Atenta mirada retrospectiva a una realidad caída en el olvido Da bronca a veces ver algo que está bien hecho que lamentablemente tanga pobre difusión. Con mucho esfuerzo por cierto, pero pobre. Acá entraríamos en la discusión entre grandes cadenas y salas independientes, pero no viene al caso. Lo digo para puntualizar que se va a perder una buena realización si no se acerca al Cosmos, al Artecinema (Espacio INCAA Km3) o al cine Monumental, en la peatonal Lavalle. El film de Sebastián Bednarik pone luz sobre un hecho casi olvidado por la sociedad. No recuerdo en 20 años haber estado en algún asado, reunión, cumpleaños, o cualquier otro evento, en donde se tocara el tema fútbol, y por arrastre el Mundialito que organizó y ganó Uruguay en 1980. Realmente ha quedado en el olvido. La producción comienza haciendo una pequeña introducción con imágenes de la construcción del estadio Centenario, de Montevideo, del mundial de 1930 y el de 1950 que Uruguay ganó en Brasil. Mientras, Gerardo Caetano, ex futbolista y actual historiador, va enunciando algunos de los conceptos que definen el fútbol y lo que este representa en la sociedad de uruguaya. Al espectador podría parecerle un documental de manual, pero justo cuando esta idea empieza a pergeñarse aparece la frase: “el mundialito fue un circo”. Este llamado de atención, que corta la excelente música del trío Ojos del Cielo, sirve para dejar al espectador con una inmediata ansia de saber lo que sigue. Y lo que sigue es una fabulosa compilación de imágenes y entrevistas que a su debido metraje nos ubica en tiempo, espacio, contexto histórico, político y social. La realización incluye unos treinta apreciaciones respecto de aquél certamen aportadas por políticos, futbolistas, periodistas, presos políticos, hasta el mismísimo Joao Havelange, quien dejan los habituales puntos grises a los que la FIFA nos tiene acostumbrados. Cabe señalar que Julio Grondona, presidente de la AFA, se negó a ser entrevistado. Poco a poco andar el documental va recorriendo los meses previos a la organización del evento. Lo hace en paralelo con otro hecho significativo en la vida uruguaya de entonces, la famosa convocatoria de la dictadura militar (en el poder desde 1973) que mediante un plebiscito por el SI o el NO intentó modificar la Constitución para dar marco legal a su intervención, pero el lapidario rechazo significó también frustrar el intento de postularse como gobierno en las siguientes elecciones libres. Los resultados de ambos emprendimientos fueron muy diferentes. La Constitución que promueven los militares es rechazada por la ciudadanía. En cambio, el apócrifo torneo mundial del que sólo participan, además del dueño de casa, los también campeones mundiales Argentina, Brasil, Alemania e Italia, más el dos veces vice campeón Holanda en sustitución de la renunciante Inglaterra, se convierte en un éxito doble, o triple. En la cancha, Uruguay obtiene el trofeo; fuera de ella, tanto el gobierno como la silenciosa y silenciada oposición encuentran méritos para apropiárselo. Sebastián Bednarik no deja ningún recoveco de la historia sin mirar, y realiza su documental con una precisión y calidad pocas veces vista. Su capacidad de observación de la sociedad llega a un punto álgido y brillante, produciendo el mejor y más irónico momento entre su realización y el espectador: Dentro de las imágenes y audio de archivo recopiladas para “Mundialito” están los relatos de Víctor Hugo Morales con las imágenes de la transmisión televisiva. Pese a resaltar muchas veces lo terrible del momento, y las intenciones de la dictadura al organizar este evento deportivo, el espectador futbolero no podrá evitar desviar su atención al relato, al partido, y hasta cual fue el resultado. Todas las entrevistas tienen una gran riqueza en contenido, por ejemplo, la del futbolista Sócrates, quién se encarga de aclarar que al jugador de fútbol no le importa la política poniendo él mismo un ejemplo contundente, además de contar su cruzada para tratar de modificar esa realidad. Reconocimiento aparte para el sonido de Daniel Márquez y Fabián Oliver. Tantas veces despotrico contra la calidad de este rubro en muchos documentales, ahora, nobleza obliga:, gracias a los dos técnicos el espectador no se pierde ni la respiración de los entrevistados, además de un perfecto balance con los audio de archivo. Al menos esto pude percibir en la hermosa sala del Artecinema en donde la vi. Salvo una mejor y merecidísima exhibición no le falta nada a esta muy buena realización, cuyo objetivo de rescatar una parte de la historia se cumple con creces. El cine, agradecido.
Estamos en plena temporada de los tanques de Hollywood. Con la llegada del receso escolar de invierno verá usted complejos cinematográficos de 10 o 12 salas con 5 o 6 títulos. “Cars 2”, “Linterna Verde” y el final de “Harry Potter” están al caer, pero ya tenemos uno de estos productos con nosotros: “Transformers 3: El lado oscuro de la luna”. El realizador Michael Bay insiste con su estilo como cineasta. Por eso esta producción tiene dos formas de verse o, mejor dicho, dos puntos desde donde, a mi entender, se puede analizar. El primero es la película como obra cinematográfica. Desde esta mirada no solamente no ofrece nada nuevo (ni al cine; ni a la saga). Además se las arregla para bajar un par de escalones respecto de las dos primeras. En la introducción, Optimus Prime (el robot bueno) narra en off todo lo que el espectador está viendo en imágenes, tornándola particularmente redundante. Se ve el planeta de los robots en donde hay dos bandos en guerra. Una nave con un poderoso secreto logra escapar a duras penas hasta que se estrella en la luna. Lúdicamente Michael Bay aprovecha para ubicar el accidente en plena lucha por la conquista del espacio en la década del '60. Así, en 1969 el gobierno norteamericano aprovecha el Apollo 12 para encargarle a Neil Armstrong y compañía que se den una vueltita por el lado oscuro del satélite de la tierra para comprobar si las sospechas de que no estamos solos en el universo son ciertas. Lo comprueban. Lo único que es mentira es la ley de la gravedad en la luna, porque cuando empiezan a tocar cosas las manos de los astronautas se mueven a la misma velocidad con las movería usted para dar vuelta las tostadas a fin de que no quemen. Sigo. La tripulación se hace de un artefacto en especial. ¡Mire que hay cosas de la nave para llevarse!, pero a ellos les gusta ese. Con tanta mala suerte que resulta ser algo que a los Autobots y a los Decépticons les importa mucho. Luego de esta introducción de media horita, el director nos lleva al presente en el cual los Autobots, instalados en nuestro planeta, le son funcionales al gobierno de Obama para ir por el mundo llevando el mensaje antiterrorista ya conocido. Aprendieron rápido como son la cosa en USA. Mientras, Sam (Shia le beouf) está buscando trabajo. Sus condecoraciones no le alcanzan para vivir, quiere estar trabajando antes que sus padres regresen de las vacaciones. En realidad no quiere cualquier trabajo; sino uno relacionado con los Autobots. Es lógico, considerando que salvó al mundo en dos oportunidades. Su novia Carly (la modelo Rosie Huntington-Whiteley, que como actriz es muy bonita) vive con él, y le va mucho mejor como empleada de Dylan (Patrick Dempsey, ¡quién te ha visto y quien te ve!), un coleccionista de autos antiguos y posible enemigo de Sam. Ahí es donde parece que comienzan las sub-tramas para apoyar el ritmo narrativo, aunque en realidad hay una bifurcación del relato. Por un lado Sam y por el otro los robots. Luego todo vuelve a converger. ¿Para qué? Para evitar que el artefacto capaz de “hacer llover robots malos” no caiga en manos de metal enemigas. Dos horas y media para estirar un guión que debería filmarse en 30 minutos (como los capítulos originales de la TV). Lo que debería ser dinámico en cuanto a la narración, es chato y aburrido. Las apariciones de actores de renombre asumiendo personajes secundarios, como John Malkovich, Frances McDormand y John Turturro, pueden resultar graciosas, pero al relato no le aportan nada además de dejar cabos sueltos como, por ejemplo, qué sucede con los padres de Sam, o con el propio gerente de empresa interpretado por Malkovich. Michael Bay es un director a quién Hollywood le sigue dando un cheque en blanco para filmar lo que quiera. Hacer películas cuyo protagonismo son los efectos especiales, un verdadero festival, cuando se supone que debería ser muy distinto, que estos sean utilizados como herramienta de trabajo al servicio de temáticas y narraciones relevantes como protagonistas. Los rubros técnicos deben aportar a la historia no relegarla, lo cual me lleva al otro punto de vista para el análisis. “Transformers 3...” es un espectáculo visual impactante. Toda la secuencia del comienzo y la del hombre en la luna, con inserts de imágenes de archivo, están realmente bien logradas. El diseño de arte, la composición de imagen y la fotografía son elementos fundamentales para el film. El sonido es como estar en una tormenta de truenos. Su diseño es impecable, aunque no en toda su utilización. Por ejemplo, hay una escena con un edificio en donde la caída de los cuerpos contra el piso suena igual que los pasos de los robots gigantes. De todos modos es un detalle. Prepárese el espectador para el vértigo de la escena en la que un tentáculo robot "ahorca" literalmente un rascacielos para derrumbarlo. Pocas veces se vio algo igual. La última hora de narración podría separarse y ser “una de guerra” con todas las de la ley. Lamentablemente está pegada a la primera hora y media. Por esta razón la duración en tiempo es demasiado para llegar al climax, ya anunciado desde el principio. Tampoco hay novedades en la música. El concepto de compilación es el mismo. Rock industrial y algún tema lento más en una partitura que no se ha renovado. Sigue siendo un enigma para mí, cómo hace Michael Bay para filmar tanto espectáculo, y a la vez provocar en la audiencia un concierto de bostezos Eso es “Transformers 3: El lado oscuro de la luna”, espectacular y sin contenido.
Después de todo lo hablado a nivel mediático sobre el estreno de “Aballay, el hombre sin miedo” prefiero andar con pies de plomo para no caer en el facilismo de utilizar referencias que deriven en confusiones. No estoy de acuerdo con el término Western (*) Criollo o Gauchesco. Me gusta hablar de Cine Gauchesco a secas, vale decir sobre una temática que refiera historias protagonizadas por seres humanos del mundo rural, considerando la buena cantidad de producciones nacionales que la han abordado a lo largo de nuestra historia cinematográfica. Sin embargo, está claro que al realizador Fernando Spiner le gusta mucho el Western de acuerdo a la estética que eligió para su película. Respecto del cuento de Antonio Di Benedetto, que toma como referente el proyecto, el guión de “Aballay, el hombre sin miedo” sólo está inspirado en dicha narración, por cuanto excepto por la corta escena con el sacerdote, la decisión del protagonista y el desenlace, poco queda del relato y de su estructura original. Por cierto, esto no reviste ninguna característica negativa; pero es bueno saberlo si usted espera encontrarse con una adaptación textual.. “Aballay, ...” comienza, en algún momento y lugar indefinido de la Argentina en el siglo XIX, con una escena donde un grupo de bandoleros asalta a disparo limpio una diligencia cuyos integrantes van cantando la “Marcha “San Lorenzo”, como quien va cantando el hit radiofónico del momento. Una vez consumado el robo, el líder del grupo, Aballay, degüella a un hombre ante la mirada horrorizada de su hijo, de unos 12 ó 13 años, escondido en el vehículo, quién es descubierto por el asesino estableciéndose entre ambos un juego de miradas intensas, profundas, de expectación, fría, silenciosas, que anticipan brillantemente lo que sucederá diez años más tarde. Julián, ya crecido ha dejado la ciudad para ir en busca de la venganza. Lo elementos visuales del principio suponen una aventura parodiando ciertas convenciones, razón por la cual el rigor histórico se puede pasar por alto (gauchos con revólveres y armas largas, o la mencionada canción). Hasta la banda de sonido recuerda composiciones de Ennio Morricone y Luis Bacalov. Pero luego, de pronto, la realización toma un giro muy serio apuntando al objetivo de Spiner: mostrar que la violencia y la venganza la sufre tanto el que la recibe como el que la provoca. Es entonces cuando la atención sobre la dirección de arte cobra otro tipo de análisis. Pero no quiero olvidarme de lo principal. “Aballay, ...” es una producción bien realizada y muy entretenida, que se apoya en elementos técnicos muy bien logrados, particularmente la fotografía en los planos generales, y la compaginación que nunca decae en la marcación del ritmo ni abusa de la duración de los planos. Un párrafo aparte para las brillantes actuaciones de Pablo Cedrón, componiendo un Aballay duro, sólido, que logra trasmitir credibilidad respecto a los cambio de conducta que se operan en él, de Moro Anghleri, cuya Juana llega al espectador por su ternura y sinceridad, Gabriel Goity, animando al cura cuya prédica franca opera como disparador en Avallay, y especialmente Claudio Rissi quien logra la composición de un villano (El muerto) de colección. Otro acierto que aporta, son las sub-tramas propuestas por el guión. Apuntalan muy bien al relato principal y no deja cabos sueltos como a veces ocurre con grandes producciones. Una realización nacional que sobresale de la media a la que estamos acostumbrados, y un buen disparador para que nuestros cineastas se anime a abordar el cine gauchesco sin temores. Si es por la historia argentina, hay material de sobra para trabajar. ¡Ojalá! (*) wéstern. Voz tomada del inglés western, ‘género cinematográfico ambientado en la época de la conquista y colonización del Lejano Oeste’ y ‘película perteneciente a este género’. Se pronuncia [guéstern] y su plural es wésterns . Para el segundo sentido se recomienda usar con preferencia la locución española película del Oeste: «Las viejas películas del Oeste siguen vivas» (Diccionario de la Real Academia Española).
Digo yo, ¿para qué se complican de más los guionistas? Está bien tejer una telaraña de situaciones e imágenes para mantener al espectador al borde del asiento, pero si no se tienen todas las neuronas puestas en la historia se corre el riesgo de caer en su propia red. Para explicarle mis razones al decir esto debo revelar instancias claves de la trama escrita por Ben Ripley entonces… ¿Cómo hacer para comentar esta producción? A ver si puedo. Colter Stevens (Jake Gyllenhaal) está en un tren urbano de pasajeros en plena marcha. Habla con la bellísima Christina (Michelle Monaghan) o, mejor dicho, ella habla con él como si lo conociera, sin embargo Colter jamás la había visto en su vida. Algo raro ocurre porque Christina insiste en llamarlo Sean. Él se levanta, va hacia el baño, entra, y para su sorpresa (y la nuestra) la imagen que el espejo devuelve no es la que vimos. No hay mucho tiempo para que reaccionemos porque el tren vuela en millones de pedazos. Ahora Colter está con uniforme de soldado atascado en una especie de cápsula sin entender un rábano. Sin embargo la agente Goodwin (Vera Farmiga) lo insta, a través de un monitor, a recordar todo lo que vio en esos minutos. Colter está desorientado, nosotros también, y en ese momento comienza un juego interesante planteado por el realizador Duncan Jones. El manejo de la información. O sea para que Colter (y el espectador) obtenga respuestas, él debe darlas también. Pero cuando empezamos a seguir el desarrollo narrativo, y vivir la situación del protagonista, no sabíamos que había que estar atento a todos los detalles, por ende, todo vuelve a empezar. Ahora estamos nuevamente en el tren buscando algo, y ya sabemos que sólo tenemos 8 minutos para encontrarlo. Menos mal. Pensé que no iba a lograr engancharlo con el planteo sin revelar piezas clave del relato. “8 minutos antes de morir” trata de una historia que vuelve sobre sus pasos en una carrera contra el reloj, planteada desde una base simple que se va complicando merced al suministro de información, a cuentagotas, para mantener la tensión de la historia principal y de las dos sub-tramas que la apoyan. Los tres personajes principales funcionan como una suerte de triángulo escaleno, cuya desigualdad de los lados va equiparándose, dependiendo del lugar que los personajes ocupan cada vez que se vuelve al punto de partida en estos viajes de ocho minutos. Una virtud notable del director, lograr un equilibrio ideal entre los tres. Hay un costado anímico de Colter, Christina y Goodwin en el que se apoyan mutuamente. Los tres encuentran su cable a tierra en medio de la tensión. No insista. No le voy a contar nada más, pero es justo aclarar que si bien el entretenimiento es genuino, hay un par de escenas que incurren en errores fácticos respecto del planteo del propio guionista (si se los cuento le quito sorpresa) Por otro lado, esta producción parece de ciencia ficción, pero tiene más ficción que ciencia. Seguramente el “nuevo invento” le va acordar a “Deja Vu” (2006), aquella de Tony Scott, con Denzel Washington tratando de volver a una realidad paralela. “8 Minutos antes de morir” agrega cierta incorrección política y un villano de manual. Me guardo, para reír por lo bajo, el lugar en donde queda parado el ejército estadounidense. Más allá de la manipulación de sus hombres, parece que el reciclaje mental es la próxima frontera, pero no se puede llegar a esta conclusión sin reparar en una ridícula paradoja. El proyecto tiene sentido si mueren soldados propios. Cualquier reminiscencia al fuego amigo consulte el archivo de CNN sobre la guerra de Irak. Por si no quedó claro, sí, es entretenida, el valor del pochoclo está justificado, pero no se sorprenda a usted mismo si a los quince minutos de terminada la proyección su mente comienza a masticarla y empieza con: “un momentito… en la escena del andén…”
Si en Hollywood hacen estas películas calcando guiones anteriores y cada año tenemos dos o tres parecidas; si las situaciones y los personajes se desarrollan a partir de planteos que rayan lo inverosímil, digo yo: ¿No sería justo que yo agarre por ejemplo el comentario de Amigos con Derechos, le cambie la ficha técnica, un par de frases y lo entregue a la redacción? Digo, así todo es más rápido y conciso. Es un aliciente contra el hecho de haber visto No me Quites a mi Novio. Se lo pregunté así al director de la página, pero no prosperó. Pucha digo, me podría haber tocado en suerte la de Woody Allen. En fin, vamos allá, como dice Obelix. En este caso hay dos amigas de toda la vida. Darcy (Kate Hudson) está a punto casarse con Rex, el hombre del que Rachel (Ginnifer Goodwin) está perdidamente enamorada. A su vez a Rex (Colin Egglesfield) siempre le gustó Rachel pero se va a casar con su mejor amiga porque… ejem… bueno, la razón no está en el guión así que invente ud la que quiera. ¿Hace falta aclarar algo más? Si. Ethan es un gran amigo de Rachel y está en la película como el famoso y nunca bien ponderado consejero-consolador. ¿Y por qué está tan interesado en el bienestar de su amiga? Adivinó. Siempre estuvo enamorado de ella. ¿Vio que tengo razón? El mayor error del director Luke Greenfield, es jugar su historia muy al borde de lo inverosímil. Es como si el también subestimara la inteligencia de sus personajes ya que el único elemento sostén de la trama es la baja autoestima de Rachel. Para trabajar este estado de ánimo, el director se ocupa de meter algunos flashbacks en los cuales el espectador asiste a situaciones en las que hasta las sillas de los bares se dan cuenta de que Rachel y Rex se gustan. Ellos no. Aunque ronda el pensamiento de "¿como le voy a gustar yo?" en el clima de las escenas, físicamente ocurre otra cosa con las miradas y el cuerpo. Sólo queda pensar que ambos son bastante idiotas. El catalizador de la retracción de los dos lo pone Darcy, una mujer que Luca Prodan describió perfectamente en la canción “La rubia tarada” de Sumo. Además es egocéntrica posesiva y soberbia con su mejor amiga y el mundo en general. No obstante esto Rachel, que vivió y vive bajo la sombra de Darcy, insiste en jamas fallarle a su mejor amiga. Casi masoquista. Los 117 minutos de película sirven para redundar las situaciones en una playa y en bares mientras el casamiento está cada vez más cercano. El guionista se apiadó (un poco) de todos metiendo de vez en cuando a Ethan, por suerte interpretado por John Krasinski, el único que entendió No me quites a mi novio y pone los únicos momentos rescatables de la película. La típica selección de temas de la banda de sonido son tan caprichosos que deben haber salido del estéreo del auto de alguno de los productores y la partitura original es demasiado edulcorada y por momentos satura. Uno ve la película y puede anticipar que se viene el pianito emotivo. Llegará el momento de mamarracho total con la escena en la que el padre del nene le dice que se olvide de ella porque "no son de nuestra clase" esto es: Gente sin plata. Ah! Cierto! Casi lo olvido. Rachel y Rex tendrán su momento íntimo para replantearse todo, hacer el amor y confirmar lo que ya sabíamos...Se aman. Y como ya lo sabíamos, podemos aprovechar el tiempo que ellos se toman para charlar el tema en la cama y darnos cuenta del talento de Rachel para tener sexo toda la noche y amanecer perfectamente peinada y maquillada. Como si hubiera estado con Casper. Supongo que no va a molestarse en preguntar si todo termina bien. Caer en el simplismo de decir que este tipo de cine tiene su público es sencillamente subestimar la inteligencia del espectador y la cantidad de años que uno lleva viendo películas. No. No voy a decir eso porque no quiero cargar con esa culpa. Con el guión de No me Quites a mi Novio, Migré hubiera hecho una tira de medio año. Por eso lo de si termina bien o mal es relativo. Fíjese que no contento con este mamarracho, en medio de los créditos Greenfield inserta una última escena que no alcanza a calificar como gag, pero se cierra con un “continuará”. Espero que el cartelito se haya referido al resto de los créditos.
Le voy a ser sincero, no tenía muchas expectativas con El Amor de Robert. En un mercado como el nuestro casi el 50% de las películas que se estrenan por año son de Estados Unidos. El hecho de estrenarse una de 2008 en plena temporada de tanques me resultaba raro. Como si se buscara en el baúl de los recuerdos algo que sirva para tapar baches. De todos los golpes que existen en el boxeo, el golpe bajo es el más condenable. Es sorpresivo, si. Pero traicionero y malintencionado. Esto se da a veces en el cine. El Amor de Robert es fácilmente clasificable dentro de esta categoría. Robert (Martín Landau) es un hombre de unos ochenta años. Tiene un trabajo de esos que parecen dar algunas empresas y comercios para subir su imagen. En este caso, un autoservicio. Su vida parece esperar el ocaso dentro de una rutina en la que dibujar resulta una suerte de escapismo a la trabajosa tarea de evitar conectarse con el mundo. Mary (ellen Burstyn) es todo lo contrario. No sólo parece amar vivir; sino también creer en las oportunidades y nuevos comienzos. Durante parte de la película, quedan claras las intenciones de ambos con los juegos de miradas y cierta actitud corporal. Mary y Robert se van enamorando merced a la fuerza espiritual de ella y la disminución de las defensas de él. Lo que al principio amaga con funcionar muy bien luego se va cayendo y uno se da cuenta de que en realidad el gran secreto es la química de dos grandes actores, interpretando sus personajes al servicio de una historia que va preparando de a poco una trampa cuidadosamente colocada ahí debajo. Donde la sensibilidad del espectador llega a confundir llanto con dolor y lágrima con buen cine. El director y guionista Nick Fackler hace su debut detrás de las cámaras con un libreto que aparenta querer hablar sobre la tercera edad y el amor que puede florecer en cualquier momento, incluso para personas que prácticamente han renunciado a vivir. Nunca logra profundidad con su narrativa. Simplemente porque no hay ningún antecedente que permita conocer mas a fondo a los personajes. Las pesadillas que sufre Robert están tan difusas como su pasado; no ayudan a explicar nada y solamente una actitud positiva del personaje de Mary sirve como base para disparar momentos que sobresalen de la chatura de la historia. Como lo único que hay para mostrar es lo que pasa entre ellos desde el comienzo hasta el final, Fackler se despacha con un martes trece que ríase de Jason y su machete. Le da un giro tan incongruente al final de su película que hasta parece utilizar una enfermedad grave como una advertencia innecesaria de vivir el presente porque puede pasar lo peor. Sólo la fotografía es destacable entre los rubros técnicos, pero me da la sensación que toda le hegemonía que logra hubiera merecido otra película. La banda de sonido es monótona y hasta predecible. Molesta inclusive. Por ejemplo, cuando suena interrumpiendo el trabajo gestual de Landau y Burstyn que sorprenden trabajando muy bien sus personajes a pesar de la falta de información del guión para componerlos. No aplica como melodrama porque no lo es a pesar de los lugares comunes en los que se instala por momentos. Es sencillamente un drama mal realizado y con una pésima elección y tratamiento del golpe de efecto. Digo, golpe bajo. Queda advertido. Hasta luego.
Se supone que uno debería aislarse de algunas chicanas propuestas desde una producción tan básica como “Priest: El vengador” La frase “Si vas en contra de la iglesia, vas en contra de Dios” se menciona no menos de cinco veces a lo largo del film, tres de las cuales están presentes en los primeros veinte minutos. Supongo que el realizador Scott Charles Stewart habrá visto el corte final de su producto y pensó en agregarle este eslogan con la intención de provocar a la iglesia o llenar su escritorio con demandas judiciales. Desafortunadamente para él no puede alegar demencia. Corríjame si me equivoco, pero desde “Un Vampiro Suelto en Brooklin”, de 1995 (película más, película menos) y la adaptación de “Blade” en 1998, los vampiros en el cine han sufrido una mutación en su propia mitología. Excepto por la obra maestra (y homenaje) de Tom Holland, “La hora del Espanto” (1985) hacía rato que los dientudos no asustaban a nadie. En mayor o menor medida se fueron transformando en otro tipo de personajes con la consiguiente flexibilización de algunas reglas básicas. Acaso “Entrevista con el Vampiro” (Neil Jordan, 1994) sea el híbrido entre la generación anterior a los ‘90 y este siglo, con la saga Crepúsculo a la cabeza reivindicando cierto tono romántico. Esta circunstancia juega a favor de un nuevo público, pero como en todas las épocas hay buenas y malas para alternar. La introducción de la historia muestra un grupo de clérigos en una cueva, cayendo en una trampa en la que Priest (Paul Bettany) no puede salvar a su mejor colega Sombrero negro (Kart Urban) de las fauces enemigas. En el afiche de la película este actor figura como co-protagonista con lo cual difícilmente no vuelva a aparecer. Luego pasamos a ver un segmento animado mostrando a sacerdotes súper entrenados y vampiros luchando en una batalla milenaria que nos lleva a un futuro… Bueno, un futuro al que voy a llamar post apocalíptico, no me pida más. Si el guión no lo explica qué quiere que haga. Se logra una supuesta convivencia entre humanos y criaturas, léase una muralla inquebrantable cuya altura separa civilización de todo lo demás. Dicha construcción significa el paso a retiro de los curas guerreros. La iglesia ya no los necesita pues estos vampiros saltan muy alto, pero no vuelan. Allí adentro la gente se rige por los dictámenes del Monseñor Orelas (Christopher Plummer), hombre que detenta el poder sin explicarse cómo ni por qué, pero en todo caso no tiene pinta de ser un líder elegido por el pueblo. Es más, el pueblo se dedica a entrar en confesionarios dispuestos en la ciudad como si fueran baños químicos. No vaya a ser que alguien quede con algún pecado de último momento y no lo pueda evacuar a tiempo. El Priest, ya retirado, tiene parientes muros afuera. Hermano, cuñada y sobrina. Nadie (ni el guionista) sabe como llegaron ahí, pero viven en una cabaña en medio del desierto. La gente de maquillaje roció la cara de los actores con agua para significar temperatura ambiente, por lo tanto algo deben tomar para justificar la transpiración, aunque no se vea ni un tanque arriba del techo que suponga agua de pozo. No importa. El malo, fanático de Clint Eastwood por como se viste en reminiscencias de los spaghetti western en la Trilogía del dólar de Sergio Leone, en los años ’60, secuestra a la sobrina para provocar que Priest contradiga las órdenes de la iglesia y salga a buscarla. A partir de allí el director parece proponer el juego del gato y el ratón contradiciendo a los personajes que desde el vamos buscan encontrarse y matarse a piñas. Pero como todo esto sucede en los primeros 10 minutos, al espectador le quedarán otros 70 bastante largos. Hasta aquí no hice mención de los vampiros per sé. Olvídese de Christopher Lee, Gary Oldman o (salvando las distancias) Robert Pattison. Excepto por el jefe, el resto es una cruza entre un neandertal disfónico y una oveja esquilada. La dirección de arte no se decide si emular a “Ciudad en Tinieblas” (Alex Proyas) cuando la acción se produce puertas adentro o a la saga de Mad Max (1979, 1982, 1985) cuando sucede en el desierto. De hecho, la estética de la novela gráfica de Min-Woo Hyung en la que está basado el guión, se respeta sólo en la intro animada. Eso sí, no voy a negar que las escenas de acción están bien hechas, y que a lo mejor Priest: El vengador” consigue su público si los fanáticos de sagas, tipo Inframundo, están dispuestos y de buen humor. ¿El cine? Bien, gracias. Duerma intranquilo. No contento con este mamarracho, el director mete una frase final como para posibilitar una secuela. ¡Drácula nos libre y guarde!
Bien. La opera prima de George Nolfi comienza con flashes e inserts de la meteórica carrera de David Norris (Matt Damon), un joven aspirante a congresista por Nueva York, con un enorme talento para ser popular y uno igual para arruinarlo todo al no medir las consecuencias de la exposición pública. El día en el que pierde la elección por goleada, David decide hacer un alto en el baño del Waldorf Astoria, en donde ensaya el discurso de acepción de la derrota. Se pasa un rato ahí. Digamos 6 tomas de Damon pensando, parado, sentado, otra vez parado, dando vueltas y hablando en voz alta. Luego, de uno de los compartimentos del baño sale Ellise (Emily Blunt), no sabemos si por estar apurada o harta de escucharlo hablar solo. Ella explica que está ahí porque se coló en un casamiento pisos arriba, algo que no le cayó nada bien ni a la gente de seguridad, ni al espectador reticente a situaciones “tiradas de los pelos”. Hablan un poco. Se miran. Se enamoran. Quedan en verse pronto. Hasta aquí la historia tiene todas las características de un romance clásico (bien filmado y con una excelente química entre ambos actores); pero aparecen tres sujetos de traje y sombrero en la terraza del edificio que están preocupados por lo que sucedió en el baño. Consultan un cuadernito y se miran consternados. Resulta que esta gente trabaja para alguien a quién ellos llaman “El jefe” (usted y yo llamémoslo Dios, aunque el film se ocupa específicamente de evitar la mención de ninguna religión) El cuaderno que tienen en sus manos es el libro en donde El Jefe escribió el destino de todos los habitantes del planeta Tierra. Para los ojos del espectador lo que se ve en el cuaderno parece un plano de cañerías más que el del designio de la humanidad, pero ellos lo entienden. Claro, cuando algo de este plan se altera, los agentes entran en acción para volver a encauzarlo. Por ejemplo, David y Ellise no deberían haberse encontrado jamás, por eso invitan al joven a olvidarse de ella bajo amenaza de borrarle la memoria completa. No se ofenda si llego hasta aquí con la trama; pero no quiero alterar su destino como espectador, aún si el plan urdido por el guionista y concretada por el director se caiga a pedazos. El tema principal de esta realización es (o quiere ser) la confrontación del concepto bíblico del libre albedrío versus el supuesto plan que tiene El Jefe. Aquello de que “todo está escrito”. A mí el tema me pareció interesantísimo e intrigante y de hecho el director sabe llevar muy bien la introducción de la historia, justo hasta las puertas del desarrollo. Durante el mismo da la sensación de que la idea le quedó demasiado grande. La justificación elegida por el guionista para desatar el conflicto entre ambas posiciones (y el deseo de David y Ellise de seguir viéndose) es la casualidad. Simplemente los agentes (por más poderes y recursos que tengan) no pueden controlarla, con lo cual tener ese cuadernito del destino es como tener la guía “Filcar” sin las líneas de colectivos. En lugar de ir a fondo con la propuesta y desarrollar su planteo filosófico, el film derivó en una simple historia romántica, con mucho caramelo chorreando de la pantalla y el “original” mensaje de que el amor todo lo puede. Salvo los rubros técnicos, “Los Agentes del Destino” queda como una excelente idea de la que el director no quiso (o no supo) hacerse cargo.
Interesante mirada a un ser contradictorio, bien narrada y con brillante protagonismo Las diversas circunstancias que rodean el estreno de esta producción en la Argentina dificultan bastante su análisis, o al menos lo condiciona un poco. Imagínese. Esta es una miniserie de TV de 6 horas y media de duración. Se pasó a 35mm y se exhibió en distintas partes del mundo con cortes muy antojadizos. En Francia se vio una versión completa con 330 minutos, en Alemania una de 185. En el festival de Hong Kong se exhibió con 334 minutos y en Argentina tenemos la versión de 165. A esto sumemos un hecho insoslayable: “Carlos” es una obra pensada para otro formato, y aunque se haya pasado a fílmico tiene un reconocible ritmo televisivo en la edición. Pavada de tarea tuvieron los compaginadores para extraer metraje y la verdad es que hicieron un buen trabajo. Bien, vayamos a la obra en sí. En 1973 Illich Ramirez Sanchez (Edgar Ramírez) es un joven idealista que cita al “Che” Guevara y habla de política internacional en reuniones muy álgidas, con una vehemencia que denota su pasión por traspasar límites. Illich encuentra en la lucha armada por la causa Palestina el ámbito ideal para desarrollar sus fantasías y alimentar su ego. Para ello logra contactarse con Wadie Haddad (Ahmad Kaabour) el jefe del movimiento en Medio Oriente. Bajo su tutela Illich (autonombrado “Carlos”) se instalará en Francia esperando órdenes para su primera misión, la cual dará el puntapié inicial a la carrera de uno de los terroristas internacionales más peligrosos de la historia. El realizador Olivier Assayas recorre poco más de 20 años en la historia de éste hombre hasta que es traicionado, capturado y deportado a Francia en 1994. La preparación del guión insumió muchísimas horas de investigación y rescate de imágenes de archivo, las cuales son inteligentemente insertadas para darle más realismo a la recreación de época. Es interesante la visión propuesta por Assayas. Por un lado, hay un recorrido por la coyuntura política internacional de los ’70 y ’80, con especial atención en la guerra fría. Por el otro, muestra la transformación que Carlos va viviendo a medida que pasan los años, bifurcando el enfoque del personaje en dos características de su personalidad: Idealismo y egocentrismo. Carlos dice tener ideales; pero transa su libertad por plata. Se define como soldado, no cómo mártir. Este tipo de particularidades lo van convirtiendo en el guerrero lógico de su propia causa. Eso sí, su relación con las mujeres y las armas van por el mismo camino. Carlos siente un fetiche sexual tanto por pistolas como por mujeres que sepan manejarlas. La interpretación de Edgar Ramírez es brillante, no sólo por su trabajo con el físico; sino también por el manejo notable de cuatro idiomas con una fluidez asombrosa. El resto del reparto lo secunda muy bien, en especial Alexander Scheer y Nora von Waldstätten, quienes interpretan a su compinche y esposa respectivamente. Sin ver el resto del material es bastante relativo lo que se puede decir. Las dos horas 45 minutos, duración en su estreno en la Argentina, son entretenidas y están bien llevadas, pero las consecuencias del recorte de minutos dejan cabos sueltos o personajes sin resolución como el de Angie (Christoph Bach), su primer aliado incondicional. Se nota que falta información y esto no es un tema menor en un guión que se centra en los cambios físicos y de cosmovisión que tiene el personaje principal. El corte más abrupto se queda con 11 años de historia de Carlos, entre 1978 y 1989, lo cual deriva en un final repentino y apurado en contraste con las dos primeras horas.”Carlos” vale la pena para poder ver un trabajo minucioso de investigación y realización y una excelente dirección de actores. Se percibe una obra valiosa cuya versión para cine invita a querer verla completa.
Obra “pochoclera” con calidad narrativa y prodigiosa animación Debo decir que estaba bastante escéptico ante ésta película. Pensaba: Dreamworks Animation exprimió tanto a Shrek que convirtieron al genial ogro verde en un moco y ahora va a exprimir a otra de sus criaturas. Sin embargo me he llevado un par de gratas sorpresas con la segunda parte de Kung Fu Panda. La primera es que desde el punto de vista visual es un prodigio de animación; de dirección de arte y de aprovechamiento del recurso 3D. Todo a favor del ritmo narrativo que no sólo no se estanca nunca, sino que crece hasta el final. La segunda sorpresa también tiene que ver con la animación, pero desde otro ángulo. Sabido es que los artesanos que trabajan los bocetos de los personajes logran una versatilidad gestual a partir de la observación minuciosa de los actores que ponen las voces. El resultado de esto en “Kung Fu Panda 2” es óptimo. No está mal decir que los actores de esta producción hacen un muy buen trabajo (gracias a quienes dibujan personajes y acciones, claro) La realizadora Jennifer Yuh Nelson se puso la camiseta de un mega-proyecto y no le quedó para nada grande. Trabajó muy bien el guión de Jonathan Aibel y Glenn Berger, cuyo principal acierto fue colocar al grupo de maestros del panda (la tigresa, la grulla, el grillo, el mono y la serpiente) en un segundo plano, convirtiéndolos en los actores secundarios ideales. La trama principal surge a partir de una introducción (con otro tipo de animación) sobre la vida de Shen y los antecedentes que lo llevan a ser un villano hecho y derecho (destierro por parte de sus padres incluido) Shen inventa un arma poderosa que según el maestro Shifu acabará con el Kung Fu para siempre. Po y sus amigos salen a impedirlo. Adelantar más de la trama no tiene sentido, porque la introducción antes mencionada se encarga de aclarar de qué se va a tratar la historia. Sucede que hay una subtrama que la vuelve mucho más interesante. Se dispara desde el momento en que Shifu a solas con Po le habla de la paz interior. Esto nace como un gag, pero se transforma en la búsqueda de las propias raíces, y por ende de la identidad. Desde aquí se instala el mensaje de que “para lograr avanzar hacia el futuro hay que dejar el pasado atrás”. Parecía incompleto y erróneo para mi gusto, pero justamente el guión se encarga de complementarlo en el momento justo: “no hay paz interior, si no se hacen las pases con el pasado” y se desarrolla una vez que Po entiende la necesidad de averiguar sus orígenes. La música de Hanz Zimmer y John Powell, dos artistas que saben mucho con grandes orquestas, tiene tanto vértigo como mística y ayuda mucho a apuntalar una compaginación muy vertiginosa. Definitivamente, la dirección de Jennifer Yuh Nelson logró adaptar y potenciar todos los buenos elementos que tenía la primera Kung Fu Panda para logar una obra muy entretenida que todos los espectadores de cuatro años en adelante disfrutarán hasta el final. El doblaje al español tiene a verdaderos maestros que están a la altura de las circunstancias, teniendo en cuenta las voces que tienen que reemplazar. Son detalles, pero hacen al concepto integral de una producción bien hecha en todos los aspectos. Vayan tranquilos. Ya sea con los chicos o por su cuenta, es pochoclo bien invertido.