Terror ante la pequeña pantalla Una película, una pantalla de una computadora. Eliminar amigo plantea un desafío, un encierro, y sale airosa, hasta victoriosa. El relato se ubica en los ojos de Blaire -la extremadamente fotogénica Shelley Hennig-, una chica que juega a seducirse con su novio Mitch vía Skype, pero antes de eso estaba viendo las imágenes del suicidio de Laura Barns, que están online. Un suicidio inducido por un humillante video subido a la red y sus consecuencias. Luego aparecen en el Skype amigos de la pareja, y entre ellos se cuela alguien no invitado. Y habrá actividad, tal vez sobrenatural (de hecho otro título de esta película fue Cybernatural), desde la cuenta de Facebook de la muerta. Eliminar amigo tiene una primera parte tensionante y exacta, en la que la dosificación de situaciones reconocibles ante una pantalla construye un suspenso neta y exasperantemente contemporáneo, al exprimir y aprovechar para el lado macabro lo que se nos ha hecho trivial en nuestras vidas cotidianas: una espera al bajar una foto, una falla en la conexión, la decisión de mandar o no una respuesta, la ansiedad mientras se aguarda un mensaje. El paisaje de ventanas abiertas, de amigos que entran y salen del videochat, de las múltiples aplicaciones constituye un muestrario de las variantes contemporáneas de la comunicación y de los vaivenes entre lo público y lo privado a partir de dispositivos conectados. Y ese es el paisaje de la película, tan aparentemente anárquico como extremadamente familiar para todos aquellos que trabajen y/o socialicen principalmente desde una computadora. Eliminar amigo -producción estadounidense, pero con director georgiano y con presentación y sello del kazajo Timur Bekmambetov- empieza a perder algo de brillo a partir de la primera muerte, pero de todos modos llega con mucha solidez y potencia a un final que no se estira en absoluto. El año pasado también Open Windows, de Nacho Vigalondo, con Elijah Wood y Sasha Grey, intentó sostener la mirada en una pantalla de computadora, pero de forma más fallida y con menos potencia y claridad. Seguramente en el futuro habrá más películas con propuestas similares que gastarán el recurso, como ha pasado históricamente con un montón de conexiones del cine con el mundo contemporáneo que supieron ser novedosas. Pero, por ahora, Eliminar amigo comprueba una vez más lo fructífera que puede ser esa conexión cuando se procede con convicción y concisión.
Soledades Las dos películas están en cartel. Una es una de las mejores del año, tal vez la mejor de las estrenadas hasta hoy. La otra es una de las mejores películas argentinas del año, que compite con otras cuatro o cinco por el primer lugar (no considero El acto en cuestión de Alejandro Agresti porque es de producción 1993). Misión rescate de Ridley Scott y Mi amiga del parque de Ana Katz están ambas en los cines y forman un ultra recomendable doble programa. Si hasta los títulos de ambas empiezan con las mismas dos letras y están casi seguidas en la cartelera ordenada alfabéticamente (separadas apenas por la infame Minions). Conecta a estas películas, además, la soledad de sus protagonistas. La soledad del astronauta Mark Watney (Matt Damon) es obligada: está solo en Marte, territorio desconocido. Sin embargo, Mark sabe cómo moverse, y convierte el territorio en conocido, o al menos manejable, mediante su capacidad de mapear. Y sabe cómo moverse no solamente porque el actor que lo interpreta es Matt Damon -podría haber sido muy difícil creer en este personaje con un actor físicamente más dubitativo- sino porque el señor Watney es científico. Y sabe. Y aplica lo que sabe. Y prueba y aprende de sus errores. Con una determinación heroica, con una entereza y una resiliencia imbatibles, Mark Watney está convencido de lo que tiene que hacer. Se hace fuerte desde la soledad del que sobrevive pese a todo, del que aprovecha con denuedo lo poco que tiene a su alrededor. La soledad la combate con el saber, con el amor al saber, y se sostiene cinematográficamente mediante una narrativa de brío notable, con una cantidad feliz de diálogos memorables y actores aptos para el cometido. Además, Misión rescate es, como lo era Fantasmas de Marte -otra maravillosa película que transcurría en el planeta rojo- un western. La magistral película de John Carpenter era western desde el inicio, con el tren como motor y el malo-bueno en el calabozo, que había que sacar para pelear. Y con la guerra por el territorio como norte, o como oeste. Misión rescate -cuánto mejor era como título el fiel “El marciano”- es un western desde los paisajes y la dureza del ambiente, y otro tipo de western: uno de supervivencia del individuo que está solo y espera. Un western mucho más moderno porque en este caso el hombre no tiene que probar su valía, la posee desde el inicio. El hombre, al revés de lo que postulaba Bazin para el género, está -en este caso- completo. Y la que tiene que “redimirse”, completarse, probarse, es la mujer (la comandante). Una inversión de características que se hace desde un conocimiento aplastante sobre las leyes de los géneros, la narrativa, el montaje, la musicalización y cuanto elemento de uso cinematográfico se nos ocurra. Con Misión rescate, Drew Goddard -el mismo de The Cabin in the Woods, aquí guionista- confirma que es uno de los nombres clave del cine actual. En Mi amiga del parque Liz (Julieta Zylberberg) está sola porque tiene a su marido de viaje laboral en territorio climáticamente hostil. No está sola en realidad: está con su bebé Nicanor. Y esta realidad duplica la soledad. Porque su pequeña y constante compañía la abruma y refuerza que “está sola”. Las necesidades de su hijo la desbordan. Necesita reconstruirse pero no tiene tiempo, no tiene espacio. Esa reconstrucción no tiene lugar. Liz no puede obtener su fortaleza como individuo: su cuerpo hace poco se dividió en dos. Tiene un cúmulo de neurosis post parto y de madre en extremo primeriza que es una bomba de tiempo, una bomba emocional. En el afuera puede haber una solución, un alivio o -al menos- más gente. La película comienza en un territorio, un parque, que -suponemos- permanece igual a como era antes del nacimiento de Nicanor. Pero ese parque se recorre, se mapea de otra manera, porque la compañía ahora se busca por similitud: otras madres, otros padres acompañados de bebés. Entre ellos, aunque un poco al margen, está Rosa (Ana Katz), un torbellino distinto que entra de forma intrépida en la vida de Liz. Una presencia extemporánea que repele y seduce, y luego seduce y repele, a Liz: una compañera conflictiva. La película de Ana Katz se enrarece, y la directora vuelve a hacer una comedia dramática que se pinta de negro, como sus películas anteriores, todas personales, todas recomendables, todas incómodas: El juego de la silla, Una novia errante, Los Marziano (tal vez la menos negra, Una novia errante, haya sido la menos lograda). Mi amiga del parque es una comedia de una tensión inusual, que vibra en su inestabilidad. El saber del que hace gala Mark Watney, y que aplica con éxito en Misión rescate, está aquí desarmado, y los caminos de la solución a la soledad de Liz son erráticos. Los personajes de Misión rescate se preguntan una y otra vez cómo lograr sus objetivos, proceden con convicción y el mundo les responde de formas distintas pero esperables (los fracasos son, también, probabilísticos). En Mi amiga del parque lo aparentemente confiable y experto -la niñera- pueden llegar a no funcionar en absoluto para Liz. Y lo equívoco, lo caótico y lo dudoso pueden -luego de vueltas y recovecos- terminar siendo, tal vez, curativos. Ambas películas construyen con aplomo sus suspensos, y los centran sabiamente en sus protagonistas. Queremos que Mark Watney y Liz sobrevivan lo mejor posible a sus desafíos. Es cierto, Mark es mucho más fácil de querer que Liz. Pero una es una película sobre un protagonista frontal que parece carecer de componentes neuróticos y la otra sobre un imán para todo temor y temblor que haya dando vueltas. Para terminar, sugiero un orden para este doble programa: primero vean Mi amiga del parque y luego Misión rescate. El orden es una sugerencia. Pero la recomendación de verlas se parece un poco más a una orden.
Documental sobre Silo, el líder humanista Documental biográfico sobre el mendocino Mario Luis Rodríguez Cobos (1938-2010), más conocido como Silo, fundador del Movimiento Humanista. Su historia familiar y su afición temprana por el deporte se cuentan de forma concisa, para dar paso a una exploración sobre sus declaraciones, sus ideas y sobre todo su prédica entre sus seguidores. Entrevistas y otros materiales de archivo se combinan con declaraciones actuales, con un montaje y una musicalización que buscan dinamismo. Con el paso de los minutos, sin embargo, se revela la forma escasamente cinematográfica de la propuesta, evidente en la excesiva musicalización y la ausencia de una mirada que vaya más allá de lo informativo-didáctico. El punto de vista dominante es celebratorio, de admiración (se escuchan cosas como que a Silo "le resultaba muy interesante el tema de la muerte"). A la vez, el documental no desarrolla las contradicciones alrededor de la figura del biografiado y así pierde otras potenciales riquezas.
Película veloz con espíritu clase B Tarsem Singh (La celda, la deliciosa Espejito, espejito) no es un director sutil, más bien se nota su frecuente trazo grueso, hasta cochambroso. Sin embargo es uno de esos que pone la narrativa como norte. Cumple con sus antecedentes en este relato sobre un millonario (Ben Kingsley) que está por morir y al que se le ofrece la vida eterna en un nuevo cuerpo (Ryan Reynolds). Luego del "pase" y del momento en que el "locatario viejo" disfruta del cuerpo joven se desatan los problemas, los recuerdos extraños y las revelaciones que ponen en juego dilemas morales fuertes. Inmortal mezcla ciencia ficción, melodrama y secuencias de acción un tanto estiradas. Singh no tiene miedo al ridículo: lo bordea, lo mira de frente, lo abraza. Y en esa relación cercana genera una película veloz de espíritu clase B, liviana a pesar de sus temas enormes.
La tierra de Oz vista desde México La tierra de Oz ha dado varias películas, y así como no hay lugar como el hogar, no hay nada mejor sobre esta tierra fantástica que la película de 1939, dirigida por Victor Fleming y por los no acreditados y protagonizada por Judy Garland. Esta versión de animación digital, de producción mexicana y venta global tiene como mayor atractivo algunos chistes disparados por la bruja Eveline y cierto decoro en la calidad de la animación. Lamentablemente, poco más es rescatable en este relato sin canciones: tenemos a Ozzy, un pequeño mono volador, hijo del guerrero Goliat, del ejército de monos voladores esbirros de la bruja. Tenemos a la bruja, que busca todo el poder y quiere sumir a Oz otra vez en el desastre. Y tenemos al León, al Espantapájaros y al Hombre de hojalata (los "guardianes" del título). Hay peleas, búsquedas de objetos, vuelos en escoba, golpes. Hay también una pequeña bruja y está el dilema de a quién servir, y las diferencias entre lo malo y lo bueno a las que se enfrentan los protagonistas más jóvenes al crecer. Pero la falta de cohesión de la narrativa es clamorosa: la película parece estar armada con meras conjunciones no del todo causales de secuencias: no hay integración mayor, no hay necesariedad en la concatenación de acciones. Así, lo infantil se convierte en pueril, en fútil y trivial, y nunca se logra el mínimo ritmo para que nazca algo parecido a la gracia o algún tipo de fascinación. En la producción, el diseño de personajes y el desarrollo del guión estuvo involucrado Jorge R. Gutiérrez, director de El libro de la vida. Pero las diferencias de calidad, vitalidad y atractivos entre esa película y estos Guardianes de Oz son tan grandes como evidentes.
Amenaza de tedio Relato de terror de casa embrujada, de búsqueda de conexión con espíritus por parte de unos jóvenes y también relato de pesquisa policial. Se cuenta en dos tiempos que se van intercalando: el de los anodinos muchachos en la casa y el de la llegada de los investigadores policiales con parte del desastre sangriento consumado. Sobre el final las dos líneas convergen, y al menos se siente que la narrativa avanza un poco. Hay alguna revelación, hay -otra vez- registro con cámaras diegéticas, asuntos sobrenaturales, golpes de efecto con modos industriales nada sofisticados y una promesa de secuela. Y hay también una constante amenaza de tedio que se concreta con seguridad si uno vio aunque sea un puñado de películas de terror en los últimos años. Está Maria Bello -que supo trabajar con Cronenberg- con una actuación desganada, aunque sigue siendo fotogénica e intensa. Uno de los productores es James Wan, director de El juego del miedo, La noche del demonio, Rápidos y furiosos 7, y la notable El conjuro. Pero a diferencia de gente como Steven Spielberg, el sello de Wan como productor no es necesariamente sinónimo de calidad e interés.
Retrato del escritor como elegía Apenas superada la mitad de 327 cuadernos, la voz de Ricardo Piglia, en tercera persona, habla de un momento aparentemente trivial, pero que se le quedó fijado. Ocurrió en un viaje, el viaje clave, la mudanza de Adrogué a Mar del Plata en 1957. Y define así ese tipo de momentos: "Son como esquirlas, flashes, luminosos, perfectos, sin ilación, así habría que escribir, pienso a veces". Acto seguido, en paso de montaje directo, un extraordinario fragmento de archivo con Roberto Guevara de la Serna, hermano de Ernesto Che, ante un viaje urgente a Bolivia con los resultados históricos que ya conocemos. Andrés Di Tella, desde la voz de Piglia, refrenda la inserción, apuntala su modo de trabajo, en línea con buena parte de su filmografía: el ensayo enjundioso con frecuentes hallazgos en modo de reflexión, de iluminación (auto)biográfica y/o histórica. 327 cuadernos parte desde otra mudanza de Piglia, más cercana: luego de muchos años regresa de Princeton a Buenos Aires. El escritor tiene el propósito de revisar sus diarios, sus cuadernos, sus registros de décadas. Íntimos e intimidantes, los cuadernos suman la cantidad que da título a la película y están dispuestos en 40 cajas. Allí se encuentra la vida del escritor desde cuando todavía no era tal -o lo era en potencia-, su vida personal y su historia argentina conectadas. Esa conexión es enfatizada por Di Tella con una selección notable de imágenes, tanto las de archivo como las nuevas, generadas desde y en la búsqueda de climas, en diversos sentidos del término. Mientras transcurre el rodaje, Piglia enferma, y 327 cuadernos se descentra aún más, con imposibilidades, con otros rodeos. Y el tono elegíaco y la relación entre vida, literatura e historia se refuerzan con una decisión fundamental: en la musicalización del film se hace cada vez más dominante la sonata D.959 de Franz Schubert, la misma que se utilizó en El desencanto, de Jaime Chávarri, la también elegíaca historia de los Panero, una familia atravesada fuertemente por la literatura y también por la historia de su país. El piano de la sonata liga de forma explícita una película con otra. En una escala menor, con mayor lentitud y menos salvajismo emocional para la disección de vidas, 327 cuadernos dispone -sobre todo cuando Piglia lanza idea destiladas y concentradas sobre la literatura, o en alguna escasa confesión comparativa con otros derroteros vitales- unos cuantos méritos para sostener la osadía de remitir a El desencanto, una de las películas más extraordinarias de la historia del cine.
Gran retrato de una mujer madura Es Gloria, cincuenta y largos, divorciada hace tiempo, con hijos grandes, trabaja, sale, tiene amigos, hace diversas actividades. Conoce a Rodolfo e inician una relación, que tiene sus complicaciones. Con este esqueleto argumental -como con cualquier otro- pueden hacerse desde desastres hasta películas que permanezcan, de esas que a 30 meses de su estreno mundial (en competencia oficial en Berlín) produzcan deseos, anhelos de volver a verlas. Y volver a ver Gloria es reencontrarse con Gloria, porque esta es una película-retrato de un personaje en un momento de su vida, en tiempos de decisiones, de nuevas oportunidades, de posibilidades y de crisis. Es decir, en un tiempo vital parecido a tantos otros. La película de Sebastián Lelio (La sagrada familia, entre otras) y guionada por él y por el ahora ex crítico Gonzalo Maza basa su encanto nada condescendiente en diversos pilares. Uno es la cercanía con el personaje, que se siente pensado, trabajado, vivido con proximidad (Lelio ha declarado que Gloria se inspira en su propia madre y su generación). Otro es el respeto por el punto de vista, y no solamente en términos de organización narrativa: Gloria se para en Gloria y, además, ve el mundo desde su óptica, y para esto el realizador sabe que no necesita de subjetivas, sino de empatía y atención a los detalles. Un tercer pilar es la honestidad: cuando hay enojo hay enojo, cuando hay contradicción no se disimula, y la indecisión y la espera se ponen en escena sin énfasis y sin apuro, y cuando hay sexo hay sexo, y también desnudos. Es, claro, insoslayable la inmensa actuación de Paulina García -ganadora como mejor actriz en la Berlinale-, una performance seca y contenida para crear un personaje endurecido en la superficie, pero que cuando deja pasar algo de emoción pega realmente fuerte: toda explosión en Gloria es muy significativa. Si a todo esto le sumamos una clara conciencia de los recursos simbólicos -el autorreconocimiento de Gloria, la mirada hacia sí misma de la que no se abusa, el un tanto más obvio sentido del esqueleto de juguete- y de la historia del cine -las películas de mujeres fuertes de los setenta, la cita giratoria a Los 400 golpes- no hay dudas de que estamos ante una de las películas chilenas más destacadas de este prolífico siglo XXI trasandino. Por último sería injusto no destacar una utilización de la música no muy frecuente en el cine latinoamericano: las múltiples canciones interactúan con el personaje, pero no se le imponen. Para Gloria, y para todos nosotros, las canciones no son sólo canciones, sino además las respuestas y los momentos con ellas.
Pura diversión y ternura, sin una palabra Después de dos largometrajes magistrales como Pollitos en fuga (2000) y Wallace y Gromit - La batalla de los vegetales (2005), las siguientes películas de Aardman Animation no habían logrado llegar a esas cimas: ni Lo que el agua se llevó ni Operación regalo ni ¡Piratas! Una loca aventura transmitían esa consistencia, esa alegría animada (la que más lo hacía era Lo que el agua se llevó). En mayor o menor medida, las tres evidenciaban un estancamiento, cierto facilismo y apego a fórmulas ajenas. Para peor ofrecían más animación digital y menos stop-motion. Si bien el personaje de Shaun ya aparecía en el corto ganador del Oscar Wallace & Gromit: Una afeitada al ras (A Close Shave, 1995), la serie protagonizada por la oveja en cuestión fue creada en 2007 por el fundamental Nick Park, director de ese y otros cortos de Wallace & Gromit y también de Pollitos en fuga y La batalla de los vegetales. La llegada de la película de Shaun el cordero pone otra vez a Aardman en su noble camino, disfrutable y encantador, en el cine. Aardman vuelve a invitarnos a un mundo que logra ser mullido a pesar de estar hecho de arcilla: estamos otra vez en la plenitud física del stop-motion, en sus dimensiones palpables, en su atractivo espacial. Shaun quiere un día libre y las cosas no salen tal como fueron planeadas. Y junto al granjero, el perro Bitzer y el resto de las ovejas terminarán en la ciudad. El film va encadenando de una manera tan artesanal, tan cariñosa, tan sólida las peripecias que no es justo contar más detalles argumentales. Los directores y guionistas Burton y Starzak no se ven afectados por llevar el mundo de Shaun de una serie a un largometraje. Hay coherencia y, sobre todo, hay cohesión: hay unidad en la acción, en la lógica, en el humor. Y el humor recupera lo mejor de Aardman: esa capacidad para hacer chistes principales y secundarios, en segundo plano o incluso en una esquina del encuadre. Porque aquí todo en la imagen es aprovechable, es una delicia, es una posibilidad de regocijo. El diseño de las calles, del campo, de cada criatura (ese perro dientudo), las referencias al mundo actual (el teléfono que no carga la foto, uno de esos chistes brevísimos), todo aporta brillo a esta aventura con humor que sabe que un cuento eficaz depende menos del frenesí que de la gracia y del ritmo. Ah, y todo esto sin necesidad de diálogos, con notoria capacidad para la progresión narrativa y para aprovechar cada gesto moldeado por las manos de animadores asombrosos. Las perspectivas para el futuro del cine y del mundo serían mucho mejores si el gran éxito animado del año hubiera sido Shaun -ya estrenada en decenas de países- y no los Minions.
Juego de máscaras en un solo plano Esta película, ganadora de la competencia Argentina en el Festival de Mar del Plata 2013, se sostiene con singular eficacia sobre un único plano fijo, sin cortes. Quienes recuerden La tarea, del mexicano Jaime Humberto Hermosillo, de 1991, sentirán un aire familiar y, de hecho, en La utilidad de un revistero se cita explícitamente esa película al tapar la cámara con un abrigo. De todos modos, en esa película mexicana había más planos en principio, varios hasta que se establecía el punto de mira, y aun después (aunque disimulados): no había manera, por el rodaje en fílmico, de sostener una película entera en un único plano secuencia en términos de rodaje. Por otro lado, la presencia de la cámara era parte crucial de la narrativa de La tarea. El eje de La utilidad de un revistero no tiene que ver con una cámara oculta y su suspenso, sino con un encuadre fijo como punto de partida y límite visual (que no sonoro, en una película que maneja este tema con sutilezas diversas que no conviene develar, y cuyo director es un experimentado sonidista). Asistimos a un encuentro de trabajo en una casa particular que deriva en charlas diversas. La mujer más sabia y la más joven: una escenógrafa teatral experimentada y una aspirante a colaboradora piensan detalles para una adaptación de Caperucita roja, pero también y, sobre todo, se conocen, se miden. La mayor lanza dardos iniciales sutiles, pero firmes, y luego se suelta más hasta llegar a la lección sobre sexo oral que constituye el segmento más vibrante, más fluido en términos de acción del relato. Yanina Gruden, como la joven aspirante, y María Ucedo, en el papel de la sabia escenógrafa Yanina Gruden, como la joven aspirante, y María Ucedo, en el papel de la sabia escenógrafa. Pero, más allá de esos atractivos más inmediatos, las casi dos horas de La utilidad de un revistero se sostienen con otros recursos: cada segmento de la conversación tiene su propia tensión, su propósito claro, e incluso los momentos de deriva o banales están escritos con gracia y con conciencia del lenguaje y de las referencias contextuales. A su modo, La utilidad de un revistero es una comedia de máscaras que se activan en los tanteos, en las diferencias, en los consejos y en las correcciones que desfilan sutilmente por sólo dos actrices. Y, en el caso de María Ucedo especialmente, con un magnetismo actoral, una confianza y una autoridad en la voz que dan la sensación de que podrían sostener una apuesta aun más radical que el único plano tal vez arduo para un público no entrenado, pero difícilmente tedioso de La utilidad de un revistero.