Atrapada en el tiempo El director de las estimulantes El cubo y Splice, el canadiense Vincenzo Natali, vuelve a encerrarse -como en la primera película- para contar una historia de personajes encerrados. En este caso, encerrados en el tiempo y en el espacio, en una casa y en un día, por lo menos en un principio, en el que se extraen varios recursos de Hechizo del tiempo: una adolescente es consciente de vivir un día a repetición, mientras el resto de su familia no se da cuenta. Luego, el film revisita Los otros, de Alejandro Amenábar. Aunque demasiado directas, son nobles influencias que se van desgastando con más encierro, más tiempos involucrados y unos cuantos sustos mediante recursos no demasiado elaborados. Debería ganar algún premio a la sobriedad en el cine de terror Abigail Breslin (Pequeña Miss Sunshine, Zombieland), una admirable joven actriz en el centro de una película que se diluye al estirar sus planteos y abusar de revelaciones macabras que se vuelven mecánicas.
Un drama eterno en version espectacular y grandilocuente En un legendario artículo de demolición sarcástica, el crítico uruguayo Homero Alsina Thevenet citaba palabras de Cecil B. DeMille: "No conozco un drama mayor que la historia de Moisés. Piensen en él; un niño condenado a morir y puesto a la deriva en un canasto. Es encontrado por la hija del mismo rey que lo había condenado. Lo lleva al palacio, donde es educado como un noble de la corte. Entonces, él descubre que no tiene sangre real. ¿Cómo se siente? ¿Qué hace? Aquí están todos los elementos de un drama magnífico". Ese es el punto de partida de las dos versiones de DeMille de Los diez mandamientos y de Éxodo: dioses y reyes, de Ridley Scott. Alsina Thevenet se burlaba de DeMille desde diversos ángulos, como éste: "Para revelar este suspenso brutal, que estaba resuelto hace 3200 años?". Claro, la historia de Moisés y el éxodo ya la sabemos. Lo que importa, como siempre, es el cómo. Entonces, ¿cómo procede hoy Scott? Con esa confianza que le da haber viajado con su cine tantas veces al pasado (y al futuro): puede pasar del diálogo intimista a una secuencia de batalla a viajes por el desierto y a casi cualquier tipo de situación, y siempre apostará por la intensidad, la grandilocuencia y la inteligibilidad. Estas decisiones generan que las secuencias de acción sean espectaculares y claras, incluso muy potentes, pero también que cada diálogo que no necesite mayor movimiento quede aplastado por el peso atronador de su idea elefantiásica del cine: la parafernalia de la gran producción se cuela incluso en las habitaciones de los habitantes de Éxodo... y hasta en sus diálogos más íntimos. Todo tiene que estar grabado en bronce, solidificado. Así, es lógico que se pase de la fascinación por la batalla inicial al humor seguramente involuntario de John Turturro como faraón en cada frase-sentencia, y del asombro ante la perfección digital al asombro ante los diversos trazos gruesos de muchas situaciones tanto divinas como terrenales. Entre todo este movimiento, los actores a veces juegan el juego y a veces se pasan de seriedad en esta película de gran traqueteo: se pone seria, solemne, espectacular, andrajosa, lujosa y dorada, ridícula en el paso del tiempo para algunos y se vuelve cruel (claro, esto es el Antiguo Testamento) y también musculosa con Bale y Edgerton. Scott hace una superproducción oscilante y un poco atolondrada, con menos cohesión que su propio Gladiador, aunque con mayores atractivos que el Noé de Aronofsky de este año. El largo segmento de las plagas tiene un nivel de demencia espectacular ¡esos cocodrilos!- que justifica todo lo que está a su alrededor. Quizás en unas décadas este cine quede tan vetusto como el de DeMille, pero por ahora ofrece algunos ganchos espectaculares 3D incluido para un drama bíblico que, sí, atrae eternamente.
Con algo del procedimiento de Boyhood, pero documental y centrada en protagonistas pobres, Alejandra Grinschpun filmó a Andrés, Gachi, Ismael y Rubén, chicos que vivían en vagones y estaciones de trenes en 1999, cuando los conoció en su taller de fotografía. Los volvió a encontrar en 2004 y en 2010. Sus derroteros no fueron mayormente felices, pero la película no juega las cartas del patetismo o del miserabilismo. La voz de la directora a veces apela al contraste directo, seco, siempre con una distancia pudorosa y sin cercanías que se sientan falsas. No es un documental hecho a las apuradas, es un relato con un montaje elaborado, que presenta una organización con conciencia cinematográfica y narrativa; una película que piensa su tema, un tema que devuelve las imágenes y los sonidos de uno de los fracasos de la Argentina.
Villanos y subnormales En estos días está de moda (o estuvo, todo es fugaz) entre parte de la crítica estadounidense “matar” a Quiero matar a mi jefe 2, decir que Horrible Bosses 2 es horrible. Sí, hicieron chistes con lo de horrible, y usaron un montón de comparaciones metafóricas -algunas más imaginativas que otras- sobre la experiencia, para algunos críticos tortuosa, de tener que ver la película. El New York Times la puso en su escala más baja. Variety tampoco la trató bien. La gran excepción, como tantas veces, fue Stephanie Zacharek en el Village Voice, que claramente notó que en este caso -como en otros- la secuela era mejor que la original. 0. Antes de empezar, notemos que ha pasado otra vez. My Girl acá se llamó Mi primer beso. Y hubo secuela: y le pusieron, claro, Mi primer beso 2 (!) La traducción nada fiel del título original en la primera entrega hace que el de la secuela no tenga sentido, o tenga aún menos sentido. Horrible Bosses debió ser Jefes horribles y no Quiero matar a mi jefe. En esta segunda parte ya no tiene lógica ese “quiero matar…”, y hasta elimina los sentidos múltiples que podría haber tenido “Jefes horribles”: aquí los protagonistas que querían matar jefes son ahora jefes y, si bien tienen bondad, prueban ser horribles en casi cualquier aspecto profesional. 1. Horrible Bosses 2 es una película mucho más libre que la primera, menos atada a una narrativa que debe seguirse y respetarse en aras del verosímil. La primera presentaba a protagonistas un poco atolondrados y que tenían jefes pesados, malignos, pérfidos, etc. Tenía buenos chistes, pero estaban incluidos y a veces licuados en un devenir narrativo que permanecía en primer plano, con demasiado peso. En la 2 la narrativa está por detrás de los chistes. Los protagonistas ya son más (o menos) que atolondrados: son lisa y llanamente subnormales. Y eso libera a la película de tener que defenderlos, y de tener que resolver sus destinos con lógica argumental o emocional. 2. Con ese paso importantísimo, al usar con total libertad a estos tres tarambanas, sin respeto por su indignidad intelectual, se multiplican las posibilidades del humor, y Horrible Bosses 2 suma posibilidades. Los protagonistas y los antagonistas entran en otra lógica, más marxiana. Personajes, ciudad, economía y sociedad se vuelven raros pero reconocibles, estúpidos algunos y crueles otros, y se describen con ferocidad y no pocos aciertos. 3. Hay un paso más, muy importante, que da la secuela película con respecto a la primera entrega: los jefes malvados tiene razón, se mueven con prestancia dentro de una lógica que mantienen y sostienen y que prueba funcionar con fluidez en este mundo. Los protagonistas no hacen pie por sí mismos, solos: necesitan todo el tiempo de “los malos”. En ese sentido, no deja de ser interesante lo que plantea la película sobre el mundo. Y también sobre los engranajes que mueven la narración. 4. Hay también una muy bienvenida despreocupación -o preocupación por retorcer- lugares comunes del cruce de la comedia con el policial (que rara vez funciona para los dos ángulos, o incluso para uno sólo). Un ejemplo (y no más para no arruinar chistes, porque además funcionan mucho con la sorpresa, con lo repentino) de esta retorsión es el diálogo que incluye la gastada línea “¿yo dije algo de un secuestro?”. Una línea gastada, transitada, pero que se resuelve de forma novedosa. 5. Si los villanos son buenos (o hacen bien su maldad), las películas mejoran, y los personajes de Kevin Spacey, Christoph Waltz y Jennifer Aniston le dan un relieve especial a sus secuencias. Se hacen más grandes que la película, se hacen olímpicos. Waltz y Spacey, entre otras cosas, por la manera de soltar desprecio mediante sus maneras únicas de pronunciar. Aniston por mejorar su personaje, por afinarlo, por agregarle solidez y coherencia: todo lo hace por, para, detrás, delante y desde el sexo. No deja de ser un gran comentario sobre la actualidad de las estrellas de Hollywood cuando les dice a sus empleadas que “miren el video, quizás aprenden algo”.
Tardío encierro cinematográfico Estreno bastante tardío (es una película de 2009), la británica El examen transcurre en un solo espacio, con ocho postulantes -cuatro hombres y cuatro mujeres de colores de pelo diverso- para un trabajo importante. Ocho finalistas enfrentados entre sí y a un desafío severo e intrigante. Tienen ochenta minutos encerrados para ver quién obtiene el puesto, tremendamente codiciado en lo que parece ser un futuro sombrío en el que se ha extendido el contagio de una grave enfermedad. Suerte de cruza de El cubo, de Vincenzo Natali; El método, de Marcelo Piñeyro, y algún reality show, El examen plantea con rapidez su intriga y logra establecer una tensión temprana. Pero dilapida su capital de suspenso con cada explicación ad hoc de comportamientos y resoluciones, con cada aclaración reforzada con flashbacks y con cada elemento con el que intenta despegarse torpemente de su aire innegable de teatro cruel y de televisión con moraleja.
Elocuente belleza en un southern con el sello de Alonso Ninguna de las cuatro películas anteriores de Lisandro Alonso (La libertad, Los muertos, Fantasma y Liverpool) contaba con actores famosos. De hecho, el director utilizaba actores no profesionales. Hasta que llegó Jauja -que, a pesar de sus pocos diálogos, tiene más que todos sus otros films sumados-, protagonizada por Viggo Mortensen y con Ghita Nørby en un pequeño pero relevante papel. Los autores, los directores convencidos de su propio cine (o aquellos que convierten sus dudas en fructíferas respuestas a la pregunta de cómo filmar) mantienen su identidad por más estrella internacional que convoquen. Mortensen potencia el cine de Alonso no solamente con una actuación de notable elocuencia, sino que además -por su presencia magnética, su fotogenia natural- se integra a la perfección a los encuadres refulgentes, claros, memorables del cine del realizador. Alonso tiene como eje de su cine a un hombre en un paisaje solitario incluso en su película "urbana", Fantasma: el paisaje del Teatro San Martín y la sala Lugones estaban casi vacíos (y el cine puede ser en muchas ocasiones una conexión solitaria). Desde el afuera -como sea ese "afuera" del cine- entramos en Jauja, que nos recibe con un formato de imagen "académico" (cercano al cuadrado y con los bordes redondeados del cine primitivo). Allí se narra una historia patagónica de fines del siglo XIX: un danés, su hija de quince años, algunos escasos militares, la violencia desde y hacia los indios y algún personaje que se menta, se mitifica. Alonso hace un western en la Patagonia, un southern, con un personaje danés. Un western que intercala tradiciones y modernidades -de Más corazón que odio de John Ford al existencialismo de Monte Hellman-, pero que nunca deja de ser una película convencida y convincente de Alonso. Y esto implica una deuda con su cine posterior al deslumbramiento y la libertad de La libertad, con planos que parecen detenerse y escenas que no se cierran hasta que queda excesivamente claro que son del director. Pero también, y sobre todo porque es lo que permanece en la memoria, Jauja es una película de enorme belleza que se rarifica hasta llegar a un final deslumbrante, osado, conectivo. Y que se resuelve y define -o mejor dicho se redefine o se indefine- con un tercio final en el que Alonso suma diálogos, una voz que permanece, una música que no proviene de ninguna fuente sonora del relato, una intensidad dramática nueva y movimiento en una dirección narrativa. Y logra integrar eso en su cine de imágenes alucinantes (el director de fotografía es el finlandés Timo Salminen), de especial y fluido contacto con la naturaleza. Los elementos nuevos potencian la base conocida: Jauja es nueva para Alonso y a la vez es fiel a su cine de belleza inconfundible. Hay futuro en y desde el movimiento. ¡Mortensen al rescate! La función para prensa de Jauja quedará en la memoria de muchos gracias a la falta de subtítulos en castellano para sus diálogos en danés. En las dos primeras conversaciones en ese idioma entre Mortensen y Agger, el contexto ayudaba a comprenderlas. Eso hizo que muchos pensaran que la ausencia de traducción era una decisión de Alonso hasta los minutos finales de la película, imposibles de comprender como fueron proyectados. Quedó claro que no era la elección de nadie cuando tras un crucial y extenso diálogo se cortó la película, se prendieron las luces y -mágicamente- apareció Viggo Mortensen en persona disculpándose porque "así no se entiende un carajo". Se resolvió volver a proyectar la secuencia y seguir hasta el final, ahora con los subtítulos.
La búsqueda en el cine de género A mediados de los 90, Ezio Massa dirigió su ópera prima Más allá del límite, un policial que no carecía de atractivos. La carrera del realizador formoseño continuó con otro policial, Cacería (2001), y con otro tipo de propuesta como Villa (2008). Con 2/11 Día de los muertos Massa regresa al policial, aunque ahora mezclado con terror. La película promete un misterio sangriento, disputas entre hermanos (uno policía) y una conexión con leyendas cargadas de componentes macabros. Con esos elementos, dispuestos de forma fragmentaria y demasiado alambicada en la organización temporal, la película pierde potencia a medida que la música gana presencia, hasta opacar la sobriedad inicial de las actuaciones y echar mano de forma progresiva a explicaciones que se sienten como tales y que debilitan la bienvenida intención de hacer cine de género.
Comedia patética y verborrágica Más allá de las locales, no son tantas las películas de América latina que se estrenan en la Argentina, menos aún chilenas, y menos aún comedias. Y este caso particular es aún más singular: Soy mucho mejor que vos es un spin-off, o sea, un derivado de otra película, en este caso de la ópera prima de Che Sandoval, Te creís la más linda (pero erís la más puta), otra comedia chilena también estrenada en la Argentina. Un personaje secundario de esa película -el personaje del bar con el que interactuaba el joven protagonista- es el centro de Soy mucho mejor que vos. Cristóbal: pelado o en proceso de, cuarenta años, separado o en proceso de, con un mix de crisis. Con su edad, con su mujer que está a punto de irse becada a España con sus hijos, con la vida en general. Y su crisis se traduce en un fastidio fanfarrón y agresivo. Cristóbal, como le pasaba a Javier en Te creís la más linda... se mueve por Santiago (nocturna y diurna) con sus ínfulas y deseos de "afirmación como hombre". Che Sandoval, joven director nacido en 1985, escribe y pone en escena chistes y situaciones con palabras bien dichas, con una verborragia abrumadora y con un uso extraordinario del habla santiaguina (la película afortunadamente se estrena subtitulada -o mejor dicho transcripta en los subtítulos- para mejor comprensión de lo que se dice). Cristóbal se exhibe desde un aparente lugar superior del macho poderoso, pero el director -aunque sin sadismo alguno- no le ahorra ningún patetismo y lo va esmerilando con cada nueva (y rítmica, y divertida) secuencia. Cristóbal, enojado a la vez que deprimido, no para de generar conflictos con su mujer y con otras mujeres, y también con otros hombres (la discusión en la fila para comprar una salchicha es antológica). Su agresión constante se disfraza, a veces de intentos de seducción, y toda su actividad y movimientos parecen darse para evitar enfrentarse a sí mismo, o al menos para retrasar ese momento. Soy mucho mejor que vos vuelve a probar que Che Sandoval es un director -joven, latinoamericano- que sabe hacer comedia (en este caso independiente, urbana, sobre el fracaso y con ecos de Después de hora de Scorsese). Comedia, nada menos. Y que sabe exhibir a sus personajes con la acidez suficiente como para desnudarlos, pero con el cuidado necesario para brindarles algún tipo de compasión entre tanto poder corrosivo.
El sardónico viaje final de un asesino a sueldo Dos años después de su estreno en San Sebastián y de que abriera el Festival de Mar del Plata 2012, se estrena finalmente la película que el español Javier Rebollo (Lo que sé de Lola, La mujer sin piano, ambas exhibidas en el Bafici) filmó en la Argentina. El muerto y ser feliz presenta un vector que sale de Buenos Aires y se dirige hacia el Noroeste. En forma de road movie que cubre grandes distancias, el centro se encuentra en un asesino profesional muy enfermo (José Sacristán, con su habitual carisma seco). Rebollo -y sus coguionistas, la española Lola Mayo y el argentino Salvador Roselli, el de Las acacias- plantea una narrativa que no busca mayor cohesión, sino que apuesta por la sucesión de hechos unificados tenuemente por la figura de Santos y su viaje. La relación de Santos con las mujeres, su necesidad de morfina (o de alguna otra droga), su encargo profesional: todas excusas -aunque a veces demasiado brumosas, como el asunto de nombrar a las víctimas del protagonista- para que la película despliegue un juego sardónico y sincopado con ciertas convenciones del género policial. Estamos aquí ante la variante "protagonista en su propio crepúsculo", para la cual el film presenta dos voces en off, al estilo de Historias extraordinarias, de Mariano Llinás (que son de la guionista y el director, y que no necesariamente dicen "la verdad"), que trazan un panorama afilado de la decadencia de los ambientes que recorren los personajes, es decir, de buena parte de la Argentina. El muerto y ser feliz se constituye en una rareza cuyo poder intrigante se va diluyendo mientras pasan los minutos, y sabemos que no irá mucho irá más allá de la sucesión de situaciones, que podrían haber tenido mayor cohesión. Sin embargo, cuando en el final se decide por cerrar con una canción de Nacho Vegas en una situación amable, confirmamos que los personajes han sido guiados con un extraño sentido del humor y de la responsabilidad, con un bienvenido cariño.
Presencia magnética en sólido thriller Liam Neeson: con su conversión (madura) en protagonista exitoso de thrillers de acción vengativa, el irlandés ha mutado de actor -en La lista de Schindler del maestro Spielberg, por ejemplo- a presencia magnética. No es que antes le faltara magnetismo ni que ahora no sea actor, pero desde el éxito global de las Taken (Búsqueda implacable) Neeson ha ganado tal aplomo y tal confianza física que necesita cada vez menos para ofrecer más. Este Neeson es ese hombre atormentado y parco que intenta reparar, hacer justicia contra seres aún más oscuros que él. Caminando entre tumbas apuesta con conciencia a esta versión de Neeson siglo XXI para llevarlo a una acción que transcurre en el siglo XX: en dos tiempos, 1991 y 1999, justo antes del supuesto desastre que iba a producirse por el "bug informático Y2K". Importa la ubicación temporal: esa amenaza no se concretaría aunque otra sí, más física: las Torres Gemelas estaban allí todavía. Pero hay otro procedimiento de viaje en el tiempo que plantea este policial oscuro y sórdido: el viaje estilístico -por luz, por música, por suciedad urbana, por cielos nublados, por la poca luminosidad en todo sentido- al thriller urbano de los setenta, esa década gloriosa del cine estadounidense. Hacia allí apunta el director Scott Frank (con sólo un largo previo pero con mucha experiencia como guionista) mediante esta historia de un policía retirado con traumas del pasado que es contratado de forma privada para encontrar a los asesinos de la mujer de un narcotraficante. Por momentos, sobre todo en los del planteo y la investigación, la sucesión de locaciones despojadas de glamour y la aparición de personajes inquietantes, siniestros, averiados y/o quebrados, este policial echa raíces -algunas felizmente climáticas, otras meras menciones en palabras y en vestuario al noir clásico- en una narrativa estimulante de tradiciones sólidas. Sin embargo, progresivamente, al explicar el trauma del personaje, al combinar la secuencia final con los mandatos de la recuperación, al injertar al personaje "a rescatar" la película se debilita, al punto de volverse un tanto torpe, declamativa y adocenada sobre el final. Una lástima, sobre todo porque hay aquí unas cuantas puntas cinematográficamente nobles, de una modestia genérica cada vez más difícil de encontrar.