Comedia extrañísima de autor singular Al final de Nueve reinas, Marcos (Ricardo Darín) terminaba derrumbado frente a un banco. Al empezar El aura, el taxidermista (Darín) empezaba en el piso de un banco. Al final de Los guantes mágicos -el largometraje de ficción anterior de Martín Rejtman, de 2003- Alejandro (Vicentico) terminaba bailando solo en una discoteca. Cuando empieza Dos disparos vemos a Mariano (Rafael Federman) en una discoteca, bailando solo. Fabián Bielinsky y Rejtman, conectados. Sus obras, claro, son muy distintas, pero estos dos directores tienen en común una notable autoconciencia: para ellos, cada elemento del relato es pensado hasta la obsesión y dispuesto de forma tal que incluso cuando filman el azar todo parece necesario, planeado, exacto. Rejtman, apellido fundamental de la renovación del cine argentino, construyó su poética particular, su estilo fílmico con dos mediometrajes (Doli vuelve a casa, el codirigido Entrenamiento elemental para actores), un documental (Copacabana) y cuatro largos de ficción (Rapado, Silvia Prieto, Los guantes mágicos, Dos disparos). Y cualquier fragmento de Dos disparos, Silvia Prieto o Los guantes mágicos contiene las coordenadas de su cine. Los modos del cine de Rejtman son absolutamente irrenunciables: en unos pocos minutos impone con claridad su personalidad como director. Rejtman es un cineasta obsesivo y también un escritor obsesivo. Los elementos que pone en juego -en la literatura y en el cine- son elementos controlados, elementos que maneja y dispone con total dominio. El "toque Rejtman" quizá consista en hacer un cine de perpetuo movimiento que parece constituirse y regenerarse una y otra vez desde la aparente quietud. El disparador puede ser una persona que se llama igual que otra, una muñequita, un coche viejo, un saco, una moto. El disparador de esta película es, justamente, el título: los dos disparos que se inflige Mariano en su casa suburbana, un día de mucho calor. Elipsis. Mariano no muere. Mariano y su familia (su hermano y su madre) son los personajes a partir de los cuales Dos disparos despliega otros. Las conexiones parten de un correo electrónico, de un local de comidas rápidas, de un perro perdido, de viajes a la costa (que parecen acelerar y multiplicar las conexiones), del aprendizaje y la práctica de flauta en cuarteto. Rejtman empieza con la posibilidad de una muerte y se aleja de toda tragedia, de todo tono mayor o grave. La lógica conectiva domina la película, no los personajes o el protagonismo relativo de uno u otro. Las actuaciones son todas perfectas y exactas, pero es casi ocioso decirlo: no pueden no serlo en un modelo de cine como el que plantea Rejtman. Personajes y actores circulan hasta que el director los aparta sin estruendo alguno. El relato pasa a tener otros centros, y quizá los centros reales del film sean los espacios físicos por los que los personajes van rotando: la casa familiar y el departamento de Ezequiel, el departamento de la costa y la inefable casa de los amigos de los recientes conocidos de la madre de Mariano. O tal vez todo se derive de qué hacer con los objetos, o del poder que tienen esos objetos: un revólver que debe dispararse, un teléfono que no puede no sonar, pizzas que hay que pedir en cantidades monstruosas, autos que deben ir una y otra vez hacia la costa. El cine de Rejtman es un cine de una lógica ensimismada, en el que todo se conecta mediante el uso intensivo -no se puede desperdiciar un viaje, hay que compartirlo- y los acontecimientos se derivan de forma necesaria en medio de diálogos cargados de humor siempre a punto de terminar de forma inevitable e imperturbable en construcciones de absurda seriedad ("él es el hermano de la persona que cumple años"; "les pido disculpas"). Las formas de dialogar, de nombrar, de describir y de evaluar presentes en las palabras elegidas del cine de Rejtman son un artificio que crea su propio verosímil. Nada es contingente en esta comedia extrañísima de un autor singular que parece imponerse el desafío de reconstruirla cuando quiere, como en el segmento del segundo viaje a la costa: ahí Rejtman presenta personajes a una velocidad inusitada y su particular concepción del cine brilla como nunca.
Una película sin alma para un gran monstruo Este año ya nos trajo la "historia jamás contada" de Maléfica y ahora la de Drácula. ¿Cómo fue que Maléfica llegó a ser Maléfica? ¿Cómo fue que Vlad Tepes, el empalador, llegó a ser Drácula? Bueno, Vlad Tepes llegó a ser Drácula gracias a la imaginación -a partir de algunos hechos históricos- de Bram Stoker. Y Drácula es Drácula gracias a la literatura y a mucho, pero mucho cine. Mucho cine aplicó -en modo poético, desatado y memorable-Francis Ford Coppola a su Drácula de Bram Stoker, de 1992. Esa película llena de pasión, de sangre y de colores, esa película imponente, no es negada por esta Drácula del debutante Gary Shore. De hecho hasta la cita con algunos planos breves: el de los empalados, el del jardín con el lobo y Mina, los de las entradas y salidas del castillo. Y la canción que irrumpe de forma anticlimática tiene cierto parecido con la de Annie Lennox que Coppola, con sabiduría, ponía en los créditos. Por su parte, la música de Ramin Djawadi juega a ser trepidante con reminiscencias de la de Klaus Badelt y Hans Zimmer para Piratas del Caribe (Djawadi fue uno de los siete otros músicos que colaboraron en esa película). Esta Drácula se centra en justificar la crueldad de Vlad y su necesidad de "convertirse en Drácula" para defender a su pueblo del expansionismo turco. La puesta en perspectiva de las atrocidades necesarias que "la época demandaba", la fascinación complicada por el hombre de poder, nos trae a la memoria las dos películas de Eisenstein sobre Iván el terrible. Pero Coppola y Eisenstein son puntos de conexión casi exclusivamente informativos. Esta superproducción sin grandes estrellas del debutante Gary Shore es apenas otra película sin alma, otra de esas que para seducir en los primeros minutos se valen del atractivo de un personaje (Drácula debe estar en el top ten de los grandes mitos de la historia del cine) y de los paisajes, el vestuario, los castillos, la violencia y la fuerza vampírica. Y que luego se debilitan al exponer una sucesión de eventos que podrían dar lugar a grandes aventuras, a grandes pasiones románticas y a grandes momentos de fascinación, pero que no lo hacen porque se confunde narración con mera exhibición extendida de efectos especiales en forma cada vez más obscena (la caída eterna, las nubes de murciélagos, la destrucción de los cuerpos). La "historia jamás contada" se convierte así en apenas una nota al pie apuntada por un director que no demuestra mucha personalidad ni tampoco gran sentido del espectáculo (las batallas pierden gracia cuanto "más poder oscuro" tienen) o de sutileza o claridad expositiva (la relación entre Vlad y el vampiro de la cueva y sus planos injertados). Estas "historias jamás contadas" deberían entender que la misión del arte es la de proveer más misterio y no la de hacer cada vez más crasos los mitos.
El cine del engaño y el engaño al cine Si no aparece nada más irritante, Perdida de David Fincher ya tiene mi voto asegurado en diciembre como la peor película de este año. Claro que cosas como Un mundo conectado de Terry Gilliam o Barbie y la puerta secreta son mucho peores que Perdida. Pero Perdida es una película dañina, tóxica, una de esos “films para dar que hablar” que brilla con luces falsas mientras esconde la mera manipulación para ganar público aspiracional. Una de esas películas para quienes buscan status como espectadores profundos, interesados por la “película-problema” del momento (la promoción va por ese lado, el afiche dice “la película de la que todos hablarán este año”). La categoría a la que pertenecían bodrios de Adrian Lyne como Propuesta indecente y Atracción fatal en sus momentos. O El club de la pelea, uno de las películas más famosas de Fincher (director-enigma y engañoso que también tiene películas excelentes como Zodíaco y Red social). Perdida tiene una gran cantidad de revestimientos y detalles para venderse, incluso parece estar diseñada de forma más arteramente comercial que artefactos como Transformers. Y no, no es la presencia de Ben Affleck , uno de los pocos elementos más o menos nobles del paquete. Los factores de venta son otros: la sempiterna oferta de “una película sobre el matrimonio” y, claro, sobre sus zonas oscuras, sobre el desamor, etc. (uh, hay matrimonios malos, uh), y cómo la pasión se convirtió en otra cosa, etc. Película para que “se discuta”, sesiones de terapia, para que se hable de los roles del hombre y la mujer, etc. Película para la psicología, para la sociología. También tenemos a la modelo famosa (o modelo-actriz) Emily Ratajkowski en un papel secundario para que exhiba sus famosos pechos y para así darle un “relieve mediático extra” a la película. Claro, en el centro está el asunto de “basada en el best seller de Gillian Flynn”, novelista y periodista que también hizo el guión. ¿Leíste el libro? ¿No lo leiste? ¿Lo leiste antes o después de ver la película? ¿Durante? Conversaciones que vuelven con estas películas, no con las mucho mejores Iron Man, que por suerte no generan demasiados ¿leíste el cómic? El cine es cine, arte impuro según Bazin, pero cine. Y no televisión brillosa basada en best-seller. O al menos no lo era. Perdida tiene la apariencia de una película pero en su interior lo que hay es una serie (o mini-serie). Parece atolondrada con el tiempo, con cosas que se cuentan a las apuradas y a la vez son tediosas (esto es especialmente notorio en la última hora de sus dos y media). Las abominables actuaciones de Rosamund Pike y Neil Patrick Harris son cruciales: los dos hacen de “personajes refinados”, uno en estupidez obsesiva y enferma, otro en maldad y perfidia. Los dos han sabido ser actores de cine (Pike notoriamente, en Jack Reacher y en otras). Aquí se comportan como “actores de cine en búsqueda de premios”. Por supuesto que los ganarán, el cine está confundido al punto de que la actuación de Affleck -que ya ha encauzado su carrera en el clasicismo- será seguramente menos elogiada que las de estos dos. Lo de Pike, además, por ser protagonista, es especialmente molesto. Se pone intensa, envarada, ridícula, lo que potencia los momentos más torpes y atolondrados del relato: el del mini-golf (un momento ejemplarmente desacertado que aparece por la obligación de disparar un cambio en el argumento; uno de esos cambios dignos de series, o de esos que en un libro se pueden resolver rápido quizás con mayor verosimilitud), el del martillo, todos los de la casa con cámaras y todos los de los últimos minutos. Pike y Harris parecen actuar para una pantalla chica, una pantalla a la que se le presta menos atención y por eso quizás exageren como exageran (ella está al borde de Pierre Nodoyuna). La película sigue la lógica serial -una que necesita acelerar o avanzar ya sea verdadera o falsamente- y se empantana en dar pistas para un lado, en dar pistas para el otro. Podría dar cinco pistas más o cinco menos: no hay cohesión, no hay necesidad, no hay trama, hay una mera línea sinuosa para tratar de sorprender y volantear a cada rato, no hay unidad cinematográfica. La película busca dotarse de “intriga” y lo hace como si tras ella hubiera gente firmando sucesivos contratos para “un capítulo más” que se agrega sin planificar. Y que tiene que forzar nuestra mirada para que nos interesamos por la entrega que viene. Los personajes -salvo en parte el de Affleck, el de su gemela, el de la mujer policía y el del abogado- son cínicos, malos, tontos o todo eso junto, lo que sea necesario para que la película pueda jugar al “ah, qué astuta que soy”, “qué jugada”, “qué fuerte”. Sobre esto último: se permite algunas líneas vaginales -en mención, en introducción- para que estemos ante una película “adulta” (aunque se ha estrenado con varias funciones dobladas; así estamos). La película, además, es programática en su tesis: tiene que decir algo sobre el matrimonio y para eso al final no sólo lo dice sino debe violentar cualquier lógica (el palo del juguete que es desestimado porque sí y a gran velocidad), el “motivo” para que termine como termina, la explicación atolondrada y veloz del “motivo”. Aquí no hay narración: hay tema, hay “material para que todos hablen”, hay ganchos para que “se comente” en las reuniones (como decía Pauline Kael, ¿hubo alguna vez alguna buena película de la que cual hablara todo el mundo en las reuniones?). Perdida también tiene sus planteos sobre los medios y la sociedad estadounidense, sobre la crisis económica. Le importa decir, aunque no poner en escena de forma medianamente lógica: una casa espectacular, medios manejados por gente cínica que les hablan a un público que se traga cualquier cosa más o menos brillosa si lo “atrapa” por un rato ¿Fincher y Hitchcock? ¿Fincher y De Palma? En Hitchcock y De Palma y los planos -por más que De Palma juegue todo el tiempo con máscaras y no pocas veces con humor- no sólo no evidencian esta torpeza y esta narrativa espástica sino que maravillan y son parte de un entramado, de películas, de obras con unidad. Hay una línea de defensa de esta película que sostiene la idea de que toda la torpeza y el ridículo son parte de un plan maestro del director de hacer de Perdida una especie de summum paródico, de convertirla en un film-marioneta de su enorme talento como manipulador. De que se trata de un film quebrado en algún punto, ese punto cegador en el que Fincher destroza las expectativas del espectador y lo hace partícipe de un juego brillante. De esta forma también se podrían defender El club de la pelea, The Game y hasta Benjamin Button, todas películas demasiado tramposas, demasiado pomposas, demasiado fallidas para ser verdad cinematográfica (verdad que incluye la posibilidad de mentir). Es algo así como una propuesta de sumisión y sujeción a Fincher, director endiosado una y otra vez. Perdida -dicen algunos- se ríe de todo. Quizás sea así nomás y estemos ante un post cine, ante el entierro definitivo de formas como las de Eastwood (desde ahí habría que entender el fracaso espectacular de Jersey Boys). El cine celebrado como “sofisticado”, entonces, pondría rumbo hacia el cinismo. De todos modos, creo que en el caso de Perdida es, simplemente, que Fincher se equivocó de pantalla. O que hizo el acierto definitivo para estos tiempos: la película con gusto a “cine tan quebrado que parece serie”. Las apariencias, ya lo dijo Sergio Pángaro en la canción “Boogaloo”, no engañan.
Muñeca sin vida, película sin ideas Hay decenas de "películas de Barbie", o "con Barbie", o con una chica animada con cara escasamente expresiva que intenta ser -o parecerse a- la célebre muñeca. Sus films salen directamente en video, también se ven en señales infantiles y se venden también en supermercados. Si uno ya vio al menos un par de las películas anteriores (como Barbie en el lago de los cisnes) sabe que la animación suele ser espantosa, que no hay ningún tipo de progresión narrativa o, que la fluidez pareciera estar prohibida y que todo tiene un aire de desgano indisimulable. Ante el estreno de Barbie y la puerta secreta en salas en un puñado de países - pero no en Estados Unidos, en donde sale directamente en DVD y Blu-ray- uno espera, ansía que el nivel haya subido, que la película intente pertenecer al cine. No es así: quizá los colores aquí brillen un poco más, pero es más de lo mismo, y lo mismo es muy cercano a la nada. En el centro de Barbie y la puerta secreta tenemos una princesa llamada Alexa ("interpretada" por Barbie) que debe "abrirse al mundo". Hay una especie de libro mágico, alguna enseñanza descuajeringada que contrasta con el pulcro aspecto de los ambientes, todos ellos carentes de gracia e interés. Algo aprende Alexa, pero no se deriva de nada de lo que nos cuentan o nos muestran mediante algunos balbuceos audiovisuales acerca de un mundo de fantasía en el que hadas y sirenas son despojadas de su magia por una niña princesa caprichosa llamada Malucia. Rayos de magia van, rayos de magia vienen, y la aventura, la tensión y el poder de maravillar del cine están ausentes. En su lugar hay personajes puestos en el medio del plano a pura noción televisiva, canciones adocenadas y robóticas y algunas criaturas -unos animalitos, digamos- que revelan, ellas también, la haraganería general de la animación (que llega al punto culminante cuando el mundo fantástico se pinta de gris y más tarde recobra los colores, cambios que parecen haber sido realizados con un filtro básico mediante un sólo clic del mouse). Comparar este producto vaciado de deseo y de dignidad con Toy Story (a causa de los "juguetes con vida", aunque aquí no hay mención al respecto) o con Frozen (por la princesa que debe salir al mundo) es poco respetuoso con esas películas y también con el concepto de comparación.
Giallo argentino Una película de terror argentina en 3D, que se promociona por ser el primer caso local del género con ese relieve visual. Lo más justo sería destacar que es una película argentina con una notable conciencia de sus raíces genéricas y de su apuesta audiovisual. No son tantas las ocasiones en las que en el cine argentino se exhibe esta claridad para las influencias y hay tanta energía puesta en generar climas y sugestiones mediante los encuadres, el vestuario, los decorados y la música. Cine de género bien entendido como un cine con tradición. Necrofobia tiene su afluente principal en la sangre del giallo, el subgénero italiano de terror-thriller, y con claridad aparecen citados dos de sus héroes principales: Mario Bava y Dario Argento. Necrofobia se da el lujo de tener como compositor a Claudio Simonetti, es decir, el tecladista del grupo Goblin, es decir, el músico de, entre otras, Rojo profundo y Suspiria, de Argento, cine de terror clave de los setenta. Cine de terror con la intensidad de la música como uno de sus pilares fundamentales. La clave visual de Necrofobia proviene, sobre todo, de Mario Bava y de su Seis mujeres para el asesino (1964), uno de los primeros giallos. Necrofobia la homenajea desde el vestuario de su protagonista, la máscara blanca y los seis maniquíes del plano que se constituye como motivo visual. En una extraordinaria crítica -no firmada- de Seis mujeres para el asesino publicada en la revista Primera Plana se hacía mención de que los verdaderos protagonistas de la película eran las lujosas y decadentes villas romanas que hacían de locación, los muebles, las estatuas, las fuentes. En Necrofobia también las locaciones y la dirección de arte (de Walter Cornás, protagonista de la muy recomendable 20.000 besos, de Sebastián De Caro) se imponen, al ser registradas con fruición y gran sentido visual por De la Vega. Cada entrada o salida del edificio en el que vive y trabaja el protagonista, cada excursión pesadillesca al cementerio, exhibe un rico despliegue de encuadres recargados, de picados, de luz mortecina, de claroscuros violentos. En este relato centrado en Dante (Luis Machín), que sufre de fobia severa a cualquier contacto con la muerte o cadáveres, se revela con nitidez el poder de seducción de la imagen y el sonido cuando hay claridad de objetivos audiovisuales, cuando hay sustento genérico y están bien aprendidas algunas de sus tradiciones. También se hace evidente -sobre todo con Raúl Taibo y Viviana Saccone- que el actor más eficaz para el género antepone la presencia y la fotogenia al esfuerzo gestual. Es una pena que todo este armado audiovisual tambalee y pierda gran parte de su potencia por unas peripecias endebles que intentan disculpar su arbitrariedad y su falta de cohesión mediante un desenlace previsible -demasiado tipificado y también presente en algunos giallos- resuelto con flashbacks que nos dicen que, bueno, la mente es un lugar complejo y múltiple.
Dulzura que no empalaga Entre otras confusiones y contusiones que los tiempos nos imponen, puede advertirse el desprestigio del azúcar. Esto es muy notorio en Argentina, en donde el uso y abuso de edulcorantes sintéticos está a la orden del día. Esta confusión lleva a que hoy en día el verbo "endulzar" pueda significar la puesta en acción de productos cuya nobleza es muy inferior a la del azúcar o a la miel ¿Puede una canción de amor salvar tu vida? (largo título para Begin Again) es de esas raras películas que prometen dulzura y cumplen sin edulcorantes, con materiales de una nobleza intachable y detectable en el paladar. El director y guionista de ¿Puede una canción...? es el irlandés John Carney, el de Once (2006), hit de bajo presupuesto que terminó dando la vuelta al mundo y cuya música fue parte fundamental de su identidad. Luego de Once, el cineasta hizo algunas películas que lograron repetir ese éxito. Con ¿Puede una canción?? vuelve a los elementos de aquél film: una ciudad (antes Dublín, ahora Nueva York), un hombre, una mujer y canciones. Claro, lo que en Once era pequeño crece aquí: más personajes, más producción (para la música y para el resto de los elementos), más actores con más cartel. Las películas que apuestan a la dulzura pueden ablandarse demasiado si se basan en fórmulas y si además intentan meramente engordar y no crecer. Pero Carney encontró la manera de que los personajes secundarios tuvieran encanto y espesor: la adolescente Hailee Steinfeld (Temple de acero, 3 días para matar), el inglés James Corden, la veterana indie Catherine Keener, el hip-hopero Mos Def, el cantante de Maroon 5 Adam Levine y Cee Lo Green se ensamblan perfectamente a pesar de su notoria diversidad. Quizá se deba a que esta es una película segura, que jamás intenta negar su dulzura. Elige un tono amable, elige dedicarse a los sentimientos, elige las canciones y a su poder, elige que las más bellas sean aquellas que no están edulcoradas: elige buscar de forma incesante una cualidad elusiva como el encanto. Y logra ser encantadora. ¿Cómo logra ese encanto? El arte de Carney en esta película (y también en Once) parece ser transparente, estar ahí sin mayor esfuerzo. Y eso es logro de un trabajo de puesta en escena que busca fluidez, una presencia inadvertida. Su cámara está cerca de los personajes sin invadirlos jamás, les permite mirarse, los deja volver a sus historias previas -en un doble flashback que potencia la velocidad narrativa y nuestra ansiedad por saber cómo terminarán las emociones en juego- los deja dudar de sus sentimientos (hay más de un ejemplo de ese tiempo de espera sobre un rostro que esconde decisiones clave). Las canciones se despliegan también de un modo amable y generan el efecto de armarse y mejorar ante nuestros ojos, convenciéndonos de que son la banda sonora vital de este productor discográfico que tiene que "empezar otra vez" y de esta chica herida de la que parecen brotar sin dificultad dulces canciones. Ellos son Mark Ruffalo y Keira Knightley, y sus encantos particulares -probados con anterioridad, incluso la capacidad de Knightley como cantante- resplandecen en esta película y se potencian en cada interacción. Carney, con una película que parte de la fórmula de "chico en problemas conoce chica herida" demuestra que, a veces, el cine puede ser genuinamente dulce.
Un clásico del animé En la avant première de Los Caballeros del Zodíaco - Leyenda del santuario, el mayor aplauso fue, en los créditos iniciales, para el autor del manga original -y aquí productor ejecutivo- Masami Kurumada. Es decir, para quien creó, ideó e imaginó a Los Caballeros del Zodíaco (Seinto Seiya o Saint Seiya). Es extraño, singular, incluso admirable el gesto: no se trata de un actor estrella de Hollywood, es el autor. El manga, y sobre todo la adaptación animé de estos personajes, creó legiones de seguidores en muchos países. Y aquí también. Esta nueva película plantea, en términos estéticos, una combinación del estilo de los episodios televisivos y las películas anteriores con algo así como un refreshing visual digital. El riesgo de embarullar la imagen gracias a las mayores posibilidades de velocidad de agregar capas y capas de animación y de exacerbar el detalle estaba al acecho, pero no ocurre: hay tal vez menos colorido -o los colores son "menos infantiles"-, pero la imagen se mantiene clara y límpida, y las peleas siguen apelando al gigantismo del gesto y de la frase -cosmos, claro, pero también la obsesión por el poder grande, absoluto- mediante planos compuestos con pocos elementos. De esta forma las peleas conservan su atractivo, su movimiento simple y sus repercusiones visuales (la rotura de pisos, paredes, escaleras) y sonoras. El argumento de esta película incluye la puesta en duda de la reencarnación de una diosa, caballeros jóvenes de bronce, caballeros dorados guardianes de cada casa zodiacal, traiciones, engaños, valores frecuentemente mentados como lealtad, valentía, etc. Y se nos ofrece una habitual mezcla de diversas mitologías -con fondo de cocción griego- en un paquete cósmico, temporal, atemporal y arquitectónico (en el santuario podemos apreciar algo así como un Coliseo romano más torres dignas de Notre Dame, entre muchas otras cosas). El riesgo principal de mucho animé basado en personajes ya conocidos es que dejen afuera y con la ñata contra el vidrio -por la complejidad del asunto, las traiciones y los reenvíos de la trama- a quien no esté familiarizado: en esta película afortunadamente hay bastante claridad, que comienza a averiarse, y después de la visita a la casa de Tauro (entre otros derrapes hay un salto -que después se explica-, pero así y todo deja la sensación de un error). Y sí, la pelea final se agiganta hasta un punto endemoniado, cósmico, galáctico y un poco tedioso. Cosas de obsesionarse con lo absoluto del poder.
Una comedia artificial que apela a la ilustración audiovisual Casi tres millones de espectadores en Francia, premios en la quincena de realizadores de Cannes 2013, gran ganadora de los premios César 2014 (derrotó a El hombre del lago y La vida de Adèle). Escrita, dirigida y protagonizada en los dos roles principales por Guillaume Gallienne, esta película parte de su unipersonal teatral autobiográfico. De esa forma comienza: con el propio Gallienne de la Comédie-Française como un personaje actor que está por actuar, por salir a escena. Y que comienza a contar su vida, sus sufrimientos desde la adolescencia, en sucesivos flashbacks que regresan al escenario. La traducción del título original debería ser "¡Guillaume y los chicos, a comer!", frase que usaba su madre y que obviamente hacía una diferencia perturbadora entre Guillaume y sus dos hermanos. Pegado a su madre, Guillaume nos cuenta que la imitaba, la veneraba. Esta madre puesta en escena interpretada por él mismo no parecía ser digna de esa admiración y emulación: vulgar, distante, poco comprensiva, con poca cintura, poco paciente. La película cuenta las tribulaciones de Guillaume acerca de su sexualidad y también cuenta la mirada de su familia, de sus compañeros de colegio y de otra gente sobre él y su orientación sexual. Y elige formas teatrales: la convención de usar un actor de cuarenta años para interpretar a un adolescente (Guillaume siempre es Gallienne), el vistoso disfraz interpretativo de madre, el gesto enfático (el segundo médico militar es un ejemplo de interjecciones, resoplidos y subrayados faciales que no pertenecen al cine). Para reforzar, hay planos que intentan pasar por cinematográficos y descubrir en un movimiento lo que está fuera de campo, pero son completamente anticipables (el psicólogo que duerme, por ejemplo). El planteo artificial de esta película se combina con una férrea idea de narración unívoca: nuestra mirada es dirigida en general al centro del plano y al centro del sentido (con mucha estereotipia, que es otra manera de fijar, centrar y vulgarizar). De esa forma se anula la posibilidad de que el humor surja de forma inesperada y de que haya fuga alguna de sentido más allá del cauce psicoanalítico más programático. Todo se dice, todo se aclara, todo se verbaliza a veces con extensos tartamudeos y el estereotipo es usado como forma de simplificar, como algo prefabricado sin potencial. La película respira y se revitaliza cuando el montaje se organiza musicalmente (con "We are the Champions", de Queen, cantada por un coro; con "Don't Leave Me Now", de Supertramp) porque ahí el artificio general cobra sentido, encarna una forma que lo potencia. Y mejora notoriamente cuando llega al final, en el que el gesto actoral deja de estar exacerbado porque la resolución lo repele. Muchas críticas y hasta resúmenes cuentan la base de esa resolución. No se hará aquí. Sí se dirá aquí que Yo, mi mamá y yo es otro de esos casos muy celebrados, como se ha indicado al principio de este texto de confusión de cine con ilustración audiovisual psicoanalítica. Y que aparece Françoise Fabian, la protagonista de Mi noche con Maud, de Eric Rohmer.
Raquítica reflexión sobre el aislamiento Terry Gilliam, un director cuyo siglo XXI no ha sido particularmente brillante -por usar una fórmula que es puro eufemismo- une su película Brasil, de 1985, con Un mundo conectado. Un hombre, prisionero del sistema y de sus propios fantasmas y traumas, sueña con una mujer. La línea precedente describe ambas películas del cineasta, aunque la burocracia orwelliana de Brasil se ha convertido en una corporación colorinche (aunque igualmente opresiva) y la mujer soñada ahora es física y también virtual. Pero habrá que olvidarse de Brasil, o de lo que recordemos de ella, o de lo influyente y venerada que pudo haber sido. Un mundo conectado ofrece un planteo raquítico alrededor del intento de resolución del "teorema del cero" del título original. En eso, y en lo atormentado del protagonista, que vive en una iglesia fuera de uso y quiere salir lo menos posible, hay una conexión con Pi, de Darren Aronofsky. El mundo lleno de publicidad y de comunicación escasamente neuronal remite a la imprescindible Idiocracy, de Mike Judge, una de las películas clave del siglo XXI. Y la posibilidad de sexo virtual con trajes brillosos dialoga con El demoledor (con Sylvester Stallone y Sandra Bullock). Pero en toda comparación, en toda conexión, Un mundo conectado se diluye. Y se diluye y se destruye también sin esas conexiones: es un pantano cinematográfico vestido con muchos colores, diseño de producción plástico e hiperbólico (y falso) y mucha actuación exhibicionista. Christoph Waltz (que no parece el mismo actor que con Tarantino) y David Thewlis (que no parece el mismo actor que con Bertolucci) están a la deriva con sus gestos, con sus maneras enfáticas de pronunciar los diálogos, con la forma en que demuestran estar más allá de la película, en una guerra de histrionismos que sabe que no hay relato que la sostenga. Frente a las actuaciones de Waltz y Thewlis, Matt Damon con pelo platinado es un modelo de sobriedad y Tilda Swinton está del otro lado de la exageración: del lado del juego puro, en una pantalla y detrás de unos dientes ridículos (en un momento empieza a rapear, pero Gilliam no la deja avanzar). Porque detrás de todo este circo triste Gilliam esconde, tal vez, la peregrina idea de establecer alguna idea sobre la deshumanización hacia la que nos estaríamos encaminando. Quizá. Pero Un mundo conectado, con su muestrario de mesa de saldos de fragmentos de ciencia ficción y del cine previo del propio Gilliam, es una de esas películas en estado de confusión permanente: megalómanas, fallidas, irritantes. Un muestrario tedioso de la personalidad y las marcas registradas de un director que giran sobre el vacío, que confirma que el cine onírico de Gilliam quedó encerrado y aislado en el siglo XX.
Rocambolesca, disparatada y profunda Productor de más de 100 películas, guionista de unas 50 (algunos de estos créditos son por películas basadas en personajes que él creó), director de 16 largometrajes, Luc Besson es una figura de primer orden en el cine mundial. ¿Eso lo convierte en un director de los mejores? No. ¿Hace un cine con sello personal? Sí, y no sólo por ser director y único guionista de muchas de sus películas (también de esta flamante Lucy) y por trabajar habitualmente con los mismos colaboradores en la fotografía, la música y la edición. Besson está interesado en la potencia: la potencia, entendida como vigor y como posibilidad. La fuerza, el profesionalismo y la mujer fuerte son otros núcleos recurrentes de sus películas. ¿Esto lo convierte en un autor cinematográfico? No, sus películas no son intransferibles en su forma. Besson filma pero no firma, o al menos no completamente. Con Lucy, Besson vuelve a un cine de alto impacto, uno que no había explorado como director en el siglo XXI. Lucy es una mezcla, potenciada, de su Nikita y de su Juana de Arco. Lucy tiene fuerza y tiene la capacidad de ver (mucho) más allá. Lucy es ciencia ficción además de acción: explora las posibilidades de desarrollo cerebral por los efectos de una droga sintética, en dosis masivas, en el cuerpo de una mujer. La mujer es Scarlett Johansson, la estrella de Hollywood puesta en el centro de esta película mayormente actuada por europeos y asiáticos. También está Morgan Freeman, que hace otra vez de científico confiable. Y como villano está Min-sik Choi, el actor surcoreano de Oldboy y tantas otras. Besson hace un cine global desde las procedencias de sus actores, desde la geografía (Taipei, París), y expande su relato hacia los orígenes de la evolución humana desde ahí empieza y hasta se anima con los dinosaurios. Porque Lucy, desde el principio, cuenta su historia principal, en la que Scarlett Johansson es la chica común metida en circunstancias extraordinarias. Y también cuenta-comenta-explica (mucho) con inserts de la naturaleza y otras intromisiones gráficas, y se desata al proponer derivas visuales de amplitud cósmica y de conexión de todo con todo. Si hasta es comparable por algunas imágenes y por la pretensión de decir algo acerca de lo más profundo, de aquello que nos hace humanos con El árbol de la vida de Terrence Malick. Pero allí donde Malick se perdía en solemnidades, símbolos gastados y un alarmante encierro solipsista, Besson imprime movimiento, violencia, apetito por la diversión y -como su protagonista por absorber el mundo y devolverlo en una película rocambolesca y disparatada. Un film contundente que, mientras pone en escena de forma visualmente fea la preocupación por el conocimiento absoluto, nos muestra un enfrentamiento a los tiros entre franceses y surcoreanos (quizás una metáfora bestial acerca de dos cines fuertes en su mercado interno). Besson no tiene problemas con mezclar, y de esas combinaciones un tanto irresponsables puede salir una película altamente estimulante como Lucy, en la que asistimos al proceso por el cual Scarlett Johansson pasa del miedo a la acción y de ahí, a meter miedo. Y todo en menos de noventa minutos. Lo breve, si contundente, dos veces impactante.