El sorprendente Hombre Araña 2: La amenaza de Electro confirma el talento de Marc Webb como director de la nueva trilogía del superhéroe. El romance entre Peter Parker y Gwen Stacy y los villanos son lo mejor de esta segunda parte. La soledad es el gran tema de El sorprendente Hombre Araña 2: La amenaza de Electro, una de las mejores películas de superhéroes de los últimos tiempos, lamentablemente forzada a encajar en el medio de una trilogía, esa fórmula hoy de moda que le quita autonomía a las partes sin que las tres justifiquen verdaderamente un todo. Pero la primera pieza del relanzamiento de Marc Webb ya había sido buena, y en esta la promesa se vuelve confirmación a base de villanos de antología, un romance infalible entre Peter Parker y Gwen Stacy –con Andrew Garfield y Emma Stone luciendo más creíbles y encantadores que nunca–, y una avasallante acción visual equilibrada, dosificada entre los momentos tan trascendentes como cotidianos de la vida del joven Parker, el auténtico héroe de la película. Como se sabe, la dualidad y el estigma son los dos rasgos de todo superhéroe, y en ese sentido El sorprendente Hombre Araña 2 va al hueso, rastreando la esencia de Parker en el legado misterioso que le deja su padre y ahondando en los problemas que le genera su arácnido alter ego, conflicto que llega al extremo en el trágico final. Dos aspectos que condenan a Parker a un aislamiento absoluto, condición que también comparten sus rivales Electro (Jamie Foxx) y Harry Osborn (Dane DeHaan), prueba de que del héroe al villano hay un solo paso (moral). Max Dillon es un empleado de Oscorp ninguneado por la institución y fanático del Hombre Araña, que un día sufre un accidente en la planta genético-energética donde trabaja transformándose en Electro, una perfecta mezcla de zombie y fantasma con la capacidad de absorber la electricidad entera de Nueva York para usarla a su antojo. Réplica de los desheredados, los anónimos y los perdedores de la gran metrópolis, Electro es una víctima que logra su revancha al verse en las pantallas gigantes de Times Square, en la mejor escena de la película: al chupar la electricidad de ese emblema de consumo global, Nueva York pasa a ser una urbe en las sombras, y así Electro es también el conducto que despliega el filme entre modernidad y posmodernidad, la vieja ciencia y la genética, ciudad antigua y actual, humanidad y monstruosidad, cine analógico y CGI, música clásica y música electrónica, como si la dualidad superheroica se disparara hacia múltiples dimensiones. Filme espectacularmente espectral (¿qué son los superhéroes de hoy sino espíritus gráficos reanimados?), El sorprendente Hombre Araña 2 triunfa al confiar en aquellos tópicos universales que en otras manos se percibirían trillados, trastabillando sólo en detalles: ya sea cámaras lentas innecesarias a lo telebean, situaciones resueltas de manera televisivamente apresurada o la caricatura corporativa un tanto esquemática de Oscorp. Pero el mensaje es claro: la soledad autodestructiva que padecen Parker y sus enemigos parece ser la única energía vital frente a otra artificial, impostada, aquella que alimenta al mundo entero.
"El crítico" parodia al reseñista cinematográfico a través de su protagonista, Víctor Tellez, cuya vida da un vuelco al verse inmerso en una comedia romántica. Es en la reverencia a ese género cuando el filme logra sus momentos destacados. De Jay Sherman para abajo, el crítico en la cultura popular es una figura tan idealizada como invisible, tan temida como inofensiva. A esa caricatura moderna hoy en vías de extinción se aferra El crítico, dirigida con conocimiento de causa por el también crítico cinematográfico Hernán Guerschuny. Aunque el irritablemente querible Víctor Tellez (un eficaz Rafael Spregelburd) odie todos los clichés del cine actual, al que destroza en sus reseñas de diario (sus últimas cinco estrellas fueron hace “veinte años”), él mismo encarna un cliché viviente, un cinéfilo de barba espesa, anteojos de marco grueso y gastado tweed marrón que piensa en francés en honor a su amado Jean-Luc Godard y que se junta con sus colegas para repetir hasta el hartazgo adjetivos recurrentes como “fallido”, “mediocre” o “unidimensional”. La cuestión es que la ética de Tellez es tan absoluta que llega al absurdo, en tanto analiza la vida misma como si fuera una película. Por eso su existencia es gris, porque todo lo contempla con escepticismo, con cinismo, con ánimo depresivo: hace rato que su rutina dejó de tener cinco estrellas. Su suerte da un vuelco cuando conoce a Sofía (Dolores Fonzi), una extranjera de la que se enamora a pesar de que ella es diametralmente distinta a sus gustos y valores de ermitaño audiovisual. Así, Tellez se verá envuelto en una trama de comedia romántica a medida de esas a las que él detesta, como si el destino (amoroso) fuera un género (“el arte imita a la vida”, se oye), ese que ostenta persecuciones innecesarias hacia el final y besos a la luz de la luna y de refulgentes fuegos artificiales. Preferible cuando se acerca a la comedia romántica que cuando se regodea en la simple parodia, El crítico logra sus mejores momentos en la pareja Tellez-Sofía, tanto cuando él se resiste a bailar una canción de Gilda como cuando se pasean felices por mercados de pulgas o comen juntos en el descuidado hogar de él. El resto de la película parece transitar un incómodo afuera, en el que los prejuicios que se parodian son similares a los implementados para construir personajes y situaciones: el “corto experimental taiwanés” que desprecia Tellez no parece taiwanés ni experimental, y esa falta de realismo es la que permite el chiste fácil y anti-snob a lo Cohn-Duprat. Sacando esa tendenciosidad ingenuamente maliciosa, El crítico es un grato pasatiempo.
La película de suspenso basada en el libro de Claudia Piñeiro, cuenta cómo dos periodistas y una escritora investigan un extraño suicidio en un country. Nuestro comentario. La realidad y la ficción, los viejos y los nuevos valores (periodísticos y, por extensión, sociales), el galán maligno y el noble, el maestro y el discípulo, thriller y comedia: Betibú de Miguel Cohan se sirve de tales ejes en la adaptación de la novela de Claudia Piñeiro, aunque lo que la sostiene finalmente son los ribetes del guion y el trabajo actoral de Daniel Fanego. Como un detective, mejor ir por partes: la historia transcurre en una Buenos Aires ficticia, donde el suicidio sospechoso del empresario Chazarreta en el country La Maravillosa une a un trío singular: Jaime Brena (Fanego), veterano periodista de El Tribuno; Mariano Saravia (Alberto Amman), joven periodista recién llegado al diario; y Nurit Iscar, alias Betibú (Mercedes Morán), ex novelista policial conocida como la "dama negra de la literatura argentina". Y al principio todo apunta al fresco social cobijado tras la atmósfera de suspenso: Brena tiene como jefe al periodista-empresario de acento español Lorenzo Rinaldi (José Coronado), quien lo corre de su puesto de la sección policiales a la vez que hace ingresar al inexperto Saravia, un joven con masters en el exterior pero poca calle. "¿Llegaste sin gps?", le pregunta Brena a Saravia en el sombrío archivo de El Tribuno; el periodista ojeroso, barbudo y analógico revisa expedientes cenicientos, mientras que el joven más ingenuo y apolítico no sale de su Facebook. A su vez, Betibú es enviada por el mismo Lorenzo a La Maravillosa para que escriba desde allí una columna sobre el caso Chazarreta; la escritora verá así confrontada su defensa de la calle y lo "público" con las caprichosas restricciones que defienden los guardias de la residencia privada. Pero tales guiños sociológicos no son del todo digeridos por la narración, que avanza más a fuerza de golpes de efecto (tensos violines, sabuesos salvajes custodiando una entrada, muertes aquí y allá) que por impulso propio. La Maravillosa, un mundo que promete extrañeza y hasta rasgos fantásticos, es retratado pronto como un country más, afable, sencillo y cordial como la misma Betibú. Esa claridad casi televisiva representada por Morán atenta contra el relato, que persigue en esa cornisa entre intriga y picaresca (a lo Javier Rebollo) su propio tono, y que no siempre encuentra. Además, el trío protagonista, con un Fanego por lo demás sólido y creíble, no funciona del todo: Saravia/Amman es demasiado parco para despertar una relación alumno-maestro entrañable, a la vez que el romance entre Brena y Betibú (que apunta al triángulo amoroso, en tanto Lorenzo también acecha a la escritora) se percibe apresurado. La resolución metapolicial le dará personalidad pos-créditos a Betibú, paradójicamente refutando todo lo anterior a manos de una visión conspirativa e híper pesimista de las cosas, que demuestra que los personajes eran marionetas indefensas antes que realistas agentes sociales.
Liberación interior La cotidianidad no es necesariamente sencilla, y eso Celina Murga lo refleja con maestría en La tercera orilla, a base de planos medidamente rústicos, cuidados juegos de espejos y acalladas explosiones emocionales. Un caudal de tensiones subterráneas y una gracia interna en los ritmos y el tono narrativo permiten conectar de manera inmediata con Nicolás (notable el actor Alián Nevetac), quien podría asociarse a Adéle Exarchopoulos de La vida de Adèle en su expresión expectante, noble y sombríamente revanchista. Y la ambivalencia de su personaje es otro acierto del guion, en tanto Nicolás se esconde bajo la cama para observar a su padre pero también recurre a las trompadas para defender a su hermano o al atentado anónimo para expresar su descontento. El joven vive con su madre y hermanos y lleva una vida de pueblo del interior, emborrachándose con amigos y asistiendo a sus últimos días de clase, a la vez que su padre (Daniel Veronese, no tan eficaz como Nevetac), que mantiene a otra familia, lo empuja a sucederlo en el laboratorio y a hacerse cargo de sus negocios rurales. El abismo generacional entre ambos se evidencia pronto y se irá agudizando cuando el padre lo quiera iniciar en las escopetas o el sexo de prostíbulo, a lo que Nicolás se negará de manera silenciosa, recortándose del entorno como un santo o un héroe. Otra virtud del filme y de su naturalismo sólo a primera vista lacónico está en la enorme variación de escenarios, interiores y exteriores, que Murga parece conocer al dedillo: desde el campo abierto a la fiesta de galpón a la estación de servicio de madrugada, la directora construye un universo sólido y atractivo, de thriller infinitesimal (con Martin Scorsese y Gabriel Medina aportando al gesto de género), que tiene en un par de escenas potentes su clímax y superación: cuando Nicolás se arroja a una pileta con lluvia o cuando canta Rezo por vos en un karaoke junto a su desafinada hermana o cuando también junto a ella baila un tango de cumpleaños. Allí Murga logra algo plenamente cinematográfico, liberada ya de mandatos y convencionalismos paternales.
Inside Llewyn Davis: Balada de un hombre común supone uno de los clímax de la extensa filmografía de los hermanos Coen. Oscar Isaac compone en el filme a un cantautor de Nueva York de la década de 1960 que intenta abrirse paso sin éxito. El documental de anécdota increíble Searching for Sugar Man registraba la posibilidad milagrosa de que un músico, de trayectoria soberbia pero desconocida, se consagre muchos años después en carne propia en un escenario improbable para él, en el continente africano. Pero la pregunta que late todo el tiempo bajo la revancha merecida del modesto Rodríguez es qué hubiera pasado si el músico hubiera muerto efectivamente sin haber sido nunca conocido. De ese derrotero sombrío y decididamente trágico propio de la fantasmal lista de artistas que nunca triunfan se alimenta Inside Llewyn Davis: Balada de un hombre común, la última película de los hermanos Coen. Y la derrota se materializa en la figura lastimera del cantautor Llewyn Davis, eficazmente interpretado por el casi desconocido Oscar Isaac, quien se carga la película al hombro como a su guitarra, aunque el filme termine llevándose más honores que los de su errática carrera. Davis pertenece al contexto del efervescente Greenwich Village neoyorquino de comienzos de la década de 1960, en donde se cocía una nueva camada de estrellas del folk estadounidense cuyo máximo exponente sería Bob Dylan, quien en la cinta de los Coen aparece sólo una vez, de perfil y en la oscuridad de un escenario junto a su inconfundible voz nasal. Es en uno de esos antros neblinosos de mesas anónimas, no por nada llamado Gaslight Cafe (“Café Luz de Gas”), donde se prueba Davis, mientras le manguea cuartos prestados a sus amigos adonde va a pasar la noche con la única compañía de un gato anaranjado. Y la presencia del gato no es casual en la película, que esquiva el patetismo predecible a base de oportunas intervenciones de buen gusto, esas que han hecho de los hermanos Coen un sello sólido a pesar de que su único hit sea El gran Lebowski. Y es que, quizás justamente por el hecho de ser dos directores bajo una misma firma, no es posible hallar un verdadero leitmotiv en sus películas: el talento de ambos es descentrado, fugaz, lujosamente chispeante. Ese gesto indescifrable, tan enigmático como superficial, es el que expresa de manera inmejorable la cara de Isaac, una mezcla de hastío, tristeza, aburrimiento y bronca contenida que explota brevemente hacia el final, aunque después él también tenga su merecido. Sin subrayados, ni risas, ni moralinas, Inside Llewin Davis: Balada de un hombre común es el clímax sin grandilocuencia de un estilo que se interroga a sí mismo sabiendo a la vez recurrir a esos efectos que le rinden tan bien, desde el gato anaranjado, hasta John Goodman, Justin Timberlake o Carey Mulligan. El aceitado manual de estilo de dos hermanos no tan comunes.
La paz, último filme del director y dramaturgo Santiago Loza, torna conceptual el hastío de un joven de clase media con problemas mentales. El personaje que hacía Bradley Cooper en El lado luminoso de la vida, un freak bipolar retornado al hogar tras una internación, parece un personaje fantástico al lado del Liso de La paz, bien interpretado por Lisandro Rodríguez. Y más que nada porque en el filme y el cine de Santiago Loza no hay mucho lugar para un argumento, y ese minimalismo narrativo se complementa con los planos hiperrealistas que ya son marca del director cordobés para proponer una experiencia cinematográfica alejada de lo meramente industrial. Pero ese realismo extremo adolece de una contaminación valorativa camufladamente subrayada, que se extiende a la caricaturización social y la (auto) denuncia de clase a lo Lucrecia Martel, como a la caída en ciertos lugares comunes indies que sí sugieren una narración de género (el paseo en moto entre el protagonista y su abuela, o la cercanía casi incestuosa con su madre, que, sí, hace acordar a otro filme de David O. Russell, Spanking the monkey); y, finalmente, a la estetización tan virtuosa como exagerada de ciertos planos: todo ello conspira contra la apertura supuestamente objetiva y naturalista de La paz. El filme trata sobre un joven de problemas psiquiátricos que padece su entorno de clase media, principalmente a una madre sobreprotectora adicta al sol de pileta y a un padre que le da dinero para acostarse con prostitutas y lo lleva a sesiones de tiro; las mujeres que rodean a Liso, ex novias, amantes y la misma prostituta con la que se acuesta, no alivian su desasosiego. Además de su tranquila abuela, Liso sólo parece encontrar un contrapunto reparador en la empleada boliviana de su hogar, la que le significará una posible huida de ese mundo asfixiante y en decadencia. En un pasaje, Liso nombra también a otro ser que le importa, su abuelo muerto, al que respetaba porque “nunca le preguntaba nada”. Y esa ansiada “nada” es útil para definir a Liso, que en su pasividad compone una nulidad, un vacío, un grado cero al que también apunta el cine de Loza a nivel conceptual, corriendo el riesgo de caer en el mismo abismo que su personaje, en el mejor de los casos extraviado, vivo, boyante, pero en otros peligrosamente robótico, afectado y socialmente inocente.
Philomena, de Stephen Frears, es una historia pequeña, sobre una madre que busca al hijo que dio en adopción, acompañada por un periodista. Se lucen Judi Dench y Steve Coogan, que es también guionista. "Maldito catolicismo", dice el periodista Martin Sixsmith (Steve Coogan) en un pasaje de Philomena, y con ello resume la disputa que hace a la sustancia del filme, un abismo en apariencia insalvable entre el periodismo liberal y sensacionalista que él representa y el conservadurismo ancestral de la religiosidad católica irlandesa, responsable del argumento de la historia (verídica): Philomena Lee, una mujer de tercera edad brillantemente interpretada por Judi Dench, fue obligada a desprenderse de su hijo 50 años antes por las monjas del orfanato al que pertenecía, y ahora necesita encontrarlo. Sixsmith, periodista político recién retirado de la BBC, busca a su vez la historia de su vida en la investigación de Philomena, y por eso la acompaña hasta Estados Unidos para rastrear el paradero de su hijo. La relación entre ellos, claro, oscilará entre la complicidad emocional por un lado, y la especulación y la sospecha por otro: Philomena sabe lo que Sixsmith quiere, pero no puede hacer nada sin su asistencia. Historia pequeña y narrativamente convencional, el filme de Stephen Frears seduce así y todo por lo sigiloso de su trama, ajena a los golpes de efecto o al melodramatismo, esperables en una cinta como esta. Sixsmith es un tanto inescrupuloso y Philomena tiende a la emotividad de cualquier madre en su situación, pero en ningún caso son una caricatura. Además, la cinta despliega subcomentarios como la diferencia entre norteamericanos e ingleses, a veces graciosos y un tanto ingenuos, como cuando Philomena piensa que su hijo radicado en los Estados Unidos puede ser "obeso". Ese candor también es un mérito. Philomena, al fin, trata sobre creencias arraigadas y difícilmente conciliables. El catolicismo acérrimo de Philomena es incomprensible para Sixsmith, que no entiende cómo ella sigue creyendo en Dios y la Iglesia después de que ésta la forzara a desprenderse de su hijo, entre otras maldades que se cuentan después. Pero ella también le marca a él que el periodismo "daña a la gente", y ante eso Sixsmith no tiene respuesta. Sin juzgar ni ponerse a favor de uno u otro, y al mismo tiempo confiando en la humanidad de sus personajes, Philomena ostenta sus propios agradables y agradecibles principios.
Agosto es la adaptación cinematográfica de una obra de teatro sobre los vínculos tensos y dramáticos de una familia norteamericana. Las familias, a su modo, son una puesta en escena. Traen implícitas sus discusiones, vínculos, contextos, dramatizaciones. En Agosto, adaptación de la obra de Tracy Letts, tal condición es llevada al extremo. Como sucedió en Un dios salvaje de Roman Polanski, aquí también el teatro absorbe a la historia: uno puede ver las bambalinas tras las paredes de la casa de los Weston, y las individualidades que asoman por encima del conjunto: en especial Violet Weston (una exageradamente buena Meryl Streep), la despiadada matrona que recibe a los suyos en su sombría morada de Oklahoma al morir su marido, un reconocido poeta interpretado en los minutos iniciales por Sam Shepard. Pero allí está también la más acalladamente eficaz Julia Roberts haciendo de Barbara Weston, la hija mayor que soporta la infidelidad de su esposo (Ewan McGregor) y la pubertad de su hija (Abigail Breslin), a la vez que toma las riendas de su familia ante la desolada postal del padre muerto y la madre enferma de cáncer y adicta a las pastillas. El grupo que completan las hermanas de Barbara, Ivy (Julianne Nicholson) y Karen (Juliette Lewis), quien llega con su último novio, el fantoche Steve Huberbrecht (Dermot Mulroney), y la tía abuela Mattie (Margo Martindale), su marido Charlie (Chris Cooper) y su hijo Little Charles (Benedict Cumberbatch) entra en combustión en el reencuentro, donde no tardan en aparecer todo tipo de revelaciones, reproches y golpes bajos, con cimas estrepitosas que incluyen vajillas rotas, peleas en el piso y golpes por la espalda. El filme de John Wells respira cuando sus personajes salen a pasear en auto y se muestra el desierto y, como dice Barbara, se revela que el blues es un paisaje (y una banda sonora, a cargo de Gustavo Santaolalla). Ese trago seco mitiga tanto empalague melodramático, y también son oportunas las alusiones a las diferencias generacionales deslizadas bajo tanto griterío y comentario ácido, en el matrimonio fallido pero así y todo duradero de Violet frente a las relaciones temblequeantes de sus hijas, o la aspereza trágica de las vidas de tercera edad en oposición a los caprichos confortables de los baby boomers. Agosto disfraza sus estridencias previsibles de drama de calidad, una fórmula ideal para competir por un par de estatuillas doradas del Oscar, aunque su sustancia funcione mejor en tablas o relatos de expertos en ocasos familiares como John Updike o Richard Yates.
La premisa de El misterio de la felicidad es interesante, no muy explorada: dos amigos de toda la vida, mimetizados al grado del absurdo, comparten desde el mismo negocio de electrodomésticos que regentean juntos hasta los rasgos más mínimos, como las sonrisas o la manera de bajar por las escaleras. Un día uno desaparece repentinamente, dejando al otro confuso, sorprendido, como si hubiera perdido parte de su personalidad. El que se va es Eugenio (Fabián Arenillas), el que se queda es Santiago (Guillermo Francella), quien verá cómo de a poco Laura (Inés Estévez), la mujer de Eugenio, comienza a ocupar el lugar vacío. Ella pasa a tomar decisiones en la empresa y a compartir salidas con Santiago a la vez que los dos buscan al ausente que los ha unido. Pero no hay dilema moral (a pesar de que el afiche de la cinta reza “¿Te enamorarías de la mujer de tu amigo”?), tampoco nada intenso entre ellos dos (¿lo suyo es amor platónico, deseo, amistad?). La película de Daniel Burman es ligera, casi volátil, y esa condición de su clima y narración se hace visible en una luz blanca que avanza en las escenas más idílicas, un subrayado que se une a una constante música de jazz ambiental. Es como si la felicidad (entendida como empatía, sangre, vitalidad cinematográfica) hubiera desaparecido, dejando sólo el misterio: todo lo que el filme muestra es ubicuo, desde el negocio de electrodomésticos, que parece salido de una sitcom a pesar de su fachada callejera, pasando por los personajes (Eugenio no pesa como figura ausente a pesar de que es nombrado todo el tiempo, el detective armenio que hace Alejandro Awada sólo vale por su singularidad), hasta el Brasil del final, una playa que no parece real. Los aspectos más valiosos del cine de Burman (retrato sociológico de la clase media porteña, dramas familiares, humor melancólico) están presentes como una huella acuosa, desdibujada. Es en el trabajo de Francella donde el filme encuentra lo más parecido a un tono, un Francella que trabaja con perfección cada gesto, cada mirada, y que compone con maestría la tristeza de Santiago, aunque los textos no lo acompañen. Su dupla con Estévez es también de a ratos encantadora, o al menos inusual, pintoresca. La invasión de su femineidad loca y parlanchina en un reducto de hombres y la manera en que Santiago cambia la irritación que siente por ella por una atracción inevitable es un acierto; no tanto así la fábula sobre el sueño escapista de clase media que en sí misma parece un sueño, una neblina que dejó en el camino hogar e identidad.
El debut como director de Joseph Gordon-Levitt aborda los problemas amorosos de un adicto a la pornografía virtual. Sin dejar de tener sus momentos divertidos, la cinta se diluye entre algunos problemas de registro y la tendencia al sermón. Una de las virtudes de la comedia norteamericana reciente está en el registro actualizado y sagaz de distintos fenómenos sociales, desde los más generales hasta los tics más minuciosos. Desde el género, la vida cotidiana es expuesta y comentada en un formato reconocible para todo público. De eso se trata a primera vista Entre sus manos (Don Jon, en su idioma original), el debut detrás de cámara de Joseph Gordon-Levitt, actor en alza desde 500 días con ella. La comedia romántica trata en este caso una creciente costumbre global: el consumo de pornografía en Internet y su contracara, el aislamiento y la dificultad para establecer vínculos. Jon (Gordon-Levitt), al que sus amigos llaman Don Jon (Don Juan) por su talento para las conquistas, es también un joven fornido y estructurado que pasa sus días entre el gimnasio, la familia y la iglesia. La vuelta de tuerca está en que, a pesar de su eficacia para el levante, que lleva a cabo con pulso publicitario en la disco de rutina (una mirada, baile y a la bolsa), Jon sólo disfruta a pleno cuando está solo en su casa frente a la computadora. Sus sesiones masturbatorias no le significan un problema hasta que conoce en la disco a Bárbara (Scarlett Johansson), con la que Jon siente lo más parecido al enamoramiento. Él la invita al cine, hacen las compras juntos, hasta se la presenta a su disfuncional familia (cuyo padre es un tarado y eficaz Tony Danza). Pero un día ella lo encuentra in fraganti frente a la PC, y ahí empiezan los inconvenientes. Hasta ahí, el planteo de la película es divertido, con el hallazgo sociológico del adicto al porno bien digerido por los engranajes de la comedia. Serán esos mismos mecanismos, que tienden al mensaje moral llano cuando no entran bien en combustión, los que no puede evitar Gordon-Levitt: Entre sus manos se vuelve sermón de manual al subrayar que el “amor verdadero” es la respuesta a la soledad del onanista, en simultáneo a la aparición en escena de la mujer madura Esther (Julianne Moore), un personaje innecesario para la trama inicial. Así, la buena idea se pierde entre unos pocos momentos graciosos y algunas intermitencias de registro, como la disco hardcore del comienzo, que parece salida de la televisión y no de la vida real, o la familia de Jon, que hace de trasfondo curioso pero abusa de un tono caricaturesco. El personaje de Johansson es lo peor y lo mejor de la cinta: la actriz irrumpe con una vitalidad imprevista, llevándose puesto literalmente al protagonista como un tornado sexual. Pero Bárbara, caprichosa como un chicle, termina perdiéndose en los vaivenes del filme; ella también parece la réplica de otra comedia lejana, pegada aquí como un collage. Sin ser un debut sólido, Entre sus manos consigue su fin: entretiene y alecciona.