Fantasía noble y desbordada Esta es una fantasía desbordada, sin pedir permiso a la época, con coordenadas de matiné de los 80. Basada en una serie de novelas de Stephen King, con montones de páginas, la película dura apenas una hora y media. Algunos fans desconcertados, la crítica estadounidense desorientada, casi toda enardecida contra esta película de aventuras noble, desprovista de pretensión, que tiene la osadía de no chapear con un tema prestigioso y no llevar un ocho al lado de su título. Una película como había en mayor número en otras décadas, una entre tantas. Una que cuenta la historia de un chico con percepciones y sueños muy vívidos, que le dicen que hay un hechicero malvado que usa los poderes de niños especiales para intentar derribar la torre que protege a todo el universo de la invasión de unos monstruos horribles. El malo es Matthew McConaughey, en modo lustroso, conectado con los gestos de David Bowie en Laberinto (film de Jim Henson tiene más influencias en este relato). El bueno es Idris Elba, un pistolero legendario con la resiliencia y el magnetismo seco del western. Los adultos son presentados visualmente como seres gigantes. El chico protagonista debe entender sus mundos sin perder tiempo. El director danés Arcel arma a su alrededor un relato con peleas que se entienden, muestra poderes mágico-míticos mucho más atractivos que los de Mujer Maravilla, y apuesta a una modestia narrativa que prefiere caer en alguna chapucería pasajera antes que resignar fluidez y diversión.
Terror maltrecho y mal hecho Esta película parte de unos asesinatos a hachazos en 1912 ocurridos en Iowa. Adolescentes, en el presente, van a visitar la casa y a partir de allí comienza un revoltijo de lo sobrenatural, fantasmitas y fantasmones, algún conflicto con un video sexual en Internet, una tragedia criminal de uno de los protagonistas y cuentas pendientes. Este film es una ensalada maltrecha y mal hecha, con recursos bajísimos en imagen y sonido, que jamás atrapa ni logra la más mínima fluidez; tampoco ofrece alguna actuación consistente. A veces, ante películas pésimas como ésta queda la esperanza de que sean tan malas que pasen al nivel de delirio disfrutable, pero tampoco es el caso.
Efectivo film de terror para devotos del género Este es uno de los mejores estrenos de terror en lo que va del año. Sin embargo, como decía Godard sobre el cine inglés en los años cincuenta, partimos de muy abajo. Se estrena mucho cine de terror, en buena parte directamente malo o, peor aún, precario, sin noción del género, sin conocimiento de tradición alguna más allá de dos o tres modas superficiales de los últimos años. Conjuros del más allá es una película insertada en una manera de ver y pensar el terror que reconoce, procesa y exhibe sus influencias: John Carpenter, y sobre todo George A. Romero. No es casual que se incluya el principio de La noche de los muertos vivos en un televisor, que la situación sea de encierro, que el plano de la amenaza externa sea como el de los zombis fundadores, y que haya también conexiones con The Crazies, del propio Romero, y con The Thing, de Carpenter. Los realizadores no juegan a la lógica del susto prefabricado con golpes de efecto: arman una trama de amenazas con unos seres vestidos de blanco (visualmente muy Ku Klux Klan), monstruosidades varias y conflictos internos diversos del grupo encerrado en un hospital, que se constituye luego de que un policía lleve allí a un herido que encuentra en la ruta. En ese ámbito, el misterio sobre los sangrientos horrores que se suceden va creciendo y, para resolverlo, los guionistas -los mismos directores- se lucen menos en esa faceta al dar explicaciones menos apasionantes que los disfrutables dos primeros tercios del relato.
Relato histórico simplista Cineasta poco propenso al humor, la calidez o la empatía -nunca más tuvo a un actor en tal estado de elevación como Heath Ledger en su segunda Batman-, Christopher Nolan sigue su carrera maquínica, ahora con más chances que nunca de ser reverenciado, en este caso por un film tan vistoso como apagado en términos de conflicto o de emociones. Nolan la emprende con la historia de una de las batallas clave de la Segunda Guerra Mundial: Dunkerque, en la que estaban -a merced de los alemanes- ingleses, franceses y belgas, y que lograron llegar, en grandes números, a las islas británicas. Una recuperación que sería crucial y de la que ya conocemos el resultado histórico. Nolan no es Eastwood, que en Sully hacía suspenso con lo ya conocido: hay un abismo de magia narrativa entre ambos. Nolan no explora las hipótesis sobre el error militar alemán, sino que se dedica a exponer las acciones desde el lado aliado en tres ejes: el marítimo, el aéreo y el muelle. A cada uno le asigna un período de tiempo distinto. Esto es Nolan: en algún momento esos tiempos se cruzarán. En sus momentos más encendidos, Dunkerque apela con simplismo a los tópicos más gastados de las películas de propaganda, aquellos en los cuales la historia se ilustra y es explicada, en este caso principalmente mediante palabras dichas por Kenneth Branagh, que se encarga de dejar bien claro el rol histórico de Inglaterra y de Churchill, y también el valor del hogar, en frases con destino de posteridad dichas con falsa conciencia de posteridad. Nolan, poco capaz de construir un héroe, individual o colectivo, pretende fabricar emoción con conciencia histórica por caminos distintos a los de Tarantino en Bastardos sin gloria, o a los del paroxismo del montaje en la acción, el heroísmo y la sangre de Hasta el último hombre, la extraordinaria película de Mel Gibson. Nolan detiene frecuentemente cada una de las historias, impide una progresión dramática consistente y peca de exhibicionismo narrativo al cruzar las historias mediante algunos retrocesos temporales. Hay ciertamente no poca espectacularidad en los hundimientos de barcos, un trabajo dedicado en el sonido extra lacerante de balas, explosiones y torpedos y también música casi sin freno, en muchos momentos con violines energéticos como serruchos, en otros en modo más acuoso-ambiental, y demasiados tic tac de relojes para indicar que todo es cuestión de tiempo, de timing, de coordinación, de explicar de más lo que ya estaba bastante claro y resuelto unos tres cuartos de siglo.
Una electrizante reunión familiar que deviene danza maligna y biliosa Mientras pocos lectores de best sellers se animarían a bastardear públicamente un libro prestigioso por su origen y/o por su cantidad de páginas, cada vez es más frecuente leer y escuchar a consumidores pertinaces de sagas, superhéroes y secuelas ridiculizar -en general sin verlas-películas de casi todo país que no sea uno de un grupo de "los cinco más conocidos" como productores de cine. "Ah, cine iraní, ah, cine sueco, cine rumano de tres horas", dicho con desprecio y sorna. En esta ocasión, justamente, estamos ante una película rumana y de casi tres horas, o sea no mucho más que lo que suele durar casi cualquier película de superhéroes. Sieranevada, la película en cuestión, está firmada por uno de los realizadores clave de uno de los más atractivos cines nacionales del siglo XXI. El director es Cristi Puiu, el mismo del thriller absurdista Marfa sii banii que compitió en Bafici 2002 y de La noche del señor Lazarescu. Esta última película, de dos horas y media de duración, hacía de la inmovilidad mortuoria del personaje -en el original el título hacía referencia a su muerte- un estilo poco recomendable para quienes no aprecien lentitudes de narrativa delgada en la pantalla grande. Pero la vibrante Sieranevada propone otras formas, otros temblores. También a partir de una muerte -la jornada en cuestión es una reunión familiar, a 40 días de la muerte del patriarca- se estructura esta película, que no apuesta por un andar moribundo sino furibundo, los ires y venires de una familia de mucha gente, en la que las balas verbales internas y algunas externas se disparan con ferocidad y velocidad crecientes. Con pocos cortes pero sin quietismo, con una cámara que vibra y flota mayormente en el interior del departamento que es el escenario de casi toda la película, el micromundo de Sieranevada parece a punto de deshacerse en medio de pasiones y ajustes de cuenta familiares, como si estuviéramos en una Esperando la carroza vaciada de costumbrismo y con actuaciones sobrias. Varios de los personajes parecen dedicarse con fruición y dedicación a irritar a su familiar o allegado, en una especie de danza maligna y biliosa. En el medio hay confesiones, charlas sobre acontecimientos en el mundo, gritos, pedidos de silencio y un estado de nerviosismo electrizante. Puiu organiza el relato con mirada mayor, con cohesión de observador reflexivo y sabio, y así va más allá de una mera suma de situaciones familiares con una película que no pide permiso para ser una apuesta ambiciosa, prodigiosa, que absorbe emocionalmente al espectador y no lo anestesia jamás.
No toques dos veces: investigación que no lleva a ninguna parte El afiche de esta película recuerda bastante al de House, éxito del terror de mediados de los 80 que era, sobre todo, una comedia hórrida. En No toques dos veces no hay humor, pero sí pistas de lo que podría haber sido este film si se hubiera jugado más por sostener los climas y las relaciones entre los personajes y menos por encuadrarse de manera anodina en el "terror con investigación", porque no logra profundizar ni fluir con prestancia narrativa en el camino elegido. En esta historia de madre artista que intenta recuperar a su abandonada hija adolescente (amenazada por una bruja), había más y mejores perspectivas por el lado del suspenso psicológico que por el de las vueltas de tuerca con música adocenada.
Aplicación siniestra: una buena idea que derrapa Jóvenes amenazados y liquidados por una app "como Siri", pero que hace cualquier cosa. Esa versatilidad muta en arbitrariedad y cualunquismo, desde temprano. La app dice: "¿Querés que apague la luz?", y se apagan las luces y al mismo tiempo directores y guionistas meten ruido musical, en una decisión de puesta en escena que es una muestra de lo básico que es todo el asunto, lo chapucero de este pertinaz pero muy fallido intento de recuperar algo de la lógica de las Pesadilla y Freddy Krueger. Había un buen punto de partida: la posible analogía entre los sueños de los 80 y los sueños adictivos de los smartphones. Pero al no haber suficiente talento, deseo, capacidad, pericia o decoro se hace difícil conectar con tradición alguna.
El poder de la ambición: sueños de riqueza y conquista Con dirección de Stephen Gaghan (Syriana), El poder de la ambición sufre de un síndrome extraño: cree en su poder de seducción desde el principio pero su sustento se construye, de a poco y trabajosamente, en el tiempo. Así, asistimos a un relato al que le cuesta armarse, porque remite sin novedades ni recursos distintivos a otros grandes relatos americanos sobre la ambición, el afán imparable del conquistador de riquezas y hasta la temeridad en la selva. Un poco de El lobo de Wall Street, otro de Apocalypse Now, otro de Tucker, algo de la estética de Boogie Nights, pero sin el nervio narrativo de esas películas. La actuación de Matthew McConaughey sufre un problema similar: demasiado esforzado en engordar, en su acento, en tener mal el pelo, el actor convence a medida que nos acostumbramos a creerle (cuando era menos premiado solía ser más inmediatamente fresco y atractivo) como descendiente empobrecido de una familia de empresarios mineros que quiere levantarse con un gran hallazgo, que logra en conexión casi mística con un geólogo en Indonesia. Película sobre ascensos y caídas, también sobre la creciente fotogenia de Bryce Dallas Howard y sobre el entramado político financiero de esa red social que sostiene a emprendedores y pillos hasta mezclarlos y confundirlos, cuando logra armarse narrativamente con mayor futuro termina, mientras suena otra de las buenas canciones de la banda sonora.
El desguace del cine En muchas de las críticas a favor -sí, hay mayoría de textos y comentarios radiales que la defienden- sobre Mujer Maravilla se usa como un argumento que “es mejor que las otras del Universo DC”. Considero que eso puede poner contenta a la división del estudio de Hollywood que se encarga de esa línea de productos (¡vamos mejorando, gente!), pero no me convence mucho como crítico. Además, hay gran excitación por ese tipo de información que tiene más que ver con el periodismo o con la historia que estrictamente con la crítica de cine, o al menos con la valoración que conlleva: es la primera película de una superheroína dirigida por una mujer. Bueno, si uno no amplía el concepto de superheroína quizás ya había habido algunas antes, pero no vayamos por ese lado. Sí por el lado de que Mujer Maravilla es una película floja, eficiente para vender entradas pero no para divertir y convencer. Otra más, lamentablemente, de esta zona del mainstream que está desguazando el cine. La película es algo así como una chatarrería, un predio en el que han quedado partes de cosas tiradas, carrocerías oxidándose, pedidos de comités, aspiraciones comerciales, fórmulas vetustas y piruetas cool. Así, tenemos el travelling canchero primero celestial y luego más terrenal para llegar al Louvre. Viene la referencia a Wayne (Batman) y vamos a la primera parte con las Amazonas, al entrenamiento de Diana en la bella isla aislada del mundo. Esos cuarenta minutos iniciales, muy resumibles por alguien con poder de síntesis, o que no esté trabajando burocráticamente para llegar a las más de dos horas que parecen ser obligatorias para los tanques hoy en día, serán finalmente lo más amables de la película, los no tan pavotes, los que al menos proponen mayor movimiento y golpes y flechas y piruetas de acción. Y los que muestran a dos actrices con la prestancia suficiente como para reducir el daño de esas frases envaradas y ridículas que estas películas se permiten cada vez con mayor frecuencia. Robin Wright y Connie Nielsen son extraordinariamente fotogénicas y actrices experimentadas, y luego de la isla su presencia se extraña. Tal vez, por esta cuestión de la mega producción con grandes nombres, Nielsen y Wright sean dos de los motivos de la extensión de la secuencia de crecimiento y entrenamiento: “tenemos las grandes actrices, hagamos una secuencia muy larga”. Mientras tanto, la comparsa actoral dice sus líneas con todo el envaramiento y la ridiculez que prometen en el papel esas palabras que tienen que decir. En el entrenamiento hay -más allá de los textos- muchas mujeres peleando, con una plasticidad voladora notable y, si uno quiere pensar con benevolencia, quizás ese motivo sea uno de los que hacen durar tanto ese momento resumible. Luego de la llegada del hombre, de los hombres, la película se convierte con mayor decisión en un apilamiento de chatarra, en un montón de secuencias inanes, llenas de lugares comunes (vulgares), simplistas y que adormecen la visión. La audición se adormece porque la musicalización es del estilo “si quisieras cerrar los ojos igual entenderías lo que pasa en cada escena”. La música, cada vez en mayor medida en casi todos los tanques, es una ametralladora de refuerzos de sentido. Todo lo que vemos está claro, pero se vuelve a decir en los diálogos mientras se lo vuelve a decir con una orquesta. En este contexto vemos a Chris Pine en el típico momento en el que se tapa los genitales, a Gal Gadot (alta) probándose muchos vestidos, a David Thewlis hacer de inglés de época once again, a los ojos y las expresiones, dignos de teatro de revista argentino, de Saïd Taghmaoui ante la Wonder Woman. Tenemos la secuencia clave en la guerra, en la que la Mujer Maravilla ya no aguanta la injusticia y revienta todo y libera a un pueblo. Tan poderosa es la chica que mucho suspenso no parece haber, porque es a todas luces invencible. Sobre el final se agregan algunos enfrentamientos que la ponen más a prueba, el último de los cuales es de un nivel de inoperancia en términos narrativos y visuales que avergüenza a nuestros ojos. Es como si el entrañable enfrentamiento entre Price y Karloff de El cuervo de Corman se hiciera sin otros elementos que solemnidad y molicie para la puesta en escena. Una secuencia que desnuda la incapacidad para interesar, conmover, emocionar: eso que antes nos gustaba de las películas de aventuras (comparar con otras películas con lazos, o látigos, como las Indiana Jones) ahora ha quedado vacío, y esa cáscara se usa para vender novedades sociológicas. También en modo chatarra, de revoleo de cualquier sobrante, está el diálogo en el que Chris Pine que le dice a Diana algo así como “¿che, y cómo es que hablás mi idioma (inglés)?” y ella responde algo así como: “porque hablo cientos de idiomas”. Un diálogo que podría no estar -ya sabemos que ella sabe todo es maravillosa, y el espía interpretado por Pine lo sabrá varias veces- pero que más tarde nos hará pensar en porqué los alemanes hablan un inglés con acento correoso en lugar de dejarse de joder y hablar su lengua. La película es tan torpe, tan poco criteriosa con la chatarra que mueve de un lado para otro, que hasta ofrece esta denuncia dentro de sí misma, y así lastima para su uso individual una convención que se ha usado durante décadas. Y, para terminar, en la resolución de la batalla final, el motivo en el cual encuentra Diana la fuerza extra que le pidió su entrenadora (Wright) al principio, nos refuerza la idea de que Frozen fue la verdadera película feminista del mainstream de los últimos años.
Colossal: el arte de contar lo increíble Es muy difícil encontrar otra película como Colossal, porque es dificilísimo hacerla. No sólo por la increíble premisa de la que parte. En realidad no parte de ella, porque la conexión entre lo que sucede con dos personas en una plaza en un pueblo norteamericano y lo que ocurre en Seúl se establece cuando la película ya ha avanzado. Y ya le creemos, porque a Colossal le creemos mucho, también esa conexión disparatada entre mujer y hombre y dos monstruos gigantes (kaijus) arraigados en la tradición del cine japonés. Vigalondo (Los cronocrímenes) es alguien que entiende los mitos y las energías del cine, y sólo desde ese entendimiento se puede llevar adelante, con este ritmo y esta gracia, una película así. Vigalondo no se disculpa por esta propuesta -que definió como un cruce entre ¿Quieres ser John Malkovich? y Godzilla- inviable en los papeles, sino que cuenta con algo que no está presente todos los días en el cine: la convicción. Vigalondo sigue los consejos de Oscar Wilde: se preocupa por hacernos creer en su decisión de contar lo que está contando y, así, nos hace creer en eso que cuenta. Y va más allá, nos divierte en el sentido más feliz: nos atrapa porque su mecanismo narrativo es de una bienvenida insolencia. Historia de chica que es echada de casa por su novio, que vuelve al terruño, que se reencuentra con un compañero de primaria que tiene un bar. Y hay celos y maldades, y alguien tiene que enfrentar esas maldades, como se pueda. Y Anne Hathaway y Vigalondo pueden.