Nda más emblemático que un arcoíris para contraponer a la oscuridad: en ese contraste presumiblemente obvio se apoya Judy, la biopic de Judy Garland que dirige Rupert Goold y que le ha dado todos los premios a Renée Zellweger. La actriz de El diario de Bridget Jones encuentra una súbita consagración en el rol de la tan brillante como malograda diva de El mago de Ozy Nace una estrella: pálida, nerviosa, de pelo negro corto y trajes vistosos, Zellweger interpreta a Garland en su último tramo vital, cuando se reinventó como cantante. El filme la sigue en una serie de shows en Londres, donde oscila entre el esplendor y la recaída en el alcohol, las pastillas y la depresión. Fiel al antes y el después, Judy comienza cuando el magnate de la MGM Louis B. Mayer (Richard Cordery) convoca a una Garland pequeña (Darci Shaw) a ingresar a la industria por la puerta grande con el impulso temprano de su voz extraordinaria: "Te haré ganar un millón de dólares antes de llegar a los 20", le dice; venderle el alma al diablo no anda lejos. Aunque el filme no exhibe el posterior proceso de adoctrinamiento espectacular, la Garland adulta se encarga de recrearlo en palabras: “De chica dormía cinco horas”, “La ambición me traía dolor de cabeza”, “La primera vez que canté en un escenario tenía 2 años”. Con discreto sensacionalismo y ánimo acusador, Judy ilustra los estragos físicos, morales y psicológicos del camino a la fama. Una cohorte de actores secundarios trata de sacar a la película de su amargo foco solitario: el tercer marido de Garland, Sidney Luft (Rufus Sewell), que le pide la custodia de los hijos; su optimista marido por venir Mickey Deans (Finn Wittrock); una simpática pareja de fanáticos gays (Andy Nyman y Daniel Cerqueira) y la tenaz asistente Rosalyn Wilder (Jessie Buckley), que la persigue por hoteles y pasillos sabiéndola dañada. Como su protagonista, Judy se bambolea entre el drama, el musical y el terror de camarín sin salirse del libreto del género: Mi semana con Marilyn, Rocketman y tantas otras resultan espejos indistintos. Es cierto que Zellweger, que lleva su propio in crescendo hasta la entonación de Over the Rainbow, le da matices, fuerza persuasiva y plasticidad trágica a Garland. La actriz dibuja así un arcoíris de ilusión entre las tinieblas de la medianía y cimenta el rumbo a ganar el Oscar.
Cuando la comedia mete sus narices en el mundo del porno el resultado suele implicar más el amor (y la amistad) que el sexo. Es lo que sucede en Porno para principiantes, la película de Carlos Ameglio que parece contagiarse del letargo melancólico de la Montevideo ochentosa que evoca. Víctor (Martín Piroyansky) es un director de cortometrajes que está por casarse con su actriz pero que no llega a pagarse la heladera ni la fiesta. El apuro coincide con la invitación a dirigir una película pornográfica que le hace su amigo empleado de videoclub Aníbal (Nicolás Furtado), para la que el turbio productor Boris (Daniel Aráoz) promete un tentador billete (y parvas de cocaína). A las espaldas de su novia y suegro –aunque el secreto no durará mucho–, Víctor se dedica con ánimos amateur-bizarros de Ed Wood a concretar la versión condicionada de La novia de Frankenstein, protagonizada por el desacatado Aníbal y la porno star Ashley (Carolina Mánica). Entre la tierna osadía de Zack y Miri hacen una porno y la iniciación naíf de Una noche con Sabrina Love, Porno para principiantes (que hace extraña dupla de locación retro con Así habló el cambista) es –quizás como el género que cita– mejor en los preliminares que en el desenlace. Piroyansky aporta gags prometedores con su Woody Allen rioplatense pero la dispersión e intermitencia fraguan una legítima excitación.
Fábula y naturalismo se enlazan en un tránsito sacrificado, sensible y pedregoso en Magalí, debut de Juan Pablo Di Bitonto con protagónico de Eva Bianco. La actriz cordobesa es la enfermera citadina que lleva el nombre del título y que por repentino llamado telefónico se ve impulsada a regresar al árido norte argentino del que es oriunda. Su madre acaba de morir y ella debe hacerse cargo de su hijo Félix (Cristian Nieva), que ha quedado solo. Ya desde el inicio el filme avisa con ánimo mítico en un cartel silente: “Hay tiempos donde el mundo de arriba y el de abajo se conectan”. La llegada de Magalí al pueblo jujeño en las alturas coincide con el acecho de un puma que sólo un ancestral ritual familiar puede lograr alejar. Con destellos de thriller documental la cámara se transfigura en la visión del animal que se desplaza en la tierra, y la fotografía majestuosa del nocturno paisaje lunar convoca un tono sugestivo. Lo ominoso acaba por conjugarse en la resistencia colectiva a que Magalí se lleve a su hijo sin completar la ofrenda. Por lo demás, Magalí es certero retrato antropológico: de las ancianas lugareñas, de negocios alejados de todo, de horizontes desérticos, de acentos y costumbres fatalmente considerados exóticos, de una cultura aislada, autónoma y silenciosa que tironea con la urbe (y el espectador) fuera de campo. Ese registro luminoso pertenece a la dimensión del “mundo de arriba” en sintonía con el drama biológico-moral entre madre e hijo: Félix no le lleva el apunte a Magalí, quiere quedarse y concretar el acto mágico. “Él sí lleva la sangre de su abuela”, le esgrime un hombre a la protagonista. Ella en cambio lidia con la contradicción de tener que imponer autoridad sintiéndose culpable por haber abandonado a su hijo. “Malo sería que yo pierda mi trabajo”, dice al resistir a quedarse, elucidando su obediencia a otro orden. El desenlace, que une paganismo y cazadores armados, es un tanto rústico y amenaza con fundirlo todo en el entorno geológico. Pero Bianco es un canal sólido y hace del ascetismo un hechizo, con gestos mínimos que tallan al personaje entre el coraje y la vulnerabilidad. Ese color en el vacío es la apuesta de Magalí, que se vuelve literal en una copla final entonada al viento.
Es probable que toda canción, película y vida en la Tierra no sean más que una versión de lo que fue. Pero, aun así, se puede ser ligeramente feliz bajo tal certeza de clon. Esa es la sugerencia de Yesterday, la película de Danny “Trainspotting” Boyle con guion de Richard “Notting Hill” Curtis que revisa el legado utópico de Los Beatles para –al contrario de la composición del título- abordar la irreversible actualidad, de la que también es melancólico síntoma. Jack Malik (Himesh Patel) es un cantautor inglés sin audiencia que después de un absurdo apagón generalizado y accidente de tráfico despierta en un mundo en el que el cuarteto de Liverpool jamás existió. Al borde de perder el tren millennial, Malik roba el fuego de los dioses del pop para impulsarse ante la mirada incrédula de su mánager y enamorada Ellie (Lily James). Fiel a esa fábula de un solo acorde -digna de un Terry Gilliam perezoso-, Yesterday avanza a base de estrofas paradojales: el protagonista consigue cambiar con sus canciones anacrónicas el rumbo de la música popular (y su carrera) sonando como lo haría cualquier efímero cantante indie de estos tiempos. En efecto, lejos del ascenso revolucionario y convulsionado de Los Beatles, Jack toca en festivales saturadamente ignotos, graba en sesiones rápidas, gira en aviones aburridos, es seguido por un público cuantitativo de emoticones fantasmas. No hay épica en el trayecto plagiario de Jack, que tampoco asume el carisma de una estrella: duda, se arrepiente y prescinde de groupies y excesos a la vez que extraña a Ellie cuando ella le revela que está con otro. Ese estado de cosas vaciado de rock se enfatiza con la presencia de reality show de Ed Sheeran, celebridad verídica que –en sintonía con Paulo Londra- se comporta como buen hijo de vecino. Sheeran compite en una riña de hits con Jack –que entona The long & winding road- y pierde, corroborando que todo pasado (histórico) fue mejor. “Si no tenés imagen, la falta de imagen hace una imagen”, dice una asesora definiendo el marketing de época. Lo cierto es que no habrá más Beatles, más Trainspotting, más Cuatro bodas y un funeral. Esa moraleja de siglo 21 que podría ser trágica se vuelve conservadora palmada en la espalda en Yesterday, que ensaya un John Lennon aún vivo que recomienda no perseguir la fama. “Lo normal es maravilloso”, concluye Jack ya sincerado y exento de culpas tras elegir el arte y el amor con minúsculas antes que la impostura de los grandes éxitos. Si en Había una vez en Hollywood Quentin Tarantino sabotea la mitología para remover la asepsia reinante, en Yesterday Boyle altera el presente para reflejar la libertad de un aura irreproducible. Jack no es más que el émulo edulcorado del Renton de Trainspotting, que se rebela como envión previo a la adaptación. Pero en su distopía Boyle desliza una intuición inconsciente y nada fantástica: un apagón sería hoy lo único capaz de modificar la realidad.
Como el subte con el que comienza, La viuda atraviesa estaciones de thriller con el golpe de efecto de un recorrido predecible. El filme del veterano Neil Jordan (Entrevista con el vampiro, El juego de las lágrimas) parece desplegar los rieles del género única y exclusivamente para el lucimiento casi solitario de Chloë Grace Moretz e Isabelle Huppert, que así y todo no consiguen hacer demasiado para que la cinta llegue a algún destino. Frances (Moretz) es una moza de restaurante que encuentra una elegante cartera negra olvidada en el transporte público. Funcional a su nobleza, va a entregarle el objeto a su dueña, veterana que vive sola y la hace pasar. Greta (Huppert y título original del filme) le habla a la joven de la pérdida de su marido y su hija, a la vez que Frances revela la muerte reciente de su madre. Una parece hecha para compensar el vínculo ausente de la otra, y así ambas representantes de generaciones y culturas excluyentes (Greta es de origen húngaro y toca a Liszt en el piano) inician una afable relación. La viuda da su primer y desencadenante giro cuando Frances descubre que el hallazgo de la cartera no había sido azaroso, y así la animosidad se hace creciente entre los personajes hasta alcanzar distintos picos de tensión, violencia y crueldad. La expresividad de Moretz y la destreza de Huppert para hacer de villanas perversas despliegan considerados malabares para sostener un guion lineal, desprolijo y falto de imaginación. “Soy como un chicle”, dice en un momento Greta al subrayar sus modales de madre acosadora, pero son Jordan y el guionista Ray Wright los que machacan al espectador con fatal y vacía insistencia. En efecto, no se sabe si Greta está simplemente loca, es una entidad terrorífica capaz de aparecer (y desaparecer) en cualquier espacio o una dama aburrida que usa su inteligencia excéntrica con visos domésticos de Yiya Murano. Más estimulante sería interpretar a La viuda como el enfrentamiento de una mujer de siglo 20 aficionada a la alta cultura con una joven precarizada, global e inseparable de su smartphone (Greta stalkea a Frances a través de sus redes y fotos digitales de vacaciones), en sintonía con la revanchista El cuento de las comadrejas de Juan José Campanella. Si esa línea existe, quedó extraviada en algún lugar de paso.
El gesto no es nuevo: el recambio de lógicas protagónicas masculinas por femeninas viene ocurriendo en Hollywood en los años recientes de la mano de comedias, thrillers, superhéroes y franquicias como Cazafantasmas. Entre el oportunismo binario y la autonomía legítima, Las reinas del crimen es el último exponente de esa tendencia aunque su vocación por el revisionismo policial llegue un tanto rezagado tras la contundente Viudas de Steve McQueen. El filme de la guionista-devenida-directora Andrea Berloff adapta un cómic sobre el salto al crimen de un trío de mujeres neoyorquinas a fines de la década de 1970 luego de que sus maridos mafiosos caigan en la cárcel. En irregular secuencia de aprietes y negociaciones con italianos, judíos e irlandeses, Claire Walsh (Elizabeth Moss), Kathy Brennan (Melissa McCarthy) y Ruby O’Carroll (Tiffany Haddish) pasan de la mortificación doméstica oscura y oscurantista a contar parvas de billetes. El empoderamiento de visos incorrectos se expone en vestidos de pronto refinados, fiestas liberadoras y hasta en un disparo en la cabeza a quemarropa que Walsh celebra con un suspiro feliz. El personaje de Moss es el más interesante y mejor actuado y el que logra las escenas incómodas y cómodas de la película (la mutilación en la bañera del cadáver de un acosador, el beso tierno con su amante ilegal). Si bien la intención y el mensaje son claros algo falla, y es la indecisión de Berloff entre imprimirle a la cinta un punzante espíritu scorsesiano o replegarla en el naturalismo sórdido. Con sus pausas, devaneos y regresos al campo de batalla doméstico –nunca abandonado del todo, como si el living y la habitación fueran más complejos que la gran ciudad-, Las reinas del crimen es lo segundo, un drama melancólico, contraído y maternal antes que matriarcal. La música urbana de pulso funk y subrayados de género –la apertura es acompañada del verso “It’s a man’s world”, “Es un mundo de hombres”- es síntoma clave de lo que el filme podría haber sido o quiso ser. La fotografía de Marys Alberti y la recreación de época –terrosa, rústica, desgastada- son lo destacable de Las reinas del crimen, que peca de cierta rigidez, confusión y altibajos. Y, se sabe, la mafia debe ser impecable.
Una población pequeña deviene aún más cerrada y definitiva al traspasarse el casamiento; del lado de la mujer la entrega equivale a un sello en el cuerpo. Así lo padece Magda (Rita Pauls) en Vigilia en agosto, ópera prima del cordobés Luis María Mercado. Los universos femenino y masculino están bien delineados en la localidad provincial: las mujeres responden al espacio y quehaceres domésticos, los hombres a los silos y las máquinas fabriles. La religión católica es otro regulador comunitario, y es el “demonio invisible” mencionado en una misa el que anticipa el horror costumbrista por venir. Magda se apresta a entablar matrimonio en agosto. Joven, sigue juntándose con amigas, frecuenta a su novio de clase industrial y convive con parientas y vecinas. Una serie de situaciones al pasar la ponen en alerta, despertando en ella una inquietud más subterránea que racional. La atracción por otro hombre es otra señal de desbarajuste, y la superficie cotidiana se tiñe de una hitchcockiana inminencia: el foco se detiene en texturas, flecos, cortinas, ventanas, espejos, ventiladores. Sugestivos acontecimientos se suceden a distintos niveles: en el cuerpo de Magda (vomita, se corta un dedo, tiene fiebre) y en el entorno, proceso que alcanza una cuota estridente cuando explota una casa cercana (se oye el ruido, se expande un olor desagradable y más tarde se dejará ver la morada, revelando el esqueleto negro de la película). Si la boda es el horizonte negativo que rige la tensión –Opening night con altar como sustituto del estreno-, Magda es el centro permanente ante el que gravita la cámara: Pauls es natural, frágil y magnética y su semblante parece haber nacido para el cine. Mercado acompaña esa fijación con fotografía detallista y planos bien resueltos: su realismo de ciudad rural resulta pulido, enajenado, contemplativo y vuelto al exterior. “Me estoy pudriendo”, sentencia Rita cerca del desenlace, y la cinta parece acusar esa súbita contaminación al bordear la posesión demoníaca. Pero Vigilia en agosto se retracta y contrae nupcias con la tirante apacibilidad del drama.
Texto publicado en edición impresa.
Las atávicas convenciones del documental y la ficción se desactivan con ánimo de buen salvaje en Chuva é cantoria na aldeia dos mortos, filme de la brasilera Renée Nader Messora y el portugués João Salaviza premiado en Un Certain Regard de Cannes. Lo que nace con lúdico espíritu antropológico –un rodaje de nueve meses entre aborígenes de Pedra Branca (Brasil), que actúan haciendo de sí mismos– deviene materia inclasificable, una fábula naturalista que redescubre el cine. Ihjãc es un joven de la comunidad Krahô que escucha a su padre fallecido en sueños. Lejos de la ilusión onírica, el llamado ocurre en un claro selvático coronado por una cascada: el filme incorpora el componente mágico desde el comienzo, disolviendo mito y realidad con discreción y sin aspavientos a lo Apichatpong Weerasethakul. Lo que el espíritu pretende es que Ihjãc impulse el ritual festivo que le permitirá partir hacia las tierras del más allá. El hijo, afectado por esta revelación y el llamado a convertirse en chamán, se siente mal y recurre a un hospital de la ciudad más cercana. Replegado en su ventana absorta de 16mm, Chuva é cantoria na aldeia dos mortos no explica ni subraya nada: no hay un señalamiento que diga “indígena”, se evade la mirada condescendiente o humanista, el documento se tiñe de invención, la tradición se extravía en una contemporaneidad indefinida. La virtud de la película es su neutra osadía, que alcanza exabruptos de pop ascético con un colorido loro en primer plano, el reflejo serigráfico de Ihjãc en el agua o una tela roja tendida en el verde complementario del follaje. Mowgli de un cine-otro, Ihjãc dice en el consultorio médico que no tiene “documentos”, que carece de “identidad”. Su mundo abierto, pobre y desnudo sólo puede existir entre el de los vivos y los muertos.
La comedia es un género misterioso como la concepción: dedicarse a ella supone una elección tan riesgosa y decisiva como la de tener hijos. Las medias tintas no valen para sus complejos engranajes, y por eso la confusa y difuminada protagonista de No soy tu mami sucumbe junto a un filme que no alumbra ni se reconoce rebelde: más bien adopta gestos arbitrarios de aquí y allá, como un nervioso experimento de probeta. Paula (Julieta Díaz) es una redactora de revista de tendencias que se larga a defender las incorrectas bondades de la soltería femenina con el seudónimo Juana de Arco en una columna llamada “Razones para no ser madre”, y que para sorpresa de ella y su medio en crisis es un instantáneo éxito. Mientras mantiene una descomprometida relación con un amante (Sebastián Wainraich, que nunca deja de ser un holograma instrumental), Paula conoce a Rafael (Pablo Echarri), recién mudado vecino del departamento de al lado que es padre recientemente separado. Con la asistencia cómplice de un par de personajes secundarios ambos cruzan medianeras y la intransigencia independiente de Paula entra en conflicto. Pero es un decir, porque el problema de la cinta de Marcos Carnevale es que justamente carece de conflicto: la osadía inicial de Paula (que esgrime que Hitler y Trump también fueron bebés) se disipa apenas la película arranca y sólo permanece vigente en palabras de otros o en citas a sus textos. Ella se limita a sentar posición frente a un par de madres ortodoxas (con las que probará tener bastante en común), pero por lo demás se corre hacia una dócil amabilidad, al monólogo dramático (y lloroso), a la ternura de música de fondo compartida con Rocío (Sofía Orel Vladimirsky), hija pequeña de Rafael, y a las instancias románticas con su pareja de condominio. Más aún, No soy tu mami presenta una fachada contemporánea en su sociología posmoderna y #MeToo, fotografía publicitaria, términos (yuppie, hipster, aliento “walking dead”) e íconos conectivos en pantalla, pero con el correr de las escenas revela un cuerpo picaresco, costumbrista, de telenovela con moraleja. Por eso no es raro que esté más cerca de un cuento de hadas de Disney que de logros aggiornados como Re loca. Proyección errática de la provocación que pudo ser (visible en el efectivo gag de un payaso stripper que genera escándalo en un cumpleaños de niños), No soy tu mami es extrañamente autoconsciente de su cualidad vacía e intercambiable: “Esos textos no son de Paula”, dice el personaje de Wainraich en un momento. Julieta Díaz es la auténtica Juana de Arco del filme, que se sacrifica por un universo conservador que reprime su gran talento.