Más psicópatas que héroes Parece que hace unos años hubo algo que se llamó Red Wings, una operación en Afganistán de los SEALS (fuerzas especiales de la Armada de los Estados Unidos), que tenía como misión asesinar a un líder "insurgente" que se escondía en lo profundo de la montaña en una aldea inaccesible. Cuatro hombres son depositados en una montaña para llevar a cabo el asesinato, pero antes de cumplir su cometido son descubiertos, por lo que la película de Peter Berg (Battleship, Hancock) protagonizada y además producida por Mark Wahlberg (el sobreviviente del título), se basa en la pelea entre los comandos y los "insurgentes" en la montaña, donde cómo no, además de la camaradería entre los muchachos, hubo un lugar para que dos culturas se encontraran para descubrir que no eran tan diferentes, si después de todo el enemigo en común son los talibanes. Hay películas que abordan el género bélico en las que el interés y los esfuerzos se orientan a que sus personajes, tanto los protagonistas como los secundarios, tengan un perfil bien definido, una vida previa que de alguna manera justifique o contextualice su accionar en condiciones adversas. Pero hay otras como El sobreviviente, que son pura superficie, violenta adrenalina que se asienta en la dinámica pornográfica de los cuerpos rotos, sangrantes, partidos, raspados, atravesados pero en pie, cuestión que la muerte les llegue por el peor de los tormentos –varias caídas libres en la montaña con sus consecuentes fracturas, balas, muchas balas atravesando todo el abanico posible de miembros–, si después de todo para eso fueron entrenados y esa es la actitud valiente con la que deben aceptar su destino en cualquiera de las guerritas de "baja intensidad" que el imperio sostiene en el mundo. Nada de profundidad, entonces, para un film concebido desde la acción, el belicismo crudo y duro y la búsqueda a través de la manipulación de la puesta, para lograr la empatía emocional del espectador con los psicópatas de la pantalla en plan de héroes.
La melancolía y la incomunicación El director de películas tan personales y originales como El ladrón de orquídeas y ¿Quieres ser John Malkovich? se propuso describir la atracción que siente un hombrecito gris por un programa de su computadora. Ella transcurre en un futuro engañoso, en tanto bien puede ser el presente, puede estar sucediendo que algunos seres humanos entablen una relación, se enamoren de una computadora o para ser más precisos, de un sistema operativo que a medida que interactúa con el usuario va sumando experiencias y haciéndose preguntas, miles, millones de preguntas que ninguna persona sería capaz de hacerse para llegar a conclusiones lógicas sobre el amor, la pulsión del sexo, la curiosidad por el mundo y las paradojas de la fidelidad ante el estímulo que significa conocer, confrontarse, tener la posibilidad de amar de múltiples maneras. Ganadora del Oscar al mejor guión original, esta película de Spike Jonze tiene la misma mirada si se quiere distorsionada o particular sobre la realidad que el director aplicó en El ladrón de orquídeas o ¿Quieres Ser John Malkovich?, esa capacidad de enfocarse en el cerebro de sus criaturas para diseccionarlos y tratar de entender el mundo a través de su mirada. En ese sentido los ojos tristes y expresivos de Joaquin Phoenix son el vehículo ideal para componer a Theodore, un hombrecito que todos los días de su vida se sienta delante de una pantalla y escribe cartas, le dicta a su computadora textos sentidos, hermosos y cumple con encargos pagos para luego volver a su casa vidriada y recordar cómo era la vida cuando la compartí con la que fue su esposa. Hasta que un día compra un nuevo sistema operativo y aparece Samantha ("la" voz, sedosa, a la vez nasal e increíblemente sexy de Scarlett Johansson), que lo acompañará, compartirá sus logros, lo ayudará a ser más eficiente, tendrá sexo –por cierto, más pasional que muchas parejas tradicionales– y con quien peleará, en suma, una relación como tantas expuesta a decenas de emociones. La inteligencia de la apuesta de Jonze es el fuera de campo, esa voz que se complementa de manera ideal con el trabajo de Phoenix, tan desolado, tan endeble, tanto como la extraordinaria composición que hace Amy Adams, contraparte femenina del protagonista, tan devastada por la soledad como la mayoría de las personas que se ven en la pantalla, un mundo ¿distópico?, ordenado, limpio, casi aséptico –notable la melancólica fotografía del alemán Hoyte Van Hoytema– donde la mayoría de los transeúntes habla solo o mejor dicho, con sus sistemas operativos, sus fuera de campo particulares, únicos en sus particularidades y sin saberlo, tan escandalosamente comunes. La opacidad de Ella sin embargo deja lugar para lo imprevisto, para lo no programado, donde el humor y lo absurdo de las situaciones se hacen lugar entre tanta melancolía e incomunicación (mejor dicho, nuevas formas de comunicarse, de relacionarse), en un relato tan inteligente como hipnótico sobre la esencia de lo humano.
La bohemia del folk americano El estilo característico de los hermanos Ethan y Joel Coen se mantiene a lo largo de la historia de Llewyn Davis, un supuesto cantante de música en la escena under de Nueva York en los años '60. Una gran aventura. El Nueva York de los comienzos de la década del '60 no es una buena época para la música folk, con un público tan intelectual como snob que prefiere lo "auténtico" por sobre cualquier innovación que se haga del género, como la que intenta el joven Llewyn Davis (Oscar Isaac) cada vez que puede tocar en algún tugurio del Greenwich Village. El músico fue parte de un dúo que logró cierto reconocimiento, hasta que su compañero decidió abandonar este mundo de manera sorpresiva y lo dejó solo, sobreviviendo a duras penas en los sofás de sus amigos, arrastrando su guitarra por toda la ciudad en busca de una comida caliente en el duro invierno, mientras mete la pata con una mujer, recibe alguna paliza y casi comparte escenario, sin saberlo, con un tal Bob Dylan. Película atípica en la filmografía de los hermanos Coen, porque a pesar de que el protagonista cumple con la condición esencial de ser un perdedor nato, el relato no se ensaña con sus desventuras. Por el contrario, lo acompaña y mantiene una mirada piadosa sobre su periplo de decisiones erradas y definitiva mala suerte. Inspirado en el mítico Dave Van Ronk, un cantante que con los años se convirtió en músico de culto, la brillante interpretación que Isaac hace de Llewyn –no cuesta nada imaginar que así fue la juventud del personaje que compuso Jeff Bridges en Corazón rebelde–se ajusta perfectamente a la melancólica puesta de los Coen, que con precisión, respeto y también bastante humor, retratan la bohemia de la época, dejan que la música sea un protagonista real de la historia permitiendo que los temas se interpreten enteros – el productor musical es T-Bone Burnett, que también participó en Corazón.. – y que el antihéroe vaya probando y sufriendo acompañado por una galería de personajes memorables como Jean (Carey Mulligan) y Jim (Justin Timberlake) una pareja de cantantes que por supuesto Llewyn hace tambalear, el músico de jazz Roland Turner con el que comparte un viaje alucinante o Bud Grossman (F. Murray Abraham), para el que interpreta una desangelada audición en busca de trabajo. Ganadora el premio del jurado en el último festival de Cannes y prolijamente olvidada a la hora de los recientes Oscar, Inside Llewyn Davis tal vez no sea la mejor película de los Coen, pero para los que les molesta la mirada demasiado sarcástica y canchera de los responsables de títulos como El gran Lebowski, Fargo y Barton Fink, probablemente se sorprendan con esta, la última aventura de los los hermanos de Minneápolis.
Sobre el deseo, la represión y el miedo Finalmente llega a la cartelera local la película de François Ozon, ganadora de la Concha de Oro del Festival de San Sebastián en 2012. Aborda la relación enfermiza entre un joven estudiante y su maestro de literatura. Una amarga certeza, pauta de la vida profesional de Germain (Fabrice Luchini), un profesor de literatura en el nivel medio que de acuerdo a su conservador punto de vista, cada año debe lidiar con que los chicos que llegan a las aulas estén menos preparados y sean más apáticos. En ese contexto, en medio de esa especie de derrota que impregna su vida ordenada, cómoda pero aburrida, Germain descubre un alumno que no sólo puede escribir, sino que tiene la capacidad de construir relatos llenos de interés, bien armados e inteligentes. En suma, que tiene pasta de escritor. Sin embargo, el material que nutre las ficciones de Claude (Ernst Umhauer) es la familia de Rapha (Bastien Ughetto), su compañero de clase, y en especial su madre Esther (Emmanuelle Seigner), suerte de representación de lo más deseable de las mujeres de clase media, según la afiebrada y a la vez cínica mirada de un Claude que anhela pertenecer y a la vez desprecia ese estrato social del que también son parte el profesor y su esposa Jeanne (Kristin Scott Thomas), que a través de los ensayos del adolescente se convierten en voyeurs de esa familia que podría ser la suya y que además se sienten fascinados del juicio sobre su clase de parte de un cuasi marginal. Sofisticado pero accesible, el círculo del relato se completa cuando el joven Claude duda no sólo sobre sus textos sino en su intrusión en esa familia, y Germain empieza a traspasar los límites de su labor como educador y hacer las veces de forjador de destinos, poniendo en conflicto la relación maestro-alumno y a la vez comenzando a esmerilar la correcta vida del profesor que quiso ponerle un poco de emoción a su vida. Ganadora de la Concha de Oro del Festival de San Sebastián en 2012, En la casa de François Ozon es una suerte de divertido juego intelectual que se refuerza con un elenco extraordinario (todos están bien), con cuotas iguales de curiosidad y perversidad burguesa, asentado un un tono de sarcasmo asordinado –un tono similar al que emplea en su obra el escritor Michel Houellebecq, aunque sin la feroz misantropía del autor de Las partículas elementales– y una compleja puesta que navega entre diferentes tiempos del relato, donde realidad y ficción se entrelazan fluidamente, con personajes tan humanos en su ridícula existencia cargada de deseo, represión y miedo.
Más conservador que nuevo Qué quedó de la nueva comedia americana iniciada hace una década o poco más? ¿Adónde fueron a parar esas escenas y personajes transgresores y políticamente incorrectos? Una familia numerosa –feo título comparado con el original Delivery Man– actúa como prueba, no tanto de decadencia definitiva, pero resulta indudable que desde hace algunos años el género ingresó en una discreta meseta de originalidad. A David Wozniak (Vince Vaughn), repartidor de carne, cultivador de plantas de marihuana y de vida afectiva desprolija, de un día para el otro le informan que es el padre de 533 hijos y que 142 de ellos quieren conocer al progenitor. Ocurre que a Wozniak se le ocurrió donar en una clínica una importante cantidad de su esperma "de buena calidad", provocando semejante situación que podría cambiar –o no– su atolondrada vida. Desde allí surgen algunos personajes interesantes: su abogado amigo, la mujer que está esperando un hijo suyo, y por supuesto –de acuerdo a las maniobras del guión– una docena de vástagos del personaje central. Wozniak es un tipo bastante inmaduro, característica de la nueva comedia americana para construir situaciones políticamente incorrectas, convirtiéndose en un sujeto mal visto por el resto de la sociedad. Pero como si Una familia numerosa fuera una parábola del género en estos días, Wozniak irá sentando cabeza, obligado por las circunstancias y por la maldita madurez que requieren los otros. Más allá de aislados momentos felices donde Vaughn hace lo que puede con un personaje que gira de lo cómico a lo dramático, la parábola de Wozniak como padre de un montón de hijos no reconocidos, comprueba que la nueva comedia americana cada día se parece más a modelo de cine conservador, acorde con los peligrosos cambios que viene presentando el género. Más aun, la película está basada en una remake de origen canadiense, Starbuck (2011), realizada por el mismo Ken Scott, cuestión que se relaciona con la falta de ideas que también padece el género en la actualidad. ¿Faltará mucho para una nueva versión, supuestamente transgresora, del clásico Los tuyos, los míos y los nuestros?
Una epopeya extraordinaria Ubicada en los años '80, cuando recién se comenzaba a hablar del sida, el director canadiense Jean-Marc Vallée (La reina Victoria) retrató una atrapante historia real, donde se luce Matthew McConaughey. Misógino, ignorante, reaccionario, homofóbico y violento. La lista sigue porque son sólo algunos de los rasgos de carácter de Ron Woodroof, el protagonista de Dallas Buyers Club, un cowboy que reparte su tiempo entre su oficio de electricista, las estafas con apuestas y el rodeo, donde cada tanto se da el gusto de subirse a un toro reacio a ser domado. En los años '80, en pleno reinado de la derecha, Ron sigue esnifando cocaína y se acuesta con la mayor cantidad posible de prostitutas, hasta que los médicos le diagnostican 30 días de vida por ser portador del virus del sida. Y más allá de la sorpresa y la impotencia por una enfermedad inesperada, lo que verdaderamente molesta al protagonista es que para esa época donde se creía que la enfermedad atacaba solamente a los homosexuales, y que la sufra él es algún tipo de broma gay que no llega a entender. Lo cierto es que si bien el cowboy es un retrógrado, no tiene un pelo de tonto y enseguida se da cuenta que debe estar atento porque lo que digan los médicos, los laboratorios y las autoridades no es necesariamente verdad, y que la lucha por sobrevivir va a forzarlo a que busque por sus propios medios el mejor tratamiento, contrabandeando desde México y armando un gran sistema de distribución de cócteles de medicamentos para el tratamiento de la enfermedad, tan eficaz como ilegal. Lo que no tiene en cuenta Ron es que el nuevo desafío y conectarse con mundos que desconoce, va a significar un crecimiento para su manera de ver el mundo, más comprensivo, mejor. El correcto Jean-Marc Vallée (La reina Victoria) deja en manos de Matthew McConaughey todo el peso del relato y así el actor texano se luce en un papel soñado –esta interpretación, más el policía que compone en la serie True Detective y la participación en El lobo de Wall Street constituyen la plataforma de su reinversión como actor–, acompañado por el impresionante trabajo que hace Jared Leto como un travesti, tan trágico como sabio . Con varias lecturas posibles, que van desde el poder de las corporaciones farmacéuticas dispuestas a todo por colocar sus productos hasta el gobierno permeable a los lobbies empresariales, la película tiene la inteligencia de presentar a un personaje controvertido, incluso repulsivo, como el impulsor de una epopeya extraordinaria y de paso, que el posible espectador vaya logrando una empatía con el protagonista, que descubre la ética, que lucha y crece como persona.
Una cálida manera de ver el mundo Después de hacer Los descendientes en Hawaii, el director Alexander Payne (Entre copas, Las confesiones del Sr. Schmidt) trasladó su universo de personajes al estado del "Midwest" estadounidense. Excelente Bruce Dern. Woody Grant (Bruce Dern), un anciano que está a punto de cruzar la línea sin retorno de la senilidad, va a recibir un premio de un millón de dólares pero necesita ir a cobrarlos a Nebraska, a unos 1300 kilómetros de la casa que comparte su malhumorada esposa Kate (si hay un mínimo de justicia en este mundo, el Oscar para June Squibb debería ser apenas un trámite) en Billing, Montana. Porque Woody, que nunca fue de tener fuertes deseos ni grandes expectativas, decide que ya es hora y se lanza una y otra vez a pie a la carretera, con el papel de una revista que dice que es dueño de una fortuna. Poco y nada señalan los paisajes donde se ubica la historia de la película, lugares tan anónimos e inusuales para el cine como las locaciones elegidas para Los descendientes, la anterior película de Alexander Payne, donde el personaje de George Clooney se daba por enterado que su esposa en coma lo había engañado, mientras tenía que decidir cuestiones tales como el futuro de sus hijas, el propio y el de toda una comunidad Entonces Nebraska, Montana o Hawaii bien pueden ser estados de ánimo, con personajes solitarios como Woody (formidable Dern), que en las grietas de la nebulosa en que vive se da cuenta que si bien su deseo está motorizado por una estafa en pequeña escala, también puede ser la señal de algo más trascendente. Así lo entiende David (Will Forte), que decide acompañar a su padre en el viaje hacia ninguna parte porque después de todo no es que tenga gran cosa que hacer y lo intriga ese hombre mayor, de pocas palabras, que nunca demostró gran interés por él ni por su hermano. Así que el film es un viaje, género transitadísimo en el cine para llegar a algún tipo de aprendizaje o verdad para los protagonistas. Lo que hace de Nebraska un relato delicioso es que su tristeza es amable pero no condescendiente, con una historia llena de familiares poco agraciados, amigos miserables, mujeres que se conformaron, otras que perdieron y algunas que lograron una existencia razonablemente feliz. Personajes curiosos, retratados en un apabullante blanco y negro que resalta y enmarca que están un poco al margen,de los que en un primer vistazo apenas se destacan sus agachadas de cabotaje, pero que sin embargo, en ese interior profundo y aparentemente anodino, cada una de esas vidas también es interesante, con pasados gloriosos que contabilizan grandes momentos y pasiones desatadas como puntos ciegos y años enteros de rutinaria calma. Divertida, irónica, con un final tan hermoso como simple en su resolución, de esos que llegan a las emociones de los espectadores más encallecidos, Nebraska hace bien por su cálida manera de ver el mundo.
Sensibilidad a flor de piel Liso (Lisandro Rodríguez) está mejor y por eso le dan de alta en la clínica psiquiátrica. Afuera lo esperan sus padres, antesala del mundo que va volver a transitar, en donde se supone que completará su curación. Ya en su confortable casa de clase media acomodada, Liso se reparte entre su madre sobreprotectora (Andrea Strenitz), que lo trata como un niño pero que no le exige nada ("Si vos no querés estudiar más, ni trabajar, me lo tenés que decir. Va a estar bien lo que hagas."), y un padre emocionalmente acorazado, que le da dinero para prostitutas y lo apura para que trabaje con él. Y en la reinserción, huérfano afectivo entre dos personas a los que se les adivina un mejor pasado en común, el protagonista, sólo se relaciona con su abuela (Beatriz Bernabé), a quien lleva a pasear en la moto que le acaban de regalar, y sobre todo con Sonia (Fidelia Batallanos Michel), la mucama de siempre de su casa, que sin pretenderlo, le va a señalar un rumbo para que empiece a recomponerse. Ganadora de la Competencia Argentina en el último Bafici, la película de Santiago Loza (el mismo de Extraño, Rosa patria, Los labios) viene cosechando premios en todo el mundo, tal vez porque el cineasta y dramaturgo cordobés logró con su último film una síntesis casi ideal de su cine, un imaginario que prescinde de los subrayados innecesarios, que confía en el desarrollo de sus relatos para que el espectador vaya descubriendo los dobleces de sus historias. Pero, además de la puesta sobria y contenida, buena parte de la solidez de La Paz recae en la extraordinaria composición que hace Lisandro Rodríguez (ganador al premio de Mejor Actor en el festival de Biarritz 2013), que muestra toda la desolación y también la impotencia del protagonista para conectarse con la gente, con una sensibilidad a flor de piel que solo puede ser compatible con otros que sufren otras pérdidas, otros anhelos, como Sonia, que extraña su país y que de manera natural se relaciona con Liso. Extrañamente esperanzadora en su tristeza, la película encuentra un camino posible, un cambio. Sin garantías, pero con todo por ganar.
Una pareja pasteurizada y sin química Periódicamente, el cine vuelve a la clásica historia de Shakespeare. Ahora, a casi 20 años de la versión de Baz Luhrmann, el director Carlo Carlei encaró una producción con Douglas Booth, Hailee Steinfeld y Paul Giamatti. Como bien se sabe, los Montesco y los Capuleto son dos familias poderosas que se odian apasionadamente en Verona y es tal la rivalidad, que el príncipe que gobierna la ciudad les ordena que cesen las disputas para conservar la paz del lugar. En ese contexto, el joven Romeo (Douglas Booth), heredero de los Montesco, que cree en el amor más que en la guerra, en busca de una mujer se arriesga a asistir a un baile de máscaras en el palacio de los Capuleto, un evento organizado por los dueños de casa (interpretados por Damian Lewis y Natascha McElhone) para que su hija Julieta (Hailee Steinfeld) conozca a Paris (Tom Wisdom). Pero en el baile, apenas revelando los ojos a través de sus máscaras, Romeo y Julieta se conocen y el mundo desaparece, para dar paso a un amor tan puro que no repara en rivalidades, deseos y arreglos familiares e ignora todos los signos que lo condenan a un final trágico desde el principio. Por supuesto, se trata de una nueva versión del clásico de William Shakespeare –se supone que el escritor ubicó la historia a fines del siglo XlV–, dirigida por Carlo Carlei (Fluke, La corsa dell’innocente) a partir del guión que adaptó Julian Fellowes (La reina Victoria, Gosford Park, también responsable del guión de la extraordinaria serie británica Abbey Dowtown). A casi 20 años del último abordaje relevante de la más famosa historia de un amor imposible, cuando el barroco Baz Luhrmann hizo lo suyo con unos muy jóvenes Leonardo DiCaprio y Claire Danes en Romeo + Julieta, la versión del italiano Carlei no tiene la intención de resignificar nada y ofrece una puesta convencional, que incluso parte de la base de que todo el mundo conoce la historia. Así, en escenarios suntuosos pero que la cámara muestra sin vida, los personajes desgranan sus líneas, desde varios registros diferentes. Es notable lo flojos que están Stellan Skarsgård y Damian Lewis frente al buen trabajo de Paul Giamatti (el mejor como el fraile Lorenzo que idea el defectuoso plan para que los amantes sigan juntos) y Natascha McElhone. Pero más allá del mayor o menor empeño que cada uno de los actores transmite desde la pantalla, es el oficio del elenco el que sostiene a los endebles protagonistas, una pareja sin química, en un relato que no logra transmitir la pasión del texto original y parece ser una versión simplificada, pasteurizada y televisiva dirigida al público de la saga Crepúsculo.
Relato de la alienación Interesante y atípico ejercicio cinematográfico, que abreva en el teatro para trabajar con historias incómodas, dentro de un puzzle que solo se completará parcialmente, Los desechables es la primera ficción de Nicolás Savignone, que a principios del año pasado había estrenado Hospital de día (Buceando en la superficie), un documental centrado en la cotidianidad de pacientes psiquiátricos. El director, que además es psiquiatra, no intenta ocultar las costuras de un relato mínimo –tres empleados de una empresa y sus vidas privadas que están irremediablemente ligadas a su ámbito laboral–, para hacer evidente el universo hostil en el que se mueven un puñado de personajes de la clase media porteña, donde el lenguaje psicoanalítico no es una novedad para ninguno de los protagonistas. "Fantasma", "Casa de huésped", "Medio elenco inestable", "El purgatorio" son los capítulos-estaciones de la puesta que tienen un tratamiento narrativo especial para los tres jóvenes que los deben atravesar, enfrentando situaciones tan difíciles como extrañas –desde un hecho cuasi sobrenatural, pasando por un cuento del tío reformulado a cargo de unas siniestras madre e hija, hasta el papel de peones en un juego más grande–, y el extrañamiento pasa por una rabiosa actualidad, donde los tres son víctimas de un mundo corporativo, despiadado, que se regodea de su maldad (como otra mirada de El método, de Marcelo Piñeiro), alimento de un feroz sistema darwiniano que los lleva a la alienación y al vacío existencial.