Melodrama de fácil consumo Valentín (Eugenio Derbez) arrastra las enseñanzas de su padre, que en su afán de convertirlo en una persona segura, sin miedos a prácticamente nada, hizo que cualquier tipo de compromiso afectivo le resultara una amenaza. Valentín (Eugenio Derbez) arrastra las enseñanzas de su padre, que en su afán de convertirlo en una persona segura, sin miedos a prácticamente nada, hizo que cualquier tipo de compromiso afectivo le resultara una amenaza. Es así que ya adulto, el protagonista es un Don Juan despreocupado, que sólo busca el placer efímero en múltiples conquistas, sobre todo con turistas extranjeras que visitan Acapulco. Pero un día el muchacho abre su puerta y allí está una mujer que le da la noticia de que es padre y, sin darle tiempo a nada, deposita en sus brazos a una bebé y la abandona sin dar explicaciones. De allí en más Valentín atraviesa los esperados estadios de rechazo, desesperación, aceptación, comprensión y amor filial que aparece ante la ternura de Maggie (Loreto Peralta), que por supuesto se come la película y que lo hace más fuerte para enfrentar cualquier adversidad, como la despiadada madre que aparece a destiempo a reclamar a la nena. Derbez piensa su película como un producto que contenga las dosis justas de comedia al principio y luego virar hacia el conflicto de una padre que quiere, merece y va a luchar para que su hija continúe con él, agregando como telón de fondo de la cultura mexicana y la estadounidense en continuo conflicto. Comedia blanca que remite a un cine de hace dos décadas, melodrama lacrimógeno que recorre sin pudor todos los chichés del género, el film del debutante Eugenio Derbez (un cómico muy popular en México) fue un éxito descomunal en su país, convirtiéndose en un fenómeno popular para muchos inexplicable con sus fórmulas añejas pero efectivas en la construcción de un relato fácil, superficial y de consumo rápido.
Chicas que despliegan su pasión deportiva El documental dirigido por Ginger Gentile y Gabriel Balanovsky se estructura a partir de una puesta donde las entrevistas a las jugadoras se le contraponen los testimonios de los profesionales del fútbol, como los periodistas deportivos (desde el notable machismo de Gastón Recondo al progresismo de Víctor Hugo Morales), las entrenadoras que luchan y empujan por lo que creen, y la voz institucional de la AFA que escapa hacia delante con un discurso a futuro que no se compromete. Todo esto da como resultado un interesante contrapunto donde la cuestión de género necesariamente se complementa con los prejuicios de clase, a los que se suman el cuerpo como campo de batalla donde se perpetua el poder (los hombres pueden desde siempre) y se clausura ante el "otro" (las mujeres nunca pudieron, pero ahora sí y cada vez más). Lo cierto es que, más allá de los análisis y los discursos de opresión que se encarga de remarcar Mujeres con pelotas, hay un espacio inteligentemente dosificado donde las chicas, con luchas de baja intensidad en sus hogares para que las dejen jugar, para que les cuiden un hijo y para poder desplazarse a los pocos lugares donde se pueden juntar con sus pares, finalmente entran a la cancha y hacen lo suyo, despliegan su pasión por el deporte, se divierten, compiten, instantes de genuina emoción donde se confirma la estupidez y lo injusto de la desigualdad.
Otra forma de hacer acción La historia tratada con bastante ironía plantea una vuelta de tuerca a la conocida y tantas veces recreada, trama sobre espías. Kevin Costner se destaca en su protagónico. Cómo hacer en esta época una película, otra, sobre espías, con las miles de historias que se centraron el mismo tema? Las casi dos horas de duración de 3 días para matar son la respuesta a esta hipotética pregunta original, un relato donde campea la ironía y que en algunos momentos directamente le toma el pelo al género, como si ya no tuviera más que decirse sobre la cuestión y sólo restara la media sonrisa para títulos centrados en la añeja fuente de aventuras. Con un Kevin Costner magnífico como siempre, encarnando a Ethan Renner, un agente de CIA con una enfermedad terminal, dispuesto a hacer lo necesario para recuperar el amor de su hija Zooey (Hailee Steinfeld) ya adolescente y de Christine (Connie Nielsen) su ex esposa, la historia escrita por Adi Hasak (Sangre y amor en París), el astuto francés Luc Besson y la dirección de un correcto director del riñón hollywoodense como Joseph McGinty "McG" Nichol (Esto es la guerra, Terminator: la salvación) le agrega componentes que convierten al relato en algo más divertido, tan liviano como llevadero. La vuelta de tuerca viene de la mano de la misteriosa y sofisticada agente Vivi Delay (Amber Heard, que parece disfrutar cada minuto de su papel de agente letal y sexy), que le ofrece al bueno de Ethan una droga experimental que podría estirar su vida, pero a cambio debe ejecutar una última misión en donde el veterano agente va a tener que matar a mucha, mucha gente. En el medio, o mejor, mientras tanto, también tendrá que convivir por primera vez en su vida con su hija con los dramas de su edad y hacer las cosas más o menos bien para que su esposa al menos evalúe si le da una segunda oportunidad. Una historia sencilla, bastante inverosímil, que apenas comenzada repasa todo el abanico de posibilidades de los thriller del mundo del espionaje (hasta se da el gusto de centrar la acción en un país detrás de la antigua "Cortina de Hierro"), para luego trasladarse a París, una locación amable para una historia más blanda, cercana a la comedia familiar, sólo que transcurre sobre un escenario tapizado de cadáveres, persecuciones, códigos de conducta entre los servicios secretos y el estupor compartido ante la modernidad. Lo más delicioso de 3 días para matar es que ni por un minuto se toma en serio y tampoco Costner, que hace lo suyo como un asesino que también es un padre tardío, una sesentón de vuelta de todo y por cierto, bastante canchero.
Tango que me hiciste bien Héctor Alterio interpreta a un hombre internado en un psiquiátrico que establece una particular relación con el médico nuevo (Pauls). Ambos compartirán su amor por el 2x4. Fermín fue un tanguero de ley, de esos que no dudaban de enfrentar al peligro en una milonga, que sabían conducir a una mujer en la pista, un poco calavera y muy amigo de sus amigos en una Buenos Aires descripta como una ciudad cuyo perfil está definido por la "música ciudadana". Y así como el western es el género cinematográfico por excelencia, creado y definido a partir de las reglas del cine, los directores Hernán Findling y Oliver Kolker se plantearon y hay que decir que lograron presentar un espacio similar con el tango, tomado como un subgénero del melodrama con compadritos, pasiones desaforadas, traiciones y destinos marcados para toda la vida. En ese sentido Fermín es un inteligente envase para el tango como producto de consumo mundial, con un relato que dosifica coreografías –tanto tradicionales como variados firuletes– para contar la vida de Fermín Turdera (Héctor Alterio), internado en un psiquiátrico en el último tramo de su vida y que solo se comunica a través de versos de tango y su terapeuta, el doctor Ezequiel Kaufman (Gastón Pauls), un idealista que se interesa por el protagonista y a través de su nieta Eva (Antonella Costa) inicia una investigación sobre el pasado de Fermín para encontrar las causas de su estado. A partir de este triángulo el relato apela a extensos flashbacks que saltan a la Buenos Aires de la década del 40, con un Fermín joven (Luciano Cáceres) y amigo de Ciempiés (interpretado por Oliver Kolker y ya mayor, por Emilio Disi). Allí se revela una faceta oscura del protagonista que se conectará décadas después, cuando su hijo desaparezca en la última dictadura y él se encierre casi para siempre. Y el círculo se cerrará con la relación padre-hijo que entabla con su médico, un vínculo que en definitiva los ayudará a ambos. Con todo su cálculo y más allá de algunos excesos de sus protagonistas, Fermín es una película honesta, una historia que trae al presente ese universo tanguero que parece tan lejano, un objetivo que parece simple pero que tiene contadísimos ejemplos dignos en el cine.
Con una saga era suficiente Hubo una guerra, cómo no, una tan grande que la humanidad o lo que quedaba de ella se juntó y se supone que a través de sabios o algún comité de notables, llegó a la conclusión de que contar con la racionalidad del hombre era condenarse a la extinción y entonces se decidió que para que no haya conflictos, lo mejor era dividir a la gente en facciones: Sabiduría, Cordialidad, Erudición, Osadía y Verdad. La pertenencia se determinaría por un test de personalidad y así, cada persona pasaría sus días con sus "iguales", reduciendo de esta manera la posibilidad de fricciones Pero en ese aparente orden, hay dos categorías que salen de la norma. Por un lado los que no encajan en ninguna, que son expulsados de la sociedad y se convierten en desclasados, y los divergentes, los que tienen un poco de cada uno de los grupos, cuestionan todo y no se conforman. A este último perfil pertenece Beatrice (Shailene Woodley, de Los descendientes), una chica que nunca estuvo cómoda en Abnegación (los burócratas, los que gobiernan) y que el inevitable examen la va a poner contra el sistema y en los brazos de Four (Theo James), el galán que estaba necesitando la historia. Una nuevo film distópico dirá el potencial espectador, mientras que otro, un poco más memorioso, asociará el breve resumen con Los juegos del hambre. Y efectivamente, las dos voces (o puede ser una que sume las dos hipótesis) tienen razón. El transitadísimo tópico de un futuro espantoso controlado por algún tipo de poder totalitario es uno de los temas preferidos de muchísimas películas y franquicias varias, y por supuesto, Divergente es una descarada copia de la saga protagonizada por Jennifer Lawrence. Y aquí, aunque el discreto Neil Burger (Sin límites, El ilusionista) cuenta con la extraordinaria Kate Winslet, prácticamente decide ignorarla para concentrarse en la insípida epopeya de la protagonista, que hace lo suyo, que pelea contra la injusticia, pero que difícilmente logra generar algún tipo de empatía con el espectador.
Una tragedia campestre Como si se tratara de un viaje hacia atrás en el tiempo, El grito en la sangre retoma ejes temáticos del cine argentino de los '70, en especial una historia que transcurre en la geografía pampeana con una venganza de por medio. No está mal la intención de volver al film gauchesco, que había tenido su resurrección con el Martín Fierro de Torre Nilsson y que dejaría al Juan Moreira de Favio como su gran ejemplo. Más aun cuando los rubros técnicos están cuidados al máximo. Pero la película de Musa está invadida por una onda retro que la convierte en una pieza de museo, en algo cercano a una naturaleza muerta, con un relato sostenido desde una voz en off que se expresa por sus características radioteatrales. El afán de venganza de Cali (Ayala) empieza desde el asesinato sin responsable de su padre, al que le disparan por la espalda en una carrera de caballos. Con un inicio argumental parecido al de Aballay de Fernando Spiner, Cali deberá convertirse en hombre de un día para el otro, conocerá y se sentirá atraído por Lucía (Otero), tendrá la protección de El Chusco (Guarany), que lo adoptará como a un hijo, y trabajará en la hacienda de un gaucho (Liporace), padre de la chica que el huérfano desea tener a su lado. Con ese esquema de personajes previsibles y sin demasiados matices, la película descansa en la imponencia del paisaje, en las costumbres gauchescas y en la obsesión por aferrarse a un guión construido a partir de situaciones y personajes estereotipados, sin lugar alguno para la ambigüedad. El desenlace, sorpresivo al fin, tampoco escapa a las reglas de la palabra escrita, como si se tratara del clásico golpe de efecto proveniente de un radioteatro gauchesco de hace décadas. Ayala carga con la responsabilidad actoral transmitiendo compromiso con su personaje, en tanto, la sola presencia de Guarany como intérprete secundario fortalece algunas escenas del film.
La vida, la vejez y la muerte Anne (Laine Mägi ) llega a París para cuidar a su compatriota estoniana Frida (Jeanne Moreau), una rica y difícil anciana estoniana que emigró hace muchos años a Francia. Desde un primer momento se muestra el rechazo que la elegante señora tiene por la inmigrante y sus intentos por ahuyentarla, mientras se concentra en el dolor de la pérdida de su antiguo amante Stéphane (Patrick Pineau). Sin embargo, la árida relación entre las dos mujeres, separadas por la edad y por el estatus social, finalmente hará que Frida redescubra su magnetismo y Anne pueda continuar con su vida. Lo cierto es que a priori se podría suponer que Una dama en París iba a ser una suerte de oda a la magnífica carrera de la legendaria Jeanne Moreau, ícono de la Nouvelle Vague y musa de directores como Francois Truffaut, Michelangelo Antonioni, Roger Vadim y Orson Welles, entre otros. Sin embargo, el relato es otra cosa. El tercer film del realizador Ilmar Raag, responsable de Klass (2007) –que logró cierta notoriedad a partir del crudo abordaje que hacía sobre el acoso escolar– se desarrolla en varios niveles pero los tres protagonistas transitan diferentes aspectos del mismo tema: la relación con la vida, la vejez y la muerte. Lo cierto es que Raag tiene entre manos un elenco fantástico (es un placer ver el oficio de Moreau y también el talento de Mägi) y con esos elementos le alcanzan para concretar un film liviano, convencional y correcto, en donde todos los esfuerzos parecen estar concentrados en la belleza de París que, hay que decirlo, es retratada con una mirada entre turística y publicitaria.
Una obra honesta y de calidad La segunda experiencia de Miguel Cohan como director es satisfactoria. La adaptación se centra en la historia policial a la que suma varias capas de complejidad y misterio. La cámara toma un cuarto, recorre el respaldo de un sillón de cuero que domina el lugar, hace un paneo sobre los portarretratos que están sobre una coqueta mesita y finalmente se instala frente a Pedro Chazarreta, sentado, degollado, muerto. Comienzo clásico para un policial correcto, con un crimen, la incógnita sobre el asesino y en el medio más muertes que se apilan y complican la resolución del caso. Después de Las viudas de los jueves, nuevamente un libro de Claudia Piñeiro es elegido para su adaptación, en este caso a cargo del propio director de la película, Miguel Cohan (Sin retorno) y su hermana Ana, que a la hora de trabajar el guión tomaron el camino lógico de concentrarse en la historia policial, con la escritora Nurit Iscar (Mercedes Morán), el veterano periodista Jaime Brena (Daniel Fanego), más el novato Mariano Saravia (Alberto Ammann), como los investigadores del caso que va sumando capas de complejidad y misterio. Todo en Betibú es correcto, con un legítimo esfuerzo por atenerse a las reglas del género policial desde una historia oscura, que arranca antes, con la víctima como sospechoso de haber asesinado a su mujer. Y entonces Brena que lo conoce pero que por una estupidez es apartado de su cargo como jefe de policiales del diario por el director del medio (José Coronado), tiene que soportar que le pongan como superior a un periodista joven e inexperto, aunque sin embargo entre ellos se va a establecer una relación de confianza y se van a complementar perfectamente con Nurit-Betibú, autora en desgracia –su último libro no funcionó, la relación que tenía con el director del diario tampoco–, que es convocada para vivir en el country La Maravillosa y desde el mismo lugar de los hechos escriba sobre el caso. Una muerte real para alimentar su pluma de escritora de policiales. Lo cierto es que la segunda experiencia como director de Cohan (que durante muchos años fue asistente de Marcelo Piñeyro) es satisfactoria, un trhiller que básicamente se asienta sobre el policial pero que no profundiza sobre la mirada femenina, tan presente en el libro. Por supuesto, el film es una adaptación y las reglas del cine son otras, pero da la impresión de que al haberse concentrado la línea dramática en los asesinatos, el relato perdió riqueza, que logra recuperar cuando explora la química entre Betibú y Brena, con Morán y Fanego que juegan a la seducción con mucho oficio. Por lo demás, el condimento de la corrupción en la historia y el pantallazo al mundo periodístico es bastante realista, que junto a una cuidada puesta en escena dan como resultado una película honesta, un film industrial de calidad que logra superar sus inconvenientes y no decepciona.
Llena de referencias cinéfilas El tímido y apocado ingeniero de sonido Gilderoy (gran trabajo de Toby Jones), llega desde Inglaterra a Italia para trabajar en el estudio de Giancarlo Santini, un director de películas de terror de bajo presupuesto en la década del '70. En ese universo saturado de personajes desaforados, en un ambiente que no logra comprender y en el que definitivamente se siente incómodo, fuera de lugar, Gilderoy tiene que luchar contra la antipatía de los compañeros, el idioma y una manera de hacer cine que lo sorprende y que, por supuesto, reprueba. Pero, además, lo que sucede en el estudio comienza a alterar al protagonista, capas y capas de sonido de miembros cercenados, gritos de terror y sangre goteante hacen que el relato tome otra densidad, donde la realidad se percibe por las sensaciones de Gilderoy. Ganadora de la Competencia Internacional del último Bafici, Berberian Sound Studio es una película con múltiples referencias cinéfilas, desde títulos como Blow Up (Michelangelo Antonioni) y La conversación (Francis Ford Coppola), un arco de autores que incluye a Darío Argento pero también a David Lynch y también la revisión homenaje al "giallo", el mítico género italiano que combinaba el terror y el thriller a partir de historias tomadas de novelas baratas. En la primera parte del relato Peter Strickland (Katalin Varga, no estrenada comercialmente en Argentina) conforma una puesta en donde ese mundo extraño sólo tiene sentido para el protagonista cuando se concentra en su oficio, utilizando todo su ingenio para dotar de realismo a las escenas de horror, ayudado por verduras que son concienzudamente aplastadas para darle sonido a las acciones espeluznantes que se desarrollan en la sala de edición, un homenaje a los artesanos de sonido en el cine que también apunta al espectador, lo prepara para una segunda parte donde Gilderoy se sumerge en un universo más denso, lynchiano, de percepciones subvertidas, todo un desafío para descubrir y experimentar.
Intrincada, con inteligencia y rigor Tras ganar un Oscar a la mejor película extranjera, el director iraní Asghar Farhadi convocó a la argentina Bérénice Bejo (El artista), que por este trabajo ganó el año pasado el premio a la mejor actriz en Cannes. Cuatro años es un tiempo considerable para que pasen cosas, para que todo cambie o se profundicen ciertas situaciones. Eso es lo que va a averiguar Ahmad (Ali Mosaffa), que llega a París desde Teherán para firmar el divorcio con Marie (Bérénice Bejo), que se supone que recompuso su vida y está en pareja con Samir (Tahar Rahim), un joven dueño de una tintorería cuya esposa se encuentra en estado vegetativo. Marie funciona en el relato como el centro nervioso de una serie de relaciones afectivas en permanente tensión por acciones, decisiones equivocadas, secretos, deseos y malos entendidos. En ese contexto convulsionado se desenvuelven los personajes, primero los dos hombres: Ahmad que trata de desentrañar el mapa emocional de Marie –que para complejizar aún más el panorama está embarazada–, un territorio que comprende a Samir, pero que también y necesariamente incluye a su pequeño hijo Fouad y por supuesto las dos hijas que la protagonista tuvo con diferentes hombres. Adultos, niños y adolescentes en vilo, entonces, ante la nueva aventura afectiva de Marie, que parece recordarle sus fracasos y señalarle el destino que tendrá su nueva relación. Al igual que su compatriota Abbas Kiarostami, que después de una larga y exitosa carrera filmó en Italia Copia certificada, luego de ganar el Oscar a la mejor película extranjera por La separación el iraní Asghar Farhadi filmó en Francia esta intrincada historia con Bejo,la argentina que fue protagonista de El artista y que con este trabajó ganó el premio a la mejor actriz el año pasado en Cannes. Es una película intrincada y compleja, que muchas a veces coquetea con el melodrama más cercano a las telenovelas que al cine, con sorpresivas revelaciones de último momento pero que con inteligencia y rigor, esquiva la trampa de la simplificación para tratar de entender la complejidad de las relaciones humanas en la búsqueda desesperada por encontrar algún equilibrio, arañar algo semejante a la felicidad.