Verdadera explosión de defectos Comedia familiar sobre abuelos, padres, hijos. Billy Crystal y Bette Midler hacen de padres de Marisa Tomei, que hace que está casada con Tom Everett Scott (pero no se lo cree mucho). Marisa y Tom actúan que tienen tres hijos: la nena mayor, dos nenes menores. Marisa y Tom deben viajar (bah, Tom debe, Marisa quiere acompañarlo y él quiere ser acompañado). Como los padres de Tom -los abuelos "titulares"- están de viaje, Marisa y Tom deben llamar a los abuelos suplentes, para peor suplentes con pocos minutos en cancha, y en quienes no confían como continuadores temporarios de la crianza que ellos, como padres, imparten. Entonces se enfrentan dos modelos de crianza. La más "tradicional y normal" que actúan -como pueden, detrás de rostros inverosímiles- Billy y Bette. Y la más moderna y basada en todas esas teorías que circulan como modas y que algunas van quedando. Para resumir: Marisa y Tom no les dan azúcar a sus hijos, no los retan, no les ponen límites (en especial a los varoncitos, a la nena le ponen presión para que sea música; sobre todo le pone presión Marisa, que tiene asuntos pendientes con sus padres). Ya imaginan el final: todos aprenden algo, todos superan algo, todos reconocen algo. Lo convencional no es un problema insalvable, la falta de originalidad tampoco. Pero en S.O.S.: familia en apuros (un título que hace doler los ojos y los oídos) los problemas son mayores, los defectos son todos: estamos sin duda frente a una de esas películas que no se descartaron al terminar porque la variable de la calidad no es motivo suficiente para hacerlo cuando se invirtieron millones de dólares que de todos modos se recuperarán con creces. Acá todo salió mal, pero todo, al punto de que Marisa Tomei no está sexy. Y al punto de que Billy Crystal lucha contra situaciones imposibles para ponerles algo de gracia y, con todo su talento cómico, apenas acierta en una ínfima proporción. Sí, claro, están los yerros básicos: la música explica emociones como si los espectadores fuéramos chimpancés y no de los más brillantes; los derroteros problema-solución (ejemplo: el tartamudeo del hijo del medio) no se pulieron para sacarles los bordes gruesos de la obviedad absoluta; las metáforas forzadas (el amigo imaginario del hijo menor) se explican tantas veces que dejan de ser metáfora. Hay muchas películas con todos estos defectos y que se conforman con ser mediocres y no ofensivas, pero aquí estamos en presencia de un cualunquismo narrativo y cómico pocas veces visto en un producto mainstream: las situaciones no se conectan, se amontonan porque a alguien se le ocurrió una idea base (o el final de una secuencia que prometía ser gracioso) y allá fueron, sin atar nada. Así, se nos inflige un momento de skate y pis sin sentido más allá de poner a un nene en peligro, se nos enrostra un baño inverosímil y ridículamente sucio en un espacio que afuera es limpio (pero como a alguien se le ocurrió un chiste con Billy Crystal seguramente hubo que forzar todo), y se nos exhibe un juego inconcebible e incomprensible con una lata que sirve para mostrar un momento de diversión y unión familiar que es impuesto como una obligación y al que no se llega con lógica ni con fluidez ni con nada que se asemeje a eso que conocemos como eficacia industrial ni como decoro mínimo. Vemos esta película y nos duele la inteligencia, nos duele querer a la comedia, nos duele nuestra fe en algunos actores y actrices. Nos duele, finalmente, nuestro amor por el cine.
El azar, el otro gran motor del amor El argumento central de Tres se basa un triángulo amoroso. Una pareja sin hijos, estancada en varios aspectos. Y un tercero. Pero lo que importa, lo que prevalece, no es su argumento sino que el director es el alemán Tom Tykwer, uno de los nombres clave del cine contemporáneo. Y clave no quiere decir necesariamente bueno: Michael Bay, el de Transformers , también es un nombre clave. Pero Tykwer es, además, un director de notable osadía. Tykwer tiene una idea sobre el cine. En realidad tiene muchas ideas: sus películas están cargadas de variantes y de segmentos desquiciados, vitales y veloces. Tykwer hizo, entre otras, Corre, Lola, corre , Agente internacional , Cielo , y varios segmentos de la actualmente en cartel Cloud Atlas . Tykwer filma en diversos idiomas, diversos géneros, e incluso al interior de cada película su mano se manifiesta estilísticamente con enorme variedad de recursos. Tres es un gran ejemplo del cine de Tykwer: a esta pareja que pertenece a los círculos culturales de Berlín no sólo le pasan (o no le pasan) cosas en su relación. Además tienen problemas de salud, se les muere algún familiar, experimentan algunos altibajos laborales. Pero Tykwer es dinámico, entre los dolores hay sonrisas, placeres, comidas, sexo, hasta festejos futboleros. Y es dinámico también en la combinación de travellings (gran ilustración inicial de un relato en off con cables), en la pantalla dividida, en los diálogos y monólogos, en los momentos de fantasía o de sueño (sí, a veces genera algunas notas falsas ahí, pero son defectos de exceso, de generosidad cinematográfica). Y es explícito y hasta llega al peligro de shock en una intervención quirúrgica, o de cursilería en una ecografía. Tres late por todos lados, es una película viva, casi temerosa de quedarse quieta. Tykwer pone música, pone "Space Oddity" de Bowie más de una vez, y en el cierre la combina con toda una definición visual de "la" mirada. Un plano final de múltiples interpretaciones, entre ellas una que suele ser una constante en Tykwer: podemos ser solitarios o estar solos, pero las conexiones están ahí cerca. Para muchos grandes cineastas, el azar es parte fundamental del relato. Y esa confianza en el movimiento y el encuentro a pesar de las ínfimas chances es lo que aleja a Tykwer de todo riesgo de arbitrariedad: en la constante seducción rítmica y estilística de Tykwer las cosas más increíbles hasta parecen lógicas. Lo abundante encauzado hacia la energía tiene otro ejemplo en la construcción del tercero en cuestión: Adam no sólo seduce y enamora a hombres y mujeres, es además un profesional brillante, hace deportes, se lleva bien con todos, canta y hasta navega. No se le debería pedir a Tykwer realismo, su cine es más grande que la vida, tal vez por eso cite en imagen y en música a Milagro en Milán, de Vittorio De Sica, es decir, el neorrealismo de la magia, incluso el del exceso. Tykwer se enamora de sus personajes, incluso en sus frustraciones o mezquindades. Tykwer se enamora de las posibilidades de seducir del cine, aun cuando se exceda o incluso cuando no esté del todo claro si hay algún componente sarcástico o de autoparodia inconsciente en momentos como el del ángel alado. Tykwer se enamora también de Berlín, y en su combinación de escenarios asombrosos -las piletas sobre el río, los viejos edificios, los flamantes edificios, la antena de Berlín Este y un largo etcétera- hace descansar esta película de extraordinarios atractivos. En realidad, no hace descansar: el cine de Tykwer no descansa. Tres es una película que late fuerte en una ciudad de historia increíble y pensada para el movimiento.
El pasado como aprendizaje Una aventura extraordinaria es el título de estreno local de Life of Pi ("La vida de Pi"). Una aventura extraordinaria es uno de esos títulos genéricos, casi el colmo del título genérico, que en un tiempo más se va a confundir con muchos otros títulos genéricos locales que le han quitado singularidad a las películas. Sin embargo, llamar a La vida de Pi Una aventura extraordinaria no deja de ser astuto. Una aventura extraordinaria llama la atención sobre lo mejor de la película de Ang Lee, lo más atractivo, el pasado del personaje del título; ése es el corazón del relato y su factor de venta más llamativo. El pasado es el aprendizaje, el viaje, el crecimiento, el naufragio, la aventura en y a veces contra la naturaleza, la convivencia con un tigre en una balsa en alta mar durante más de siete meses. El pasado es, realmente, la aventura extraordinaria, y allí la película deslumbra mediante un uso consistente de la creación digital y la aplicación eficaz de los efectos 3D. Un tigre como compañero de deriva de un humano, con movimientos fluidos e interacción creíble. Tormentas de un poderío visual similar al de Una tormenta perfecta, de Wolfgang Petersen. Y la secuencia de los peces voladores, no sólo de una fuerza arrolladora y de esos momentos ideales para ver en cine y en 3D, sino además contada de tal forma que el ruido del aleteo, las gotas de agua y los movimientos del tigre y de Pi se interconectan en una narrativa veloz y perfectamente comprensible. Ang Lee -como lo demostró en Hulk , una de sus mejores películas- sabe ordenar la energía visual sin caer en la anarquía y en el barullo narrativo de la proliferación de planos inútiles. Y también se anima a desviarse, a llegar a disgresiones visuales sin temor a bordear el esteticismo (el momento del mar iluminado y la ballena, de gran impacto aunque ciertamente no tan bien integrado a la narración como el de los peces voladores). Pero incluso ese momento de ballena y luces de póster conecta con lo extraordinario de la aventura extraordinaria. Y hasta se perdona la presencia chirriante de tan breve -parece un cameo de esos que distraen- de Gérard Depardieu: en ese viaje de tamaña intensidad es hasta lógico que el cocinero sea un francés gruñón interpretado por un actor famoso. Pero la película, por más título local que tenga, se llama La vida de Pi , y esa vida -que tuvo sus momentos extraordinarios en la infancia y la adolescencia, con zoológico en casa, mudanza desde la India en barco y una supervivencia increíble- se relata desde el presente, y en el presente Pi es un señor que le cuenta su historia -con un poco de simpatía beatífica y forzada del actor-estrella indio Irrfan Khan- a un escritor frustrado, interpretado con demasiada actitud de telefilm por el inglés Rafe Spall. Los segmentos del presente pausan la aventura, la anestesian, y llegan finalmente a la "reflexión sobre el estatuto de verdad de la narración". Esta reflexión llega de forma tan tardía, atropellada y atolondrada que termina, más que enriqueciendo, debilitando lo construido en el agua, quizá por un respeto excesivo a la estructura de la exitosa novela de Yann Martel y por la decisión de privilegiar la condensación en lugar del corte, sugerido por André Bazin a la hora de adaptar libros. Esos segmentos del presente, en donde están casi todas las notas falsas de la película (sus defectos se podrían resumir en "pasteurización burocrática"), no hacen mucho más que "enmarcar" con demasiado peso y de forma anodina esta aventura extraordinaria que Ang Lee tenía en sus manos para hacerla, además, inolvidable en su totalidad y no solo en sus momentos visualmente asombrosos.
Riesgos de la genialidad austo (Faust, Rusia/2011; hablada en alemán). Dirección: Alexander Sokurov / Guión: Yuri Arabov, Alexander Sokurov y Marina Koreneva / Fotografía: Bruno Delbonnel / Edición: Jörg Hauschild / Música: Andrey Sigle / Elenco: Johannes Zeiler, Anton Adasinsky, Isolda Dychauk, Georg Friedrich, Hanna Schygulla, Antje Lewald / Distribuidora: Zeta Films / Duración: 140 minutos / Calificación: sólo apta para mayores de 16 años. Nuestra opinión: buena El ruso Alexander Sokurov ha logrado dos éxitos (en escala) en la Argentina: Madre e hijo , en 1999, y El arca rusa , en 2003. También ha tenido una importante presencia en festivales: Mar del Plata, Bafici, DocBsAs. Es, dentro del circuito del cine no masivo, un autor fundamental, conocido y reconocido con premios y elogios. Una de sus mejores películas, Moloch (1999) -impresionante y subyugante retrato de algunos días de Eva Braun y Adolf Hitler-, fue el inicio de su tetralogía sobre el poder. Luego vinieron Taurus (sobre Lenin) y El sol (sobre Hirohito). Fausto , ya no con base histórica sino apoyada en la literatura y en la leyenda, es el cierre. Como ocurría con Honor de cavalleria , de Albert Serra, y El Quijote , Fausto es una adaptación intersticial, o un conjunto de notas al pie, o de lupas puestas en los lugares menos nucleares de la obra de Goethe. Lejos de ser el mejor Fausto cinematográfico (ese honor muy probablemente sea para el de Murnau de 1926), la de Sokurov es una película abrumadora, excesiva, una afirmación autoral sin medias tintas. Algo falla, sin embargo, y una propuesta que podría haber sido violentamente hipnótica y arrebatadora está desarticulada y desarmada y -ya que hablamos de Fausto - desalmada. El alma, que es lo primero que se busca en una escena inicial gore (es decir, con vísceras bien visibles), no está en este Fausto : al trabajar lateralmente sobre el relato del pacto con el diablo (la tragedia se convierte por momentos en una negociación burocrática), la película no encuentra la moral ni el deseo de los personajes, que a veces son hasta una molestia, ejecutantes de movimientos casi teatrales entre decorados y paisajes sublimes. Luces y sombras La gran fortaleza de la película es, y esto es muy notorio, su imagen: el trabajo con la luz de Sokurov y el director de fotografía francés Bruno Delbonnel ( Amélie, Sombras tenebrosas, Harry Potter y el misterio del príncipe ) es de altísimo nivel. Hay una riqueza deslumbrante en ese aspecto: toda sombra y toda luz, y todas sus combinaciones, parecen haber sido pensadas, planificadas y ejecutadas en pos de la maximización del impacto estético. A veces ese impacto se basa en la belleza, a veces en el asco (ésta es una película que parece querer hacernos sentir los olores de un poblado alemán de hace varios siglos, y se habla mucho de "lo fétido"). Pero más allá de los usos del poderío visual, lo cierto es que en ese sentido Fausto es una película brillante: la luz entre el vapor y el agua con las mujeres lavando, el bosque plateado luego del entierro en el cementerio y las imágenes de Margarete en encuadres, colores y formas que remiten a pinturas de Vermeer son sólo algunos ejemplos del lujo visual de la película. Esas y muchas otras imágenes son memorables y están entre las de mayor esplendor de este año de cine; el problema es que Sokurov procede mediante una narrativa arenosa, no sólo sin fluidez sino basada en diálogos y más diálogos que no se encarnan en personajes fuertes o vitales. La ambición de grandeza de la película queda sin concretarse, empantanada en su propia lateralidad, en los bordes de la farsa en la actuación (las peleas son notoriamente torpes) y en una narrativa que, en su decisión de no mirar de frente al mito por tenerlo demasiado aprendido, se deshilacha. Las impresionantes imágenes de la película merecían un destino memorable, merecían integrarse en una narrativa igualmente grande, menos desdeñosa, más acorde con la claridad del principio (de la belleza eterna del paisaje a la finitud y decrepitud humanas) y con la amplitud del paisaje final (hasta la imagen se ensancha). Sí, Sokurov es un director genial. Uno dispuesto a ahogar el destino de grandeza de sus films por su genialidad que, cuando se acerca a la frontera de la megalomanía, corre el riesgo de mutar en autoindulgencia
Fallida en su simplicidad Formosa. Colegio. Adolescentes. Dos amigas de doce años que no pertenecen al núcleo dominante del curso y que detestan a la profesora de gimnasia. Llega un nuevo profesor de biología, "fachero", que tiene una tarántula como mascota. Las dos adolescentes se enamoran del profesor, con todo el amor-fijación-devoción-obsesión que se puede tener a esa edad. El profesor de biología y la profesora de gimnasia comienzan un romance y las dos adolescentes comienzan a atentar contra el romance. La inocencia de la araña es una película simple. Y fallida en su simplicidad, transparente en sus defectos, que están encadenados. Tiene muchas situaciones estiradas, conversaciones que podrían haberse resuelto con mayor velocidad, con diálogos más concentrados. El estiramiento acarrea otro problema: a mayor cantidad de líneas de diálogo, las actrices adolescentes parecen recitar con cada vez menor fluidez sus diálogos. A ese empantanamiento narrativo, que exacerba los desajustes actorales, contribuye además la excesiva frontalidad de los planos.Las situaciones de pausa y de estiramiento y también la falta de un criterio más certero en las elipsis probablemente estén motivadas por el mayor defecto de la película, el defecto estructural: La inocencia de la araña sufre de escasez de situaciones y de personajes. Para sentirse cómoda en el formato de largometraje, la película necesitaba más personajes secundarios y más núcleos narrativos. Con mayores elementos, quizá, los saltos de tono de comedia romántica a comedia negra habrían quedado menos atropellados, y quizás hasta se habrían logrado atenuar los patinazos argumentales y de puesta en escena de los últimos minutos. Como si fuera una película cuyo rodaje respetó la cronología del relato y hubo que terminarla con poco tiempo, La inocencia de la araña se va desgastando a medida que pasan los minutos: las mejores ideas, los mejores diálogos, la mayor fluidez, la puesta en escena más meditada están en el primer tercio. Sí, hay méritos en esa película, algunos de hecho inusuales para el cine argentino. En primer lugar, la película de Sebastián Caulier no se preocupa por el "color local" o el pintoresquismo: lo que se muestra de Formosa tiene que ver con las acciones de los personajes, no con la secretaría de turismo del lugar o con la necesidad de "vender pobreza" a festivales. Hay también unos cuantos buenos momentos entre el profesor de biología y la profesora de gimnasia: Juan Gil Navarro y Gabriela Pastor son creíbles cuando permanecen en la comedia liviana, en los diálogos en los que se torean con algo de ironía. Cuando tienen que lidiar con situaciones de peligro o simples molestias -que son adelantadas en exceso por la música- lamentablemente se apagan y, como esta ópera prima, pierden vivacidad e interés.
Estilismo con mensaje El cine estadounidense de los setenta fue grande y perdurable por diversos motivos, no solamente por tener como eje fundamental a una sociedad en conflicto, convulsionada, golpeada desde diversos ángulos (crisis 1971-1973, con rebotes posteriores). En Mátalos suavemente, de ínfulas setenteras, el australiano Andrew Dominik -el de Chopper y la pretenciosa El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford- hace un ejercicio de simulación y adaptación. La novela original (Cogan's Trade, de George V. Higgins) transcurría en Boston en 1974, pero Dominik sitúa la acción de su película en la Nueva Orleáns post Katrina durante la crisis financiera de 2008. La historia es simple: un golpe a un garito de juego manejado por mafiosos y las posteriores represalias. Vemos el trabajo de ladrones, asesinos a sueldo e intermediarios, y apenas se ven mujeres en la película. No hay mucho más, pero con materiales de base no mucho más complicados se hicieron grandes policiales en los setenta: Prime Cut, Charley Varrick, The Seven-Ups, entre muchas otras. Pero Dominik no confía en la historia ni en su relato. Tal vez, a juzgar por su cine espástico, no confíe en la narrativa en absoluto, aunque no se decida a abandonarla con coraje. Y entonces recarga y recarga el estilo. Y hasta logra un festival de la exageración en un actor de buenos antecedentes como James Gandolfini. Y riega todo con unos montajes pretendidamente cancheros, de ángulos múltiples y ralentis que harían sonrojar a los menos inspirados imitadores de Tarantino del siglo pasado. El cancherismo de Dominik es viejo: un personaje se droga con heroína y las imágenes y los sonidos (incluidos fragmentos de la canción de Lou Reed) son dignos de MTV de 1990. Dedicarse a mostrar planos cercanos de vómitos bajo la lluvia y de masa encefálica fuera de su lugar es, a estas alturas del gore, infantilismo cinematográfico, un capricho. ¿Y Brad Pitt? Entra a la película después de un rato, con Johnny Cash -un narrador mucho más fluido que Dominik- de fondo. Tiene una filosa conversación con Richard Jenkins -uno de esos actores cruciales, con la eficiencia como base innegociable- mientras el descalabro del barroquismo estético toma un descanso. En ese momento, el relato parece encaminarse. Pero la ilusión dura poco: enseguida vuelven el exhibicionismo del montaje y el regodeo en cualquier elemento inflado de autoimportancia, como toda la línea Gandolfini y sus interminables conversaciones con Pitt, o las reflexiones de Pitt sobre los asesinatos y unas cuantas cosas más. Sobre el final, por si no hubiera machacado una y otra vez con discursos de George W. Bush y el en ese entonces candidato Obama, Dominik cree que no quedó claro "el mensaje" de su película y lo dice una vez más, de manera lineal y a prueba de distraídos. Si el cine de los setenta podía ser sofisticado de forma seca y brutal para contar la crisis del capitalismo desde su corazón, Dominik prueba que al trabajar solamente sobre la superficie, al no creer en lo que cuenta sino meramente en repetir algo que está claro desde el principio, la narrativa se estanca bajo la vana búsqueda de la creación de climas y el estilismo de cáscara moderna. El periplo es vacío, pero sin angustia: el tedio se impone. Y lo que se pretende crítico se reduce al contenido de una pancarta verbalizado justo antes de los créditos.
No te quedes quieta Miami. Imágenes típicas de publicidad de aperitivo. Relieve del 3D usado sin pudor alguno para los músculos de los chicos y las curvas de las chicas, que se arquean para las cámaras. Chico que trabaja de mozo. Chica hija de magnate hotelero. Ambos bailan. El magnate, en algún momento, tendrá un proyecto inmobiliario en el barrio del chico. Las peripecias y los nudos argumentales ya los conocemos, incluso hemos oído infinidad de veces las frases que los actores dicen convencidos y sin sonrojarse. Hay planos que ya reconocemos, situaciones musicales familiares: ya vimos Flashdance y Breakdance , y también West Side Story (ir más atrás no tiene sentido, no estamos en el mundo del musical clásico). La historia de Step Up 4 ya la sabemos de memoria, podemos adivinar el final. En ese sentido, los defectos de esta película son más que evidentes, se resumen en las preguntas ¿otra vez lo mismo? y ¿para qué estirar los conflictos que se generan por el ocultamiento de información entre personajes? La repetición de estos mecanismos y de los componentes melodramáticos (el origen de clase, las peleas padre-hija) es lo que menos interesa de Step Up 4 . Pero hay otros elementos más allá de la historia-fotocopia: las coreografías que realiza el grupo del protagonista, llamado The Mob, son en su mayoría pequeñas joyas de ritmo, montaje y utilización del 3D. El baile y la planificación del movimiento (gran trabajo del coreógrafo Jamal Sims y su equipo) son brillantes, energizantes, espectaculares. Cuando la película baila todo mejora -salvo en el número ominoso, equivocado en las intenciones-, y el 3D se vuelve crucial para separar los múltiples líneas de bailarines en estas "flashmobs" (multitudes instantáneas), para que sus movimientos impacten más. Con referencias simples pero atinadas a la cultura web y puro infantilismo anticorporativo (que se evapora velozmente al sol), Step Up 4 es una película mediocre cuando se queda quieta, pero que cuando se mueve es extraordinaria y asombrosa, sobre todo en la primera performance "de protesta", en los múltiples bailes del final y en el maravilloso principio en Ocean Drive, la calle más emblemática de Miami Beach (no lleguen tarde al cine).
Científicamente mala Juegos de muerte ( The Collection en el original) vendría a ser una secuela. Un hombre enmascarado y malo -que tuvo su origen en la acá llamada El juego del terror ( The Collector ) - secuestra, encierra, tortura y mata gente. Mucha gente. Lo hace de diversas maneras, pero mayormente con dispositivos ( gadgets ) filosos, a veces de gran porte y complicada estructura, como si tuviera un contrato con la industria metalúrgica para usar sus derivados de formas macabras e imaginativas. El enmascarado éste, por momentos, es pura maldad, tal vez el ser más malvado del terror, es malísimo. La película que lo contiene también es malísima, de esas que podrían considerarse científicamente malas, de las que desaprovechan incluso una masacre bestial como la del principio. Hay un director en los títulos, se llama Marcos Dunstan, también de la mencionada El juego del terror y guionista de algunas de las llamadas El juego del miedo (se recaudaría muy bien si se cobrara un impuesto al uso inapropiado de la palabra "juego" en los títulos locales). Aparentemente inconsciente de que el cine tiene imagen, este señor Dunstan desconoce la construcción visual del espacio: el interior de un hotel abandonado (no tan abandonado, uuuh ) es denominado por un personaje como "un laberinto", probablemente una idea de Dunstan y el otro guionista para justificar que nunca se tiene idea de qué hay fuera de campo (ni como amenaza, ni en función de la continuidad espacial, ni para la fluidez de los movimientos). Tampoco sabe construir suspenso ni inteligibilidad en un ambiente reducido y simple filmado en planos medios con dos personajes (los ejemplos son los siguientes: todos). Las peleas las filma con muchos planos, y éstos son editados velozmente a la bartola. Resultado: la acción más elemental carece de claridad. La chica protagonista se parece a Natalie Portman y a Antonella Costa, y los actores ejecutan sus papeles con el nivel de la tercera línea de un directo a video de 1992, de esos con cajitas hoy dignas de un museo kitsch. La borrosa imagen también es como de VHS, pero con el cabezal sucio. Sí, hay momentos tan absurdos que pueden llevar a la risa (un agujero en la pared que encuadra como una cámara, la elipsis peor hecha del universo, un pedazo de corpiño muy hábil, un contraluz azulado y humeante del malo con dos perros peleados con el peine, y mucho más), pero para ponderar este dudoso atractivo siempre recuerden que los críticos no pagamos la entrada.
Genuino amor adolescente El amor adolescente tiene una conexión especial con el cine (y con el rock y con la literatura). Bien tratado, rinde frutos de emoción tal vez fugaz pero genuina. Las claves pueden estar en la belleza, en la fotogenia, en la verosimilitud de los enamorados y en la descripción de su ambiente. El director Mariano Galperín tiene una carrera errática y bastante insólita para el cine argentino, pero hasta en Chicos ricos (2000), su película más maltratada -y que no carecía de atractivos, tal vez demenciales, se notaba algo genuino, algo que estaba fuera de la pose, de los caminos seguros y prefabricados que el cine contemporáneo ofrece a los cineastas que le temen al error. No hay displicencia y anemia en el acercamiento de Galperín a sus temas, a los diferentes estilos y ritmos con los que ha trabajado. No se percibe miedo a equivocarse, por eso no hay parálisis: Galperín hace películas que parecen decir "esto es lo que quiero hacer hoy". Y esa asertividad se suele transmitir al relato. En Dulce de leche acierta en algunos aspectos clave: la muy joven Ailín Salas ( La sangre brota, Abrir puertas y ventanas , entre muchas otras) es evidentemente una de las mayores novedades actorales del cine argentino reciente. De especial fotogenia y sonrisa cautivadora, Salas hace algo más que "actuar bien": es una presencia fuerte, de esas que parecen haber nacido para el cine, y que contagia y mejora a los otros actores. Tanto es así que Camilo Cuello Vitale (Luis), de actuación errática y de énfasis oscilante en los primeros minutos, se enciende cuando está junto a Salas (Anita). En cuanto se forma la pareja, la película galvaniza la energía que venía presentando en forma dispersa. Ya no importan tanto los desniveles actorales, algunos diálogos forzados, las situaciones con herrumbre (el accidente de skate del amigo seguido de la confesión, por ejemplo). Luis y Anita, su amor y el paisaje del campo y el pueblo de Ramallo se combinan con energía -y con buenos encuadres, y con luz que busca nitidez en el color para resaltar flores, río y pasto, y con un montaje que sabe de ritmo genérico-para que se reduzca un poco la distancia con la película inspiradora de Dulce de leche : Melody (1971), de Waris Hussein, con música de los Bee Gees. Otro acierto de Dulce de leche es no convertir a los adultos en villanos, y otro es la presencia de Martín Pavlovsky, que en una industria cinematográfica en serio podría ser uno de esos secundarios confiables, nobles. Cuando Luis y Anita combaten contra los límites de los adultos (mejor dicho, los esquivan), Dulce de leche fluye y se escapa de las otras probables inspiraciones -o inevitables comparaciones-, las series Pelito y Clave de sol . Pero sobre el final, como si fuera obligatorio incluir un "conflicto fuerte" para llegar a un cierre en el que se eleva el tono, la película tropieza un poco y pierde parte de su encanto, ganado a fuerza de los méritos ya apuntados y de una ternura no demasiado frecuente en el cine argentino.
El relato del relato: los buenos No pensaba escribir para Hipercrítico sobre Néstor Kirchner, la película. El miércoles entregué una nota sobre el film para el diario chileno La Tercera. Sale mañana sábado. Cuando esté disponible, pasaré el link desde mi cuenta de Twitter: @JavierPortaFouz. Pensaba escribir, justamente, sobre un libro chileno, y ya había comenzado a hacerlo cuando ayer, jueves, me encontré con algunas críticas sobre la película de Paula de Luque. Y me pareció que había que destacar algunas cosas. Antes de eso aclaro que a mí Néstor Kirchner la película me parece mala, sin atenuantes: la tremenda chatura de su construcción y ejecución incluso puede hacer perder de vista, a fuerza de tedio, lo que uno –desde el lugar de opositor a estos gobiernos (sobre todo a estos últimos años) – le puede discutir en términos de visión de la historia del país y de ocultamiento de cuestiones básicas (sí, ya sé, “el recorte del artista”). Bueno, el recorte de la directora, y sus decisiones (o las de ella y su equipo) llegan a narrar elípticamente la muerte del ex presidente con unos planos de vías de tren, que no se dirigen narrativamente al 22 de febrero de 2012 en Once sino al asesinato de Mariano Ferreyra. Sí, es cierto, la muerte de Kirchner está cerca –en el tiempo– de la de Mariano Ferreyra y el accidente de Once ocurrió dieciséis meses después. Sin embargo, este montaje, con música y efectos visuales y que aquí calificaré de abyecto, pone de manifiesto la limitación de la mirada de una cineasta que construye una celebración –acrítica, pero sobre todo poco imaginativa– de una figura sin tener en cuenta los significados de una imagen fuerte y cercana y las heridas abiertas en mucha gente por el accidente. Néstor Kirchner, la película no es la grandiosa Perón, sinfonía del sentimiento. La sensibilidad y el talento mayores de Leonardo Favio están lejos de encontrar un heredero en el cine argentino (en ocasión de la película anterior de Paula de Luque escribí sobre el intento de conexión entre la directora y Favio acá). Tengo otros argumentos en contra del film, que están en el artículo de La Tercera, pero quiero señalar algo más, que se podría denominar “la pobreza como estética positiva”: los chicos que juegan a la pelota en un descampado, con bolsas de la basura cerca, las casas precarias. Mientras pasan esas imágenes que se pretenden alegres y llenas de esperanza, hasta beatíficas, yo pienso en que en casi diez años (casi el 5% de la historia de Argentina desde 1810) unos gobiernos en cadena que supuestamente fueron tan buenos siguen sin poder solucionar problemas básicos. Me gustaría ver un documental de propaganda en el cual hubiera imágenes reales de buenos transportes, buenas escuelas, buenas casas. Uno en el cual no se sostuviera sin más una frase de Néstor Kirchner en la que se ningunea lo hecho por el gobierno de Raúl Alfonsín en materia de memoria y derechos humanos. El cine no debería, en pos de sostener una idea, o una bandera política a rajatabla, hacerse el otario mientras se lesiona tanto el relato de la historia reciente. Pero vamos a algunas críticas sobre la película. Pauline Kael dijo alguna vez que el cine de Antonioni inspiraba una jerga especial, unas frases trilladas supuestamente profundas. ¿Qué ha inspirado Néstor Kirchner, la película? Quise enterarme: entré al sitio Todas las críticas, fui a las críticas sobre la película y me dispuse a leer la que fuera más a favor. Había una que le otorgaba la máxima calificación: 100%, excelente, diez puntos, de Hugo Sánchez en Tiempo Argentino. Leí, y me encontré con un párrafo que me sorprendió de forma negativa, alarmante. Quise creer que había algún error en la versión web del diario: salí a la calle, compré Tiempo Argentino en papel. Y estaba el mismo párrafo que en la versión on line: “En un momento donde la polarización se traslada a cada uno de los rincones de la vida cotidiana, donde el modelo kirchnerista se enfrenta al mayor y más formidable poder económico, mediático y cultural de la historia argentina, para dejarlo absolutamente claro, este cronista se ubica de este lado. El de los buenos.” Más allá de algún signo de puntuación mal estacionado, mi atención va una y otra vez a lo del lado “de los buenos”. El lado de los buenos. El lado de los buenos. El lado de los buenos. Sin comillas, sin ironías, sin indicación de que el “cronista” se sonroje o tome distancia. En “los lados” en los que se podría dividir esta Argentina que Sánchez define como polarizada en todos los rincones, él se ubica del lado de “los buenos”. Según esta lógica, entiendo, yo me tendría que ubicar del lado de “los malos”. O, para mentar a Ettore Scola, tal vez del lado de los “feos, sucios y malos”. Los buenos. Los buenos. El Chapulín Colorado decía “Síganme los buenos”. ¿Podría esa frase servir para una campaña kirchnerista? Veamos: lo de los buenos ya está bien establecido, gracias a Sánchez: los kirchneristas son los buenos. El problema es el “Síganme”, que fue slogan de campaña en 1989 de Carlos Menem, un político que, según la construcción audiovisual de la película de Paula de Luque, no sería de los buenos, aunque los líderes buenos (presidenta actual Cristina, ex presidente Néstor) de los buenos de ahora en algún momento elogiaron a Menem, y fueron parte de su proyecto político, y votaron con él, y se sacaron fotos sonriendo, y estaban en la misma boleta. ¿Menem era bueno y ahora es malo? ¿Los que ahora son de los buenos antes eran de los malos? ¿Cómo es la cosa? (¿Y Moyano? ¿Y Magnetto? ¿Y Alberto Fernández? ¿Y Pedraza? ¿Y Cirigliano?). Lamentablemente, nací sin la brújula para saber dónde están los límites movedizos del corral o del lugar o del paraíso en el que están los buenos. No sin antes hacer un puchero, me tendré que quedar con los malos, ser yo mismo malo, ver como malas a las películas que los demás ven como buenas o muy buenas, incluso como excelentes. Desde mi óptica de los malos, entonces, Néstor Kirchner, la película me parece mala. Pero como “signo menos” (película mala) por “signo menos” (yo soy malo) se convierte en “signo más”, entonces debe ser buena, o excelente. No sé en qué lugar se ubica Oscar Ranzani de Página/12, o si incluso está a favor de la caracterización del lado de los buenos que aporta Sánchez, pero las películas de las que hace la crítica le parecen todas buenas. Vean acá. Al día de hoy: once críticas listadas en el sitio, todas positivas, con calificaciones que dan un promedio de 7,5 puntos: las últimas cuatro que comentó, con 8 puntos para cada una, fueron: Néstor Kirchner, la película, Verdades verdaderas, la vida de Estela (Estela Carlotto), Eva de la Argentina y La cocina (en el medio hay una ley) (Ley de medios). En la crítica de Ranzani sobre Néstor, la película puede leerse, sobre el final: “Un párrafo aparte merece la combinación del material de archivo público con el de la vida privada del ex presidente: por ejemplo, se lo puede ver junto a Cristina cuando se casaron y compartiendo la militancia desde muy jóvenes e, incluso, en sus etapas como intendente y gobernador.” Yo no vi, en la película de Paula de Luque, imágenes de Néstor y Cristina compartiendo la militancia desde muy jóvenes. Sí vi un montaje de sucesos de la época, y vi imágenes de Néstor y Cristina en un patio, sí, jóvenes. Pero me perdí las imágenes que Ranzani vio de esa militancia compartida desde muy jóvenes. Pero mi vista y mi entendimiento, evidentemente, no cuentan con los beneficios ópticos e intelectuales que me daría estar del lado de los buenos.