El regreso de Zhang Yimou A fines de los ochenta y principios de los noventa, para el público argentino -y para los festivales europeos-, el cineasta chino más reconocido era Zhang Yimou. Qiu Jiu, una mujer china y Esposas y concubinas tuvieron estrenos grandes, en salas de gran capacidad. Y también se estrenaron Judou y Sorgo rojo, tal era el furor por Yimou. Más tarde se estrenaron algunas otras de sus películas, pero ya Yimou no era el mismo, en parte porque su cine había perdido filo, en parte por su incursión en el mainstream de acción (Hero, La casa de las dagas voladoras) y, además, por la emergencia, a fin de siglo, del que aún hoy es el principal nombre del cine chino hacia el mundo, Jia Zhang-Ke, que renovó las formas y hasta puede afirmarse que hizo envejecer rápidamente las de Yimou. Yimou, junto a su actriz fetiche -y ex esposa- Gong Li, ha hecho del melodrama su lugar de pertenencia, de mayor frecuentación. Con Regreso a casa -un título que bien puede interpretarse como una referencia a su filmografía-, vuelve a convocar a Gong Li después de varios años y regresa al melodrama. Estamos ante una historia que incluye la represión y la persecución del Partido Comunista chino durante la Revolución Cultural, la delación político-familiar en pos de una promesa de ascenso artístico, y el peso de la propaganda y las estructuras represivas (hay, tal vez, algún eco módico de Doctor Zhivago, de David Lean). Pero ésa es la primera parte, el punto de partida -y, extrañamente, casi de llegada en términos resolutivos- para el posterior predominio del drama de reencuentro entre la pareja de Lu y Feng. Lu, preso durante años por algún "crimen ideológico", finalmente sale en libertad. La pérdida de la memoria y la búsqueda del reconocimiento -tópicos centrales en el melodrama- se convierten en los ejes de la mayor parte del metraje, en la que los rasgos menos atractivos -o que más han sido averiados por el tiempo, por los devenires del cine contemporáneo- del estilo de Yimou desgastan más la narrativa. En la insistencia en la reiteración argumental se hacen más trabajosos los énfasis interpretativos, algunos zooms y esas formas -que incluyen una utilización de la luz tal vez untuosa, pero de una perfección notable- un tanto envejecidas del director, que cuando cuenta con mayor velocidad y variedad, como en el primer tercio, recupera sus credenciales como narrador potente, como ese que impactó -o impactaba- a principios de la última década del siglo pasado.
Los 70 en modo fallido Se nos presentan actores y actrices que han sabido probar su eficacia en diversas películas, por ejemplo y especialmente María Canale en Abrir puertas y ventanas, y Germán de Silva en Las acacias y Los dueños. Y un director y guionista, Juan Baldana, que con su ópera prima Soy Huao había logrado no sólo interés temático, sino además una notable autenticidad. Poco y nada de eso transmite Los del suelo, una plúmbea propuesta de 110 minutos con escaso poder narrativo, con tensión que se busca, pero es siempre esquiva, con actuaciones desorientadas y diversas y constantes torpezas de puesta en escena (los dos partos, adocenados, recargados e inverosímiles, son ejemplos claros). Esos y otros defectos hacen que este relato sobre Remo e Irmina, pareja militante de las ligas agrarias del Chaco durante los 70, falle estrepitosamente. En medio de diálogos fatuos dichos con ese énfasis excesivo típico de la fluidez ausente y del armado defectuoso de los personajes, la pareja intenta escondida en la selva sobrevivir a la persecución militar. Hay una hija que se deja al cuidado de campesinos, luego hay otro hijo, hay decisiones difíciles, militares torvos, gente leal y discursos políticos pedestres y básicos. También hay una estructura no cronológica y una historia marco que intenta apuntar a la conciencia ecológica que tampoco benefician este infructuoso intento de ficción basada en hechos reales.
La vida, casi como una ficción Un documental de espionaje sobre un señor muy particular: Guillermo Gaede, o Bill, nacido en Lanús, con un padre defensor del nazismo. Bill vivió en Estados Unidos más de una vez y no siempre en libertad. Fue empleado de Entel, trabajó en tecnología informática y en espionaje industrial. Sus actos fueron tomados en cuenta para crear una ley en Estados Unidos. Pasó secretos de un lado a otro, del capitalismo al comunismo y viceversa. Sus compromisos con uno y otro bando se movían por una convicción que podía cambiar impulsado, por ejemplo, por una desilusión, como pasó cuando conoció el comunismo in situ. Es decir, no se trata de un fanático. Sí, en todo caso, de un apasionado que entiende la vida casi como una ficción, como una aventura desdramatizada. Porque, ya sea por su talante o por la construcción de este film, esta vida que parece una farsa increíble nos lleva a pensar que todo el mundo y su organización son farsas increíbles: es el poder que tienen las películas convencidas y convincentes. El Crazy Che tenía un riesgo de armado claro: la monotonía que acecha ante tamaña cantidad de información sobre intercambios de información. En ocasiones, en el segmento central, El Crazy Che puede llegar a empantanarse, pero no por lentitud, sino por su abrumadora riqueza argumental que pesa a veces en demasía. De todos modos, Iacouzzi y Chehebar, los directores -y montajistas, y guionistas, y productores-, aciertan en un planteo preocupado por la riqueza de recursos, como las entrevistas que no niegan el absurdo -la cuñada y el hermano aportan frases cortas que funcionan de forma cómica- y los audios y videos de archivo que trabajan sobre una realidad tan increíble que funcionan casi como efectos especiales, en términos de llevar esta historia a un estatuto casi fantástico. Las animaciones, en tanto, operan en el mismo sentido y agregan un relieve de cómic a esta historia sobre un señor (ingeniero, hacker, espía, etcétera) extraordinario que entierra cosas en los bosques de Ezeiza o camina por el centro de Fráncfort con la misma imperturbable actitud del que conoce la absurdidad del mundo y sabe enfrentarla con una mueca humorística y con la frase de Baroja: "El nacionalismo es una enfermedad que se cura viajando".
Autobiografía emocional Mark Ruffalo es un actor confiable, uno de esos fundamentales, que siempre dan lo mejor de sí, quizá porque posee el don o el secreto de la naturalidad aun en circunstancias difíciles, con personajes incluso bajo presión. Zoe Saldana tiene una gracia fotogénica insoslayable, y una sobriedad triste en su mirada y en sus expresiones que interactúan muy bien con Ruffalo. Las niñas actrices están ajustadísimas, con nada de actuación infantil, nada de esa sensación de querer mirar hacia afuera del cuadro para recibir instrucciones. La directora y guionista debutante Maya Forbes ofrece una historia autobiográfica sobre crecer en una familia de padre blanco y madre negra a fines de los 70 y principios de los 80, sobre la separación y la internación del padre, y sobre todo acerca del regreso del padre a hacerse cargo de las niñas en forma casi exclusiva mientras lucha con su condición de maníaco depresivo (el título original es un chiste-malentendido infantil a partir de la palabra bipolar). Las disputas familiares y las recaídas de Cameron (Ruffalo) son siempre matizadas por alguna salida sardónica, por componentes humorísticos y sobre todo por una ternura todoterreno que sobre el final hace sistema -podría decirse- emocional. El problema de esta película bien ambientada, bien musicalizada en sus dos líneas -composición para el film y canciones-, incluso ajustada en el timing de cada secuencia, es que su narrativa es tenue y dubitativa. Esas buenas secuencias, con diálogos certeros y afilados y con no poco sentido del humor, podrían ser muchas más o muchas menos, porque Sentimientos que curan tiene la lógica de un diario íntimo revisitado que no se juega por la lógica puramente episódica y desarticulada, pero tampoco da lugar a una narrativa sólida que pueda sostener con alguna clase de tensión o cohesión los diversos méritos desplegados.
Siempre tendremos París Como su título de estreno local explica, este film propone un fin de semana en París. Los viajeros son Nick y Meg, matrimonio de sexagenarios ingleses de Birmingham (Jim Broadbent y Lindsay Duncan, resplandecientes de sabiduría actoral). Esta comedia dramática con diversos componentes amargos, o este drama matrimonial con varios componentes luminosos, empieza directamente en medio del viaje, en el tren. El ritmo es veloz, a veces incluso precipitado. La cámara y la mirada emocional son cercanas a los personajes, a este matrimonio gastado por el tiempo: se suceden peleas, reconciliaciones, rodeos, retrocesos, heridas, alegrías, pero no están dispuestos de forma estanca, sino que se juegan a veces en una frase acertada o errada, en una mirada a tiempo o tardía, o en el éxito o fracaso de una cena. Del amor al odio en la inflexión de una palabra. De la euforia a sentimientos amargos en apenas instantes. Nos acercamos a Meg y Nick de forma no frontal, lo que se nos revela de su vida se hace desde ángulos no esquemáticos. En ese sentido, Un fin de semana en París nos mete en un torbellino emocional -que tiene la sabiduría de no negar el dolor- de forma vibrante, deseante, en movimiento. Con guión de Hanif Kureishi (Ropa limpia, negocios sucios, Intimidad), Un fin de semana en París es también una película generacional. Sobre quienes fueron jóvenes en los años sesenta y setenta, una generación objeto tal vez de demasiadas películas, entre ellas la plañidera Las invasiones bárbaras. Afortunadamente, Un fin de semana en París es sutilmente generacional, y lo es progresivamente en capas que se van sumando. Estamos ante un relato que nos lleva con seguridad hacia un tercio final con diversos riesgos que la película sortea más que airosa, incluso fortalecida, luego de una cena a la que se llega a partir de un reencuentro y la irrupción de un tercer protagonista (Jeff Goldblum magistral, como es habitual). Hay precipicios catárticos fuertes, y no hay huida ni caída. En ese punto el montaje, con una elipsis fundamental, revela la mano segura y la sapiencia narrativa del director Roger Michell (Un lugar llamado Notting Hill, Un despertar glorioso). El seleccionado de canciones de la película emociona y lanza conexiones significativas, hasta llegar a la cita directa de los gloriosos años sesenta de Jean-Luc Godard, estación Bande à part. Y en ese instante feliz, o ya antes, entendemos que Un fin de semana en París es también una evocación lúcida de la nouvelle vague, en las discusiones y los acercamientos románticos veloces, en la importancia de las calles de París y de sus mesas, en la rebeldía de mantenerse no solamente vivos, sino vitales.
Un cuerpo que es historia Pablo Agüero (Salamandra, 77 Doronship, Madres de los dioses) presenta, con Eva no duerme, una película singular, osada. Porque éste no es un film histórico. O no es sólo histórico. O, mejor, toma la historia como centro fantasmagórico. Más específicamente, el derrotero del cadáver de Eva Perón desde el masivo funeral, el embalsamador español Pero Ara, el robo, el traslado, las disputas y la desaparición del cuerpo, Aramburu, los Montoneros, Massera, la recuperación e imágenes de archivo de veneración, de bombardeos, de muertos, de multitudes, de Isabel y López Rega. Agüero abarca mucho: décadas de historia argentina, amores, odios, obsesiones, pasiones, locuras, fanatismos. En algunos momentos finales se pone por encima del material en términos enfáticos (algunas líneas de ese gran actor de cine que es Daniel Fanego), en otros del comienzo apuesta a una iluminación fantástica como la que había en el Gatica de Favio, y en el segmento del medio, el del traslado, juega a usar al francés Denis Lavant como el teniente coronel Carlos Eugenio Moori Koenig. No sólo a usarlo, sino sobre todo a aprovechar su presencia loca, un poco demoníaca, físicamente intrigante para sostener la confirmación de la fragmentación del relato: las órdenes militares sobre el operativo profanador y la extensa interacción con un soldado ponen un freno y dejan en claro que las formas narrativas no serán estables. Lavant, actor de Leos Carax, de Claire Denis, es lo más disonante de la película. Pero esa disonancia no es necesariamente un defecto, sino -de un modo paradójico- una continuidad fascinante: la película no hace sistema, o hace sistema frankensteiniano. Gael García Bernal como Massera enmarca este film de clima opresivo con más nocturnidad y más tinieblas, tal vez con demasiado regodeo en los textos, pero con una escenificación convencida. Eva no duerme es una película mutante, pero no una de estética dubitativa, y la solidez del trabajo sonoro y de la luz lo reafirman. En cada una de sus metamorfosis, incluso en el segmento lamentablemente más teatral, el del secuestro, se la nota convencida. Sus vaivenes y sus derivas quizá la conviertan en un objeto frágil, pero abierto: uno de esos que para acercarse a un mito -o a varios- prefieren desarmarse para dejar entrar lo inasible y también lo ominoso.
La abeja Maya, con exceso de explicaciones Ya conocemos a la centenaria La abeja Maya: creada por el escritor alemán Waldemar Bonsels a principios del siglo XX, tuvo una exitosa adaptación televisiva animada hecha en Japón en la década del 70 que llegó a América latina a principios de los años 80. Volvió en 2012 con otra serie animada, en esta ocasión de forma digital, y ahora llega la película de Maya adaptada al siglo XXI, una coproducción germano-australiana. Maya es una abeja pequeña, rebelde, preguntona, que quiere salir al mundo. Hay una reina bondadosa, una intriga palaciega, más insectos, miedos que no deberían serlo, una posibilidad de entendimiento y ayuda con el diferente que antes era temido, etcétera. La película tiene el exceso de explicación típico de un producto pensado para los más chicos entre los chicos, realizado por esa clase de grandes que no quieren dejar nada librado al azar. Por eso, el relato, más que infantil, se vuelve pueril, esquemático y en extremo previsible. De todos modos, el segmento inicial tiene velocidad y encanto, Maya es simpática y la animación es siempre colorida y eficiente.
Esplendor y degradación La nueva Bond empieza de forma esplendorosa. La secuencia antes de los glamorosos títulos es realmente impactante: en la procesión del Día de Muertos en México D.F., Bond va con una chica a un hotel, pero interrumpe los besos para una misión. Todo fluye, todo es trepidante, casi no hay diálogos, la arquitectura colonial y la gente disfrazada dan un marco atractivo a la acción que no necesita de base argumental. Un primer segmento de encanto puro, de diversión sin complejos, de buen uso de los delirantes recursos de producción. Pero Spectre no dura 15 minutos. Y lo que vemos a partir de ahí es una lenta degradación de ese principio que tantas ilusiones nos había provocado. Quedan todavía atractivos: la secuencia del palacio en Roma genera una gran tensión, y Léa Seydoux parece haber nacido para atraer miradas en este tipo de propuestas que incluyen el mejor vestuario posible en las condiciones más inverosímiles. Daniel Craig probablemente sea el Bond que mejor calza un traje, y su controlada gracia para los movimientos es poesía pura. Este Bond rubio maneja el humor deadpan, casi sin gestos, imperturbable, seco como pocos, pero, a diferencia del impar Pierce Brosnan, no es especialmente hábil para diálogos más extensos y afilados. La propia película, en general, no acierta demasiado en los diálogos: se vuelven fallidos (muchos remates cómicos en palabras), ridículos en su solemnidad ("tener licencia para matar es también tener licencia para no matar") y cada vez más explicativos. Una película Bond sin un villano fuerte tiene un techo bajo. En este caso el malo interpretado por Christoph Waltz -con una excusa familiar detrás indigna de la serie- es muy insatisfactorio: porque no es más grande que la vida, porque Waltz ya ha abusado y agotado su "interpretación resbaladiza" y porque cada situación en la que aparece es más inaceptable que la anterior. Es difícil soslayar la torpeza de este malo y su falta de eficacia, sobre todo cuando se lo ha presentado como letal e implacable. Con cada secuencia con el villano, la película se va desdibujando, y la falta de coherencia deja la sensación de estiramiento. Una vez más, la serie Bond prueba que no debería ir contra su naturaleza: no debería buscar consistencia en una trama que le es muy difícil de desplegar, sino en secuencias que puedan funcionar de forma independiente, puro episodio. Apuntar el argumento de una de 007 tiene escaso sentido, y entrar en detalles acerca de este combate contra "una organización siniestra" revelaría información que es bueno descubrir en la primera mitad, la que todavía mantiene el misterio mientras se suceden las persecuciones. Por otro lado sería no entender el juego burbujeante y pretendidamente sofisticado de la serie, esa gran fantochada de deleite visual y sonoro que esta película brinda sólo a medias, sobre todo gracias a los aportes de México con sus esqueletos, de Francia con Léa Seydoux y del Reino Unido con Daniel Craig y el poder y la belleza de Londres.
Storytelling Desde que empecé a escribir para Hipercrítico numeré los textos. No hice eso con otros medios. Pero aquí siempre los numeré. Claro, el número no se ve acá, pero está en el nombre del archivo que envío (o comparto, porque ahora Google Drive). En fin, que esta es la columna número 300. Hace un tiempo pensaba en hacer alguna especie de balance por el número redondo. Pero justo cayó el 300 para la semana del estreno de Puente de espías, de Steven Spielberg. Desde febrero de 2013, es decir 32 meses, que no teníamos un estreno del señor Spielberg. Desde su Lincoln, que era una gran película. Y Puente de espías es aún mejor. La nueva de Spielberg es una de esas maravillas que nos ubican de inmediato: nos gusta el cine en gran parte porque existen estas películas, porque existen relatos con esta tersura, con esta fluidez, con esta mano maestra. Porque mientras vemos Puente de espías sentimos que narrar historias en cine puede hacerse con esta aparente sencillez, con esta contundencia, con la potencia y brevedad del término storytelling en inglés. Storytelling: una sola palabra, de sentido contundente, con la fuerza de la unión de sus componentes. Tres palabras para el sentido en castellano: narración de historias. Spielberg narra, cuenta: la historia progresa, y la historia del mundo, la opresión totalitaria, opera sobre los personajes. La Guerra Fría, la U.R.S.S., los espías, el miedo ante el comunismo, el delirante muro de Berlín, la RDA, etc. Y un hombre que decide hacer lo correcto. Una película de resistencia política, una resistencia que se liga con la responsabilidad, con el rechazo del cinismo y la conveniencia, con la claridad necesaria para saber que lo mayoritario no es necesariamente lo mismo que lo justo, lo legal, lo que se ajusta a las reglas que definen las bases de un país. El abogado James B. Donovan sufre por hacer lo correcto, y se aguanta el sufrimiento, y sigue, y persevera. Y la posibilidad de que al final la realidad se defina a su favor es nuestra esperanza; pero él no lo hace por eso, no puede saber el resultado. Lo hace porque es lo que debe hacer. Puente de espías es una película sobre las decisiones que nos constituyen. Un no, un sí. Una manera de plantarse aunque se pierdan amistades, relaciones, aunque haya más por perder que por ganar. El qué es el cómo para Puente de espías. Lo es siempre para los directores cabales. Spielberg, narrador consumado, siempre lo supo. Otra cosa distinta son las ideas que se derivan de las acciones de los personajes, de sus objetivos. Lincoln era una película más enredada políticamente, su tesis era más sucia, más llena de barro: importaba más el objetivo, importaba menos tanto cómo se llegaba a él. De alguna manera, Puente de espías es una respuesta a Lincoln, una opción distinta, una película que exhibe un camino que algunos verán como inocente, o maniqueo, o “demasiado” altruista. En el cambio de protagonista, de Daniel Day-Lewis a Tom Hanks, en su naturaleza actoral, en la mayor oscuridad del primero y la honestidad que irradia el segundo, se profundizan también las diferencias. Spielberg, una de las mayores inteligencias que ha dado el cine, cuenta. Pone el storytelling por delante. Decide no bombardear la esperanza, la perseverancia de su protagonista. Sigue, cuenta, dispone los elementos para que todo fluya, para que siempre tengamos ganas de saber qué pasó después. Hace una película de juicio, una de negociación, y muchas otras. No debemos ni queremos contar el argumento. Podemos maravillarnos por la reconstrucción de Berlín dividida. Sabemos cómo terminó ese muro que entonces empezaba, y podemos mirar al pasado con la tranquilidad de conocer el fin. Spielberg construye, cincela sus personajes, los define una y otra vez desde diferentes ángulos, diferentes luces. Cuando llegamos al final del camino por un lado queremos que siga el storytelling y por otro nos damos cuenta de que cuando se haga finalmente público el resultado de la perseverancia y de hacer lo correcto, no quedará más remedio que emocionarnos. Spielberg ha hecho otra obra maestra sobre el hombre americano -como La guerra de los mundos-, una película que presenta sus ideas sin que se noten, con su integración a una narración, a un storytelling que demuestra, una vez más, la sabiduría del director para entretenernos mientras nos cuenta el mundo, su mundo, uno en el que -justamente- la RDA no es un ideal de libertad.
Para divertirse y asustarse bien Antes de que empiece la aventura fantástica en la que los héroes -y todo el pueblo de Madison, Delaware- se ven asediados por una multitud de monstruos de pesadilla que emergen de los libros con historias imaginadas por un escritor ermitaño, Escalofríos ha mostrado ya sus credenciales, sus fundamentos, su programa: personajes que se presentan a gran velocidad, sostenidos por diálogos y pequeñas situaciones certeras, que arman una propuesta de gran acento narrativo. Salvando las distancias, Escalofríos sigue la tradición "spielberguiana" de los ochenta; es justo apuntarlo cuando se estrena el mismo día que Puente de espías. Humor, rapidez, lucidez para saber la tradición que se defiende: por gracia y por respeto a la fascinación por el susto y la aventura, estamos aquí más cerca de Los Goonies que de Harry Potter. (Se aclara que esta crítica se hace a partir de la versión en inglés subtitulada, no se ponen las manos en el fuego por la continuidad de la gracia, la fluidez y el brillo de la propuesta luego de la intervención del doblaje.) El adolescente Dylan llega al pueblo desde Nueva York, acompañando a su madre, que se muda allí por una oportunidad laboral (y para huir del peso de su reciente viudez). En la casa de al lado hay una chica hermosa que vive con su padre, que intenta espantar a cualquiera que se acerque a ellos. Se trata de un escritor, de gran éxito, de libros infanto-juveniles llamado R. L. Stine, personaje basado en el homónimo escritor real, de gran éxito, de libros de susto infanto-juveniles. Stine, nacido en 1943, es considerado algo así como un Stephen King de temas infantiles, con tratamientos menos macabros, y de esa conexión surge también un chiste. Película de sabiduría tan modesta como permanente, Escalofríos narra con regocijo una noche de aventuras en la que hay que escapar y también combatir monstruos diversos y abundantes: gnomos enardecidos, un muñeco de ventrílocuo, una mantis gigantesca, zombies y un largo y colorido etcétera. El timing de la edición, los diálogos que huyen de la profundización temática y emocional y la convicción de que los chicos sólo quieren divertirse -y asustarse un poco- dan forma a la primera muy buena película dirigida por Rob Letterman (El espantatiburones, Los viajes de Gulliver, Monstruos vs. Aliens). Escalofríos sabe que, tanto o más que la acción y la aventura, es importante que cada querible personaje tenga la oportunidad de moverse y divertirnos -en su noble acepción de distraernos- entre los chistes y los sustos.