Detroit: zona de conflicto, impactante y muscular mirada sobre el racismo Kathryn Bigelow es, hasta el momento, la única mujer ganadora de un Oscar a la mejor dirección. Un acto de justicia y a la vez de injusticia: a estas alturas debería tener un par más. Debería haber sido premiada por Punto límite ( Point Break, la obra máxima de acción de fin del siglo XX), podría haberlo sido con La noche más oscura. Ciertamente no ganará nada por Detroit, ya que la película no obtuvo nominaciones de la Academia. Detroit es otra demostración de la asombrosa capacidad de Bigelow para contar conflictos violentos y políticos con mirada alejada de todo simplismo, de toda moda ideológica, de toda falta de compromiso con el mundo y con el cine. Porque la directora sabe, como los verdaderos grandes, que el cine se juega en la escritura, no solamente la del guión -otra vez de Mark Boal, como en Vivir al límite y La noche más oscura-, sino en la fílmica en su mayor amplitud: encuadres, montaje, movimiento -pocas veces el reencuadre como constante ha generado tanto nervio consistente sin vacuos mareos-, con la música, con la dirección de actores. Pero Bigelow no hace un cine meramente del movimiento. Sí la energía fluye a la perfección y toda acción es inteligible mediante los recursos menos explicativos y más sólidos -hay una notable mezcla de sobriedad y elegancia con pasiones volcánicas en casi cada secuencia de su cine-, pero, como ocurre con los autores más cabales, hay en ella una exploración de los temas que la atraen. El cine de Bigelow es un cine en el que cada golpe, cada tiro, cada pelea contiene toda la perturbación de la ambigüedad. El bien y el mal no son los que la sociedad y el periodismo dictan, o aquellas definiciones que pueden conformar a lo que se evalúa mediante el corte efímero de una encuesta veloz. Bigelow hace cine perdurable, no una nota de opinión apurada para coincidir con la marea. Detroit es un thriller policial y racial basado en hechos reales, los de los disturbios de 1967 en la ciudad norteamericana del título. Controles y ataques policiales, persecuciones, saqueos, destrucción, fusilamientos, investigación, y hasta sueños de carreras musicales marcan la estructura ósea de un film muscular, como tantos de esta cineasta; recordemos especialmente Punto límite, con Swayze y Reeves. Recordemos también una frase usada por el gran director cinematográfico franco-suizo Jean-Luc Godard al escribir sobre Jacques Demy y su lentitud vital: "Solo me gustan los films que se parecen a sus autores". Detroit tiene el impacto y la fuerza de Kathryn Bigelow, una directora de mirada intensa y de hombros y brazos impactantes, resueltos, en estado de tensión vital.
Un amor inseparable: pareja irresistible, romance perfecto En un momento en el que según su parecer las películas eran muy malas, la crítica estadounidense Pauline Kael se preguntaba "¿Por qué, aún así, seguimos yendo al cine?" Y se respondía: porque necesitamos ir al cine, necesitamos el cine. Habría que ser más específicos y decir que necesitamos cada vez más un género que ha disminuido drásticamente su presencia en pantalla: la comedia romántica. Quizás esta crítica parta sobredeterminada por esa necesidad, pero dan ganas de celebrar con creces este estreno tardío. Un amor inseparable parte de terreno cenagoso: está basada en una historia real que incluye una enfermedad grave y mandatos culturales y familiares que se oponen a la pareja, y tiene una duración mayor a dos horas. Pero este relato confía con determinación en la base del género: cuantas más dificultades, más desearemos el final feliz. Y desde allí se nos cuenta el encuentro entre el aspirante a stand-up comedian de origen paquistaní y la estudiante; la evolución de su pareja, las dificultades triviales y las serias. Hay algunas reiteraciones y algún uso esporádico de fórmulas narrativas simplistas, pero lo que domina es el humor de tonos diversos -no faltan, por suerte, el negro y la capacidad de reírse de sí mismos de los personajes-, unos personajes secundarios amables y adorables (especialmente los padres de Emily, que incluyen a Holly Hunter) y la mirada cambiante y la mandíbula perfecta de Zoe Kazan, que generan química inmediata con su coprotagonista y con nosotros.
El Oscar, ese elemento tóxico. Bueno, no tanto quizás. Porque sirve para que se vuelva a hablar de cine, al menos por poco más de un mes. Algunos, por motivos profesionales (aunque lo haríamos igual si tuviéramos otros trabajos, porque antes cinéfilos que aplicados) hablamos todo el año de cine; pero hay un “público ampliado”, que en enero-febrero habla de películas así como en unos meses hablará del mundial de fútbol, que hoy presta especial atención a actores y directores, y a historias de las que antes estaban con mayor frecuencia en la cartelera. Sería muy snob quejarse de esa atención, y sería poco estratégico. Hay que hablar de los Oscars, pero no para llevar la conversación a los Oscars sino al cine. Que no es lo mismo. Una película como Tres anuncios por un crimen se presta a estas confusiones. Que si va a ser muy nominada, que si fue poco nominada, que si está hecha con cálculo cínico para ser nominada, que si no le importa nada de nada, que si engaña que si voy que si vengo. Pero hablemos de otra cosa, o de esta cosa del cine. En primer lugar, el título de estreno latinoamericano es obviamente perjudicial, no sólo porque la sonoridad del original tiene un atractivo que se pierde, sino además por el agregado plúmbeo de sentido, del anclaje fuerte en “el crimen”. El título en España fue “Tres anuncios en las afueras”, mucho menos traicionero; pero sirva de consuelo americano que en la península ibérica hay más y peores traiciones, de esas llamadas doblajes. Crimen: sí, un crimen es lo que deriva en los anuncios, y los anuncios ponen a andar la narrativa. Y esta narrativa es sorprendente, y puede ser considerada bamboleante y hasta contradictoria si uno no entiende que está ante algo distinto a un policial, o a un thriller de pertinaz búsqueda de justicia. Three Billboards Outside Ebbing, Missouri es un título que nos dice claramente el punto de partida, en términos de ubicación y de narrativa y que no va hacia atrás, no apunta sus sentidos hacia el crimen (por eso el flashback puede pesar más si uno la ve con el título latinoamericano). El punto de partida es una de las claves de la película, de las películas, como si el director y guionista Martin McDonagh nos dijera que hay que sacarle el óxido a la narrativa y repensar el cine de hoy. McDonagh hace cine como si no sintiera el peso del consumo, como si no se preocupara de obedecer las fórmulas al uso. Así, narra sin pausas y sin apurarse, y se permite algo hoy en día notable y que marca caminos posibles, o -mejor dicho- todavía posibles si se resiste en la comunión del cine con los espectadores: la posibilidad de cambiar de tono, de emoción, de modificar con un gesto, con una reacción, la relación entre personajes. En ese sentido, hay algo evidentemente magistral en la escena a solas entre Mildred (Frances McDormand) y Willoughby (Woody Harrelson) que cambia de emoción a una velocidad que no parece plausible en el cine medio (craso) de hoy. Y en ese y en otros momentos McDonagh demuestra que sí, que se puede. Y que el dolor, el llanto, la alegría, la violencia, el amor y la muerte siguen ahí para formar parte del cine como siempre, y siempre pueden combinarse con la risa, con el absurdo, con esas maneras sabias de mirar el mundo; esas son las catarsis más recomendables, nos dice un narrador convencido, que con esta película se ubica mucho más allá de la idea de anudar de forma verosímil -por favor, no usemos “el verosímil”- las acciones. En ese sentido, no es muy grato reclamarle a esta película que se basa en muchas casualidades o en cambios de parecer en los personajes. No estamos ante un cine atado a esos menesteres sino ante un mundo de fantasía demasiado parecido al real, al de unos Estados Unidos en (otra) crisis de identidad, quizás esta vez un poco más grande, y que por eso ya ni siquiera sabe si y cómo aplicar la violencia: eso se condensa en un final tan memorable como emocionante, noble, gracioso, trágico, como todo este relato que nos hizo llorar con alguna carta de despedida también noble, trágica y graciosa porque era sabia, o al revés.
Comedia anárquica y vital El hombre fuera de su ámbito, tema clásico y eterno de numerosos relatos, de mucho cine y de muchas comedias, regresa en La ley de la jungla con la variante del burócrata citadino en la selva. Un empleado del Ministerio de Normas y Estándares viaja a la Guayana Francesa con la misión de que se cumplan los estándares europeos en "Guyaneige", un proyecto de complejo de esquí bajo techo en medio del trópico. El burócrata es acompañado por una chica llamada Tarzan, atlética e intrépida, y para ambos y para todos los demás -políticos, entre otros- las cosas no salen como se espera. A partir de esos desvíos, provenientes de esa pertinaz reticencia del mundo a actuar como al hombre se le ocurre, nace esta aventura en forma de comedia absurda y anárquica que no tiene miedo de la velocidad, del slapstick engañosamente descerebrado, de los desnudos festivos, del juego como refugio para el humor. El director Peretjatko, el mismo de La Fille du 14 juillet, suma humor político sin otras banderas que las de la deformación al extremo de las pretensiones, las ambiciones, las etiquetas pomposas y las megalomanías más diversas. Peretjatko y sus personajes rompen y demuelen con fruición, pero no hay nihilismo desaprensivo: cuando todo es imposible siguen en pie el deseo, la atracción, la risa compartida como refugio ante todos los males de este mundo, incluso aquellos tan temibles como el calor, la humedad y las alimañas selváticas.
Una película pasional sobre la pasión James Franco ha apostado en buena medida por la excentricidad en su prolífica carrera como director, actor, productor, guionista, escritor y participante de muchas películas en cameos inesperados. Ha hecho mucha comedia como intérprete, pero no sólo eso: Franco es omnívoro, sobre todo como realizador. Por todo eso no sorprende que haya puesto los ojos y el corazón en la historia de Tommy Wiseau, un excéntrico digno de algún récord y un artista (al menos en su autoconcepción), sostenido más por su deseo y espalda monetaria gigante que por otra cosa. Wiseau conoce a un joven aspirante a actor y se hacen amigos. Y se embarcan en una película llamada The Room, un delirante e inenarrable proyecto fílmico con destino de Titanic. Las historias de empeño artístico por encima de las capacidades habían tenido un pico con Ed Wood de Tim Burton, tal vez su mejor película. Con The Disaster Artist, Franco hace la mejor de las suyas hasta la fecha, y no solamente por ponerse en la piel de Wiseau e imitar los movimientos de cada plano de The Room sin perder jamás empatía ni prestancia. Franco hace una película pasional sobre la pasión, por eso incluso incurre en algún exceso de énfasis, como ese comienzo con las "citas de autoridad". Sin embargo, ese y algún otro defecto se diluyen ante una apuesta que apela otra vez, y con mucho humor -del incómodo muchas veces, el que llega incluso a la tristeza- a los cimientos míticos de los sueños puestos en Hollywood: convertirse en estrella, en director, permanecer en la memoria colectiva. Y por caminos que pueden probarse extraños, que pueden ser -a pesar de las intenciones de quienes los emprenden- impredecibles, hasta contrarios a los soñados. El actor y director cuenta esto y más -celos, amores, asuntos no resueltos- sin enfatizar el ridículo: se planta firme ante la exageración y no se carga de música para reforzar lo que es ya de un trazo ya fuerte por necesidad de ser fiel a una historia real. Una historia real que ha recomenzado con The Disaster Artist, que ha replicado a su manera la de la película dentro de la película The Room. La película de James Franco era un objeto extraño que llegó a la competencia de San Sebastián de forma oblicua, encerrada entre algunos grandes nombres de autores consagrados, y terminó ganando frontalmente. Ahora será protagonista de la temporada de premios y se anuncia el reestreno de The Room. Si Hollywood sigue vivo no es solo por los súperhéroes: también es por la fuerza de artistas que saben contar desastres de formas desastrosas, y también eficientes, y porque todavía saben reírse de sí mismos.
Good Time: viviendo al límite, film vertiginoso e inmersivo La película más tensa, más vertiginosa, más deslumbrante de los hermanos Safdie (los mismos de Daddy Longlegs y Heaven Knows What; The Pleasure of Being Robbed es sólo de Joshua) marca también su consagración definitiva en el cine estadounidense. Ahora apadrinados por Scorsese y con el protagónico de Robert Pattinson, los Safdie demuestran que los posibles desajustes de su cine previo no se debían a balbuceos estilísticos, sino, tal vez, a simple escasez de medios. En Good Time, historia de dos hermanos en la senda del crimen -un camino nada brillante, aunque no jugado del lado cómico-, nos metemos en el robo a un banco, en una persecución, en la posibilidad de esconderse, en un intento de rescate y en un encadenamiento de fallas tragicómicas. Y el uso de "nos metemos en" no es casual: en el cine de los Safdie estamos cerca de los personajes, casi con ellos, ubicados en planos medios cortos o primeros planos, aunque siempre con aire a los costados. El uso de la pantalla ancha -2,35:1- les permite a los directores nunca abandonar el contexto: sus criaturas viven en una Nueva York alejada del glamour terrenal; siempre cerca de caer, están cargados de una desesperación vital y moral como la del cine de los setenta; si hasta la música de Daniel Lopatin -alias Oneohtrix Point Never- por momentos recuerda la compuesta por John Carpenter para su inolvidable Asalto al precinto 13.
Bajo cero: un relato sin dirección ni tensión Un ex jugador de hockey con problemas de adicciones hace snowboard en una montaña, se pierde y lucha por sobrevivir en un ambiente y clima inhóspitos. Con elementos similares se han hecho grandes películas, pero no es el caso de Bajo cero, un caso cabal de relato sin dirección, cohesión ni tensión. No hay nada que resolver más que llegar a un final obvio, y la molicie narrativa se ve agravada por numerosos flashbacks toscos y persistentes. Mira Sorvino y Josh Hartnett han conocido mejores momentos en sus carreras: aquí, con once años de diferencia, hacen de madre e hijo y la verosimilitud se ve bastante averiada. Al final hay un cierre de telefilm con moraleja.
La batalla de los sexos: el espectáculo como campo de batalla social Además de figuras clave en la MTV de la era musical, el matrimonio de directores integrado por Jonathan Dayton y Valerie Faris son responsables de películas como Pequeña Miss Sunshine y Ruby, la chica de mis sueños. En su tercer largometraje, Dayton y Faris se basan por primera vez en hechos reales, tomando parte de las vidas personales y las carreras profesionales de Billie Jean King y Bobby Riggs en los años 70: la gran tenista en esos momentos en actividad y el tenista retirado (ex número 1) farolero, misógino y apostador. Mientras King y otras tenistas luchaban por la igualdad de premios en los torneos para hombres y mujeres, Riggs, de 55 años, quiso aprovechar el momento y desafiar a King a un partido para probar "la superioridad del hombre". Cómo se llega a ese partido, y el partido, es lo que recrea La batalla de los sexos, una película que sufre de algunos males muy de época como una excesiva corrección política (o, mejor dicho, trabajar polémicas de los setenta con una visión muy pendiente de lo que hay que decir en 2017) y demasiados acentos y énfasis musicales desde el principio. Esos procedimientos son ablandadores y en ocasiones hasta distractores. Pero La batalla de los sexos supera con creces esos ripios -que no son constantes- mediante méritos troncales, a través de bases cinematográficas fundamentales. En primer lugar la actuación de Emma Stone como Billie Jean King, a la que no se preocupa por calcar físicamente, sino que la interpreta con la vieja receta clásica: magnetismo, belleza, carisma, mirada encendida. Queremos que King triunfe, además de muchos otros motivos, porque la amamos en la piel de Emma Stone. Y están Bill Pullman y Sarah Silverman en roles secundarios, otros dos intérpretes que saben de presencia sin necesidad de armar un show individual que distraiga. En segundo lugar, la película se apoya no solamente en lo deportivo, en los entrenamientos y partidos -que recrea con eficacia-, sino además en la potencia de las historias de amor de los protagonistas, escritas con acierto y profundidad no exenta de económica brevedad. Y, por último, La batalla de los sexos expone con claridad, más allá de sus ideas en la superficie, a una sociedad que ha entendido el espectáculo masivo como el vehículo fundamental para dirimir sus disputas de todo tipo. Así, la película de Dayton y Faris expone de manera fascinante algo más persistente que cualquier lucha de época, y se apoya con claridad nada enfática en uno de los pilares de la sociedad estadounidense.
Escatológico, animado y efectivo No toda animación es apta para niños. Y hay una zona de la animación para adultos que basa su atractivo en el humor salvaje, la escatología, la violencia y el sexo. En 2016, La fiesta de las salchichas probó que no bastan referencias sexuales básicas para divertir: también hacen falta ritmo, filo y gracia. Bad Cat es un producto más efectivo, sostenido en la sucesión de salvajadas varias. Basada en un cómic, esta película turca cuenta algunas aventuras de Turro, un felino patán, bestial, malhablado, bebedor, ladrón y otras delicias. La animación es profesional y quizás hacía falta menos lustrosidad y más artesanía. La violencia y los insultos son sostenidos y, por momentos, eficaces.
A la guerra por amor: Amor y política a la siciliana Director, guionista, actor protagónico, Pif (Pierfrancesco Diliberto) cuenta otra historia de su Sicilia, como en su ópera prima La mafia uccide solo d'estate. Aquí estamos en la Segunda Guerra Mundial y los estadounidenses necesitan, además de triunfos militares, que la sociedad sea permeable. Para eso, tejen una estrategia que consiste en asociarse con la mafia. Mientras tanto, Arturo, italiano en los Estados Unidos, quiere casarse con una mujer prometida con otro hombre y -por esas cosas del guión- para lograr su objetivo deberá viajar a la Sicilia en guerra. Película cargada en demasía de personajes, de música, de gesticulaciones, A la guerra por amor es también una pequeña anomalía. No se trata meramente de un producto hecho con recursos gastados; es, además, un relato plasmado por alguien con pasión y convicción. Como realizador y guionista Pif trastabilla, incurre en planos enfáticos, incluye explicaciones que podría haberse ahorrado; sin embargo, cuenta una historia de amor de forma intermitente que estructura el interés hasta el final, hace un chiste sobre las selfies en los años 40 que no suena extemporáneo, y en unos cuantos diálogos hasta se vislumbra una sofisticación impensada. Cuando la acción se encauza luego de un comienzo embarullado, la amistad entre el enamorado Arturo y el honesto militar estadounidense -la película toma parte de su historia real- tiene química, fluidez y nobleza.