La enseñanza del dolor El filme canadiense de Philippe Falardeau es valioso por confiar en la potencia de lo inexplicable, en la ambigüedad que siembra lo definitivo. Profesor Lazhar comienza con un suicidio, el de la profesora Martine en el aula donde daba clases, caso que turba a sus alumnos (en especial a Simon y Alice, unos destacables Émilien Néron y Sophie Nélisse, quienes parecen saber más de lo común sobre el hecho) pero no a la institución escolar, que reemplaza rápidamente a la fallecida con el recién llegado Bachir Lazhar (un esforzado aunque también exagerado Mohamed Fellag, que pone en escena modales de mimo), profesor argelino reticente a hablar de su pasado. La muerte de Marine instala en el aula y en la flamante relación maestro-alumnos una perceptible extrañeza, una presión por cosas no dichas que empujan por salir a la luz. De a ratos, el filme (nominado a mejor película extranjera en los Oscar de 2012), que se desarrolla en su mayor parte en la escuela y sus alrededores, se vuelve amable en su retrato de los pormenores socioculturales que surgen en la clase, más que nada en la contraposición entre la manera anticuada y excéntrica de enseñar de Lazhar y la inteligencia e irreverencia de sus aventajados alumnos. Pero Profesor Lazhar no es Entre los muros: acá el problema es moral y metafísico: hay una muerte imposible de borrar, y la institución educativa (y la sociedad, por extensión) la reprimen, la ocultan, la censuran, porque "no hay que hablar de eso". De la misma forma, esa mudez hostil será la que selle el destino final de Lazhar: la cobardía y mojigatería ante la muerte (y el suicidio) es también la que ronda en torno a los inmigrantes de países "terroristas". En ese arriesgado paralelismo e in crescendo emotivo se juega la resolución de Profesor Lazhar, que colma las expectativas de manera estremecedora sin renunciar a su planteo aparentemente frío pero eficaz, afín al naturalismo dramático del cine francés. La virtud del filme yace en su profundidad, que reniega de explicaciones baratas de última hora o cándidas complicidades escolares: aquí los niños son más adultos que los adultos y saben de la culpa y el dolor más que ellos.
Promesas en línea “911: llamada mortal” mantiene la tensión narrativa durante buena parte del filme, si bien los golpes de efecto pesan más que la inteligencia. Así como algunos telefonistas venden planes o productos al por mayor, otros se dedican a salvar vidas. Al menos esa es la tarea de Jordan Turner (Halle Berry), una experimentada operadora del servicio de emergencias del 911 que ve opacada su carrera cuando una niña que atiende en línea es asesinada. Poco después de ese paso en falso, Jordan tiene la oportunidad de redimirse cuando la preadolescente Casey (Abigail Breslin) solicita auxilio desde el baúl de un automóvil, donde permanece secuestrada tras ser capturada en la playa de un shopping. Así, con el auto del sospechoso siempre en movimiento, 911: llamada mortal se dividirá en dos escenarios paralelos: uno, el call center convulsionado donde trabaja Jordan, en el que vemos constantes primeros planos del rostro nervioso de una funcional Berry mientras dialoga con la joven raptada, a veces dictándole consejos y otras calmándola con charlas sobre “películas preferidas” o el horóscopo; el otro, el coche en marcha que maneja el asesino, filmado desde perspectivas aéreas de autopistas a lo Policías en acción o desde el claustrofóbico baúl, allí donde sobresalen los gestos de la llorona Casey, que no para de exclamar “¡No, por favor!”. Esa dualidad (en suma, la “esencia” del filme) mantendrá linealmente la película a flote durante buena parte de su desarrollo, en una trama en la que los golpes de efecto pesan más que la inteligencia y en la que ciertos agregados torpes de película de terror, principalmente sonoros (percusión de suspenso genérica, bajos rugosos, remixes chirriantes, gritos, voces con eco) atentan con boicotear (¿con secuestrar?) a un policial en principio sobrio y entretenido. Esa tendencia a los sustos, la sangre derramada y los golpes por la espalda será lamentablemente la que gane en la parte final, en la que la psicología revelada del freak asesino (incesto, regresión, violencia, tics esquizofrénicos) respeta un identi-kit de manual. “Mantengan la distancia emocional y no hagan promesas, porque no las van a poder cumplir”, le enseña Jordan a los aprendices a telefonistas salvavidas; dos máximas que la cinta de Brad Anderson no respeta: en su afán de impacto gratuito, traiciona el prometedor planteo inicial.
Un maldito ladrón en Nueva Orleans A estas alturas, la mirada magnética y maníaca de Nicolas Cage puede equipararse sólo a la de Mel Gibson: su presencia fílmica nunca es gratuita. El cuerpo y las expresiones y la convicción con que Cage encarna a sus personajes más recientes se asemeja a la cruzada impredecible de Clase B que lo tiene en cintas de superhéroes demoníacos (Ghost Rider y su secuela), delirios medievales (Cacería de brujas) o desquiciados filmes “de autor” (Un maldito policía en Nueva Orleans, de Werner Herzog). Ahora, en Contrarreloj, su inquieta aparición en pantalla grande se fusiona con un filme de acción mediocre, reacio a las posibilidades del género. Cage es Will Montgomery, un dotado ladrón de bancos y archienemigo rutinario de la policía de Nueva Orleans que acaba de salir de una condena de 8 años de prisión. Si bien su objetivo es abandonar los peligros de toda carrera ilegal, el rapto de su hija a manos de su antiguo compinche Vincent (Josh Lucas) lo lleva a quebrantar nuevamente las barreras de seguridad de un banco, en busca de un tesoro millonario. Así, entre persecuciones a toda velocidad y golpes y balaceras, el ladrón a la fuerza Montgomery sigue desesperadamente a Vincent mientras la policía, simbolizada en la figura del anodino comisario con sombrero Tim Harlend (Danny Huston), lo sigue a él. De fondo, una postal turístico-carnavalesca del Mardi Gras neorleano hace de tumultuoso contexto oportuno para una película que se desarrolla a “contrarreloj” (las 12 horas que le canta Vincent a Montgomery antes de matar a su hija) en una jornada. Como pasaba con Cacería de brujas, Contrarreloj coquetea con tics exploitation pudorosos (musiquita de thriller años ’70, súbitos zooms en primer plano) sin jugársela del todo. Si hasta se queda corta en esa (auto) parodia policial a lo Martillo Hammer, evidente en ese ridículo enemigo rengo, idiota y poco creíble que es Vincent. El filme de Simon West termina siendo más bien una mera variante bonachona y moralmente negativa del Bryan Mills rescata-hijas que ha hecho célebre Liam Neeson. El final, un torpe ¡plop!, se agradece por ser el último.
Humor satelital Comedia multifamiliar y celebratoriament nostálgica, Verano del ’79 prueba la existencia de una Delpy realizadora (y un humor Delpy) tanto o más loable que la Delpy actriz (o la musical). 2 días en París (y su reciente secuela, 2 días en Nueva York) ya ostentaban ese humor liviano, promiscuo y elegantemente soez, a medias entre la desinhibición europea (y la buena salud de comedias francesas recientes como Les beaux gosses) y el gag neoyorquino (léase Woody Allen, aunque también Larry David). Pero Verano del ’79 es más europea que otra cosa, en esa familia bretona pantagruélica e histriónicamente fellinesca y en las menciones a Mayo del ’68 y otras agitaciones de época, aunque Estados Unidos esté presente en ese satélite Skylab (título original del filme) que está siempre a punto de caer en plena ribera estival. La amenaza de esa catástrofe funciona como un falso y absurdo eje argumental que también amenaza con que Verano del ’79 se vuelva un producto menor y televisivo, más digno de un episodio serial extendido que de una película; pero la historia de la pequeña Albertine (una suerte de Delpy infante), que vive su iniciación a la adultez en ese largo domingo junto a sus padres, primos, abuelos, tíos y demás, le da a Verano del ’79 un matiz singular, elogiable por no resaltar lo grotesco ni lo naif ni lo costumbrista. Y así el filme deja presentes un par de momentos cándidamente intensos (la escena en que Albertine baila con el chico que le gusta, poco antes de que le rompan el corazón por vez primera) y hasta "incorrectos", como cuando la joven protagonista visita una playa nudista para reírse poco más tarde del "matorral" de una conocida de la familia. A la larga, esos bienvenidos instantes se diluyen en una situación coral que por momentos se hace monótona, además de improvisada y un tanto descuidada: la misma recreación histórica es visiblemente forzada, buscando ser invocada a partir de canciones o de looks de anteojos de sol colorinches y patillas o de charlas sobre la Segunda Guerra Mundial, a la manera de una impostura de raíz nuevamente televisiva. Cuestiones que no opacan un filme bello y decididamente satelital en tiempos de carteleras flacas, cuyo mayor virtud es no tomarse demasiado en serio y dar vueltas sin problemas y con soltura y sencillez sobre su propio sello "Delpy", uno que no necesita de pirotecnias ni efectismos, evidente en ese Skylab simpático, humano y misterioso tan opuesto a las actuales y sobredimensionadas tendencias apocalípticas.
Exorcismo rural La ópera prima de Maximiliano Schonfeld está hecha de cuidadosos injertos, tal como esa pequeña "Germania" que se instala en la provincia de Entre Ríos como un artificio extraño: suerte de homenaje extático a la naturaleza, drama indie adolescente y thriller abstracto y colectivo, el filme pone en escena a una madre y dos hermanos descendientes de una estirpe del Volga que viven su último día en la aldea, cuando una peste y el avance de la soja acechan a la economía de la granja familiar. Esa lógica de montaje encapsulado, casi oculto sobre el cual Germania despliega su ánimo lánguido y contemplativo, es el que se desplaza también a las imágenes, a esos planos largos y estáticos, por momentos preciosistas (la fotografía no deja de registrar el vuelo circular de los insectos, que rodean a los exteriores rurales como recortándolos circularmente, convirtiéndolos en pinturas barrocas), por momentos naturalistas, por momentos marcianos (como en ese rastrojero de ritmo lento que avanza por un camino de tierra acompañado de una música terminal, casi monástica). Y al lenguaje: tanto el subtitulado dialecto germánico como el castellano parco que hablan los protagonistas del filme resultan ajenos, incómodos, fuera de lugar. Esa coexistencia de universos disímiles (que también fuerzan comparaciones amplias, con el cine religioso-rural de Carlos Reygadas y Bruno Dumont, por ejemplo, pero también con los íntimos percances provincianos de las nuevas generaciones que no encajan en ningún lado, como los de La Tigra, Chaco) refuerzan esa noción de una entidad reprimida, un sustrato revulsivamente auténtico que es tanto esa peste que diezma a las gallinas (secretas, ominosas y físicas protagonistas de la película) como el incesto ambivalente entre los hermanos, sugerido en sus roces corporales o cruces verbales. Es ese núcleo vedado, innombrable y pudorosamente enfermo lo que le da valor al debut de Schonfeld, lo que ata los cabos de ese planteo entre afectado y documental. Toda la cinta es en ese sentido un fin de época, una urgencia por exorcizar un mal desconocido.
Polémica clasificada No hay dudas de que a Kathryn Bigelow, quien ya merece ser conocida más por su CV que por su condición de “ex de James Cameron”, le gusta meterse en polémicas: lo hizo ya hace unos años con Vivir al límite, aquel filme sobre las andanzas de un comando estadounidense de desactivadores de bombas en terreno iraquí, criticado por muchos por ofrecer una visión condescendiente de la ocupación norteamericana en Medio Oriente y alabada por otros por su calidad cinematográfica y retrato humanizado de las tropas (el filme se alzó, entre otros, con el Oscar a mejor película). En estos días la directora volvió a meterse en problemas tras el estreno de La noche más oscura, filme en el que recrea los largos años posteriores al 11-S en el que la CIA rastreó y aniquiló a Osama Bin Laden (por eso su título original es Zero dark thirty, en la jerga militar las 00.30, hora en que se realizó el operativo). Y lo hace a través del personaje de Maya (Jessica Chastain), basado en un supuesto agente real de la CIA, que se va obsesionando a medida que la búsqueda se torna una misión frustrante. La controversia se generó ante todo por las escenas de tortura que llevan a cabo los soldados norteamericanos, para algunos críticos demasiado explícitas y morbosas. Y, en ese sentido, también exaltadoras de tales métodos poco ortodoxos, afrenta de la que Bigelow se defendió en una carta abierta en Los Angeles Times diciendo que “mostrar no es promover”. Pero los ataques más encendidos vinieron de aquellos que acusaron al filme de justificar sin más la tortura, argumentando que es por medio de la información obtenida gracias a ella que la protagonista logra dar alcance al líder de Al-Qaeda. La realizadora también se defendió de esas acusaciones en el diario angelino, diciendo que “la tortura fue, sin embargo y como todos sabemos, empleada en los primeros años de la búsqueda. Eso no significa que haya sido la clave para encontrar a Bin Laden. Significa que es una parte de la historia que no podíamos ignorar". Y concluyó: “Bin Laden no fue derrotado por superhéroes que cayeron del cielo, fue derrotado por los estadounidenses comunes y corrientes que lucharon con valentía, que dieron todo de sí para la victoria y la derrota, la vida y la muerte, para la defensa de esta nación”. Bigelow, la primera mujer en ganar un Oscar a la mejor dirección, está exenta esta vez de la posibilidad de alzarse con tal galardón, pero su filme goza de cinco nominaciones, entre ellas a mejor película y actriz principal (Chastain se llevó ya un Globo de Oro por su performance), a pesar de una polémica que para bien o para mal lo sitúa, junto al también discutido Django sin cadenas de Quentin Tarantino, en el meollo de una disputa pública que seguirá dando que hablar. Por ahora, claro, lo importante es verlo. La soledad del cazador Si bien puntual en el hecho que narra (la captura y asesinato de Osama Bin Laden a manos de la CIA), el filme de Kathryn Bigelow es ambiguo en su naturaleza, una “ficción documental” que juega por un lado a ser una película de espionaje y por el otro una reconstrucción fiel de la operación militar estadounidense en terreno paquistaní. Si se quiere, una suerte de versión más jugada y actual de la pícara Argo. Al igual que la también oscarizada cinta de Ben Affleck, La noche más oscura es bipartita, dividida en los extensos preliminares (casi dos horas) en los que la cada vez más obsesiva y alienada agente Maya (Jessica Chastain) se toma la misión de inteligencia como una cruzada personal, y la parte final, la de la caza de Bin Laden, que dura cerca de media hora y está narrada con un pulso notable, realista y espeluznante. No hay dudas de que Bigelow es una directora sólida y que La noche más oscura es un apasionante thriller de género, la cuestión es cómo la realizadora elige abordar tres variantes del “horror”: la primera, los atentados a las Torres Gemelas, en una intro en la que sólo se escuchan verídicas voces en off con la pantalla en negro, contrapunto pedagógico innecesario y ligeramente sensacionalista frente al registro clínico que viene después; la segunda, las escenas de torturas para extraer información, llevadas a cabo por un agente canchero, comprensivo y razonable, benignas por demás teniendo en cuenta el “realismo” del filme; y tercero, la irrupción de las tropas norteamericanas en la guarida doméstica de Bin Laden en secuencias donde éstas disparan a mujeres en camisón sin piedad, frialdad que no se condice con la bondad de los soldados que tranquilizan con ánimo pacifista a los niños aterrados. Ahí el filme decae. Es en la ficción, en el personaje desesperadamente inquieto, terco y deshecho que encarna Chastain, que La noche más oscura encuentra paradójicamente su verdad: la soledad angustiante de Maya es sintomática de un “otro” más imaginario que real, que en lo macro se traduce en esa dispersa muchedumbre tercermundista y en lo micro en ese cadáver del que ni siquiera se ve la cara: un cuerpo sin vida, nada más. Es esa fijación ciega por un enemigo fantasma lo que le da a la película una dimensión más inquietante. En un pasaje, un agente le describe a Maya el aspecto de un sospechoso: “Tiene bastón”, le comenta. “¿Como Gandalf?”, le pregunta ella. La noche más oscura sugiere una subjetividad global replegada trágicamente sobre sí misma, incapaz de nombrar el horror o al otro.
Amor perdurable Tom Tykwer, director alemán responsable del filme de culto Corre, Lola, corre y codirector junto a los hermanos Wachowski de la reciente Cloud Atlas, se extravía en Tres, filme que intenta, de manera dispersa y con forzada inspiración, retratar las desavenencias amorosas de una pareja del primer mundo y la abulia de la sociedad alemana actual, en un resultado que quiere a la vez ser solemne, naif, mordaz y original. Tal vez el mayor pecado de Tres sean esos gestos "de autor" que no le suman nada a la trama, como la aparición de la madre fantasma de uno de los protagonistas, la fragmentación de la pantalla en múltiples planos para contar una… operación de testículo -en un gesto "arty" que se confunde con el morbo clínico-, o la escenificación en clave danza-teatro del trío amoroso en la apertura del filme, un agregado redundante. El recurso esteticista que más convence es el que hace de intro, un travelling que exhibe dos cables de esos que hay al costado de las rutas y que junto al relato en off da cuenta de las vidas paralelas, ligeras y previsibles de la pareja que componen Hanna (Sophie Rois) y Simon (Sebastian Schipper). Ya llegados a los 40 años y sin hijos alrededor, ambos pasan sus días en consultorios médicos, conferencias y piletas de natación. Sus dedicaciones (ella a la medicina, él al arte) simbolizan la racionalidad exasperante de sus vidas y, por extensión, de la clase media alemana, donde hasta los diagnósticos de cáncer (la madre de Simon sufre uno de páncreas, él de testículo) son parsimoniosos. La única alteración posible de sus rutinas llega con la aparición del hermético y sonriente Adam (Devid Striesow), más una abstracción que un personaje real, que con sus modales de mimo logra seducir no sólo a la distraída Hanna, sino también a Simon, quien descubre con él su homosexualidad latente en una gélida toma masturbatoria en un gimnasio. Por supuesto, la gracia está en que la pareja se engaña mutuamente con la misma persona, hasta que sucede lo inevitable y los cables del principio se vuelven tres. Sin ser provocativa ni encantadora, Tres consigue reflejar cierto vacío en la vida germánica contemporánea, aunque caiga presa de esa misma desapasionada frialdad.
Afectos arrasados Con ánimo de thriller y cuerpo de catástrofe, la nueva película del español J. A. Bayona (El orfanato) escarba en el páramo dejado por el paso de un tsunami para dar cuenta de un velo que los humanos casi siempre pierden de vista: la importancia única de los lazos familiares, aquellos que amortiguan el peso de ese miedo que el padre de familia Henry (Ewan McGregor) reconoce en un tramo del filme: el temor a quedarse solo. Por eso al comienzo de Lo imposible la familia británica con domicilio en Japón que integran Henry, su mujer Maria (Naomi Watts) y sus tres pequeños hijos padece en el avión turístico que los lleva a Tailandia los sinsabores de toda rutina de clase media: la duda de si la alarma de casa quedó o no prendida, las riñas entre los niños que la madre debe calmar: atmósfera de ciega parsimonia que se verá asediada un tiempo después por una ola verídica de considerables proporciones (el tsunami que arrasó la costa asiática en 2004) que dispersará a los miembros de la familia a lo largo y ancho de un azolado paisaje pos-tsunami. En él los protagonistas asistirán, a través de la sensación de pérdida, a la revelación de que ellos mismos eran lo más valioso que poseían en el mundo. En la primera mitad del filme, la que le sucede al impresionante y virtuosamente recreado aluvión marítimo (que muchos compararán con el de Más allá de la vida de Clint Eastwood, basado en el mismo tsunami histórico), Lo imposible alcanza su más emotivo y menos lacrimógeno pico en la batalla de supervivencia que libran Maria y su hijo Lucas (Tom Holland), arrastrados primero por la corriente y después reunidos en un hospital colapsado de tercer mundo. El remarcable trabajo de Naomi Watts, en ese sentido, y también el de Holland, como hijo valiente y protector, alimentan al filme de una nobleza no siempre visible en las películas catástrofe: las raspaduras, las heridas, los gritos, los sollozos, adquieren gracias a ellos en Lo imposible una entidad tan íntima como épica. La cámara hiperrealista e hipersensible de Bayona también ayuda a que el filme esté “cuidado”, a matizar los golpes bajos gracias a una serie de diestros recursos formales, aunque a nivel narrativo la historia sea un tanto lineal y simple: dimensión que asoma más en la segunda mitad, obligada a contar las derivas de Henry y los otros dos hijos hasta el demorado encuentro familiar, y en el que el énfasis en la solidaridad entre las víctimas le dan a Lo imposible un tufillo oscarizable demasiado orientado al lagrimeo. En sus instantes más sentidos y menos sentimentales, más documentales y menos morales, Lo imposible es poderosa como una gran ola.
La clave del amor Más que delicada, la película de los debutantes David y Stéphane Foenkinos quiere ser simpática, distinta, "pop": de allí los acentuados contrastes drámaticos y sentimentales de La delicadeza, las irrupciones abruptas de ciertas escenas teñidas de irrealismo, la música de fondo que suena a una caja musical (por ahí también se escucha It´s a wonderful life de Sparklehorse, siguiendo la moda de las bandas de sonido indie chic), y, por encima de todo, el rostro y la figura icónica de Audrey "Amelie" Tatou, ideal para películas que, como ésta, se pasean en la cornisa entre lo cursi y lo encantador. Tatou es Nathalie, una joven que, a la vez que consigue un trabajo fijo de tintes burocráticos y parece encauzar su vida hacia el matrimonio y la maternidad, pierde a su prometido de repente en un accidente. Su soledad y angustia durarán más de tres años, en los que se convertirá en una férrea trabajadora y hasta conseguirá su ascenso; todo ante el acecho intermitente de su jefe, Charles (Bruno Todeschini), quien se fijó en Nathalie desde la primerísima entrevista laboral, aunque las negativas de ella son terminantes. Ya bien avanzado el filme, sucede algo inexplicable, insólito: Nathalie besa de la nada en la boca a un subalterno suyo, un sueco grandote, bonachón y torpe llamado Markus (François Damiens), quien no entiende nada, pero, de a poco, con temor, comienza a enamorarse de su jefa. Y a ella le pasa lo mismo con él, aunque los obstáculos molestos sean un jefe celoso y un ex novio muerto (Nathalie no borra al amante fallecido de sus contactos del celular, y con ello evidencia su negativa al duelo). La delicadeza, claro, será la del paradójicamente grandulón Markus, quien puede abrirse paso en la historia y el pasado trágico de Nathalie y conmoverla de nuevo, aunque su impronta "natural" no sea la del típico galán. "Sos su tipo, sos delicado", le dice el desesperado, ebrio y cínico Charles al tierno Markus en una conversación de bar entre rivales, y tal vez tenga razón. Tal parece ser la noble concepción del amor de esta comedia romántica francesa que, por cierto, no tiene nada de distinto, y que por otra parte hace agua de a ratos al ostentar una trama demasiado extensa y desordenada, a la que le hubiera hecho falta una buena y delicada pulida.
La sobriedad del alcohol El nuevo filme del australiano John Hillcoat podría definirse por todo aquello que no es: en su abordaje del género western-gangsteril se aleja del estilismo de Andrew Dominik, del violento pastiche tarantinesco, de la grandilocuencia majestuosa de Michael Mann e incluso de la corrección tribunera de Ben Affleck: la modalidad de Hillcoat es “artesanal”, como el alcohol que destilan y contrabandean los incansablemente ilegales hermanos Bondurant, en la fértil era policial de la Ley Seca. Y por eso Los ilegales se asemeja más a una sucesión de escenas cuidadosamente enhebradas que a una mera totalidad de género en piloto automático: son esas pequeñas epifanías, discretas y áridas y privadas de efectismo, las que engrandecen la película, la que le insuflan su épica secreta: la enamorada mirada de Jack Bondurant (Shia LaBeouf) hacia Bertha (Mia Wasikowska), la nieve redentora que cae del cielo nocturno después del feroz ataque que sufre Forrest Bondurant (Tom Hardy), la destilería que explota en llamas, el aguardiente usado como sustituto de la gasolina. Jack, Forrest y Howard (Jason Clarke) son los Bondurant, tres hermanos que se dedican a producir y distribuir alcohol en el sureño estado de Virginia a pesar de la prohibición que cae sobre la sustancia, y por eso se ganan como enemigo al afeminado y sádico agente Rakes (Guy Pearce), quien hace de la represión policial una cuestión personal. Por ahí andan también el veterano gángster Floyd Banner (Gary Oldman) y Maggie Beauford (Jessica Chastain), la sufrida pareja de Forrest, quien demuestra tener tantas agallas como él, aunque su papel no sea del todo preponderante: las tensiones están desplegadas entre el joven Jack y sus relaciones respectivas con Bertha, Forrest y Rakes, y por eso Los ilegales es ante todo una historia de iniciación, no tanto a las armas como a los terrenos del amor, la lealtad y la valentía, y de ahí su impulso western. La mesura, la sequedad, la paradójica sobriedad entre tanto alcohol destilado, es lo mejor de la película de Hillcoat, evidente en esa banda sonora ostentosa (a cargo de Warren Ellis y Nick Cave, autor asimismo del guion) que sólo se escucha en los momentos justos, como un buen trago que se sirve sin llamar la atención.