Parábola de ascenso y caída en la mafia Whitey Bulger es un mafioso de origen irlandés, hermano de un senador y con un amigo de la infancia que vuelve al barrio convertido en agente del FBI. Hará un arreglo con el FBI para ser informante y tener protección legal, y además liquidar a la competencia, los mafiosos italianos. La historia -basada en hechos reales- transcurre mayormente entre 1975 y 1994 en el sur de Boston, ese territorio que el cine ha trabajado a repetición con los temas de la mafia, la lealtad, el crimen y la amistad, por ejemplo en Desapareció una noche y Atracción peligrosa (The Town), de Ben Affleck, y también en Río místico, de Eastwood, y Los infiltrados, de Scorsese, entre otras. La ambientación de esta (otra) atractiva parábola de ascenso, tragedia, brutalidad y caída mafiosas es destacable: no sólo por el diseño de arte, el vestuario, los peinados y otros elementos. Hay también algo sombrío, distante y frío que proviene de la luz y los encuadres, que generan sequedad emocional y una falta de calidez que se integran y de hecho constituyen el frente del relato. Por detrás, las acciones se acumulan linealmente y no logran cohesionarse del todo y potenciarse, aunque varias por separado tienen una fuerza tan brutal como impactante. Por su parte, el maquillaje y sobre todo las lentes de contacto de Johnny Depp en el papel principal quizás aporten semejanza con el Bulger real, pero restan veracidad a la actuación. Se luce Edgerton con una potencia estilo James Cagney y una lúcida comprensión actoral de su rol de trágica lealtad, como lo hizo Jeremy Renner en Atracción peligrosa. Kevin Bacon, como es habitual, es una garantía. Y hay una notable cantidad de rostros reconocibles en el cast, actores y actrices quizás interesados particularmente en colaborar con el director Scott Cooper, que llevó al Oscar a Jeff Bridges en Loco corazón.
Fallidas fantasías Hay un momento, en La cumbre escarlata, en el que creemos que ha vuelto lo mejor de Roger Corman, lo mejor de la Hammer y lo mejor de esa respiración cinematográfica que tienen los grandes. Y todo junto. Cuando uno viaja al exterior, por más que hable el idioma del lugar, el esfuerzo de comunicación es mayor. Y es difícil sentirse más a gusto en la lengua que en casa, con la lengua madre en su uso cercano. Ese esfuerzo mayor incluso sucede en lugares en donde se habla castellano, otro castellano. Al volver al nuestro, sentimos la comodidad de lo conocido, la fluidez incomparable. Durante el primer tercio de La cumbre escarlata estamos ante un lenguaje que quienes hemos frecuentado al Corman en colores, la Hammer y el terror gótico -glorioso ciclo de un verano de los noventa en la Lugones, maravillosas copias restauradas de terror italiano en Roma el año pasado- lo sentimos conocido, familiar, bienvenido. Y llevado adelante con un brío y un brillo tan evidentes como inusuales. El placer del género se hace presente de forma indudable, vemos un cine que se mueve con altísima seguridad, con una gracia especial, que deslumbra con su reconstrucción de época, que va -en el segmento de Estados Unidos- mucho más allá del diseño de producción. Mientras la acción se sitúa en Buffalo todo tiene, hace y genera sentido: las ansias de la protagonista por ser escritora, la creación de un país poderoso, el funcionamiento social. Pero cuando la acción se traslada a Cumberland, Inglaterra, Del Toro se queda solo y sólo con el poderío visual -espectacular, por cierto- y la acción se detiene, o al menos se hace pastosa (es notable cómo la película parece cobrar vida brevemente en cada escena que vuelve a Buffalo). Pasan cosas en la acción europea, pero lo que sucede es de una tremenda obviedad, de género y tradición puestos en automático, como el habla de la lengua materna pero limitada al uso burocrático o museístico. No hay más lugar para jugar, para moverse, para sorprender con los personajes. Todo se encamina a una resolución que, a medida que se acerca, nos importa cada vez menos. Y no porque Edith y su pretendiente americano no sean queribles y nobles, sino porque a la resolución obvia se nos lleva de forma desganada, indigna de esos brillantes primeros 40 minutos y de la maestría que ha sabido demostrar Del Toro (las que me más me gustan de su atractiva filmografía son Titanes del Pacífico y Blade II). Las pistas aparecen a lo bestia, de frente, sin juego y sin recovecos -los cilindros, el baúl, el té- y la narración que tan bien puede manejar el director mexicano se debilita, hasta llegar incluso a poner en duda la mismísima decisión de manejarse con fantasmas. Sí, aunque hay una excusa verbalizada dentro del mismo relato -que son una metáfora-, no hacen sentido si se piensan desde el final. Son innecesarios por completo, y su clarividencia vapososa y macabra se vuelve arbitraria y cosmética, con lo cual la película atenta contra su propio sostén. Aunque, bueno, a fin de cuentas, quién nos quita esos primeros 40 minutos en los que creíamos en el milagro de la obra maestra actual con casa embrujada incluída. El conjuro de James Wan, menos sesenta y más setenta, sigue siendo la mejor de terror de casa tomada, por el tenebroso pasado, del cine reciente. Otro estreno de estos días, la muy maltratada Peter Pan de Joe Wright, es también una película fallida, aunque con otra clase de fallas. En lugar de quebrarse en algún momento por no ir hasta el fondo con la recreación de los modos cinematográficos elegidos, Pan es una película de energía intermitente de principio a fin. Parece por momentos perderse en el ridículo -ese traje de pavo real azabache de Hugh Jackman es parte del vaivén- y por otros acierta en su osadía: los cocodrilos, en burbujas flotantes o en el río, marcan momentos de especial belleza. Por otro lado, a diferencia de la gloriosa tradición de casas embrujadas en el cine (no todas son buenas -no son submarinos- pero han sido un escenario con muchos grandes exponentes) la línea Peter Pan no ha generado películas de alto nivel, al menos entre las que conozco. No son especialmente atesorables la Hook de Spielberg ni la animada de Disney, ni Descubriendo el país de Nunca Jamás ni la Peter Pan de PJ Hogan (y ni que hablar de la serie de películas animadas centradas en Tinkerbell). Esta Pan de Wright, extraña precuela con una musicalización al estilo Happy Feet en un segmento y que luego se pierde, tampoco es memorable, aunque es al menos una película estrambótica, un fracaso extravagante, un exponente de cómo todavía puede colarse una narrativa deforme en el mainstream.
Frágil borrador de thriller Un thriller psicológico doméstico. Vemos un hombre preocupado porque su mujer está deprimida. También tiene una hija y un trabajo. No hay nada especial, aunque hay un ser que aparentemente viola, amenaza y golpea. Ese personaje ojeroso está lejos de poder integrarse de forma lógica o fluida a un relato que trastabilla por todos lados: en los diálogos endurecidos (muchos doblados), en la música carente de sutileza, en la nula elaboración simbólica, en el amateurismo general que se exhibe, en un acento extranjero realmente imposible en boca de Tomás Fonzi, en las vueltas y vueltas alrededor de las mismas cosas, en una amenaza que se pretende y no se construye. O, mejor dicho, se construye apenas como parte de un frágil borrador con explicación extemporánea "que cambia todo" sobre el final.
Comedia francesa, estelar y superficial Un equipo tremendo de actrices francesas (Adjani-Testud-Casta-Paradis, la directora debutante -pero actriz experimentada- Audrey Dana y muchas más) en diferentes historias con interconexiones. Historias sentimentales, sexuales, de pareja. Sobre miedos, placeres, engaños, felicidades, tristezas y catarsis a las apuradas. El sexo como centro dominante, con una buena dosis de explicitud en el lenguaje. Esta característica y la evidente velocidad para apilar situaciones sin confusión son las mayores virtudes de esta comedia superficial, con música que sobreexplica a cada rato, gritos y gestos exagerados, y esa cierta tendencia de la comedia mainstream francesa a la vulgaridad menos elaborada (comparar la historia de Laetitia Casta con las películas de los Farrelly; comparar toda esta comedia centrada en mujeres con Damas en guerra; pensar en el planteo banal de "diferentes modos de ser" desde este muestrario de todas bellas/todas en plena forma). En cuanto a las performances, es una lástima lo grotesca que está Adjani desde un rostro que no controla. Y es destacable el aire genuino y el timing que exhibe Géraldine Nakache.
Fallidas fantasías Hay un momento, en La cumbre escarlata, en el que creemos que ha vuelto lo mejor de Roger Corman, lo mejor de la Hammer y lo mejor de esa respiración cinematográfica que tienen los grandes. Y todo junto. Cuando uno viaja al exterior, por más que hable el idioma del lugar, el esfuerzo de comunicación es mayor. Y es difícil sentirse más a gusto en la lengua que en casa, con la lengua madre en su uso cercano. Ese esfuerzo mayor incluso sucede en lugares en donde se habla castellano, otro castellano. Al volver al nuestro, sentimos la comodidad de lo conocido, la fluidez incomparable. Durante el primer tercio de La cumbre escarlata estamos ante un lenguaje que quienes hemos frecuentado al Corman en colores, la Hammer y el terror gótico -glorioso ciclo de un verano de los noventa en la Lugones, maravillosas copias restauradas de terror italiano en Roma el año pasado- lo sentimos conocido, familiar, bienvenido. Y llevado adelante con un brío y un brillo tan evidentes como inusuales. El placer del género se hace presente de forma indudable, vemos un cine que se mueve con altísima seguridad, con una gracia especial, que deslumbra con su reconstrucción de época, que va -en el segmento de Estados Unidos- mucho más allá del diseño de producción. Mientras la acción se sitúa en Buffalo todo tiene, hace y genera sentido: las ansias de la protagonista por ser escritora, la creación de un país poderoso, el funcionamiento social. Pero cuando la acción se traslada a Cumberland, Inglaterra, Del Toro se queda solo y sólo con el poderío visual -espectacular, por cierto- y la acción se detiene, o al menos se hace pastosa (es notable cómo la película parece cobrar vida brevemente en cada escena que vuelve a Buffalo). Pasan cosas en la acción europea, pero lo que sucede es de una tremenda obviedad, de género y tradición puestos en automático, como el habla de la lengua materna pero limitada al uso burocrático o museístico. No hay más lugar para jugar, para moverse, para sorprender con los personajes. Todo se encamina a una resolución que, a medida que se acerca, nos importa cada vez menos. Y no porque Edith y su pretendiente americano no sean queribles y nobles, sino porque a la resolución obvia se nos lleva de forma desganada, indigna de esos brillantes primeros 40 minutos y de la maestría que ha sabido demostrar Del Toro (las que me más me gustan de su atractiva filmografía son Titanes del Pacífico y Blade II). Las pistas aparecen a lo bestia, de frente, sin juego y sin recovecos -los cilindros, el baúl, el té- y la narración que tan bien puede manejar el director mexicano se debilita, hasta llegar incluso a poner en duda la mismísima decisión de manejarse con fantasmas. Sí, aunque hay una excusa verbalizada dentro del mismo relato -que son una metáfora-, no hacen sentido si se piensan desde el final. Son innecesarios por completo, y su clarividencia vapososa y macabra se vuelve arbitraria y cosmética, con lo cual la película atenta contra su propio sostén. Aunque, bueno, a fin de cuentas, quién nos quita esos primeros 40 minutos en los que creíamos en el milagro de la obra maestra actual con casa embrujada incluída. El conjuro de James Wan, menos sesenta y más setenta, sigue siendo la mejor de terror de casa tomada, por el tenebroso pasado, del cine reciente. Otro estreno de estos días, la muy maltratada Peter Pan de Joe Wright, es también una película fallida, aunque con otra clase de fallas. En lugar de quebrarse en algún momento por no ir hasta el fondo con la recreación de los modos cinematográficos elegidos, Pan es una película de energía intermitente de principio a fin. Parece por momentos perderse en el ridículo -ese traje de pavo real azabache de Hugh Jackman es parte del vaivén- y por otros acierta en su osadía: los cocodrilos, en burbujas flotantes o en el río, marcan momentos de especial belleza. Por otro lado, a diferencia de la gloriosa tradición de casas embrujadas en el cine (no todas son buenas -no son submarinos- pero han sido un escenario con muchos grandes exponentes) la línea Peter Pan no ha generado películas de alto nivel, al menos entre las que conozco. No son especialmente atesorables la Hook de Spielberg ni la animada de Disney, ni Descubriendo el país de Nunca Jamás ni la Peter Pan de PJ Hogan (y ni que hablar de la serie de películas animadas centradas en Tinkerbell). Esta Pan de Wright, extraña precuela con una musicalización al estilo Happy Feet en un segmento y que luego se pierde, tampoco es memorable, aunque es al menos una película estrambótica, un fracaso extravagante, un exponente de cómo todavía puede colarse una narrativa deforme en el mainstream.
El entretenimiento como religión Luego de varias películas, entre las que se destacan Cuarentena y la muy valorada The Poughkeepsie Tapes, John Erick Dowdle, director y guionista -en este rol, como siempre, junto con su hermano-, hace su primera producción con reparto estelar: Owen Wilson, Lake Bell y Pierce Brosnan (en un papel secundario que enciende la película cada vez que aparece, con la sapiencia del que es sabio desde hace mucho, o desde siempre). Estamos en un país del sudeste asiático, al que una familia texana se muda por un nuevo trabajo, y la fantochada de la situación política del lugar se ilustra mediante la exhibición de monumentos del gobernante en funciones. Y se produce un golpe de Estado con una revuelta feroz que pone a padre, madre e hijas pequeñas en situación de escape constante, frente a hordas enloquecidas de venganza contra todo lo que parezca extranjero. Sin escape narra de forma eficaz y trepidante el primer enfrentamiento entre insurgentes y fuerzas del gobierno, y con gran suspenso la primera parte de la huida, ante un peligro tan concreto e implacable como impersonal. Así, la mitad inicial de la película exhibe un vértigo y un frenesí perfectamente encastrados en el derrotero de esta familia que no detiene su marcha, y los saltos y los arrojos de una terraza a otra es una de las grandes secuencias de aventuras del año. Con el paso de los minutos la aventura se desgasta, ingresan explicaciones no del todo vergonzosas, pero sí a las apuradas, el verosímil se va desgastando, se estiran algunas situaciones un tanto inadmisibles, y se verbaliza y se ablanda de más el cierre. Pero, aun con sus defectos de terminación, Sin escape nos recuerda las virtudes del relato de aventuras cuando no se pretende hacer la última película del género, la revolucionaria, sino simplemente una más, de la encomiable variante que tiene al entretenimiento como religión.
Atractiva combinación de maldad y tensión Un debut como realizador de un actor australiano, Joel Edgerton, que desde hace más de una década viene subiendo en importancia en Hollywood: recientemente con roles importantes en El gran Gatsby y Dioses y reyes, y en quince días lo veremos en Pacto criminal junto a Johnny Depp. Un thriller incómodo, basado en relaciones -de pareja, de amistad o de su imposibilidad-; uno de esos en los que todo se enrarece, todo se pudre de a poco, como mediante el fenómeno de la capilaridad: verticalmente, las circunstancias y las relaciones se van envenenando. Un punto de partida simple y claro: la llegada a California de una pareja para un "nuevo comienzo", él con nuevo trabajo, ella en la búsqueda de quedar -otra vez- embarazada. Y, casualmente, él se cruza con un ex compañero de colegio. Ese encuentro motiva otros acercamientos unilaterales, y esta pareja de clase acomodada deberá lidiar con los modos sociales del tercero. En ese sentido la película, también guionada por Edgerton, es de una construcción sutil, dispuesta en capas tenues que se van acumulando con precisión, con observaciones precisas, quirúrgicas, en una extraña y muy atractiva combinación de maldad y compasión. Claro, no todo es lo que parece o, mejor dicho y como en Nueve reinas, las tintas parecen cargarse narrativamente de un lado, pero ese lado quizá no sea todo lo que parece. Una vez más, contar el argumento no viene al caso, pero sí es justo decir que Edgerton hizo una ópera prima con temas riesgosos -adelantarlos es revelar lo que la película dispone sabiamente- y que arma una incomodidad tensionante con amplia mayoría de recursos nobles y con tanta limpidez narrativa que casi se diluyen ciertos truquitos (algún sueño), o un final menos sutil que el resto de la película. Por su parte, el trío protagónico -el propio Edgerton más los siempre confiables Jason Bateman y Rebecca Hall- es de una perfección sobresaliente y sabe moverse en la frialdad que precede a las tormentas, en ese ambiente enrarecido que esta película comparte con Caché, de Michael Haneke.
Desde Berlín, una proeza del rodaje Victoria, de Sebastian Schipper, es una de esas proezas de rodaje que valen la aclaración: es una película filmada en un único plano, sin cortes, en tiempo real, en el fin de una noche en Berlín. El camarógrafo noruego Sturla Brandth Grøvlen fue reconocido con un Oso de Plata en la última Berlinale por su trabajo, además de aparecer primero en los créditos finales del film. Y no estamos ante un relato basado en la quietud o en simples conversaciones por las cuales los actores meramente hacen gala de su memoria: en más de dos horas pasan un montón de cosas, hay cambios de escenario, hay acción, hay persecuciones, hay planes y ejecuciones, incluso hay desesperación. Estamos ante un singular policial urbano. La primera mitad de la película se centra en conversaciones y en la construcción de confianza entre la protagonista -española que vive en Berlín- y el grupo de amigotes alemanes, especialmente con Sonne. Antes de ese encuentro vemos que Victoria está deseosa de conocer gente -hasta intenta invitar un trago al barman de la discoteca- y quizá por eso conecta y permanece con estos muchachos no del todo brillantes y termina involucrada en sus actos. Luego de un inicio más arenoso, que plantea sin apuro la deriva nocturna y los intentos de seducción, la película avanza cada vez con mayor vértigo de una noche de borrachera a fuertes tensiones, y asombra con el registro de crímenes en perpetuo movimiento, con picos en las explosiones de euforia y también en los peligros y las caídas en una ciudad de Berlín aprovechada con sabiduría (como lo supo hacer desde otro ángulo, desde una lógica narrativa muy distinta, Tom Tykwer en Corre, Lola, corre). Victoria es una película fascinante y, como ambicioso relato que no se detiene, puede llegar a ser también extenuante y flaquear en su verosimilitud, aunque el tipo de cansancio que genera se deriva de una experiencia cinematográficamente enriquecedora. No hay puntos que separen una secuencia de otra, aunque a veces podamos ver algunas comas en ciertas pausas sin sonido ambiente -aunque con música- que permiten cierto relax de nuestra energía y tensión espectatoriales. Victoria es una cabal película en movimiento, un recorrido agónico en una ciudad atrapante. Y la protagonista, Laia Costa, además, es de un carisma notable.
El nuevo film de Riddley Scott simplemente es uno de los mejores estrenos del año Sería sencillo decir que es una de las mejores películas del año, la mejor de Ridley Scott en décadas o incluso quizás hasta la mejor de toda su carrera como director. También se podría reflexionar acerca de cuánto mérito hay en el guión de Drew Goddard (el de The Cabin in the Woods). Pero lo que importa es que -sean de quien sean los méritos- estamos ante una de esas películas imperdibles, para ver en el mejor cine disponible. Estos son cinco de los muchos motivos: 1. Es la película del espacio que corrige los últimos films del espacio, como Gravedad e Interestelar. Si en Gravedad había planos imaginarios para sostener y estirar la tensión minimalista, aquí hay narración que confía en lo que sucede y en lo que podría suceder, pero no en las explicaciones de traumas o en alucinaciones. Si en Gravedad había metáforas en posiciones fetales, Misión rescate se ahorra todo eso, no necesita más que lo mucho que cuenta. Con respecto a Interestelar, bueno, si les gustó mucho esa película de Christopher Nolan, quizás Misión rescate no sea lo que están buscando. Interestelar y Misión rescate representan dos modelos de cine enormemente diferentes: una busca venderse mediante la aparente complejidad de su argumento y expulsa la acción, la otra apela al clasicismo en su exposición, en su lógica, en su tensión unificada. 2. También Matt Damon corrige su aparición en Interestelar. Lo que allí era una secuencia que se notaba injertada para generar un poco de tensión en un relato atascado, aquí es un protagónico inolvidable. Casi todo el tiempo en solitario, Damon demuestra, una vez más, que sabe actuar con los hombros, con media sonrisa, con una presencia de estrella clásica que se impone de forma evidente. 3. El elenco de Misión rescate está entre las mejores combinaciones posibles. Además de Damon y su humor caústico y su entereza ante los desafíos y las derrotas parciales, Jessica Chastain se luce una vez más con su mirada lúcida y acuosa. Y está Michael Peña, consagradísimo luego de Ant-Man, por si había dudas. Y Jeff Daniels, de estirpe extra clásica y capaz de soltar los diálogos más cortos con el mayor aplomo. Y Sean Bean en plan noble. Y Kristen Wiig, que demuestra que las mejores -los mejores- son siempre de base comediantes. Y está también Mackenzie Davis, estrella del futuro cercano. 4. La película exhibe -y demuestra- todo el tiempo un amor por la ciencia, por los viajes espaciales, por la pasión laboral que no sólo le permite unificarse en términos temáticos -un asunto central es la responsabilidad- sino que de esta forma brinda una emoción extra a la del operativo del rescate y la supervivencia. 5. Misión rescate -sí, era mejor traducir de forma fiel The Martian y dejarle "El marciano"- además, rescata enseñanzas tan simples como a veces olvidadas del arte grande del cine. Necesitamos que Matt Damon esté flaquísimo: ¿lo ponemos a dieta bestial o lo podemos solucionar con el montaje? La respuesta, como las otras que resuelven todo el proceso y progreso de esta película, es la mejor posible. Y está flotando en el espacio, el espacio del cine que más nos importa porque nos importan todos y cada uno de los personajes.
El estilo Gondry en su forma más vacua Basada en la novela homónima de Boris Vian, La espuma de los días es un exponente del estilo Gondry (Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, El Avispón Verde) en su forma más vacua. La historia del primero feliz y luego desafortunado amor de Colin y Chloé en París es relatada con exceso de adornos visuales y de esa imaginación escenográfica que tan renovadora fue en los fundamentales videoclips del director. Las ocurrencias, las supuestas gracias, las excentricidades, se acumulan sobre una base narrativa de una debilidad y una autoindulgencia muy evidentes. El resultado es una película tan artificial como decorativa, tan agotadora como fallida en su pretendida poética surreal. Los actores siguen la lógica y se suman a la propuesta con gestos ostensibles y de sutileza ausente: la mandíbula de Romain Duris y las pestañas de Audrey Tautou trabajan en demasía.