La eterna lucha por la trascendencia “¿Quién puede ser bueno durante cinco, diez años? Él ha sido bueno por 40”, dice Chris Rock al principio de la película, luego de unos créditos allenianos en tipografía Windsor. Y ése es uno de los misterios que Robert B. Weide se propone desentrañar. Una respuesta posible sale de la propia boca de Woody Allen: quizás produciendo un filme al año, por la “teoría cuantitativa”, llegue en algún momento a hacer algo más o menos bueno. Es decir, algo que sea superior a todas las creaciones que vienen haciendo reír y llorar a generaciones, y que son parte de la historia grande del cine. Esa combinación de tenacidad y autoestima por el piso (un oscarizado, amado por Cannes, que no entiende por qué alguien haría un documental sobre él, y por qué alguien pagaría la entrada para verlo) se revela como uno de los motores de tanta creatividad. Pero también aparece otro: la crisis ante la finitud de la vida, la trascendencia de la obra como forma de gambetear a la muerte, y el humor como salida a la angustia. “Es como Albert Camus pero con humor”, dirá el sacerdote, teólogo y estudioso del cine Robert Lauder, uno de los que ve estos temas desarrollados una y otra vez en su filmografía. Pero otra vez la mejor definición viene del propio Allen, esta vez desde un diálogo de “Recuerdos” (presentada como su primer tropiezo): —Si nada tiene sentido, ¿en vez de hacer películas no debería ser misionero o algo así? —No eres del tipo misionero. Si quieres ayudar a la humanidad, haz bromas que los hagan reír más. Arriba y abajo Hay una pretensión de recorrido cronológico, pero como esquema general: Weide se deja llevar por los comentarios de Allen y de sus allegados, incluyendo a Letty Aronson, su hermana y productora desde “Disparos sobre Broadway”, así que todo el tiempo hay anclajes en el presente y definiciones claves. Hay que tener en cuenta que lo que estamos presenciando es un recorte de una versión más larga de cuatro horas de duración (realizada para la televisión), basada a su vez en mucho material registrado para la ocasión pero también de archivo: es desde allí que aparece la voz de la madre de Allen (entrevistada por él), y varias declaraciones suyas en cada época, como para contrastar (o ratificar) desde su voz en el presente. Pero Weide sale airoso recortándose a sí mismo, buscando lo esencial y aludiendo a veces tangencialmente a otros momentos. Así, luego de sus inicios como “el chico que mandaba chistes a los diarios”, aparece un Woody poco conocido hoy: el stand up comedian algo extraño pero muy gracioso que tuvo que aprender a enfrentar a su audiencia, y el invitado estrella de los programas humorísticos televisivos. De allí al guionista de “¿Qué hay de nuevo, Pussycat?”, que juró no volver a hacer cine si no tenía el control pleno. Y lo tuvo con “Robó, huyó y lo pescaron” y “Bananas” (aparición de Diane Keaton, una de las presencias más importantes en su vida) y el salto a la profundidad con “Annie Hall” y “Manhattan”. “La rosa púrpura de El Cairo”, “Hannah y sus hermanas” y “Crímenes y pecados” muestran la relación afectiva y artística con Mia Farrow, muy elogiada por Allen en el presente, etapa que terminó con “Maridos y esposas” y el escándalo por la separación acaecida tras el romance del realizador con la hija adoptiva de Farrow, Soon-Yi Previn (que sigue siendo su esposa y madre de dos hijos adoptivos, por cierto). Zozobra de la que salió con “Disparos sobre Broadway” para entrar en la etapa en la que todos decían que se repetía, y de la que resucitó como el Fénix con “Match Point”, inicio de un nuevo ciclo más “europeo” (“Scoop”, “Cassandra’s Dream”, “Vicky Cristina Barcelona”, “Medianoche en París”, “A Roma con amor”) mechado con ámbitos más familiares (“Que la cosa funcione”, “Conocerás al hombre de tus sueños”). De allí salen las declaraciones de nuevos actores y nuevas musas, como su preferida Scarlett Johansson o Penélope Cruz, quien afirma: “Ha escrito algunos de los mejores personajes femeninos, conoce a las mujeres neuróticas”. “Descubrí que la mirada femenina era más interesante; se lo debo a Diane Keaton”, acotará Allen. Pinceladas Como Keaton, que reconoce haber hecho todo lo posible por enamorarlo (“no lo logré, pero estuve alrededor bastante tiempo”), Weide hace todo lo posible por asir a este personaje tan peculiar, a quien acompaña a recorrer las viejas calles, la odiada escuela, el viejo cine hoy convertido en centro de cirugía ocular, en un esfuerzo más por tratar de atrapar al mito que trata de no serlo (“Todo lo que se dice de mí era totalmente mitológico o falso. Claro, una parte era cierta”). Así, el documental se construye entre el seguimiento al personaje (incluyendo momentos de rodaje, o de presentación en festivales), el archivo televisivo, los extractos de filmes, las entrevistas con sus colaboradores y los aportes de críticos y estudiosos de su obra: un cóctel tan ecléctico como el sujeto estudiado (clarinetista de jazz, comediante, fanático de Fellini y Bergman, niño feliz que descubrió la mortalidad a los cinco años, y mucho más). Como Keaton, quizás tampoco logre su cometido, pero consigue estar alrededor lo suficiente para delinearnos en algunas pinceladas al hombrecito incansable que se levanta todos los días con la esperanza de hacer una película que valga la pena.
Con los zombies pisando los talones “Guerra Mundial Z” se propone un objetivo por demás de ambicioso: fusionar la tan en boga temática de la plaga zombie (que vendría a ser la moda que sigue a los vampiros,) y la de “respuesta gubernamental o supragubernamental a la amenaza” (extraterrestres o monstruos) con algunos géneros linderos como el cine catástrofe (a lo Roland Emmerich) y el de epidemias, cuyo último punto alto fue “Contagio”, de Steven Soderbergh. Y todo esto con mucha acción interpretada por el galancete maduro Brad Pitt (a la vez uno de los productores del filme). El equipo creativo cumple los objetivos de manera algo despareja. Porque si la novela de Max Brooks (hijo de Mel con Anne Bancroft) buscaba contar una epidemia zombie deconstruida a través de una serie de entrevistas (su subtítulo es “Una historia oral de la guerra zombie”), la historia cinematográfica firmada por Matthew Michael Carnahan y J. Michael Straczynski, y el guión definitivo a cargo de Carnahan, Drew Goddard y Damon Lindelof dan vuelta todo como una media. Así, lo primero que hacen es construir un héroe que lleve la historia y una los puntos para obtener la big picture, y de paso salve las papas todo el tiempo. Como buen héroe, tiene que ser alguien con aptitudes pero que al mismo tiempo tenga una vida normal, hasta que esa vida se deshaga en pedazos y no quede más remedio que lanzarse a la aventura. A salvar el mundo El buen Brad interpreta a Gerry Lane, un ex empleado de la ONU que estuvo en los lugares más candentes del mundo, pero abandonó todo eso para formar una familia con su esposa Karin y sus dos hijas, en Filadelfia. Hasta que un día explota la plaga zombie y la familia tendrá que escapar, llevándose consigo a Tommy, un chico hispano que perdió a sus padres (hasta en la ficción Pitt adopta niños “étnicos”). Thierry Umutoni, subsecretario general de la ONU los rescata, porque quiere que Gerry vuelva al campo a investigar qué pasa. Así, Gerry se embarca en un viaje para acompañar a un joven científico a Corea del Sur para buscar al paciente cero de la plaga, pero ahí la historia toma para otro lado, porque el científico se va rápido del relato y aparece una pista sobre Israel, donde conseguirá una compañera de aventuras: la aguerrida soldado Segen, y las ideas que terminarán de desencadenar una posible solución o paliativo al problema. Fortalezas y debilidades En lo que no falla este relato, de la mano del director Marc Foster, es que garantiza que haya una acción trepidante, con persecuciones, aviones estrellados y una seguidillas de saltos entre países, como en las películas de Bond o de “Misión Imposible”, o como en un “¿Dónde está Carmen Sandiego?” pero con los “no muertos” pisándoles los talones. Ése, quizás, sea uno de los puntos débiles: los zombies son los de siempre, tiesos, en poses incómodas y rostros desfigurados. Los mismos de las parodias, como “Zombieland” o “Mi novio es un zombie”. La otra debilidad estaría en las explicaciones de la plaga: ya que pretende ser científica y no mística, le falta un poco de cientificidad a toda la cuestión, y la “resolución” del conflicto es medio a los ponchazos, priorizando la intensidad de la pesquisa y los combates. El hombre y sus acompañantes Por el lado actoral, por el perfil de relato pocos tienen tiempo para lucirse, salvo Pitt, que está todo el tiempo en escena, en un personaje que le queda justo: un padre ejemplar que es a la vez un “todoterreno” en acción: no es soldado pero sabe tirar, no es espía pero habla de igual a igual con agentes de la CIA y el Mossad, no es enfermero pero sabe de primeros auxilios, y no teme experimentar en su cuerpo con temibles cepajes bacteriológicos. Entre los secundarios, se destacan sus contrapartes femeninas: por un lado, Mireille Enos como Karin, símbolo de un posible hogar a dónde retornar; por el otro, la israelí (con más que probables raíces húngaras) Daniella Kertesz como Segen, dura como una roca, e inocultablemente bonita (aunque afeada por su aspecto marcial). Fana Mokoena como Umutoni tiene sus momentos, atrapado entre la lealtad y la realidad. Después, algunas apariciones secundarias bien resueltas: James Badge Dale (Captain Speke), Ludi Boeken (agente del Mossad Jurgen Warmbrunn), David Morse (ex agente de la CIA) y Pierfrancesco Favino (doctor de la OMS). Es de valorar el buen trabajo de casting a cargo de Kate Dowd, como así también el diseño de producción de Nigel Phelps, ambos recorriendo el mundo para encontrar actores y locaciones en los diferentes países, con un punto álgido en la Jerusalén más milenaria. Según se pudo leer por ahí, “el arrollador éxito en taquilla de ‘Guerra Mundial Z’ animó a Paramount Pictures a confirmar la secuela del filme”. Si es así, se convertirá en una franquicia, y Gerry Lane tendrá que salvar al mundo como oficio.
El superhombre y sus dilemas Cuando en 1938 se publicó el número uno de Action Comics, algo cambió para siempre. Allí se publicó la primera historia de Superman, el personaje que Jerry Siegel y Joe Shuster venían craneando desde 1932, en plena crisis. De golpe y porrazo, un periodista con cara de pavote, despreciado en las más humillantes maneras por su compañera Lois Lane, se sacaba los lentes y se mostraba tal cual era: un nativo del planeta Krypton, con una fuerza inconmensurable y otros beneficios (todavía no volaba). Bastante “zurdito” y sin supervillanos, usaba sus recursos en lo que lo harían muchos ciudadanos de a pie: derrumbar un villorrio para que el gobierno haga un barrio nuevo, o secuestrar a un gobernador para mostrarle que en una de sus cárceles se violaban los derechos humanos. Desde aquella inocencia primigenia, mucha agua corrió bajo los puentes, en el mundo y en los cómics: de la Edad de Plata liderada por Stan Lee en la Marvel y el “Dragon Ball” de Akira Toriyama (que dejó la saga cuando se dio cuenta de que sus personajes eran demasiado poderosos), a la Guerra Fría y el mundo post 9/11. Vuelta de tuerca David S. Goyer y Christopher Nolan decidieron dar vuelta todo. Si bien Kal-El llega a la Tierra como bebé (en la reescritura comiquera de la “Crisis en las tierras infinitas” lo hicieron feto, para que nazca terrestre), nunca se muestra el hallazgo de los Kent. Tras contar el principio del fin de Krypton y el golpe de Estado del general Zod (hay allí una idea a lo Andrew Niccol, con el tema del parto natural y el libre albedrío), se pasa al presente, donde Clark Kent es un treintañero que se mueve con nombres falsos, haciendo trabajos temporales y escapando de los lugares donde usó sus poderes, incluso robando ropa del algún patio (¿alguien se acuerda del Hulk de Bill Bixby?). Todo cambia cuando aparece una nave de su mundo que le revelará su origen, poco antes de que vuelva un Zod menos vengativo que interesado en refundar su raza a través de su programa genético. En el medio se mete una aguerrida Lois, que sabe desde el vamos la identidad de Kent y lo protege, mientras él resuelve algunas cuestiones sobre el uso de sus habilidades, en parte traumatizado por un padre adoptivo (Jonathan Kent) que lo impulsó a reservar para “el futuro” el momento en que debe revelar su potencial, preanunciado por el padre biológico (Jor-El): “Lo verán como un dios”. Es que el “dilema de Superman” sigue latente: un ser con sus poderes debe devenir tirano o Mesías, más que un “emparejador” del mundo. Todo indica que “algún día” cumplirá una misión más elevada, aunque el remate de la historia nos acomode en terreno conocido como para iniciar una saga. La elección de Zack Snyder como director parece la más justa: después de todo, él adaptó “Watchmen”, la visión de Alan Moore sobre un mundo que evolucionó diferente desde la publicación de “Action Comics” Nº 1; también el realizador de la explosión visual de “300” y “Sucker Punch Mundo Surreal”. Aquí usa su habilidad para moverse entre el Krypton de ciencia ficción mezcla de “Avatar”, “Star Wars” y “Prometeo”; la fotografía cálida de los flashbacks de Smalville, donde Clark fue un niño inadaptado por distinto; la pálida estética de las andanzas por el norte helado; y por sobre todas las cosas las violentas peleas entre superalienígenas, incluyendo el clímax final, el más cercano visualmente a las imágenes del 11 de septiembre (implosiones, polvillo) de todas las últimas destrucciones cinematográficas de la Gran Manzana (acá Metrópolis, obviamente). Sin estereotipos El elenco responde a las expectativas: más allá de que algunos discutan la elección de Henry Cavill como Clark Kent/Kal-El, el muchacho le pone facha y fragilidad al superhombre. Amy Adams es una opción ideal para Lois, seguramente después de verla en El luchador, tan humana y bien plantada. Diane Lane hace de taquito una Martha Kent en plan “supermamá”, mientras que Kevin Costner hace un Jonathan Kent con onda de padre hosco pero recordable con cariño. Russell Crowe vuelve a hacer creer cualquier cosa, en este caso su Jor-El idealista, perdido entre el gobierno decadente y los golpistas, acompañado por Ayelet Zurer como Lara Lor-Van, siempre segundona aunque se encargó de parir al Último Hijo de Krypton. En la villanía, Michael Shannon pilotea un Zod sin excesos, mientras que Antje Traue le pone glamour a la esperada Faora-Ul. Christopher Meloni personifica a un coronel Nathan Hardy un poco alejado del típico héroe militar que hay que meter en estas cintas, y Laurence Fishburne encarna un Perry White bastante más amigable de lo que conocemos (y afroamericano). De yapa, la cantante Allison Crowe, haciendo “Ring of Fire” en un bolichorro de camioneros. En definitiva: a veces los normales pueden salvar el día, a veces el más poderoso puede haber sido un niño traumatizado y con problemas respiratorios. Lo que permanece es la S en el pecho como símbolo de esperanza... al menos hasta que su portador resuelva convertirse en tirano o Mesías.
Digesto de traumas en territorio salvaje El nudo de la cuestión en “Después de la Tierra” está a medio camino entre el “DSM-5” (quinta edición del “Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders”, de próxima aparición en castellano) y el psicoanálisis. Porque la “aventura” que encierra este filme de ciencia ficción se convierte en una historia de superación personal, pero atravesada por una serie de patologías que será interesante para dar una clase “canchera” en alguna cátedra de psicología. ¿Cómo viene la cosa? Una tragedia familiar, una ausencia (que se irá revelando durante la trama) separan a un padre y un hijo: el padre, el legendario y rígido general Cypher Raige, enojado consigo mismo y con la vida, por no haber podido impedir aquello; el hijo, el autoexigido Kitai, atormentado entre la culpa de un hecho del pasado (del que es bastante inimputable), y ser un hijo segundón que busca por todos los medios estar a la altura de las exigencias de su progenitor, y reemplazar aquella ausencia. Perdidos en la Tierra El contexto es el siguiente: han pasado mil años desde que la humanidad abandonó la Tierra, totalmente contaminada y arruinada por la especie dominante. Liderados por un cuerpo llamado los Rangers (“Comandos” en la traducción) llegaron a un planeta rojizo, con reminiscencias al Marte de la ciencia ficción más clásica (de Edgar Rice Burroughs a Ray Bradbury) llamado Nova Prime. Pero unos alienígenas (no se sabe bien quiénes eran) les largaron las ursas, unas bestias ciegas que huelen las feromonas del miedo, como el perro malo del vecino. Siglos después, la humanidad construyó una sociedad allí, donde la gente usa monos ajustados o vestidos amplios, como en “Star Trek”, los dispositivos tecnológicos tienen un aspecto redondeado y simple y muchas cosas parecen estar hechas de caño y tejidos; pero las ursas siguen campantes y atacando, hasta que el general Raige inventó el “fantasmeo”: básicamente el controlar el miedo para volverse invisible a las bestias y destruirlas con un arma de filos extensibles, como un lightsaber de “Star Wars” pero metálico. Esa es la técnica que los aspirantes a Rangers deben dominar... menos Kitai, que tiene un trauma de infancia y empieza a hiperventilar por cualquier cosa. Pasan muchas cosas en el medio, lo cierto es que padre e hijo sobreviven a un accidente de nave que los deposita en la vieja Tierra. Herido el general, el muchacho debe salir de expedición a buscar un dispositivo para pedir ayuda. En el medio hay una fauna desconocida y una ursa suelta, que iba en la nave. Gestación El proyecto nace de una historia de Will Smith, que Gary Whitta y M. Night Shyamalan convirtieron en un guión. Una historia que Smith impulsó para compartir nuevamente la pantalla con su hijo Jaden, como lo hicieron en “En busca de la felicidad”, cuando el retoño era más chiquito. Por si quedan dudas de la empresa familiar, entre los productores figuran Jada Pinkett Smith (esposa y madre de los protagonistas) y Caleeb Pinkett (cuñado y tío). Lo que termina desdibujando la figura de Shyamalan, un director discutido, amado y odiado, pero uno de los últimos “autores” en aparecer. Sin embargo, después de “El último maestro del aire” (una franquicia) repite ahora como director “contratado” (el italiano Gabriele Muccino había cumplido ese rol en “En busca de la felicidad”). Así que no hay giros bruscos argumentales y misterios irresueltos, sino una narración bastante prolija del cuento, con una buena puesta visual, manejo del ritmo y efectos visuales verosímiles. Lo que pierde verosimilitud son algunos diálogos en los que Kitai le pasa facturas a su padre en medio de un mundo salvaje y extraño (algo que podría haberse evitado con un poco de terapia sistémica, que está de moda). Agravado esto por cierta sobreactuación de Jaden Smith (que ya hizo de pobrecito en la remake de “Karate Kid”) como muchacho miedoso/caprichoso y desobediente (es un cadete al fin). Su padre queda mejor como el rígido general, pero bueno, no es un personaje que le exija un derroche de expresividad. En el medio, Kitai pasa de Guatemala a Guatepeor, y en el final pasa todo lo que tiene que pasar. Si la reciente “Oblivion” (sin inventar la pólvora) podía sorprender por retomar unos cuantos tópicos de la obra de Phillip K. Dick), acá hay buenas intenciones, superación personal (también la había en “En busca de la felicidad”), y una aventura entretenida, aunque en alguna ocasión el espectador promedio pueda decir “deja de llorar/quejarte y corré que se viene la maroma”.
Abriendo los cajones de la mente Arranquemos con una reflexión: “En trance” no está recomendada para los que no disfrutaron de los complejos filmes de Christopher Nolan como “Memento” y “El origen”, o se perdieron con el ritmo narrativo que usó David Fincher en “Red social” o “La chica del dragón tatuado”. Porque el polifacético Danny Boyle arranca con gran dinámica visual el intrincado guión craneado por Joe Ahearne y John Hodge, que parece comenzar trepidante y lineal, para luego empezar a expandirse para todos lados. Todo comienza con un ataque para robar una pintura, “Brujas en el aire” de Francisco de Goya, mientras está siendo subastada. Simon Newton, empleado de la empresa de subastas, queda como un héroe al tratar de salvar el cuadro, pero en realidad está conchabado con los ladrones, liderados por el profesional Franck. Una sobreactuación de los dos hace que Franck le pegue un fuerte golpe en la cabeza a Simon. A continuación se dan dos hechos: el estuche donde tendría que estar la pintura está vacío, y Simon no se acuerda qué hizo con la misma. Cuando por las malas los malandrines se dan cuenta de que realmente se trata de un caso de amnesia y no una treta del muchacho, a Franck se le ocurre recurrir a una especialista en hipnosis llamada Elizabeth Lamb. Primero sin que ella sepa, pero luego la banda se verá envuelta en una sociedad con ella, tratando de extraer de la cabeza de Simon el paradero del lienzo. La historia empieza a combinar el juego de intrigas entre las partes involucradas (la suculencia de la terapeuta nos hace saber de entrada que algún componente sexual habrá), con la exploración de los recovecos de la mente de Simon, en un viaje en el que se empiezan a mezclar las imágenes que la terapia hipnótica le genera. ¿Se las genera? ¿O cada imagen es una referencia de algo más? La trama se seguirá enroscando hasta que en el final empecemos a dudar de lo que vemos, y descubramos el verdadero secreto que se esconde en la mente del protagonista. Narración abierta El guión hace “funcionar” la historia porque es lo suficientemente inteligente como para hacernos suspender la incredulidad ante un montón de tópicos: nunca se ha visto una banda de ladrones que contrate una hipnotista, o que ésta tenga una influencia sobre la mente que reíte de Tu Sam. Seguro que además le saldrán al cruce teorías psicológicas analizando su coherencia o no (en estas páginas analizamos en su momento las discusiones de los físicos en torno al argumento de “Looper”, por ejemplo), pero a los fines narrativos consigue los objetivos, aunque después de la última vuelta de tuerca podríamos ver si en el final no se disipa un poco (más allá de la picardía en el remate). Boyle vuelve a usar su artesanía para la narración visual, con el manejo de los flashbacks, recurso en el que basó sus dos últimos éxitos, “¿Quién quiere ser millonario?” y “127 horas”: si en esos casos eran las ventanas que se abrían a partir de un presente narrativo concreto (el concurso televisivo, el explorador atrapado en la roca), acá el juego se le abre mucho más: el relato avanza hacia adelante, mientras se despliegan retazos del pasado mezclados con las cajoneras de la mente que Elizabeth le abre a Simon, plagadas de imágenes oníricas que representan otra cosa, otra escena sublimada: un vestido, un auto, un llavero azul (a David Lynch le encantaría) volverán a presentársenos de maneras varias (ya que estamos, podríamos hablar de “fuga psicogénica inducida”, para usar un término lyncheano). Boyle sigue jugando con imágenes que se repiten pero diferentes, en aquellas tomas donde hay una ventana, un espejo: ingenioso detalle... Personajes con espesor Por supuesto, otro elemento clave son los intérpretes elegidos para guiarnos en el berenjenal. Y el triunvirato elegido es altamente solvente: James McAvoy como el atribulado Simon, lleno de secretos escondidos en su cara de buenito, capaz de transfigurarse en algo temible de un momento a otro. Su contracara está en Vincent Cassel, que con su Franck reincide en un personaje que le queda comodísimo: criminal de alta gama, capaz de pasar de la risa a la violencia, y de dar miedo cuando explota (buena parte de su filmografía pasa por ahí), aunque con algunos giros que lo sacan del cliché. Por supuesto, la clave pasa por Rosario Dawson como Elizabeth. No porque Boyle se engolosine en retratar su generosa y trigueña anatomía como si fuese Goya mismo ante su Maja desnuda (con una diferencia explícita, que el espectador no podrá evitar), ni porque sea la encargada de consolidar la tensión sexual de la trama, sino porque debe lidiar con el personaje más complejo: el más indefenso pero a la vez el más poderoso, el que quiso escapar pero es dueño de todas las llaves. Todo esto se combina para demostrar que en los cajones de la mente humana se esconden cosas mucho más peligrosas que en los de la mesa de luz de un ladrón de cuadros...
Las ventajas de ser humano Cuando Andrew Niccol ha abordado la ciencia ficción ha sido desde la perspectiva del rebelde contra el “Brave New World” (título original de “Un mundo feliz”, de Huxley): si en “Gattaca” el rasero estaba impuesto por una determinación genética, en “El precio del mañana” el tiempo era la unidad de cambio y la duración de la vida se convertía en condicionamiento de clase. En “La huésped”, unió fuerza con Stephenie Meyer, la creadora de la saga de “Crepúsculo”, que demostró gran habilidad para colocar romanticismo adolescente en contextos extraordinarios; devenida aquí en productora, ya plena parte del negocio cinematográfico. Y entre los dos construyen una vuelta de tuerca sobre el tema, y encontrando a la vez una vuelta de rosca sobre los tópicos de “la invasión zombie”, algo muy de moda en estos tiempos (la humanidad acorralada, la resistencia organizada, los seres queridos que vuelven convertidos en otra cosa). Invasión prolija La Tierra ha sido colonizada por una raza alienígena de “almas” (en realidad, unos simbiontes luminosos que se meten por la nuca), que al parecer en otros mundos conviven con la raza dominante pero aquí se dedican a poseer a las personas. Así generan una sociedad de apariencia humana pero modificada: en vez de ser bárbaros que se matan los unos a los otros, ahora se ven individuos solidarios, que no mienten, que han incorporado cierta ciencia alienígena pero en general usan la tecnología local (ideal para no gastar tanto en efectos especiales). El rasgo distintivo de los “poseídos” es un aura alrededor de la pupila, algo con cierto glamour. Los humanos libres son perseguidos por los seekers (buscadores), agentes coloniales que visten trajes blancos y gustan de los vehículos plateados y la prolijidad. Tratan de capturar vivos a los humanos, para que sean receptivos a nuevos simbiontes. Ése es el caso de Melanie Stryder, quien trata de suicidarse sin éxito y recibe el implante de un “alma” conocida como Wanderer (nómade, viajera). Luchadora nata, Melanie sigue despierta, con lo cual se desata el conflicto entre las dos conciencias que habitan el cuerpo. Melanie tiene un novio (Jared) un hermanito (Jamie), y en su búsqueda parte. Anunciada como “el primer triángulo amoroso en dos cuerpos”, en realidad se vuelve cuarteto, cuando la renombrada “Wanda” (la invasora “humanizada”) empiece a tener su propia agenda afectiva. y será perseguida por una seeker salirda de su propia norma, como el agente Smith de “Matrix”. Simbiosis pasional Como decíamos, cada uno de los creativos puso su granito de arena. Niccol vuelve a defender el libre albedrío y el deseo como pulsiones esenciales de lo humano, y mostrar que “ser humano está bueno”, incluso desde la perspectiva de una entidad incorpórea y milenaria. Y Meyer vuelve a construir atracciones complejas donde todos quedan confundidos: “Te enojás si beso a un hombre al que amás, y te enojás si beso a uno al que no amás”, le dice Wanda a Melanie; “Si pudieras abrazarme como soy realmente, me apretarías para matarme”, le dice a Ian, uno que trata de colarse como en el juego de la loba. Así fluye un relato entretenido y llevadero, con momentos de tristeza pero sin ninguna amargura definitiva, y visualmente vistoso, a partir de la contraposición del mundo salvaje y desértico (el “Far West” de los westerns) donde se aloja la resistencia, y las pulcras y ordenadas ciudades, con algunos rediseños a lo Berlín oriental, donde tiene su base la sociedad de los invasores. Mi bella alien Pero parte de lo vistoso es poner jóvenes bellos en ese contexto violento (pero sin la dureza de “Los Juegos del Hambre”). Y Niccol elige una bella y a la vez buena actriz para encarnar al cuerpo dividido: Saoirse Ronan, aquella jovencita nominada al Oscar por “Expiación, deseo y pecado”, la misma que eligió Peter Jackson para “Desde mi cielo”, ya lo suficientemente mayor para dar el perfil de heroína romántica (ayuda al lector: pronuncie su nombre de pila como “Sirsha” o “Surshu”: vio cómo son estos irlandeses). Max Irons encarna a Jared, el “chico lindo” que la protagonista ama, y Jake Abel a Ian, el “galán alternativo” y sensible. William Hurt como Jeb, el tío loco y genio de Melanie que lidera a los resistentes, le da peso al elenco, junto a Diane Kruger (la obsesiva seeker) y Frances Fisher (tía Maggie), en su primer papel de “mujer mayor” (ya no de “veterana hot”). Emily Browning hace una aparición fuera de créditos, como para no deschavar el final. En definitiva: “una peli que se deja mirar”, un poco de “franeleo” (poco) en medio de una invasión a la Tierra, otro poco de reflexión sobre qué nos hace ser humanos, y la conclusión de que el corazón y las hormonas nada saben de exobiología.
El héroe detrás de la máscara Uno de los dilemas de los superhéroes (estereotipo ya fijado en la cultura popular) siempre pasó por una cuestión de identidad: ¿son ellos mismos o la máscara que crearon? Para los que tienen identidad secreta, esto es una cuestión, pero, ¿cómo funciona esto cuando todo el mundo sabe el doble rol? (algo que a Stan Lee ya le gustaba en los ‘60, cuando revolucionó los paradigmas de los superhéroes como guionista y editor en la flamante Marvel Comics). En el caso de Iron Man, la cosa toma otro cariz. Millonario, genio científico, ganador con las mujeres, Tony Stark encima se da el gusto de salvar al mundo con las superarmaduras que diseñó, y todos lo saben y lo admiran, y le perdonan su justificable megalomanía. Ahora, ¿son estos trajes una extensión de sí mismo o sólo una herramienta para el verdadero héroe que hay dentro? Este dilema es la clave en “Iron Man 3”, ubicada temporalmente después de la gran batalla en Nueva York acaecida durante “Los Vengadores”, la superproducción que reunió a los más grandes de la Marvel. Enemigos del pasado El flashback del principio remite a sucesos ocurridos en la víspera de Año Nuevo de 1999: una científica bella para conquistar, un científico looser para olvidar... Trece años después, Stark es un hombre comprometido con la bella Pepper Potts, su antigua asistente y ahora cerebro de la empresa. Es respetado y admirado por los niños. Pero la experiencia traumática de la gran batalla, cuando estuvo al borde de la muerte, le quita literalmente el sueño. En este momento de debilidad, entra en escena El Mandarín, reversión de un viejo personaje del cómic revisitado como una especie de Bin Laden de diseño (con imágenes árabes y emblemas con cimitarras), a pesar de que siga diciendo cosas chinas, y haya un par de chinitas rodeándolo: el perfecto prototipo del villano en los Estados Unidos de hoy, sólo que demasiado perfecto... La guerra contra el nuevo adversario pondrá al buen Tony a la defensiva, teniendo que valerse de su ingenio (y su capacidad para manipular gente, también) para develar los misterios que se ocultan detrás del perfecto culpable. Despojado de sus súper recursos, tendrá que descubrir si el verdadero Hombre de Hierro es la cáscara roja y dorada, o lo que va adentro. Crescendo Shane Black, exitoso guionista (fue el creador de la saga de “Arma Mortal”) se ganó el rol de director (que en las dos anteriores estuvo a cargo de Jon Favreau), sobre un guión que firmó junto a Drew Pearce, basándose en una historia que el destacado Warren Ellis escribió para el cómic. Con ese material, Black construye un relato denso, con un Stark que pasa mucho tiempo “de paisano”, y el descubrimiento de mascaradas del lado de los villanos. Porque para muchos puede ser una sorpresa que el Mal esté más cerca del traje y la corbata que de las barbas largas y los acentos raros. Por supuesto, los efectos especiales explotan en las escenas necesarias, cuando hay que mostrar en acción las habilidades del enemigo y por supuesto todas las variantes de armaduras diseñadas y controladas por el protagonista. En cuanto a la narración, nunca aburre, apostando al crescendo de la intriga hasta llegar al clímax de la confrontación final. Es una película dura sí (con las escapadas humorísticas del protagonista) pero lejísima de ser “una de violencia y efectos especiales”. El rostro Pero todo esto se completa con Robert Downey Jr. como Stark, unidos (actor y personaje) por un pasado de desarreglos. Con el mismo humor hasta en los momentos trágicos con el que construyó a Charles Chaplin, con el mismo frenesí científico y la inefabilidad de su Sherlock Holmes, Downey elabora aquí a otra de sus mejores criaturas, un hiperegocéntrico exitoso hasta el empalago, y aun así es vulnerable, bondadoso, capaz de evolucionar y de hacerse querer (aunque mantenga su autoestima por encima de las nubes). En el elenco repite Gwyneth Paltrow (la más hermosa del 2013, según la revista “People”) como Pepper Potts, dulce y tenaz fémina y la única que puede domar a la fiera; También Don Cheadle como el coronel James Rhodes, el mecanizado héroe estatal War Machine, ahora rebautizado Iron Patriot; y el mencionado Favreau, que reaparece en el rol del guardaespaldas Happy Hogan, ayudado por su físico imponente y su estilo juvenil. La siempre sugestiva Rebecca Hall (la de “Vicky Christina Barcelona”) es la doctora Maya Hansen, la conquista sexual más cara de Stark, a la luz de los acontecimientos. Guy Pearce pone sus modales hipercorrectos para encarnar al ahora pagado de sí mismo Aldrich Killian, quien vengará el desplante con creces. Ben Kingsley le pone el cuerpo a un Mandarín que da miedo, hasta que le toca actuar la actuación, lo que demuestra lo que ya sabemos: nunca será una mala elección. Completan el cast James Badge Dale y Stephanie Szostak como los esbirros de Killian, y Paul Bettany, nuevamente poniendo la voz a Jarvis, asistente digital de Stark. Para la despedida, la escena oculta que enlaza con la nueva etapa de la franquicia vengadora: después y a pesar de todo, Iron Man está ahí detrás de la sonrisa socarrona del millonario genio.
La última caravana ¿Cómo podríamos definir a “21, la gran fiesta” (“21 & Over”)? Un cóctel tan variado como los que se beben los protagonistas: una mezcla de las más clásicas estudiantinas (de “Porky’s” y “La venganza de los nerds” a “American Pie”) con el salvajismo de filmes como “¿Qué pasó ayer?” (de los mismos guionistas, ahora también directores), el humor escatológico de la reciente “Proyecto 43” y unas cámaras movedizas al estilo de “El lado luminoso de la vida”. Todo eso con tópicos conocidos: los loosers de fiesta hasta morir, la chica inalcanzable de novia con algún bruto popular, y el mito de la universidad como el espacio de descontrol en la vida de alguien entre que es un joven impúber lleno de ilusiones y un adulto amargado. A los 21 años se tiene la edad legal para enfiestarse en cualquier lado, pero ha comenzado a terminar la fiesta: se empieza a envejecer (prematuramente), empiezan las responsabilidades y la vida comienza a ser miserable. “Dentro de diez años todos los que están en este bar estarán casados, con hijos y un trabajo aburrido; ¿y tú quieres pasar tu último springbreak trabajando?”, dice la bella Nicole. “Hay que hacer todas las locuras posibles mientras podamos”. También se recurre a jugar todo el tiempo con los prejuicios etnosociales: el asiático borracho que John Hughes ponía en “16 velas” ahora pasa al frente, porque es divertido. Y además (aunque se aclara que su familia tiene varias generaciones en Estados Unidos) tiene la determinación familiar sobre su futuro, como buen chino. “Ustedes son tan blancos”, les dice “JeffChang” (así le llaman, todo junto) a sus amigos cuando no lo entienden. Amigos que son Miller, un anglosajón white trash, mal instruido y sin futuro; y Casey, un atildado judío que ya se ve en un mundo de finanzas. Aventura forzada El simpático asiático cumple 21 años un día antes de una entrevista que su estricto padre le consiguió para una gran escuela de medicina (en el Norte se estudian tres años de pregrado y luego se entra a la carrera de grado). Los dos amigotes que tiene deciden obviamente llevarlo de caravana, la cual por supuesto se sale rápidamente de madre. En algún momento, habrá que rescatar al inconsciente Jeff y llevarlo a su departamento antes de que su padre lo venga a buscar, pero ¿dónde queda el departamento? Ahí empieza una saga que incluirá más fiestas (se supone que porque está por empezar el springbreak, pero en realidad parece un mundo de fiesta eterna), latinas enojadas y violentísimas, serbios con puntería de los que se burlarán con chiste de “Rocky”, chinas guarangas y mucho más. La clave es que la solución a un problema nunca es la más racional, sino la más disparatada, que trae otras complicaciones. A esto se suma una cierta pretensión de “mensaje”: el rescate de los valores de la amistad, el amor, la elección del propio destino y todo eso, que nunca viene mal. Atrevidos Los chistes craneados por Jon Lucas y Scott Moore funcionan, en general, especialmente con los espectadores que gustan del humor fuerte. En buena medida funcionan por el oficio de los tres zarpados mosqueteros: Miles Teller (Miller), Skylar Astin (Casey) y Justin Chon (JeffChang), que hacen verosímil lo imposible (y se exponen a cualquier cosa). Del resto del elenco, cabe destacar la intimidante presencia de François Chau como el Dr. Chang, y la frutilla de la torta: Sarah Wright como la damisela Nicole, delicada pero sorprendentemente bonita y fresca como una lechuga romana recién cortada: ella sola es uno de los puntos fuertes del filme. En definitiva: una hora y media para la carcajada gruesa, y la esperanza de que la vida pueda estar buena más allá de los 21 (y de que una Nicole se fije en nosotros).
Una voz en el teléfono En 2004, mientras Brand Anderson estrenaba “El maquinista”, la sugestiva película sobre el empleado de cuello azul que nunca dormía y la paulatina revelación de la información sobre su pasado y sobre lo que realmente sucedía, David R. Ellis hacía lo propio con “Celular”, la historia en la que Kim Basinger llamaba a un desprevenido Chris Evans para que la rescate de un secuestro. Ése fue el nacimiento de un nuevo género, podríamos decir, gracias a la tecnología: un dispositivo móvil, con una batería duradera, podía permanecer conectado durante horas y en movimiento, permitiendo secuencias de seguimiento en tiempo real (también ayuda el sistema de tarifas de Estados Unidos: aquí una película así duraría 20 minutos). En “911: Llamada mortal” (“The Call”), escrito por Richard D’Ovidio, Nicole D’Ovidio y Jon Bokenkamp, Anderson retoma la senda de “Celular”, pero combinada con el drama de policías, el thriller de controladores (acordarse de “Rescate del metro 1 2 3”, del extinto Tony Scott) y los siempre bienvenidos asesinos seriales y las cosas macabras que a ellos les gustan. Pero, nos estamos adelantando un poco... En línea Jordan Turner es una operadora del 911 que trabaja en La Colmena, el centro de recepción de llamadas desde donde derivan las emergencias a los distintos organismos. Jordan es eficiente, la lleva bastante bien y hasta tiene un novio patrullero. Hasta que un día una adolescente la llama desesperada porque hay un intruso en su casa. Jordan maneja la situación lo mejor que puede, pero un momento de distracción (y eso será clave) hará que las cosas terminen mal. Seis meses después, Jordan está como instructora, alejada del servicio activo (después del trauma y la culpa), cuando decide agarrar un caso que una operadora a prueba no sabe manejar: otra adolescente, secuestrada en un shopping y encerrada en el baúl de un auto. A partir de entonces, la operadora comienza a encabezar la pesquisa policial a partir de la información que le va transmitiendo la chica desde la cajuela. Así se cruzan en la relación, que se entabla entre la operadora y la joven Casey: el sobreponerse de la protagonista al trauma del pasado, la investigación sobre las motivaciones del secuestrador (esbozadas, no explicitadas manifiestamente), y cómo éste se va convirtiendo en otro interlocutor. Hacia el final se llegará a un clímax de tensión, algún corrimiento de género hacia lo más oscuro y un giro final que sorprenderá al espectador y puede abrir alguna discusión moral (como pasó con el final abierto de “El secreto de sus ojos”). Los ojos Anderson maneja las cosas para mantener la tensión del relato prácticamente en tiempo real, todo un mérito, con una puesta de cámaras algo “convencional” (sin tantas cámaras movedizas, tan de moda hoy). Y logra el equilibrio entre la acción “real” y la que se desarrolla en las pantallas y la línea telefónica. Como juego visual agrega algunas tomas “espías” (filmar una escena fuera de una casa, desde adentro, detrás del vidrio -aunque la mayoría de las veces no hay nadie allí, sólo ayuda a generar intranquilidad); y así hasta que llegamos a la guarida del secuestrador y se necesita una estética algo más lúgubre, propia de cierto cine de horror: semipenumbras, planos que esconden, planos “del rostro que vio algo” y semidesnudeces húmedas. Conectados En cuanto a las actuaciones, asumen el desafío del thriller, poniendo en juego las emociones más primarias: miedo, ira, perturbación y, por supuesto, la irracionalidad de la locura. Halle Berry, con la solvencia que la caracteriza, está cómoda en la atribulada Jordan: es uno de esos papeles que le gustan de chica sufrida y aguerrida (y lejos del glamour de “chica Bond”). Abigail Breslin (la niñita de “Pequeña Miss Sunshine”) hace su debut como adolescente en la piel (y el pelo, el espectador sabrá por qué) de Casey Welson: aterrorizada al principio, cada vez más fuerte y decidida (y a qué extremos, si llegamos al final). Para enfatizar este debut como chica grande, el director le pone una escena en corpiño, para mostrar mejor lo bonita que está. La tercera pata del trío es Michael Eklund como el secuestrador Michael Foster, quizá un poco lineal en su composición, pero tampoco el guión le pide demasiado. Acompañan Morris Chestnut (el oficial Paul Phillips, el “gavilán” de Jordan), David Otunga (Jake Devans, compañero de patrulla), Roma Maffia como Maddy, la jefa de “La Colmena” (con pinta de dura, pero mucho más accesible de lo que parece), José Zúñiga y Denise Dowse como compañeros operadores y la aparición fugaz pero decisiva del ex soprano Michael Imperioli. Así se construye una historia para no levantarse de la silla. Y con una moraleja: cargá tu celular todas las noches, y ponele crédito, nunca se sabe...
Bizarro, con destino de culto La idea fundante de “Proyecto 43” es (salvando las distancias) la que usara Ray Bradbury en “El hombre ilustrado” (un recurso del editor para empaquetar una serie de cuentos bajo la forma de una novela). Aquí, Peter Farrelly y sus secuaces crean una historia marco como una excusa para disparar una serie de pequeños relatos totalmente disparatados, atrevidos y explícitos, estelarizados por figuras de la comedia y una larga lista de estrellas de Hollywood, habitualmente imposibles de reunir bajo el mismo cartel (especialmente desde que murió Robert Altman). La versión que nos llega a nosotros es la internacional, distinta que la de la versión británica. Aquí el relato ordenador (en lugar de “The Pitch”, con Dennis Quaid y Greg Kinnear), es “The Thread”: Calvin (Mark L. Young) filma una estupidez junto a su amigo JJ (Adam Cagley) y la suben a Internet; cuando creen que son populares, descubren que el hermano cerebrito de Calvin, Baxter (Devin Eash), los ha engañado. Para vengarse necesitan atraerlo. ¿Cómo? Convenciéndolo de que existe un video secreto y prohibido llamado “Movie 43”, que esconde inimaginables repercusiones. Baxter empieza a buscarlo, y mientras descubre que hay algo atrás de la idea va abriendo distintos videos, que se convierten en los distintos cortos. Historias de sábado Abre de ese modo una síntesis del humor estadounidense de los últimos tiempos, y eso se ve en los estilos de historias y protagonistas elegidos: la influencia de “Saturday Night Live” se puede apreciar en la historia de la primera cita (“The Catch”, protagonizada por Hugh Jackman y Kate Winslet, a partir de una idea absurda pero súper efectiva), en la parodia “Superhero Speed Dating” (imperdible Jason Sudeikis, un veterano de SNL, como Batman, junto al looser Justin Long como Robin, Uma Thurman como Lois Lane, Bobby Cannavale como Superman y Kristen Bell como Supergirl) y en algunas parodias publicitarias (“Tampax”, “Machine Kids”). Pero claro, con una fiereza que la televisión de prime time no puede mostrar. ¿Un ejemplo? El humor de diálogos (pero subidos de tono) en “Veronica”, (dupla de Emma Stone y Kieran Culkin). Por qué no asociar en esa línea también a la entremezclada iBabe, que empieza como parodia publicitaria y termina con la desopilante reunión de directorio en la que participan Richard Gere, Kate Bosworth y Jack McBrayer (el de “30 Rock”), sobre un reproductor de audio digital con forma de mujer desnuda, y las consecuencias de que la ventilación del mecanismo esté en una zona complicada. “Hey, dude...” También está el humor estúpido/fumado/borracho, que nació con “El mundo según Wayne” (originalmente un sketch de SNL) y “Tonto y retonto” (creación de Peter y Bobby Farrelly) y pasó por las comedias de Judd Apatow, el humor ácido a lo “Supercool” o “Arrested Development”, o franquicias como “American Pie”, “¿Qué pasó con mi auto?” y “¿Qué pasó anoche?”. Ahí estarían los fumones de la historia central, para empezar. Y “Happy Birthday”, la historia de los leprechauns interpretados por Gerard Butler, con los protagónicos de Seann William Scott (uno de los rostros de “American Pie”) y Johnny Knoxville (estrella de “Jackass”): un relato de sadismo y violencia absurda, parodiando relatos folclóricos irlandeses. El corto “The Proposition”, con Anna Faris y Chris Pratt, tal vez sea el punto máximo de recurrencia a la escatología y los fluidos desagradables, algo que en varias de las historias reaparece. ¿Qué decir del recurso a la menstruación como medio humorístico, en “Middleschool Date”, con Jimmy Bennett (Michael Cera estaría ideal, si no hubiese crecido), Patrick Warburton y la lucidez de Chloë Grace Moretz (la nueva adolescente favorita de Martin Scorsese y Tim Burton). “Homeschooled”, con lucimiento de Liev Schreiber y Naomi Watts, es una brutal parodia sobre cómo no perderse la porquería que es la secundaria, en un contexto de educación en casa (una opción que en Estados Unidos existe, fundamentalmente en la educación primaria), “tocando el pianito” en lo que respecta al incesto. “Truth or Dare” es una alucinación sobre cómo sería llevar el juego de verdad/conscuencia hasta sus últimas consecuencias, con Halle Berry y Stephen Merchant caracterizados con maquillajes terribles. “Victory’s Glory” es una burla sobre ciertas superioridades deportivas y de las otras que tendrían los afroamericanos, estelarizada por Terrence Howard, y “Beezel” vendría a ser una versión degenerada de Garfield, cruzada con el feísmo de Ren & Stimpy, mechado con violencia y escatología. Protagonizan Elizabeth Banks (que también dirigió “Middleschool Date”), Josh Duhamel y un demencial gato de dibujos animados. Vivos bárbaros Como decíamos, la escatología, el humor estúpido y brutal, las historias que se ocurrirían en una noche de excesos, la humillación de los perdedores, la chanza sexual, el comentario border (aborto, incesto) son los ladrillos con los que se edifica este filme coral (en actores, directores y guionistas). La clave del éxito del producto final radica en cómo consiguen darle forma elegante a los tópicos del humor que circula en vestuarios, recreos escolares y pasillos laborales; cómo convertir en algo respetable humoradas que acalorarían a los bienpensantes que se jactan de gustar del “humor inteligente”. Acá hay inteligencia, pero puesta al servicio del humor más primario. Seguramente, no es un filme para llevar a una chica como primera cita, pero se pueden imaginar reuniones para verla en grupo cuando circule en DVD o pirateada, con cierto destino de culto.