacen que arman: si algo no falta aquí es conciencia de la representación) lo que la biología está desarmando: el relato de una vida en sus postrimerías. Pero postrimerías no es ausencia de vida, como la propia Liffschitz se ocupa de recordar a cada rato. Y de poner en escena, desplegando una vitalidad y sentido del humor que de pose no tienen nada. “Esta soy yo cuando tenía dos tetas”, comenta como al pasar, revisando fotos viejas y coronando la autochicana con una nueva risotada. Cocina de una película que jamás tendrá lugar, Piñeyro y Liffschitz preparan, detrás de escena, una ficcionalización de la vida de Gabriela, que un elenco que incluye a Alejandro Awada, Mausi Martínez y Gabo Correa debería interpretar. Por efecto químico, Liffschitz se adormece durante los ensayos, tiene que irse, eventualmente se siente mal y vomita. En ese momento, Piñeyro corta la imagen y deja el cuadro en negro. Pero el sonido sigue abierto. ¿Legítima muestra de pudor o, por el contrario, exhibicionismo a dúo, explotación sensacionalista? No sólo esa escena, sino el proyecto entero se abren a un mar de discusiones. Que la propia Liffschitz haya sido propulsora, aval y socia creativa de Bye Bye Life debería aventar buena parte de ellas. De hecho, después de haber vomitado fuera de cuadro se autoparodia, dando a pensar que la absoluta erradicación del pudor es una buena forma de quitarle poder a la melancolía. Como sus fotos de desnudos confirman. Reconociendo legitimidad a la postura contraria, Piñeyro incorpora a la película su propia contestación, en la voz de un técnico que acusa a Liffschitz de tinellizar el duelo. “No me creo ese ‘me cago de risa de que me estoy muriendo’”, argumenta en pleno derecho el señor, a quien la película no identifica. “Reírte de la enfermedad no es negarla”, contesta Liffschitz (la cita es aproximada) en la escena siguiente. Afirmación tan incontrastable como el cuadro negro con el que se cierra Bye Bye Life. Un negro que no tiene fin, como la propia Liffschitz era la primera en saber. De allí la risotada.
Un historietista que no quiere ser filmado “Creo que empieza a tener confianza en mi película”, dice la voz en off allá por la media hora de proyección, que en total dura hora y cuarto. La voz es de la realizadora, Franca González, y el que recién en ese momento empieza a confiar no es otro que el protagonista de la película, Ricardo Liniers. Liniers, para llamarlo por su nombre artístico. El historietista, autor de Macanudo, de Bonjuour, de Conejo, de Olga, de Enriqueta, de Fellini, de Cosas que te pasan si estás vivo, de buena cantidad de libros y de tiras en La Nación y el suplemento NO de Página/12. Recién en ese momento, a la media hora de película, Liniers acepta que Franca González lo filme. Filmación de cómo convencer a Liniers de ser filmado, work in progress de sí misma, Liniers, el trazo simple de las cosas se suma así al linaje –reducido pero fascinante– de documentales sobre personajes reacios a las cámaras ajenas. Linaje que cuenta entre sus máximos exponentes a Dirigido por John Ford (P. Bogdanovich, 1971) y Marlene (Maximilian Schell, 1983), donde ambos protagonistas intentaban dirigir a sus directores. No es el caso de Liniers, que no quiere dirigir a nadie, pero pone objeciones a que alguien –Franca González, por caso– dirija una película sobre él. El precioso afiche narra esa resistencia en forma de historieta, reconociendo que si algún eje tiene la película, es ése. “¿Un documental sobre mí?”, pregunta en el afiche Conejo, alter ego del autor, sobre fondo verde agua. “¿Te parece? ¿No conocés a alguien más interesante?” Claro que, en otro cuadrito, Conejo/Liniers reconoce que no le gusta nada eso de que una cámara se meta en su vida privada. De allí que durante un buen tramo, Liniers, el trazo simple de las cosas se reduzca a filmaciones en lugares públicos. Liniers y otros colegas pintando un mural, Liniers dibujando en vivo en un show de Kevin Johansen, Liniers presentando libro nuevo en una librería, Liniers firmando un autógrafo en un colectivo. Lo otro que González está “autorizada” a filmar son trabajos del autor (incluyendo perladas animaciones a cargo de Pablo Goitisolo) o al autor hablando sobre sus trabajos. Su ética y estética: aunque por suerte no se usen palabras tan griegas, una de las cosas más valiosas que González atina a documentar es el pensamiento vivo de un artista responsable. Liniers reflexiona (piensa en voz alta, más bien; no hay en él la menor pose de “artista”) sobre su relación con el humor, su rechazo por la mecánica demasiado pautada del chiste, el surgimiento de sus personajes, su necesidad de sorprenderse a sí mismo en cada tira, la relación no servil con el público: al no apelar al clásico esquema presentación-nudo-remate, a veces hay quienes se quedan afuera. Un “mala suerte” más resignado que altivo parece ser el credo del autor en esos casos. Ablandado, a la larga Liniers se deja ver como Ricardo Liniers, joven cuarentón de gorro de lana, jeans y camperón, y termina mostrando a cámara sus cuadernos de bocetos y hasta las cartas en forma de viñeta que manda a sus amigos. De ahí a hablar con franqueza sobre su condición de padre primerizo, sobre sus gustos personales (Chaplin, Simpson, Thelonious Monk) y hasta levantar la copa de vino, brindando por el éxito de la película, no hay más que un paso. Tarea cumplida: Liniers ha sido filmado.
Una madre desbordada Un pequeño accidente casero desata una noche de pesadilla para su protagonista. Por tu culpa es la mejor película de la realizadora, quien evita entregar un punto de vista indiscutible sobre la situación. ¿Quién tiene la culpa, si es que la hubo? ¿Lo que pasa en el interior de esta familia es responsabilidad de uno solo de sus integrantes o de todos? Si se cometió un descuido, ¿fue algo circunstancial o tiene que ver con cosas más de fondo? ¿Fue tan grave ese descuido o hay quienes lo aprovechan para pasar talonarios enteros de facturas pendientes? Opus 3 de la realizadora porteña Anahí Berneri (luego de Un año sin amor, 2005, y Encarnación, 2007), Por tu culpa es una de las contadas películas que no sólo no pretenden dar un punto de vista definitivo sobre lo que narran, sino que hasta parecerían no tener las respuestas. Presentada con considerable repercusión crítica en la reciente edición de la Berlinale, antes que proponer o suponer, Por tu culpa se limita a exponer una situación que, como suele suceder en la vida corriente, no es de interpretación fácil o unívoca. El sentido de lo que narra la película –de sedimentación prolongada– es, a la larga, responsabilidad de cada uno. Ya la escena inicial –planteada, como toda la película, en el plano de lo estrictamente físico– abre una cadena de interrogantes. Una mamá juega bruto con sus hijos, los hijos le dan poca bola, ella parecería no saber imponerse, de pronto el más chico se cae y se golpea mal. ¿Habrá sido ella la que no les dio suficiente bola a los chicos, enfrascándose en su trabajo y descuidándolos? ¿O tal vez es que no puede dar abasto, dividida como está entre el rol de madre separada y el de mujer independiente? ¿Será que el departamento, demasiado apretado y asfixiante, fomenta el pegoteo, la falta de distancia? ¿O lo que genera la sensación de asfixia son los planos cerrados de Berneri? Una cosa es segura: Julieta (una rubia Erica Rivas) está desbordada. Por la situación, por las exigencias de su rol, por su propia inseguridad, por lo que sea. Desbordada, pero no paralizada, porque atina a agarrar a los chicos y salir corriendo al sanatorio. ¿O está exagerando acaso y no era para tanto? A medida que la situación avanza, los interrogantes crecen. ¿Se trata de un caso de violencia familiar, como aventuran los médicos cuando le descubren unos moretones al hijo menor? ¿O es simplemente que, como dice Julieta, los chicos son chicos, juegan bruto y se lastiman? El espectador tiende a darle la razón: ya los vio jugar bruto. Pero si es así, ¿por qué Julieta no se rebela ante la presunción de los médicos, presos, se diría, de una persecuta de época? ¿Serviría reaccionar con violencia o sólo empeoraría las cosas? El que sí reacciona con violencia es Guillermo, padre de los chicos (Rubén Viani), que en cuanto llega al sanatorio les pone límites a los médicos. Poner límites: algo que, por lo visto, a Julieta le cuesta hacer. Como se demuestra un par de escenas más adelante, cuando Guillermo le echa toda la culpa de lo que pasó. Otra vez, ¿es tan grave lo que pasó? Por la manera en que apunta a lo ético a través de lo físico es inevitable pensar en el cine de los Dardenne como fuerte influencia. Por el modo en que lo cotidiano resbala hacia lo pesadillesco, por la suerte de realismo kafkiano que cultiva, por el carácter nocturnal incluso, podría suponérsele al film de Berneri un parentesco más lejano e impensado: el de El hombre equivocado, de Hitchcock. Pero allí la inocencia del protagonista nunca se ponía en duda, mientras que aquí es un componente más de la incertidumbre general. Organicidad es la primera palabra que viene a la mente cuando se piensa en los méritos de la película de Berneri, sin dudas la mejor de su autora hasta la fecha. Si la actuación de Erica Rivas es magnífica, no se debe a alguna muestra de virtuosismo aislado, sino a la precisión con que la actriz refleja la circunstancia del personaje. Circunstancia: otra palabra clave aquí. El cine tiende a la generalización: todo lo que se muestra es de la manera en que se muestra. Autora del guión junto a Sergio Wolf, Berneri anula de plano esa tendencia a la totalización. Aquí nada es definitivo, todo es contingente. Las homogéneas actuaciones secundarias, la carga de verdad que imprimen los chicos Nicasio y Zenón Galán, la ausencia de música, la acosadora cámara de Willi Behnisch (otro sello Dardenne), la flexible puesta en escena de Berneri (planos cerrados para narrar el interior de la protagonista, planos abiertos para verla en relación con el entorno): lo que luce en Por tu culpa no luce solo, sino en relación con el todo. Un todo tan lleno de interrogantes que la película será seguramente acusada de misógina y ensalzada por lo contrario, producto de la indeclinable voluntad de la autora por desplegar una situación y observarla de cerca y a su altura, antes que clausurar su sentido con un punto de vista tan olímpico como indiscutible.
La fría adaptación de un clásico literario La repercusión obtenida en 2007 por Expiación, deseo y pecado habrá apurado esta primera versión cinematográfica del clásico británico Regreso a Brideshead, tres lustros posterior a una muy reconocida miniserie que consagró a Jeremy Irons. Publicada en el momento en que la Segunda Guerra llegaba a su fin, la novela de Evelyn Waugh comparte con la de su compatriota Ian McEwan el carácter de melodrama romántico, con el conflicto bélico como fondo. Ambas dan pie al despliegue de lo que la jerga del cine gusta llamar “valores de producción”: grandes mansiones, millonaria reconstrucción de época, guardarropas lujosamente fotografiados. Aun en sus disparidades, Expiación lograba rasgar esa cáscara, al convocar algo del orden de lo humano. Académica hasta la médula, Regreso a la mansión Brideshead (título con que la película se estrena en Argentina) parece, en cambio, un antiguo monumento señorial, semivacío y lleno de figuras de cera. En la novela, el conocimiento de una familia inmensamente rica, tradicional y católica conduce a un joven de clase media, futuro artista plástico, a una suerte de epifanía espiritual. No por nada ya en el momento de su publicación (1945) le ganó a Waugh acusaciones de reaccionarismo. Escrita por el veterano guionista Andrew Davies (autor de incontables traslaciones a la televisión de clásicos de la literatura inglesa) y dirigida por Julian Jarrold, que cuenta con su propia foja de clásicos adaptados, la versión que ahora se estrena intenta atenuar aquellos desbordes –evitando, por ejemplo, toda alusión a la conversión final del protagonista–, pero sólo para flotar en una media agua. A través de una serie de raccontos, el capitán Charles Ryder (Matthew Goode) recuerda, a fines de la Segunda Guerra, su relación de décadas con los habitantes de Brideshead. Mansión campestre de varias plantas y decenas de habitaciones, la de Lord y Lady Marchmain (Michael Gambon y Emma Thompson) parece más un museo que una casa. De largo cuño nobiliario, los dueños de Brideshead despiertan en Charles la clase de fascinación y rechazo que sólo el abismo de clase puede promover. El de clase y el de credo: a Ryder, los rezos de sus anfitriones –toda una extravagancia, en medio de la Inglaterra protestante y eduardiana– le suscitan una asombrada curiosidad, teñida de ironía. Sobre todo, teniendo en cuenta que si llegó hasta allí fue de la mano de uno de los hijos del medio, Sebastian (Ben Whishaw), que no representa exactamente el ideal de vida religiosa. Casi un émulo de Oscar Wilde, los foulards de Sebastian suelen ser tan largos como sus fiestas, su consumo de alcohol y su núcleo de amigos varones. Esta versión explicita aquello a lo que el propio Waugh no se atrevía a decir con todas las letras. Aunque no del todo. Hay algún piquito y una larga convivencia entre Sebastian y Charles, pero ninguna escena de cama. Si la hubiera, sería pasajera. Basta que aparezca Julia, hermana menor de Sebastian (Hayley Atwell) para que la atención amatoria de Charles se reenfoque bruscamente, dando al relato su verdadero motivo romántico. Pero ese motivo está más escrito que representado: ni los protagonistas ni el realizador parecen en condiciones de dar vida a lo que está en el papel. Más allá de que una Emma Thompson de cabello imperialmente blanco luzca tan autoritaria como una reina –y tan política, conspirativa e intrigante– y de que Michael Gambon retoce todo lo que pueda en su papel de aristócrata abandónico, exilado y hedonista –antes de su arrepentimiento final, claro está– los personajes se definen más por lo que se dice de ellos que por lo que hacen, son o aparentan ser. No habiendo aquí asomo del brillo estilístico que redimía al texto original de un insalvable confesionalismo, Regreso a la mansión Brideshead más parece una versión Madame Toussaud de la novela de Waugh.
Radiografía social en clave kitsch Con dosis de sátira, disfuncionalidad familiar y melodrama malsano, la película explora la intimidad de un grupo de millonarios limeños. El director da en el blanco cuando apunta sobre cierto “feísmo”, pero peca de rigidez conceptual. De unos años a esta parte el cine latinoamericano se viene ocupando de radiografiar a los nuevos ricos del continente, surgidos de los procesos de concentración económica del último par de décadas. El cine mexicano es el que hasta ahora lo hizo con más continuidad, desde Batalla en el cielo (2005) hasta Daniel y Ana (2009), pasando por La zona (2007) y Parque Vía (2008). Pero también el cine chileno viene dando cuenta de las vidas privadas de los beneficiarios del pinochetismo (en La sagrada familia, 2004, y La nana, 2009), mientras que el aporte del cine argentino –siempre más interesado en el seguimiento de clases medias y bajas– debe buscarse por el lado de ese dúo de opuestos que son Una semana solos y Las viudas de los jueves. A este cuerpo de films el cine peruano suma ahora Dioses, de Josué Méndez, coproducida con aportes argentinos y el espaldarazo de buena cantidad de fundaciones, dedicadas al apoyo de cinematografías emergentes. Presentada en prestigiosos festivales internacionales (como había sucedido ya con la ópera prima de Méndez, Días de Santiago, que seis años atrás ganó un premio en el Bafici), Dioses explora la intimidad de una familia de superricachones limeños, con mansión en una playa que parece una sucursal local de Marbella. “¿Es la nueva criada?”, pregunta con la peor intención Andrea (Maricielo Effio) a su papá, el industrial metalúrgico Agustín (Edgar Saba), cuando éste le presenta a su nueva y jovencísima pareja, la sobreproducida Elisa (Anahí de Cárdenas). Niña de los ojos de papá, chica malcriada, Andrea se sabe sexy y lo explota a fondo. Nadie se babea con ella tanto como Diego, su hermano menor (Sergio Gjurinovic), que la sigue a todas partes, no deja de mirarla y aprovecha sus borracheras para sobarla. Mientras tanto y con el objetivo de integrarse al círculo de damas playeras, Elisa se pone a estudiar sus temas favoritos de conversación: botánica local, hermenéutica bíblica y mitología griega. Combinando dosis de sátira, disfuncionalidad familiar y melodrama malsano, Méndez da en el blanco cuando apunta sobre lo que podría llamarse “feísmo de nuevo rico”. No muy distantes de sus vecinos del Cono Sur, Agustín y sus pares se pavonean con vasos de whisky, mientras sus mujeres exhiben bronceados excesivos y sus amantes arrasan el shopping vecino. Un baile de disfraces, de motivos andaluces, los muestra en su condición de máscaras o autocaricaturas kitsch, con los hombres posando como Bardems del cuarto mundo y las señoras haciéndose las Penélope Cruz. El feísmo es, en ocasiones, sexual, como cuando Diego se frota contra su hermana. Esas escenas pueden producir malestar estomacal, pero éste se disipa cuando surgen las obviedades. “Deberían invadirnos esos gringos”, proclama una señora, sacando a relucir un cipayismo de manual. Y el kitsch es, a veces, no intencional, como el sueño en el que la trepadora Elisa se avergüenza, también del modo más obvio, de sus aindiadas mamá y abuela. Sin embargo, la escena en la que Elisa va a visitar a sus mayores tiene un relax y espontaneidad que a otras les falta: encerrados en la cárcel de los conceptos prefijados, a los personajes no les sobra libertad de movimientos. A veces, la rigidez conceptual se transmite demasiado visiblemente a la puesta, como en una escena en la que los amigos de Andrea aparecen desparramados por el piso y sillones de la mansión, después de haber tomado demasiado pisco. Están tan prolijamente desmayados, que se tiene la sensación de que el asistente de dirección acaba de acomodarlos, uno por uno y miembro por miembro. Eso no quiere decir que en ocasiones Méndez no acierte más de un pleno, como la magnífica escena de apertura (un plano sobre Andrea bailoteando en una disco, tan fijo como la mirada de su hermano) y otra que es como su contratara, cuando Diego finalmente cobra coraje y se le va encima, en medio de una fiesta. Allí, la disociación entre la banda de sonido y lo que en términos técnicos se llama música diegética (bailan dance, pero se oye un huayno) produce un efecto de distorsión que le sienta como un guante.
Con la prolijidad de una pintura de época La película reconstruye de manera prolija las relaciones cruzadas entre los Botana, dueños del diario Crítica, el muralista Alfredo Siqueiros y su mujer. Entre tanto exceso transcurre la película. Quien haya visto el documental Los próximos pasados (Lorena Muñoz, 2006) o leído alguno de los muchos libros dedicados al mítico empresario periodístico Natalio Botana, conocerá los hechos que narra El mural. En 1933, el fundador del diario Crítica –posible versión criolla de William Randolph Hearst o su posterior avatar ficcional, Charles Foster Kane, motivo de que en una escena se cite a El ciudadano– encargó al mexicano David Alfaro Siqueiros, llegado a Buenos Aires por invitación de Victoria Ocampo, la realización de un mural atípico. Por única vez, el hombre que junto con Diego Rivera y José Clemente Orozco elevó el muralismo a su máxima estatura no cultivaría el arte de masas, en exteriores y de tamaño épico, sino una forma de arte cortesano, para exclusivo consumo de ricos, enclaustrado en el sótano de la mansión que Botana tenía en Don Torcuato. Convencido militante del Partido Comunista mexicano, Siqueiros aceptó a cambio de casa y comida, tal vez con la intención –plenamente contradictoria con su fe ideológica– de vivir durante un tiempo la vida de un magnate. Siqueiros decidió consagrar “Ejercicio Plástico” a su amada, la poeta uruguaya Blanca Luz Brum, a la que recibió en la quinta de su anfitrión. Para la confección del mural requirió la colaboración de unos treintañeros Antonio Berni, Lino Enea Spilimbergo y Juan Carlos Castagnino, a quienes les sumó al escenógrafo uruguayo Enrique Lázaro. Trabajando casi a la manera medieval –un maestro y sus discípulos–, llenaron el sótano de ondulaciones marinas y gigantescos cuerpos desnudos, abolieron líneas rectas y ensayaron técnicas utilizando materiales poco usuales. Mientras eso sucedía, entre bambalinas se desarrollaba un retorcido culebrón erótico que tenía por protagonistas a Botana, su no menos mítica esposa (la feminista, militante anarquista y convencida ocultista Salvadora Medina Onrubia), Siqueiros, Blanca Luz, un caballerizo digno de Lady Chatterley, una institutriz lesbiana... ¡y hasta Pablo Neruda! Al ser los años ’30 tiempos de rebelión y represión, y al tener los dueños de casa activa participación en la política de la época, se entiende que hasta la quinta Los Granados lleguen resonancias que incluyen a los fachos de la Legión Cívica, sindicalistas anarquistas, infiltrados de la policía, copetudos afines a la revista Sur y hasta el mismísimo presidente de la Nación, Agustín P. Justo, amigo personal de Botana. Todos ellos, invitados –juntos o por separado– a la mansión campestre de Don Torcuato. En casa están, a su vez, los hijos de Botana, también famosos a la larga. Y trágicos, en el caso del mayor (que no era hijo de Botana, de lo cual se enteró tarde y mal). Es demasiado, se diría, tanto en términos de subtramas cruzadas como de protagonistas, nombres famosos, derivaciones narrativas y hasta posibles géneros y subgéneros cinematográficos, de la épica histórica al biopic, el drama familiar, la picaresca y el triángulo erótico (no sólo el triángulo, sino el cuadrado, el pentágono y más allá). Olivera y sus coguionistas hicieron sencillo ese posible berenjenal, gracias a un desglose prolijo, ordenado y comprensible, que habilita sin confusiones varias líneas de relato y redondea la figura de los principales agonistas, como si de un fresco se tratara. O de un mural, para decirlo más precisamente. A diferencia del que le da nombre, la película no se aventura en la utilización de técnicas y materiales de avanzada, recurriendo a otras más tradicionales, bastante melladas ya por el tiempo y el uso. Vicio básico de tanto cine histórico, a los personajes les cuesta desprenderse de su condición de “nombres” o figuras históricas. La pose fotográfica prima sobre el volumen dramático. En algunos casos, el trabajo actoral atenúa ese vicio, como sucede con el sobrio Botana de Luis Machín, la sentida Salvadora de Ana Celentano o el encendido Siqueiros del mexicano Bruno Bichir. En otros, el traje parece quedar demasiado grande (el Neruda de Sergio Boris), incómodo (nunca se vio tan trastabillante a Carla Peterson, que hace de la veleidosa Blanca Luz) y llega a dar lugar a la caricatura mímica (el grupo de Berni, Spilimbergo & Cía). En el marco de una reconstrucción de época precisa, cuidada y minuciosa, el mural resultante –El mural, finalmente– es barroco, animado y colorido. Pero en los papeles. En la pantalla luce demasiado plano, almidonado incluso. Antes que surgir de los personajes, las pasiones parecen “puestas”: véanse las escenas de sexo y desnudos, más posadas que genuinas. Hubiera sido necesario ir más allá de la impecable fachada para hacerle honor a tanto exceso. Los personajes y circunstancias de El mural son, se diría, más grandes que la vida. El mural no llega a serlo.