Bienvenido a Alemania: ramplón canto a la diversidad La película alemana más vista en 2016 es una comedia familiar centrada en la familia Hartmann, cuya cotidianidad cambia radicalmente cuando la señora de la casa decide dar asilo a un nigeriano. Tensiones, modificaciones, problemas y soluciones, en grandes cantidades y con escasísima profundidad. No sólo por la idea de abarcar mucho, sino porque Bienvenido a Alemania se decide por un estilo ramplón, de fórmula probada una y mil veces en el cine del mínimo denominador común, ese que no sabe de formas genéricas populares y las confunde con modos de teleserie que se fabrica a alta velocidad y no tiene tiempo de reflexionar.
Paterson: hombre al volante de la poesía cotidiana Sinónimo de cine independiente americano desde los años 80, Jim Jarmusch demuestra en Paterson que puede incluso reafirmar sus coordenadas como autor, que su cine se parece cada vez más a sí mismo, que sus señas particulares se afianzan con los años. Porque en esta película, exhibida en Cannes en 2016, el director de Extraños en el paraíso se preocupa por singularizar la propuesta hasta el punto de hacer intransferible el relato. Sólo Jarmusch puede contar esta historia de un chofer de autobuses de Paterson, Nueva Jersey, con estas coordenadas, con estos elementos, con esta disposición. El protagonista, Paterson (Adam Driver), lleva el mismo nombre que la ciudad en la que vive, como ocurría en la magistral Mumford, de Lawrence Kasdan. En el colectivo que conduce, Paterson escucha historias mínimas, en general truncas, que se relatan sus pasajeros; microrrelatos que podrían ser por derecho propio el principio o la totalidad de otras películas indie. Además, Paterson escribe poesía y pasea al perro de su pareja, un can actor extraordinario, ayudado por un montaje que maneja a la perfección los resortes eternos de este arte. Ella pinta, cocina y tiene sueños musicales. Y rodea a Paterson de pedidos, de elogios, de comida, de preguntas. Y Paterson está ahí, y está en el bar, y no está del todo, salvo cuando habla con extraños interesados en literatura o sobre ciudadanos ilustres de Paterson, ciudad que, según nos muestra Jarmusch, tiene entre sus habitantes a muchos mellizos (como Famaillá en Tucumán, como pudimos ver en el documental nacional La ciudad de las réplicas). Jarmusch ofrece una película anacrónica, como si fuera de su propia cosecha de los 80 y 90, pero autoconsciente, con un personaje que no tiene teléfono celular, y con un ritmo cansino, de rutinas que se van haciendo más profundas y entrañables. John Ford hizo de esa exposición del ritmo del trabajo una obra maestra como ¡Qué verde era mi valle!; Jarmusch hace una película valiosa, que tiene como límite la propia firma del autor, que estaba más borrosa en la sanguínea Solo los amantes sobreviven. El director de El camino del samurái hace un cine que confía en sus propios ritmos, en sus sensibilidades, que pocas veces se permiten la pasión o el desborde (de ahí que los pocos chistes sean verdaderos oasis). Así, Jarmusch ofrece un cine admirable, impecable, accesible para la empatía, pero poco apto para quienes buscan grandes arcos narrativos o picos emocionales que se graban para siempre en la memoria.
Tom Cruise encarna una vida de película Barry Seal, aviador fenomenal, piloto excelso, comandante aerocomercial con capacidad para cumplir, fue en algún momento reclutado por la CIA. A fines de los 70 y principios de los 80 realizó operaciones en Centroamérica: por ahí pasan Noriega, los Contras, Colombia, Reagan, la cocaína, cartel de Medellín, las armas, Irán, la DEA. Es una vida de película que, afortunadamente, se hizo película. Y, mejor aún, protagonizada por Tom Cruise en un recuperado estado de gracia, estado habitual que había abandonado brevemente en la segunda Jack Reacher y en La momia. Liberado de los corsés del mal cine, Cruise vuelve a actuar con Doug Liman (que lo había dirigido en la memorable Al filo del mañana), un director que aprendió a hacerse cada vez más fluido, que enterró en el pasado desastres como Sr. y Sra. Smith y que ahora descansa en la narración con una confianza indudable en el cuento que le toca contar. Así, Cruise recarga su carisma y sus brillos con un personaje mezcla del de Di Caprio en El lobo de Wall Street y el de Johnny Depp en Blow, en una película que es pariente de esas dos aunque aún más plebeya. Barry Seal: sólo en América es una de esas películas cargadas de adrenalina, que saben que pueden permitirse ser un poco exhibicionistas -diríase incluso cancheras- desde el primer minuto porque tienen con qué. Así, cuando la historia suma elementos, traiciones y dobles juegos tan inverosímiles que solo pueden ser reales, la combinación de estilo con bases fácticas logra ese disfrute con fruición que pueden llegar a ofrecer el cine de ese país imposible junto con el continente del mismo nombre. Porque ésta, desde el título (el original y el de estreno local), es una historia americana, sin ínfulas, sobre momentos de una vida invivible a largo plazo, sobre negocios turbios provenientes de claridades inconcebibles, sobre excesos de todo tipo. Liman y el guionista Gary Spinelli hacen eso y más: proponen una película de extraña luminosidad, brindan una enorme cantidad de humor, lo reubican a Cruise en su rol de estrella (que incluye y excede el ser actor) y la condimentan con una banda sonora exquisita sin necesidad de ser farolera. Y, por si todo este despliegue en movimiento perpetuo fuera poco, Barry Seal agrega entre sus méritos una de las grandes puestas en escena del exceso de dinero ilegal como problema material: vemos, entre carcajadas, que es imposible enterrarlo porque hay más fajos de billetes que capacidad del suelo para ocultarlos.
Un film climático sin vitalidad Entre las grandes intrigas del cine de los últimos años deberían figurar los motivos por los cuales Sofia Coppola quiso hacer una nueva versión fílmica de la novela de Thomas Cullinan. En 1971, Don Siegel como director -uno de los más potentes del cine estadounidense- y Clint Eastwood como actor entregaron su propia The Beguiled, titulada aquí El engaño. Tanto esa versión de hace 46 años como esta actual tratan de la relación de un maltrecho soldado de la Unión con las mujeres sureñas que le dan cobijo y curan sus heridas. Hay un tono ominoso y de interés sexual y amoroso, y de danza de los personajes femeninos alrededor del único hombre. En realidad, en 1971 podríamos hablar de danza, porque la película tenía más movimiento. Y además mayor oscuridad en el personaje masculino -el de Eastwood perturbaba desde el inicio, el de Colin Farrell es tan blando que sus peripecias finales suenan extemporáneas-, más frontalidad y mayor presencia del deseo. Coppola hace una película meliflua, chirle, lánguida (como viene sucediendo con su cine después de Perdidos en Tokio), que aniquila de entrada la idea de progresión narrativa en aras de los climas, buscados más que nada mediante planos generales vaporosos con contraluces orquestados alrededor de velas y ventanas, o contra ellas. Los personajes de Coppola se alejan cada vez más de la vida y sobre todo de la vitalidad, carecen de deseo, y cuando eso sucede en un film en el que es clave creer que son deseantes todo tiende a una pose vacua.
El cambio climático, puro show Los fenómenos climáticos extremos se vuelven más extremos en un futuro muy próximo, y un equipo científico multinacional crea una estación espacial que se mete de forma muy high-tech en el clima del mundo para solucionar las cosas. Todo anda bien hasta que? ¿errores?, ¿conspiraciones? Geo-tormenta es la primera película como director de Dean Devlin, productor curtido, con mucha historia en común con Roland Emmerich. Con Geo-tormenta, Devlin hace que El día después de mañana o 2012, de Emmerich, luzcan sobrias. Aquí tenemos a un científico pendenciero interpretado por Gerard Butler, al presidente de los Estados Unidos en versión Andy García y a muchos otros personajes que se relacionan con diálogos que no son ridículos porque están más allá de esas categorías: frases cortas, que buscan la efectividad constante, sin miedo a ser sensibleras y sin pretensiones de discreción. Las catástrofes climáticas en diversas ciudades del mundo son visualmente apabullantes y la alta política es jugada por momentos como una interna de un club de fútbol; hay hermanos en conflicto, hay héroes muy héroes y hay villanos convencidos porque, bueno, así han sido escritos. Este es un relato sin disfraces, o más bien con disfraces muy conscientes: esto es cine como espectáculo inmediato, pura superficie. O, mejor dicho, es ese tipo de cine tal como se lo entendía, concebía y producía a fines del siglo pasado.
Entretenido duelo de titanes Sobre la relación entre estos dos gigantes del tenis se había hecho un documental en 2011 llamado McEnroe/Borg: Fire & Ice. McEnroe, además, ha participado en varias películas de Adam Sandler. Pero esta recreación ficcional de Borg y McEnroe en 1980, y los caminos que los llevaron a uno de los grandes duelos del tenis, se sostiene por sí misma, más allá de lo que uno conozca sobre la historia de sus protagonistas. Tampoco es necesario un background importante de la historia del tenis -aunque sí quizá comprender un poco el juego- para entender que esa final de Wimbledon fue uno de esos partidos que se seguirán recordando por siempre. Borg-McEnroe la pone en escena en su parte final y le dedica mucho tiempo y mucha precisión, claridad, elegancia y contundencia para filmar los puntos, y así elevar el nivel de emoción a lugares a los que el tenis en el cine probablemente no había alcanzado antes. Esta coproducción netamente escandinava no propone una narrativa novedosa: parte de un instante de esa final y cuenta de forma alternada y con vaivenes temporales los momentos definitorios en la formación de los dos tenistas. Lo hace con mucho ritmo, convencionalismos en el uso de la música, consistencia y sencillez expositiva y actuaciones mucho más que eficaces en Gudnason (Borg), LaBeouf (McEnroe) y Skarsgård, quienes parecen agradecer con convicción, carisma y entrega los roles de gigantes que asumen en esta muy disfrutable película.
Una pareja explosiva y malhablada Duro de cuidar es una comedia de acción y un ejemplo muy claro de varios componentes del cine 2017: es una coproducción global (Europa más China y los Estados Unidos), con protagonistas y lógica de acción de Hollywood, rubros técnicos y artísticos ocupados por gentes de otras nacionalidades, actores secundarios que apuntan a diferentes mercados, duración excesiva, espectacularidad en demasía que termina mermando el interés, falta de imaginación para la música y -lo más molesto- componentes de montaje y encuadre televisivos, sobre todo al principio. ¿Y qué es lo bueno? Más allá de las secuencias de golpes, tiros y persecuciones resueltas con potencia, claridad y mucho de vistoso, la película recupera algo casi en extinción. Esta historia de un guardaespaldas, ahora en declive profesional (Ryan Reynolds) que tiene que proteger a un asesino a sueldo -que supo ponerlo en jaque (Samuel L. Jackson)- y llevarlo desde Manchester a La Haya para que declare contra un dictador bielorruso (Gary Oldman), tiene algo en lo que se destaca, y que la hace un exponente menos cabal de 2017: brilla en los diálogos y en la química entre los protagonistas. Reynolds y Jackson son realmente explosivos en su relación de odio-respeto, y lo es también la interacción -aunque breve- de cada uno con sus mujeres. Y ellos dos, más Salma Hayek, hacen una verdadera exhibición gloriosa de lo que Pauline Kael llamaba el nada sencillo "arte de la puteada".
El talento y el magnetismo de Charlize Theron elevan un thriller deshilachado La sudafricana Charlize Theron es la protagonista de "Rubia atómica" (tal sería la traducción fiel del original Atomic Blonde). Sin embargo, esta película aquí se llama solamente Atómica, lo que no deja de ser una decisión extraña. La rubia Theron es, además, productora del film. Y en un punto -o en muchos- esta película podría pensarse como una (auto)celebración de la inconmensurable fotogenia de la actriz, que se exhibe con un vestuario tan variado como espectacular. Y también, en una época en que las estrellas rara vez se desnudan, ella lo hace con notable orgullo, como si construyera una película en paralelo, una más memorable, hecha, entre otros fragmentos, de su admirable espalda. Theron, en una película en la que tiene que manejar el sarcasmo mientras es interrogada sobre sus acciones como espía en Berlín en el final de la Guerra Fría y además debe enredarse en peleas de tremendo despliegue físico contra muchos hombres, demuestra una eficacia permanente, y un altísimo compromiso con una película por debajo de su potencia y magnetismo de estrella. La película, por si la rubia fuera poco, tiene a su disposición las muy rendidoras calles de Berlín en los días previos a la caída del muro. Allí es enviada la espía Lorraine Broughton (Theron) a recuperar una lista microfilmada y, claro, comprometedora. No importa demasiado el argumento, Atómica es una de esas de espías desconfiados y traicioneros, con los encantos mencionados más una profunda billetera para comprar derechos de canciones paradigmáticas de la época y para retrotraer a la siempre cambiante Berlín a como estaba hace casi treinta años: dividida en dos, para empezar. Si con todo esto Atómica logra ser apenas una película vistosa y seductora de a ratos se debe a que prácticamente carece de méritos narrativos: el relato no fluye, se entrecorta, se hace arenoso. No hay una visión organizadora que genere cohesión y tensión, que presente como necesaria cada secuencia. Se suman referencias, guiños, canchereadas diversas, verbalizaciones demasiado frontales al final, pero Atómica no hace sistema. Así, lo que queda es una suma de deslumbramientos ante el talento y el talante de Theron, y varias peleas bien coreografiadas. El director Leitch tiene más experiencia como doble y coordinador de dobles que como realizador, y lamentablemente se nota.
Un gruñón demasiado sensiblero La comedia dramática -o, en este caso- el drama con escasos toques de comedia sobre un señor mayor solitario (viudo o soltero) gruñón, hosco y que no quiere a nadie y de alguna manera algo o alguien logra ablandarlo tiene numerosos exponentes. Entre ellos, St. Vincent (con Bill Murray), Mejor... imposible (muy buena comedia de James L. Brooks, con Jack Nicholson) y Gran Torino (gran cine de Clint Eastwood). Lamentablemente, Un hombre llamado Ove, que estuvo entre las nominadas al Oscar como mejor película de habla no inglesa este año, no llega a los niveles de ninguna de las mencionadas. Ove es un viudo muy amargado, intolerante y de malos modales, y la película de Holm -director de otras propuestas masivas suecas como las películas sobre la familia Andersson- lo deja en claro varias veces. En el presente vemos las relaciones de Ove con sus vecinos y en flashbacks, diversos episodios de su vida. La familia que lo cambiará se va acercando entre demasiada música que refuerza lo que ya sabemos, en un relato al que le cuesta horrores fluir y que para integrar los diversos tonos recurre a simplismos inadmisibles. Así, el humor negro de la primera parte suena extemporáneo, como un elemento (de) más que estira un relato demasiado gastado y adocenado para durar casi dos horas, sobre todo con una media hora final que nos asfixia -al cine y a nosotros- con burdos recursos y una grosera acumulación de golpes bajos.
Un perro con poca gracia y menos trucos Ozzy es enviado a un spa para perros porque su familia humana se va de viaje a Japón. El spa resulta ser una prisión para canes, en la que hay muchos chuchos violentos, bravucones, patoteros. Abundar en los detalles sobre cómo Ozzy aprende unas cuantas cosas lejos de su hogar no tiene mayor sentido, porque ese sería el centro del relato: el camino de Ozzy. Esta película hispano-canadiense lo cuenta con una animación nada deslumbrante, una narrativa arenosa y una tendencia irreversible hacia la ausencia de gracia y las soluciones visuales y argumentales sin imaginación. Por último se puede detectar una confianza excesiva en el poder de sus guiños a clásicos del cine.