Revisando al profeta Hubo una época en que durante Semana Santa la televisión era colonizada por películas bíblicas. Lo cual era como decir que la cara de Charlton Heston se multiplicaba en las pantallas, especialmente con “Ben Hur” y la infaltable “Los Diez Mandamientos”, la legendaria película que Cecil B. DeMille estrenó en 1956, con Yul Brynner como Ramsés II y los efectos especiales de John P. Fulton, con su bullente mar dividido hecho de aceite hirviendo. Sacando la miniserie de 360 minutos con Burt Lancaster como el “dador de la Ley”, casi nadie se animó a desafiar esa presencia canónica. Pero Ridley Scott no es alguien que se deje amilanar. En “Cruzada” y “Gladiador” había mostrado su gusto y habilidad para filmar películas “grandes” de las de antes: sword & sandals (espadas y sandalias), plano abierto y aéreo, cientos de extras en trajes de épocas, batallas épicas y exigente diseño de producción. Todas esas cosas que el Hollywood legendario hizo brillar en sus épocas doradas. Pero en estos tiempos posmodernos, la forma tiene que contemplar una confrontación del contenido: más allá de una revisión etnocultural (en estos tiempos globales es más accesible la diversidad étnica en un elenco, o filmar una película en arameo, como Mel Gibson), se vuelve necesaria una relectura que deconstruya o reinterprete a los personajes y relatos. Por dos razones: porque cada tiempo demanda nuevas miradas, y también porque carecería de sentido volver sobre lo ya hecho. Dicho esto, no está mal recordar que además se está metiendo con uno de los relatos fundantes de la civilización occidental judeocristiana, lo que no es una pavada. Entre dos mundos El líder hebreo es aquí desmontado y humanizado. El guión de Adam Cooper, Bill Collage, Jeffrey Caine y Steven Zaillian construye dos juegos de oposiciones: la obvia es con Ramsés: “primos” con Moisés, criado como hermanos el faraón Seti, quien confía más en su supuesto sobrino que en su propio hijo, lo que mete una cuestión de autoestima en el medio. La otra oposición es nada más y nada menos que con el Morador de la Zarza, Yahvé de los Ejércitos: —No siempre estás de acuerdo conmigo -le dice Malak, el mensajero de Yahvé. —Tu tampoco -le cuestiona el mortal. Moisés quiere gestar una guerra de guerrillas de liberación, y “de arriba” le avisan que la cosa tiene que ir más rápido. —¿Qué haces? -pregunta el hebreo. —Verte fallar -es la respuesta. Al ex príncipe no le gusta ver sufrir al que fuera su pueblo adoptivo, y no se siente demasiado cómodo con “medidas extremas” como la muerte de los primogénitos. El relato achica los roles de Aarón y Miriam, y hace crecer a Seti, que termina quedando como un buen tipo en sus circunstancias; a Séfora, el amor terrenal del gran hombre, y a Josué, el elegido para seguir la marcha. También innova en la presentación de la apertura del paso en el mar, y bastante en el grabado de las Tablas, aunque el cambio en la imaginería no afecte lo medular. En cuanto a la puesta visual, ya algo dijimos: es una superproducción de Hollywood a la altura de la historia de este tipo de filmes, que Scott maneja con precisión para hacer de todo esto una narración entretenida como los clásicos: las justas tensiones y distensiones entre momentos reflexivos y duelos, entre disputas verbales y persecuciones de masas. La reconstrucción de época no desmerece lo que los arqueólogos nos contaron vía The History Channel (salvo por los estribos), y las locaciones mezclan ambos mundos: entre el Egipto “verdadero” y la Almería donde se filmaban los spaghetti westerns (es una coproducción con España). De cara al futuro Este tipo de filmes es de los que suman muchos rostros pero quizás un puñado de lucimientos. Christian Bale se pone el filme al hombro como el Moisés revisionista, aunque para algunos sea el que menos mediooriental luce. Joel Edgerton construye un Ramsés creíble: todo faraón fue en algún punto criado a la sombra (literal) de sus antecesores. John Turturro se vuelve un Seti querible, casado con una Tuya pérfida que Sigourney Weaver esboza en dos trazos. Hiam Abbass le pone el cuerpo a Bitia, la madre de crianza que Moisés no deja de querer, más que a la Miriam que Tara Fitzgerald encarna por un ratito. Ben Mendelsohn hace interesante y detestable a su virrey Hegep, más vistoso que el Josué de Aaron Paul. Ben Kingsley no necesita esforzarse mucho para mostrarnos al sacerdote Nun. La española María Valverde está adorable como Séfora, que luce como una judía mizrahi del Yemen, o como la sobrina de Ofra Haza. Dar Salim tiene onda como Khyan, el ex ladero de Moisés. Y el pequeño Isaac Andrews le pone picardía a Malak, el infatigable mensajero de Dios. Hablábamos de debates sobre métodos y fines, y para el final, el líder tendrá sus dudas sobre qué pasará cuando lleguen a la Tierra Prometida, donde ya vive gente y seguramente habrá que luchar de nuevo: un debate que más de tres milenios después parece seguir candente. No somos menos que cualquier otra tribu, responde Josué: parece tener menos dudas, y sabrá hacer tronar las trompetas cuando llegue la hora.
La revolución será televisada Finalmente se acabó lo que se daba, y llegó el momento que miles de lectores alrededor del mundo estaban esperando. Si “Los Juegos del Hambre” había planteado la supervivencia en el susodicho torneo, y en “Los Juegos del Hambre: En llamas” parecía repetirse la lógica para distorsionarse hasta el estallido (literal) del final, “Sinsajo Parte 1” obviamente nos lleva a otro lugar: todo lo conocido se ha desvanecido. Hay que reconocerle a Suzanne Collins que su Saga Distritos no sólo fue punta de lanza para una línea de la proclamada literatura juvenil que se apoya en futuros distópicos (donde Divergente de Veronica Roth, “La huésped” de Stephenie Meyer y Correr o morir de James Dashner acompañan con prestigio), sino que ha revitalizado al alicaído género de la ciencia ficción, abrazando una de sus funciones históricas: reflexionar sobre los dilemas de nuestro presente, amplificados por la imaginación y la proyección en el tiempo. Quienes vienen siguiendo la saga saben de la historia de Panem, esa Norteamérica postapocalítica que, tras una guerra civil, quedó dividida entre un Capitolio que vive en el lujo a costa del vasallaje de los periféricos distritos. Como castigo a aquella rebelión de hace 75 años, la pena recordatoria son esos Juegos del Hambre, un reality show sangriento donde jóvenes de los distritos deben matarse hasta que uno sobreviva. Todo muy cruel, y televisado. Pero todo eso terminó con el último flechazo de Katniss en el final del último filme. Ahí supimos dos cosas: el extinto Distrito 13 resiste bajo tierra, y las actitudes de Katniss en la arena se han convertido en un estímulo para la revuelta de los oprimidos. Operativo de rescate mediante, vemos cómo la joven Everdeen es recuperada por la alianza revolucionaria integrada por el Distrito 13, quintacolumnistas capitolinos (empezando por el ex director de los Juegos, Plutarch Heavensbee) y varios Vencedores del pasado (Haymitch Abernathy, Finnick Odair, Johanna Mason y Annie Cresta). Revuelta mediática El problema es que Peeta, el compañero y supuestamente ficticio amor de Katniss quedó en manos del presidente Snow, junto con Johanna y Annie. Así es que el Capitolio lo utiliza para quebrar a la chica y desalentar las revueltas, amén de que Snow no escatima crueldad (especialmente contra el Distrito 12, hogar de la muchacha del arco). Contra Peeta entonces, y estimulada por los rebeldes, la frágil heroína tendrá que convertirse ella misma en el Sinsajo, el emblema de la revolución. Y la lucha principal (más allá de toda la sangre que haya de correr) se dará en televisión: Peeta llamando a la reflexión desde la programación del Capitolio, y Katniss en los “propos” (cortos propagandísticos pensados por Plutarch y realizados por la directora Cressida y su equipo) que los rebeldes mandan a los distritos y, cuando pueden, al mismo Capitolio. “La batalla es en el discurso y por el discurso”, diría algún académico posmo, y acá no es chacotera: la batalla se libra entre estudios con sillones y campañas con música, slogans y una chica bonita con un lindo prendedor y un vestuario que el diseñador Cinna le legó. La adaptación del libro de Collins, extenso y triste, contó con la mano de la propia autora, junto al trabajo de Peter Craig y Danny Strong: ellos tomaron la decisión de cortar la historia en dos partes, a la manera del final de la saga de Harry Potter. Francis Lawrence vuelve a ponerse detrás de las cámaras para narrar con el mix de técnicas usual: un poco de cámara en mano para primeros planos cálidos, y una realización más amplia para mostrar batallas y escenas colectivas, de las que habrá muchas: bombardeos y escaramuzas no se escatimarán. Contracaras El antagonismo declarado está en dos identidades contrapuestas. Jennifer Lawrence es intensa y visceral como Katniss: más fuerte que nadie pero demasiado frágil para soportar la tarea encomendada. Del otro lado, Donald Sutherland se relame en su rol de Coriolanus Snow, gélido y vengativo a la vez: uno puede sentir el aroma combinado de las rosas y la sangre. En el medio, Julianne Moore busca matices en el rol de la presidente Alma Coin, líder del distrito 13, llena de vericuetos pero dura como la roca. El que está endurecido como soldado imbatible es Liam Hemsworth como Gale Hawthorne, de a poco distanciado de aquel muchacho que era (y de su relación con la protagonista). Poco papel tiene aquí el otro galán, Josh Hutcherson como Peeta, un rehén cooptado por el Capitolio. También acotado está Woody Harrelson como Haymitch (no más de alguna escena suelta), y algo hay de la picaresca de Elizabeth Banks como la capitolina Effie Trinket. Sam Claflin como Finnick construye un personaje más tridimensional, mostrando lo que había detrás del presuntuoso taxi boy del Capitolio. Sin demasiado esfuerzo, Natalie Dormer hace una Cressida interesante, secundada por el equipo de Evan Ross (Messalla), Elden Henson (Pollux) y Wes Chatham (Castor): los rostros nuevos que la producción gusta de mostrar en las promociones. Dejamos para el final a Philip Seymour Hoffman, cuyo Plutarch tiene más desarrollo en esta segunda aparición, desgraciadamente estrenada tras su muerte (el filme está dedicado a su memoria). Las cartas están echadas, la revolución está en marcha y esta vez será televisada: el último, que apague la pantalla.
El pasado en el banquillo “El juez” es varias películas en una. Quizás porque recorre tópicos ya transitados, pero combinándolos con frescura y un juego de intensidades que al principio parecen confundir al espectador, pero que luego atrapa: quizás porque la vida es así, está la tragedia, las bromas en momentos inconvenientes, las deudas del pasado. La vuelta al pueblo natal del citadino para lidiar con su pasado y encontrar el amor es un tema ya tratado por “Todo sucede en Elizabethtown” de Cameron Crowe, y por la subestimada “Tiempo de volver” (“Garden State”), de Zach Braff, por citar ejemplos. El reencuentro familiar para sacar los trapitos al sol explotó como nunca en “Agosto” (John Wells sobre Tracy Letts). Y también alguno podrá acordarse de “Ed”, aquella serie del abogado corporativo de Nueva York que, divorciado y despedido, se vuelve al pueblo natal y se encuentra con la que no le dio bola en la secundaria. Entre esas constelaciones se mueve en “El juez”, sumándole la trama policial-judicial con la que se promociona, pero que en realidad es más el eje organizador del relato que el argumento de “una película de juicio”. Conflictos Henry “Hank” Palmer es un aplomado abogado de un estudio neoyorquino, que cobra fortunas por defender delincuentes de guante blanco y ricos que puedan cometer algún delito penal. Tiene el auto, la casa y la familia perfectos. Cuando le avisan que murió su madre, su partida al funeral revelará dos cosas: que su matrimonio está en crisis y que no quiere saber nada con volver a encontrarse con su padre, Joseph, histórico juez de su pueblo natal en Indiana. De a poco, y a lo largo de la cinta, se irán desgranando las razones de esa tensión, y sus relaciones con los otros personajes, especialmente los hermanos de Hank: Glen, la ex promesa del béisbol que vende neumáticos, y Dale, el hermano con retraso mental pero puro corazón y cámara Súper 8 en mano. Y no puede faltar la novia de juventud, Samantha, la que amó siempre el lugar contra las ganas de Hank de irse. En el medio de todos esos reencuentros, pases de facturas, enigmas sobre el pasado, “qué hubiese pasado si...”, “¿por qué hiciste eso?” y demás, un ex convicto aparece muerto, y su sangre en el auto del juez Palmer. Así, Hank se verá retenido en el pueblo como abogado de su propio padre, un hueso duro de roer que de entrada no quiere saber nada con tener semejante letrado. La historia firmada por el director David Dobkin y Nick Schenk, y guionada por Schenk y Bill Dubuque, tiene su fortaleza en las situaciones, en la intensidad de las escenas y en el paulatino desgranamiento de la información sobre el pasado. También es varias películas en cuanto al uso de los planos (y la cámara fija o en mano), y en ese aspecto se luce la fotografía del laureado Janusz Kaminski. Relaciones Pero todo esto no se podría hacer sin el despliegue de talentos en el elenco, que obviamente arranca con los dos nombres centrales. Uno es Robert Downey Jr., que puede dotar a su Hank de su estilo locuaz y mandaparte (que lo hizo brillar como Tony Stark) y a la vez de una hondura dramática importante. El otro es Robert Duvall, con la justa economía de recursos para ser al mismo tiempo un juez pícaro, un padre insoportable, un abuelo cariñoso y un hombre mayor en decadencia psicofísica. Entre los dos tienen momentos increíbles: la secuencia del baño es impactante en realismo y humanidad, e incluso humor. A ellos los secundan Vincent D’Onofrio como Glen, el mayor de los hermanos, la contracara de Hank; y Jeremy Strong como Dale, el alma sensible de esa familia: su composición es mesurada y justa para un personaje que puede integrarse en la vida social y puede decir lo que otros no (además, su cámara será el hilo conductor de cruces temporales). En la piel de Samantha, Vera Farmiga aparece gigante en su rol de mujer madura, con los pies en la tierra, un poco en sintonía con su trabajo en “Amor sin escalas”, y “aterriza” la lengua y las monerías de Downey, haciendo con él buena pareja romántica. Hubiese sido interesante que el rol de Carla (la hija) fuese interpretado por Taissa Farmiga, pero el parecido hubiese arruinado uno o dos enredos de la trama. Leighton Meester (belleza sin aditamentos y pura frescura) cumple bien esa tarea. A Billy Bob Thornton le alcanza con su estampa, su presencia escénica y dos o tres gestos para darle vida al fiscal Dwight Dickham, duro en apariencia. Dax Shepard convierte a C.P. Kennedy (el abogado local) en un pelotazo en contra pero querible en el fondo. Y el descubrimiento del casting: Emma Tremblay como Lauren, la hija de Hank: una niña muy natural y con buena química con el protagonista.
Una especie de magia Quien vaya a ver “Magia a la luz de la Luna” se encontrará frente a un catálogo, un digesto de los temas y tópicos allenianos. En primer lugar, el protagonista gruñón (que supo encarnar él mismo, y luego comenzó a delegar), desencantado de la vida, sabedor racional de que el mundo es una porquería; confrontando con la chica joven, quizás un poco bruta, pero llena de vitalidad, que pueda sacudirle un poco esa visión (“Que la cosa funcione” fue uno de sus últimos trabajos en ese sentido). Podríamos pensar en la figura de un “Pigmalión al revés”: el hombre mayor y culto que quiere en algún modo formar a esa pequeña fuerza de la naturaleza, que termina siendo educado sentimentalmente por ella. También aparece aquí el mundo de los “bohemios burgueses”, gente de clase alta empapada en consumos culturales. Sigue también el periplo europeo de Allen, que tras su “salida” de Nueva York pasó por Londres, Barcelona, París y Roma. Ahora llega a la Costa Azul y la Provenza: hay una historia para cada lugar y viceversa, y una forma de filmar (una fotografía, unos colores) para cada espacio. Edad dorada Y encima ambientada a finales de la década de los locos años '20, que supo retratar Francis Scott Fitzgerald (curiosamente, uno de los personajes de “Medianoche en París”, también ambientada en aquellos tiempos), que terminarían al poco tiempo destruidos por la avaricia de unos financistas que Scott Fitzgerald mostró (antes del derrumbe) en “El gran Gatsby”. El clima de época está dado no sólo por la muy lograda recostrucción en cuanto a vestuario y escenografía, sino también por cierta edición ingenua, de “cine de antes” (“Vamos a tal lado”, imagen del viaje en coche y “Ya llegamos”); algo del cine mudo, con los planos y contraplanos próximos de los protagonistas, como para exacerbar la gestualidad; y algo del Hollywood dorado en las reflexiones en voz alta del protagonista. La fotografía es muy cálida, lo que resalta esos ambientes bucólicos de una Europa que hoy existe un poco menos. También está el tema de la música, especialmente el hot jazz de aquellos tiempos, que más de una vez abrió los créditos en tipografía Winsor, ahora se extiende como uno de los hilos conductores. También esa atmósfera de salón europeo a lo “Cabaret” (que también mostraba algo que estaba por terminar), homenajeada con la presencia de Ute Lemper como cantante del local nocturno (siendo la heredera de la cultura del cabaret alemán y la obra de Kurt Weill). El escéptico La historia arranca con Stanley Crawford, más conocido como el gran mago Wei Ling Soo, un ilusionista de prestigio convocado por un ex condiscípulo para desenmascarar a una psíquica y medium estadounidense, que tiene cautivada a una rica familia de ese país afincada en la Riviera francesa. Brice, el heredero medio pavote de la familia, está además perdidamente enamorado de la joven. Stanley deja a su prometida esperando por sus vacaciones para salir hacia allí con el objetivo de desenmascarar a la muchacha, como ya lo ha hecho otras veces. Todo es superchería para él, “desde los mediums hasta el Vaticano son una superchería”. “Naces, no cometes ningún crimen, y entonces estás condenado a muerte”, reflexiona. Pero el contacto con Sophie, la chica de marras, le demostrará que otro mundo es posible, en principio en lo referido a lo más allá de lo evidente (lo que quebrará su cinismo) y luego en otros aspectos. Química El protagonista gruñón encuentra en Colin Firth una carnadura ideal: si Larry David podía ser un buen alter ego del entrañable Woody, en este caso nadie mejor que un inglés rebosante de sarcasmo (algo que a Firth le sale de taquito) pero a la vez joven como para protagonizar una historia de amor con una jovencita. Que por supuesto debe ser estadounidense, para lo cual eligió a Emma Stone: casi tan pelirroja como Rebecca Hall, quizás no tan despampanante como Scarlett Johansson, pero con unos ojos enormes y una sonrisa soñadora, con buena estampa para un filme ambientado en esos años, y más adorable que la Carey Mulligan de “El gran Gatsby” de Baz Luhrmann. El elenco se completa con Simon McBurney como Howard Burkan, el antiguo compañero segundón (que tiene sus secretos); una lucida Eileen Atkins como la tía Vanessa, la aristocrática pero sensible pariente de Stanley, algo así como su único afecto. También se luce Hamish Linklater como el pelotazo de Brice, y Jacki Weaver como su ilusa madre Grace. Marcia Gay Harden puede mostrar algunas trazas de oscuridad como la señora Baker, madre de Sophie. Erica Leerhsen como Caroline (hija de Grace) y Jeremy Shamos como su esposo George (psicoanalista, necesario para tirar como al pasar el diagnóstico de Stanley), cierran el círculo, con una pequeña aparición de Catherine McCormack como Olivia, la prometida racionalmente perfecta. Con todos estos elementos se arma este cuento sobre los límites de lo real que cuenta que, más allá de que haya o no señales del otro mundo, “enamorarse a primera vista es una especie de magia”.
En las puertas de lo inesperado En el contexto de la denominada “literatura juvenil”, además de la llamada fantasía épica (o épica fantástica, como le gusta decir a Liliana Bodoc), que suele estar vinculada al amplio apelativo al que referíamos, se han expandido en los últimos años otras temáticas. Éstas incluyeron la vampírico-demoníaca en las sagas “Crepúsculo” (Stephenie Meyer) y en “Cazadores de sombras” (Cassandra Clare), y una línea que tiene que ver con cierta rama de la ciencia ficción distópica, cuyo mayor exponente es la trilogía de “Los juegos del hambre” de Suzanne Collins, pero en la que también revisten “La huésped” (también de Meyer), “Divergente” (Veronica Roth), y “The Maze Runner”, de James Dashner (recomendada por Tiffany Calligaris a su paso por Santa Fe). Como es de esperar, la fidelidad y el entusiasmo de los públicos de estas sagas las han convertido en tentadoras franquicias para la industria cinematográfica, y a todas les ha ido llegando el turno de pasar a la pantalla grande. Y la primera novela de “The Maze Runner” no iba a ser la excepción. Lo interesante del planteo inicial de la película (tomada del libro original) es que partiendo de la base de que la amnesia es uno de los elementos clave de la historia, vamos acompañando al protagonista en su descubrir de la (nueva) realidad que lo rodea. Recién venido La historia comienza con un muchacho despertándose en un ascensor de carga, entre provisiones, y algún animal vivo. A diferencia de los ascensores individuales de “Los juegos del hambre”, que se abren a la luz diurna de la sangrienta arena, éste lo deposita en el medio de un lugar que pronto sabrá que es conocido como “el Área” (“the Glade”); allí lo recibe un montón de otros jóvenes, todos varones, quienes le dicen que en un par de días recordará su nombre de pila, pero nada más. Veremos cómo este “novato” se reencuentra con su nombre (Thomas) y empieza a conocer las particularidades de su nuevo hogar. Allí todos desconocen su pasado, todos los meses llega un novato junto con la provista que trae “la caja” (el ascensor). El Área está rodeada por los muros internos de un laberinto, al cual se accede por unas paredes que se abren durante el día y se cierran al atardecer. En el marco de esa nueva sociedad creada en tres años, se han generado grupos por actividades, y los Corredores son los encargados de explorar el laberinto para averiguar si hay una salida. Allí habitan peligros (en principio) nocturnos. Adentro y afuera Toda comunidad necesita líderes, y el principal es Alby, el primero en llegar, secundado por Newt. Minho es el jefe de los Corredores, y Gally es una figura de cierto ascendente sobre la amnésica gurisada. Otro elemento de interés reside en cómo retoma la vieja idea de “El señor de las moscas”, de William Golding: cómo un grupo de jóvenes desarraigados puede forjar desde cero una nueva civilización, con sus estratificaciones, sus jerarquías y sus reglas fundantes. Pero en este caso todo ese mundo va a ser puesto en cuestión con la llegada de Thomas, a quien se sumará “alguien más” que será otro detonante de una serie de cambios que apresurarán la búsqueda de una salida, dejando al mismo tiempo algunas revelaciones sobre el afuera. Quizás los fans de la saga literaria extrañarán cosas, como el desarrollo de los personajes, cosa que suele suceder en estos casos, en general en favor de la acción, que el debutante Wes Ball conduce con buena mano, sobre el guión de Noah Oppenheim. Las tensiones entre la “seguridad” del adentro y los peligros del “afuera” (y los argumentos “conservadores” para evitarlos) funcionan, como así también el crescendo hacia un final que trae muchas explicaciones... aunque no todas (abriendo las puertas a la próxima entrega). Buenos muchachos El juvenil elenco tiene la particularidad de incluir algunas figuritas promisorias de origen británico, además de estadounidenses como Dylan O'Brien, el encargado de conducir el relato como el decidido Thomas. La bonita Kaya Scodelario no tiene tanto margen de lucirse como Teresa (guarda, se nos está escapando un dato) pero seguramente tendrá su oportunidad en la próxima, de ahí que sea la número dos de la lista. A. Ameen (Alby) logra transmitir algo de ese rol de anciano sabio de veintipocos, pero Thomas Brodie-Sangster (Newt) impone una presencia mayor, con su aspecto de secuaz de Peter Pan y sus miradas de refilón. Will Poulter (el Eustace de Las Crónicas de Narnia, ya crecido) vuelve a hacer un personaje contrera y le sale bien. Poco espacio tiene Ki Hong Lee como Minho, un personaje que tal vez queda más unidimensional de lo que los lectores esperarían. Blake Cooper como Chuck tiene a su cargo el toque emotivo. Y para el final dejamos a Patricia Clarkson como la misteriosa Ava Paige: lo suyo es de taquito, pero también esperamos más para lo que viene. Es que más allá de los callejones sin salida parece haber un mundo más complejo: quizás el verdadero laberinto.
El hombre, lobo del hombre El título original de este filme (“The Purge: Anarchy”) lo posiciona como secuela de la película que el año pasado se estrenó como “La noche de la expiación”, pero que no tuvo estreno en Santa Fe. Y si bien se plantea como un thriller de acción y violencia, se ubica en un espectro de crítica social similar al que señalamos en estas páginas cuando comentamos la nueva relectura de RoboCop. Pero claro, sin perder unos buenos momentos con gente corriendo desesperada en medio de la furia por calles semidesiertas y mal iluminadas, con esos muchachones enmascarados que salen en el afiche, similares a algunos tramos de “Metallica: through the never”, pero sin thrash al palo. Volvamos a la premisa de origen: a principios de la década próxima, en Estados Unidos ha tomado el poder una agrupación de derecha que se autodenomina Nuevos Padres Fundadores de América (en referencia al apelativo que reciben los patriarcas de la Independencia). Éstos proclamaron la 28ª Enmienda de la Constitución: cada año, desde las siete de la tarde del 20 de junio hasta las siete de la mañana del 21, habrá 12 horas liberadas para cometer cualquier crimen, incluso el asesinato, sin asistencia de médicos, bomberos ni policías. En esta Purga Anual (aquí traducida como Depuración) la ley protege a los funcionarios y (como habitualmente) el dinero protege a los ricos. Los refundadores exhiben orgullosos las cifras de bajísimo desempleo y mínima tasa de homicidios (el resto del año). Una América próspera sobre la base de eliminar parte de la sociedad, como quien no quiere la cosa. Perfiles En esta entrega, se avanza sobre los trasfondos políticos de la cuestión. Pero siguiendo de cerca las andanzas de un grupo heterogéneo: Eva Sánchez (madre soltera latina que trabaja de moza, un perfil redondo) y su hija Cali, ideales para poner el foco en los pobres, para donde va esta historia. También se suman Shane y Liz, un matrimonio disfuncional, caucásico y de clase media, a quienes la mala suerte (por usar una expresión) puso en la misma vereda que a los excluidos (¿la caída de la clase media genera la unidad de clase? Ignacio Lewkowicz se haría una panzada con eso). Y también a Leo Barnes, un policía que está en la calle por propia voluntad, predispuesto a cometer una venganza personal. Pero su buena voluntad lo convertirá en referente de la supervivencia (así como en los westerns los granjeros necesitaba un vaquero que los salve de los otros vaqueros). Mientras tanto, un tal Carmelo emite comunicados desde la clandestinidad, llamando a la rebelión armada contra el gobierno; se presenta como líder de una organización que lucha contra él. El relato está bien narrado, desde la presentación de cada personaje hasta las sucesivas convergencias; sobre cómo cada etapa de su periplo a través de las 12 horas de violencias va revelando como a la pasada aspectos no dichos sobre la Depuración (qué hacen los ricos, qué hace el gobierno) que refuerzan el carácter clasista del nuevo orden. Y habrá un momento de clímax sobre el final, con lecturas morales incluidas. Crítica Algún desprevenido no demasiado progresista puede llegar a concurrir a la sala cinematográfica con la expectativa de encontrarse con alguna celebración de “justicia ciudadana”. Pero lo que ha gestado James DeMonaco es una distopía pensada desde una posición de izquierda, que suma dos tendencias vigentes en los Estados Unidos: la cultura de las armas (que Michael Moore mostró en “Bowling for Columbine”) y el pensamiento republicano extremo de que la forma de acabar con la pobreza es acabar con los pobres. De yapa, los ricos que aparecen son exageradamente detestables (y son los únicos que salmodian las consignas de los “refundadores”) y en la figura de Carmelo se simboliza una idea con la que el cine de Hollywood coquetea: una facción guerrillera en territorio anglosajón (sólo cuando el gobierno sea “muy malo”, eso sí, como en “V de Venganza”). Vínculos Desde la parte actoral, los mayores hallazgos son Frank Grillo como el sargento Barnes y Zoë Soul como Cali. Si el primero es un vengador cuyo buen corazón lo desvía de su camino, la segunda es quien lo guía moralmente. Además, el vínculo sale tan natural que hace que Carmen Ejogo (Eva) sea la que tenga que sumarse a esa familia ensamblada. Otra cosa que funcionó fue sumar a Zach Gilford y Kiele Sánchez como Shane y Liz: casados en la vida real, tienen algunos momentos donde pueden mostrar su química de pareja. El resto del elenco está reducido a roles secundarios, pero se puede destacar a John Beasley como el papá de Eva, Justina Machado como Tanya (la compañera de trabajo de Eva), Jack Conley como el enigmático Big Daddy, Michael K. Williams como Carmelo y alguno más. Todo indica que puede haber una próxima entrega de la saga. La cuenta regresiva para la próxima Depuración está corriendo...
El paraíso perdido En “El planeta de los simios: (R)Evolución” veíamos el nacimiento de un líder en la figura de César, el chimpancé evolucionado que logra a su vez hacer evolucionar a otros simios y escapar del dominio de los hombres: allí se evidenciaba el mitema del salvador de los oprimidos criado por la casta gobernante (con Moisés como uno de sus representantes emblemáticos). En esta secuela, se abordan otros tópicos no menos intensos, empezando por la idea del “paraíso perdido”: de cómo una nueva sociedad de “buenos salvajes”, que debería estar limpia de los vicios de las sociedades humanas no puede evitar caer en los mismos, en una aniquilación de la pureza (“El señor de las moscas” también abordaba el tema, con una minisociedad de niños-jóvenes). Y también un tema de candente actualidad, mientras vivimos un nuevo ciclo de violencia y recriminaciones en el Medio Oriente: ¿pueden los bienintencionados de dos bandos en pugna detener una confrontación que parece inevitable? Odio en la sangre Pero vayamos un poco a la historia. De la experimentación de la que salió la primera generación de simios inteligentes también surgió una plaga mortífera llamada gripe de los simios, que causó un exterminio mundial. Así que César y los suyos pudieron prosperar en un bosque cercano a San Francisco y construir allí una sociedad, basada en el principio de “simios no matan simios”. Han pasado diez años y hace un par que no saben nada de los humanos. Así felices y contentos hasta que se topan con un grupo de homo sapiens: se trata de una misión que busca reactivar una planta hidroeléctrica para alimentar a la reducida colonia superviviente de San Francisco, encabezada por Dreyfus y Malcolm, este último al frente de la misión exploradora, acompañado, entre otros, por su hijo Alexander y su compañera Ellie. Se trata de una familia ensamblada a la fuerza, por las pérdidas de uno y otro lado en la peste. Mientras César y Malcolm buscan una paz que permita activar la planta y que cada uno sea feliz con los suyos, Dreyfus empieza a pensar en planes de defensa en caso de que haya que luchar contra los muchachos peludos. Y del otro lado hay algo peor. Se trata de Koba, uno de los primeros “libertos” por César, uno de sus laderos de mayor confianza, que ante la reaparición de los humanos no puede dejar de recordar las torturas a las que fue sometido. “De los humanos... Koba sólo aprendió a odiar”, será la acertada definición de César. Ese resentimiento (“justificado”, si se quiere) terminará corrompiendo el alma de Koba, probando la certeza de la frase de Don Ramón: “La venganza nunca es buena, mata el alma y la envenena”. Así, encontrará su propio camino de violencia, violando lo más sagrado de la sociedad simia para forzar una guerra que César y los suyos (su hijo Ojos Azules, el orangután Maurice y otros colaboradores) como Malcolm y su familia tratarán de parar, aunque el resultado deje un sabor amargo. Despliegue Si en la reseña del filme anterior destacábamos el extrañamiento y la intranquilidad que generan los ojos humanos en los rostros simiescos, baste con decir que esta cinta abre y cierra con la mirada de César, más atribulado al final. Y ésa es la punta del iceberg de la realización visual (plagada de escenarios reales al aire libre combinados con ciervos digitales), cuyo punto más alto es lo que Weta Digital ha logrado en el campo de la motion capture, la técnica que permite a un actor involucrar todo su cuerpo y su gestualidad en un personaje que pueda luego ser “vestido” digitalmente. Ésta debe ser una de las veces que más se luce la técnica, por la cantidad de actores involucrados, volviendo creíbles y sin fallas a personajes como César (Andy Serkis, el actor estrella de esta técnica, desde que interpretó a Gollum, y protagonista exclusivo del cartel), Koba (un ser temible, motorizado por Toby Kebbell), Ojos Azules (con Nick Thurston debajo de la piel, un impulso juvenil en la duda) y Maurice (Karin Konoval en un personaje masculino). Del lado de los humanos, Jason Clarke le pone cuerpo y alma a Malcolm, aunque para algunos peque de inexpresivo. Gary Oldman hace otro de sus pequeños grandes personajes (un actor que puede pasar de lucirse en El topo a hacer lo suyo en La profecía del no nacido) como Dreyfus, y se vuelve adorable la reaparición “a lo grande” de Keri Russell, la mítica Felicity de la serie que el director de este filme, Matt Reeves (quien sucedió a Rupert Wyatt en la franquicia) supo crear junto a J.J. Abrams. Kodi Smit-McPhee hace lo propio con el reservado Alexander, el hijo que termina de dar cierta simetría a las familias de Malcolm y César, como para aumentar la empatía (aunque Cornelia, la compañera de César interpretada por Judy Greer, sume un bebé a la familia). Los guionistas Rick Jaffa y Amanda Silver asocian en esta ocasión a Mark Bomback para el guión, y vuelven a dejar las cartas echadas para una continuidad. “La guerra empezó, y los simios la iniciaron. Y los humanos no perdonan”, afirmará el líder primate. Si acá hay violencia, en la próxima habrá lucha a muerte. A pesar de la buena voluntad.
Jugar con los dados de Dios “¿Acaso usted está pensando en crear un nuevo Dios?”, pregunta el miembro de la audiencia. “¿Acaso no es lo que la humanidad ha hecho todo el tiempo?”, contesta el doctor Will Caster, personaje protagónico de “Transcendence: Identidad virtual”. Y esa réplica nos coloca en la tónica principal del filme y nos lleva a dos títulos que los lectores (aunque sea de solapas) podrán reconocer: por un lado el “Fausto” de Johann Wolfgang von Goethe, y por el otro “Frankenstein o el moderno Prometeo”, de Mary Wolstonecraft Shelley. En uno se ve el pacto con el Diablo a cambio de la sabiduría, y en el otro alguien que se arroga el derecho divino de crear vida, y remeda en el título a aquel que desafió a los dioses en la mitología griega. Fronteras Ahí nos aproximamos al tema: la tensión entre lo que la mente humana puede crear como forma de alejarse de lo humano, justamente. Ese tal doctor Caster del que hablamos en el comienzo no es otra cosa que un cientista de vanguardia en el área de la inteligencia artificial: su línea de trabajo está en la búsqueda de crear un computadora autoconsciente, “sentiente”: un alma artificial. Hay otros que trabajan en áreas aledañas, como Thomas Casey, que ha logrado replicar la psiquis de un mono, y Max Waters, amigo de Will y su esposa Evelyn (aunque la mira con sospechoso cariño) cuyo principal foco está en aprovechar esos avances para la cura de enfermedades, pero no está tan convencido con jugar a la divinidad. También está Joseph Tagger, que ha sido el maestro de todos y mira como un viejo gurú estos proyectos, Los que no los ven con tan buenos ojos son unos terroristas antitecnológicos conocidos como Rift, con la particularidad de provenir (al menos su líder Bree) de los equipos de desarrollo tecnológico; quienes vieron que se estaba jugando con el fuego de los dioses y no tienen la mejor idea que apagar la mecha de la manera más violenta. Así cometen una serie de atentados, envenenando a Caster con una bala embebida en polonio, poniéndolo en una situación terminal. Ante las puertas de la muerte, Evelyn -con la renuente colaboración de Max- convence a Will para replicarlo en unos servidores. Ahí nace otro debate en el que podríamos involucrar a fisiólogos y gurúes de la espiritualidad: ¿Es acaso el conjunto de las memorias, de las sensaciones y los recuerdos que alguien ha tenido, la persona misma? ¿Somos nosotros mismos una vez desprendidos de nuestro cuerpo, de nuestras hormonas, de nuestra química orgánica? Etapas Walter Pfister debuta en la dirección luego de ser director de fotografía de Christopher Nolan (quien lo apadrina desde la producción ejecutiva) sobre guión del también debutante Jack Paglen. La historia está bastante lograda, siempre trascendiendo, evolucionando, tal como su protagonista. Arranca con un pequeño flashforward, que de alguna manera transforma todo el relato en un flashback. Después, varios hechos inconexos se van uniendo hasta juntarse en el planteo inicial de la cinta, y va subiendo hasta alcanzar el momento que permite el mayor despliegue visual, con el desarrollo nanotecnológico, el mismo que va a llevar al estadio final. Hay algo bastante peculiar en la relación entre el gobierno estadounidense y los terroristas que puede asustar a algún cerebro de las agencias, de sólo pensar en estar del mismo lado que los peores asociales (ya en “Akira” de Katsuhiro Otomo vimos que más que el gobierno es su mejor amigo el que busca detener al “suprahumano”). Por ahí, lo único extraño es que como veríamos en otras cintas, de querer librarse de un enemigo así el aparato estatal estadounidense tiraría una bomba atómica y sanseacabó. Corporeidades Parte de la gracia está en la elección de Johnny Depp para un personaje muy particular: en su registro más sobrio, alejado de sus muy celebrados tics, en su carácter más seductor, pone al espectador de su lado, de parte de la “aberración” (tal vez sólo Robert Downey Jr. podría haberle disputado el papel). Rebecca Hall como Evelyn construye el perfil de esposa ideal, bonita e inteligente (¿qué combinación, no?), capaz de hacer todo por salvar a su esposo, incluso aquello de lo que después no estará tan segura. Paul Bettany como Max se para en el rol de alguien tan buenazo como para juntarse con los terroristas, o con lo más temible del aparato estatal americano, para cambiar las cosas. Morgan Freeman no necesita mucho para lucirse: el rol de viejo sabio es uno de esos papeles en los que con estar ya le basta. Cillian Murphy puede mostrar poco como el duro agente Buchanan, y Kate Mara como Bree está tan cautivante como siempre, aunque quizás un poco desperdiciada a la luz de lo que demostró que puede hacer en la serie “House of Cards”. Albert Einstein dijo alguna vez que Dios no juega a los dados. “Transcendence” se suma a una lista de obras de la industria cultural que demuestran lo peligroso que puede ser jugar con los dados de Dios.
El primer último día La presencia de Tom Cruise en el filme ya preanuncia cierto encuadre de género: un sufrido héroe que tendrá que salvar al mundo y resolver un enigma. Si “Oblivion” (también con su protagónico) jugaba con varios tópicos de la ciencia ficción de Phillip K. Dick (la memoria implantada, las vidas simétricas, etc.), “Al filo del mañana” arranca como visión a lo Paul Verhoeven de lo dickiano, con su compilado de noticieros sintetizando la situación inicial (¿alguien se acuerda de que “Robocop”, “El vengador del futuro” y “Tropas del espacio” empezaban con noticieros o comerciales?). El espectador puede reconstruir a través de flashes informativos que hubo una invasión de una rara alienígena a los que se llama mimics, por su habilidad para copiar las tácticas militares (traducidos aquí no tan correctamente como “mimos”, aunque algunos mimos parezcan extraterrestres): han caído en un meteorito y son una especie de conciencia gestáltica (lo que recuerda a “Tropas del espacio”), pero eso lo iremos viendo después. En los noticieros vemos al mayor William Cage (Cruise con toda la cara de chanta entrado que es capaz de generar), un responsable de comunicación del ejército, que cuenta sobre el novedoso exotraje (jacket) que usan los soldados humanos (lo primero que nos venden los afiches, y lo que pone un atractivo look de guerra futurista) y toda una campaña en torno a la sargento Rita Vrataski, que con poca experiencia y esa armadura se volvió una heroína en una batalla librada en Verdún (aquel legendario campo de batalla de la Primera Guerra Mundial). Volver a empezar El relato empieza cuando Cage va a Gran Bretaña, donde se prepara la ofensiva de las fuerzas de la humanidad que desembarcará en la Normandía francesa (como los aliados en la Segunda Guerra). El general Brigham (Brendan Gleeson con su mejor cara de inglés borrachín y mala onda) lo quiere mandar a trabajar al frente y ante la negativa, será embarcado como desertor. Doug Liman (el mismo que dirigió la saga de Bourne y Sr. y Sra. Smith) se luce en el desembarco, una mezcla del de “Rescatando al soldado Ryan” con algo de “Invasión del mundo-Batalla: Los Ángeles”, ya que no se ve al principio contra qué se está peleando, aunque cuando los mimics aparezcan se parecerán un poco a las criaturas de “Skyline: la invasión”. En el campo de batalla, Cage verá en acción a Vrataski (una Emily Blunt más mala y dura que cualquier alien, pero mucho más bonita), antes de morir los dos. Pero curiosamente Cage se despierta en esa misma mañana, cuando llega como desertor al campamento. Ahí empieza el “vive-muere-repite” de los afiches: Cage empezará a arrancar de nuevo el día, viviendo la misma batalla, hasta saber por qué (algo de ese secreto está en la habilidad y los méritos pasados de Rita) y cómo ahí puede estar la clave para vencer al enemigo. Al principio hay una cierta lógica de videojuego (en tal punto nos matan, así que en la próxima vida ya estamos preparados y seguimos un poco más), pero en distintos momentos Cage intentará caminos alternativos (alguno también recordará “El día de la marmota”, planteada en otra clave). Por suerte, el guión y el recorte de la dirección nos sintetizan el tormento de revivir, ver morir y morir una infinidad de veces (a veces sólo indicado por las cosas que ya sabe el protagonista). Lo importante es que de cada vivencia obtendrá una nueva información que será clave para la batalla decisiva, aunque con un giro sorpresivo sobre el final. Repetir hasta aprender Cruise aprovechará para evidenciar la evolución del personaje, de chanta a salvador de la especie, y Blunt mostrará que atrás de la “Full Metal Bitch” de los afiches (¿un chiste con “Full Metal Jacket”?) hay una mujer. Algún rato de lucimiento tendrán Bill Paxton (el áspero sargento mayor Farell), Noah Taylor (el doctor Carter, el que tiene la posta) y los inefables integrantes del Escuadrón J (Jonas Armstrong, Tony Way, Kick Gurry, Franz Drameh, Dragomir Mrsic y Charlotte Riley). Esta película se basa en la novela “All You Need Is Kill”, de Hiroshi Sakurazaka, sobre la cual Christopher McQuarrie, Jez Butterworth y John-Henry Butterworth realizaron un guión ingenioso y atrapante, más allá de que la explicación científica sobre el bucle temporal salga un poquito de la galera. Lo interesante en todo caso es cómo se emplea el recurso para explorar sus posibilidades. ¿La conclusión? Siempre viene bien una segunda oportunidad (o una milésima), aunque el costo a pagar no sea menor.
El gótico revisionismo de las hadas Sí, quizás lo mejor de este texto sea el pretencioso título que lo antecede. Pero esperamos que el lector vaya entrando en clima con él. Porque la compañía del tío Walt, que hace un tiempo se le animó a impulsar la precuela de un clásico ajeno (“Oz: El poderoso”, basada en lo que Frank L. Baum pensó sobre “El mago de Oz”), se vio revisada en clave de fantasía épica con “Blancanieves y el Cazador”. En ese contexto, y situándose en un punto intermedio entre ambas propuestas (celebradas por estas páginas), Disney se jugó a hacer lo mismo con uno de sus relatos más queridos, el que le da una de sus imágenes icónicas (ese castillito que aparece antes de cada filme): “La Bella Durmiente”. La referencia a lo gótico está en la tensión entre luz y oscuridad en el personaje protagónico (la clave de todo), en “formas de belleza extracanónicas”, pero también en el oscuro vestuario lucido por la protagonista, con sus largos pliegues, sus cuellos rígidos y sus pieles de serpiente enroscándose en los cuernos. Y también en la ominosa música de James Newton Howard y la versión oscura de “Once upon a dream” a cargo de Lana del Rey. Y lo del revisionismo va en serio: es como si Norberto Galasso y Pacho O’ Donnell se hubiesen puesto en campaña para demostrar que lo que nos han contado no es tan así incluso en los mitos de la cultura de masas (“el mito son todas sus versiones”, referíamos, citando una máxima de las cátedras de antropología). Luces y sombras Se nos cuenta la tensión entre un reino de hombres (con esa medievalidad fantástica ) y “El Páramo”, una especie de santuario donde viven felices las hadas y otros seres mágicos y luminosos, colorido como el mundo de “Oz: El poderoso” y con “algo” del bosque de los mononokes de Hayao Miyazaki, con guardianes vegetales que recuerdan a los Ents de Tolkien y Peter Jackson. Allí vive Maléfica (Maleficent), una niña hada que se hace amiga y algo más del humano Stefan, quien le dará su primer “beso de amor puro” a los 16 años. Pero la vida los va separando, en la medida en la que el reino terrenal quiere apoderarse del mágico, y Maléfica devendrá en guardiana del Páramo. Guiado por su ambición, Stefan hará algo terrible que acabará con la inocencia de Maléfica y la convertirá en la villana que conocemos y a él en rey, y luego padre de la niña Aurora, protegida por las tres haditas (“pixies”, en inglés, que tiene sus matices con “fairy”) devenidas en tías y todo lo que nos contaron. Lo que no nos contaron es qué pasó hasta que Aurora cumpla los 16, quién fue su verdadera “hada madrina”, y la profecía del beso salvador (“de amor puro”) y todas esas cuestiones. Porque el tema con las profecías son las interpretaciones (¿alguien se acuerda de la profecía en el tapiz en “Nausicaä del Valle del Viento”, de Miyazaki?). Acá se hablará de que los reinos serán unidos por un gran héroe o por un gran villano, y el final (que obviamente será feliz, pero a su manera) nos cerrará con una reinterpretación de esa idea. Y si “Stars Wars” puede leerse como la corrupción (por deseo de posesión) de Anakin Skywalker y su redención final, aquí veremos la simétrica caída de Maléfica y Stefan, enceguecidos por el dolor (y en un caso por la traición), y si hay posibilidad de redención para alguno. Presencia La película luce por el despliegue visual. Justamente se trata del debut en la dirección de Robert Stromberg, experto en efectos visuales y diseño conceptual que cumple holgadamente en guiar una cinta a su medida. El guión lo firma Linda Woolverton, una guionista de la casa que ya se atrevió a la reescritura de la “Alicia en el país de las maravillas” que dirigió Tim Burton (y que estaría preparando su versión de “A través del espejo”), que se anima aquí a la mayoría de edad en el relato. Pero todo funciona gracias a Angelina Jolie: su presencia en pantalla es magnética y atrapante; su aplomo de villana impone como mínimo respeto con gestos mínimos, y al mismo tiempo se hace adorar por el público aun en sus momentos más oscuros. Y su rostro sin edad (a la manera de Cate Blanchett en las sagas tolkienianas) es ideal para una dama extraterrena. Su contrafigura es Elle Fanning, que hace rato dejó de ser la hermanita de Dakota para convertirse en una rubiecita con mucha cara de buena y cachetes apretables, ideal para una princesa Aurora que es por definición más buena que la Vitina y el Redoxon juntos. Y el antagonista por excelencia es el rey Stefan en la piel del sudafricano Sharlto Copley, que ha hecho de loco bárbaro en varias experiencias y aquí puede mostrar el “raye” progresivo de quien ha provocado su propia desgracia. Como complemento actoral, es entrañable la participación de la celebrada Imelda Staunton junto a Lesley Manville y Juno Temple como las haditas, adorables a pesar de lo pelotazo que son, y Sam Riley como el cuervo/sirviente Diaval, áspero para decir las cosas que su ama no quiere escuchar. Sí, como decíamos antes hay happy ending y moralejas (pero actualizadas), como para que el tío Walt no se remueva mucho en el freezer. El legado está intacto, el castillo sigue habitado, y el padre de los cuentos modernos seguramente podrá mesarse satisfecho su bigote anchoíta, donde quiera que esté.