Un retrato apasionante Estrenada en el Forum de Berlín y participante de más de 20 festivales, Castanha se centra en João Carlos Castanha, actor, performer travestido, gay, que vive con su madre en un modesto departamento de Porto Alegre. El joven director Davi Pretto trabaja sobre un personaje real y su ópera prima es un retrato ficcional con no pocos aspectos documentales. Acechaban diversos riesgos: patetismo, sensiblería y subrayados estilísticos que fueran un yunque para el atractivo personaje. Pero, más allá de un breve momento de exceso onírico -poético- sangriento, Pretto no solamente evita cada potencial problema, sino que, a fuerza de versatilidad, empatía y un manejo muy claro de la distancia frente al protagonista logra un retrato variado, apasionante e íntimo que incluso para mostrar el sufrimiento, la violencia y hasta la desesperación elige como camino la amabilidad.
Muchas explicaciones y poca acción Interestelar plantea un futuro en el que la humanidad se enfrenta al probable colapso de la Tierra como lugar habitable. Las cosechas cada vez funcionan peor y el viento arrastra un polvo que daña de forma creciente. El futuro de la especie -si lo hay- debería estar más allá del planeta, más allá de la galaxia. A explorar el espacio, entonces. Para más detalles argumentales, la película. Christopher Nolan vuelve aquí a jugar con la idea de doblar el tiempo (y el espacio). Pero en realidad no juega: su cine de tonos graves y supuestamente cerebral expulsa incluso la idea de diversión. En Interestelar también expulsa la acción, aunque no se note a primera vista: es que la agrega de forma innecesaria, como un adorno superficial para que su film simule tener algo de suspenso o brío. Es que desde el principio, la película revela que sí habrá futuro para la humanidad. En los siguientes 169 minutos se suceden situaciones rimbombantes que escenifican "el inminente fin de la Tierra", "el sacrificio de padres por hijos y viceversa", "el altruismo", "el poder del amor" y otros temas gigantes (Nolan no se priva de golpear bajo), así como alambicadas explicaciones sobre física cuántica, Einstein, la relatividad, el tiempo, el espacio, la gravedad, los agujeros negros y las cinco dimensiones, todo al compás de la música a máximo volumen de Hans Zimmer. Antes que narrar, Nolan muestra imágenes que pretende explicar previamente, como si el cine fuera un manual de instrucciones. Así, a pesar del abuso de aforismos sobre las emociones, la familia y el amor, su relato permanece helado y mayormente paralizado. El riesgo del ridículo asoma con frecuencia (el grito doble de "Eureka"), e incluso en la estructura: el montaje alterno entre "el planeta helado" y el conflicto en la casa-granja apuesta por un suspenso extremadamente forzado. Nolan logra con esto que tropiecen actores normalmente eficientes o incluso brillantes: McConaughey está demasiado enfático en su acento sureño y Michael Caine, demasiado reiterativo en su predicación de Dylan Thomas. Diversas situaciones mal resueltas, como por ejemplo el efecto sobre un personaje de la ola del primer planeta explorado, prueban que al director se le dificulta la progresión narrativa, por más imágenes gigantes, libertad y presupuesto que tenga. Nolan apuesta fuerte, y en esa apuesta por contar una historia enorme seduce al principio, pero su sustento no va mucho más allá del tono solemne y del gigantismo. Lo más preocupante es que el éxito de propuestas como las de Nolan y las de sus acólitos empuja al cine hacia un modelo estéril y vacío, un cine cuyos mayores méritos pasan por la grandilocuencia, el alto presupuesto y las meras piruetas argumentales que intentan venderse como vehículos de sofisticación y profundidad.
Un director de comedias Después de anunciarse y atrasarse algunas veces y algunos meses, se estrenó finalmente el 30 de octubre What If, aquí titulada Sólo amigos?, comedia romántica protagonizada por Daniel Radcliffe y Zoe Kazan sobre la que escribí acá. Por supuesto, poca -poquísima- gente fue a ver la película. Es decir: fracasó a lo bestia y ya no está en cartel. Una lástima, porque es muy buena y sobre todo porque marca y reafirma una tendencia: se estrenarán cada vez menos de estas comedias. La película, más allá de sus méritos, tiene cualidad particular, algo que la distingue, una seña: es una película de esas que nos hacen buscar qué otras hizo el director. Y Michael Dowse tenía varias películas previas. La anterior a Sólo amigos? es Goon. Vamos a Goon, otra película particular, otra película no estrenada en Argentina. Goon: con guión de Jay Baruchel y Evan Goldberg. Baruchel: comediante con decenas de películas, para que lo ubiquen: es el amigo de Seth Rogen en Este es el fin. Goldberg: quien hizo junto a Seth Rogen el guión de Superbad y los guiones y la dirección de Este es el fin y la inminente The Interview. Goon es una película de estructura extraña, apenas tiene introducción. Doug Glatt es un empleado de seguridad, un poco matón, un poco obligado por las circunstancias pero de gran corazón, y con gran consciencia de ser estúpido. Esa aceptación, en una cena con sus padres y su hermano, es una evidencia crucial del gran acierto del extraño tono de la película: crudeza emocional + comicidad bruta + sinceridad extrema. Los personajes hablan y se hablan sin vueltas: Goon es una comedia deportiva más -parcialmente- una comedia romántica más una película de superación del héroe que maneja todos diálogos con un estilo directo, sin recovecos ni gran metaforización. A jugar / a hacer esto / a hacer lo otro / soy esto. Uno de los grandes aciertos de la película es obviamente la solidez en la construcción del protagonista: una construcción que es tan clara desde afuera y desde el propio personaje que hasta podríamos negar esa idea de “superación”. El héroe no debe cambiar o esforzarse en demasía, apenas debe acomodarse un poco: es así, poco aprende, poco podría: sabe que no está capacitado para aprender demasiado. Doug Glatt sabe también que no tiene nada, hasta que por una pelea en la que se luce es convocado a jugar al hockey. Al hockey sobre hielo, y así pasará del pueblo de Orangetown en el estado de Nueva York a la liga semi profesional canadiense. Este hockey se presenta aquí como un deporte que tiene institucionalizado -y como parte fundamental del espectáculo- el cagarse a trompadas. La película explota esa violencia con una fruición constante, incluso hasta cuando muestra el dolor y la destrucción o la autodestrucción. Goon hace comedia con violencia deportiva y nunca pierde la noción del juego. Un juego brutal, sangriento, incluso desesperante, pero un juego al fin. Goon se apoya en buena medida en la capacidad de Seann William Scott para apagar por completo su mirada, y para cerrar el gesto hasta dar una imagen de poca actividad cerebral, cercana a nula. Seann William Scott, es decir, Stifler de American Pie, un actor que claramente no tiene una enorme variedad de papeles posibles en su menú, pero tiene algo único cuando interpreta a estos personajes con anteojeras mentales muy estrechas. Scott dota a la película de una electricidad y una energía particulares. Pero la película es más que un actor: de hecho está Liev Schrieber (Ross Rhea), un actor de extraordinario carisma que ha tenido una carrera inferior a la que merecía. Pero Goon es más que los actores, y más que la necesidad de meter chistes sexuales-violentos-deportivos (esos chistes básicos sobre la motivación en el deporte llevados a su forma más básica, desnuda, sonrojante). Goon es una película que parece moverse con comodidad para describir un ambiente entre monstruoso y decadente. Hay una cercanía notable, una forma muy directa de mostrar estas vidas, estos lugares: Halifax, Quebec, Newfoundland. No hay la menor intención de meter un solo plano turístico, de hecho más bien todo lo contrario: según los encuadres de la película no hay belleza alguna en estas ciudades, o más bien no le importa exhibirla. La mayor belleza, por cómo es Goon en términos de encuadres y montaje, está en esa cancha: ahí la película se deslumbra con esos golpes, con esas caídas luego de un topetazo o con alguien que arrasa a otro con el brazo extendido. Hay algo muy disfrutable en la velocidad, en la crudeza, en la cercanía, en el uso de la música menor al del promedio de las películas deportivas o comedias deportivas de “superación”. Hay un genuino cariño por lo descerebrado y por lo brutal que puede ser este deporte. Hubo críticas que se centraron en quejarse por cómo Goon presentaba al hockey, o a este hockey. En fin, poco entiendo de hockey pero esta película está basada en un caso real de uno de esos jugadores-pegadores como Doug Glatt o Ross Rhea (se ve en los créditos del final). De todos modos, poco importa si el hockey sobre hielo en Canadá es o no es así. Importa que Goon y What If son comedias de un director capacitado para la comedia y para mirarla y hacerla desde ángulos distintos.
Notorio amateurismo Con elementos de western yde comedia, Forajidos de la Patagonia plantea la búsqueda de un tesoro en Chubut, con diferentes personajes que se enfrentan sin mayores tensiones (o no se las encuentra o no se las logra exponer de forma convincente). Hay agradecimientos a muchos funcionarios de esa provincia (se lee en un diario "la gestión de Das Neves, con alta valoración"). Quizás eso sea en serio. O quizá sea un chiste. La indefinición de lo presentado es un problema en películas tan precarias como ésta. Pero la indefinición no proviene de un planteo sofisticado: aquí estamos seguros de que vemos una mala película llena de parches que no taparon ningún defecto, una película de un amateurismo notorio que imita sin suerte fórmulas industriales gastadas y que se pone altisonante a cada rato ayudada por una música que no logra disimular diálogos ridículos, golpes que pasan a buena distancia del objetivo, situaciones de manifiesta inverosimilitud y falencias extraordinariamente diversas.
Trabajosa y limitada Un guionista se despierta, va al baño y descubre que su pene ha desaparecido. Ése es el punto de partida de este relato, en el cual el guionista intentará solucionar su problema, buscando su causa y la posible solución: (¿fantasía, maldición, trauma?). Al igual que en El periodista, también aquí se insiste en las taras del discurso televisivo y en la vulgaridad siempre presente, pero el film pierde la oportunidad insinuada de burlarse de ese humor desde adentro llevándolo al absurdo. Los códigos humorísticos simplones no son cuestionados sino más bien explotados (las hormonas masculinas "Navratilova", por ejemplo). Recalde narra de forma trabajosa, como si cargara con el peso de ser astuto y ocurrente. Sus limitaciones son ejemplificadas con claridad por la elementalidad de la resolución de la película.
Sensibilidad a flor de piel Boyhood es una película especial, una de esas que exigen una introducción informativa: fue filmada en 39 días, pero a lo largo de 12 años, con los mismos actores, que no pudieron evitar crecer y/o envejecer. El protagonista, o más bien el centro del relato, es Mason (Ellar Coltrane), niño al principio y adolescente al final. El cine, arte del paso del tiempo (entre otras cosas), a veces ofrece estas posibilidades. El inglés Michael Apted viene realizando desde hace décadas los documentales Up, en los que cada siete años vuelve a registrar a la misma gente a la que filma desde niños. También está la serie de películas dirigidas por François Truffaut sobre el personaje Antoine Doinel (Los 400 golpes, Antoine y Colette, Besos robados, Domicilio conyugal, El amor en fuga), en las que vemos al personaje (y al actor Jean-Pierre Léaud) pasar de la pubertad a la adultez. Diferentes sagas permiten ver el paso del tiempo en los actores, por la extensión y por el período que toma de sus protagonistas: notoriamente, las películas de Harry Potter han sido documentos del crecimiento de Daniel Radcliffe y Emma Watson. Justamente Harry Potter es una de las referencias clave de Boyhood, al indicar con claridad un momento del mundo y a la vez un momento de la vida de Mason (y de su hermana Samantha, interpretada por Lorelei Linklater, hija del director). Algunas de las referencias de la película a la coyuntura son, más que contexto necesario, notas al pie muy evidentes, como si al filmar "en los momentos justos" Linklater hubiera organizando su relato demasiado preocupado por dejar registro de "los temas del período" (la guerra en Irak, la campaña electoral de Obama). Hay algo de excesiva simplificación en eso, y también en las peripecias emocionales de los padres divorciados de Mason y Samantha (interpretados por Patricia Arquette y Ethan Hawke), que a veces parecieran vivir situaciones relativas a nuevas parejas meramente en función de agregar conflictos al fluir de la narración. En ese sentido, el profesor alcohólico y violento es el punto más bajo de Boyhood: una situación forzada en función de un devenir que -en esas secuencias- se presenta como apurado, atolondrado. Aunque más efectivas en términos emocionales, algunas frases y situaciones sobre el paso del tiempo, la maduración y los cambios en la relación padres-hijos pedían un poco más de sutileza o incluso de indefinición. En su trilogía Antes de..., Linklater ya había documentado el paso del tiempo: lo hizo centrado en una pareja, y concentrado en tres momentos en los que profundizó cada situación: cada vez que encontrábamos a Jesse y Celine podíamos ver cómo cambiaba su relación, cómo se ponía en riesgo, cómo crecía, como se iban conociendo, con una fluidez notoria y un brillante estacionarse en las posibilidades de diálogos extensos, miradas y sentimientos. En Boyhood, el paso del tiempo, por momentos, se resalta como si no se diera de forma inevitable. Ahora bien, cuando Linklater deja fluir a la película, cuando deja ganar confianza a sus actores sin tantos apremios de conflictos o referencias, cosa que ocurre sobre todo cuando Mason y Samantha entran en la adolescencia, demuestra una vez más -como lo hizo en su obra cumbre, Escuela de rock- que puede orbitar con maestría alrededor de temas como la vocación, la enseñanza y el aprendizaje, o el simple asombro ante los cambios. O que puede -como al pasar, con una facilidad asombrosa- conseguir la conexión con los tiempos (propios, ajenos, universales) mediante una utilización de la música, que maneja como pocos otros cineastas. Boyhood -con su sensibilidad a flor de piel, a veces empantanada por los problemas apuntados- finalmente impone su verdad, su calidez, su confianza en el cine como la mejor manera de acercarnos a otras vidas, a otras maneras de habitar, sufrir y disfrutar el tiempo.
El encanto de las segundas oportunidades El señor Morgan, cuya vida orbitaba alrededor del amor que se profesaba con su mujer, ha quedado viudo. El señor Morgan es un estadounidense que vive en París, Francia. En Francia a los estadounidenses los llaman, con mayor precisión, americanos. El señor Morgan ha perdido casi todo interés por la vida, por su propia definición de lo que importa en la vida, una definición que maneja con claridad y precisión en cuanto a las ideas, aunque de forma más atolondrada y oscura en cuanto a los sentimientos. El señor Morgan, cerca de los 80 años, conoce a la joven Pauline. Y hay una conexión, una empatía, un cambio en la actitud del señor Morgan. Hay también una familia en los Estados Unidos, una hija y especialmente un hijo del señor Morgan. Con estos elementos, la alemana Sandra Nettelbeck (la película es una coproducción entre Alemania, Bélgica, Estados Unidos y Francia, y con actores de por lo menos tres nacionalidades distintas) dispone un drama en el que los elementos emocionales afloran sin necesidad de aceleraciones o situaciones forzadas. El último amor maneja un tempo claro y no lo modifica, aunque tal vez el final sea precipitado y se note ahí en demasía la mano del narrador, que cierra y detiene el fluir de los personajes. Pero mayormente Nettelbeck deja a sus personajes hablar (a veces con demasiado peligro de frase de póster), los deja respirar, los deja observarse. Deja que los ambientes los definan, que sus gestos se presenten sin la molestia del énfasis. Los diálogos -salvo contadas excepciones- no son redundantes, más allá de que los reclamos familiares tengan alguna creíble circularidad. Lo que sí redunda y sobreexplica es cada aparición imaginaria de la señora Morgan. Pauline es Clémence Poésy, dueña de un rostro cuya forma hace recordar al de Claire Danes. Pero Poésy le agrega un matiz de fragilidad al acecho que enriquece su fuerza vital. Es notable cómo Pauline es merecedora de los elogios que en un momento le dedica el señor Morgan: los convierte en descripciones justas, precisas. La hija del señor Morgan es Gillian Anderson, en una breve aparición en modo show, en modo comic relief; el hijo es Justin Kirk, que convence de manera paulatina a medida que el relato nos informa sobre su personaje. El señor Morgan es nada menos que Michael Caine, una de las leyendas vivientes del cine, un actor fundamental, un intérprete con un perfil mercenario innegable (ha actuado en demasiados films en los que él era lo único rescatable), y sobre todo un actor que sabe manejar la pausa, que sabe utilizar las palabras, el tono, la capacidad emocional de su rictus y de su mirada. Un actor consumado que siempre consideró al cine un juego que había que jugar todo lo posible. Caine es el principal pilar de esta película, pero no es el único: lo sabemos porque al final tenemos ganas de saber más de casi todos estos personajes. No es ése un mérito menor.
Tradición mexicana y almas animadas Una película verdaderamente animada: no sólo por sus técnicas de animación sino además porque está llena de ánimas (almas). Una película que hace de las tradiciones mexicanas su centro para, a partir de ahí, apuntar al modo mainstream de la aventura para todo público. Una película que ofrece un despliegue visual impactante y un menú de canciones no menos atractivo (más el agregado de la música del argentino -o argenmex- Gustavo Santaolalla). Una película grande, una verdadera presentación global de cultura mexicana en envase de Hollywood. No es casualidad que los afiches lleven como sponsor la marca oficial de turismo "Visite México". A partir de todo lo antedicho, El libro de la vida podía ser un gran fiasco, una película hecha para que unos cuantos personajes gritaran "¡Qué viva México!" mientras se sucedían unas peripecias ruidosas y superficiales. Había miedo de nacionalismo declamatorio en envase grande. Pero no, el director y guionista Jorge Gutiérrez (El Tigre: las aventuras de Manny Rivera, por Nickelodeon) y el productor Guillermo del Toro demuestran un cariño múltiple: por sus personajes, por su acervo mexicano, por la noble tradición cinematográfica de la narración fluida, por el poder de lo maravilloso, por la abundancia de pasiones y de humores. El libro de la vida enmarca el relato -mítico-, de Manolo, María y Joaquín en una narración que se origina en una visita al museo por parte de unos niños que no parecen fáciles de seducir. Pero en cuanto la guía los tienta con lo oculto -lo tenebroso-, lo divertido y, sobre todo, con lo colorido y con la empatía, no pueden hacer otra cosa más que escuchar. Lo mismo nos pasa a los espectadores, que vemos una explosión de colores digna de las dulcerías mexicanas un Día de muertos (la jornada clave de la película), una sucesión de de arquitecturas y paisajes asombrosos (el pueblo de San Ángel y los diversos "más allá"), y disputas amorosas bordadas por temas como la verdadera valentía, el honor, el talento, el lugar de la mujer y los mandatos familiares. El libro de la vida avanza a gran velocidad, con muchos momentos de humor y unos cuantos de dolor, mientras sentimos avidez porque todos estos personajes encuentren el mejor destino posible (la indómita María recuerda a la deliciosa Meg de la un tanto olvidada Hércules, de Disney de 1997). Hay muchas canciones (de Mumford & Sons, de Elvis y de otros, y también Cielito lindo), hay animación diferenciada para el relato dentro del relato -o sea el principal-, que presenta personajes con goznes de marioneta de madera en una fantasía desbordante al estilo de El extraño mundo de Jack, y hay un relato fluido que, lamentablemente, desde la mitad se empantana con conflictos más adocenados para poder llegar a la resolución. Sin esa caída energética -debida a una reorganización tardía de la aventura en función de unir los mundos de los vivos y los muertos, quizá por abarcar demasiado- que le resta cohesión, estaríamos hablando de uno de los mejores estrenos de esta temporada. De todos modos, el último lanzamiento animado así de sorprendente y estimulante había sido Frozen.
Síntesis, simplismo... y Jeff Bridges La novela de Lois Lowry en la que se basa esta película es anterior a las que originaron Divergente y Los juegos del hambre. Y 1984, de George Orwell, y sobre todo Un mundo feliz, de Aldous Huxley, son anteriores a The Giver. Todas estas obras de ciencia ficción presentan un futuro más regulado, más ordenado y siempre más siniestro. El control, la obsesión por manejar la vida privada, la represión con caras aparentemente benevolentes son constantes. El dador de recuerdos es una película sintética, que en un poco menos de 90 minutos (los últimos 9 son de créditos que empiezan con una canción empalagosa) describe in extenso una sociedad con sus reglas, presenta no pocos personajes y cuenta la historia del conocimiento y su acceso por parte de unos privilegiados, los que dan y reciben recuerdos: nada menos que la historia y las emociones humanas, borradas con diversos métodos por esta nueva sociedad del control de forma (casi) perfecta. Quien controla esta sociedad cerrada es la jefa de los mayores, interpretada por Meryl Streep con un poco de exceso brujeril en el aspecto. El veterano sabio es Jeff Bridges, motor de este proyecto de transposición cinematográfica con el que soñaba desde hacía mucho tiempo y que ahora pudo concretar con la dirección de Phillip Noyce. El australiano Noyce se ha destacado por su capacidad para la acción y el suspenso en Terror a Bordo, Peligro inminente y Agente Salt, pero en El dador de recuerdos demuestra mejor predisposición para las partes descriptivas o incluso para las conversaciones (las palabras y la idea de "precisión del lenguaje" son cruciales) que para la acción, y la última parte de la película estira inútilmente la idea de "aventura y peligro", lo que la debilita notoriamente: su acción está en las ideas -por momentos gruesas- sobre este futuro distópico, en la lucha por rebelarse y por dotar de color y calor a un mundo frío y terriblemente cruel (con una escena especialmente chocante). Como ocurría con Pleasantville, de Gary Ross, director de Los juegos del hambre, El dador de recuerdos pasa del blanco y negro al color. El simplismo aqueja a este film a la hora de presentar "los recuerdos" al joven aprendiz: imágenes un poco publicitarias y un poco manipuladoras, quizás así dispuestas para ahorrar tiempo y ganar claridad, pero que chocan demasiado con la inteligencia sintética del diseño de producción. La película está al borde de desbarrancar cada vez que intenta "hablar los grandes temas" (libertad, emociones, amor, vida, muerte, lenguaje...) y por momentos parece hecha de forma un tanto inconsciente, como si se considerara la primera de las películas en contar este tipo de futuro. De estos y otros males la rescata parcialmente la actuación de Jeff Bridges, que no necesita ni siquiera empezar a hablar -ese momento en el que se lo ve sentado incómodo- para demostrar que es uno de los más grandes actores vivos, protagonista -entre otras muchas medallas- de una obra maestra soslayada como Texasville, de Peter Bogdanovich. Respeto.
Refugios Woody Allen. El período del malhumor (mal humor y malas tragedias) y mal cine asociado a sus excursiones en Londres parece haber pasado definitivamente. Quizás ya no vuelva a caer en cosas como Match Point (2005), El sueño de Cassandra (2007) o Encontrarás al hombre de tus sueños (2010). Quizás el cambio haya empezado de a poco en la luz y en la levedad de Vicky Cristina Barcelona (2008, algo así como la película más erótica de su filmografía). Pero el punto de quiebre preciso fue el refugio provisto por Medianoche en París (2011). Quizás haya sido la ciudad. Quizás haya sido Owen Wilson. Pero lo más probable es que haya sido volver a los años veinte del siglo XX, una posibilidad planteada por la película como un escape desde el presente. El período de entreguerras ha sido un refugio amable para Allen con la excepción -claro- de Sombras y niebla (1991), porque su homenaje al expresionismo alemán no podía -no debía- escapar de la oscuridad. Pero tenemos los soñadores años treinta de La rosa púrpura de El Cairo (1985). Y tenemos, sobre todo, Dulce y melancólico (1999), que vino inmediatamente después de Los secretos de Harry y Celebrity, dos películas feroces sobre el mundo de los artistas, de los famosos, de los periodistas, de la circulación del prestigio. Dos películas envenenadas. Dulce y melancólico torcía esos planteos, los llevaba para otro lado con cierta continuidad en el sentido de que Ray (el guitarrista de jazz interpretado por Sean Penn) era un ser bastante despreciable. Decía Gustavo Noriega en el momento del estreno de Dulce y melancólico en su crítica publicada en El Amante: “Dulce y melancólico es, dentro del sistema de producción anual de Woody Allen, un descanso, una retirada a un lugar seguro, sin riesgos. Lo que no significa que no sea una buena película. (...) Lejos de todo realismo, la ambientación -la escena jazzera de la década del treinta- funciona como un refugio para Woody Allen. No hay acá señales de la Depresión ni conflicto entre clases. El clásico conservadurismo de Allen está presente, pero sobre todo la necesidad de contar un cuento de hadas. Para Allen, el escenario de un cuento de hadas es el jazz clásico.” Con Magia a la luz de la luna Allen vuelve al período de entreguerras, esta vez a los años veinte. Y vuelve al mundo de la magia y las paraciencias (recordemos su episodio de Historias de Nueva York). La película parte desde Berlín, pero estamos muy alejados de cualquier iluminación expresionista. La Berlín en la que comienza la película es vital, vibrante, una ciudad en el mapa de un ilusionista de prestigio. Luego de una apuesta fuerte como Blue Jasmine Allen se refugia en la Riviera Francesa, porque hacia allí se dirige el mago Stanley (Colin Firth), un inglés que sólo cree en lo que puede ser conocido racionalmente. Magia a la luz de la luna es una película leve en el mejor sentido posible. Luz maravillosa, ambientes de riqueza, belleza en abundancia, amabilidad incluso en la agresión filosa de la conversación, juegos de ingenio verbales, vestuario de lujo, hot jazz y otras músicas con las que -también- se ha refugiado Allen en su extensa carrera. La película es una comedia romántica sobre las apariencias, las emociones, la razón y el corazón, etc. Nada nuevo bajo el sol, pero el sol es de la costa del sur de Francia, y Allen se fascina con el agua, el verde, las flores, con la posibilidad de pensar solamente en contemplar y disfrutar de lo mejor de la vida: otra manera de ser un cineasta que se acerca a los ochenta años. De paso, Allen suma otra actriz en estado de gracia a su filmografía: Emma Stone, que será también protagonista de su película de 2015. Y algo más: quizás con los cambios del personaje del inglés Stanley -entrañable en su misantropía y en su paso de la grisalla a los colores- esté comentando algo sobre su etapa inglesa.