El humor estandarizado de Los pingüinos Ésta es una película spin-off, es decir, una que ofrece personajes secundarios de otra película que ahora tienen su propio producto como protagonistas. En este caso, está clarísimo desde el mismo título: se trata de Los pingüinos de Madagascar. No son los pingüinos de Happy Feet, ni los pingüinos de Reyes de las olas. Son los cuatro pingüinos con planes delirantes de superacción de las tres Madagascar: Skipper, Kowalski, Cabo (Private, en inglés) y Rico. Dos Happy Feet, una Reyes de las olas (con Jeff Bridges en la voz un de un dude pingüino animado), tres Madagascar, una de Los pingüinos de Madagascar; todas recomendables. Quizá los pingüinos traigan suerte al cine de animación; aunque no en la Argentina, por lo menos considerando Los Pintín al rescate. Los pingüinos de Madagascar presenta a un supervillano que quiere secuestrar a todos los pingüinos de los zoológicos del mundo y además agrega a otro equipo de animales diversos, que compiten por el lugar del heroísmo con las aves australes. Toda la acción y las interacciones se sostienen en una premisa principal: hacer muchos chistes, sobre todo, verbales y veloces (aunque hay también de los visuales y eficaces, como el del paso peatonal o todas las intervenciones de esos snacks sabor queso). La película, incluso cuando muestra acción, juega siempre al humor. Y se permite felizmente demoler todo riesgo de solemnidad y hasta salpicar de chistes y golpes humorísticos las "enseñanzas" sobre la valentía y la solidaridad. Ese vuelo humorístico, sin embargo, no se ve acompañado por la osadía visual y musical -y hasta argumental- que proponía la tercera Madagascar, la mejor del lote, que llegaba a extraordinarios momentos de libertad animada, fondos plenos oníricos y fuegos artificiales (literales y metafóricos) para aprovechar el 3D. La animación de este film tiene los límites del profesionalismo y la contención de lo estandarizado, aún a alto nivel. Así, los chistes brillan un poco menos de lo que podrían haber brillado.
Remake de la película tailandesa 13 Beloved (2006), de Chookiat Sakveerakul, 13 pecados es un thriller muy sangriento de esos "de concepto vendedor". Un hombre poco audaz, más bien timorato, en un momento muy malo en lo económico, lo laboral y también en lo familiar (aunque no con su prometida) recibe una extraña llamada que le ofrece dinero por matar una mosca que revolotea en su auto. Y seguirán más llamadas y más desafíos, cada vez mayores y por más dinero, y se establecerán las reglas y los recovecos de un juego claro muy sádico. El riesgo de que se extinga pronto el interés debido a la posibilidad de que el punto de partida se gaste es evitado a pura velocidad, por el crescendo de las bestialidades que tiene que cometer el protagonista y por una puesta en escena que no apuesta por la grandilocuencia y mantiene las cosas en un nivel terrenal, con una narrativa fluida digna de una clase B despreocupada. No hay actuaciones para el recuerdo, sino más bien presencias efectivas (el gigantón y jetón Ron Perlman, como siempre, se destaca). No hay discursos que indiquen qué pensar de la película, aunque puede leerse como un relato metafórico y muy brutal sobre la ambición (como también lo era Apuestas perversas, es decir, Cheap Thrills, estrenada localmente hace algunas semanas). Una película de género poco sofisticada, con diálogos bastante toscos y sobre el final un poco atolondrada en su progresión, pero siempre intensa y modesta de las que no abundan entre los estrenos-, dirigida por el alemán Daniel Stamm, el mismo de las también atendibles El último exorcismo y A Necessary Death.
Aventura y mucha emoción Con cambio de guionistas pero no de director ni del elenco principal, llega la que parecería ser -nunca se sabe- el cierre de la trilogía de Una noche en el museo. Ahora el destino -siempre con origen en Nueva York- será el Museo Británico porque hay que revitalizar la tabla egipcia dorada, la que da vida de noche a los habitantes del museo (de los museos en general). Con ese punto de partida y el protagónico de esa máquina de solvencia cómica llamada Ben Stiller, la película revive a personajes de las dos primeras y agrega otros, como por ejemplo el Neanderthal Laaa (interpretado con mucha gracia salvaje por el propio Stiller), un Lancelot un poco relamido y una guardia británica interpretada por la actriz cómica de moda Rebel Wilson. Hay efectos especiales en abundancia y son deslumbrantes (también lo es el trabajo con la luz del mexicano Guillermo Navarro) y, sobre todo, hay grandes posibilidades en términos de resonancias emocionales: esta tercera entrega de Una noche en el museo plantea la posibilidad de la muerte (o el fin de la animación vital) de estos personajes del museo, con algo del pathos que rondaba la obra maestra Toy Story 3. Y hay más: como Robin Williams es uno de los protagonistas, todo coqueteo con la muerte de los personajes va más allá de este relato en particular y se profundiza, en especial a menos de seis meses de la muerte del actor. Se profundiza porque la realidad de su muerte pesa, y porque nos recuerda una vez más que el cine puede devolver a la vida a quien ya no está. Podría pensarse también que esta trilogía plantea el poder vivificante del cine -de su poder de animación en general- a través de los museos, lugares en los que lo antes quieto adquiere movimiento. La trilogía, además, presenta grandes posibilidades de aventuras con todas las épocas, geografías y culturas que abarcan los museos visitados. Ese enorme potencial se ve reducido, disecado, por el director canadiense Shawn Levy y sus habituales formas automáticas y adocenadas, en las que cuesta divisar cualquier tipo de personalidad creadora. La trilogía filmada por Levy es ostensiblemente menor de lo que podría haber sido con un director con potencia imaginativa. Con Una noche en el museo 3 -menos sorprendente que la primera entrega, pero mejor, menos plástica, que la segunda- estamos ante una película de aventuras aceptable y podríamos haber presenciado una demostración brillante de imaginación y ritmo. El propio Stiller -uno de los grandes directores del Hollywood actual- podría haberla hecho mucho mejor.
Ouija propone una narración a la que llamar anodina, arbitraria, manipuladora, ripiosa y adocenada es apenas un escudo de palabras para evitar decir que estamos ante un producto descarado de explotación sin pasión, sin autoconciencia y sin ningún ángulo de acercamiento mínimamente atractivo. Actores y actrices imposibles dicen diálogos imposibles alrededor de una ouija, ese juego de mesa "convoca-espíritus" que vende Hasbro, gigantesca empresa de juguetes que coproduce esta película, que con su apariencia sobria y "bien iluminada" ni siquiera tiene las agallas -o la cinefilia- de jugarse por ser clase B. O, al menos, de vender juguetes con creatividad.
El fin de los tiempos más chapucero y tedioso Hay películas malas, y hay casos descomunales como el de este apocalipsis: propaganda religiosa de un simplismo aniquilador, tontería supina en los diálogos, situaciones desesperantes en imbecilidad y chapucería, actuaciones penosas e involuntariamente paródicas. Hasta los extras están mal, y también los autos y el avión y los bolsos; plantas, sillas y butacas se quedan quietas y tampoco convencen. La iluminación es a puro cascotazo frontal, la musicalización es artera, el montaje no posee sentido conectivo ni de movimiento. El apocalipsis, después de un rato de tedio inicial, presenta una situación tediosa en la que mucha gente desaparece en un instante, para lo cual hay una explicación tediosa y espiritual. No hay explicación sencilla, sin embargo, para entender cómo se hizo algo así de abominable.
Más vueltas de tuerca que sentido común Una secuela de una película más atendible (El pacto), que a su vez estaba basada en un corto homónimo del mismo director (Nicholas McCarthy, que no dirige ni está relacionado con esta segunda entrega, una mera derivación sin mayor sentido). Combinación de historia de asesino serial, o quizá de legado de asesino serial más espectros (¡dejen de abusar del espejo del baño!), más revelaciones, más vueltas de tuerca, más intentos de sustos con inyecciones de música y luz. Hay una chica protagonista que limpia escenas de crímenes y un estiramiento de todo el relato con arbitrariedades diversas para llegar a un final que -como toda la película- lleva el sello de lo anodino, lo irrelevante y lo chapucero. Y de lo pretendidamente serio, más que nada por carencia de humor que por enjundia alguna.
Comedia mutante y experimental Con Imperio (2006), David Lynch pudo hacer una obra maestra onírica, erótica y musical mediante las texturas digitales. Lynch rehúsa el juego del cine mainstream, pero confía en el poder mítico, pesadillesco y sugestivo de Hollywood. Jean-Luc Godard hace rato que no confía demasiado en el cine, y sus declaraciones acerca de Hollywood -y del mundo en general, a juzgar por las entrevistas que ha concedido en los últimos 25 años- suelen oscilar entre lo incisivo y lo petulante. Godard, reactivo frente al mundo contemporáneo, rechaza tantas cosas que hasta cabría reclamarle lo que él mismo (cuando era un joven crítico a punto de volverse el cineasta-faro de la modernidad cinematográfica) reclamaba a los directores franceses: filmar las chicas y los chicos de hoy, la vida que les pasaba por al lado. Pero Godard -taimado y ladino, todavía provocador- logra filmar imágenes contemporáneas desde su torre gruñona: la bajísima calidad pixelada convive con planos radiantes; hay un original 3D que se usa de forma casi dolorosa para los ojos y se impone la pausa en la imagen en movimiento como si estuviéramos viendo videos por streaming defectuoso. Los sonidos son de oscilante calidad, hay cuerpos desnudos de un hombre y una mujer, defecaciones, reflexiones diversas, citas y citas, un perro que reaparece. Esto es Godard desde fines del siglo XX: cine-ensayo, cuyo máximo y mejor exponente podría ubicarse en el corto Del origen del siglo XXI (2000). Afortunadamente, por más que haya un barco (con bandera francesa de un lado y suiza del otro, un barco-Godard), Adiós al lenguaje es mucho menos plañidera y plúmbea que Film Socialisme. La película, socarrona, más que plantear interrogantes acerca de cuál será la imagen siguiente nos mantiene alerta acerca de cómo resolverá (disolverá, detendrá, cambiará, resignificará) la imagen presente. Es una comedia experimental mutante y hasta la violencia, las guerras y la sangre se licúan ante la persistente búsqueda de pequeños destellos de belleza y absurdo que el octogenario director (que hizo sus obras maestras como El desprecio, Masculino-femenino y Una mujer es una mujer hace medio siglo) parece querer llevarse consigo mediante un supuesto hermetismo que sólo es tal si peregrinamente pretendemos entender todo lo que nos es dicho. Hace rato que el juego de Godard en tanto oráculo va por otro lado, y su cine bascula entre la irritación y la fascinación. Adiós al lenguaje, desde su título en extremo grandilocuente, nos libera de entrada: no se trata de entender, sino de acompañar y saludar estas reflexiones que ponen en perspectiva (¿por última vez?) la carrera de un grande del cine que -a diferencia de otro director nacido en 1930 como Clint Eastwood- dio lo mejor de sí en sus comienzos, cuando parecía no sólo saberlo todo, sino que además observaba con avidez y pasión el mundo que lo rodeaba.
Grandes héroes de Disney se iba a estrenar en 2015 en Argentina, pero se adelantó el estreno y fue en 2014. Así que cuando uno ya pensaba en que tenía más o menos claro el balance del año de cine con respecto a “las películas grandes” se sumó este estreno con muchas copias. 1. Con un dibujo con influencias del animé japonés, Grandes héroes presenta una ciudad que es la combinación de dos: San Francisco y Tokio. San Fransokyo: combinación en el nombre, en la geografía y en las referencias culturales. Grandes héroes también tiene dos directores, como pasa tantas veces en la animación mainstream: Chris Williams, que había dirigido Bolt, y Don Hall, que había dirigido Winnie the Pooh versión 2011. 2. Antes de ver Grandes héroes había tenido el gusto de conocer el muñeco de peluche de Baymax, el robot blanco protagonista, un prodigio del diseño y de adorabilidad. Al empezar a ver la película, luego del corto del perro que la acompaña -sencillo en su argumento, emotivo, rítmico-, uno confirma que Baymax es, efectivamente, un personaje que va más allá del prodigio de su diseño. Es además una gran fuente de gracia, de chistes, de timing. Una gran creación, al igual que -en menor medida- los otros personajes adolescentes y jóvenes; todos vivaces, graciosos, con descripción veloz de sus personalidades y gran uso de sus cualidades para el dibujo, los diálogos, el movimiento, los gestos, los rasgos. Además, ver a estos atractivos personajes en esa ciudad mixta fascinantemente combinada es realmente asombroso. Uno ve la mayor parte de Grandes héroes con la idea de que se trata de una de las mejores del año, incluso por encima de Frozen la otra Disney grande del año (es 2013 y la vi en 2013, pero aquí se estrenó en 2014). 3. Mientras uno ve Grandes héroes confía en que la tragedia temprana en forma de muerte familiar, y la intriga a la que da pie, se resolverán de forma satisfactoria, lógica, al menos verosímil. Pero no, una película que no necesitaba complicarse argumentalmente, que no necesitaba de explicaciones (esos videos son un recurso narrativo despreciable), que no necesitaba sorprender con revelaciones tardías, se equivoca notablemente en todo eso. Y uno repiensa la trama en función de las informaciones del último tercio y la película se debilita -y mucho- en la lógica de sus núcleos narrativos. Es muy frustrante ver cómo uno de los mejores personajes animados creados en mucho tiempo pierde brillo por la idea de convertir esta película mullida y de peluche en una de acción con veleidades de galvanizar personajes trágicos. Grandes héroes es mucho mejor como comedia que como super acción. De todos modos, Baymax resiste. 4. En la privada “con niños” de la película nos dieron unos cartoncitos de Grandes héroes con diferentes actividades. Una de ellas proponía la confección en origami de la cabeza de Baymax. El asunto presentaba dos errores clave, para que tengan en cuenta a la hora de pensar estas cosas de marketing de Hollywood cruzado con la cultura japonesa. El origami -según me informan fuentes confiables- no se puede hacer con un pedazo de cartón duro. Se rompe. Y traten de no poner las instrucciones del otro lado del papel que hay que doblar porque al empezar a doblar ¡ya no se pueden leer las instrucciones! 5. Me parece una payasada anunciar las mejores películas de 2014 a fines de noviembre, como hicieron algunos medios, cuando faltaba todavía cerca de un 10% para el fin efectivo del año. Pero es cierto que a estas alturas uno empieza a revisar lo que vio (y lo que escribió) y pone en perspectiva el año de cine. Hoy quiero aprovechar a hacer algunos ajustes sobre algunas películas de las que escribí y sobre las que cambié parcialmente de parecer. En primer lugar, sobre Boyhood. Cuando la vi en Berlín en febrero no había salido particularmente contento de la función, más bien estaba ofuscado. Luego fueron pesando más los momentos que me habían gustado y los defectos se fueron erosionando. Pero al revisar algunos segmentos, los defectos se me aparecen como la clave de la película, los que señalan su fuerte componente banal, casi demagógico. Hay otras películas que hoy no las recuerdo con la misma valoración que me generaron en su momento: quizás Maléfica no fuera tan mala, quizás Academia de vampiros fuera un poco peor de lo que me pareció. Y en especial hay una película que me había parecido apenas buena y que ha mejorado en el recuerdo con el correr de los meses: Balada de un hombre común (Inside Llewyn Davis) de los hermanos Coen. Y hay otra que me había gustado pero mejoró aún más en una revisión: Guardianes de la galaxia de James Gunn, pero sobre ese éxito no escribí crítica así que no siento que haya cometido una injusticia o, mejor dicho, que mi memoria me diga que mi parecer fue inexacto con respecto, claro, a mi parecer actual.
Con la prestancia de Colin Firth El escocés Eric Lomax, autor de la novela autobiográfica en que se basa esta película, fue soldado británico en la Segunda Guerra Mundial. Fue capturado por los japoneses y torturado por la Kempeitai (policía militar del Ejército Imperial) en un campo de concentración en Tailandia, donde los prisioneros eran obligados a construir el tren Tailandia-Birmania (en este hecho histórico se basó también Un puente sobre el río Kwai, de David Lean, con William Holden y Alec Guinness). Lomax es interpretado por Colin Firth en el presente del relato (1980), y por Jeremy Irvine (el protagonista humano de Caballo de guerra, de Steven Spielberg), en el pasado de 1942 y 1943. La historia de vida de Lomax es real, y eso es clave para que la película se revista de la potencia que logra en varios pasajes. Un pasado imborrable presenta al Lomax de 1980 como un personaje taciturno, obsesionado y fascinado por los trenes, y a la vez duramente perturbado y atormentado por un pasado que no puede olvidar ni tampoco procesar para poder seguir adelante con su vida, en la que ahora hay una mujer (Nicole Kidman) a la que, claro, conoció en un vagón de tren. La película intercala las dos épocas mencionadas y presenta pacientemente las emociones en ebullición -pero contenidas- de Lomax, apuntaladas por una actuación de Firth con su prestancia habitual; es decir, sin los molestos excesos histriónicos excepcionales de los que abusó en el El discurso del rey. En buena parte gracias a él -a su presencia confiable, a su aire respetable- y al contenido intérprete japonés Hiroyuki Sanada se llega al final de la película con potencia emocional. El segmento de cierre no sólo tiene menos desvíos que el resto de la película (esa escena de la deuda evidentemente sobra y lo prueba por su torpeza), sino que plantea -como la memorable Invictus, de Clint Eastwood- las diferencias entre el olvido y el perdón, y lo hace con eficacia y economía narrativas, casi con clasicismo. Es una lástima que unos cuantos excesos musicales y algunos planos enfáticos agreguen naftalina y blandura a un relato que cada vez que maneja la distancia, la sobriedad y la concisión revela el inagotable atractivo de las historias de vida excepcionales marcadas a fuego por la Segunda Guerra Mundial.
Familia enclaustrada El canadiense Shawn Levy, sólidamente afincado en la industria de Hollywood, tiene antecedentes muy exitosos: Más barato por docena, Gigantes de acero, Una noche en el museo (las tres), Una noche fuera de serie, Aprendices fuera de línea. El cine de Levy no tiene constantes temáticas ni estilísticas, pero sí un sello en común, que nos lleva a una sensación insatisfactoria: estas películas podrían haber sido mucho mejores con directores menos adocenados, con un estilo menos anestesiado, un poco menos "palo de fórmula y a la bolsa". El título "más barato por docena" actúa, lamentablemente, como una definición breve de sus procedimientos: emoción y risas que se buscan de forma mecánica, situaciones gruesas, demasiado directas y poco elaboradas. El cine de Shawn Levy es superficial en el sentido más literal posible, pero -éxitos son éxitos- continúa teniendo la fortuna de trabajar en general con grandes actores y con planteos argumentales atractivos (Levy no es guionista). Hasta que la muerte los juntó es una historia de familia reunida -la muerte es la del padre- con varios hermanos ya adultos y con mucho que resolver y revelar(se), tanto entre ellos como con parejas, ex parejas y diversos pasados. Además, hay una madre fuerte y magnética. Había mucho potencial aquí; en general lo hay en este subgénero de la comedia dramática, el de la familia forzada a (re)convivir por alguna ocasión especial, como ocurre por ejemplo en Feriados en familia, de Jodie Foster; El mito de las huellas digitales, de Bart Freundlich; La joya de la familia, de Thomas Bezucha, y El primer día del resto de nuestras vidas, de Arnaud Desplechin. El film tiene muchos actores con espacio, conflictos varios y muchas líneas dramáticas para lucirse. No siempre pasa, pero el elenco de Hasta que la muerte los juntó es de primera: Jane Fonda sabe cargar con el peso de su importancia cinematográfica y su físico privilegiado (y retocado), y además están Tina Fey y Rose Byrne, dos apuestas seguras. Y, sobre todo, en el centro está Jason Bateman, un intérprete de estirpe clásica y con una notable variedad de recursos para el gran arte de la comedia, que por momentos hasta le gana a la chatura de Levy para poner en escena situaciones y diálogos que tendrían mucha más gracia si hubieran sido dirigidos por el propio actor, que en su ópera prima -la aún inédita Bad Words- demostró un filo del que el exitoso Levy carece, o al menos no se preocupa por exhibir.