Para fanáticos de la epopeya Apenas comenzada la película y luego, con el correr de los minutos y confirmando las sospechas que se disparan al inicio, La leyenda de Hércules se asienta en un principio curioso, algo así como que cada posible espectador es virgen en cuanto al cine y de esa manera puede digerir toda la extensión del film sin tener ninguna referencia. Entonces, bajo esta presunción, el artefacto dirigido por el finlandés Renny Harlin se dedica a saquear películas del noble y vapuleado péplum (el género que se asienta en historias de aventuras en la antigüedad clásica) en una producción sin alma que cuenta el nacimiento de un héroe, Hércules, hijo del dios de la Guerra Zeus y de la reina Alcmena, que con el tiempo se enfrentará a su padrastro Anfitrión, un tirano sediento de poder. Suerte de prima bastarda de Gladiador, la historia protagonizada por Kellan Lutz (Crepúsculo), sin ningún escrúpulo copia prácticamente sin modificaciones la línea argumental del film de Ridley Scott –el protagonista es vendido como esclavo, el hijo del rey cumple el papel del pérfido y envidioso personaje que le arrebata la gloria, el héroe lucha no sólo contra una tiranía que agobia a su pueblo sino para estar junto a la mujer que ama– y por supuesto, tiene una puesta calcada de la sobrevalorada 300 u otros subproductos televisivos como la serie Espartaco. La epopeya que construye Harlin (El exorcista: el comienzo, Máximo riesgo), lejos de cualquier referencia seria a la mitología griega, se compone de muchísimos ralentis, una interminable proliferación de músculos inflados y convenientemente depilados, esteticismo berreta para las escenas de acción, una historia de amor sin pasión ni empatía, un elenco anodino, elementos que conforman una puesta sin alma, que deja poco margen para conformar un producto con algún atractivo para el espectador medio, salvo para los fanáticos del género para quienes puede ser entretenida.
Un relato sólido y definitivo La historia se teje con mucho inventario y utiliza a los cuerpos para describir la injusticia. Solomon Northup era un hombre libre y gozaba de ciertos privilegios como tener un trabajo remunerado, un dato para nada menor teniendo en cuenta que era negro y vivía en los Estados Unidos de la primera mitad del siglo XlX. Pero un día, atraído por la promesa de un trabajo muy bien pago, fue engañado, secuestrado y enviado a Giorgia, uno de los estados esclavistas. Durante 12 años, Northup fue un esclavo y finalmente fue una de las pocas víctimas que pudo volver a su antigua vida y contar en un libro su terrible experiencia. El film del director británico Steve McQueen se basa en ese texto para construir un relato con mucho de inventario de las diferentes estaciones del calvario esclavista, un mapeo de las distintas maneras de explotación, tortura, humillación y actos criminales de un sistema aberrante, con una mirada fría, rigurosa pero también con algo de efectismo sobre lo que quería contar. Firme candidata a alzarse con más de una estatuilla en la próxima entrega de los premios Oscar –una de esas historias que Hollywood adora, con un elenco sólido, un director prestigioso y Brad Pitt como productor–, la película de alguna manera dialoga con Django sin cadenas, que actualizó el debate sobre la cuestión de la esclavitud, un tema cuidadosamente esquivado por el establishment estadounidense. Pero además, sin demasiado esfuerzo cualquiera podría imaginarse a Salomon Northup (buen trabajo de Chiwetel Ejiofor), espalda contra espalda y bajo el sol abrasador de un campo de algodón con Django, para después, por la noche, compartir experiencias sobre los niveles de crueldad de sus respectivos amos, tanto el malvado Calvin Candie (que interpretó Leonardo Di Caprio en el film de Quentin Tarantino) como el Edwin Epps que compone Michael Fassbender en 12 Años..., dos personajes diabólicos, psicópatas a sus anchas con un entorno y una época favorable para desplegar su crueldad. Pero a diferencia de Django..., el film de McQueen aspira a la profundidad, con un protagonista que va revelando un complejo sistema económico, sí, pero sobre todo social, con diferentes lugares para los esclavos, primero como explotados en los campos, pero también como sirvientes, amantes de los dueños de las plantaciones, sujetos de celos descontrolados y por lo tanto víctimas de juegos perversos y crueles. Al igual que en la extraordinaria Shame o Hunger, McQueen vuelve a utilizar los cuerpos para escribir y describir el dolor y las injusticias que sufren sus criaturas, aunque en este caso, la espalda lacerada por los latigazos mostrada en todo su horror no agrega demasiado y es apenas una acentuación innecesaria del infierno que atraviesan los personajes. Sin embargo, en su conjunto el relato es sólido y es probable que con el tiempo adquiera la categoría de film definitivo sobre la esclavitud.
El creador de la factoría Efectista y ombliguista, la película narra la historia de Walt Disney y la autora de Mary Poppins, y cómo llevaron a cabo la adaptación de este clásico a la pantalla grande. Para los que fueron niños allá por la década del '60, Mary Poppins, dirigida por Robert Stevenson y protagonizada por Julie Andrews y Dick Van Dyke, fue una de esas películas obligadas que había que ver y que con el tiempo se convertirían en una pieza importante de los recuerdos cinematográficos de varias generaciones. Pues bien, antes de sumarse a la factoría Disney, Mary Poppins había nacido como personaje literario de la pluma de P.L. Travers, una australiana residente en Londres que durante casi 20 años se había negado a ceder los derechos para que se trasladara al cine, hasta que finalmente accedió a regañadientes, principalmente porque se hallaba en bancarrota. El film de John Lee Hancock –director de la exitosa Un sueño posible, guionista de la oscura Medianoche en el jardín del bien, de Clint Eastwood–, está centrado en el viaje que realiza la autora a Los Angeles para adaptar el libro y la tensa relación que establece con Walt, obsesionado por llevar a la pantalla grande un personaje que sabía que sería adorado por los chicos, mientras Travers estaba convencida que el pasaje de la literatura al cine de su creación más querida sería un desastre. Estructurada a partir de la creación estereotipada que hace Emma Thompson de la escritora, un personaje hosco, rígido y difícil de conformar, la primera mitad el film dedica partes iguales para contar su infancia aparentemente idílica en Australia y por otra parte su estancia en Estados Unidos, dentro de una estructura y una ciudad que despreciaba. Pero ya avanzado el film, la historia se ocupa de dejar bien en claro que las cosas ocurren por algo y a través de numerosos flashbacks, vuelve una y otra vez a la niñez de la autora, para mostrar cómo su portentosa imaginación fue fogoneada por su padre, un bancario soñador, atormentado y alcohólico que desde la mirada de la niña, podría haber salvado. Y el cruce dramático del relato, forzado y remarcado innecesariamente, se produce con la triste historia de Walt, que finalmente se da cuenta que la señora todavía no pudo resolver la relación con su padre y la compara con su propio pasado y el recuerdo de don Elías Disney, un señor durísimo pero que sin embargo forjó su carácter emprendedor. Y así. Hay que decir que la película tiene a favor que desde el mismo riñón de Disney se atreve a deslizar alguna crítica a la historia del imperio animado y su manera de coptar productos para hacerlos asimilables a su formato, toda una novedad para el estudio, pero definitivamente el film es un producto tan efectista como ombliguista.
Un fascinante juego de seducción La lustrosa superficie de los años '70 es el pintoresco marco para una historia de estafadores, corrupción y un triángulo amoroso conformado por Christian Bale, Amy Adams y Bradley Cooper. Muy bien Jennifer Lawrence. David Russell llamó la atención a fines de los años '90 con la despareja Tres reyes, donde abordaba con ironía y grandes dosis de acidez la guerra de Irak. Diez años después se despachó con la extraordinaria El ganador, semblanza amorosa y vital sobre un boxeador y su familia "white trash" irlandesa. Y claro, en 2012 llegó El lado luminoso de la vida, una comedia dramática sobre dos adorables limados. Después de la sucesión de éxitos, convertido en uno de los directores del momento, Russell centra su mirada en una historia de corrupción, estafadores y el dinero como el único y puro elemento importante de la sociedad, en la que un político honesto quiere cambiar algo haciendo la vista gorda, enamorar a una pareja, o convertirse en el anzuelo de un detective desesperado por avanzar en su carrera. Escándalo americano entonces se desarrolla entre kilómetros de poliéster, entretejidos imposibles, solapas XL, relojes de oro y toneladas de spray, el entorno chillón de los chillones años '70 relatados con el pulso scorseseano de aquellos años (o el recuperado en El lobo de Wall Street) con la historia clásica de un timador, Irving (otra transformación asombrosa de Christian Bale), que encuentra la cómplice ideal en Sydney (Amy Adams). De ahí al deslumbramiento mutuo hay un paso –hay un hermoso segmento reservado a ese amor improbable pero real–, unos engaños de cabotaje que sin embargo dejan sus buenos dólares pero que también llaman la atención del agente del FBI Richie DiMaso (Bradley Cooper con una imposible permanente), que los obliga a colaborar en un plan para desnudar una red de corrupción que involucra a políticos y mafiosos, y de paso se convierte en amante de Sidney, que sus motivos tiene para engañar a Irving, sin duda el amor de su vida pero también el cabrón que está casado con la manipuladora Rosalyn (brillante Jennifer Lawrence). Lo cierto es que la película es absolutamente disfrutable por un elenco al que se nota que la pasó fantástico jugando a retroceder en el tiempo para ser únicos, excéntricos y definitivamente ordinarios, mientras en la pantalla giran, se tocan, se enamoran y se traicionan en un juego de seducción interminable que resulta fascinante, siempre sobre esa superficie lustrosa de los años '70, con una historia que suma interés al estar condimentada con una cuota de noir (casi como la gran novela americana que nunca nadie escribirá), es decir, una mirada nostálgica, trágica, de los usos y costumbres de la auténtica manera de hacer las cosas en América.
Programa de protección de mafiosos El director Luc Besson (Nikita, El perfecto asesino, El quinto elemento) se embarcó en el terreno de la comedia y decidió convocar a figuras como Robert De Niro, Michelle Pfeiffer y Tommy Lee Jones. Pero no da en el clavo. Un mafioso decide abrir la boca y contar todo lo que sabe sobre el hampa neoyorquino a cambio de que la justicia lo deje libre y le permita entrar junto a su familia en el programa de protección de testigos. Y se sabe, cuando uno de los miembros de la mafia se convierte en traidor, más vale que se esconda bien, por lo que Fred (Robert De Niro), su esposa Maggie (Michelle Pfeiffer) y sus hijos Belle (Dianna Agron) y Warren (John D'Leo), residen en el sur de Francia y cada tanto cambian de destino para borrar cualquier posible rastro de su paradero. Instalados en un pueblito, por una casualidad, la pista de su lugar de residencia llega a manos del capo de la Cosa Nostra, que envía a un grupo de sus hombres a eliminar a Fred y a todo su familia. Desde los años '80, cuando debutó como director, Luc Besson estuvo dispuesto a incursionar en todos los géneros y formatos de coproducción, desde Subway y Azul profundo, pasando por Nikita, El perfecto asesino y El quinto elemento, hasta Angel-A. Ahora se despacha con una comedia híbrida, que abreva en la tradición del cine policial para ironizar sobre sus tópicos y entregar algunas situaciones cómicas a partir del absurdo de una familia delineada desde los estereotipos cinematográficos del imaginario mafioso que por caso, se fue construyendo con los films de Francis Ford Coppola o Martin Scorsese –a propósito, el director de Casino es el productor. Entonces, mafioso, esposa e hijos se enfrentarán a situaciones cotidianas en un país que no es el suyo, y el grueso registro de Besson marcará las diferencias entre la cultura estadounidense (o la falta de) y la francesa, para que, claro, cada uno de los integrantes de la familia termine arreglando sus asuntos con el mundo exterior con la violencia que se espera de ellos. Es cierto que hay algunos elementos del film que son rescatables, como la escena de De Niro en el cine club del pueblo en plan de escritor estadounidense (ésa es su identidad ficticia), comentando Buenos muchachos y siempre, siempre es un placer ver a Pfeiffer haciendo lo suyo, pero las vacilaciones del director a la hora de decidirse por el camino de la comedia, negra, irónica, la que sea, la obstrucción que representan varios momentos dramáticos y la suma de escenas de violencia que no terminan de encajar con la ironía que se le quiere dar al relato, hacen de Familia peligrosa una película despareja, anodina y olvidable.
Sustos de bajo presupuesto Seis años ya y cinco películas con actividades paranormales. Camaritas livianas, pesadillas, gritos en off, pasillos interminables, brujerías varias, manchas en la piel, gente asustada. La culpa será de la bruja Blair y de su horrible secuela, pero el negocio "found footage" continúa y por lo menos hasta hoy, parece no tener fecha de vencimiento. Actividad paranormal: los marcados empieza como una torpe comedia adolescente al estilo adrenalínico de la serie Jackass, hasta que al poco rato cambia el tono y dos amigos, Jesse (Andrew Jacobs) y Héctor (Jorge Díaz), se convierten en los protagonistas de la trama, especialmente el primero, quien luego de un sueño observa que su piel tiene más de un grieta, tal vez debido a un ritual demoníaco o quien sabe porqué motivo. De allí en adelante, la película se aproxima a sutilezas como las que dejó El último exorcismo y sus precuelas y secuelas. Entonces, como era de esperar, surge la orgía de cámaras con sus luces azules y nocturnas para mostrar el miedo, el pánico de la pareja, el espanto llevado al extremo al momento de retratar una habitación mohosa semejante a la de niña endemoniada de REC, el film español que tanto bien y mal hizo para que surgiera esta clase de cintas de bajo presupuesto. Horror en campo y fuera de él, un grito temible que parte del sótano, ladridos de perros en off y corridas a toda prisa por las instalaciones de la casa, marcan a fuego hacia adónde pretende ir esta clase de películas. La dirigió un tal Christopher Landon, productor ejecutivo de anteriores actividades paranormales, una manera de hacer cine de género que tiene sus fanáticos y defensores. El resto de los mortales puede abstenerse sin culpa alguna.
Con los medios de su lado El film de Alex de la Iglesia cuenta la historia de un hombre que quedó sin empleo y decide exponer sus miserias en la televisión. Una obra con menos desbordes y más incisiva. Por esas cosas de la distribución, La chispa de la vida, el film de Alex de la Iglesia de 2011 llega a la cartelera argentina después de la última película del director vasco, que tuvo su estreno mundial hace menos de dos meses. Y si bien desde este mismo medio se señaló que Las brujas comenzaba con una mirada irónica sobre la empobrecida España –con el robo en la Puerta del Sol a cargo de un grupo de desesperados, buscas disfrazados de estatuas vivientes– para luego desbarrancar en una narración caótica, La chispa de la vida es más humilde y a la vez más compacta, una obra mucho más coherente e incisiva. Cuando todavía no se había explicitado con tanta claridad la crisis europea y en particular cómo afectaría a España, De la Iglesia fijó su feroz mirada sobre el ajuste, la desigualdad y la desocupación, con un relato que tiene como centro a Roberto (José Mota), un publicista sin empleo que sufre un accidente y decide explotarlo mediáticamente para salir de la miseria. Con una barra de acero clavada en la cabeza en un lugar que muchos años atrás fue el hotel donde pasó su luna de miel junto a su esposa Luisa (Salma Hayek), Roberto es descubierto por un guardia que lo graba con su celular, mientras que la víctima empieza a planear cómo sacarle partido a su situación –su imagen como crucificado es tan obvia como potente–, en una situación donde en definitiva se demuestra que casi nadie puede escapar del perverso juego de conveniencias que friccionan contra lo correcto y las decisiones morales. Con la participación de Hayek, que dadas sus limitadas condiciones ofrece una ajustada composición de la esposa del desesperado, la película tiene varios puntos de contacto con Cadenas de roca de Billy Wilder. Pero si en el film de 1951 se ponía en el centro del relato la voracidad de los medios, La chispa de la vida cambia el eje de la mirada. Es Roberto, herido en un accidente pero por sobre todo víctima de un sistema injusto, el que conoce la lógica de la televisión y decide utilizar a los medios en su provecho, en un sálvese quien pueda triste y patético. Sin embargo, dentro de la narración, el director deja un espacio decisivo para dar cuenta de la dignidad de algunos, que todavía sostienen con la palabra y las actitudes que no todo se puede comprar. Un relato lleno de humor, absurdo y esperanza de un director irregular que en su penúltima película logró dominar sus desbordes habituales.
En busca de experiencias límite La película de Walter Salles, basada en la novela de Jack Kerouac, cuenta la historia de un ex convicto que junto a un amigo recorre Estados Unidos y vive, en su travesía, distintas experiencias. Con música de Gustavo Santaolalla. Desde hace años En el camino es uno de esos libros malditos que se resisten a ser trasladados al cine, un sueño de muchos directores que finalmente pudo lleva a cabo el brasileño Walter Salles, director de Diarios de motocicleta y Estación Central. El manuscrito de Jack Kerouac, junto a El almuerzo desnudo de William S. Burroughs y Aullido de Allen Ginsberg, prácticamente fundaron y fueron el sustento de la llamada Generación Beat allá por la década del 50 del siglo XX, que incursionó en la libertad sexual, la experimentación con drogas, desde una mirada sobre el mundo que estaba influenciada por el existencialismo atravesado por una buena dosis de nihilismo. El libro, escrito en un papel sin fin, para no perder el ritmo del dictado febril de los recuerdos y de la imaginación de Kerouac, es una sucesión de momentos en la ruta intervenidos por instantes elegíacos y a la vez exaltados sobre la libertad y el hambre de vivir de un grupo de jóvenes. Así, Sal Paradise (Sam Riley interpretando al alter ego de Kerouac) se hace amigo de Dean Moriarty (Garret Hedlund), un ex convicto, con el que junto a Carlo Marx (Tom Sturridge alla Allen Ginsberg), recorren Estados Unidos en busca de experiencias límite. Dean es un poderoso seductor que atrae a hombres y mujeres por igual y está dispuesto a vivir todos los formatos del placer, mientras que Sal está allí, un poco dejándose llevar, "viviendo la experiencia" –trabaja en un campo de algodón, tiene una aventura con una latina, comparte un viaje en camión con jornaleros golondrina– y otro poco como historiador de ese personaje, que representará desde el texto que está a punto de escribir, una juventud disconforme, que no está dispuesta a vivir como sus mayores. Si bien es cierto que Hedlund carga con el magnetismo de su personaje y lo traslada a todo el film, las sospechas previas acerca de lo difícil de adaptar la novela original al cine se confirman con un relato deshilachado, sin un rumbo claro, con una multitud de intérpretes valiosos que salvo Kristen Stewart, parecen incluidos con el propósito de que se hable de un elenco excepcional, tal es el caso de los casi cameos de Garrett Hedlund, Amy Adams, Kirsten Dunst, Viggo Mortensen, Steve Buscemi o Alice Braga, que junto a la música de Gustavo Santaolalla y el preciosismo de la fotografía de Eric Gautier, no consiguen levantar la puntería de una película que termina siendo la oportunidad perdida de retratar un momento único de libertad y apertura de pensamiento de toda una generación.
Escaso respeto a los mayores Las segundas oportunidades y la felicidad que produce el arte para quienes recorrieron un largo camino son las dos ideas base sobre las que se sostiene la película protagonizada por Vanessa Redgrave y Terece Stamp, temas que en los últimos años recorrieron con mayor o menor suerte varias producciones centradas en la vejez, como la reciente Rigoletto en apuros o El exótico Hotel Marigold. En el film de Paul Andrew Williams, director de Un oscuro secreto, Marion (Redgrave) es una enferma de cáncer que con mucho esfuerzo ensaya en un coro de jubilados del centro comunitario local. La felicidad que encuentra en esa actividad se contrapone a la amargura de su esposo Arthur (Stamp, lejos de sus mejores trabajos pero entero y digno en una película que no lo merece), peleado con el mundo, que ridiculiza la rutina de los ancianos y además, mantiene una tensa relación con su hijo James (Christopher Eccleston). Y como centro de la tensión entre los que quiere cada uno de los ancianos está Elizabeth (Gemma Arterton), la directora del coro, una joven llena de buenas intenciones y con problemas para relacionarse con personas de su edad. Y ahí va el relato, previsible y lleno de golpes bajos a cumplir con el deseo de Marion, que ya no está pero proyecta su amor sobre los que quedan, principalmente Arthur, que claro, transita la necesaria y sanadora reconversión, primero con la memoria de su esposa, luego con los que lo rodean, además de llegar a un empate con un pasado que se adivina agrio, más el bonus del crecimiento de Elizabeth, que le permite seguir con su vida. Pero más allá de las agachadas emocionales y la emoción fabricada, lo imperdonable de La esencia de la vida es que supuestamente se asienta en el respeto por los mayores y sin embargo, son demasiadas las situaciones –principalmente, cuando el coro se prepara y, luego, en una competencia musical–, que se somete a los personajes a situaciones tontas y poco dignas. Son viejos, no idiotas.
El imaginario de un niño respecto a su propia identidad, construida principalmente por el relato de sus mayores y por su propia experiencia, es el comienzo de Huellas, una aventura dolorosa y a la vez extraordinaria, que tiene como disparador la historia de un abuelo aventurero, un héroe de guerra que a los ojos de ese chico fue una figura gigante y que ya adulto, el director decide indagar para comprender su propio pasado. Huellas, entonces, es una película que comienza investigando la vida de Ludovico, un italiano que fue partisano en la Segunda Guerra Mundial y que luego se trasladó a la Argentina para convertirse en un buscador de oro. A medida que el relato avanza, la historia de Ludovico empieza a mostrar aristas cortantes como sus simpatías nazis, una doble vida con dos familias en la provincia de Santiago del Estero, el abandono de sus hijos. Colombo (que codirigió Rastrojero junto a Marcos Pastor), avanza en su propia historia –un poco a la manera de Papirosen, de Gastón Solnicki– y descubre junto al espectador los secretos enrevesados de sus orígenes para entregar un documental en primera persona que en su estructura de trhiller, en un ejercicio devastador y fascinante sobre la memoria.