Antes de hablar de este estreno bien vale una aclaración. Cuando en la década del ’80 estos dibujos animados de origen belga estuvieron recontra de moda con todo el merchandising, incluidos los libritos de pintar que habrán agotado varias toneladas de tinta azul, había gente a favor y en contra. O mejor dicho, gustaba o no gustaba. Así de simple. Se hicieron muchos análisis posteriores que nunca llegaron a buen puerto, aunque la observación más aguda que otrora leí era tan interesante como graciosa: Salvo el Papá (que es más viejo) y la Pitufina (que es mujer-hembra) todos los pitufos son iguales si los despojamos de ropa, anteojos u otros accesorios. Sólo se diferencian en características que no pasan de algún adjetivo (gruñón, vanidoso, filósofo, bromista, etc.) Esta teoría llevó a concluir que el creador tenía un problema de personalidad múltiple. Válido, pero demasiado terapéutico si me pregunta La ambiciosa adaptación al cine tiene tantos pro como contras, según quién la mire, por lo cual quisiera dejar al margen la cuestión de gustos, si es que usted está pensando en llevar a los chicos al cine. Digo esto porque si nunca le gustaron los duendes azules la va a pasar muy mal. Por el contrario, si le encantaban, es probable que salga con alguna sonrisa. Ante semejante bifurcación de paladares, sólo queda analizar si vale la pena para los chicos. Considerando que los dibujos de la tele duraban media hora, una película de 103 minutos resulta demasiado extensa para un guión que a los 20 minutos ya se sabe como termina. En la aldea todo es feliz como siempre. El mago Gargamel y su gato Azrael (por momentos insoportable) quieren a toda costa encontrar a los Pitufos para usarlos en una súper poción que lo convertirá en un villano mucho más malo. Para qué quiere semejante poder no parece tan importante para los guionistas, pero ahí sale el malo en busca de ellos. Los encuentra justo en una noche de luna azul que abre un portal a… Nueva York. Supongo que ni los escritores se aguantaban una hora y pico en el bosque. La ciudad es más divertida. Pasemos por alto que a los neoyorkinos les llama poco la atención la presencia de un mago vestido con un camisón marrón y calzas rojas que grita todo el tiempo. El show debe continuar y de última está la policía para llevárselo preso bajo el cargo de ser uno de los tantos orates que deambulan por ahí. En la ciudad se dirimirá la batalla entre los Pitufos y el mago con un final que se estira como un chicle para luego volver todo a su estado normal. O sea feliz. A su favor, Los Pitufos respeta a rajatabla la creación de Peyó en todo lo que concierne a la construcción de los personajes y su idiosincrasia. Incluso resuelve lo que nunca explicaron los dibujos: Una cortina invisible al ojo humano era la que impedía encontrar la aldea en el bosque. Poco para explorar si usted se identifica. Señores padres: si sus hijos superan los siete años y los llevan igual, no se sorprendan si pasada la hora de proyección comienzan a reclaman ir a otro lado o volver a casa a jugar a la Playstation. Si tiene dudas sobre la imparcialidad de este cometario lo dejo bien claro. En mi caso, parafraseando al Pitufo Gruñón: “odio a Los Pitufos”
Siempre pensé que la pregunta “¿por qué…?” debe ser uno de los disparadores importantes e impulsores del deseo de llevar a cabo un documental. No la única pregunta, claramente, pero de acuerdo a la temática que se decida abordar, es necesaria su presencia. Si es en el sub-texto mejor. Al menos si se pretende captar la atención del espectador y evitar que sea éste el que, una vez finalizada la proyección, se haga la pregunta fatal: “¿Y...?” Sin llegar a este extremo, el resultado final de Empleadas y patrones deja una sensación parecida. Veamos. Desde el comienzo (y hasta el final) el film de Abner Benaim intenta durante un poco más de una hora, meternos en el pequeño universo de convivencia que se forma entre las dueñas de casas de clase alta y las empleadas domésticas que contratan. El objetivo primordial es poner una mirada íntima sobre una relación que se construye durante muchas horas al día. Así asistimos a una suerte de situaciones tragicómicas que tienen lugar en las distintas casas donde interactúan mucamas y amas de casa. Hay de todo, especialmente sarcasmos de una clase social a la otra. Sin embargo estas escenas están intercaladas en una vasta cantidad de entrevistas a empleadores y empleadas ubicadas delante de un mismo fondo negro. Como si el director quisiera erradicar de sus entrevistadas, el concepto de clases sociales observadas por su cámara. Sucede que la interesante y ácida muestra de las diferencias de status y posibilidades, se va diluyendo por la falta de la famosa preguntita y queda una pieza de sabor a inconclusa. La gente malintencionada, discriminadora y falta de valores existe en cualquier lado independientemente de su condición social. Esta reflexión que se va cayendo de madura atenta contra la idea original y el hecho de que la gente que aparece en la película sea de América Latina enfatiza lo fuerte de la propuesta a la vez que lo débil de la resolución. Pero atención, esta película sirve como herramienta interesante para reflejar distintas realidades y el lugar que uno ocuparía. Como si fuera un espejo de la personalidad. Está llevada a muy buen ritmo, tanto en las entrevistas a cámara como en las casas elegidas para ejemplificar las posiciones. No es poco, pero queremos más.
Arte cinematográfico en estado puro ¡Que lindo es el cine cuando se propone serlo! Ya sé, suena tonto pero, que quiere que le diga. Lo de Abbas Kiarostami invita a enamorarse de nuevo del séptimo arte. James Miller (William Shimell) es un escritor a punto de dar una conferencia sobre su último libro “Copia certificada” (o copia fiel). En esa conferencia nos enteraremos del subtexto que plantea el guionista-director en su realización: ¿Qué diferencia hay entre el arte original y una copia? ¿Por qué uno tiene más mérito que otro? Mas aún, ¿No es el original de un pintor, una copia de aquello que lo inspiró? Ella (Juliette Binoche) llega tarde a la charla. Se sienta en la primera fila del pequeño auditorio, aunque se ha perdido parte de esta introducción al libro. La toma es plano entero de ella jugado a dos puntas respecto al fuera de campo: a su derecha (desde nuestra perspectiva) el escritor hablando de su obra de frente a ella, y su hijo con el cual dialoga mímicamente. La vemos a Ella en situación, sí, pero en ese plano suceden muchas cosas a su entorno mostrado en tomas sucesivas. Kiarostami cierra los planos de sus personajes para abrirnos una ventana a sus mundos a través de los grandes diálogos interpretados brillantemente por Shimell y Binoche. Ella logra encontrarse con él y salen a pasear por el sur de Toscana. Los que hayan seguido la trayectoria del realizador iraní (“A través de los olivos”, “El sabor de la cereza”), apreciarán esa marca registrada que siempre llama la atención. La imagen de la gente dentro de sus autos, como si quisiera simbolizar la discrepancia metiendo a sus personajes en un mismo vehiculo, en un mismo camino, pero separados desde la perspectiva visual. En ese viaje es donde el director, a partir de un personaje secundario que confunde la situación de los protagonistas, pondrá a prueba la teoría que sobre la que James Miller escribe. Miller y Elle toman la posta con ese disparador y accionan distinto sobre la relación que los une. El espectador se adentra en el juego propuesto para dilucidar cuál fue la idea original de Kiarostami y cuál la copia. ¿Nunca se conocieron? ¿Siempre se conocieron? El abanico de lecturas posibles está sutilmente manejado tanto por el realizador como por el fotógrafo Luca Bigazzi quien logra momentos visualmente poéticos, sobre todo en la escena final. Estos son los factores en los que la producción se apoya para lograr una empatía especial por ese hombre centrado en sus ideas, pero distante de los sentimientos, y una mujer que no se resigna a aceptar las situaciones planteadas por su partenaire. Excelente dirección de actores, logra amalgamar los diálogos con silencios, y expresión física, sustentada en una sólida labor de los protagonistas, con la mesurada y sutil exposición de William Shimell, a la par de una composición de fino entramado psicológico logrado por Julette Binoche, trabajo por el cual fue galardonada como mejor actriz en el Festival de Cannes. “Copia certificada” es cine en estado puro. Una gran película que inspecciona los recovecos de las relaciones mientras alrededor el mundo sigue su curso, aunque no lo veamos.
Con el comentario de “Thor” (*), ya establecí mi propia (y arbitraria, lo admito) visión sobre el sub-género de Comic Movies, o sea películas basadas en historietas con DC Comics y Marvel a la cabeza. Sin contar la saga X-Men, Marvel dio a luz este año a dos personajes que no fueron creados enteramente por la mega empresa de Stan Lee. La mencionada anteriormente y la que nos convoca hoy. Capitán América fue creado originalmente por Jack Kirby y Joe Simon en 1941 como el combatiente de la ultra derecha Nazi. La historieta era una propaganda que bajaba línea sobre la necesidad de eliminar al Führer y restablecer la democracia. Lógicamente, el personaje fue útil hasta que se terminó la Segunda Guerra Mundial. Luego pasó al olvido, hasta que en los ’60 Stan Lee adoptó al Capitán para aggiornarlo un poco y darle otro propósito. En rigor, la película de Joe Johnston respeta a rajatabla la idea original. Steve Rogers (Chris Evans) intenta enlistarse en el ejército a como de lugar. El mensaje del Tío Sam cala en lo más profundo de su noble ser. Sin embargo tiene una condición física que lo margina de poder formar parte del ejército y es rechazado sistemáticamente hasta que un buen día, el Dr. Abraham Erskine (Stanley Tucci) vislumbra en Steve las virtudes puras necesarias para usarlo como conejillo de indias en un experimento que alterará su metabolismo y transformará el alfeñique en un hombre atlético de alta capacidad de rendimiento físico. Sí. Adivinó. Otro de los tantos experimentos del ejército estadounidense para hacer súper-soldados. Nace el Capitán América. Su contraparte es Johann Schmidt un hombre del ejército alemán, más malo que Hitler y sometido a un experimento parecido. Claro, al tener una esencia de valores non santos, el efecto del experimento lleva a Schmidt a convertirse en un súper villano llamado Red Skull (Cráneo Rojo). O sea llevado al plano de súper hombres, el bien y el mal representado por Estados Unidos y Alemania respectivamente. Más allá de la corrección de los rubros técnicos, Johnston construye una película respetuosa de la estética “Marveliana”, pero con características narrativas conceptualmente más cercanas a la aventura clásica. Por cierto, esto juega a favor de la producción ya que guionistas y realizador se las arregla muy bien para dejar el relato y las situaciones lejos del inverosímil y saca adelante un film que, a priori, se presentaba como de difícil digestión. Sobre todo teniendo en cuenta la espantosa versión de Albert Pyun de 1990. Pero los fanáticos de las Comic Movies pueden ir tranquilos, porque a esta altura era necesaria una versión sólida de éste personaje para poder unirlo a la esperada producción que los reunirá a todos. Para el resto de los concurrentes a la sala (siempre considerando esto como película “pochoclera”) deberán tener paciencia con los minutos redundantes que sirven para estirar la llegada del clímax. Finalmente, para cualquiera reticente a esas escenas típicas del cine yanqui en donde la bandera estadounidense flamea gallarda en toda la pantalla, es importante mencionar que estos colores van a estar presentes durante toda la narración, comenzando por el traje del susodicho. Bueno, se llama Capitán América, más claro imposible. (*) 2011, realizada por Kenneth Branagh. Ver archivo de críticas de esta página.
Una de las virtudes destacables de este documental de Misael Bustos, es la de saber contextualizar espacio y tiempo de manera dinámica y concisa. Sin este elemento, sería bastante más difícil conectarse con El Fin del Potemkin. De hecho, aquel episodio de los marinos rusos varados cerca de la costa de Mar del Plata, fue una de esas noticias destinadas a llamar la atención en aquel verano de 1991 para luego pasar al olvido tapada por algún escandalote farandulero. Por eso, la enumeración de hechos internacionales conocidos por todos (Gorvachov y la Perestroika, la caída del muro de Berlín, etc) es un gran acierto del director de El Fin del Potemkin. Para cuando Víctor Yasinskiy comienza a relatar su historia, todo empieza a cobrar un aire familiar lo suficientemente fuerte como para lograr un estado de compromiso por parte del espectador. Al relato de Víctor se suma el de su compañero de circunstancia y amigo Anatoli Atankievich. Bustos toma una noticia que en cualquier noticiero sería de relleno y la humaniza a partir de presentar a un hombre que se embarca en la decadente Unión Soviética de fines de los ’80 en busca de sustento para su familia. Pero en ese momento de la historia, la decisión de Gorvachov provocó (entre otras cosas) la pérdida de la identidad ciudadana. Incluso del sentido de pertenencia porque en cuestión de meses, el pasaporte de U.R.S.S. ya no era válido en ningún lugar del mundo y mucha gente quedó literalmente sin poder acreditar una procedencia, una nacionalidad. Un poco lo que pasaba con el personaje de Tom Hanks en La Terminal (Steven Spielberg, 2004). La producción de Luis Puenzo es notable pues la película cobra mas fuerza con las imágenes tomadas en Letonia, Bielorrusia y Moscú. Son una lección de encuadre en busca de una idea conceptual. Paredes de edificios inmutables, fríos y enormes ante las vicisitudes del hombre por tristes que sean. Es que ambos marinos han atravesado leguas y leguas en busca de sustento para sus familias y se encontraron con una coyuntura política que atentaba contra el ánimo de cualquiera. Como si estuvieran atrapados en medio de la historia de la humanidad sin poder hacer nada para cambiar sus destinos. Así transcurren los relatos de ambos, contándonos como la siguen peleando 20 años después y aún sin poder retornar a sus hogares. A lo mejor hubiera sido mas redituable y efectista para la producción, convertirse en una especie de Sorpresa y media, pero el director se cierne a lo estrictamente documental y a retratar aquello que le llama la atención de esta circunstancia. Sin caer en el golpe bajo, su observación se torna más aguda. El Fin del Potemkin es una invitación a pasear por el epílogo de una potencia mundial y de cómo ésta no pudo ni siquiera sostener a parte de su gente. Un documental muy bien realizado. Vale la pena.
Finalmente llegó a nuestro país la postergada sexta película de zombis que George A. Romero filmó en 2009 y estrenó en 2010. A esta altura es necesario dividir la saga en dos partes. Una recorre un día completo y distintas formas de aislamiento: “La noche de los muertos vivientes” (1968), “El amanecer de los muertos” (1978) y “El día de los muertos” (1985). La otra se centra en la evolución en plena era de la comunicación: “La tierra de los muertos” (2003), “El diario de los muertos” (2007), y la que nos cita hoy, “La reencarnación de los muertos” (2009) George A. Romero reinventó a estas criaturas y casi sin darse cuenta estaba dando su particular visión del mundo y de la humanidad. En aquella de 1968 todo se desarrollaba dentro de lo lógico, más allá de la sorpresa de la utilización del gore. Sin embargo, hacia el final se producía una escena que se escapaba de lo predecible y se convertía en el concepto principal del realizador: vencidos los zombis, un grupo de hombres colgaba un par de ellos todavía “vivos” para jugar al tiro al blanco como forma de diversión. Romero remarcaba que el ser humano puede ser mucho más bestial y monstruoso que cualquier otra criatura. Las producciones que siguieron nunca dejaron esta idea de lado, pero hasta la década del noventa pusieron el foco en otros aspectos de la alienación y el miedo. Entrado el siglo XXI, Romero decidió ser mucho más ácido en su observación del mundo, pero siempre manteniendo la misma estructura narrativa. La más lograda fue sin dudas “El diario de los muertos”. En ella un grupo de jóvenes, uno de ellos en particular, están obsesionados con la posible fama y la facilidad para conseguirla en este planeta globalizado donde el Internet y las redes sociales marcan la tendencia. Por eso comienzan a documentar obsesivamente a los “come-cerebros”, para luego intentar subir el material a You tube en pos de la mayor cantidad de visitas posibles. La fama y el reconocimiento a como de lugar. Aún arriesgando la vida propia y la de los demás. Ahora vamos a esta entrega. Como sucedió en este siglo los rubros técnicos como la fotografía, el montaje y el diseño de producción ya no son un escollo. Todo eso está mejorado y es mucho más coherente. Por ejemplo, la hegemonía que el fotógrafo Adam Swica logra entre el continente y la isla. “La reencarnación de los muertos” tiene un arranque interesante y a todo trapo. Comenzada la historia, el guionista-director divide la trama en dos grupos de personas: por un lado a militares, hartos de contar cadáveres, que se convierten en piratas y mercenarios comandados por el Sargento Crockeff (Alan Van Sprang); por el otro, la acción se desarrolla en una improbable isla frente a Delaware en la cual dos familias (los O’Flynn y los Muldoon), de acento irlandés, enfrentadas por años; dirimen su enemistad entre quienes pretenden eliminar a los zombis de la faz de la tierra, y la familia con pretensiones de aceptarlos y entrenarlos para que coman carne de otro tipo y se sumen con alguna actividad útil.. O sea, Romero integra a los zombis como parte de este mundo por considerarlos un mal necesario al que hay que adaptarse. Por eso es que en los primeros 15 minutos se produce el mejor momento de la obra: un militar mira un talk show en donde un presentador, estilo Jay Leno, hace chistes comparando zombis con políticos. Demasiado temprano ocurre esto, porque luego “La reencarnación…” cae en su propia trampa y mueve a los militares hacia la isla de la discordia convirtiendo todo en una especie de western bizarro, donde la cuestión familiar roza varias veces lo inverosímil. Sabemos que si en este tipo de producciones desaparece este factor no hay forma de sustentarla. Sin embargo el guión insiste con lo mismo y hasta el más fanático del género protestará con razón ante la imagen de un zombi que sabe andar a caballo. El realizador intenta otras observaciones agudas con la escena de zombis encadenados realizando “tareas” como una nueva forma de esclavización, o aquella en donde los jefes de familia Patrick O'Flynn (Kenneth Welsh) y Seamus Muldoon (Richard Fitzpatrick) sostienen un diálogo más cercano a una parodia del Oeste que a una de terror. La intención de sacar a la superficie los defectos del ser humano, con su ironía habitual, se ve desdibujada por la elección de un escenario atemporal con situaciones del mismo tenor. “La reencarnación de los muertos” es una correcta producción de zombis, sí. Pero flojita para lo que Romero sabe hacer.
Buenas, tome algo. Dentro de las opciones cinematográficas para las vacaciones de invierno el estreno de Las Aventuras de Nahuel representa la variante argentina. Un guión simple, de propósitos nobles que tocan temas como los lazos entre madre e hijo o la difusión de leyendas autóctonas, además del intento de rescatar el trabajo artesanal de los titiriteros. Pero todas las buenas intenciones de esta última película de Javier Malowicki se diluyen ante la cantidad de malas elecciones (sobre todo estéticas), mensajes poco claros y la redundancia de situaciones y escenarios. Nahuel es un chico de (supongo) unos ocho años que es echado de su casa por un padrastro alcohólico en una escena inicial en la que también se sugiere la violencia de género. Una delicia para los chicos, vea. En su huida termina en un callejón en el que conoce a "Busquita", un gato de voz carrasposa con el que traba amistad instantánea. Nahuel le cuenta que su mamá lo abandonó (aunque todos los espectadores escuchamos a la señora rogándole a su hijo que vuelva), pero igual saldrá en su búsqueda hasta encontrarla. Luego de una noche triste, el cabo Donato apresa al nene, pero no lo lleva ni a una autoridad competente ni a un hospital; ni siquiera le pregunta dónde vive. No. Lo mete en un calabozo tétrico en una acción De aquí el chico se escapará mas de una vez (siempre intentando encontrar a su mamá) y sistemáticamente se volverá a encontrar con Busquita y un libro de leyendas autóctonas que brilla cuando quiere ser leído. Por suerte todo termina bien (es una forma de decir) aunque nadie, ni los villanos, aprendan ninguna lección. Los títeres de Las Aventuras de Nahuel son estéticamente melancólicos o tétricos en un escenario que remite al barrio de La Boca. En el caso del policía funciona pero perjudica al resto de los personajes con los que es difícil simpatizar (salvo el gato que se parece mucho a Gaturro y sus amigos murgueros). La película cambia de puesta cuando Nahuel lee en el libro leyendas de cuatro pueblos originarios y pone en marcha su imaginación. Estos cuentos se van mechando en la línea principal de un guión que termina estirándose demasiado. Los segmentos son animados con una técnica muy básica, lo cual no tiene nada en particular pero ante las opciones visuales de hoy, se adivina difícil que los chicos puedan sentirse atraídos. De todos modos, el punto es otro. Las historias autóctonas que se cuentan apenas sirven para subrayar lo que están viviendo los títeres. No agregan nada a lo básico del relato y en todo caso, a veces dispersan la atención. En Las aventuras de Nahuel, es muy discutible el lugar en donde queda parada la autoridad. El policía es corrupto, maltrata a su perro guardián y hace abuso de autoridad. Salvo un resbalón al final (que no imparte justicia) el servidor público sale tan impune como el padrastro cuya historia no se resuelve. Suponga que todo esto se puede pasar por alto y que como padres cometemos la aberración de no considerar el contenido de las películas que ven nuestros hijos. Bien, la proyección en DVD en las salas en las que se exhibe atenta por momentos con la posibilidad de comprender todos los diálogos, además de no haber un sólo número musical cuya acústica no esté saturada. Cualquiera sea el motivo por el que vaya, queda avisado. Hasta luego.
La familia Cantone de Lecce tiene tradición en su pueblo. Es lo que se dice gente oriunda, con todas las letras. Vicenzo Cantone (Ennio Fantastichini), el patriarca, dirige un próspero negocio de fabricación de pastas y, como todo “tano”, es heredero/seguidor del sueño ancestral. Tiene dos hijos en los cuales se apoya para retirarse feliz con la seguridad que ellos continúen con el negocio familiar, soñando quizás con ver desde el cielo a sus bisnietos detrás del mismo mostrador. Pero primero están los hijos. El anhelo de perpetuar la tradición depende de Tommaso (el más joven) y de Antonio. Pero esa mañana en la fábrica Tommaso (Riccardo Scamarcio), que vive en Roma y está de visita, le confiesa algo a su hermano. No sólo su homosexualidad; sino su intención de hacerlo público en la cena familiar de esa noche, justo cuando el padre piensa entregar en vida el manejo del negocio a sus hijos. Ambos lo saben: papá Vicenzo va a sufrir; pero la decisión está tomada. El espectador está listo para la debacle, y en plena velada le dan la sorpresa al viejo Cantone y también al espectador. En ese preciso momento aparece el humor. El padre tratando de recomponerse y armar un plan B, mientras sus hijos intentan no darle más disgustos. (Adivinó, no quiero revelar detalles de la trama, pero es para que usted lo disfrute con una sonrisa) Ferzan Ozpetek le podría haber sido mucho más difícil hablar de sexualidad en otra época, por ejemplo cuando la encaró en aristas como las seguidas en “El baño turco” (1997), “El último harén” (1999) o “El hada ignorante” (2001). Por suerte en esta época lo puede hacer con mayor libertad. Su cine es más dinámico. Funciona bien y a la vez rompe (en el buen sentido) algunas virtudes características de la comedia italiana. Olvídese del relato costumbrista “tano” tal cual lo conocemos. Ozpetek parece estancarse con bastante fervor en la superficie de su texto cinematográfico para, desde allí, escarbar a través de sus personajes buscando la profundidad de la temática que aborda. En el caso de “Tengo algo que decirles” lo logra con creces. Soplan otros vientos para observar a la sociedad de nuestros días, y quizás la sexualidad le sirve como disparador para llegar al núcleo de lo que le interesa decir: sólo se trata de ser feliz sin culpas. Puedo decir que, a mi gusto, algunos personajes secundarios de la historia entran en forma precipitada o, si se quiere, con menos sustento que los principales, pero esto no afecta el buen resultado final. Con la primera escena el realizador conecta una fibra muy sensible presente en cualquier familia, sobre todo si es conservadora. Todos tenemos secretos y miedo a revelarlos. Generación tras generación, las formas de hacerse cargo de lo que a uno le pasa han sufrido transformaciones, a mi entender, benignas. Al menos en lo que respecta a tener más opciones de contención para hacerlo. Sin embargo, los lazos que todavía se crean en el entorno familiar no parecen haber cambiado tanto el implícito mandato del “deber ser”. En este punto crucial es donde “Tengo algo que decirles” se anima a beber de las aguas del absurdo en pos de transmitir su mensaje. A los efectos, el realizador, co-guionista junto a Iván Cotroneo, se apoya en el espejo más inteligente que el hombre ha inventado para reflejarse: El humor. Desde el momento de la confesión el mandato familiar toma la posta de la temática de la narración, coqueteando con las situaciones que se proponen más allá de la sexualidad. Porque, en definitiva, son papá Vicenzo (con el pre-infarto ante la confesión) y mamá Stefanía (con su pregunta sobre si ser gay “es curable”) los que sostienen la problemática de ser homosexual. Como si el director quisiera poner ese tabú en una vieja generación (a la que todavía le cuesta aceptar el amor entre personas) independientemente del género. Pero hay algo más. La nonna (Ilaria Occhini, en una actuación deliciosa) es la protagonista de los flashbacks y quien oficia sutilmente como equilibrista entre los prejuicios y la sabiduría. Cada gesto de ella provoca la risa y la complicidad necesaria para hacerse amigo de esta comedia muy bien narrada que, desde luego, invita a hacer las paces con cualquier prurito. Por eso estarán todos en la brillante escena final propuesta por Ozpetek. No para “ser parte de”; sino “aceptar que”... Sin duda, una de las buenas producciones de 2011.
Hay varios aciertos en esta realización de Andrés Nicolás Cuervo. Para comenzar, si me permite, quisiera sacarla del género documental. O por lo menos prevenirle que no se ajusta estrictamente a lo que conlleva un documental, pues “El retrato postergado” tiene algunos aspectos que le son propios al género, en tanto que otros responden al tratamiento narrativo de ficción. Esto quizá se deba a que el proyecto fue concretado por dos directores en dos etapas distintas en su proceso de realización. El primero fue Roberto Cuervo, quien aproximadamente en 1975 comienza la propuesta con el título de “Retrato humano”, con la que pretendía documentar aspectos de la vida del escritor Haroldo Conti en la etapa en que su obra estaba transitando de una literatura costumbrista a otra con características políticas, en épocas en las que simpatizaba con el ERP. Años después el material fue recuperado por su hijo Andrés, quien completó ese viejo proyecto agregándole su aporte y dándole el título definitivo: “El retrato postergado” En lo estrictamente documental aporta interesante material de archivo bien seleccionado, Super 8 y fotografías, como marco para la voz en off del propio Haroldo Conti. Aquí se logra una conexión interesante con un Haroldo Conti con mucho del hombre mundano, del hombre de calle. Una forma de decir muy directa y concreta, sobre todo cuando vierte conceptos respecto a la sociedad y el mundo. Asimismo incluye apreciaciones de Marta Lynch y Eduardo Galeano, quienes definen a Conti como escritor en sus dos etapas. Lamentablemente el tratamiento sonoro es muy defectuoso y, una vez más, la reiterada pregunta a los responsables en las producciones nacionales: ¿Cuándo se preocuparán técnicos y realizadores, en serio, para que lleguen al espectador, nítido y con adecuada utilización de los planos sonoros, las palabras, la música y el ruido ambiente sin que uno mate al otro? Cuando todo este material va apareciendo se puede adivinar el trabajo documental de Roberto y su obsesión por humanizar al escritor. Nunca llegó a finalizarlo pues sufrió un accidente fatal, pero su hijo supo mezclar inteligentemente las intenciones del padre con su propia impronta. Por ejemplo, buscar imágenes actuales del pueblo de Chacabuco en las que el paso del tiempo es apenas perceptible, como si deseara mostrar que nada cambió y que el pueblo sigue esperando la vuelta del escritor desaparecido y asesinado por la última dictadura militar. En esta parte puede haber lugar a preguntas sobre cabos sueltos, por ejemplo cuando un amigo de Haroldo está a punto de hablar y, súbitamente y sin justificativo, es interrumpido para luego pasar a otra cosa. Si hubo un simbolismo en esta escena para mí permanece ignoto. En cuanto a lo estético, el punto más alto fue la elección del sistema de stop motion(*) para simbolizar tres momentos claves en la vida de Conti: La censura, sus instancias creativas, su secuestro. Técnica en la que realizaron excelente trabajo los animadores Adrián Anarella, Agustín Calviño y Guillermo Henchoz, con adecuada apoyatura aportada por la música de Darío Barozzi. A partir de una adecuada integración de todos estos aportes “El retrato postergado”, en sus 64 minutos, puede dejar sensaciones que rozan lo ambiguo como, por ejemplo, salir del cine sin saber casi nada de Haroldo Conti, a la vez que despertar el interés por conocer mucho más respecto de él y su obra, gracias a una buena realización con ajusta duración. (*) El stop motion, parada de imagen, paso de manivela, foto a foto o cuadro por cuadro, es una técnica de animación que consiste en aparentar el movimiento de objetos estáticos por medio de una serie de imágenes fijas sucesivas. En general se denomina animaciones de stop motion a las que no entran en la categoría de dibujo animado, ni en la animación por ordenador; esto es, que no fueron dibujadas ni pintadas sino que fueron creadas tomando imágenes de la realidad. Hay dos grandes grupos de animaciones stop motion: la animación con plastilina o cualquier otro material maleable, llamada en inglés claymation, y las animaciones utilizando objetos rígidos. (Fuente: Wikipedia).
Estaba sentado pensando como abordar el comentario sobre “Cars 2” y la decepción que sentí al terminar de ver su proyección. Recorrer la filmografía de Pixar desde “Toy Story” a esta parte deja a “Cars 2” como una manchita en el legajo. Sucede que John Lassiter y el resto de los directores han abordado temas como las relaciones familiares, los miedos, las etapas de la vida, los conflictos generacionales y otros tantos, con mucha profundidad y reflexión. Además han tenido siempre una gran capacidad para codificarlos brillantemente dentro de los guiones en forma de mensajes claros y de fácil llegada para los chicos. En “Cars 2” no hay nada de esto, excepto el básico concepto sobre la amistad y un mensaje ecológico que luego queda al borde de la contradicción. La producción comienza exactamente igual a cualquiera de James Bond, con el auto Finn McMissile (Michael Caine) cumpliendo una difícil misión en una plataforma petrolera en medio del mar. La idea es conocer cual es el plan del Profesor Z (Thomas Kretschmann) para sabotear programas energéticos alternativos. Por otro lado, Sir Miles Axlerod (Eddie Izzard) organiza una carrera para patrocinar la utilización de combustible orgánico en reemplazo de la nafta, y por arrastre del petróleo. En la competencia participarán autos de varias categorías de todo el mundo, y para compensar se eligen escenarios en los que la performance de cada uno es mayor o menor, compensando el hecho de que un Fórmula 1 corra contra un Nascar. Así, la película nos lleva a escenarios en Italia, Inglaterra y Japón, cada uno con su concepto estético y característico muy bien logrado por cierto. Por supuesto el “Rayo” McQueen (Owen Wilson) es un lógico invitado a participar. Sale de Radiador Springs para Tokio junto con Mate (Larry the Cable Guy) y un equipo integrado por Guido, Luigi, Van y Sargento quienes ayudarán al Rayo en la competencia. Contrariamente a lo que sucede en la primera, “Cars 2” tiene como protagonista principal a Mate quien es confundido por McMissile como su espía contacto, y se verá involucrado insospechadamente en la acción e intriga de la trama. Todo esto en el marco de una carrera internacional que paradójicamente importa poco. Si tomaran todo este guión para la próxima de Bond sinceramente no habría nada que reprochar; pero aplicado a una película para chicos, tiene puntos que resultan contraproducentes. El primero es la temática de espías. A lo mejor los de nueve o diez años en adelante no tengan problemas, para los más chicos tiene momentos complicados que, además, se pierden en el fárrago de la trama y el vértigo del montaje. El segundo factor en contra es la duración. Una producción de 110 minutos (más el corto que se proyecta antes) es larga para el público infantil, sea cual fuere. En la proyección para prensa había varios que promediando la segunda mitad de la película ya estaban inquietos. Por último, la noble intención de concientizar sobre el ahorro de energía y la “abolición” del petróleo se ve desdibujada porque el mismo personaje que propone la idea luego se vuelve en contra de la misma. Se llega a explicar por qué pero mal y demasiado rápido como para ser captado. “Cars 2” cuenta con la simpatía de los personajes, algunos momentos de buen humor gracias a Mate y un lindo homenaje al fallecido Paul Newman y al personaje de Doc Hudson que estaba en la primera. No hay mucho más. Al final, resulta mejor el corto “Vacaciones en Hawai” con los personajes de Toy Story que acompaña al largometraje .Poco para Pixar y para el cine. ¿Puedo ir con los chicos? Sería la pregunta. Pueden ir, pero en cuanto a contenido, dejen un porcentaje de las expectativas en casa. La versión en español A este respecto debo decir que el doblaje de “Cars 2” es acertado en la elección de la mayoría de las voces. Trabajos como el de César Bono, Blas García o Juan Alfonso Carralero son siempre disfrutables y efectivos. Incluso la participación de Gonzalo Bonadeo, como uno de los autos periodistas, resulta divertida. El piloto colombiano Juan Pablo Montoya también sale airoso aunque su participación es más escueta. No hay diferencias sustanciales contra la versión en inglés –subtitulada- porque las licencias idiomáticas que se pueden tomar son aquellos juegos de palabras que, traducidos al español, no tendrían sentido. De todos modos resulta extraña la traducción de la palabra “lemon” que en inglés, además del cítrico, se utiliza para denominar a autos que tienen defectos de fábrica. En la versión doblada los llaman “láminas”, omo si hubieran buscado una palabra que se parezca sonoramente al vocablo inglés en lugar de llamarlos “defectuosos” a secas que hubiera sido más fácil. Es todo, hasta luego.