Fronteras familiares El filme francés El otro hijo narra una serie de conflictos a partir de que dos recién nacidos son intercambiados por error y entregados a familias equivocadas, una judía y otra palestina. Así como en la oscarizable Philomena el desprendimiento forzoso entre una madre y su hijo apunta al conflicto entre el conservadurismo religioso y el liberal, en El otro hijo es el intercambio azaroso de dos recién nacidos lo que activa la referencia a otro conflicto histórico, el palestino-israelí, con resultados igualmente complacientes. La familia franco-judía de Orith (Emmanuelle Devos) y Alon Silberg (Pascal Elbé) es la primera en darse cuenta de que algo va mal cuando los exámenes de sangre de su hijo Joseph (Jules Sitruk) rebotan en el alistamiento militar, y con ello se instala la sospecha en el seno familiar. Pronto llega la prueba de ADN, la averiguación hospitalaria y la verdad: Joseph es hijo de una familia palestina, y los bebés se intercambiaron por error a causa del revuelo provocado por un bombardeo en Haifa (Israel), allí donde nacieron. Las reacciones provocadas por la revelación son lo mejor del filme de Lorraine Lévy: las madres lloran, los padres no disimulan un turbio resentimiento, Joseph ironiza que cambiará su “kipá por un cinturón-bomba”, consciente de que repentinamente ha pasado a ser del bando contrario. Lo mismo sucede con la familia palestina, que ahora tiene a un judío entre los suyos. El otro hijo recorre así todas las dramáticas instancias que pueden darse en un caso como este, un embrollo ascendente que atraviesa tanto a la intimidad de ambas familias como a dos culturas y maneras de entender el mundo. En la segunda parte la película abandona un poco el interesante planteo inicial y cruza hacia la frontera del didactismo, así como los hijos de ambas familias cruzan las fronteras físicas y culturales que los separan de sus familias de origen. A pesar de que el filme es sobrio como la suficiencia naturalista en pantalla de Devos, no podrá evitar el mensaje aleccionador: si estas familias pudieron conciliar sus diferencias, entonces Palestina e Israel también pueden hacerlo. Suena fácil en el cine, difícil en la realidad. Otra moraleja más feliz espera a la última vuelta de la esquina: a pesar de las diferencias, existe cada vida, única e irrepetible, y eso está por encima de toda guerra.
Mansión tomada A medias entre Los edukadores y Spring breakers, pero sin la vocación política de la primera ni el riesgo estético de la segunda, Adoro la fama es un filme menor pero valioso: en su retrato específico de clase logra captar un estado de cosas, un zeitgeist. El dato: el filme de Sofia Coppola recrea un caso verídico, el de un grupo de adolescentes californianos que dedicaron una temporada a saquear casas de famosos (de Paris Hilton, Lindsay Lohan y otros) hasta caer en manos de la ley. Y lo de “grupo” adquiere rasgos propios: salvo las individualidades de Emma Watson e Israel Broussard, el único varón de la pandilla, el protagonista de la historia es un colectivo joven difuso; ausencia de jerarquías que es también planteo formal, en tanto en la cinta la repetición se sobrepone a la progresión, la laxitud disipa el sensacionalismo. Y eso también vale para la ambigüedad pop de la película, que no celebra ni condena el consumismo 2.0 de sus protagonistas, más cercanos a unos hipsters sin ironía que a unos terroristas de barrio cerrado: su vandalismo pasa por la devoción, no por la transgresión, aunque las leyes estén ahí para condenar su abúlico pasatiempo. De todas maneras hay algo romántico en ellos, en ese situacionismo inocente de habitar mansiones vacías por un rato para probarse ropas, ponerse pintura de labios o tomar alcohol ajeno. Su banalidad es sentida, no nihilista, y por eso la comparación con Bret Easton Ellis, el autor de Menos que cero, es anecdótica (para un filme Ellis, ver The Canyons). Adoro la fama es un filme trágico, de una clase social pero también una generación que no puede generar experiencias legítimas: su afuera está en el adentro, en los interiores y la intimidad expuesta. Ellos solo consiguen encontrarse fugazmente ocupando vanamente el lugar de otro, registrando el devenir y el cuerpo en imágenes, escapándole a la monotonía a través de las drogas, la velocidad, el pop y la electrónica. El fin del hedonismo llegará con otro espacio interior, el de la cárcel, uno áspero y despojado y angustiosamente “social”, lejano al éxtasis y la comodidad de las redes. Es cierto, hay algo pueril en la mirada de Coppola, un tufillo sociológico y cierto descuido conceptual (sus cámaras ocultas se parecen a las de Actividad paranormal más que a las de Caché). Pero el filme es lúcidamente noble y ofrece una oportuna metáfora del mundo actual, una casa abandonada en la noche con sus luces prendidas.
Ladrón de alturas En "La hermana", la directora Ursula Meier enfoca a un niño precoz que roba en un resort lujoso para mantener y proteger a su hermana mayor. En Home, su ópera prima, Ursula Meier rozaba lo surrealista en su captación de una familia aislada y presocial que se revolucionaba con la construcción de una autopista paralela al hogar. En La hermana, los lazos familiares y el recorte geográfico persisten, pero ahora el naturalismo cobra mayor fuerza, y de allí la comparación tentadora entre el filme y el cine de los hermanos Dardenne, con sus niños lúmpenes, huérfanos y solitarios. Aunque acá no hay un “momento moral” clave, sino más bien un constante ida y vuelta, el que emprende el niño Simon entre su modesto departamento en un edificio desolado y un lujoso resort global en las alturas, donde roba equipamiento de esquí para sobrevivir y mantener a su hermana mayor. Kacey Mottet Klein, intérprete de Simon, es clave en la cinta, con sus rasgos fisionómicos tiernos y pícaros y su mirada seriamente inteligente, óptimos para transmitir su adultez precoz y el talento para la mentira y la negociación. Louise (Léa Seydoux), la “hermana”, es todo lo contrario: en apariencia desafiante, delata vulnerabilidad y dependencia en el cortejo de novios erráticos. Tanto ella como Simon son seres solitarios, a la deriva, aunque esa inercia sea más la de una subida y bajada a lo Sísifo que una caída cuesta abajo (cuestión evidenciada en el plano final). El mérito de La hermana está en su rodeo de toda “crisis” europea y en su dedicación a filmar una historia con contados personajes. Y cuerpos: en sus mejores escenas, la directora franco-suiza deja incluso de lado las peripecias ilegales de Simon y sus contratiempos y se limita a exhibir a los protagonistas caminando, peleando, jugando. La superficie del suelo es también crucial (hay pisadas en barro, nieve, tierra, césped), al igual que la atmósfera espacial (el viento y el aire de la mañana, la tarde y la noche). Un moretón en la cara de Louise o la nariz sangrante de un Simon descubierto no generan patetismo en una película milimétricamente controlada en su tono abierto y distante, que sabe igualmente moderar sus (pocos) momentos festivos. Tímidamente física y segura en su desorientación, La hermana es elegante y fresca como las montañas nevadas que se atisban de fondo, aunque a veces el acento en lo cotidiano supere a la magia furtivamente robada.
Sueño sombrío La última película del italiano Marco Bellocchio parte de un caso real de eutanasia para trazar un fresco de vidas en encrucijada moral. El claroscuro como tesis formal y moral: a ese contraste de contornos indefinidos apunta el veterano director Marco Bellocchio (El diablo en el cuerpo, La hora de la religión) en Bella Addormentata. El filme parte del caso real de Eluana Englaro, que, como puede verse de fondo en la cinta, puso en vilo en 2009 a la opinión pública de Italia tanto como a sus cúpulas políticas y religiosas. El padre de Englaro, muchacha que llevaba 17 años en estado vegetativo, pidió por la muerte digna de su hija, renovando el debate social sobre la eutanasia. Pero Bella addormentata no trata sobre la eutanasia, sino sobre la ambigua relación entre libre albedrío, amor y lealtad. De naturaleza coral, aunque incluso esto es solapado (Bellocchio se ahorra las efectistas intersecciones a lo Iñárritu), la película despliega cuatro “historias de vida” de paralelismos simbólicos que tienen en su centro a una “bella durmiente” como Englaro, quien nunca aparece. Por un lado, un senador oficialista (Toni Servillo) se opone a votar la ley en contra de la muerte de Englaro por haber sido testigo de una situación similar con su esposa; su hija, católica practicante, se une a la manifestación que reza por Englaro a la vez que se enamora de un introvertido chico de anteojos; una actriz obsesionada por su propia imagen y al borde de la locura (Isabelle Huppert) dedica su vida a velar por su hija Rosa, también en estado de coma, mientras su marido y su hijo se preguntan qué hacer; y una ladrona suicida (Maya Sansa) es custodiada por un médico (Pier Giorgio Bellocchio) mientras duerme en una cama de hospital. La bella durmiente también es Italia, la de siempre y la de Berlusconi, proyectada como ilusión fantasmal en pantallas y televisores que emiten el debate legislativo (una Italia “cínica y deprimida”, se escucha por ahí). Pero Bellocchio, al contrario de filmes anteriores, está lejos de la denuncia y mucho más cerca de la comprensión de sus personajes. Menos potente que Vincere (2009) aunque más meditabunda, compleja y abstracta e igual de majestuosa, Bella addormentata es un interrogante tan didáctico como borroso sobre el accionar amoroso en un estado de anomia y la supervivencia del humanismo en un mundo escéptico y amargo.
Los combates cotidianos, en una película en clave pop Hace unos años, el escritor bosnio-estadounidense Aleksandar Hemon emprendió una tarea dolorosa pero necesaria: escribir un relato sin ahorrarse detalles clínicos ni emocionales acerca del cambio imprevisto que tuvo su vida el día que supo del tumor cerebral de su pequeña hija. La directora francesa Valérie Donzelli hace algo similar en Declaración de vida, en tanto la historia que cuenta –el diagnóstico de la misma enfermedad en su hijo Adán- es real y le ocurrió a ella y a su pareja Jérémie Elkaïm. Tal verosimilitud autobiográfica se subraya en la cinta en tanto ambos son los encargados de interpretar a Roméo y Juliette, los jóvenes que en un abrir y cerrar de ojos pasan de enamorarse en una fiesta a ser padres y de ahí a padecer estadías agotadoras de hospital, esperando que el desenlace del tratamiento de Adán sea feliz. Pero poco importa realmente Adán en esta historia: los protagonistas son ellos dos y su amor y resistencia un tanto desenfadados (el afiche del filme es ilustrativo en ese sentido: los muestra gritando excitados en una escena de parque de diversiones). Y es que esa es la “guerra declarada” de la que habla Juliette cuando se entera de la enfermedad de su hijo: la de luchar contra el peso de un tema naturalmente dramático desde las más apacibles costas del pastiche y la comedia pop francesa, fiel a injertos musicales, chistes y volantazos de videoclip que sirven de recursos artificiosos y procesados para evadir el golpe bajo, la sobreexposición gratuita o el mero patetismo. Ellos bailan, cantan y festejan cada mejora de Adán, y el filme los acompaña en esa guerra declarada contra el cliché (o el cine de Haneke) aunque a veces trastabille en, justamente, lugares comunes como mostrar El origen del mundo de Courbet y hacer oír un llanto de niño para dar cuenta de que ambos serán padres (los nombres de la pareja y el hijo son también un guiño-homenaje prescindible). Entonces: luchar contra la muerte (que, en todo caso, está disminuida a una cuestión de azar o providencia médica) desde la vitalidad generacional de una juventud francesa y global que todavía intenta reconocerse en sus frágiles batallas, aunque esos gestos de época (en donde manda la “actitud”) sean a veces demasiado azucarados, ingenuos y hasta recurrentes.
Activistas del silencio Un thriller discreto, elegante y de bajas temperaturas en el que se alternan el drama, la política y la acción policial. De eso va Causas y consecuencias, de Robert Redford, quien se pone en escena como Jim Grant, un abogado viudo que vive apaciblemente en un suburbio con su pequeña hija hasta que se destapa su antigua identidad, la de Nick Sloan, un ex terrorista antibelicista buscado desde hace tres décadas por el FBI sospechado de haber asesinado a un guardia en un golpe bancario. La revelación del paradero de Sloan obliga a éste a encarar una huida por los Estados Unidos con un torpe agente siguiéndolo por detrás, aunque en realidad lo que hace Sloan es contactar a sus antiguos y escondidos compinches del movimiento de izquierda Weather Underground (todos actores de la talla de Nick Nolte, Richard Jenkins y Chris Cooper, a su modo veteranos expertos del activismo hollywoodense), en busca de una ex militante y amante (Julie Christie) que tiene la clave para salvarlo. Quien sí se da cuenta de la operación que lleva a cabo Sloan es Ben Shepard (Shia LaBeouf), un periodista de provincias obcecado, listo y valiente que va reconstruyendo la historia y buscando su "verdad" a medida que se acerca a Sloan y a todo lo tapado tras 30 años de silencio. Entiéndase: encubrimientos, pactos secretos y trágicas renuncias. El injerto de archivos (The Weather Undergound existió realmente) suma verosimilitud a una trama que también busca complejidad en la combustión entre lazos amorosos y familiares y sacrificios ideológicos, si bien Redford no profundiza y se queda en diálogos toscos y superficiales. "Yo no haría volar edificios, o asesinar a alguien", le dice Shepard a la detenida Sharon Solarz (Susan Sarandon). Y ella le contesta, sin demasiada convicción (actoral): "Cometimos errores, pero estábamos en lo correcto". O, más adelante, de manera caricaturesca, Christie acusa a Sloan/Redford –más un James Bond ascético de camisa y colonia barata que un terrorista retirado- a la luz de una fogata clandestina en lo que debería ser "la" escena: "Eres como ellos. Un sistema de los súper ricos que protege a los súper-súper ricos, y a la mierda los demás". Y no es que tal cosa no sea verdad, pero una línea de diálogo no es suficiente para invocar la injusticia. Causas y consecuencias es menos una altruista victoria que una causa perdida.
Whisky para robar Así como 21 gramos refería a un peso misterioso que expulsan los que pasan a mejor vida, La parte de los ángeles del veterano Ken Loach (Inglaterra, 1936) nombra el dos por ciento de whisky que se evapora anualmente de los barriles que conservan la escocesa sustancia. Eso les dice una guía de destilería al grupo de protagonistas del filme, reincidentes condenados a trabajos comunitarios entre los que destaca el orejudo Robbie (Paul Brannigan), un muchacho con modales de vándalo pero de buen corazón que se ve obligado a cambiar de rumbo una vez que tiene un hijo con su novia. El didactismo con el que son recibidos los protagonistas en esa destilería es el mismo que Loach pone en práctica para desplegar su fábula social: Robbie simplemente no ha tenido suerte, pero con una buena idea y otra dosis de empeño tal vez pueda hacer que todo mejore. En todo caso, la picardía de la cinta está en que para alcanzar la redención deseada Robbie debe cometer una acción ilegal: robar un whisky carísimo para revenderlo en el mercado negro y con eso salvar a sus compinches, hijo y pareja. Será esa segunda parte de picaresca malhechora la que entregue lo mejor de La parte de los ángeles, mientras que la primera no se decide del todo entre el naturalismo dramático de los barrios bajos de Glasgow, los gags desenfadados que tienen al borrachín Albert (Gary Maitland) como bufón estelar o la postal del mundo del whisky. Entre algunos momentos graciosos y un par de chistes malos, un devenir un tanto predecible y escenas de grácil suspenso, un planteo a veces en serio y otras en joda, La parte de los ángeles no altera la carrera irregular de Loach pero ofrece un fluir agradable, vagamente optimista, que hace de la cinta más un pasatiempo humanista que una verdadera problematización de la sociedad escocesa y su injusticia universal. A pesar de que queda la sensación final de que la película es tan vaporosa como el whisky hecho aire, Loach al menos se ahorra los "mensajes" y se da el gusto de contar una historia moralmente caprichosa con cierta libertad y el contagioso plus humano que destilan sus personajes, y eso ya es suficiente para compensar cualquier derrame.
Juego de rivales La animación bien podría ser algo así como el metegol del cine: un género considerado “menor”, de factura industrial-artesanal, que ha demostrado que puede competirle de igual a igual, como lo ha demostrado Pixar, a su contraparte interpretada por actores “reales”. Metegol, en ese sentido, representa en su técnica y en su argumento esa ambición: por un lado, sale a batallar a la industria internacional con una factura gráfica impecable, con figuras, detalles y decorados que no tienen nada que envidiarles a películas extranjeras del rubro, en condiciones poco favorables; y en la historia, en esa lucha entre grandes y pequeños que opera a varios niveles: en ese megaemprendimiento global que viene a acechar al pueblo indefenso; en el fútbol de estadio opuesto al modesto metegol de bar; y en la rivalidad entre el vulnerable pero valiente Amadeo y el jactancioso Grosso, por el amor de Laura. Pero hay una contradicción entre esos términos: Metegol parece paradójicamente querer aspirar a la majestuosidad visual máxima, a la proeza visual de un Grosso y no de un Amadeo, digamos, descuidando la narración, ahí donde se juega su lado más humano. Esa frialdad se percibe sobre todo al comienzo, cuando después de una cita anecdótica a 2001: Odisea del espacio en la que la pelota de fútbol sustituye al famoso monolito, se introduce a los protagonistas “humanos” de la cinta, Amadeo, Laura y Grosso. En el contexto de un pintoresco bar de pueblo, Amadeo vence a Grosso en una partida de metegol, despertando en él unas infinitas ansias de venganza. Que volverán para cobrarse lo suyo varios años después, cuando un juvenil y futbolísticamente dotado Grosso es contratado por un empresario oscuro para aplastar al pueblo y su metegol con un emprendimiento capitalista de parques temáticos, museos y demás, poder que Grosso aprovechará para raptar a Laura. Más allá de la literalidad del “mensaje” sociológico y amoroso, que atañe tanto al cine popular de Campanella como al relato de Fontanarrosa en que está inspirado el filme (y que resalta en la reciente y también costumbrista Anima Buenos Aires, del fallecido Caloi), se percibe en esta escena inicial y cada vez que aparecen estos personajes una extraña hibridez o ubicuidad, producto de la combustión entre el diseño digital “neutro” y las voces de acento argentino-porteño. Esa identidad desdibujada gana fuerza cuando aparecen los jugadores de metegol que cobran vida (gracias a una lágrima de Amadeo, marca de la casa nostálgica de Campanella tal vez anacrónica para los niños de hoy), y que le dan a Metegol sus puntos más altos en escenas de acción como la del parque de diversiones: hay algo cómico y cercano en ellos, en su baja estatura, humor y fanfarronería, y hasta sus toques más “retro” funcionan. A pesar de los subrayados (chistes, estereotipos y sentencias de trazo grueso) y el vaivén narrativo, Metegol entretiene y encandila visualmente, con una impronta más propia de una tribuna de estadio que de un acallado metegol.
Más acá del horizonte Richard Linklater ¿cierra? con “Antes de la medianoche” su trilogía amorosa y pone de nuevo en escena sus paseos hechizantes y llenos de digresiones, pero desplegando también una reflexión agridulce sobre el amor conyugal a los 40. ¿Es posible que “todo” pueda caber en un filme, principalmente en uno en el que dos personas sólo caminan y conversan, presas de un mágico y poético flirteo? Llámese amor, azar, tiempo, vida, muerte, cine: Richard Linklater lo había conseguido en Antes del amanecer y Antes del atardecer con esos mínimos recursos. Una década después, tras una encantadora segunda parte, la vuelta de Jesse y Celine hacía presagiar lo peor, más que nada por ese tráiler buchón que mostraba a dos chiquillas de largas cabelleras rubias revoloteando por ahí: ¿dónde quedaría en esta tercera y supuestamente última parte el amor efímero, ese que sólo puede extender su conjuro a lo largo de un día, en una pareja habituada a extenuantes jornadas matrimoniales? Pero a no desesperar: Linklater, no dispuesto a arruinar su obra magna, lo consiguió de nuevo, invocando un “todo” que, lejos de ceñidos guiños generacionales (la noventera generación X y sus slackers), pasea a su pareja ya cuarentona por las ancestrales ruinas griegas y el más urgente de los presentes, los hace citar a Shakespeare y discutir las contradicciones del posfeminismo, los hace creer en el amor y descreer de él otra vez, meterse en el interior de una capilla bizantina que pone los pelos de punta y pelearse y aburrirse en la habitación de hotel más despersonalizada, como si el mundo y la historia y el universo dieran la cara en un filme en el que, nuevamente y en contadas escenas, sólo se pasea y se dialoga sin cesar. No por algo Linklater adaptó al distópico Philip K. Dick en Un escáner en la oscuridad (2006) y trató las más apasionantes y delirantes cuestiones existenciales en esa animación alucinada que es Despertando a la vida (2001). Antes de la medianoche es ante todo un filme filosófico y especulativo y a la vez una suerte de summa Linklater: y es Jesse, ese escritor consagrado que concibe relatos sobre los déjà vu y las percepciones alteradas y los viajes en el tiempo y gente que sólo ve el fin de las cosas quien encarna las preocupaciones de Linklater, las que subyacen en Antes de la medianoche convirtiéndola en la historia de amor más ambiciosa de los últimos tiempos, porque es todas las historias de amor a la vez, y todas las historias de amor entre Jesse y Celine a la vez: por eso en un pasaje de ciencia-ficción amorosa Jesse le habla a Celine como si Antes del atardecer nunca hubiera existido, o se hace pasar por un viajero temporal que vuelve del futuro para contarle cómo es envejecer con ella. El paso desesperante del tiempo (y la inquietud aún vigente por encontrar a “la” persona) es la obsesión de la cinta, cuestión que alcanza su cenit en la escena más bella, cuando la pareja se concentra en un sol que irremediablemente desaparece tras las montañas. Y les llega la (media) noche: una muy cómica escena con aires sitcom que boicotea un poco el concepto de la saga con una Delpy jugando a que protagoniza su propia 2 días en Grecia y arrastra a Antes de la medianoche hacia los abismos del meta-amor, la escenificación del amor antes que el amor en sí; aunque de eso se trata, al fin y al cabo, parece querer decir Linklater, el amor adulto, el de antes de la medianoche y después del enamoramiento: una tierna trampa, una dialéctica sin tregua, un sol rojo que está ahí, está ahí, está ahí. Y ya no está.
Poesía a la pesca Reconocido documentalista italiano, Andrea Segre disfraza de ficción en La esperanza de una nueva vida ("Yo soy Li", su título original) el registro de solitarias vidas costeras en Chioggia, un pequeño pueblo cercano a Venecia, sobre todo en la primera mitad del filme. Y lo hace a través de las vidas de dos inmigrantes, la china Shun Li (Tao Zhao) y el yugoslavo Bepi (Rade Sherbedgia), ambos separados de sus familias y de repente unidos por la poesía y la pesca, con el contexto de un bar como escenario recurrente. De un didactismo, una majestuosidad y un lirismo ocultos, esa primera mitad de La esperanza de una nueva vida hace simple algo tan complicado como poner en escena una película pequeña, contemplativa, sin juzgamientos ni efectismos. Así, se ve a Li trabajando primero en una fábrica textil y después en el bar donde conoce a Bepi, mandándole cartas al hijo con el que espera reencontrarse y paseando por Venecia en una escena breve pero poderosa. Bepi mientras tanto pesca, charla con sus amigos en el bar y va encontrando en Li a una interlocutora íntima primero y a un amor platónico después. El problema llega más tarde, cuando todo eso que se insinuaba pero se contenía con modestia sale a la superficie en una serie de resoluciones abruptas que ponen énfasis tal vez innecesarios en la xenofobia lugareña, la división entre "buenos" y "malos" y la tragicidad a lo Romeo y Julieta en el vínculo entre Li y Bepi, relación que encuentra súbitos límites en la preeminencia del trabajo y los orígenes y en los prejuicios sociales. Así, uno de los compañeros de mesa de Bepi dice "Es una invasión" al referirse a los inmigrantes asiáticos, el "amo" de Li la reta por mezclarse con extranjeros y hasta aparece algo de sangre en un episodio turbulento, subrayados que contrastan con esa barca de pesca distante, esos pescados que se sirven fritos, crudos o a la parrilla y la rutina de esos hombres al borde de la jubilación que pasan sus días en el bar italiano. "Algo del agua del mar siempre queda atrapada en la laguna", le dice a Li su amiga y compatriota inmigrante para consolarla por su relación fallida. Podría decirse que lo mismo le sucede al filme, que ve parte de su poesía acorralada por un argumento acuciante, aunque eso no opaque la fructífera pesca de varios momentos de belleza.